Cálidos rayos de sol atravesaban el dosel de hojas y centelleaban sobre Corazón de Fuego. Éste se agazapó aún más, consciente de que su pelo reluciría como el ámbar entre el exuberante y verde sotobosque.
Paso a paso, se arrastró con sigilo bajo un helecho. Captó el olor de una tórtola. Avanzó despacio hacia ese aroma que le hacía la boca agua, hasta que pudo ver a la rolliza ave picoteando entre los helechos.
Flexionó las garras, con un hormigueo de expectación en las patas. Tenía hambre tras encabezar la patrulla del alba y cazar durante toda la mañana. Se encontraban en la mejor estación para la caza, una temporada en que el clan engordaba con la generosidad del bosque. Y, aunque había llovido poco desde las inundaciones de la estación de la hoja nueva, el monte estaba repleto de comida.
De repente, un nuevo olor flotó hasta él en la seca brisa. Corazón de Fuego abrió la boca, ladeando la cabeza. La tórtola también debía de haberlo captado, pues levantó la cabeza de golpe y empezó a desplegar las alas, pero era demasiado tarde. Un relámpago de pelo blanco surgió de debajo de unas zarzas. El guerrero se quedó mirando sorprendido cómo el gato atacaba a la aturdida ave, inmovilizándola contra el suelo con las patas delanteras antes de acabar con su vida con un rápido mordisco en el cuello.
El delicioso aroma a carne fresca llenó las fosas nasales de Corazón de Fuego, que se irguió y salió de la maleza en dirección al peludo gato blanco.
—Buena caza, Nimbo —maulló—. No te he visto llegar hasta que era demasiado tarde.
—Y este pájaro tan estúpido tampoco —alardeó Nimbo, sacudiendo la cola con suficiencia.
El joven lugarteniente sintió cómo se le tensaban los omóplatos. Nimbo era su aprendiz, además del hijo de su hermana Princesa. Era responsabilidad de Corazón de Fuego enseñarle las habilidades de un guerrero de clan y a respetar el código guerrero. Resultaba innegable que el joven era un buen cazador, pero Corazón de Fuego deseaba que aprendiera algo de humildad. En su fuero interno, a veces se preguntaba si Nimbo llegaría a comprender algún día la importancia del código guerrero, la tradición de lealtad y rituales —con lunas de antigüedad— que se habían transmitido durante generaciones entre los gatos del bosque.
Pero Nimbo había nacido en la casa de Dos Patas donde vivía su madre, una gata doméstica, y Corazón de Fuego lo había llevado al Clan del Trueno cuando no era más que un cachorrito. El lugarteniente sabía, por su propia y amarga experiencia, que los gatos de clan no sentían respeto por los mininos caseros. Él mismo había pasado sus seis primeros meses de vida con los Dos Patas, y en su clan había gatos que jamás le dejarían olvidar que no había nacido en el bosque. Agitó las orejas con impaciencia. Él hacía todo lo posible para demostrar su lealtad al clan, pero su tozudo aprendiz era harina de otro costal. Si Nimbo deseaba despertar cierta simpatía entre sus compañeros de clan, tendría que perder parte de su arrogancia.
—Pero tienes suerte de ser tan rápido —señaló Corazón de Fuego—. Estabas contra el viento. He podido olerte, aunque no te viera. Y tu presa también.
Nimbo erizó el pelo y espetó:
—¡Ya sé que estaba con el viento en contra! Pero sabía que esa paloma tan tonta no iba a ser difícil de atrapar, tanto si me olía como si no.
El aprendiz se quedó mirándolo con ojos desafiantes, y el joven mentor sintió cómo su irritación se transformaba en ira.
—¡Es una tórtola, no una paloma! —bufó—. Y un verdadero guerrero muestra más respeto por las presas que alimentan a su clan.
—¡Sí, claro! No vi que Espino mostrara mucho respeto por la ardilla que llevó ayer al campamento. Dijo que era tan boba que hasta un cachorro podría haberla atrapado.
—Espino no es más que un aprendiz —gruñó Corazón de Fuego—. Al igual que tú, todavía tiene mucho que aprender.
—Bueno, la he cazado, ¿no? —rezongó Nimbo, empujando la tórtola con una pata, malhumorado.
—Ser guerrero supone mucho más que cazar tórtolas.
—Yo soy más fuerte que Centellina y más rápido que Espino —soltó Nimbo—. ¿Qué más quieres?
