4clanes.jpg

10

Corazón de Fuego contuvo la respiración cuando se abrió la puerta de la casa de Dos Patas. Se moría de ganas de que Nimbo diese media vuelta y huyera, pero una parte de él sabía que el aprendiz no tenía intención de marcharse. Se inclinó más en su rama, deseando que el Dos Patas chillara a Nimbo para ahuyentarlo. Los gatos del bosque no solían ser bien recibidos en el poblado. Pero aquel Dos Patas se agachó para acariciar a Nimbo, que estiró la cabeza para restregarla contra su mano mientras aquél le susurraba algo. Por el tono del Dos Patas, era obvio que se habían saludado así otras veces. A Corazón de Fuego lo invadió una decepción tan amarga como la bilis de ratón mientras Nimbo cruzaba la puerta trotando y desaparecía en la casa de Dos Patas.

Se quedó agarrado a la fina rama del abedul mucho después de que la puerta se hubiera cerrado. A su aprendiz estaba tentándolo la vida a la que él había dado la espalda. Después de todo, a lo mejor se había equivocado con Nimbo por completo. Perdido en sus pensamientos, se movió sólo cuando el sol empezó a descender tras los árboles y enfrió un poco el ambiente. El lugarteniente descendió hasta la valla y, de allí, al suelo.

Regresó hacia el bosque, siguiendo a ciegas su propio rastro por donde había ido. Los actos de Nimbo se le antojaban una espantosa traición, y, sin embargo, le costaba estar furioso con él. Corazón de Fuego había estado tan ansioso por demostrar que los gatos domésticos eran tan buenos como los nacidos en el bosque que ni siquiera había considerado que Nimbo pudiese preferir vivir con los Dos Patas. Adoraba su vida en el bosque, pero la había escogido él mismo. Sólo ahora se le ocurría que Princesa había entregado a Nimbo al clan cuando era poco más que un cachorro, antes de tener edad suficiente para tomar sus propias decisiones.

Corazón de Fuego siguió adelante, sin fijarse en las vistas ni los olores del bosque, hasta que de pronto advirtió que había llegado a la valla de su hermana. Se quedó mirándola sorprendido. ¿Es que sus patas lo habían guiado hasta allí a propósito? Dio media vuelta, pues todavía no estaba preparado para compartir su descubrimiento con Princesa. No quería contarle que había cometido un error al ceder a Nimbo al clan. Con las patas tan pesadas como si fueran de piedra, se volvió hacia el pinar y el campamento.

—¡Corazón de Fuego! —llamó la dulce voz de una gata tras él.

¡Era Princesa!

El joven guerrero se quedó paralizado, con el alma en los pies, pero no podía huir de su hermana, no ahora que ya lo había visto. Se volvió cuando Princesa saltaba de su valla. El pelaje atigrado y blanco de la gata se ondulaba mientras ella corría hacia él.

—¡Hacía siglos que no te veía! —maulló Princesa, deteniéndose a su lado. Su tono denotaba preocupación—. Ni siquiera Nimbo me ha visitado últimamente. ¿Va todo bien?

—T… todo va bien —tartamudeó él. Sintió que se le tensaban la voz y los omóplatos con el esfuerzo de mentir.

Princesa guiñó los ojos agradecida, confiando de inmediato en las palabras de su hermano, y lo saludó tocándole la nariz con la suya. Él la acarició con el hocico, aspirando el familiar olor que le recordaba a su infancia.

—Me alegro —ronroneó Princesa—. Estaba empezando a preocuparme. ¿Por qué Nimbo no me visita? No dejo de captar su olor, pero hace días que no lo veo.

A Corazón de Fuego no se le ocurrió nada que decir, y se sintió aliviado cuando su hermana continuó hablando.

—Supongo que lo tienes muy ocupado con su entrenamiento. La última vez que vino a verme, me contó que estabas realmente impresionado con sus progresos. ¡Me dijo que iba muchísimo más adelantado que los demás aprendices!

Sonaba encantada, y sus ojos relucían de orgullo.

