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—¡Fuego! ¡Despertad! —aulló el lugarteniente.

Escarcha salió tambaleante de la guarida de los guerreros, con los ojos dilatados de miedo.

—¡Debemos abandonar el campamento inmediatamente! —le ordenó Corazón de Fuego—. ¡Dile a Estrella Azul que el bosque está ardiendo!

Él corrió a la guarida de los veteranos y gritó a través de las ramas del roble caído:

—¡Fuego! ¡Salid todos!

Luego se dirigió a los aprendices, que estaban saliendo somnolientos de la cama.

—¡Abandonad el campamento! Encaminaos al río —les indicó.

Nimbo se quedó mirándolo desconcertado, aturdido todavía de sueño.

—¡Encaminaos al río! —repitió con urgencia.

Escarcha ya estaba ayudando a Estrella Azul a cruzar el claro en penumbra. El rostro de la líder era una terrible máscara de miedo mientras Escarcha la empujaba delicadamente con la nariz.

—¡Por aquí! —bramó Corazón de Fuego, señalando con la cola antes de apresurarse a ayudar a la gata blanca a guiar a Estrella Azul a la entrada.

Los gatos pasaban junto a ellos por ambos lados, con el pelo erizado.

El bosque parecía rugir a su alrededor, y por encima del ruido surgió un horrible aullido de dos tonos y el desquiciado bramido de Dos Patas abriéndose paso por el bosque. El humo iba aumentando en el claro y, tras él, el resplandor de las llamas se volvió más brillante aún mientras avanzaban hacia el campamento.

Estrella Azul no empezó a correr hasta que estuvo fuera, atrapada en la pujante corriente de gatos que salían y ascendían el barranco.

—Encaminaos al río —ordenó Corazón de Fuego—. Tened localizados a vuestros compañeros de guarida. No os perdáis de vista unos a otros.

Sentía una escalofriante calma en su interior, como un estanque de agua helada, mientras el ruido, el calor y el pánico se intensificaban fuera.

Corrió a rodear a los cachorros de Sauce, que luchaban por seguir a su madre. La reina llevaba al más pequeño en la boca con los ojos rebosantes de miedo, mientras su delicada carga iba chocando contra sus patas delanteras.

—¿Dónde está Flor Dorada? —le preguntó Corazón de Fuego.

Sauce señaló con la nariz hacia el barranco. El lugarteniente asintió, aliviado porque al menos una de las reinas y sus cachorros estuvieran a salvo fuera del campamento. Llamó a Rabo Largo, que ya había subido media pendiente. Mientras el guerrero bajaba, Corazón de Fuego agarró a uno de los cachorros de Sauce y se lo pasó a Musaraña, que había llegado por detrás. Él tomó al tercero, y cuando llegó Rabo Largo, se lo entregó.

—¡Mantente cerca de Sauce! —ordenó al guerrero, consciente de que la reina sólo correría si sabía que sus hijos estaban a salvo.

Se quedó al pie del barranco mientras los demás gatos iban subiendo. Nubes de humo se arremolinaban en el cielo, ocultando de la vista el Manto Plateado. «¿Estará el Clan Estelar viendo esto?», se preguntó Corazón de Fuego. Bajó la mirada de lo alto y vio el espeso pelaje gris de Estrella Azul, que ya había alcanzado la cima y estaba apretujada con los otros gatos. Finalmente él los siguió, mirando por encima del hombro, y vio cómo el fuego estiraba por el barranco ávidas lenguas naranja, que avanzaban veloces por los resecos helechos en dirección al campamento.

Corazón de Fuego llegó a lo más alto a toda prisa.

—¡Esperad! —gritó a los gatos que corrían.

Todos se detuvieron para mirarlo. El humo irritaba los ojos del lugarteniente mientras observaba a sus camaradas de clan a través de las asfixiantes nubes.

—¿Falta algún gato? —preguntó, examinando las caras.

—¿Dónde están Medio Rabo y Centón? —La voz de Nimbo se alzó en un maullido aterrado.

Corazón de Fuego vio cómo todos se miraban entre sí expectantes, y Orejitas respondió:

—No están conmigo.

—¡Deben de seguir en el campamento! —exclamó Tormenta Blanca.

—¿Y dónde está Pequeño Zarzo? —El desesperado aullido de Flor Dorada se elevó entre los árboles por encima del ruido del incendio—. ¡Iba detrás de mí mientras subía el barranco!

A Corazón de Fuego le dio vueltas la cabeza. Eso significaba que faltaban tres miembros del clan.

—Los encontraré —prometió—. Para vosotros es demasiado peligroso quedaros aquí. Tormenta Blanca y Cebrado, aseguraos de que todo el clan llega hasta el río.

—¡No puedes volver al campamento! —protestó Tormenta de Arena, abriéndose paso entre los gatos para encararse a Corazón de Fuego. Sus ojos verdes buscaron desesperadamente los de él.

—Tengo que hacerlo.

—Yo también voy —replicó la gata.

—¡No! —exclamó Tormenta Blanca—. Ya vamos escasos de guerreros. Necesitamos que ayudes al clan a llegar al río.

Corazón de Fuego asintió dándole la razón.

—¡Entonces iré yo!

El joven lugarteniente se quedó horrorizado cuando Carbonilla se adelantó cojeando.

—No soy guerrera —maulló la aprendiza—. No seré de ninguna utilidad si nos tropezamos con una patrulla enemiga.

—¡De ninguna manera! —exclamó Corazón de Fuego.