—¡Tus compañeros aprendices saben que un guerrero nunca ataca teniendo el viento en contra! —Corazón de Fuego sabía que no debía enzarzarse en una discusión, pero la obstinación de su aprendiz lo sacaba de quicio, como una garrapata en la oreja.
—Vaya cosa. Puede que tú estuvieras con el viento a favor, como un buen guerrero, pero ¡yo he sido el que ha atrapado a la tórtola! —Nimbo alzó la voz hasta un aullido rabioso.
—Cállate —siseó Corazón de Fuego, repentinamente distraído.
Levantó la cabeza y olfateó el aire. El bosque parecía extrañamente silencioso, y los estridentes maullidos de Nimbo resonaban demasiado entre los árboles.
—¿Qué ocurre? —Nimbo miró alrededor—. Yo no huelo nada.
—Yo tampoco —admitió Corazón de Fuego.
—Entonces, ¿qué te preocupa?
—Garra de Tigre —respondió sin rodeos.
El guerrero oscuro había estado merodeando por sus sueños desde que Estrella Azul lo había expulsado del clan, hacía un cuarto de luna. Garra de Tigre había intentado asesinar a la líder del clan, pero Corazón de Fuego lo detuvo y desveló su traición —oculta durante mucho tiempo— a todo el clan. Desde entonces no había habido ni rastro de Garra de Tigre, pero Corazón de Fuego sintió heladas garras de miedo en el corazón ante la quietud del bosque. Éste también parecía estar aguzando el oído, conteniendo la respiración, y en la mente del joven lugarteniente se repitieron las palabras de despedida de Garra de Tigre: «Mantén los ojos bien abiertos, Corazón de Fuego. Mantén los oídos alerta. Mira continuamente a tus espaldas. Porque un día te encontraré y te dejaré convertido en carroña».
El maullido de Nimbo quebró el silencio.
—¿Qué iba a estar haciendo por aquí Garra de Tigre? —preguntó burlón—. ¡Estrella Azul lo desterró!
—Sí. Y solamente el Clan Estelar sabe adónde ha ido. Pero ¡Garra de Tigre dejó claro que volveríamos a saber de él!
—A mí no me da miedo ese traidor.
—Bueno, ¡pues debería! —bufó Corazón de Fuego—. Garra de Tigre conoce estos bosques tan bien como cualquier otro gato del clan. Te despedazaría si tuviera la ocasión.
Nimbo soltó un resoplido y dio vueltas alrededor de su presa, impaciente.
—No eres muy divertido desde que Estrella Azul te nombró lugarteniente. No pienso quedarme aquí si piensas malgastar la mañana intentando asustarme con cuentos para cachorros. Se supone que tengo que cazar para los veteranos del clan. —Y salió disparado hacia las zarzas, dejando a la tórtola sin vida tirada en el suelo.
—¡Nimbo, vuelve aquí! —chilló Corazón de Fuego, furibundo. Después movió la cabeza—. Que Garra de Tigre se encargue de ese idiota con cerebro de ratón —masculló para sí.
Sacudiendo la cola, recogió la tórtola y se preguntó si tenía que llevarla al campamento por Nimbo. «Un guerrero debería ser responsable de sus propias piezas de caza», concluyó, y lanzó el ave a una espesa mata de hierba. Luego pisoteó las briznas para que cubrieran la rolliza presa; deseó estar seguro de que Nimbo regresaría por ella para llevarla con el resto de sus capturas a los hambrientos veteranos. «Si no la lleva a casa consigo, no probará bocado hasta que lo haga. Y que pase hambre», decidió. Su aprendiz tenía que aprender que jamás debían malgastarse las presas, ni siquiera en la estación de la hoja verde.
El sol se elevó más, abrasando la tierra y absorbiendo la humedad de la vegetación. Corazón de Fuego aguzó las orejas. El bosque seguía inquietantemente silencioso, como si sus criaturas se mantuvieran ocultas hasta que las sombras del atardecer proporcionaran alivio tras otro día de calor implacable. A Corazón de Fuego lo ponía nervioso esa quietud, y sintió un retortijón de duda en el estómago. Después de todo, tal vez debería ir en busca de Nimbo.
