Un hombre está en un geriátrico, de visita. Mientras avanza decidido hacia su objetivo —su madre, que está en un rincón del patio, con la cabeza gacha— observa cómo, alrededor de un pequeño estanque que hay por el camino entre las dos alas del centro, se reúnen cerca de una docena de viejos, muchos en silla de ruedas, otros con la boca permanentemente abierta, otros con ambas características: silla de ruedas y boca permanentemente abierta. Otros, simplemente con la mirada perdida. Cuando el hombre pasa por delante dice «¡Buenos días!», y cuatro o cinco le devuelven el saludo con ojos ilusionados: «¡Buenos días!». No está nada mal. Normalmente le contestan uno o dos.
Un hombre llega a la casa donde hasta hace pocas semanas vivían sus padres. Desde que ya no están es la primera vez que pone los pies en ella. Abre la puerta. Es el piso donde pasó la infancia y algunos años de juventud, hasta que un día se marchó con la alegría de dejar atrás para siempre un mundo de delirios y desconfianzas. En el trabajo, el hombre ha pedido una mañana de fiesta (que después recuperará: una hora cada día, durante cinco días) y por eso, pese a ser miércoles, puede permitirse el lujo de pasear por las habitaciones a esa hora de la mañana —las nueve—, mirando lo que tiene que hacer. De momento, poner orden. Vendrá una señora a limpiar, por supuesto, pero antes necesita ver cómo está todo exactamente, y tirar los objetos que se acumulan y ya no tienen ningún uso posible, y que hacen todavía más deprimentes esas paredes frías y pintadas (de blanco) unos quince o veinte años atrás. En muchas paredes, y sobre el aparador y las mesitas, hay fotos del hombre, de niño, y en una madera, en una de las paredes, sujetas con chinchetas, las postales que les enviaba desde los países donde iba viviendo, ya de joven. En las paredes de la habitación donde dormía él hay todavía restos de aquella pasta azul (¿la llamaban Blu-Tack?) que durante años las ferreterías vendían como el invento ideal para pegar pósters y no dejar las paredes con los agujeros de las chinchetas. Hasta que se comprobó que quizás no dejaba las paredes llenas de agujeros, pero todavía quedaban más deterioradas, con grumos azulados que costaba Dios y ayuda quitar. Y si finalmente conseguías quitarlos, se llevaban pegados fragmentos de la última capa de pintura y la pared conservaba para siempre restos de aquel moco azulado.
Un hombre llega a un geriátrico y sube a la habitación 211. Se sabe el camino de memoria: la recepción, la sala entre paredes de vidrio, el pasillo donde siempre está la misma mujer dormida en la misma butaca, el ascensor, el timbre. Sus padres siempre están en la habitación. Antes no. Antes, salían a la terraza o iban al patio de atrás, donde están los pinos. Cuando lo ven llegar, a los dos se les iluminan los ojos. «¡Aah! ¡Ooh! ¡Mira quién ha venido!». La situación siempre es la misma. El padre en la cama, respirando con dificultad; hace un montón de años que vive pegado a una máquina de oxígeno. Antes se levantaba y se sentaba en una silla, pero ahora ya no tiene ganas. Como máximo se levanta para ir al lavabo, y vuelve resoplando. La madre, en cambio, pese a tener la pierna izquierda tan torcida que parece mentira que pueda aguantarse de pie, se yergue sobre el andador e, inclinando completamente el torso sobre él, va de un lado a otro de la habitación: tropieza con las patas de las camas y de las sillas, con el cable de la máquina de oxígeno del padre, con la misma máquina de oxígeno, con el armario, con la cómoda donde están el televisor y los cajones llenos de libretitas, con las paredes, con las cortinas, con las puertas del armario, con los bordes de las sábanas de los fantasmas de todos los que han muerto antes en esa misma habitación y que no paran de ir de un rincón a otro, renegando. La madre le pregunta al hombre cómo le va el trabajo, el hombre le dice que va bien. Cuando ha acabado de comunicarle ese enunciado tan breve, la mujer asiente con unas cuantas cabezadas y acto seguido le pregunta en qué trabaja exactamente. El hombre se lo explica, la madre le pregunta si le va bien, el hombre le dice que sí, la madre asiente y, antes de que pasen diez segundos, vuelve a preguntarle por el trabajo: ¿en qué trabaja exactamente, ahora? El padre aprovecha un resquicio en ese bucle infinito para exponer —una vez más, como siempre— que con una pastilla tendría suficiente, una pastillita de esas que te dan y se acaba todo, y descansas por siempre jamás. Lo