—¡Carbonilla! ¿Qué estás haciendo aquí? —Corazón de Fuego se volvió hacia la aprendiza de curandera—. ¿Tú sabías esto?
Entre las patas de Carbonilla había un montón de hierbas. La gata alzó la barbilla desafiante.
—Ellos necesitaban mi ayuda. En su campamento no había nada más que enfermedad.
—¡Así que volvieron derechos aquí! —El lugarteniente la fulminó con la mirada—. ¿Dónde los encontraste?
—Cerca de las Rocas Soleadas. Capté su olor ayer cuando recolectaba hierbas. Estaban buscando un lugar seguro en el que esconderse —explicó Carbonilla.
—Así que los trajiste hasta aquí. Probablemente hayan vuelto a nuestras tierras sólo porque sabían que te apiadarías de ellos —añadió. La preocupación de Carbonilla por los enemigos enfermos había resultado obvia—. ¿Creías que podrías tratarlos sin que nadie lo descubriera?
No podía creer que la aprendiza se hubiera expuesto a sí misma —y al resto del clan— a un peligro tan grande.
Ella le sostuvo la mirada sin amilanarse.
—No finjas que estás realmente enfadado conmigo. Tú sentías la misma lástima por ellos —le recordó—. ¡Y tampoco podrías haberlos mandado de vuelta a su casa por segunda vez!
Corazón de Fuego notó que Carbonilla creía haber hecho lo correcto, y tuvo que admitir la verdad que había en sus palabras: él también lamentaba la situación de los enfermos, y se había sentido incómodo con la falta de compasión de Estrella Azul.
—¿Lo sabe Fauces Amarillas? —preguntó, mientras su enfado se esfumaba.
—No, creo que no —respondió Carbonilla.
—¿Están muy enfermos?
—Han empezado a recuperarse. —La gata dejó que en su voz se colara una nota de satisfacción.
—Yo sigo oliendo a enfermedad —maulló Corazón de Fuego con recelo.
—Bueno, todavía no están curados del todo. Pero lo estarán.
La voz cascada de Cirro sonó desde las sombras, detrás de ellos:
—Estamos mejorando, gracias a Carbonilla.
Corazón de Fuego notó que la voz de Cirro sonaba más fuerte que cuando estuvo en el campamento del Clan del Trueno, y vio que los ojos del guerrero brillaban con energía en la oscuridad.
—Suenan mucho mejor —admitió, volviéndose hacia la aprendiza de curandera—. ¿Cómo lo has hecho? Fauces Amarillas aseguraba que la enfermedad era mortal.
—Debo de haber encontrado la combinación adecuada de hierbas y bayas —contestó la gata alegremente.
Corazón de Fuego advirtió que hablaba con una seguridad que no había oído en ella en una temporada, y reconoció el espíritu de la aprendiza animada y resuelta que había entrenado una vez.
—¡Bien hecho! —exclamó.
Y pensó en que a Estrella Azul le encantaría saber que un miembro del Clan del Trueno podía haber hallado una cura para la extraña dolencia del Clan de la Sombra. Luego recordó que Estrella Azul ya no era la líder de antes. No sería seguro contarle que Carbonilla había estado escondiendo gatos del clan enemigo en territorio propio. Su buen juicio estaba nublado, obsesionado por la amenaza de un ataque.
Corazón de Fuego comprendió que, mientras los enfermos estuvieran allí, se encontraban en peligro. Temía que Estrella Azul ordenara matarlos al instante si descubría que seguían en sus tierras.
—Lo siento, Carbonilla. —Negó con la cabeza—. Estos gatos deben marcharse. Para ellos no es seguro estar aquí.
La aprendiza sacudió la cola con frustración.
—Todavía están demasiado enfermos para regresar a su campamento. Quizá yo pueda curarlos, pero no soy una buena cazadora. Llevan días sin comer como es debido.
—Yo les traeré algo ahora —se ofreció Corazón de Fuego—. Eso debería proporcionarles las fuerzas suficientes para viajar hasta su hogar.
