Cómo se crea una escena
No me refiero a la mejor manera de insultar a tu invitado durante una cena. Me refiero al momento especial en que un brote creativo parece emanar de una red social, como un grupo de galerías de arte, un vecindario o un bar convertido en club de música. Muchas veces me he preguntado qué hace que tal florecimiento ocurra en un tiempo y sitio dados, en lugar de en cualquier otro momento y lugar.
El bar y club musical CBGB, situado en el Bowery de Nueva York, fue uno de estos lugares. A lo largo de los años la gente me ha preguntado si sentía que estaba ocurriendo algo especial en la segunda mitad de la década de 1970. No. Para mí, ahora hay por lo menos tanta creatividad musical en la ciudad como la había entonces; solo que ya no está centrada en un bar o barrio en particular. Recuerdo estar en la barra del CBGB viendo actuaciones de grupos, y claro que a veces pensaba «Uau, esta banda es buenísima», pero muchas otras pensaba: «Qué mierda de grupo; qué lástima que sean tan buena gente». Cuando ahora salgo a escuchar música, pasa exactamente lo mismo: a veces me quedo pasmado, otras ha sido una pérdida de tiempo.
En aquella época, mis compañeros de grupo y yo ensayábamos en el loft que teníamos cerca de allí y luego actuábamos en el CBGB, tan a menudo como era factible. Pero era simplemente lo que hacíamos; no nos parecía especial. Nos sentíamos como un grupo de artistas corriente, luchando por sobrevivir, tal como ha sido siempre. Muchos de nuestros días (e incluso noches) eran rutinarios, aburridos. No era como una película en la que todo el mundo va de un momento de inspiración a otro y de un lugar electrizante al siguiente y protagoniza una revolución de forma consciente. Además, el CBGB era un tugurio en una parte de la ciudad más bien olvidada, un factor que quizá subestimé.
Yo no era consciente de ninguna revolución en ciernes, si podía llegar a llamarse así. Pero sabía que yo y muchos otros rechazábamos gran parte de la música que nos precedía, y que esta sensación era general en aquellos tiempos. Pero ¿y qué? Cada uno lo hacía a su propia manera, rechazando cosas y evolucionando. Es solo una parte de descubrir quién eres; no es nada especial.
Tal como yo lo recuerdo, el CBGB empezó a despegar en 1974, cuando Tom Verlaine y varios más convencieron al dueño Hilly Kristal de que los dejara tocar por la taquilla en lo que entonces era un bar de moteros en el Bowery. «Tocar por la taquilla» significaba que el bar cobraba una pequeña entrada, que era para el grupo, y Hilly se quedaba todo el dinero que la nueva clientela se gastaba en cerveza. Era un trato equitativo. Ambas partes salían beneficiadas; en aquella época el bar no tenía demasiados clientes, así que en realidad Hilly no tenía mucho que perder. En el resto de este capítulo comentaré cómo la sala y su forma de funcionar contribuyen tanto a la creación de una escena musical como la creatividad de los músicos, así que hay que atribuirles un gran mérito a Hilly y Tom, pues con su simple acuerdo entreabrieron un poco la puerta que hizo surgir una escena.
Cuando, allá por 1974, mis amigos y yo nos afincamos en la ciudad de Nueva York, empecé durmiendo en el suelo del loft de un pintor que vivía a una manzana del CBGB. Patti Smith y la banda de Tom, Television, justo empezaban a tocar allí, y mis amigos y yo pensamos que tal vez, con suerte, nuestro proyecto, que estaba a punto de convertirse en Talking Heads, podría también tocar en aquel lugar. Tal perspectiva nos espoleó a todos. Nos pusimos a ensayar en serio. Yo ya escribía canciones a ratos perdidos, y creo (a pesar de la pregunta que me hacía en el anterior capítulo sobre si un artista se plantearía siquiera crear sin tener una salida) que habría hecho lo mismo con o sin el CBGB al otro lado de la calle. Pero saber que había una posible sala para mis canciones concentró mis energías y me puse a componer más y más, y poco después la banda que luego sería Talking Heads empezó a ensayarlas.
El CBGB era, desde un punto de vista estructural, un sistema perfecto, que se activaba y organizaba solo. Era un sistema biológico, de alguna forma; un arrecife de coral, un sistema de raíces, una colonia de termitas, un rizoma, una red neuronal. Una entidad incipiente, regida por unas pocas normas simples que Hilly estableció al principio, unas normas que hicieron posible que la escena emergiera y, después, fluyera y floreciera con vida propia. En aquel tiempo yo no lo sabía, por supuesto; no es que hubiera un programa de normas o un folleto con reglas colgado en algún lado.
