En los días siguientes, los arroyos del territorio del Clan del Trueno fueron menguando, hasta que la única agua fresca que podían encontrar quedaba cerca de la frontera con el Clan del Río, en el extremo más alejado de las Rocas Soleadas.
—Nunca habíamos tenido un verano como éste —rezongó Tuerta—. El bosque está tan seco como el lecho de un cachorro.
Corazón de Fuego estaba observando el cielo en busca de nubes, pidiendo en silencio al Clan Estelar que lloviera pronto. La sequía estaba obligando a los gatos del Clan del Trueno a beber cada vez más cerca del lugar donde Carbonilla había escondido a los gatos enfermos, y Corazón de Fuego no quería arriesgarse a que alguna de las patrullas entrara en contacto con la enfermedad. Al mismo tiempo, casi agradecía la distracción que suponía preocuparse por el agua; de ese modo, le quedaba menos tiempo para obsesionarse con qué le habría sucedido a Nimbo y dónde podría estar ahora.
La patrulla del mediodía acababa de regresar, y Escarcha estaba organizando un grupo de veteranos y reinas para ir al río a beber. Se congregaron en la escasa sombra que había al borde del claro.
—¿Por qué el Clan Estelar nos manda una sequía ahora? —se lamentó Orejitas.
Con el rabillo del ojo, Corazón de Fuego vio que el veterano lanzaba una mirada en su dirección, y recordó con un estremecimiento su advertencia sobre los rituales irregulares.
—Lo que me inquieta a mí no es la sequía —dijo Tuerta con voz cascada—, sino todos los Dos Patas que hay por el bosque. Jamás había oído tanto alboroto por aquí. Ahuyentan las presas y echan a perder nuestras marcas olorosas con su pestilencia. Un poco de lluvia podría alejarlos de aquí.
—Bueno, pues lo que a mí me preocupa es Sauce —maulló Cola Pintada—. Ir hasta el arroyo y volver supone una buena caminata, y a Sauce no le gusta la idea de dejar solos a sus cachorros tanto tiempo. Pero, si no bebe, se le secará la leche y sus hijos podrían morir de hambre.
—A Flor Dorada le sucede lo mismo —intervino Centón—. Quizá, si cada uno traemos musgo empapado en agua, ellas podrían tomar algo de líquido —sugirió.
—Ésa es una gran idea —aprobó Corazón de Fuego, preguntándose por qué no se le habría ocurrido a él. Tal vez había estado intentando no pensar en la maternidad… y en un cachorro en particular—. ¿Podríais traer algo hoy mismo?
El viejo gato blanco y negro asintió.
—Todos traeremos un poco —aseguró Cola Pintada.
—Gracias —respondió Corazón de Fuego con un guiño apreciativo.
Con una punzada de pena, pensó que Nimbo se habría ofrecido gustosamente a ayudar a los veteranos. El aprendiz siempre había estado muy unido a los mayores; escuchaba sus relatos por la noche e incluso a veces compartía su comida. Si se permitía pensar demasiado en eso, a Corazón de Fuego le dolía que los veteranos apenas parecieran acusar la ausencia de Nimbo. ¿Acaso era él el único gato del Clan del Trueno que creía que Nimbo podría haberse adaptado a la vida del bosque? Agitó las orejas con irritación. Quizá Estrella Azul tuviera razón y el aprendiz había tomado la decisión correcta al marcharse. Pero eso no evitaba que él lo echara de menos con una intensidad inesperada.
Llamó a Tormenta de Arena y Fronde Dorado, que estaban descansando a la sombra de la mata de ortigas tras la patrulla de mediodía. Los dos se levantaron de un salto y corrieron hacia él.
—¿Querríais escoltar a Orejitas y los demás? —les preguntó Corazón de Fuego—. No sé cuánto tendrán que acercarse al río, y necesitarán algún refuerzo si tropiezan con una patrulla del Clan del Río. —Hizo una pausa—. Sé que estáis cansados, pero los demás han salido a entrenar, y yo debo quedarme con Tormenta Blanca para guardar el campamento.
—No hay problema —se limitó a maullar Fronde Dorado.
—Yo no estoy cansada, Corazón de Fuego —aseguró Tormenta de Arena, clavando en él su mirada verde como las hojas.