«Mi hermana desea que Nimbo se convierta en un gran guerrero tanto como yo», pensó Corazón de Fuego. Sintiéndose culpable, masculló:

—Nimbo es una gran promesa.

—Es mi primogénito —ronroneó Princesa—. Yo sabía que sería especial. Todavía lo echo de menos, incluso sabiendo lo feliz que es.

—Estoy seguro de que todos tus hijos son especiales, cada uno a su manera. —Deseaba contarle a su hermana la verdad, pero no tenía el valor de decirle que su sacrificio había sido en vano—. Tengo que marcharme —maulló.

—¿Ya? —exclamó Princesa—. Está bien, pero vuelve pronto a verme. Y la próxima vez, ¡tráete contigo a Nimbo!

Corazón de Fuego asintió. Aún no quería regresar al campamento, pero se sentía demasiado incómodo con aquella conversación, como si estuviera enfrentándose al insalvable abismo entre el bosque y la vida como gato doméstico.

Corazón de Fuego recorrió el largo camino de vuelta al campamento dejando que el familiar verde del bosque lo tranquilizara. Al salir entre los árboles a lo alto del barranco, se encontró pensando de nuevo en cuánto echaba de menos poder hablar con Látigo Gris.

—¡Hola! —lo sorprendió la voz de Tormenta de Arena. Estaba ascendiendo por el barranco, y debía de haber captado su olor—. ¿Cómo ha ido el entrenamiento? ¿Dónde está Nimbo?

Corazón de Fuego se quedó mirando la inteligente cara anaranjada de la gata. Vio el brillo de sus ojos verdes, y de repente supo que podía confiar en ella. Miró alrededor con ansiedad.

—¿Estás sola?

Ella le sostuvo la mirada con curiosidad.

—Sí. He pensado salir a cazar un poco antes de la hora de comer.

Corazón de Fuego se acercó al borde de la pendiente y observó las copas de los árboles que resguardaban el campamento. Tormenta de Arena se sentó a su lado. No habló, pero pegó su costado al del joven, comprensiva. Él sabía que incluso podría irse sin más y que ella no le haría ninguna pregunta.

—Tormenta de Arena… —empezó dubitativo.

—¿Sí?

—¿Crees que me equivoqué al traer a Nimbo al clan?

La guerrera guardó silencio unos momentos, y cuando por fin respondió lo hizo con prudencia y sinceridad.

—Cuando hoy lo he visto tumbado delante de su guarida, he pensado que parecía más un minino casero que un guerrero. Pero luego me he acordado del día en que atrapó su primera presa. No era más que un cachorrito, pero se internó en una ventisca para cazar un campañol. Daba la impresión de no sentir ningún temor, y estaba muy orgulloso de lo que había hecho. Entonces parecía un gato nacido y criado en un clan.

—Entonces, ¿tomé la decisión correcta? —maulló Corazón de Fuego esperanzado.

Hubo otra pausa tensa.

—Creo que sólo el tiempo lo dirá —contestó la gata al cabo.

Corazón de Fuego no dijo nada. Ésa no era la frase tranquilizadora que estaba esperando, pero sabía que la guerrera tenía razón.

—¿Le ha ocurrido algo a Nimbo? —preguntó ella, entornando los ojos con inquietud.

—Hoy lo he visto entrar en una casa de Dos Patas —confesó el joven sin rodeos—. Creo que lleva un tiempo dejando que le den de comer.

Tormenta de Arena frunció el entrecejo.

—¿Sabe que lo has visto?

—No.

—Deberías decírselo —le aconsejó la gata—. Nimbo tiene que decidir a qué lugar pertenece.

—Pero ¿y si se decide por la vida doméstica? —exclamó Corazón de Fuego.

Ese día había comprendido cuánto deseaba que Nimbo se quedara en el clan. No sólo por sí mismo, ni para demostrar a los demás gatos que los guerreros no tenían por qué haber nacido en el bosque, sino también por el propio Nimbo. El aprendiz tenía mucho que dar al clan, y se vería más que recompensado por la lealtad de los demás. Corazón de Fuego sintió que se le aceleraba el pulso ante la idea de que Nimbo estuviera a punto a echarlo todo por la borda.