Más tarde me di cuenta de que a veces puedes predecir si una situación dada se convertirá en una escena vibrante. Tal como ya he dicho, no depende completamente de la inspiración y la creatividad de los individuos que se juntan en un lugar. Una confluencia de factores externos ayudan a estimular que florezca el talento latente de una comunidad. En el resto de este capítulo esclareceré varios de esos factores. Tal vez no sea concluyente, pero es un comienzo.
Suena más o menos obvio, pero vale la pena decirlo, porque no todos los espacios funcionan para cualquier tipo de música. Tal como he explicado en el primer capítulo, el sitio donde se escucha la música puede determinar la clase de música creada por los artistas que actúan allí. Puede resultar decepcionante reconocer que unos simples ladrillos y mortero pueden determinar lo que mana de un espíritu creador, pero esta realidad no resta nada al talento o la habilidad del compositor o del intérprete. Uno espera que sus canciones y actuaciones sean absolutamente sinceras, apasionadas y auténticas, pero lo cierto es que dirigimos nuestro anhelo creativo, a veces inconscientemente, a encontrar lo más apropiado para una situación dada. La mera existencia del CBGB facilitó la creación de grupos y de canciones que nos conmovieron el alma y el corazón. Tenía el tamaño adecuado, la forma adecuada y estaba en el lugar adecuado.
Era bastante íntimo, pero no silencioso. Había siempre cháchara en el bar y música en la máquina de discos, así que no tenía el aura de un auditorio de música clásica o una atmósfera como la del Bottom Line, a pocas calles de allí, donde la gente se sentía obligada a no hacer ruido y escuchar. La sala, su ámbito físico y social, imponía a los intérpretes y a su espectáculo unos medios técnicos limitados. No había espacio para instalaciones elaboradas o creaciones de alta tecnología, y quien se encontraba «entre bastidores», a punto de salir a escena, estaba a la vista de todos. Esto significaba que a nadie se le ocurría escenificar un espectáculo teatral que requiriera iluminación o decorados elaborados; ese tipo de cosas no eran físicamente posibles en aquel lugar. Siempre me han gustado las restricciones creativas, y allí, felizmente, había muchas.
Un show con medios sumamente modestos dejaba aún mucho espacio para gestos, vestuario y sonido. «Teatro pobre», lo llamaba el innovador teatral polaco Jerzy Grotowski, que escribió que el teatro tiene que ver con «desechar las máscaras, poner al descubierto la sustancia real: una totalidad de reacciones físicas y mentales». Escribió también: «Ahí está la función terapéutica del teatro para la gente de la civilización de nuestro tiempo. Es cierto que el actor cumple esta función, pero solo lo puede hacer mediante un encuentro con el espectador»[1].
Basándome en el razonamiento de Grotowski, yo argüiría que, en aquella época, parte del teatro más innovador y emocionante de Estados Unidos no se hacía en teatros propiamente dichos, sino en el escenario de aquel cochambroso club del Bowery y en otros clubs que lo imitaron en los siguientes años. En la misma época surgieron varios innovadores grupos de teatro en el downtown neoyorquino —el Wooster Group y Mabou Mines me vienen a la cabeza— y eran similarmente directos, inmediatos y reales, a pesar de no ser en absoluto realistas. Pero en el CBGB estaba emergiendo un nuevo teatro, desnudo y beligerante. Y podías bailar con él, por así decirlo.
También esto suena obvio, pero es importante. Hilly estaba abierto a la música original, y mucho de lo que allí ocurrió partía de esa actitud. Había muy pocas salidas para bandas y músicos que no tuvieran ya contrato discográfico (y el apoyo financiero y promocional que solía acompañarlo) o que no quisieran hacer versiones de canciones de otros. En Bleecker Street había algunos clubs de música folk, pero no parecían demasiado interesados en el rock como forma musical seria (por «seria» no quiero decir complicada o de virtuosos). En algunos lofts y apartamentos cercanos había clubs de jazz, pero tampoco estos servían como sala para una banda de rock. Para la mayoría de los dueños de clubs debía de ser inconcebible que una persona cuerda tuviera interés en escuchar una banda a la que no había oído nunca en la radio ni en ningún otro lugar.
Así pues, cuando Hilly y unos pocos más dieron el primer paso y dejaron que las bandas tocaran material propio para pequeños grupos de amigos y de bebedores de cerveza, supuso algo importantísimo. Cuando Talking Heads grabó su primer disco y empezamos a tocar fuera de Nueva York, esa red de dueños de club con mente abierta no existía. A resultas de ello tocábamos en cualquier sala, por absurda que resultara, donde nos dejaran tocar material propio; como el centro estudiantil de una universidad donde alguien pensó que el equipo estéreo de su casa serviría para amplificar nuestra música; o una pizzería de Pittsburgh, o la fiesta de cumpleaños de un chaval en Nueva Jersey. Sin embargo, en pocos años se creó espontáneamente una red de pequeños clubs, y bandas como la nuestra pudieron enlazar sitios y tocar por toda Norteamérica y Europa. Pero eso llegó después.