llaman Anastasia. Está muy claro que sabe que se refiere a la eutanasia, pero le encanta llamarla Anastasia, como si hiciese burla de la tendencia irrefrenable que tienen los viejos a confundir las palabras. De pronto la madre interviene: «Es que siempre está con la misma historia…». Y de ese reproche quiere pasar a otro, pero es evidente que no recuerda cuál es ese otro reproche. Eso la sulfura, y la rabia va en aumento. Mira al padre con ojos de odio y, balanceando un brazo que levanta (el otro se aferra al andador), dice: «¡Es que es idiota! Pues no dice ahora que…», pero no consigue saber exactamente por qué lo abronca, y eso todavía la indigna más, y vuelve a repetir lo mismo de antes: «¡Es que es idiota!». No sabe por qué lo abronca, en una bronca similar a los miles de broncas que le ha echado a lo largo de la vida. No sabe qué le recrimina, pero conserva la retórica, los gritos, los insultos. De hecho, ¿no ha sido siempre así? Antes, ¿no eran igual de delirantes, de dementes, sus broncas? La diferencia es que ahora sólo subsiste la carcasa de la indignación y el odio, y no sabe llenarla. Le fallan las neuronas. Antes lo abroncaba y la agilidad mental hacía que se aferrase a cualquier idea, cualquier excusa con la que llenar la carcasa, y la situación acababa en una pelea con todas las de la ley, pero en el fondo tan sin sentido como esta de ahora. Ahora, el motivo de que tan pocas cosas de las que dice tengan sentido es —dicen— la demencia senil, pero antes (hace diez, veinte, treinta o cuarenta años) eran igualmente producto de la demencia, aunque no se la pudiera considerar senil. «¡Es que es idiota!», repite una vez más. El padre mira al hombre y le dice: «Ya lo ves… Igual que siempre». Son tantos años con la misma trifulca… Los dos miran al hijo con ojos de conejito, como si él fuera el encargado de decidir, de ellos dos, quién es el bueno y quién el malo. De manera que el hombre se levanta de la silla, va hasta la ventana, observa a la gente que pasa por la calle, el autobús que llega a la parada que hay poco más allá, y ve que, encima de la marquesina, Supermán se quita el traje de héroe —la camiseta ceñida, el slip, los leotardos— y se pone una camisa, unos pantalones, una americana, las gafas, para pasar a ser Clark Kent.
Un hombre se pasea por el piso donde vivieron sus padres. Es un piso muy silencioso. Contribuye a ello la altura: un sobreático en lo alto de diez pisos: no llega el ruido de los coches. Cuando mira por el ventanal de la terraza ve, entre dos edificios lejanos, el nuevo tranvía que pasa. Reúne los cuadros —que siempre han estado colgados en el mismo sitio; ni un cambio jamás—, las fotos del matrimonio, los diplomas, y lo coloca todo en una misma habitación. Otro día decidirá qué hace con ello. Después se acerca a la mesa del comedor, ovalada, de madera bien brillante, que un ebanista hizo cuando la madre —enamorada de los muebles de una de las casas adónde iba a limpiar en una época— quiso un comedor igual-igual al que tenían en aquella casa. Igual de estilo, con una biblioteca, una mesa, sillas y un sofá rojo y negro, pero de dimensiones más reducidas, porque el piso de ellos era evidentemente pequeño. Siempre ha bailado, esa mesa, y todavía ahora baila, porque las patas de hierro están fijadas simplemente con tornillos, y cualquier golpe con el pie las mueve unos cuantos milímetros, lo suficiente para que no sean del todo estables. De pequeño aquel movimiento lo ponía nervioso y, de mayor, siempre que visitaba a sus padres, una de las cosas que hacía, disimuladamente, era estirar las patas hacia fuera para que la mesa no bailara tanto. Ahora no las estira. Ahora coge la mesa, la pone cabeza abajo y desenrosca los tornillos de las patas con los dedos —de tan flojos que quedan en los agujeros— y la deja en el recibidor, para bajarla más tarde. También deja allí las macetas rotas que hay en la terraza.
Una mañana muy fría de febrero, un hombre llega a un geriátrico, se dirige a la habitación de sus padres y, como casi siempre, encuentra al padre en la cama y a la madre sentada en una silla y con los brazos apoyados en el andador. Gran alegría. Pronuncian las primeras frases habituales (¿cómo va todo?, ¿la familia bien?), pero al cabo de poco rato —tras una serie de miradas entre el padre y la madre— salta a la vista que quieren decirle algo especial («Mira, chico, iremos al grano…»), y el grano es que, según explican, han decidido suicidarse. El hombre los escucha en silencio.