—Es decisión suya —maulló Tormenta de Arena delicadamente.

—Ojalá yo hubiera sido mejor mentor…

—No es culpa tuya —lo interrumpió la guerrera—. Tú no puedes cambiar lo que sea que haya en el corazón de Nimbo.

El joven se encogió de hombros desesperanzado.

—Habla con él —lo instó Tormenta de Arena—. Averigua qué es lo que quiere. Deja que decida por sí mismo. —Sus ojos rebosaban comprensión, pero Corazón de Fuego seguía sintiéndose mal—. Ve a buscarlo.

El joven asintió mientras Tormenta de Arena se levantaba para encaminarse hacia los árboles.

Con el corazón en un puño, el lugarteniente empezó a bajar el barranco hacia la hondonada arenosa, con la esperanza de que Nimbo regresara al campamento por el mismo camino que había tomado al salir. No quería enfrentarse a su aprendiz así como así: le daba miedo alejarlo para siempre. Pero también sabía que Tormenta de Arena tenía razón. Nimbo no podía quedarse en el Clan del Trueno teniendo una pata en la vida doméstica de las mascotas.

Corazón de Fuego se sentó en la hondonada mientras el sol iba descendiendo tras los árboles. El aire todavía era cálido, aunque sobre la arena se proyectaban largas sombras. Pronto sería la hora de la comida. El joven empezó a preguntarse si Nimbo regresaría. Luego oyó un susurro entre los arbustos y pisadas de pequeñas patas, y supo que Nimbo estaba acercándose incluso antes de captar su olor.

El aprendiz entró en el claro al trote, con la cola y las orejas bien tiesas. Llevaba una musaraña diminuta entre los dientes, que dejó caer al ver a Corazón de Fuego.

—¿Qué estás haciendo aquí? —preguntó, y el lugarteniente percibió reproche en su voz—. Te he dicho que volvería a la hora de comer. ¿Es que no confías en mí?

Corazón de Fuego negó con la cabeza.

—No.

Nimbo ladeó la cabeza con expresión dolida.

—Bueno, he dicho que volvería y he vuelto —protestó.

—Te he visto —maulló el joven guerrero sin más.

—¿Me has visto dónde?

—En esa casa de Dos Patas. —Hizo una pausa.

—¿Y?

Corazón de Fuego se quedó casi sin habla al ver la indiferencia de Nimbo. ¿Era consciente de lo que había hecho?

—Se supone que tenías que estar cazando para el clan —bufó, con el estómago ardiendo de furia.

—He cazado.

Corazón de Fuego miró con desprecio la musaraña que Nimbo había dejado en el suelo.

—¿Y a cuántos gatos crees que alimentará eso?

—Bueno, no tomaré nada para mí.

—¡Sólo porque te has atiborrado de esa bazofia para mascotas! —exclamó Corazón de Fuego—. La verdad, ¿por qué has regresado?

—¿Y por qué no iba a regresar? Sólo visito a los Dos Patas por comida. —Nimbo sonaba sinceramente perplejo—. ¿Cuál es el problema?

Hirviendo de frustración, Corazón de Fuego gruñó:

—No puedo dejar de preguntarme si tu madre hizo lo correcto al renunciar a su primogénito para que fuera un gato de clan.

—Bueno, eso ya está hecho —espetó Nimbo—. ¡Así que ahora tienes que cargar conmigo!

—Quizá tenga que cargar contigo como aprendiz, pero ¡puedo impedir que te conviertas en guerrero! —lo amenazó el lugarteniente.

A Nimbo se le pusieron los ojos como platos de la sorpresa.

—¡Tú no harías eso! ¡No puedes! Voy a ser un guerrero tan bueno que no podrás detenerme —declaró, mirándolo desafiante.

—¿Cuántas veces he de decirte que ser guerrero consiste en mucho más que cazar y luchar? ¡Tienes que saber por qué cazas y luchas! —Corazón de Fuego contuvo la furia que le subía por el pecho.

—Yo sé por lo que lucho. Por lo mismo que tú: ¡la supervivencia!

Corazón de Fuego se quedó mirándolo con incredulidad.

