A veces, cuando nuestro hombre va al cine se encuentra con películas en las que, en alguna secuencia, hay personajes que se meten en la cama y, antes de dormirse, leen un rato. Tienen encendida la luz de la mesita de noche y, con frecuencia, para subrayar la acción de leer se ponen gafas, pero a veces leen sin. Los hay que están en la cama solos y los hay que están acompañados. Cuando están acompañados, la otra persona también suele leer alguna cosa. En general leen libros, pero a veces revistas o periódicos y, en alguna película en que el personaje ha de demostrar que vive obsesionado con el trabajo, incluso dossiers e informes. Sin embargo —tal como se ha dicho—, en general lo que leen son libros y al cabo de un rato de leer apagan la luz y se duermen plácidamente. A veces el sueño los invade tan deprisa que no tienen tiempo ni de apagarla y cierran los ojos con el libro caído sobre el pecho, abierto, y las gafas medio quitadas, que un día se les torcerán las patas. A nuestro hombre le fascina la capacidad somnífera de los libros y sabe que no es producto de la fantasía de los cineastas porque, por ejemplo, su mujer, cuando hace un rato que lee, cierra los ojos y cae en un sueño profundo. En cambio, a él eso no le pasa nunca. Si por la noche se mete en la cama, aunque lo haga con cierto sopor y entre bostezos, si abre el libro que tiene en la mesita indefectiblemente nota cómo las neuronas se le espabilan y, apasionado por la narración, en lugar de entrar en un sueño dulce, lee una página tras otra, durante horas, y a veces ve cómo su mujer ha apagado la luz de la mesita y se da la vuelta en la cama porque la luz de él la molesta y, como le sabe mal molestarla, él se levanta y se va a leer al sofá. Lo más grave —para sus intenciones de dormir y despertarse descansado al día siguiente— es que, cuando finalmente cierra el libro y apaga la luz, la ficción continúa dentro de su cabeza: los personajes tensan sus características y la trama, y mil posibilidades hierven sin parar. Entonces le viene el insomnio y no se duerme hasta que empieza a clarear, y alguna vez ni siquiera eso.
Al principio, nuestro hombre piensa que le pasa porque, después de tantos años de leer, ha generado cierta vista para separar el grano de la paja y los libros que lee son francamente buenos. Pocas veces se equivoca. Intentó resolver el problema buscando mediocridades. Iba a la librería y pedía novelas mal resueltas, relatos artificiosos, recopilaciones de poemas silvestres, historias incapaces de enganchar a nadie, tan aburridas que al cabo de un rato acabara durmiéndose. Pero ni siquiera con esas novelas se dormía, porque las neuronas se le espabilaban igualmente, no para disfrutar del festín —como con los libros buenos— sino para imaginar soluciones a las barbaridades. Y así, ocurría que la primera claridad del día lo encontraba dando incluso vueltas a la manera de resolver las situaciones forzadas, los amores inverosímiles y los asesinatos con calzador. Hasta que llegó a la conclusión de que quizás el problema era la narrativa. Si elegía biografías, por ejemplo, como no hay tensión creativa se dormiría rápidamente. Pero pronto descubrió que eso tampoco es verdad y que entre una vida real y otra de ficción con frecuencia existe la misma tensión creativa. Entonces se pasó a las revistas. Las compró del corazón, de decoración, de motos, de hacer punto; asuntos que nunca le habían interesado en absoluto. Pero resulta que, enseguida que empezó a leerlas, se le despertó el interés y acabó apasionándose por las viejas Bultaco, por Carlota de Mónaco o por la lana Shetland. Ni las revistas de bricolaje hacen que se duerma, porque imagina cómo, con cuatro maderas y unos tornillos, podría montar la estantería que hace tiempo que su mujer le recuerda que necesitan, tan específica que, hecha, no la encontrará en ninguna parte. Y todavía es peor cuando, como da vueltas en la cama porque no duerme, su mujer (a quien, por no preocuparla, no le ha contado nunca nada de sus penas con el insomnio) se vuelve hacia él, le busca el cuerpo y al cabo de poco rato empiezan a follar. Eso es lo peor porque, en cuanto han acabado, a punto de dormirse plácidamente, por entre las pestañas de los ojos que se le cierran, nuestro hombre ve cómo ella lo mira, completamente despierta, y se lo reprocha: «¿Ya te duermes?».