El lugarteniente sintió un cosquilleo en las zarpas al recordar lo que le había dicho Carbonilla unas noches atrás.
—Eh… fantástico —respondió en un tono excesivamente alto.
Luego, cohibido, se puso a lavarse el pecho, y sus lametazos se volvieron más enérgicos al notar que Fronde Dorado agitaba los bigotes de la risa.
Se sintió aliviado cuando el grupo desapareció por el túnel de aulagas, dejándolo en el claro desierto. Tormenta Blanca estaba con Estrella Azul, en su guarida. Sauce y Flor Dorada estaban en la maternidad con sus cachorros. En los últimos días, Corazón de Fuego había visto al hijo de Garra de Tigre caminando por el campamento con pasos inseguros, animado por Flor Dorada. El lugarteniente había evitado cruzar su mirada con la del cachorro, mientras observaba con recelo cómo se unía a la vida del clan.
Ahora, al oír los maullidos de Pequeño Zarzo junto con los demás cachorros, Corazón de Fuego sólo pensó en el hambre que pasaría si su madre no bebía pronto. Deseó que el grupo no tuviera que llegar hasta el río, y se imaginó a la comitiva de reinas y veteranos avanzando lentamente entre la maleza, flanqueados por Tormenta de Arena, con su pelaje anaranjado brillando entre la verde vegetación. Con un respingo, se acordó de los gatos enfermos del Clan de la Sombra. ¿Y si Carbonilla no los había mandado de vuelta a su casa y seguían escondidos cerca del río?
Corazón de Fuego se estremeció. Corrió hacia el claro de Fauces Amarillas y casi choca contra Carbonilla, que salía cojeando por el túnel de helechos.
—¿Qué te pasa? —maulló la aprendiza alegremente, pero al ver el ceño de Corazón de Fuego, su expresión cambió.
—¿Les dijiste a Cirro y Cuello Blanco que tenían que marcharse? —susurró el joven lugarteniente con urgencia.
—Ya habíamos terminado con eso —suspiró Carbonilla con impaciencia.
—¿Estás segura de que se han ido?
—Me prometieron que se irían esa misma noche. —Sus ojos azules lo desafiaron a llevarle la contraria.
—¿Y no queda ni rastro de la enfermedad? —insistió él, con un hormigueo de inquietud.
—¡Mira! —espetó Carbonilla—, yo les dije que se marcharan y ellos dijeron que lo harían. Hay bayas que recoger, y se las llevarán los pájaros si no lo hago yo. Si no te crees lo de los gatos del Clan de la Sombra, ¿por qué no lo compruebas por ti mismo?
De la guarida de la curandera brotó un aullido bajo.
—No sé con quién estás parloteando ahí fuera, pero ¡déjalo de inmediato y vete a buscar esas bayas!
—¡Lo siento, Fauces Amarillas! —exclamó Carbonilla por encima del hombro—. Sólo estaba hablando con Corazón de Fuego. —Sus ojos destellaron acusadoramente cuando volvió a sonar la voz de la vieja curandera.
—Bueno, ¡pues dile que no te haga perder más tiempo o tendrá que rendirme cuentas a mí!
La aprendiza relajó los omóplatos y agitó los bigotes risueñamente. Corazón de Fuego sintió una punzada de culpabilidad.
—Lamento insistir con esto, Carbonilla. No es que desconfíe de ti, es sólo que yo…
—Es sólo que eres un viejo hurón histérico —terminó ella, dándole un empujoncito cariñoso—. Ve a echar un vistazo tú mismo, si quieres quedarte tranquilo.
Dicho eso, pasó ante él y se fue cojeando a la entrada del campamento.
Carbonilla tenía razón. Corazón de Fuego sabía que sólo se quedaría satisfecho cuando inspeccionara personalmente el viejo roble para asegurarse de que los gatos del Clan de la Sombra y la enfermedad lo habían abandonado. Pero no podía marcharse todavía. Él y Tormenta Blanca eran los únicos guerreros que había en el campamento. Con un picor de frustración e inquietud, empezó a pasearse por el claro. Al girar bajo la Peña Alta para volver sobre sus pasos una vez más, vio que se le acercaba Tormenta Blanca.
—¿Ya has decidido la patrulla del anochecer? —preguntó el guerrero blanco.