«¡Has intentado advertirle sobre Garra de Tigre!». Corazón de Fuego casi podía oír la familiar voz de su mejor amigo, Látigo Gris, resonando en su cabeza, y se estremeció al sentirse embargado por recuerdos agridulces. Ésa era exactamente la clase de cosa que le diría en ese momento el antiguo guerrero del Clan del Trueno. Los dos habían entrenado juntos y luchado codo con codo hasta que el amor y la tragedia los separaron. Látigo Gris se enamoró de una gata de otro clan, Corriente Plateada, y si ésta no hubiera muerto al dar a luz, a lo mejor Látigo Gris se habría quedado con el Clan del Trueno. Corazón de Fuego rememoró de nuevo a Látigo Gris cargando con sus cachorros hasta el territorio del Clan del Río para que se unieran al clan de su difunta madre. Hundió los omóplatos. Añoraba la compañía de su viejo amigo y seguía hablando con él en silencio casi todos los días. Conocía tan bien a Látigo Gris que era fácil imaginar qué le respondería.
Alejó esos recuerdos con una sacudida de las orejas. Era hora de regresar al campamento. Ahora era el lugarteniente del clan, y había que organizar partidas de caza y patrullas. Nimbo tendría que arreglárselas solo.
El suelo estaba seco bajo sus patas mientras corría a través del bosque hacia lo alto del barranco, donde se hallaba el campamento. Se detuvo un instante, disfrutando de la corriente de orgullo y afecto que sentía siempre al acercarse a su hogar. Aunque había pasado su infancia en una casa de Dos Patas, desde la primera vez que se aventuró en el bosque supo que aquél era el lugar al que pertenecía de verdad.
A sus pies, el campamento del Clan del Trueno se hallaba bien oculto por densos zarzales. Tras descender a saltos la pronunciada pendiente, Corazón de Fuego siguió el pisoteado sendero hasta el túnel de aulagas que conducía al campamento.
La reina Sauce estaba tumbada ante la entrada de la maternidad, calentando su hinchado vientre al sol matinal. Hasta hacía poco compartía la guarida de los guerreros. Ahora vivía en la maternidad con las demás reinas, mientras esperaba a que naciera su primera camada.
A su lado, Pecas contemplaba amorosamente a sus dos cachorros, que se peleaban sobre la dura tierra levantando pequeñas nubes de polvo. Habían sido los compañeros de camada adoptivos de Nimbo. Cuando Corazón de Fuego llevó al primogénito de su hermana al clan, Pecas aceptó amamantar a aquella desvalida criaturita. Nimbo se había convertido en aprendiz hacía poco, y no pasaría mucho tiempo antes de que los hijos de Pecas estuvieran listos para abandonar también la maternidad.
Un murmullo de voces atrajo la atención de Corazón de Fuego hacia la Peña Alta, que se alzaba en el claro. Había un grupo de guerreros reunidos bajo las sombras de la roca desde la que Estrella Azul, la líder, solía dirigirse a los miembros del clan. Corazón de Fuego reconoció el pelaje atigrado de Cebrado, la ágil silueta de Viento Veloz y la cabeza nevada de Tormenta Blanca entre ellos.
Mientras avanzaba silenciosamente sobre la tierra caliente, Corazón de Fuego oyó el quejoso maullido de Cebrado por encima de las demás voces:
—Entonces, ¿quién va a encabezar la patrulla de mediodía?
—Corazón de Fuego lo decidirá cuando regrese de cazar —respondió Tormenta Blanca con calma. Era obvio que el experimentado guerrero se negaba a dejarse provocar por el tono hostil de Cebrado.
—Ya debería estar de vuelta —protestó Manto Polvoroso, un atigrado marrón que había sido aprendiz al mismo tiempo que Corazón de Fuego.
—Ya estoy de vuelta —anunció el joven lugarteniente, y se abrió paso entre los guerreros para sentarse junto a Tormenta Blanca.
—Bien, ahora que estás aquí, ¿vas a decirnos quién ha de dirigir la patrulla de mediodía? —maulló Cebrado, mirándolo con frialdad.
Corazón de Fuego sintió calor bajo la piel, a pesar de la sombra que proporcionaba la Peña Alta. Cebrado había sido más amigo de Garra de Tigre que de ningún otro gato, y el joven lugarteniente no pudo evitar preguntarse por la profundidad de la lealtad del atigrado, aunque éste había escogido quedarse cuando su antiguo compinche fue desterrado.
—Rabo Largo dirigirá la patrulla —respondió.