—Yo lucho por el clan, no por mí mismo —gruñó.

Nimbo le sostuvo la mirada sin arredrarse.

—Vale —maulló—. Lucharé por el clan, si es lo que hace falta para ser un guerrero. Al final, es todo lo mismo.

Corazón de Fuego deseó meter por la fuerza algo de juicio en aquel cerebro de ratón, pero respiró hondo y dijo con toda la calma que pudo:

—No puedes vivir con una pata en cada mundo, Nimbo. Vas a tener que decidir. Deberás elegir si quieres vivir según el código guerrero como gato de clan, o si quieres la vida de un minino casero.

Mientras hablaba, recordó a Estrella Azul diciéndole exactamente lo mismo cuando Garra de Tigre lo descubrió charlando con Tiznado, un viejo amigo de su infancia doméstica, en el lindero del bosque. La diferencia es que él no tenía ningún problema en reconocer dónde recaía su lealtad. Era un gato de clan desde el mismo momento en que pisó el bosque, al menos en su mente.

Nimbo pareció desconcertado.

—¿Por qué tengo que elegir? A mí me gusta mi vida tal como es, ¡y no voy a cambiarla sólo para que tú te sientas mejor!

—No es para que yo me sienta mejor —resopló Corazón de Fuego—. ¡Es por el bien del clan! La vida de un minino de compañía va contra todo el código guerrero.

Con incredulidad, se quedó viendo cómo Nimbo, ignorándolo, recogía la musaraña y ponía rumbo al campamento. Corazón de Fuego respiró hondo, resistiéndose a expulsar a Nimbo del territorio del Clan del Trueno de una vez por todas. «Deja que decida por sí mismo». Repitió las palabras de Tormenta de Arena para sus adentros mientras seguía a su aprendiz al campamento. «Después de todo —se dijo desesperado—, Nimbo no está haciendo ningún daño al comer comida para mascotas». Sólo esperaba que ninguno de los otros gatos lo descubriera.

Cuando se acercaba al túnel de aulagas, Corazón de Fuego oyó un repiqueteo de piedrecillas rodando por el barranco. Se detuvo a esperar, deseando que Tormenta de Arena volviera de cazar, pero un cálido aroma en el aire del atardecer le indicó que se trataba de Carbonilla.

La pequeña gata gris saltó torpemente de la última piedra. Llevaba la boca llena de hierbas y cojeaba más de lo normal.

—¿Te encuentras bien? —le preguntó el joven lugarteniente.

Carbonilla dejó su carga en el suelo.

—Estoy bien, de verdad —respondió resollando—. Es sólo que la pata me está dando guerra, y me ha costado más de lo que creía encontrar las hierbas.

—Deberías decírselo a Fauces Amarillas —maulló el lugarteniente—. No querrá que trabajes demasiado.

—¡No! —exclamó Carbonilla negando con la cabeza.

—De acuerdo, de acuerdo —aceptó el joven, sorprendido por la vehemencia de su negativa—. Por lo menos deja que lleve esas hierbas por ti.

Carbonilla le hizo un guiño, agradecida.

—Que el Clan Estelar aleje a todas las pulgas de tu lecho —ronroneó entonces, con ojos centelleantes—. No pretendía contestarte mal, pero es que Fauces Amarillas está muy ocupada. Sauce se ha puesto de parto esta tarde.

Corazón de Fuego sintió una punzada de ansiedad. El último parto que había visto era el de Corriente Plateada.

—¿Se encuentra bien?

Carbonilla miró hacia otro lado.

—No lo sé —musitó—. Me he ofrecido a recolectar hierbas en vez de ayudar. —Una sombra cruzó su cara—. Yo… no quería estar presente…

Corazón de Fuego supuso que ella también estaba pensando en Corriente Plateada.

—Pues entonces, vamos —maulló—. Cuanto antes sepamos cómo está Sauce, antes podremos dejar de preocuparnos. —Y apretó el paso.

—¡Espera! —Carbonilla hizo una mueca, cojeando tras él—. Si me recupero de forma milagrosa, serás el primero en saberlo. Pero, de momento, ¡tendrás que bajar el ritmo!

