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25

Corazón de Fuego dejó al cachorro de Cola Pintada a los pies de Tormenta Blanca y se volvió hacia su clan.

—El río es poco profundo en su mayor parte, así que podemos vadearlo —explicó—. Mucho menos profundo que de costumbre. Hay un punto en el centro donde tendréis que nadar, pero lo conseguiréis —aseguró, y los gatos lo contemplaron con expresión despavorida—. ¡Tenéis que confiar en mí! —pidió.

Tormenta Blanca se quedó mirándolo un largo instante y luego asintió con calma. El viejo guerrero tomó al cachorro de Cola Pintada y se internó en el río hasta que el agua oscura le llegó a la barriga. Entonces se volvió y sacudió la cola para que los demás lo siguieran.

Corazón de Fuego notó un aroma familiar, y un suave pelaje melado le rozó el omóplato. Se encontró con los brillantes ojos verdes de Tormenta de Arena.

—¿Crees que es seguro? —murmuró la gata, señalando con la nariz la rápida corriente.

—Sí, te lo prometo —contestó el lugarteniente, deseando con toda su alma que estuvieran en otro lugar, lejos de aquella orilla amenazada por las llamas.

Hizo un guiño a la resuelta guerrera, intentando tranquilizarla con la mirada, cuando lo que en realidad deseaba era hundir el hocico en su pelo y esconderse hasta que la pesadilla terminara.

Tormenta de Arena asintió como si pudiera leerle el pensamiento. Luego echó a correr hacia el río, cruzó la parte superficial y se lanzó al profundo canal del centro, justo cuando un relámpago iluminaba las agitadas aguas. A Corazón de Fuego se le encogió el pecho cuando la gata dejó de hacer pie y desapareció bajo la superficie. Sintió que se le detenía el corazón y que los oídos le rugían como truenos mientras esperaba que Tormenta de Arena reapareciera.

Entonces la gata emergió, tosiendo y pataleando, pero nadando firmemente hacia la orilla opuesta. Subió a la ribera dando traspiés, con el pelo oscurecido por el agua y pegado al cuerpo, y desde allí llamó a sus compañeros de clan:

—¡No dejéis de mover las patas y todo irá bien!

Corazón de Fuego sintió que iba a estallar de orgullo. Se quedó mirando la ágil figura, silueteada contra los árboles de la otra orilla, y tuvo que hacer un gran esfuerzo para no saltar al agua y nadar junto a ella. Pero primero tenía que vigilar cómo cruzaba el resto del clan, y se obligó a mirar a sus camaradas, que habían empezado a zambullirse en el río de cabeza.

Manto Polvoroso y Nimbo arrastraron el cadáver de Centón hasta el borde del agua. Manto Polvoroso miró el cuerpo y luego al río, con expresión desolada por la imposibilidad de llevarlo hasta el otro lado, pues ya era bastante difícil nadar solo.

Corazón de Fuego se le acercó.

—Lo dejaremos aquí —murmuró, aunque la idea de dejar atrás a otro gato le partía el corazón—. Podemos venir a enterrarlo cuando acabe el incendio.

Manto Polvoroso asintió y se internó en el río con Nimbo. El aprendiz estaba casi irreconocible bajo las manchas de humo. Corazón de Fuego le tocó el costado con la nariz al pasar, esperando que Nimbo notara lo orgulloso que estaba de él por su discreto valor.

Al levantar la cabeza, Corazón de Fuego vio que Orejitas vacilaba al borde del río. En el otro extremo, Tormenta de Arena estaba metida en el agua hasta la barriga, ayudando a los gatos que luchaban por alcanzar la orilla. La gata animó a gritos al veterano, pero éste retrocedió cuando otro relámpago iluminó el cielo. Corazón de Fuego corrió hacia el tembloroso veterano, lo agarró por el pescuezo y se tiró al río. Orejitas aulló y se debatió mientras el lugarteniente intentaba mantener la cabeza fuera. El agua parecía helada tras el calor de las llamas, y al joven le costaba respirar, pero siguió adelante, intentando recordar la facilidad con que Látigo Gris había cruzado a nado ese mismo canal.

De pronto, una corriente rápida los arrastró a él y a Orejitas, y Corazón de Fuego sacudió las patas. Sintió una oleada de pánico al ver que la suave pendiente de la orilla pasaba de largo y que un muro de barro se alzaba en su lugar. ¿Cómo iba a salir por allí, sobre todo cargado con Orejitas? El veterano había dejado de revolverse, y colgaba como un peso muerto de las mandíbulas del joven. Sólo su ronca respiración revelaba que el viejo gato seguía vivo, y que incluso podría sobrevivir al cruce del río. Corazón de Fuego pataleaba, luchando contra la corriente e intentando mantener el hocico de Orejitas fuera del agua.

Sin previo aviso, una cabeza asomó desde la ribera y agarró a Orejitas. ¡Se trataba de Leopardina, la lugarteniente del Clan del Río! Clavando las uñas en el barro para sujetarse, la gata sacó a Orejitas, lo dejó en el suelo, y estiró de nuevo la cabeza para agarrar a Corazón de Fuego. Éste notó sus afilados dientes en el pescuezo mientras lo izaba hasta la resbaladiza orilla. El joven sintió una oleada de alivio cuando sus patas tocaron tierra firme.

