—¡Fauces Amarillas!
Corazón de Fuego soltó a Pequeño Zarzo para maullar el nombre de la curandera. La sangre le martilleaba en los oídos mientras esperaba que la gata contestara, pero no oyó nada aparte del espantoso crepitar de las llamas.
Pequeño Zarzo se acurrucó a sus pies, pegando su cuerpecillo contra las patas del lugarteniente. Palpitando de miedo y frustración, casi inconsciente del dolor de sus flancos chamuscados, el joven agarró al cachorro y subió corriendo la pendiente en dirección a Centón.
El viejo gato no se había movido. Corazón de Fuego vio cómo el pecho le subía y bajaba débilmente, y supo que el veterano no podría ponerse a salvo por sí mismo. Dejó a Pequeño Zarzo en el suelo.
—¡Sígueme! —le gritó, antes de cerrar las cansadas mandíbulas alrededor del pescuezo de Centón.
Tras lanzar una última mirada al ardiente barranco, arrastró al gato blanco y negro hacia los árboles. Pequeño Zarzo iba trastabillando tras ellos, demasiado conmocionado para maullar, con los ojos dilatados y desenfocados. Corazón de Fuego deseó poder cargar con los dos, pero no dejaría morir a Centón donde estaba. Pequeño Zarzo lograría encontrar la fuerza necesaria para soportar la aterradora caminata por sus propios medios.
El lugarteniente siguió a ciegas el rastro de los otros gatos, sin reparar apenas en el bosque que lo rodeaba, aunque volvía la vista cada poco para asegurarse de que Pequeño Zarzo aguantaba el ritmo. En su mente se había grabado la última imagen del barranco, una terrorífica sima de llamas y humo que engullía el campamento, su hogar. Y no había rastro de Fauces Amarillas y Medio Rabo.
Alcanzaron a los demás en las Rocas Soleadas. Corazón de Fuego dejó delicadamente a Centón en una lisa superficie rocosa. Pequeño Zarzo corrió derecho a Flor Dorada, quien lo levantó por el pescuezo y le dio una sacudida brusca y enojada, estrangulada por el ronroneo que le subía por el pecho. Luego lo soltó y empezó a lavarle el pelo manchado de humo con lametazos furiosos, que al cabo fueron transformándose en suaves caricias. La reina rojizo claro levantó la mirada hacia el lugarteniente; sus ojos centelleaban con una gratitud que no podía expresar con palabras.
Corazón de Fuego pestañeó y desvió la vista. Empezaba a comprender que podía haber perdido a Fauces Amarillas por detenerse a salvar al hijo de Garra de Tigre. Sacudió la cabeza violentamente. No debía pensar en eso. Su clan lo necesitaba. Observó a los gatos abatidos por el horror que se encogían en las lisas piedras. ¿Creían que allí estaban a salvo? Deberían haber continuado hasta el río. Corazón de Fuego entornó los ojos, intentando encontrar a Tormenta de Arena entre las figuras amontonadas, pero un cansancio infinito hizo que las patas le parecieran más pesadas que la piedra; no encontró las fuerzas para ir a buscarla.
Notó que Centón se movía a su lado. El viejo veterano levantó la cabeza, boqueando para tomar aire, antes de sufrir un ataque de tos que atrajo a Carbonilla, que salió cojeando rígidamente del grupo de gatos. Corazón de Fuego observó cómo la aprendiza presionaba enérgicamente el pecho de Centón, intentando con desesperación limpiarle los pulmones.
El veterano dejó de toser de repente. Se quedó inmóvil, extrañamente silencioso, pues ya ni siquiera resollaba, y Carbonilla alzó los ojos, rebosantes de tristeza.
—Está muerto —murmuró.
Maullidos de conmoción recorrieron las rocas de parte a parte. Corazón de Fuego se quedó mirando a Carbonilla con incredulidad. ¿Cómo podía haber llevado tan lejos a Centón sólo para que muriera? Y casi en el lugar exacto en que Corriente Plateada había pasado a manos del Clan Estelar. Miró angustiado a Carbonilla, sabiendo que ella estaría pensando lo mismo. La gata tenía los ojos oscurecidos de pena, y sus bigotes temblaron cuando se inclinó para cerrar con delicadeza los ojos del veterano. Corazón de Fuego temió que fuera más dolor del que Carbonilla podía soportar, pero, cuando los demás ancianos se acercaron a compartir lenguas con el gato muerto, la curandera gris se irguió y levantó la mirada hacia Corazón de Fuego.
—Hemos perdido a otro gato —susurró, con la voz hueca de incredulidad—. Pero mi pena no ayudará al clan.
—Estás empezando a sonar tan fuerte como Fauces Amarillas —contestó él dulcemente.
Carbonilla puso los ojos como platos.
—¡Fauces Amarillas! ¿Dónde está?
El joven lugarteniente sintió un dolor en el pecho, tan agudo como si una astilla del árbol en llamas se le hubiera clavado en el corazón.
—No lo sé —admitió—. La he perdido en el humo mientras se encargaba de rescatar a Medio Rabo. Yo iba a volver, pero el cachorro…
Se le apagó la voz, y lo único que pudo hacer fue quedarse mirando a su amiga, cuyos ojos se empañaron con un dolor inimaginable. ¿Qué le estaba sucediendo a su clan? ¿Acaso el Clan Estelar quería realmente matarlos a todos?
Pequeño Zarzo empezó a toser, y Carbonilla volvió en sí, sacudiendo la cabeza como si emergiera de agua helada. Corazón de Fuego observó cómo iba cojeando hasta el cachorro y le lamía vigorosamente el pecho para favorecer la respiración. La tos se transformó en un resuello rítmico, que se fue calmando a su vez mientras trabajaba Carbonilla.