—He pensado que Viento Veloz podría llevarse a Espino y Musaraña.
—Buena idea —respondió Tormenta Blanca distraídamente. Era obvio que algo le rondaba por la cabeza—. ¿Centellina podría ir mañana con la patrulla del alba? —preguntó—. La experiencia sería muy buena para ella. Yo… he descuidado un poco su entrenamiento últimamente.
Agitó una oreja, y, con una punzada de inquietud, Corazón de Fuego comprendió que el guerrero blanco estaba pasando cada vez más tiempo con Estrella Azul. El lugarteniente no pudo evitar sospechar que el guerrero temía qué podría hacer la líder del clan si la dejaba sola demasiado tiempo. Y, a la vez, se sintió culpablemente aliviado de que otro gato del clan —el guerrero veterano más respetado, ni más ni menos— compartiera su preocupación por su atribulada líder.
—Por supuesto —accedió.
Tormenta Blanca se sentó a su lado y echó un vistazo alrededor.
—Qué tarde tan tranquila.
—Tormenta de Arena y Fronde Dorado han llevado a los veteranos y las reinas a beber al río. Centón ha propuesto traer musgo empapado en agua para Sauce y Flor Dorada.
Tormenta Blanca asintió.
—Quizá podrían compartir un poco con Estrella Azul. Parece reacia a dejar el campamento. —El viejo guerrero bajó la voz—. Ha estado lamiendo el rocío de las hojas todas las mañanas, pero necesita más que eso con este calor.
Corazón de Fuego sintió una nueva oleada de ansiedad.
—El otro día parecía mucho mejor.
—Está mejorando día a día —aseguró Tormenta Blanca—. Pero, aun así…
Dejó la frase sin terminar. Aunque a Corazón de Fuego le impresionó el ceño del guerrero, no había necesidad de decir más.
—Comprendo —murmuró el joven—. Le pediré a Centón que le lleve un poco a Estrella Azul cuando regresen.
—Gracias. —Lo miró entornando los ojos—. ¿Sabes? Lo estás haciendo muy bien —señaló como si nada.
Corazón de Fuego se irguió.
—¿A qué te refieres?
—A lo de ser lugarteniente. Sé que no ha sido fácil, con Estrella Azul tal como está, y la sequía. Pero dudo que algún gato del clan niegue que Estrella Azul tomó la decisión correcta al confiarte el puesto.
«Aparte de Cebrado, Manto Polvoroso y la mitad de los veteranos», respondió Corazón de Fuego para sus adentros. Luego reparó en que estaba siendo grosero y guiñó agradecido al guerrero.
—Gracias, Tormenta Blanca —ronroneó. Se sintió alentado por la gran alabanza de ese sabio gato, cuya opinión valoraba tanto como la de Estrella Azul.
—Y lamento lo de Nimbo —continuó el guerrero blanco amablemente—. Debe de ser muy difícil para ti. Después de todo, tenéis la misma sangre, y creo que para los gatos nacidos en un clan es demasiado fácil dar por sentado ese vínculo.
A Corazón de Fuego le sorprendió la perspicacia del guerrero.
—Bueno, sí —empezó, vacilante—. Lo echo de menos. No sólo porque fuera mi pariente. De verdad creo que podría haber acabado siendo un buen guerrero.
Miró de reojo a Tormenta Blanca, casi esperando que éste le llevara la contraria, pero, para su asombro, el viejo gato estaba asintiendo.
—Nimbo era un buen cazador, y un buen amigo para los demás aprendices. Pero quizá el Clan Estelar tenía un destino diferente para él. No soy curandero; yo no puedo leer las estrellas como Fauces Amarillas o Carbonilla, pero siempre he estado dispuesto a confiar en nuestros antepasados guerreros, lleven a donde lleven a nuestro clan.
«Y eso es lo que te convierte en un guerrero tan noble», pensó Corazón de Fuego, lleno de admiración por la lealtad de Tormenta Blanca al código guerrero. Si Nimbo hubiera tenido apenas una pizca de esa conciencia, a lo mejor las cosas habrían sido bien distintas…
El sonido de guijarros rodando fuera de los muros del campamento hizo saltar a ambos gatos. Corazón de Fuego corrió a la entrada del campamento. Cola Pintada y los demás estaban descendiendo la pendiente rocosa con gran estruendo, levantando polvo y piedrecillas. Tenían el pelo erizado y los ojos llenos de alarma.