Lentamente, Cebrado desplazó la mirada de Corazón de Fuego a Tormenta Blanca, agitando los bigotes y con ojos destellantes de desprecio. El lugarteniente tragó saliva, nervioso, preguntándose si habría dicho una tontería.
—Rabo Largo está fuera con su aprendiz —explicó Viento Veloz, incómodo—. Él y Zarpa Rauda no regresarán hasta el anochecer, ¿recuerdas?
A su lado, Manto Polvoroso resopló desdeñosamente.
Corazón de Fuego apretó los dientes. «¡Debería haberlo sabido!», se dijo.
—Pues entonces, Viento Veloz, puedes llevarte a Fronde Dorado y Manto Polvoroso contigo.
—Fronde Dorado no podrá seguir nuestro ritmo —replicó Manto Polvoroso—. Todavía cojea por la batalla contra los gatos proscritos.
—De acuerdo. —Corazón de Fuego procuró ocultar su creciente nerviosismo, pero no pudo evitar sentir que estaba diciendo nombres al azar—. Fronde Dorado puede ir a cazar con Musaraña, y… y…
—A mí me gustaría ir a cazar con ellos —se ofreció Tormenta de Arena.
Corazón de Fuego lanzó un guiño de agradecimiento a la gata melada y continuó:
—… y Tormenta de Arena.
—¿Y qué hay de la patrulla? ¡Si no nos decidimos pronto, pasará de mediodía! —exclamó Cebrado.
—Tú puedes unirte a Viento Veloz con la patrulla —le espetó Corazón de Fuego.
—¿Y la del atardecer? —preguntó Musaraña con delicadeza.
Corazón de Fuego se quedó mirando a la gata marrón oscuro, con la mente en blanco.
La voz ronca de Tormenta Blanca sonó junto a él.
—A mí me apetecería dirigirla —maulló—. ¿Crees que a Rabo Largo y Zarpa Rauda les gustaría acompañarme cuando regresen?
—Sí, por supuesto. —Corazón de Fuego miró el círculo de ojos que lo rodeaban y se sintió aliviado al ver que todos parecían satisfechos.
Los gatos se marcharon, dejando al lugarteniente solo con Tormenta Blanca.
—Gracias —maulló el joven, inclinando la cabeza ante el experimentado guerrero—. Supongo que debería haber planeado antes las patrullas.
—Cada vez te será más fácil —le aseguró Tormenta Blanca—. Todos nos habíamos acostumbrado a que Garra de Tigre nos dijera exactamente qué teníamos que hacer.
Corazón de Fuego apartó la vista, acongojado.
—También es lógico que todos estén más tensos de lo habitual —prosiguió el guerrero blanco—. La traición de Garra de Tigre ha impresionado a todos los miembros del clan.
Corazón de Fuego miró a Tormenta Blanca y comprendió que éste intentaba darle ánimos. Resultaba muy fácil olvidar que las acciones de Garra de Tigre habían supuesto una tremenda conmoción para el resto del clan. Él sabía desde hacía mucho tiempo que la ambición de poder había empujado a Garra de Tigre al asesinato y la mentira. Sin embargo, a los demás gatos les había costado creer que el intrépido guerrero se hubiera vuelto en contra de su propio clan. Las palabras de Tormenta Blanca le recordaron a Corazón de Fuego que, aunque él no poseyera todavía la autoridad y la seguridad de Garra de Tigre, jamás traicionaría a su clan, como había hecho el anterior lugarteniente.
La voz de Tormenta Blanca interrumpió sus pensamientos:
—Debo ir a ver a Pecas. Me ha dicho que quería hablar conmigo sobre algo.
Inclinó la cabeza. El respetuoso gesto del guerrero pilló por sorpresa a Corazón de Fuego, que se lo devolvió con torpeza.
Mientras veía marcharse a Tormenta Blanca, al joven lugarteniente le rugió el estómago de hambre, y pensó en la sabrosa tórtola que Nimbo había cazado. Centellina, la aprendiza blanca y canela de Tormenta Blanca, estaba delante de la guarida de los aprendices, y Corazón de Fuego se preguntó si habría llevado algo de comer a los veteranos. Se acercó al viejo tocón de árbol, donde la gata estaba lavándose la cola. Ella levantó la cabeza y saludó:
—Hola, Corazón de Fuego.
—Hola, Centellina. ¿Has estado cazando?