—Lo hemos estado pensando en serio. Esto —el padre hace un gesto amplio con la mano, como si abarcase toda la habitación—, esto no tiene ningún sentido. Esto es cansadísimo. Esto ya dura demasiado. Chico, cómo cuesta irse de este mundo.
—Bueno —dice la madre—, te enrollas como una persiana. Va. Di lo que tengas que decir, que, si no, nos estaremos dos horas, y el niño tiene trabajo. No puede estar aquí esperando todo el rato…
—Pues te lo diremos claro. Primero habíamos pensado tirarnos por la ventana —dice el padre—, pero lo encuentro demasiado escandaloso, y a nosotros no nos gusta montar el número.
El hombre mira la ventana, los árboles que hay a pocos metros, la colina que se divisa, y la ciudad más allá. Intenta imaginar la caída sobre la marquesina que hay encima de la puerta y el rótulo que dice RESIDENCIA PARA ANCIANOS. La madre menea la cabeza y refunfuña:
—¿Y de dónde sacarías fuerzas para subirte a la ventana? De dónde sacarías fuerzas, ¿eh? No te digo, si dice cada cosa…
—No le hagas caso —continúa el padre—. Hablamos en serio. Lo de la ventana no, claro. No puede ser. Imagínate toda la gente mirando, resultaría desagradable. Tendría que ser algo más discreto, y por eso hemos pensado en cortarnos las venas. Pero hay un problema.
—El problema es que descubrirían la sangre —dice la madre.
—Voy a explicártelo —dice el padre—. El problema es que, si nos cortamos las venas en la ducha, que es lo lógico para no mancharlo todo, entonces la sangre se iría por el desagüe y aparecería por los desagües de las duchas de las otras habitaciones, de forma que, cuando viesen que por los agujeros del pie de ducha aparece sangre, enseguida buscarían de dónde viene esa sangre y nos descubrirían antes de que hubiéramos muerto.
—Yo he oído en la tele —dice la madre— que el cuerpo humano tiene cinco litros de sangre. Cinco litros. Entonces, como yo tengo dos cubos para lavarme la ropa, porque aquí son muy sucios y la ropa no te la lavan bien y los sujetadores me los lavo yo, pues… Porque a todos estos viejos, a estos mil cretinos que viven aquí, en este asilo, les da igual, ya no saben ver qué está limpio y qué no lo está. Pero yo no soy idiota, yo todavía me doy cuenta de todo, aunque ellos crean que no…
—Los cubos —dice el padre.
—Pues como tengo dos cubos de cinco litros cada uno, pues cuando nos cortemos las venas llenaremos esos dos cubos y así nadie verá que salga sangre por el pie de ducha.
Durante un rato los tres se miran en silencio. Es decir, el hijo mira a los padres y los padres lo miran a él. En la calle se oye la música de una charanga. ¿Un desfile militar? ¿Una fiesta de barrio? Al final el hombre dice:
—O sea, que es así como habéis decidido suicidaros, cortándoos las venas.
—Sí —dice el padre—, pero hay que tener valor y sabérselas cortar bien… ¿Y si no es tan fácil como parece? Los jóvenes se desangran porque tienen sangre para dar y vender, pero los viejos… Yo diría que los viejos tenemos tan poca sangre que debe de haber muy poca diferencia entre tener la poca sangre que tenemos o estar ya desangrado. No estoy seguro de que un viejo se desangre mucho, o de que, mira lo que te digo, incluso desangrado no pueda seguir viviendo. Francamente, es un embrollo, hijo mío.
—Lo mejor —dice la madre— sería no comer.
—Es la mejor solución —se muestra de acuerdo el padre.
—A mí me sería fácil —dice la madre—, con lo poco que como, pero tu padre, que come y come y nunca tiene bastante… ¿Tú crees que podrá estar mucho sin comer?
El hombre decide contarles que una mujer a la que conocía, que también estaba en un geriátrico, se suicidó así: dejando de comer. No parece interesarles demasiado, ni como modelo de lo que se proponen hacer ni como prueba de que es un suicidio factible. Tampoco les escandaliza que él no se escandalice de lo que le dicen.
—O sea —dice el padre— que quizás sea eso lo que hagamos.
Después la madre le cuenta que algunas de las chicas de la residencia —las que vienen a limpiar la habitación— le roban piezas de ropa: blusas, bragas… El hombre la escucha en silencio, se está un rato más y luego mira el reloj y se va.