Al entrar en el campamento, Corazón de Fuego supo al instante que el parto de Sauce había ido de maravilla. Tuerta y Cola Moteada se alejaban de la maternidad con ojos enternecidos, y sus ronroneos eran audibles incluso desde el otro extremo del claro.

Tormenta de Arena corrió a recibirlos con la buena noticia.

—¡Sauce ha tenido dos hembras y un macho! —les anunció.

—¿Y cómo está ella? —preguntó Carbonilla con ansiedad.

—Muy bien —aseguró Tormenta de Arena—. Ya los está amamantando.

Carbonilla empezó a ronronear sonoramente.

—Tengo que ir a verla —maulló, y se dirigió cojeando a la maternidad.

Corazón de Fuego soltó el puñado de hierbas y miró alrededor.

—¿Dónde está Nimbo?

Tormenta de Arena entornó los ojos con malicia.

—Al ver la miserable pieza que había traído, Cebrado lo ha mandado a limpiar los lechos de los veteranos.

—Estupendo —maulló Corazón de Fuego, contento por una vez con la intromisión de Cebrado.

—¿Has hablado con Nimbo? —le preguntó la guerrera con tono mucho más serio.

—Sí. —La felicidad del lugarteniente por la camada de Sauce se evaporó como rocío bajo el sol de mediodía al recordar la indiferencia de su aprendiz.

—¿Y bien? —insistió Tormenta de Arena—. ¿Qué te ha dicho?

—Creo que ni siquiera es consciente de que ha hecho algo malo —maulló desolado.

Para su asombro, Tormenta de Arena no pareció inmutarse.

—Es muy joven —le recordó a Corazón de Fuego—. No te disgustes demasiado. Sigue recordando su primera presa, y también que compartís la misma sangre. —Le dio un suave lametón en la mejilla—. Con un poco de suerte, esa sangre se revelará en Nimbo algún día.

Manto Polvoroso los interrumpió al acercarse; sus ojos relucían con un desdén apenas disimulado.

—Debes de estar muy orgulloso de tu aprendiz, Corazón de Fuego —se mofó—. Cebrado dice que ha cazado la pieza más pequeña del día. —Y añadió—: Resulta obvio que eres un gran mentor.

El joven lugarteniente se estremeció.

—Ahueca el ala, Manto Polvoroso —bufó Tormenta de Arena—. No tienes por qué ser malintencionado. ¿Sabes?, eso no impresiona a nadie.

A Corazón de Fuego le sorprendió ver que Manto Polvoroso retrocedía como si Tormenta de Arena le hubiera asestado un golpe. El guerrero dio media vuelta y se marchó a toda prisa, lanzando una mirada resentida a Corazón de Fuego por encima del hombro.

—Bonito truco —maulló el lugarteniente, impresionado por la ferocidad de Tormenta de Arena—. ¡Tendrás que enseñarme a hacerlo!

—Me temo que contigo no funcionaría. —La guerrera suspiró, mirando arrepentida a Manto Polvoroso. Ellos dos habían compartido aprendizaje, pero su amistad se había resentido desde que ella empezó a intimar con Corazón de Fuego—. No importa. Ya me disculparé más tarde. ¿Por qué no vamos a ver a los nuevos cachorros?

Abrió la marcha hacia la maternidad, de donde estaba saliendo Estrella Azul en esos precisos instantes. El rostro de la vieja líder estaba relajado y sus ojos relucían. Cuando Tormenta de Arena entró, la líder declaró triunfante:

—¡Más guerreros para el Clan del Trueno!

Corazón de Fuego ronroneó.

—Pronto tendremos más guerreros que ningún otro clan.

Los ojos de Estrella Azul se ensombrecieron, y el joven lugarteniente sintió un escalofrío de malestar.

—Ojalá podamos confiar en nuestros nuevos guerreros más que en los antiguos —gruñó la gata sombríamente.

—¿Vienes? —lo llamó Tormenta de Arena desde las cálidas sombras de la maternidad.

Corazón de Fuego se sacudió sus temores sobre Estrella Azul y accedió al interior.