No podía permitir que la gata pusiera su vida en peligro. Entonces vio el desgreñado pelaje de Fauces Amarillas, que avanzaba entre la multitud.

—Puede que yo sea vieja —intervino la curandera, dirigiéndose a Carbonilla—, pero tengo las patas más firmes que tú. El clan necesitará tus dotes sanadoras. Yo iré con Corazón de Fuego. Tú quédate con el clan.

Carbonilla abrió la boca, pero Corazón de Fuego la atajó:

—No hay tiempo para discutir. Fauces Amarillas, ven conmigo. El resto, dirigíos al río.

Dio media vuelta antes de que Carbonilla pudiera protestar, y empezó a descender de nuevo el barranco, hacia el humo y el calor de abajo.

Estaba aterrado, pero se obligó a seguir corriendo cuando llegó al fondo del barranco. Oía a Fauces Amarillas resollando tras él. Con el humo, al lugarteniente le resultaba doloroso respirar, incluso con sus jóvenes pulmones. Brillantes llamas parpadeaban justo detrás del muro del campamento, consumiendo con avidez los helechos cuidadosamente entrelazados, pero aún no habían alcanzado el claro.

La guarida de los veteranos estaba más cerca, y Corazón de Fuego avanzó penosamente hacia allí, medio cegado. Oía el chisporroteo de las llamas que lamían el extremo más alejado del roble caído. Allí, el calor era tan intenso que parecía que el fuego iba a irrumpir en el campamento en cualquier instante.

Vio el cuerpo de Medio Rabo desplomado bajo una rama. Centón yacía a su lado, con los dientes clavados en el pescuezo del gato, como si hubiera intentado arrastrar a su amigo desvanecido para ponerlo a salvo.

Corazón de Fuego se detuvo, abatido, pero Fauces Amarillas ya había pasado ante él para empezar a tirar de Medio Rabo en dirección a la entrada del campamento.

—No te quedes ahí parado —gruñó la vieja curandera con la boca llena de pelo—. Ayúdame a sacarlos de aquí.

Corazón de Fuego agarró a Centón con los dientes y lo arrastró por el claro lleno de humo hasta el túnel. Procuró no toser mientras tiraba del veterano por la aulaga, que se enganchaba en el pelaje enredado del viejo gato. Por fin alcanzó el pie del barranco y empezó a ascender. Centón se agitó, y Corazón de Fuego notó que al veterano le daban arcadas con una serie de violentos espasmos. Fue ascendiendo la escarpada cuesta, con el cuello dolorido por el peso del gato inconsciente.

Ya en lo alto, arrastró a Centón hasta unas rocas planas, y el viejo gato se quedó allí, resollando desvalido. Entonces Corazón de Fuego se volvió a mirar a Fauces Amarillas. La curandera estaba saliendo en ese momento del túnel de aulagas, respirando trabajosamente mientras luchaba contra el humo mortal. Los árboles que antes resguardaban el campamento estaban siendo engullidos por el fuego, con el tronco envuelto en llamas. El lugarteniente vio que Fauces Amarillas alzaba sus desorbitados ojos naranja hacia él, con Medio Rabo entre los dientes. El joven flexionó las patas traseras, listo para bajar por las rocas hacia la gata, cuando un maullido aterrorizado le hizo levantar la vista. Observando el creciente humo, entrevió al hijo de Flor Dorada en la rama de un pequeño árbol que crecía en un lateral del barranco. La corteza del árbol ya estaba chamuscada y, mientras Pequeño Zarzo maullaba desesperadamente, el tronco ardió en llamas.

Sin pararse a pensar, Corazón de Fuego saltó hacia el llameante árbol. Clavó las garras en el tronco, por encima de las llamas, y siguió trepando hasta donde se encontraba el cachorro. El fuego subía deprisa a sus espaldas, lamiendo la corteza mientras se acercaba al gatito bamboleándose. El cachorro estaba aferrado a una rama, con los ojos bien cerrados y la boca abierta en un grito silencioso. Corazón de Fuego lo agarró con los dientes, y casi perdió el equilibrio cuando Pequeño Zarzo se soltó de inmediato y se balanceó en el aire. Con los colmillos clavados en el pescuezo del cachorro, Corazón de Fuego logró a duras penas sujetarse a la dura corteza. Ahora ya no podía volver a bajar por el tronco, pues las llamas se habían hecho con él. Tendría que avanzar por la rama todo lo que pudiera, y luego saltar al suelo. Apretando los dientes, y deteniendo así los gritos de Pequeño Zarzo, fue alejándose del tronco.

La rama se inclinaba y oscilaba bajo su peso, pero el joven lugarteniente se obligó a continuar adelante. Un paso más y se puso en tensión, preparado para saltar. Debajo de él, las llamas le chamuscaban el pelaje, llenándole las fosas nasales con el olor amargo del pelo quemado. La rama se combó de nuevo, esta vez con un crujido siniestro. «¡Que el Clan Estelar me ayude!», rezó para sus adentros. Tras cerrar los ojos, flexionó las patas traseras y saltó al suelo.

Detrás de él, un fuerte restallido hendió el aire. Corazón de Fuego cayó con un golpe seco que casi lo dejó sin aliento. Arañando el suelo para encontrar agarre, miró alrededor. Horrorizado, vio que el fuego se había apoderado de todo el tronco, que empezó a caer hacia el barranco. Envuelto en llamas, el árbol se desplomó lejos de los aterrorizados gatos, tapando la entrada del campamento con un muro de ramas ardientes. Ya no había forma de llegar hasta Fauces Amarillas.