Por la noche, el hombre telefonea a la residencia, a ver cómo han pasado el resto del día. El padre le cuenta que ha aguantado sin comer, y que tampoco ha cenado. «Ya verás cómo no como, hijo mío». El hombre piensa que al día siguiente será distinto, y que cuando llegue el desayuno no podrá privarse de él. Pero cuando los llama a la noche siguiente el padre le anuncia que aquel día tampoco ha desayunado, ni comido, ni cenado. El hombre habla después con la madre, para ver si es verdad, pero la madre no recuerda si ha visto al marido desayunar, comer o cenar. Cuando les dice adiós y cuelga, vuelve a llamar y habla con recepción. Le dicen que es verdad que no ha comido nada en todo el día. Les refiere la conversación del día anterior y toman nota.
De forma que al día siguiente vuelve a llamar. A media mañana. Se pone el padre.
—Te juro, hijo, que estaba muy decidido. Anteayer, después de que te fueses, no comí nada en todo el día, ¡nada!, y ayer tampoco comí nada, absolutamente nada. Pero esta noche, chico… Debían de ser las doce: me moría de hambre, me he levantado y me he comido un plátano.
En un piso donde desde hace años no vive nadie un hombre abre el mueble donde los padres —que eran los que vivían allí— guardaban los platos y los vasos de la vajilla que, cuando hizo la comunión, compraron para cuando se casara. Pero nunca se ha casado y la vajilla aún está ahí, sin estrenar; ellos jamás utilizaron ni un vaso. Ahora está toda polvorienta. El polvo flota por la estancia, como purpurina de un cuento infantil.
En las filas de copas de cristal —de agua, de vino, de licores— ve tres estropeadas. Dos tienen fracturado el pie, tan fracturado que cuesta que se aguanten derechas; la otra lo que tiene es el borde desportillado. El hombre no logra entender por qué las guardaban, si estaban rotas, y tampoco entiende por qué guardaban —también entre las copas— dos botellas de aceite vacías: una de vidrio y la otra de plástico, todavía con la etiqueta. Encuentra también cabos de vela que quizás fueran blancos en algún momento, pero que ahora son de un amarillo intenso que vira al marrón, y algunos de esos cabos son de dos o tres centímetros de largo, y tienen el pabilo quemado. En los cajones del aparador y en dos de los armarios encuentra bolsas de plástico. No cinco o seis. Docenas y docenas de bolsas de plástico embutidas dentro de otras bolsas de plástico. Va abriendo más armarios y por todas partes encuentra bolsas. Debe de haber miles de bolsas, todas nuevas, de supermercado, recogidas a puñados —calcula— en cada viaje que la madre hacía allí, y que acumulaba ¿para qué? ¿Por previsión? ¿Por miedo a un futuro de escasez?
No se atreve a tirar nada. Se siente un poco como un intruso que entra en un santuario preservado, y en parte le da miedo que un día sus padres se repongan, vuelvan a casa, lo encuentren todo cambiado y le griten como cuando era niño y no hacía exactamente lo que querían. ¡Todavía tiene miedo de que le riñan! Pero no volverán nunca, aunque él eso ahora no lo sabe. Por un momento piensa en montar de nuevo la mesa ovalada y colocarla en el lugar donde estaba, y devolver las macetas rotas a la terraza. El mundo de sus padres estaba construido a base de objetos estropeados, que nunca se tiraban por si acaso. La nevera también es vieja, está oxidada, mellada y sucia, y no se atreve ni a tocarla porque —siempre que iba a verlos— le decían que no la tirase nunca, que era una nevera muy buena, que neveras así ya no se hacen. La caldera de la calefacción también es muy buena y de esas que ya no se hacen. «¡Es Junkers!», aclaraban. Como si ya no hubiese Junkers, y mil otros calentadores de primera calidad. La lavadora tampoco hay que tirarla nunca, aunque desde hace más de diez años esté tan oxidada que parezca imposible que pueda salir de ella ropa limpia, e incluso aunque le falte una de las patas, de manera que, para que aguantase el equilibrio, ponían debajo guías telefónicas.