Sauce se hallaba en un lecho tapizado de suave musgo. En la curva que formaba su cuerpo se retorcían tres cachorritos, todavía mojados y ciegos, amasando el vientre de su madre.

Corazón de Fuego percibió una nueva ternura en la expresión de Tormenta de Arena. La guerrera se inclinó hacia delante y aspiró el cálido olor a leche de los cachorros, uno por uno, mientras Sauce los observaba con ojos adormilados pero contentos.

—Son fantásticos —susurró Corazón de Fuego.

Era maravilloso volver a ver cachorros, pero no pudo evitar sentir una dolorosa punzada de pena. Los últimos recién nacidos que había visto eran los de Corriente Plateada, y sus pensamientos volaron de inmediato a Látigo Gris. Se preguntó cómo estaría su viejo amigo… si seguiría llorando la muerte de su amada, o si su nueva vida en el Clan del Río con sus hijos habría ayudado a mitigar su tristeza.

Corazón de Fuego notó que se le erizaba la cola al captar el olor del hijo de Garra de Tigre. Se volvió para ver dónde estaba, tragándose la desconfianza que le subió a la garganta como si fuera bilis. A sus espaldas, Flor Dorada estaba enroscada en su lecho, con los ojos cerrados y con sus pequeños profundamente dormidos a su lado. El atigrado oscuro parecía tan inocente como cualquiera de sus compañeros de maternidad, y Corazón de Fuego sintió una punzada de culpabilidad por el resentimiento que le erizaba el pelo.

Corazón de Fuego se despertó tarde al día siguiente. Pensamientos sobre Látigo Gris atenazaban pesadamente, como nubes de lluvia, su conciencia. Ahora que estaba preocupado por Nimbo, todavía echaba más de menos a su viejo amigo. Le había ayudado hablar con Tormenta de Arena, pero ansiaba saber qué diría Látigo Gris. Permaneció tumbado en su lecho unos momentos antes de tomar una decisión: ese mismo día iría al río para ver si encontraba a su amigo.

Salió de la guarida y se estiró larga y satisfactoriamente. El sol apenas empezaba a asomar por el horizonte, y había una suavidad empolvada en el cielo de primera hora de la mañana. Manto Polvoroso estaba sentado en medio del claro, hablando con Frondina. Corazón de Fuego se preguntó contrariado de qué querría hablar el guerrero marrón con la dulce aprendiza de Cebrado. ¿Estaría envenenando su mente con rumores maliciosos? Pero el pelo de los omóplatos de Manto Polvoroso estaba liso y relajado, y no detectó nada de su habitual arrogancia en su tono, aunque no podía oír qué estaba diciendo. De hecho, el guerrero estaba hablando con Frondina con una voz tan suave como la de una paloma torcaz.

Corazón de Fuego se acercó a los dos. Cuando Manto Polvoroso lo vio aproximarse, su mirada se endureció.

—Manto Polvoroso —saludó Corazón de Fuego—, ¿te encargarás de la patrulla del mediodía?

Los ojos de Frondina centellearon de emoción.

—¿Puedo ir yo también?

—No lo sé —admitió el lugarteniente—. Todavía no he hablado con Cebrado sobre tus progresos.

—Cebrado dice que lo está haciendo bien —maulló Manto Polvoroso.

—Entonces, a lo mejor tú podrías comentárselo. —No quería provocar una respuesta desdeñosa, pero aquélla podía ser una oportunidad de rebajar la hostilidad que Manto Polvoroso solía mostrarle—. Pero llévate también a Ceniciento y a otro guerrero.

—No te preocupes —aseguró el guerrero. Sus ojos se llenaron de una insólita inquietud—. Me aseguraré de que Frondina esté a salvo.

—Eh… muy bien —maulló Corazón de Fuego, alejándose.

No podía creer que hubiera tenido toda una conversación con Manto Polvoroso sin que éste le soltara ni un comentario mordaz.

Una vez fuera del barranco, Corazón de Fuego corrió hacia las Rocas Soleadas. El suelo del bosque estaba tan seco que sus patas levantaban pequeñas nubes de polvo con cada salto. Cuando llegó a los grandes bloques de piedra, advirtió que las plantas que crecían entre las grietas se habían marchitado hasta morir, y, conmocionado, cayó en la cuenta de que sólo habían pasado dos lunas desde las lluvias.

