Una fiesta. Música, bebidas, comida, euforizantes diversos. La casa tiene un jardín con estatuas. Lejos, allá abajo, se ve la ciudad. La mujer comenta al hombre al que ha conocido hace un rato: «Esta vista me sugiere El reborde desusado». El hombre duda un momento. Sabe que le habla del libro de moda pero él no lo ha leído. Para ganar tiempo pregunta como si dudase: «¿El reborde desusado?». Dice ella: «Sí, El reborde desusado, de Antonio Spinello». Dice él: «Ah, sí, claro».
Si el hombre reconoce que no lo ha leído queda fatal. Pero es la verdad. Aunque ella haya dicho que el paisaje se lo recuerda, existe la posibilidad de que tampoco lo haya leído, por lo cual él —diga lo que diga— se arriesga poco. No obstante, si se atreve a hablar de ello es que, como mínimo, sabe las cuatro frases que hay que decir sobre el libro. El hombre piensa que no leer libros no es ningún delito. Hay infinidad de gente que no lee libros. Pero se encuentra al lado de la mujer a quien ha rondado desde que ha llegado a la fiesta y, ahora que ella le da conversación, resulta que no sabe qué contestar. Podría decir: «No, no lo he leído. Es que, últimamente, me dedico a releer a los clásicos». El hombre sabe que durante años, en las entrevistas, cuando le preguntaban por los libros del momento que estaba leyendo, Terenci Moix siempre contestaba que él releía a los clásicos, y punto. En principio es una estratagema que sólo se puede utilizar si realmente has leído a los clásicos. Porque el interlocutor entonces podría preguntarte qué clásico estás releyendo y, si él lo conociera, a ti se te vería el plumero.
Pero eso es sólo en teoría, porque en la práctica el ardid se puede utilizar sin demasiados problemas. Hoy en día, las posibilidades de que conozcas a alguien que haya leído a un clásico determinado son infinitesimales. De todos modos, por si acaso, el hombre rumia qué otra cosa puede contestar. Podría decir: «Es que leo tantos libros que no me acuerdo de las tramas. Sé que me gustó». No es una mala respuesta. Con frecuencia el propio Montaigne era incapaz de recordar lo que leía. Nervioso, el hombre sonríe. Podría decir cuatro vaguedades, sin entrar en detalles. Si se hubiera fijado más en la cubierta, aquel día que la vio en un quiosco, al menos podría hablar de la bondad del diseño y pedir a Dios que tuviera algo que ver con el interior del libro. Si hubiese leído alguna de las reseñas que le han dedicado… Un día, en el ascensor de la empresa donde trabaja, oyó a dos mujeres que hablaban de El reborde desusado. Si se hubiera fijado en lo que decían, ahora lo repetiría. Si dijeron que el libro es buenísimo, ahora diría que es buenísimo. Si dijeron que es flojo, diría que es flojo. Ésa es la cuestión: no introducir nunca ninguna nota discordante; ser gris entre los grises, no destacar entre los que no destacan. Pero el tiempo pasa y tiene que decir algo; finalmente se decide: «Pues, esto…, yo creo que su mayor mérito es ocultar una gran brillantez narrativa bajo una sencillez demoledora». Ella lo mira con los ojos llenos de chispas de champán. Pregunta: «¿No te recuerda vagamente El perfume de Patrick Süskind?». El hombre tampoco ha leído El perfume (ni siquiera ha visto la película), pero no piensa perder más tiempo. Sonríe y explica: «No me hables de perfumes. Este mediodía, en el restaurante, a punto de comer una crema de alcachofas con foie, ha entrado un hombre tan cargado de colonia que ha matado el aroma de todos los platos». Ella ríe teatralmente. De hecho, la anécdota no le ha hecho ninguna gracia especial pero, como el hombre le gusta, echa la cabeza atrás y él aprovecha para besarle la mejilla.