Encima de los armarios están las maletas. La maleta con la que el padre emigró a Alemania a mediados de los sesenta, a una ciudad cerca de Bielefeld llamada Wicdenbrück. Aguantó allí exactamente quince días, antes de volver con el rabo entre las piernas. ¿Y qué maleta se llevó la madre a Ginebra, cuando fue a servir a casa del embajador turco, en aquel otro viaje que —habiendo fallado el primero— había de sacarlos a todos de la miseria y convertirlos en europeos de primera? También está el baúl con el que muchísimos años antes la mujer llegó de Andalucía, con todo el interior forrado de hojas de periódicos antiguos, tan antiguos que ya lo eran cuando el hombre, de pequeño, lo abría para leer, fascinado, noticias que hablaban de otras épocas, y de una guerra mundial que aún no se sabía cómo había de acabar. Cuando lo abre descubre, en el fondo, pequeñísima en ese baúl tan grande, la caja con la manga pastelera que llenaban de nata o de chocolate a la taza para escribir en las tartas deseos como «Muchas felicidades» o «Feliz cumpleaños». Es de cartón y en ella se ve, en colores, el dibujo de una familia alegre —madre, niño y niña; el padre no está— que decora una tarta con una manga como ésa. Junto a la caja está el carnet de transporte público gratuito de su padre, y media dentadura postiza de la madre. Es la mitad de la parte de abajo, y faltan cuatro dientes.
Un hombre contempla cómo, pese a estar siempre conectado a la máquina de oxígeno, su padre respira con dificultad, y se pregunta si es egoísta estar hasta la coronilla y no ver ninguna salida a la sucesión de años —ya hace siete— que dura esa lentísima agonía que le está chupando la vida de pena y de impotencia. A esas alturas su único objetivo en el mundo es aguantar vivo hasta que se mueran ellos, no desfallecer jamás, estar siempre a los pies de la cama que haga falta, sea la del uno o la del otro. Un día, hace unas cuantas semanas, comió con una antigua novia cuyo padre había muerto hacía poco, y la mujer le contaba que, la última noche, cuando era cada vez más evidente que su padre agonizaba, ella le cogía la mano y por dentro repetía: «Muérete, muérete, muérete, muérete…».
Un hombre rumia que hasta ahora era siempre o bien el padre o bien la madre —sólo uno o sólo el otro— quien de pronto tenía que ingresar urgentemente en el hospital. Por lo general era el padre, y resultaba comprensible porque él era quien, desde que el hombre conserva memoria, tenía menos salud. Ya cuando el hombre era pequeño, mientras jugaba a los pies de la cama de los padres con los bloques de construcciones —de madera y de los colores primarios—, sabía que su padre estaba muy muy enfermo. De hecho, guardaba cama tan a menudo que el hombre (entonces niño) consideraba que lo normal era que su padre estuviera en casa casi cada día, con una enfermedad u otra. «No duraré mucho…», decía entonces su padre. Y también: «Para lo que me queda de estar en este mundo…». Pero pasaban unos cuantos días y, de grado o por fuerza, volvía al trabajo; por poco tiempo, eso sí, porque enseguida —como máximo al cabo de unas cuantas semanas— volvía a estar de baja. Tener la baja era para su padre la demostración de una gran habilidad para ir por la vida. La misma palabra —baja— la pronunciaba con el respeto con que otra gente pronuncia el nombre del rey, del autor del mejor libro de la historia o del científico que ha descubierto la vacuna más anhelada. «Me han dado la baja», decía con orgullo. Que a su padre no le gustaba trabajar era evidente, y comprensible, porque el trabajo que hacía no le interesaba nada —¿a quién le interesa perder la vida, día tras día, entre las paredes de una fábrica?—, y hacía grandes alabanzas de los que (como él había unos cuantos) conseguían escaquearse tanto como podían, y los ponía como ejemplo a seguir, y él mismo se vanagloriaba de trabajar tan poco como podía. Llegar a enlazar una baja tras otra: ése era su objetivo en la vida. Y tanto perseveró en ello que con el paso de los años consiguió, más que coger una baja de vez en cuando, vivir en una especie de baja casi perpetua que ocasionalmente se veía rota por algún día de trabajo. Hasta que al final, un día glorioso en que el sol astillaba las piedras y los ángeles del cielo cantaban la bondad divina, le llegó la gran noticia: «la baja por larga enfermedad». ¡Bieeen!, habría gritado el padre si en aquella época el grito de triunfo hubiera sido ése, como después lo ha sido. Pero en aquella época no lo era, y por eso el hombre recuerda, tan sólo, la sonrisa de felicidad en la cara lisa de su padre, que debía de tener entonces poco más de cuarenta años. Aquello significaba su triunfo absoluto en la vida. Dejó definitivamente de trabajar y pasó a cobrar una pensión mínima del Estado, pero el gozo de no tener que poner nunca más los pies en la fábrica compensaba de sobra