Por la tarde, el persistente tufo a humo había sido reemplazado por el hedor de la ceniza mojada, pero Corazón de Fuego saboreó su olor amargo.
—El incendio ya debe de estar extinguido —le dijo a Látigo Gris, que estaba a su lado bajo una mata de juncos para refugiarse de la lluvia—. Deberíamos ir al campamento del Clan del Trueno para ver si ya es seguro regresar.
—Y para buscar a Fauces Amarillas y Medio Rabo —murmuró Látigo Gris.
Corazón de Fuego sabía que su viejo amigo adivinaría por qué deseaba realmente volver a su campamento. Le hizo un guiño, agradecido por su comprensión.
—Pero primero tengo que preguntarle a Estrella Doblada si puedo acompañarte —añadió Látigo Gris.
Sus palabras fueron como un baño de agua fría para Corazón de Fuego. Casi había olvidado que ahora el guerrero gris pertenecía a otro clan.
—Enseguida vuelvo —añadió su amigo alejándose.
Corazón de Fuego miró al otro lado del claro, donde estaba Estrella Azul, acurrucada junto a Tormenta Blanca como si éste fuera la única barrera entre su turbulenta mente y el espantoso destino que había sufrido el Clan del Trueno. El joven lugarteniente se preguntó si debería decirle adónde pensaba ir. Decidió que no. De momento actuaría solo, y confiaría en que sus camaradas ocultaran a los curiosos gatos del Clan del Río la debilidad de su líder.
—¡Corazón de Fuego! —Nimbo se encaminaba hacia él—. ¿Crees que el incendio se habrá apagado?
—Látigo Gris y yo vamos a averiguarlo —respondió.
—¿Puedo ir con vosotros?
Corazón de Fuego negó con la cabeza. No sabía qué iban a encontrarse en el campamento del Clan del Trueno. Con cierta incomodidad, advirtió que también temía que Nimbo echara un vistazo a su arruinado hogar forestal y se sintiera tentado de volver a la confortable vida de gato doméstico.
—Haría cualquier cosa que me dijeras —prometió Nimbo fervientemente.
—Entonces quédate y colabora en el cuidado de tu clan. Tormenta Blanca te necesita aquí.
Nimbo escondió su desilusión inclinando la cabeza.
—Sí, Corazón de Fuego —maulló.
—Dile a Tormenta Blanca adónde voy —añadió el lugarteniente—. Estaré de vuelta para cuando salga la luna.
—De acuerdo.
El joven lugarteniente observó cómo el aprendiz blanco regresaba con los demás gatos, y rezó para que siguiera sus órdenes por una vez y se quedara en el campamento del Clan del Río.
Látigo Gris volvió con Estrella Doblada. El atigrado claro tenía los ojos entornados inquisitivamente.
—Látigo Gris me ha dicho que quiere ir contigo a tu campamento —maulló—. ¿No puedes llevarte a uno de tus propios guerreros?
—Perdimos a dos camaradas en el incendio —explicó Corazón de Fuego, levantándose—. No quiero encontrarlos yo solo.
El líder del Clan del Río pareció entenderlo.
—Si tus camaradas no han sobrevivido, necesitarás el consuelo de un viejo amigo —repuso amablemente—. Látigo Gris, puedes ir.
—Gracias, Estrella Doblada —dijo Corazón de Fuego inclinando la cabeza.
Látigo Gris abrió la marcha hacia el río. Al otro lado de la rápida corriente, el bosque estaba ennegrecido y carbonizado. Los árboles más altos habían conseguido conservar unas pocas hojas, que aleteaban valientemente en las puntas de las ramas más elevadas. Pero la suya era una pequeña victoria, pues el resto de las ramas estaban negras y peladas. Quizá el Clan Estelar había mandado la tormenta para apagar el fuego, pero había llegado tarde para salvar al bosque.
Látigo Gris se metió en el río sin decir palabra y lo cruzó a nado. Corazón de Fuego lo siguió, esforzándose por imitar el fuerte pataleo de su amigo. Al salir a la orilla opuesta, los dos se quedaron mirando horrorizados los restos de su adorado bosque.
—Ver este lugar desde el otro lado del río era el único consuelo que tenía —murmuró Látigo Gris.
Corazón de Fuego lo miró de reojo con una punzada de compasión. Su amigo parecía sentir más nostalgia de su antiguo hogar de lo que él pensaba. Pero no tuvo ocasión de decirle nada, pues aquél subió corriendo la ribera hacia la frontera del Clan del Trueno. La traspasó ansioso y se detuvo a dejar su propia marca. Corazón de Fuego no pudo evitar preguntarse si su viejo amigo estaba pensando en la frontera del Clan del Río… o en la del Clan del Trueno.