—Pero ¿qué pasará cuando hayamos vuelto allí? —preguntó Cuello Blanco desde las sombras con voz áspera.
Corazón de Fuego no podía responder a eso, pero tampoco podía arriesgarse a que la enfermedad alcanzara el campamento del Clan del Trueno. ¿Y si una patrulla del Clan de la Sombra entraba buscando a sus guerreros perdidos?
—Os daré de comer; luego tenéis que iros —repitió.
Cirro se sentó a duras penas sobre las patas traseras, resbalando sobre la dura tierra, y habló con voz ronca y estridente:
—¡Por favor, no nos mandes de vuelta a casa! Estrella Nocturna está muy débil. Es como si la enfermedad le arrebatara una vida cada día. La mayor parte del clan piensa que nuestro líder va a morir.
Corazón de Fuego frunció el entrecejo.
—Seguro que aún le quedan muchas vidas.
—¡Tú no has visto lo enfermo que está! —se lamentó Cuello Blanco—. El clan tiene miedo. No hay ningún gato preparado para ocupar el lugar de Estrella Nocturna.
—¿Y qué hay de Rescoldo, vuestro lugarteniente? —preguntó Corazón de Fuego.
Los dos gatos del Clan de la Sombra miraron hacia otro lado sin responder. ¿Significaba eso que Rescoldo había muerto, o tan sólo que era demasiado mayor para convertirse en líder? Al igual que Estrella Nocturna, Rescoldo ya era un veterano cuando expulsaron a Cola Rota del clan. Corazón de Fuego sintió que la compasión estaba ganando la partida, contra lo que le dictaba la razón.
—De acuerdo. —Suspiró a su pesar—. Podéis quedaros aquí hasta que estéis lo bastante fuertes para viajar.
—Gracias, Corazón de Fuego —maulló Cuello Blanco resollando. Sus ojos destellaron con gratitud.
El joven lugarteniente inclinó la cabeza, comprendiendo lo duro que debía de ser para aquellos orgullosos guerreros admitir que dependían de otro clan.
Dio media vuelta para marcharse. Cuando pasó ante Carbonilla, ésta susurró:
—Gracias, Corazón de Fuego. Sabía que tú entenderías por qué los traje hasta aquí. —Sus ojos rebosaban compasión—. No podía dejarlos morir. Incluso… incluso aunque sean de otro clan.
El lugarteniente supo que la gata estaba pensando en Corriente Plateada, la reina del Clan del Río a la que no había podido salvar.
Le lamió la oreja afectuosamente.
—Eres una auténtica curandera —ronroneó—. Por eso Fauces Amarillas te escogió como su aprendiza.
A Corazón de Fuego no le costó mucho cazar un conejo y un tordo para los gatos del Clan de la Sombra. Aquella parte del bosque estaba llena de presas. Tuvo mucho cuidado de no traspasar la frontera del Clan del Río, aunque resultaba tentador: el olor a presas era muy intenso allí, y hacía mucho tiempo que no probaba el ratón de agua. Pero se dio por satisfecho con el jugoso conejo que encontró junto a las Rocas Soleadas; y el tordo fue una captura fácil: estaba demasiado entretenido partiendo un caracol para oír su sigiloso acercamiento.
Cuando Corazón de Fuego regresó, Carbonilla estaba agachada junto al viejo roble, mascando bayas y escupiendo la pulpa a la mezcla de hierbas. El lugarteniente lanzó la comida a la caverna formada por las raíces, pero no entró. El hedor a enfermedad lo hacía recelar.
Observó a Carbonilla mientras trabajaba, y de pronto sintió una punzada de miedo por su amiga. Debía de haber entrado muchas veces en la cueva.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Corazón de Fuego quedamente.
Carbonilla alzó la vista de las hierbas.
—Sí, estoy bien —contestó—. Y me alegra que hayas descubierto lo de estos gatos. No me gusta ocultar secretos al clan.
Corazón de Fuego sacudió la cola, incómodo.
—Pues yo creo que deberíamos guardárnoslo para nosotros.
Carbonilla entornó los ojos.