—Sí —respondió con ojos relucientes—. Es la primera vez que Tormenta Blanca me deja salir sola.
—¿Has conseguido muchas piezas?
Centellina se miró las patas con timidez.
—Dos gorriones y una ardilla.
—Bien hecho —ronroneó Corazón de Fuego—. Seguro que tu mentor está muy satisfecho.
La aprendiza asintió.
—¿Lo has llevado todo directamente a los veteranos?
—Sí. —Los ojos de Centellina se ensombrecieron de preocupación—. ¿He hecho bien? —maulló con inquietud.
—Estupendamente —la tranquilizó él.
Ojalá su aprendiz fuera tan digno de confianza. Nimbo ya debería haber regresado. Los veteranos necesitarían algo más que dos gorriones y una ardilla para llenarse el estómago. Decidió hacerles una visita para asegurarse de que no estaban sufriendo demasiado el calor de la estación de la hoja verde. Al acercarse al roble caído donde los veteranos tenían su guarida, oyó sus voces detrás de las ramas peladas.
—Los cachorros de Sauce nacerán pronto. —Ésa era Cola Pintada. Era la mayor de las reinas de la maternidad, y su único hijo estaba débil y raquítico después de haber pasado la gripe.
—Los nuevos cachorros siempre son un buen augurio —ronroneó Tuerta.
—El Clan Estelar sabe que nos vendría muy bien un buen augurio —masculló Orejitas sombríamente.
—No seguirás preocupado por el ritual, ¿verdad? —preguntó Centón con voz cascada. Corazón de Fuego se imaginó al viejo gato blanco y negro agitando las orejas con impaciencia en dirección a Orejitas.
—¿El qué? —maulló Tuerta.
—La ceremonia de nombramiento del nuevo lugarteniente del clan —explicó Centón—. Ya sabes, cuando se marchó Garra de Tigre, hace un cuarto de luna.
—Son mis oídos lo que no funciona como antes, ¡no mi cerebro! —espetó Tuerta. Continuó hablando y los demás la escucharon en silencio, pues la anciana era respetada por su sabiduría, a pesar de su mal genio—. No creo que el Clan Estelar nos castigue sólo porque Estrella Azul no nombró al nuevo lugarteniente antes de que la luna llegara a lo más alto. Las circunstancias eran de lo más inusuales.
—Pero ¡eso sólo empeora las cosas! —se alteró la vieja Cola Moteada—. ¿Qué pensará el Clan Estelar de un clan cuyo lugarteniente se vuelve contra él y cuyo nuevo lugarteniente se nombra cuando la luna ya no está en lo más alto? Es como si no pudiéramos conservar la lealtad de nuestros miembros ni llevar a cabo las ceremonias rituales.
Corazón de Fuego sintió un escalofrío por la columna vertebral. Cuando Estrella Azul se enteró de la traición de Garra de Tigre y lo expulsó del clan, estaba demasiado perturbada para seguir correctamente el ritual de nombramiento. Corazón de Fuego no se convirtió en sucesor de Garra de Tigre hasta el día siguiente, y, para muchos gatos, eso suponía un mal presagio.
—El nombramiento de Corazón de Fuego rompió con el ritual del clan por primera vez desde que yo recuerdo —maulló Orejitas con tono grave—. Detesto decir esto, pero no puedo evitar sentir que, mientras él sea lugarteniente, el clan vivirá una época oscura.
Centón mostró su conformidad con un maullido, y Corazón de Fuego notó cómo se le aceleraba el pulso mientras esperaba que Tuerta tranquilizara los ánimos con sus sabias palabras. Pero, por una vez, la anciana gata guardó silencio. Por encima de Corazón de Fuego, el abrasador sol seguía brillando en un cielo despejado y azul, y aun así sintió que se le helaba la sangre.
Se alejó de la guarida de los veteranos, incapaz de presentarse ante ellos en esos momentos, y se paseó con inquietud por el borde del claro. Al acercarse a la maternidad, iba mirando al suelo, absorto en sus pensamientos. Un movimiento repentino en la entrada de la maternidad le hizo alzar la vista. Se quedó de piedra, y el corazón empezó a martillearle al reconocer los relucientes ojos ámbar de Garra de Tigre clavados en él. Horrorizado por esa conocida mirada, parpadeó alarmado. Luego se dio cuenta de que no estaba viendo al feroz guerrero, sino a Pequeño Zarzo… el hijo de Garra de Tigre.