A pesar de la destrucción, el gato gris parecía disfrutar del hecho de estar de nuevo en su viejo territorio. Mientras Corazón de Fuego avanzaba hacia el campamento, su amigo lo seguía zigzagueando, yendo de un lado a otro, olfateando intensamente, antes de alcanzarlo. Corazón de Fuego estaba asombrado, pues no reconocía nada. El bosque había cambiado más de lo imaginable; la espesura había ardido, y en el aire no había olores ni sonidos de presas. El suelo estaba pegajoso. La lluvia y la ceniza se habían mezclado para formar un barro negro y acre que se les adhería al pelo. Corazón de Fuego se estremeció mientras la lluvia salpicaba su pelaje mojado. El sonido de un único y valeroso pájaro que cantaba en la distancia hizo que le doliera el corazón por todo lo que se había perdido.
Por fin llegaron a lo alto del barranco. El campamento era claramente visible, despojado de su dosel protector, y la dura tierra brillaba como una roca negra bajo la lluvia. Sólo la Peña Alta se mantenía inalterable, aparte de una pátina de pegajosa ceniza negra.
Corazón de Fuego bajó el barranco corriendo, levantando piedrecillas y ceniza a su paso. El árbol donde había salvado al cachorro de Flor Dorada no era nada más que un montón de ramitas quemadas, que saltó fácilmente. Buscó el túnel de aulagas que llevaba al claro, pero sólo quedaba una maraña de tallos ennegrecidos. Se metió por allí y llegó al claro tiznado de humo.
Mientras miraba alrededor con el corazón desbocado, notó que Látigo Gris le daba un empujoncito. Siguió la mirada de su amigo: el cuerpo chamuscado de Medio Rabo yacía en lo que antes era la entrada al túnel de helechos de Fauces Amarillas. Seguramente, la curandera había intentado llevar al veterano inconsciente a la seguridad del campamento, quizá con la esperanza de que la roca hendida que le servía de guarida los protegiera de las llamas.
Corazón de Fuego se dirigió hacia la figura quemada, pero Látigo Gris maulló:
—Yo enterraré a Medio Rabo. Tú busca a Fauces Amarillas.
Luego agarró el cuerpo inerte y empezó a arrastrarlo fuera del campamento, hacia el lugar de los enterramientos.
Corazón de Fuego se quedó mirándolo, con el alma helada de miedo. Sabía que había ido al campamento para eso, pero de pronto las patas le flaquearon y no pudo moverse. Se obligó a pasar junto a los tocones abrasados que flanqueaban el camino al claro de Fauces Amarillas. Ahora ya no había un túnel verde y protector. El hogar de la curandera estaba abierto al cielo, y el único sonido era el incesante tamborileo de la lluvia sobre el suelo fangoso.
—¡Fauces Amarillas! —llamó con voz ronca, mientras entraba en el claro.
La roca en la que la curandera tenía su guarida estaba negra de hollín, pero, mezclado con el tufo a ceniza, Corazón de Fuego detectó el olor familiar de la vieja gata.
—¿Fauces Amarillas? —llamó de nuevo.
Un maullido quedo y cascado le respondió desde el interior de la roca. ¡Fauces Amarillas estaba viva! Temblando de alivio, el lugarteniente se internó en la oscura cueva.
Dentro apenas había luz. Corazón de Fuego no había estado allí antes, y se detuvo un momento, parpadeando, hasta que los ojos se le acostumbraron a la penumbra. Al pie de un muro había una hilera de hierbas y bayas, manchadas de humo pero intactas. Entonces vislumbró el brillo de un par de ojos en el extremo más alejado de la caverna.
—¡Fauces Amarillas!
Corazón de Fuego corrió al lado de la vieja curandera. Estaba echada, con las patas dobladas debajo del cuerpo, cubierta de hollín y resollando, demasiado débil para moverse. Apenas podía sostenerle la mirada al joven guerrero, y cuando por fin habló, lo hizo casi sin aliento y a duras penas.
—Corazón de Fuego —dijo con voz rota—. Me alegro de que hayas venido tú.
—No debería haberte dejado aquí. —El joven lugarteniente pegó el hocico al pelo enmarañado de la gata—. Lo siento muchísimo.
—¿Salvaste a Centón?
El guerrero negó con la cabeza, abatido.
—Había aspirado demasiado humo.
—Medio Rabo también —contó Fauces Amarillas.
Corazón de Fuego vio cómo los párpados le temblaban y empezaban a cerrarse, y maulló desesperado:
—Pero ¡salvamos a uno de los cachorros de Flor Dorada!
—¿A cuál? —murmuró la gata.
—A Pequeño Zarzo.
Corazón de Fuego vio que Fauces Amarillas cerraba los ojos brevemente, y se le heló la sangre. Ahora la curandera sabía que él la había puesto en peligro por salvar al hijo de Garra de Tigre. ¿Acaso el Clan Estelar habría compartido algo con la gata, algo que ella temía lo bastante como para desear que el cachorro no hubiera sobrevivido?