—¿No vas a contárselo a Estrella Azul?
—En condiciones normales lo haría… —empezó Corazón de Fuego dubitativo.
—Pero todavía no ha superado lo de Garra de Tigre —concluyó Carbonilla.
El lugarteniente suspiró.
—A veces creo que está mejorando, pero luego dice algo o… —Enmudeció.
—Fauces Amarillas opina que le llevará tiempo sobreponerse —maulló la gata.
—Entonces, ¿ella también lo ha notado?
—Para ser sincera —murmuró Carbonilla pesarosa—, creo que casi todo el clan lo ha notado.
—¿Y qué dicen? —preguntó Corazón de Fuego, no muy seguro de querer oír la respuesta.
—Estrella Azul ha sido una gran líder durante mucho tiempo. Tan sólo están esperando que vuelva a ser lo que era.
La respuesta de Carbonilla tranquilizó al lugarteniente. La fe del clan resultaba conmovedora, y habría que confiar en ella. Por supuesto que Estrella Azul se recuperaría.
—¿Vuelves conmigo? —preguntó entonces Corazón de Fuego.
—Tengo que terminar aquí. —La aprendiza tomó otra baya con los dientes y empezó a mascar.
El lugarteniente se sintió extraño al marcharse, dejando a Carbonilla sola con dos gatos del Clan de la Sombra y una pestilencia que le daba escalofríos. Se preguntó si habría hecho lo correcto al permitir que se quedaran.
En el exterior del campamento del Clan del Trueno, se escondió bajo un frondoso arbusto para lavarse a conciencia. Frunció los ojos ante el hedor de los gatos del Clan de la Sombra. Deseó poder librarse del sabor bebiendo en el arroyo que había tras la hondonada de entrenamiento, pero llevaba días seco. Para encontrar agua, tendría que seguir su curso hasta el río, pero ya era hora de regresar, antes de que sus compañeros de clan se preguntaran dónde estaba. Volvería a buscar a Látigo Gris otro día.
Tormenta de Arena lo recibió en cuanto salió al claro por el túnel de aulagas.
—¿Has estado cazando? —le preguntó la guerrera.
—Lo cierto es que he estado buscando a Látigo Gris. —Corazón de Fuego decidió admitir la parte más fácil de la verdad.
—En ese caso, supongo que no habrás captado ni rastro de Nimbo —maulló Tormenta de Arena, aparentemente sin inmutarse por la confesión del lugarteniente.
—¿No está en el campamento?
—Ha salido a cazar a primera hora de la mañana.
Corazón de Fuego sabía que la gata sospechaba lo mismo que él: que Nimbo estaba haciendo otra visita a los Dos Patas.
—¿Qué debería hacer?
—¿Por qué no vamos a buscarlo juntos? —propuso Tormenta de Arena—. Tal vez, si yo hablo también con él, podamos hacer que entre en razón.
Corazón de Fuego asintió agradecido.
—Vale la pena intentarlo —coincidió.
Abrió la marcha a través del pinar; ambos corrían ágilmente sin hablar. El aire estaba inmóvil, y las agujas de pino resultaban blandas y frescas bajo sus zarpas. Corazón de Fuego se daba cuenta de que aquel camino era tan familiar para él como la ruta a los Cuatro Árboles o las Rocas Soleadas, pero Tormenta de Arena era más precavida y se detenía a menudo a olfatear el aire y comprobar las marcas olorosas.
Cuando salieron del pinar al verde arbolado, Corazón de Fuego percibió que Tormenta de Arena estaba cada vez más nerviosa. La miró de reojo y vio la tensión de sus omóplatos cuando la hilera de casas de Dos Patas se alzó ante ellos.
—¿Estás seguro de que teníamos que venir por este camino? —susurró la guerrera, mirando inquieta a un lado y a otro. Ladró un perro, y a ella se le erizó el pelo.
—No pasa nada; ese perro no saldrá de su jardín —aseguró Corazón de Fuego, incómodo por saber ese tipo de cosas.