—¿Ya están todos? —preguntó Leopardina.

Corazón de Fuego miró alrededor. Algunos gatos del Clan del Río se paseaban entre los miembros del Clan del Trueno, que estaban en la orilla acurrucados, empapados y conmocionados. Látigo Gris se encontraba entre ellos.

—Cr… creo que sí —balbuceó el lugarteniente.

Vio a Estrella Azul debajo de las ramas colgantes de un sauce. La líder parecía pequeña y frágil con el pelo pegado a sus escuálidos costados.

—¿Y qué pasa con ése? —Leopardina señaló con la nariz a la inmóvil figura blanca y negra de la otra ribera.

Corazón de Fuego se volvió a mirar. Los helechos de ese lado ya estaban ardiendo, lanzando chispas al río e iluminando los árboles con una luz parpadeante.

—Está muerto —susurró.

Sin decir una palabra, Leopardina se metió en el río y nadó hasta la otra orilla. Con su pelo dorado centelleando a la luz de las llamas, recuperó el cuerpo de Centón y regresó nadando enérgicamente, agitando las negras aguas con sus patas delanteras. Un trueno estalló en lo alto e hizo que Corazón de Fuego se encogiera, pero la lugarteniente del Clan del Río no se detuvo.

—¡Corazón de Fuego! —Látigo Gris corrió hacia su amigo y se restregó contra él; su costado estaba cálido y suave contra el cuerpo empapado del joven lugarteniente—. ¿Estás bien?

Asintió aturdido, mientras Leopardina arrastraba el cadáver de Centón hasta la ribera. La gata lo dejó a los pies de Corazón de Fuego y maulló:

—Vamos. Lo enterraremos en el campamento.

—¿El… campamento del Clan del Río?

—A menos que prefieras regresar al vuestro —respondió Leopardina fríamente.

La gata dio media vuelta y encabezó la marcha pendiente arriba, alejándose del río y de las llamas. Mientras los gatos del Clan del Trueno se ponían en pie penosamente y empezaban a seguirla, gruesas gotas de lluvia comenzaron a atravesar el dosel vegetal que los cubría. Corazón de Fuego agitó las orejas. ¿Habría llegado la lluvia a tiempo para el bosque en llamas? Más agotado de lo que recordaba haber estado en su vida, el joven vio cómo Látigo Gris levantaba sin dificultad el mojado cuerpo de Centón con sus fuertes mandíbulas. La lluvia empezó a caer con mayor intensidad, martilleando el bosque, mientras Corazón de Fuego seguía a los demás gatos trastabillando sobre los lisos guijarros.

La lugarteniente del Clan del Río guió al tiznado y calado grupo a través de los cañaverales que crecían junto a la orilla, hasta que ante ellos apareció una isla. En cualquier otra estación, habría estado rodeada de agua; ahora el sendero brillaba sólo por la lluvia.

Corazón de Fuego reconoció el lugar. La primera vez que estuvo allí, se hallaba rodeado de hielo. Entonces, los juncos asomaban claramente por el agua congelada; ahora se balanceaban en grandes ringleras, y entre sus susurrantes tallos crecían sauces plateados. La lluvia descendía por las delicadas ramas colgantes hasta el suelo arenoso.

Leopardina siguió un estrecho pasaje a través de los carrizos hasta la isla. El olor a humo era persistente, pero el rugido de las llamas se había apagado, y Corazón de Fuego pudo oír el bendito sonido de la lluvia al caer al agua que había detrás de los juncos.

Estrella Doblada se hallaba en un claro en el centro de la isla, con el pelo de los omóplatos erizado. Corazón de Fuego advirtió que el líder del Clan del Río miraba con recelo a Látigo Gris mientras el Clan del Trueno entraba renqueando en el campamento, pero Leopardina se acercó al atigrado marrón claro y le explicó:

—Estaban huyendo del fuego.

—¿El Clan del Río está seguro? —preguntó al instante el líder.

—El fuego no cruzará el río —contestó Leopardina—. Menos aún ahora que ha cambiado el viento.

Corazón de Fuego olfateó el aire. Leopardina tenía razón: la tormenta había llegado acompañada de un viento mucho más fresco. Se le coló por el pelo mojado, y sintió que empezaba a aclarársele la mente. Le goteaba agua de los bigotes cuando miró alrededor para ver dónde estaba Estrella Azul. Sabía que la líder debería saludar a Estrella Doblada formalmente, pero la gata estaba acurrucada entre su clan, con la cabeza gacha y los ojos entornados.

Corazón de Fuego sintió que se le contraía el estómago de nerviosismo. No podían permitir que el Clan del Río supiera lo débil que estaba su líder, así que se apresuró a ocupar el lugar de Estrella Azul.

—Leopardina y su patrulla han demostrado una gran amabilidad y valor al ayudarnos a escapar del fuego —le dijo a Estrella Doblada, inclinando la cabeza.