—¡Dos Patas! —resolló Cola Pintada al alcanzar el pie del barranco.
Corazón de Fuego alzó la vista: Fronde Dorado y Tormenta de Arena estaban ayudando a bajar a los veteranos, saltando penosamente de roca en roca.
—No pasa nada —anunció Tormenta de Arena—. Les hemos dado esquinazo.
Cuando todos estuvieron seguros en el fondo del barranco, Fronde Dorado explicó lo sucedido, respirando entrecortadamente.
—Había un grupo de jóvenes Dos Patas. ¡Nos han perseguido!
A Corazón de Fuego se le erizó el pelo, alarmado, mientras los demás prorrumpían en maullidos aterrorizados.
—¿Estáis todos bien? —preguntó.
Tormenta de Arena inspeccionó al grupo y asintió.
—De acuerdo. —Corazón de Fuego se sobrepuso respirando hondo—. ¿Dónde estaban esos Dos Patas? ¿Cerca del río?
—Ni siquiera habíamos llegado a las Rocas Soleadas —respondió Tormenta de Arena. Su voz sonaba más calmada tras recuperar el aliento, y sus ojos empezaron a destellar de indignación—. Estaban sueltos por el bosque, no por los habituales senderos de Dos Patas.
El joven lugarteniente procuró no mostrar su preocupación. Los Dos Patas raramente se aventuraban tan dentro del bosque.
—Tendremos que esperar a que oscurezca para recoger agua —decidió en voz alta.
—¿Crees que se habrán ido para entonces? —preguntó Tuerta temblorosa.
—¿Y por qué habrían de quedarse? —Corazón de Fuego procuró sonar tranquilizador, pese a sus propias dudas. ¿Quién podía predecir qué harían los Dos Patas?
—Pero ¿qué pasa con Sauce y Flor Dorada? —se alteró Cola Pintada—. Necesitarán agua antes.
—Yo iré a buscar un poco —se ofreció Tormenta de Arena.
—No —maulló Corazón de Fuego—. Iré yo.
Recoger agua para las reinas le daría la oportunidad perfecta para seguir el consejo de Carbonilla y comprobar por sí mismo que los gatos del Clan de la Sombra y su enfermedad se habían ido de la cueva que había bajo el viejo roble. Le hizo un gesto a Tormenta de Arena.
—Necesito que tú te quedes en lo alto del barranco, atenta a los Dos Patas.
Tuerta lanzó un maullido de ansiedad.
—Estoy convencido de que ya habrán dado media vuelta —la tranquilizó el lugarteniente—. Pero estaréis seguros con Tormenta de Arena de guardia. —Miró los centelleantes ojos esmeralda de la gata melada y supo que lo que decía era verdad.
—Yo iré contigo —maulló Fronde Dorado.
Corazón de Fuego negó con la cabeza. Tenía que ir solo para evitar que los demás gatos descubrieran la insensata buena obra de Carbonilla.
—Debes guardar el campamento junto con Tormenta Blanca —respondió al guerrero canela—. Y quiero que informes ahora mismo a Estrella Azul de lo que habéis visto en el bosque. Yo traeré tanto musgo como pueda. El resto tendréis que esperar hasta que se ponga el sol.
Corazón de Fuego y Tormenta de Arena subieron juntos por el barranco, olfateando cuidadosamente el aire mientras se aproximaban a lo alto. Allí no había ni rastro de Dos Patas.
—Ten cuidado —susurró Tormenta de Arena cuando Corazón de Fuego se disponía a internarse en el bosque.
Él le lamió la coronilla.
—Lo tendré —prometió.
Mantuvieron sus ojos verdes clavados un largo instante; luego, Corazón de Fuego dio media vuelta y avanzó con cautela entre los árboles. Se mantuvo en la parte más densa del sotobosque, con las orejas aguzadas y la boca entreabierta, afilando los sentidos para captar cualquier señal de Dos Patas. Percibió su hedor antinatural al acercarse a las Rocas Soleadas, pero no era fresco.