Cuando se unió al clan, Tormenta de Arena se mofaba de él por sus orígenes domésticos, pero ahora lo aceptaba completamente como un gato del bosque; por eso, Corazón de Fuego no sentía deseos de recordarle a la gata que había nacido en un sitio diferente.
—¿Es que los Dos Patas no sacan a sus perros por aquí? —preguntó Tormenta de Arena.
—En ocasiones —admitió el lugarteniente—. Pero estaremos sobre aviso. Los perros de los Dos Patas no se mueven sigilosamente que digamos. Los oirás antes de olerlos, y su hedor no es sutil precisamente.
Esperaba que su humor relajara a la guerrera, pero ella siguió igual de tensa.
—Vamos —instó a la gata—. El olor de Nimbo está aquí. —Restregó la mejilla contra la rama de un zarzal—. ¿A ti te parece reciente?
Tormenta de Arena se inclinó hacia delante y olfateó la zarza.
—Sí.
—Entonces creo que podemos imaginarnos hacia dónde iba.
Corazón de Fuego rodeó el zarzal, aliviado de que, por lo menos, el rastro los alejara del jardín de Princesa. En esos momentos no le apetecía que Tormenta de Arena conociera a su hermana. Desde que llevó a Nimbo al campamento, todo el mundo supo que visitaba a Princesa, pero no tenían una idea real del afecto que los unía, y Corazón de Fuego prefería que las cosas siguieran así. Era mejor que los demás gatos estuvieran tan seguros como él de dónde se hallaba su lealtad, a pesar de su amistad con su hermana.
Al acercarse a la valla por la que Nimbo había trepado el día anterior, Corazón de Fuego sintió un siniestro escalofrío. Allí había nuevos olores, aparte del de Nimbo. Algo había cambiado. Condujo a Tormenta de Arena al abedul plateado, y ella lo siguió ágilmente por el liso tronco hasta las ramas. Corazón de Fuego vio cómo ella agitaba los bigotes al olfatear el aire.
El joven lugarteniente observó la casa de Dos Patas a través de las ventanas. El interior parecía curiosamente oscuro y vacío. Saltó al oír un portazo, que produjo un extraño eco, como el estallido de un trueno. Empezó a sentirse alarmado.
—¿Qué ocurre? —preguntó Tormenta de Arena nerviosa cuando Corazón de Fuego bajó a la valla con la cola erizada.
—Está pasando algo raro. La casa está vacía. Quédate aquí —ordenó—. Voy a acercarme a echar un vistazo.
Cruzó el jardín en silencio, agazapado. Al aproximarse a la puerta de los Dos Patas, oyó pisadas a sus espaldas. Giró en redondo y vio a Tormenta de Arena, con expresión tensa pero decidida. Corazón de Fuego asintió, diciéndole en silencio que podía quedarse con él si quería, y luego se volvió de nuevo hacia la puerta.
Justo entonces, sonó el fuerte rugido de un monstruo. Corazón de Fuego se deslizó por el pasadizo que bordeaba un lado de la casa. Se le erizó el pelo de miedo, pero siguió adelante hasta alcanzar el final del sendero. Se asomó desde las sombras: ante él, la brillante luz del sol inundaba un laberinto desarbolado de casas de Dos Patas y caminos.
Oyó que Tormenta de Arena resollaba a su lado, rozándolo levemente.
—Mira —siseó el joven.
Un monstruo gigantesco, casi tan grande como una casa de Dos Patas, se hallaba en el Sendero Atronador. El gruñido ensordecedor procedía de las entrañas del monstruo.
Los dos gatos se estremecieron cuando otra puerta de la casa se cerró de golpe, justo al doblar la esquina en que se encontraban. Corazón de Fuego vio a un Dos Patas que se dirigía al monstruo balanceando algo. Parecía una especie de guarida trenzada con tallos secos y muertos. A través de la dura malla de un extremo, Corazón de Fuego vislumbró un suave pelaje blanco. Aguzó la vista, y le dio un vuelco el corazón al reconocer la cara que había tras la malla, con los ojos dilatados de terror.
¡Era Nimbo!