Bordeó el pie de las rocas y se encaminó a las marcas olorosas que delimitaban el territorio del Clan del Río. Allí, el bosque se tornaba menos denso y descendía hasta el río. El aire estaba lleno de trinos de pájaros y el susurro de las hojas agitadas por el viento, y al fondo percibió también el sonido continuo del agua. Se detuvo a olfatear el aire. No había ni rastro de Látigo Gris. Si quería ver a su amigo, tendría que aventurarse en las tierras del clan vecino. Llevado por la determinación, se sentía más dispuesto de lo normal a correr el riesgo. La patrulla del alba del Clan del Río estaría haciendo su ronda, pero, con un poco de suerte, estaría vigilando las otras fronteras.

Corazón de Fuego cruzó cautelosamente la línea olorosa y avanzó entre los helechos hasta el borde del agua, sintiéndose expuesto y vulnerable. Seguía sin haber rastro de Látigo Gris. ¿Se atrevería a atravesar el río y probar suerte internándose más en el territorio enemigo? Sería bastante fácil: ahora había poca agua, así que podría vadear la mayor parte del camino, aparte del profundo canal central, donde la corriente era lo bastante lenta para que se pudiera cruzar a nado sin dificultad. Después de todo, él se había acostumbrado al agua más que la mayoría de los gatos del Clan del Trueno durante las terribles inundaciones de la estación de la hoja nueva.

Un olor inesperado le llegó a la boca entreabierta e hizo que se quedara de piedra por la sorpresa. ¡Era el hedor del Clan de la Sombra! ¿Qué estaban haciendo los gatos del clan enemigo tan lejos de su hogar? Entre sus tierras y el río se extendía todo el territorio del Clan del Trueno.

Alarmado, Corazón de Fuego retrocedió hasta los helechos. Inhaló más profundamente, intentando determinar de dónde procedía el olor. Con una sensación de asco, reconoció algo más que el olor del Clan de la Sombra. Tenía una nota rancia de enfermedad que él había olido recientemente, y provenía de algún punto río arriba.

Empezó a avanzar sigilosamente entre los helechos, y las puntas resecas de las plantas susurraban contra su pelaje. Corazón de Fuego vio el tronco nudoso de un viejo roble delante de él, justo dentro de la frontera del Clan del Trueno. Las retorcidas raíces del árbol sobresalían del suelo, y la tierra en que habían estado enterradas estaba erosionada por el viento y la lluvia. Ahora había un espacio debajo del roble, una pequeña cueva con raíces por muros. Corazón de Fuego olfateó de nuevo. El olor salía definitivamente de allí, y estaba teñido con la inconfundible pestilencia de la enfermedad.

El miedo y el deseo de proteger a su clan lo impulsaron a desenvainar instintivamente las uñas. Fuera cual fuese la asquerosidad que había en aquella cueva, había que sacarla del territorio del Clan del Trueno. Tragándose la bilis que le subía por la garganta, Corazón de Fuego salió corriendo de los helechos. Arqueando el lomo, se plantó amenazadoramente ante la boca de la cueva, listo para luchar. Pero sólo le respondió un silencio cargado, roto por respiraciones superficiales y ásperas.

Se quedó mirando la penumbra con el pelo erizado. Cuando sus ojos se acostumbraron a la escasa luz, parpadeó sorprendido. La última vez que había visto a aquellos gatos, estaban desapareciendo debajo del Sendero Atronador, de vuelta a su territorio. Se trataba de los dos guerreros del Clan de la Sombra que habían pedido ayuda al Clan del Trueno: Cirro y Cuello Blanco.

—¿Por qué habéis vuelto? —bufó Corazón de Fuego—. ¡Marchaos a casa antes de que contagiéis a todos los clanes del bosque!

Enseñó los colmillos, pero entonces una voz familiar sonó detrás de él.

—¡Corazón de Fuego, detente! ¡Déjalos en paz!