—Eres un guerrero valiente, Corazón de Fuego. —Fauces Amarillas abrió los ojos de pronto y lo miró ardientemente—. No podría estar más orgullosa de ti ni aunque fueras mi propio hijo. El Clan Estelar sabe cuántas veces he deseado que lo fueras, en vez de… —Tomó aire con un ruido discordante, y el gato supo que cada palabra de Fauces Amarillas era como una afilada espina en la garganta—. En vez de Cola Rota.
Corazón de Fuego se estremeció cuando la vieja curandera mencionó su terrible secreto: que el brutal líder del Clan de la Sombra era su hijo, al que ella había renunciado tras darlo a luz porque las curanderas tenían prohibido ser madres. ¿Quién sabía qué tormentos había soportado Fauces Amarillas al ver cómo su hijo asesinaba a su propio padre para convertirse en líder, y cómo luego destruía al clan por su sanguinaria ambición?
La propia Fauces Amarillas se lo había contado. Por eso Corazón de Fuego había entendido que la gata quisiera acoger a Cola Rota en su clan de adopción: porque deseaba tener una última oportunidad de cuidar del hijo al que había renunciado. El joven se inclinó hacia delante y le lamió las orejas con la esperanza de tranquilizarla, pero ella continuó:
—Yo maté a Cola Rota. Lo envenené. Quería que muriera. —Su confesión resollante terminó en un doloroso ataque de tos.
—Chist. Reserva tus energías —le aconsejó Corazón de Fuego.
Él también conocía ese secreto. Había presenciado, escondido, cómo Fauces Amarillas daba a Cola Rota unas bayas venenosas después de que el traicionero gato hubiera ayudado a los proscritos de Garra de Tigre a atacar el campamento del Clan del Trueno. Corazón de Fuego había visto cómo el cruel guerrero moría a manos de su madre, y oyó cómo la curandera confesaba su verdadera relación con el desalmado gato.
—Deja que te traiga un poco de agua —se ofreció.
Pero Fauces Amarillas negó con la cabeza lentamente.
—El agua ya no me sirve para nada —contestó con voz cascada—. Quiero contártelo todo antes de que…
—¡No vas a morirte! —exclamó el joven con voz estrangulada, sintiendo como si un fragmento de hielo le atravesara el corazón—. Dime qué puedo hacer para ayudarte.
—No pierdas el tiempo. —Fauces Amarillas tosió furiosa—. Voy a morir hagas lo que hagas, pero no tengo miedo. Limítate a escucharme.
Corazón de Fuego quería suplicarle que guardara silencio, que reservara su aliento para poder vivir un poco más, pero la respetaba lo bastante como para obedecerla incluso en aquellas circunstancias.
—Ojalá hubieras sido mi hijo, pero yo no podría haber engendrado un gato como tú. El Clan Estelar me dio a Cola Rota para enseñarme una lección.
—¿Y qué tenías que aprender? —protestó Corazón de Fuego—. Tú eres tan sabia como la misma Estrella Azul.
—Yo maté a mi propio hijo.
—¡Él se lo merecía!
—Pero yo era su madre —susurró la vieja curandera—. Ahora el Clan Estelar podrá juzgarme como crea conveniente. Estoy preparada.
Incapaz de responder, Corazón de Fuego inclinó la cabeza y empezó a lamerle el pelo frenéticamente, como si el amor que sentía por aquella vieja gata bastara para retenerla en el bosque un poco más.
—Corazón de Fuego —murmuró la curandera.
Él se detuvo.
—¿Sí?
—Gracias por traerme al Clan del Trueno. Dile a Estrella Azul que siempre le he estado agradecida por el hogar que me dio. Éste es un buen lugar para morir. Sólo lamento que no podré presenciar cómo te conviertes en lo que el Clan Estelar te tiene reservado.
La voz de la vieja gata se apagó, y sus costados se hundieron por el esfuerzo de llevar aire a sus abrasados pulmones.
—Fauces Amarillas —suplicó Corazón de Fuego—. ¡No te mueras!
La penosa respiración de la curandera le atenazaba el corazón, y el joven supo que no había nada que pudiera hacer.
—No tengas miedo del Clan Estelar. Ellos entenderán lo de Cola Rota —aseguró afligido—. Nuestros antepasados guerreros te honrarán por tu lealtad a tus compañeros de clan y por tu infinito valor. Muchos gatos te deben la vida. Carbonilla habría muerto tras el accidente si no la hubieras atendido. Y cuando llegó la neumonía, tú peleaste día y noche…
Corazón de Fuego no podía dejar de hablar atropelladamente, aunque era consciente de que la respiración de la vieja curandera había dado paso a un silencio eterno. Fauces Amarillas había muerto.