Entonces atravesó el bosque hasta la ladera sobre el río que marcaba la frontera del clan vecino. Mientras miraba si había patrullas del Clan del Río, no pudo evitar buscar la conocida cabeza de su amigo Látigo Gris. Sin embargo, no había rastro de ningún gato en el bosque sin viento. Podría recoger agua del arroyo sin que lo desafiaran, pero primero tenía que inspeccionar la cueva de debajo del viejo roble.
Recorrió la frontera, deteniéndose de vez en cuando a dejar su marca y renovar el límite entre ambos clanes. Incluso tan cerca del río, el bosque había perdido la exuberancia de la estación de la hoja verde, y las plantas parecían marchitas y ajadas. Corazón de Fuego avistó enseguida el añoso roble y, al aproximarse, vio la oscura cueva en la que se habían refugiado los gatos del Clan de la Sombra.
Respiró hondo. La pestilencia a enfermedad había desaparecido. Con un suspiro de alivio, decidió echar una ojeada al interior de la cavidad y recoger agua luego. Avanzó con los ojos fijos en el agujero. Se agazapó, y después, cautelosamente, estiró el cuello para asomarse a la guarida improvisada.
Soltó un respingo de asombro cuando un peso cayó sobre su lomo y unas garras lo aferraron por los costados. Lo invadieron el miedo y la rabia, y aulló, retorciéndose violentamente para zafarse de su atacante. Pero el gato que lo tenía agarrado se mantuvo firme. Corazón de Fuego se preparó para el dolor de afiladas uñas en los flancos, pero las zarpas que lo sujetaban eran anchas y suaves, y tenían las garras escondidas. Entonces, un olor familiar le llenó la nariz… un olor al que ahora se superponían los del Clan del Río, pero igualmente reconocible.
—¡Látigo Gris! —exclamó con alegría.
—Pensaba que nunca vendrías a verme —ronroneó su viejo amigo.
Corazón de Fuego notó que el gato gris resbalaba por su lomo, y se dio cuenta de que chorreaba agua del río. Su propio pelaje rojizo estaba empapado por la pelea. Se sacudió y miró a Látigo Gris maravillado.
—¿Has cruzado el río nadando? —maulló con incredulidad, pues todos los gatos del Clan del Trueno sabían cómo detestaba Látigo Gris mojarse el pelo.
Su amigo se sacudió con brío, y el agua se desprendió fácilmente de su manto. Su largo pelaje parecía ahora lustroso y satinado.
—Es más rápido que bajar hasta los pasaderos —señaló el guerrero gris—. Además, parece que mi pelo ya no retiene el agua tanto como antes. Supongo que ésa es una de las ventajas de comer pescado.
—Yo diría que es la única —respondió Corazón de Fuego, frunciendo la cara.
No se imaginaba cómo se podía comparar el fuerte sabor del pescado con los sutiles y almizclados de las presas del bosque.
—No está tan malo una vez que te acostumbras —repuso Látigo Gris, y le dedicó un guiño cariñoso—. Tienes buen aspecto.
—Tú también —contestó ronroneando.
—¿Cómo está todo el mundo? ¿Manto Polvoroso sigue siendo como un dolor de muelas? ¿Y qué tal Estrella Azul?
—Manto Polvoroso está bien —empezó Corazón de Fuego, y luego titubeó—. Estrella Azul… —Buscó las palabras adecuadas, no muy seguro de cuánto contarle a su viejo amigo sobre la líder del Clan del Trueno.
—¿Qué ocurre? —preguntó Látigo Gris entornando los ojos.
Corazón de Fuego comprendió que su amigo lo conocía demasiado bien para no advertir su reacción. Agitó las orejas, cohibido.
—Estrella Azul se encuentra bien, ¿verdad? —inquirió Látigo Gris, con la voz cargada de preocupación.
—Está bien —se apresuró a asegurar el lugarteniente. Lo que Látigo Gris había detectado era su inquietud por la líder del Clan del Trueno, no su recelo hacia él—. Pero lo cierto es que últimamente no ha sido la misma de siempre. No desde que Garra de Tigre… —Enmudeció, indeciso.
Látigo Gris frunció el entrecejo.
—¿Habéis visto a ese zarpas ponzoñosas desde que se marchó?
Corazón de Fuego negó con la cabeza.