las penurias económicas a que tuvieron que conformarse todos, sin hacer aspavientos porque tampoco habían ido nunca muy holgados. El hijo no llegó a saber jamás cuál de las muchas enfermedades que su padre había simultaneado a lo largo de los años le había concedido la gracia de la invalidez parcial que al final lo bendijo con la baja permanente. A partir de aquel instante el padre se instaló de manera definitiva en la rutina: estaba siempre en casa, pero ya no en la cama, como antes, cuando las bajas eran temporales y le parecía que debía disimular y al menos ir en pijama por si de repente aparecía un inspector. (No recordaba que hubiera pasado nunca ningún inspector por casa, pero la sola palabra infundía respeto y miedo). Una vez llegado al Paraíso de la Baja Permanente no le hacía falta ni disimular, y cada mañana salía a pasear por los alrededores de casa o cogía el tranvía o el metro e iba al barrio de su infancia, a visitar a los amigos que aún encontraba en los bares donde de joven había vivido los años más felices de su vida. Cuando no salía se quedaba sentado en el sofá y escuchaba la radio, y eso hizo que pronto quedase claro que había que comprar un televisor para distraer todas aquellas horas muertas que tenía el día. Fue así como al cabo de unas cuantas semanas apareció en casa el primer televisor, una caja enorme y estilizada, que acompañó en blanco y negro la vida del matrimonio hasta mucho después de que el hijo se fuera de casa y durante décadas pasara a seguir a distancia todas las enfermedades paternas, las del corazón y las del hígado, las de los riñones y las de los pulmones, convertidos en un estropajo por el tabaco de sesenta años de cigarros y el polvillo de las piezas de ropa que respiraba en la fábrica, paciente a perpetuidad de esa enfermedad que llaman pulmonar de obstrucción crónica y que lo mantiene pegado desde hace seis años a una máquina de oxígeno. Además, por supuesto, del cáncer de vejiga que, hace tres lustros, ocupó años de visitas al instituto oncológico de más prestigio de la ciudad y del cual salió gracias a un método nuevo en aquel momento y que —en su caso, no habiendo sufrido nunca tuberculosis— consistió en inyectarle ese virus para provocar que, por reacción, el cuerpo eliminase, además de la tuberculosis, el cáncer. Todo este historial, completado con esputos, un ahogo persistente y un dolor perpetuo y lacerante en la espalda, hacen que sea él quien a lo largo de los años generalmente necesite mayor atención, y quien más a menudo, cuando la situación se descontrola, tenga que ingresar en el hospital, siempre en una ambulancia que atraviesa la zona norte de la ciudad, en una ruta por calles escarpadas y avenidas que pasan junto a parques que ni el hombre ni su padre habían visto nunca en la vida, pero que ahora —como los ingresos en el hospital se han convertido en un hecho habitual— han acabado por resultarles familiares.
Sin embargo, este año es la mujer quien ha acelerado el proceso de degradación. De la pareja, ella había sido siempre la persona fuerte, la que trabajaba sin parar, la que dormía cuatro horas, la que, cuando acababa el trabajo en la cadena de montaje, llegaba a casa y se encargaba de todo, quien cocinaba, quien barría, quien fregaba, quien no dejaba que nadie la ayudara y con la máquina de coser hacía, para ahorrar, las camisas, los pantalones, las chaquetas, las faldas, las sábanas… En aquella casa no se había comprado nunca nada en una tienda de ropa, ni un pañuelo, porque los pañuelos también se hacían en casa, con la amortizadísima máquina de coser. Ella era también quien montaba los estantes en la pared, si había que ponerlos, quien los reparaba con mástique, quien los barnizaba, quien se subía a la escalera para pintar los techos y las paredes de la casa, quien pasaba una capa de minio a la barandilla de la terraza, quien cada tanto cambiaba los muebles de sitio porque se aburría de verlos siempre igual. Era quien hacía lámparas de pie con un tubo de hierro, un disco de haltera, un cable eléctrico, un enchufe y un portalámparas. Era quien preparaba las cocas de San Juan y las llevaba al horno de la panadería, cinco calles más abajo, era quien no paraba nunca ni un minuto para no tener que preguntarse qué podría hacer en ese minuto en que paraba. Ella, la que no estaba quieta ni un instante, ni un instante dejaba nunca de hacer algo, la que había sido siempre la saludable de la pareja, la que se negaba a ir a ningún médico «porque los médicos son todos unos cretinos y no saben nada de nada», ella es ahora quien, de la primavera acá, se cae con frecuencia: se cae en el baño cuando se levanta de la taza, se cae en el baño cuando se lava la cara —pierde el equilibrio e intenta agarrarse al lavabo, pero no lo consigue porque ya tiene los brazos demasiado débiles para aguantarla—, se cae en el baño