En lo alto, los relámpagos seguían iluminando el nublado cielo y los truenos retumbaban en la distancia, alejándose del bosque.

—Leopardina ha hecho lo correcto al ayudaros. Todos los clanes temen al fuego —respondió el líder del Clan del Río.

—Nuestro campamento se ha quemado, y nuestro territorio sigue ardiendo —continuó Corazón de Fuego, parpadeando contra la lluvia que se le metía en los ojos—. No tenemos adónde ir. —Sabía que no tenía otra opción que entregarse a la compasión del líder del Clan del Río.

Estrella Doblada entornó los ojos e hizo una pausa. Corazón de Fuego sintió que le ardían las zarpas de frustración. El líder rival no pensaría que el penoso grupo de gatos del Clan del Trueno suponía algún peligro, ¿verdad?

—Podéis quedaros hasta que sea seguro para vosotros regresar —contestó por fin Estrella Doblada.

Corazón de Fuego sintió una oleada de alivio.

—Gracias —maulló, parpadeando agradecido.

—¿Os gustaría que enterráramos a vuestro veterano? —se ofreció Leopardina.

—Sois muy generosos, pero Centón debería ser enterrado por su propio clan —respondió Corazón de Fuego, pues ya era bastante triste que el viejo guerrero no fuera a descansar en su propio territorio. Sabía que los compañeros de guarida del veterano querrían acompañarlo en su viaje final al Clan Estelar.

—Muy bien —maulló Leopardina—. Ordenaré que lleven su cuerpo fuera del campamento para que vuestros veteranos puedan velarlo tranquilamente —añadió, y Corazón de Fuego le dio las gracias con un movimiento de la cabeza—. Le pediré a Arcilloso que ayude a vuestra curandera. —La gata moteada examinó a los empapados y temblorosos gatos. Entornó los ojos al reparar en la figura ovillada de la líder del Clan del Trueno—. ¿Estrella Azul está herida? —preguntó.

—El humo era muy denso —contestó Corazón de Fuego con cautela—. Ella estaba entre los últimos que han abandonado el campamento. Discúlpame, debo ocuparme de mi clan.

Se acercó a Nimbo y Orejitas, que estaban juntos.

—¿Estáis en condiciones de enterrar a Centón? —les preguntó.

—¡Yo sí! —maulló Nimbo—. Pero creo que Orejitas…

—Estoy lo bastante bien para enterrar a un viejo compañero de guarida —replicó Orejitas, con la voz afectada por el humo.

—Le pediré a Manto Polvoroso que os ayude —dijo Corazón de Fuego.

Un gato marrón iba siguiendo a Carbonilla entre los miembros del Clan del Trueno. Llevaba un fardo de hierbas en la boca, que dejó sobre el suelo húmedo cuando Carbonilla se detuvo junto a Sauce y sus cachorros. Los diminutos gatitos maullaban lastimeramente, pero se negaban a mamar cuando Sauce los apretaba contra su vientre.

Corazón de Fuego se acercó a toda prisa.

—¿Se encuentran bien los pequeños?

Carbonilla asintió.

—Arcilloso ha sugerido que les demos miel para suavizarles la garganta. Se recuperarán, pero no les ha hecho ningún bien aspirar el humo.

Arcilloso le preguntó a Sauce:

—¿Crees que podrían tomar un poco de miel?

La reina gris asintió y observó agradecida cómo el curandero del Clan del Río sacaba una bola de musgo de la que chorreaba un líquido pegajoso y dorado. Sauce ronroneó cuando sus cachorros lamieron la miel, primero tímidamente y luego con avidez cuando aquella dulzura balsámica les llegó a la garganta.

Corazón de Fuego se alejó. Carbonilla lo tenía todo bajo control. Encontró un rincón resguardado al borde del claro y se sentó a lavarse. Su pelo chamuscado tenía un sabor asqueroso. Le dolía el cuerpo de agotamiento, pero siguió lamiéndose. Quería eliminar hasta el último rastro de humo antes de descansar.

Al terminar, miró alrededor. Los gatos del Clan del Río se habían refugiado de la lluvia en sus guaridas, dejando a los gatos del Clan del Trueno apiñados en grupos al borde del claro, bajo el susurrante muro de juncos que les proporcionaba cierta protección de la lluvia. Reparó en la figura oscura de Látigo Gris, que se paseaba entre sus antiguos camaradas de clan, tranquilizándolos con amables maullidos. Carbonilla había terminado de atender a los gatos y estaba enroscada, exhausta, al lado de Ceniciento. Corazón de Fuego distinguió apenas el costado melado de Tormenta de Arena, que subía y bajaba regularmente junto al lomo atigrado de Rabo Largo. Estrella Azul dormía al lado de Tormenta Blanca.

Corazón de Fuego apoyó el hocico en las zarpas delanteras, escuchando el repiqueteo de la lluvia en el embarrado claro. Mientras se le cerraban los ojos, lo asaltó la insoportable imagen del rostro aterrorizado de Fauces Amarillas. Se le aceleró el pulso, pero el agotamiento pudo con él, y por fin se internó en el refugio del sueño.