—Ni rastro de él. No sé cómo reaccionaría Estrella Azul si volviera a verlo.
—Por lo que la conozco, creo que le sacaría los ojos —ronroneó Látigo Gris—. No puedo imaginar que algo desanime a Estrella Azul durante demasiado tiempo.
«Ojalá eso fuera cierto», pensó Corazón de Fuego apenado. Observó los curiosos ojos de Látigo Gris, consciente, con una punzada de tristeza, de que su deseo de confiarse a su viejo amigo había sido un sueño imposible. Ahora Látigo Gris formaba parte del Clan del Río, y él tenía que aceptar, con gran dolor de corazón, que no podía compartir los detalles de la debilidad de su líder con un miembro de otro clan. Además, se dio cuenta de que tampoco estaba preparado para contarle la desaparición de Nimbo, por lo menos, no todavía. Intentó decirse a sí mismo que no quería preocupar a Látigo Gris cuando éste no podía ayudar, pero sospechó que su silencio tenía más que ver con el orgullo. No quería que Látigo Gris supiese que había fracasado como mentor por segunda vez, tan poco tiempo después del accidente de Carbonilla.
—¿Cómo es la vida en el Clan del Río? —preguntó, cambiando de tema deliberadamente.
Látigo Gris se encogió de hombros.
—No muy diferente del Clan del Trueno. Algunos gatos son afables, otros son gruñones, algunos son divertidos, otros… Bueno, son los normales gatos de clan, supongo.
Corazón de Fuego no pudo evitar envidiar al guerrero gris, que sonaba tan relajado. Era evidente que la nueva vida de Látigo Gris no tenía la carga de responsabilidad con la que debía lidiar él ahora que era lugarteniente. Y una parte de él seguía sintiendo una pizca de resentimiento mezclada con la pena desde que Látigo Gris dejó el Clan del Trueno. Sabía que su amigo no podría haber abandonado a sus hijos, pero le habría gustado que hubiera luchado con más fuerza para que se quedaran en el Clan del Trueno.
Corazón de Fuego apartó esos pensamientos molestos.
—¿Y qué me cuentas de tus cachorros? —le preguntó.
Látigo Gris ronroneó con orgullo.
—¡Son maravillosos! —declaró—. La hembra es idéntica a su madre, igual de hermosa, ¡y tiene el mismo carácter! Le da bastante guerra a su madre adoptiva, pero todos la quieren. Especialmente Estrella Doblada. El macho es más acomodadizo, se siente feliz con lo que sea que esté haciendo.
—Como su padre —apuntó Corazón de Fuego.
—Y casi igual de guapo —alardeó Látigo Gris, con los ojos centelleantes de risa.
Corazón de Fuego sintió una familiar oleada de alegría por estar con su viejo amigo.
—Te echo de menos —maulló, repentinamente abrumado por el anhelo de tenerlo de nuevo en el campamento, para volver a cazar y pelear a su lado—. ¿Por qué no regresas a casa?
Látigo Gris negó con su ancha cabeza.
—No puedo dejar a mis hijos —contestó.
Corazón de Fuego no logró contener la incredulidad que destelló en sus ojos —al fin y al cabo, los cachorros eran criados por las reinas, no por sus padres—, y Látigo Gris se apresuró a añadir:
—Oh, bueno, están muy bien cuidados en la maternidad. En el Clan del Río estarían felices y seguros, pero creo que yo no soportaría alejarme de ellos. Me recuerdan demasiado a Corriente Plateada.
—¿Tanto la echas de menos?
—Yo la amaba —respondió sin más.
Corazón de Fuego sintió una punzada de celos, hasta que recordó el dolor que él seguía sintiendo cada vez que se despertaba tras soñar con Jaspeada. Estiró el cuello y tocó la mejilla de Látigo Gris con la nariz. Sólo el Clan Estelar sabía si él habría sido capaz de hacer lo mismo por Jaspeada. «O por Tormenta de Arena», susurró una vocecilla en lo más profundo de su mente.
Látigo Gris lo acarició con el hocico, interrumpiendo sus divagaciones y haciendo que por poco perdiera el equilibrio.
—¡Ya basta de sensiblerías! —maulló el guerrero gris, como si pudiera leer la mente de su amigo—. En realidad tú no has venido hasta aquí para verme, ¿verdad?