cuando intenta colgar en un asidero el sujetador que se lava, se cae al suelo cuando sale del baño, se cae al suelo cuando intenta sentarse en una silla y se cae al suelo cuando se levanta de la silla. Se cae al suelo porque tiene una de las piernas completamente torcida, por la artrosis que no se quiso tratar —porque los médicos son todos unos cretinos— cuando la enfermedad mostró los primeros síntomas. Se cae al suelo cuando se acerca a la ventana y también cuando se acerca al mueble donde tienen el televisor y dos enormes cajones llenos de centenares de pequeñas tostadas de pan industrial, todas envueltas en celofán y caducadas, y que no se come en su momento para así poderlas guardar en esos cajones durante meses y años. No se las come nunca, pero eso le da igual. Las guarda con la misma pasión con que, antes de ir a vivir a la residencia, en casa tenía armarios llenos a rebosar de bolsas de plástico, miles y miles de bolsas de plástico del supermercado, que recogía a puñados cada vez que iba a comprar alguna cosa —tres patatas, una cebolla, cincuenta gramos de jamón york—, e igual que ahora almacena en un estante cajas de aspirinas y cajas de adhesivos para la dentadura postiza. También se cae cuando está en la cama: da vueltas y, sin conciencia de haber llegado al borde, se precipita al suelo. Alguna vez se ha abierto la cabeza y, después que de la primavera acá empezara a acelerarse el proceso de degradación, hacia el final del verano comenzó a no poder aguantar cosas con las manos, a veces. Cogía una taza y la taza caía al suelo. Cogía las gafas y las gafas caían al suelo antes de tener tiempo de ponérselas. De manera que pronto quedó claro que había alguna alteración preocupante, tanto más cuanto que llegó un momento en que ya no reconocía lo que le decían, ni conseguía articular palabra alguna —empezaba una y a duras penas lograba decir una sílaba cuando a la segunda ya había olvidado qué quería decir—, y tuvo que ingresar en el hospital, hecho que para el marido supuso un gran trastorno, hasta tal punto que, aquellos días en que la mujer estuvo ingresada, siempre que hablaba por teléfono con el hijo le recordaba que él también se encontraba mal, que cada vez le costaba más respirar y que los esputos, más que verdes, eran negros, con el añadido de que el dolor de espalda se le había hecho más agudo que nunca. «Ya sé que tu madre está mal, pobre mujer, pero yo también lo estoy…». Pobre padre también, sí, que siempre ha ocupado el centro del escenario de las enfermedades y ahora se siente momentáneamente desplazado por su mujer y por esa embolia que requiere dedicación, de forma que, cuando una tarde el hijo se escapa a última hora del hospital donde está la madre para visitar un rato al padre y que no se sienta olvidado, el padre le explica que tiene fiebre, y cuando el hijo le pone la mano en la frente y le dice que no tiene, el padre le dice que está seguro de tener, y cuando el hijo le pone el termómetro y ve que marca 35,4 grados, el padre jura con lágrimas en los ojos que lo que pasa es que el termómetro no funciona bien. El hijo entiende el desconcierto del padre: siempre ha estado más enfermo que nadie, y que ahora, de golpe, sea la mujer la que está peor le resta protagonismo. Por eso, cuando la mujer se rehace ligeramente y vuelve con él a la residencia, el padre se alegra, pero después, siempre que la vuelven a ingresar, él repite (cada vez más como una amenaza) que él también está muy enfermo y que si aguanta y no dice nada es porque ve que el hijo, pobre chico, va muy agobiado con el trabajo y con ellos, y le da miedo que le pase algo: un ataque al corazón o alguna cosa así, Dios no lo quiera. Y un día, mientras el hombre va hacia el hospital con la madre en una ambulancia, recibe en el móvil una llamada de la residencia. Acaban de pedir otra ambulancia para su padre, que ha entrado en una crisis de ansiedad e incluso con oxígeno le cuesta respirar. Aún está en urgencias con la madre cuando llega la ambulancia del padre, de forma que reparte el tiempo entre una camilla (situada en una sala con nueve personas más) y la otra (al fondo de un pasillo, junto al servicio). Cuando, al cabo de unas cuantas horas, colocan a uno en una planta y, al día siguiente, al otro en otra, el hombre piensa que peor habría sido que los hubieran ingresado en hospitales diferentes. Así, simplemente se pasa el día yendo de la unidad coronaria a la planta de neumología. Una tarde en que está especialmente cansado se sienta en una silla frente al padre, que devora la cena con la avidez que no pierde nunca. Cuando lo ve tan abatido, el padre se seca a medias los labios con una servilleta, levanta el dedo y, con la boca todavía medio llena, le dice: «Tienes mala cara, chico… ¡Ay, cuídate, hijo mío! Cuídate, sobre todo cuídate, que si te pasara algo, ¿qué sería de nosotros?».