Corazón de Fuego se quedó quieto, escuchando el bosque. Sentía un picor en la piel por el aire sofocante. Una brisa soplaba entre los árboles, procedente del campamento. Abrió la boca, intentando distinguir el humo reciente del hedor de su pelo chamuscado. ¿Seguiría vivo el incendio? Luego advirtió que el cielo iba llenándose de nubes de humo, conforme la brisa empujaba firmemente las llamas hacia las Rocas Soleadas. Pegó las orejas al cráneo al oír el rugido del fuego por encima del suave susurro de las hojas.
—¡Viene hacia aquí! —bramó, con voz dolorida y ronca tras aspirar el humo—. Debemos continuar hasta el río. Sólo estaremos a salvo si cruzamos al otro lado. Allí no nos alcanzará el fuego.
Los gatos alzaron la vista, desconcertados; sus ojos brillaban tenuemente en la noche. La luz del incendio ya resplandecía a través de los árboles. Nubes de humo empezaron a descender hasta las Rocas Soleadas, y aumentó el sonido de las llamas, incrementadas por el viento que se estaba levantando.
Sin previo aviso, las rocas y el bosque quedaron iluminados por un destello cegador. Un estruendoso crujido restalló por encima de las cabezas de los gatos, que pegaron el cuerpo a la roca. Corazón de Fuego levantó los ojos hacia el cielo. Detrás del creciente humo, vio nubes arremolinándose en lo alto. Sintió un terror ancestral mezclado de alivio al comprender que la tormenta había estallado por fin.
—¡Va a llover! —aulló, para dar ánimos a sus asustados compañeros—. ¡Eso apagará el fuego! Pero ¡debemos irnos ahora mismo o las llamas nos alcanzarán!
Fronde Dorado fue el primero en ponerse en pie. Mientras el resto del clan iba entendiendo la situación, uno tras otro fueron levantándose también. Su pavor por el fuego pesaba más que su miedo instintivo a los cielos tormentosos. Se movieron inquietos por la superficie rocosa, no muy seguros de hacia dónde correr. Corazón de Fuego se sintió aliviado al ver que Tormenta de Arena estaba entre ellos, con la cola erizada y las orejas hacia atrás. Los gatos empezaron a avanzar, dejando a la vista a Estrella Azul, que estaba inmóvil en mitad de la roca, con el rostro alzado hacia las estrellas. Un relámpago en forma de tridente desgarró el cielo, pero Estrella Azul siguió sin moverse. «¿Estará rezando al Clan Estelar?», se dijo Corazón de Fuego con incredulidad.
—¡Por aquí! —ordenó el lugarteniente, y señaló con la cola cuando otro trueno ahogó su voz.
El clan comenzó a descender la roca, en dirección a la senda que llevaba al río. Corazón de Fuego vio que las llamas ya parpadeaban entre los árboles. Un conejo pasó por su lado como una centella; parecía no haber reparado siquiera en los gatos, pues corrió entre ellos mientras huía del fuego y la tormenta para guarecerse debajo de la roca, buscando instintivamente el refugio de la antigua piedra. Pero Corazón de Fuego sabía que las llamas engullirían pronto esa parte del bosque, y no quería arriesgarse a perder a ningún gato más con una muerte tan espantosa.
—¡Deprisa! —chilló, y los gatos echaron a correr.
Musaraña y Rabo Largo cargaban de nuevo con los cachorros de Sauce, mientras que Nimbo y Manto Polvoroso arrastraban el cadáver de Centón entre los dos; el inerte cuerpo blanco y negro iba dando penosas sacudidas por el suelo. Tormenta Blanca y Pecas flanqueaban a Estrella Azul, animando a la líder del clan a seguir adelante con delicados empujoncitos.
Corazón de Fuego estaba buscando a Tormenta de Arena cuando vio a Cola Pintada avanzando a duras penas con su hijo entre los dientes. El cachorro ya estaba crecido, y Cola Pintada no era tan joven como las demás reinas. Corrió hacia ella y le tomó el cachorro. La gata le lanzó una mirada de agradecimiento y empezó a correr.
Ahora que habían girado hacia el río, el incendio estaba junto a ellos. Corazón de Fuego no perdía de vista el avance del muro de llamas mientras urgía al clan a continuar adelante. A su alrededor, los árboles empezaron a balancearse cuando los vientos de tormenta se intensificaron y azotaron el ardiente bosque, avivando el fuego en dirección a los gatos. Ya se veía el río, pero todavía tenían que cruzarlo, y eran pocos los que habían nadado alguna vez. Pero no había tiempo para seguir corriente abajo, hasta los pasaderos.
Mientras cruzaban a toda prisa la línea olorosa del Clan del Río, Corazón de Fuego volvió a sentir el calor de las llamas en el costado, y oyó un cruel rugido todavía más estruendoso que el Sendero Atronador. Corrió hacia la cabeza de la marcha para liderar el descenso a la ribera, y se detuvo en seco donde el suelo forestal daba paso a la orilla cubierta de guijarros. Las suaves piedras relucieron como la plata bajo un nuevo relámpago, pero el trueno que siguió apenas resultó audible por encima del bramido del incendio. El clan frenó entre tropezones detrás de su lugarteniente, con los ojos rebosantes de un nuevo terror al ver la rápida corriente. Corazón de Fuego se sintió flaquear ante la idea de convencer a sus camaradas de que se metieran en el río, pues le tenían miedo al agua. Pero a sus espaldas el incendio progresaba destructoramente, a través de los árboles en despiadada persecución, y el joven lugarteniente supo que no había elección.