Pilló a Corazón de Fuego desprevenido.
—Bueno, no del todo… —confesó.
—Estás buscando a esos gatos del Clan de la Sombra, ¿no?
—¿Cómo conoces su existencia? —quiso saber Corazón de Fuego, pasmado.
—¿Cómo podía no conocerla? —repuso Látigo Gris—. Con esa peste que despedían… Los gatos del Clan de la Sombra ya huelen bastante mal de por sí, pero si encima están enfermos… ¡puaj!
—¿El resto del Clan del Río lo sabe? —El joven lugarteniente se sintió alarmado al pensar que los vecinos hubieran descubierto que el Clan del Trueno estaba dando asilo a gatos del Clan de la Sombra de nuevo… y encima unos que estaban contaminados.
—No por lo que yo sé —aseguró su amigo—. Yo me ofrecí a patrullar siempre este extremo del río. Los demás sólo pensaron que tenía añoranza, así que me lo concedieron. Creo que en el fondo esperaban que, si olía bastante los aromas del bosque, regresaría al Clan del Trueno.
—Pero ¿por qué querías proteger a los gatos del Clan de la Sombra así como así? —le preguntó Corazón de Fuego, perplejo.
—Vine a hablar con ellos poco después de que llegaran —explicó Látigo Gris—. Me contaron que Carbonilla los había escondido aquí. Supuse que, si Carbonilla tenía algo que ver con esto, tú lo sabrías. Dar albergue a un par de sacos de pulgas enfermos es una acción compasiva típica de ti.
—Bueno, no se puede decir que me emocionara cuando me enteré —replicó Corazón de Fuego.
—Pero seguro que perdonaste a Carbonilla.
El joven lugarteniente se encogió de hombros.
—Bueno, sí.
—Siempre ha sabido engatusarte —maulló Látigo Gris con afecto—. En cualquier caso, los gatos del Clan de la Sombra ya no están.
—¿Cuándo se marcharon? —Corazón de Fuego sintió un gran alivio al saber que Carbonilla había cumplido su promesa.
—Vi a uno cazando en este lado del río hace un par de días, pero, desde entonces, nada de nada.
—¿Hace un par de días?
Corazón de Fuego se sintió alarmado al oír que los gatos del Clan de la Sombra habían estado allí hacía tan poco tiempo. ¿Es que Carbonilla habría decidido cuidarlos hasta que estuvieran lo bastante bien para viajar, después de todo? Notó un hormigueo de irritación al pensarlo, pero confiaba en que la aprendiza no hubiera tomado esa decisión a la ligera. Eso sí, agradecía al Clan Estelar que los gatos del Clan de la Sombra no se hubieran tropezado con una de las patrullas del Clan del Trueno que iban a buscar agua. Ahora se habían marchado, y, con un poco de suerte, también se habría ido la amenaza de la enfermedad.
—Mira —maulló Látigo Gris—, tengo que irme. He de cazar, y prometí que vigilaría a un par de aprendices esta tarde.
—¿Tienes tu propio aprendiz? —preguntó Corazón de Fuego.
Su amigo le sostuvo la mirada.
—No creo que, de momento, el Clan del Río esté dispuesto a confiarme el entrenamiento de sus guerreros —murmuró.
Corazón de Fuego no supo si su viejo amigo agitaba los bigotes de pena o de risa.
—Volveré a verte un día de éstos —maulló Látigo Gris, dándole un empujón con el hocico.
—Por supuesto.
Corazón de Fuego sintió un agujero negro de tristeza en el estómago cuando el guerrero gris se dispuso a marcharse. Jaspeada, Látigo Gris, Nimbo… ¿Acaso estaba destinado a perder a todos los gatos con los que fraternizaba?
—¡Cuídate! —exclamó.
Se quedó mirando cómo Látigo Gris atravesaba los helechos hasta el borde del río y se metía en él. Los anchos omóplatos del guerrero se deslizaron por el agua, dejando una leve estela mientras nadaba con patadas fuertes y veloces. Corazón de Fuego sacudió la cabeza, deseando poder desprenderse de los problemas tan fácilmente como Látigo Gris del agua después de nadar. Luego dio media vuelta y se dirigió a los árboles.