Una noche un hombre sueña que tiene que enterrar a los muertos, y con toda dignidad, de manera que nadie pueda decir: «No fueron enterrados con suficiente dignidad». Y no es porque los demás piensen que tiene que enterrarlos dignamente, sino porque después de toda una vida —medio feliz a ratos y miserable a otros— no podría hacer ninguna otra cosa que decirles adiós con respeto e intentando borrar de la memoria los momentos menos gratos. Por eso se apresura a buscar un lugar donde puedan descansar para siempre. Pero ¿qué lugar? Aquel rincón de allá, junto al muro de la casa, no, porque es muy triste y ni ellos que vivieron una vida tan triste se merecen tanta pesadumbre. En cambio, aquel cercado sí, porque hay un tejo y los árboles les gustaban mucho. Dicho y hecho. Limpia el trozo, quita las piedras y las malas hierbas, allana la tierra. Después, con la furgoneta corre a buscar los ataúdes más decentes: que no sean ostentosos ni mezquinos. Rescata el pico y la pala de la bodega donde han pasado décadas (desde que ellos ya no los podían utilizar) juntamente con las hachas y las azadas. Y allí se detiene. Ya no puede hacer nada más. Sabe que tiene que enterrar a los muertos, es del todo consciente, aunque haya quien piense que no lo es y a veces se lo recuerden por la calle, sin darse cuenta de que por más que se lo recuerden y lo apremien no los puede enterrar porque todavía están vivos.
Un hombre —obcecado con la penosa vejez de su padre, que pide morir desde hace años— rumia sobre ello día y noche, le da vueltas y más vueltas, pero por más vueltas que le da no llega nunca a imaginar la gran paradoja: que, cuando finalmente su padre se muera, él se sentirá desconcertado. Porque finalmente lo habrán conseguido, finalmente el padre se habrá muerto tal como pedía, pero en ese instante lo que el hijo desearía más que nada en el mundo sería poder abrazarlo y decirle: «Ya está, ya ha pasado todo, ya se ha acabado la vida, exactamente como querías». De hecho, lo abrazará y se lo dirá, pero el padre no podrá compartir esa alegría precisamente porque estará muerto, y al hijo le romperá el corazón la imposibilidad de que se entere, después de haber deseado tanto morirse.
Un día, un hombre decide que tiene que matar a sus padres, que son viejos y se encuentran en la pendiente final de la vida. Es lo que quieren desde hace años; a veces incluso le explican cómo sueñan hacerlo, pero evidentemente no se atreven. Muchas veces el hombre observa a su padre adormecido y se ve a sí mismo cogiendo la almohada y tapándole la cara. Sería tan sencillo —¿uno o dos minutos, quizás?—, y el padre alcanzaría enseguida la paz que busca. Y para la madre, que calcula cuántos cubos necesita para recoger toda la sangre del cuerpo, ¿no sería la muerte el mejor regalo de un hijo? Observa la habitación: están los tres solos. Sería tan fácil regarlo todo con gasolina y pegarle fuego… Y todos esos viejos que hay en las otras habitaciones tampoco podrían correr, todo ardería, no quedaría ni una pared en pie, y para muchos familiares habría llanto y dolor, pero también alivio. Siempre que se lo imagina, sin embargo, ve cómo, en medio del montón de escombros y de la humareda, entre los cadáveres de los otros residentes, aparecen su padre y su madre, accionando con las manos las ruedas de las sillas. «¡Hijo mío, no sabes el miedo que hemos pasado!». Y entonces, en el entierro de los muertos —todos los demás residentes habrían muerto, excepto ellos—, vería a los parientes llorar con una mezcla de pena y liberación. Y cuando volviese a ir a ver a sus padres, a otra residencia (porque ésa tardarían en rehacerla), la madre volvería a su bucle sin fin, el padre le hablaría de la eutanasia, del suicidio, de las pastillas que tenía en la mesita de noche los últimos años que vivió en casa, para cuando ya no pudiera soportarlo más.
La madre está en la silla, dormida. El padre está en la cama, de lado, con esa respiración exagerada suya. El hombre mira por la ventana. Si fuera primavera vería los árboles llenos de hojas nuevas, pero, como aún es invierno, sólo ve las ramas, peladas, y a lo lejos la niebla de la ciudad.