El hecho de que viera la luz un foro en el cual cualquier artista que tuviera una banda y algunas canciones podía transmitir sus ideas, su furia y su locura no hizo solo fluir el agua, sino que contribuyó a que hubiera agua.
En el CBGB no había demasiada camaradería entre bandas. No es que hubiera antagonismo, pero todo el mundo velaba por su territorio creativo, y alineándose con otros se corría el riesgo de diluirse. Sin embargo, Hilly dejaba entrar gratis a muchos músicos que ya habían actuado allí, así que el CBGB pronto se convirtió en un garito de gente asidua. Ninguno de nosotros se quejó nunca de que otros músicos no pagaran por vernos, pues tampoco nosotros pagábamos por verlos a ellos. Había siempre miembros de bandas locales apoyados en la barra con una cerveza en la mano, un precedente de lo que algunos dueños de clubs y restaurantes harían años después, obsequiando con bebida gratis a modelos para que deambularan por los bares del downtown, y atraer así a más clientela (sobre todo masculina). En el CBGB, esto se hacía de una forma más natural, menos calculada y cínica. Tal vez no prestaran demasiada atención, pero por lo menos hacían bulto, así que incluso una banda sin seguidores tenía a alguien escuchándolos. Más o menos.
Una escena de éxito presenta una alternativa. Algunos de nosotros acabamos pensando que no nos íbamos a sentir cómodos en ningún otro lugar, y que probablemente la música de otros sitios sería horrible. El garito de asiduos es, entonces, el lugar donde los marginados comparten sus sentimientos misantrópicos acerca de la cultura musical predominante.
Esto no significaba que todos reaccionáramos de la misma manera a ese desapego. Si te creías lo que decía la prensa, la escena del CBGB se componía de un puñado de bandas y nada más; pero no era cierto. A pesar de estar agrupadas bajo el epíteto de punk rock, allí tocaban todo tipo de bandas. Había bandas de rock progresivo, grupos de jazz fusión, bandas de improvisación y cantantes folk que parecían haberse extraviado de camino a Bleecker Street. Los Mumps hacían power pop, y hasta se podría decir que los Shirts fueron los precursores del musical Rent. Estábamos todos en contra de los dinosaurios del rock que en aquellos tiempos poblaban la tierra, y expresábamos ese antagonismo de diferentes maneras, pero en el CBGB teníamos un lugar en el que lamentarnos y conspirar en una nueva dirección.
Los grupos glam que ya existían —New York Dolls, Bowie, Lou Reed y varios más— estaban bien considerados por ser provocadores, pero casi todo lo asociado de alguna manera con lo establecido parecía totalmente irrelevante. La radio estaba dominada por los Eagles y el «sonido California», las hair bands, o las que hacían música disco, que parecían habitar otro universo. Nos gustaban muchas cosas de música disco, pero la actitud rockera dominante era que la música dance era un producto «manufacturado» y por tanto no era auténtica o sincera.
Los máximos ideales de actuación en directo de aquella época nos parecían irrelevantes también. El rock de estadio y los megagrupos de rhythm and blues eran legendarios por sus elaborados shows: grandiosos espectáculos con pirotecnia y naves espaciales. Tales shows estaban a años luz de cualquier conexión con nuestra realidad. Eran una huida, una fantasía, y enormemente espectaculares, pero no tenían relación de ningún tipo con nuestra sensación de juventud, energía y frustración. Esos artistas, aun teniendo algunas canciones buenas, no nos hablaban a nosotros ni nos representaban. Si queríamos escuchar música que nos hablara directamente, estaba claro que tendríamos que hacerla nosotros mismos. Si no le gustaba a nadie, bien, que así fuera, pero al menos tendríamos algunas canciones que significaran algo para nosotros.
Mientras tanto, en el mundo artístico del SoHo, a pocas manzanas al oeste del Bowery, predominaban los polos gemelos del arte conceptual y el minimalismo. Material más bien árido, en su mayor parte, pero los zumbidos y los sonidos repetitivos inductores de trance, de compositores de vanguardia asociados a esa escena (como Philip Glass y Steve Reich), adoptaron algo de esa estética minimalista y la hicieron interesante, y ciertos aspectos de ella encontraron su lugar en el punk rock. Puedes rastrear vínculos entre las composiciones de una sola nota de Tony Conrad y Velvet Underground, Neu! y Faust; y entre estos y bandas como Suicide y otras. El sonido trance halló también lugar en los escenarios de clubs, con el volumen y la distorsión al máximo.
El pop art de los años sesenta perduraba como movimiento, mutando y haciéndose más irónico a medida que iba alejándose de sus orígenes. En comparación con la adusta obra de algunos conceptuales o minimalistas, parecía al menos que esos artistas tenían cierto humor. Warhol, Rauschenberg, Rosenquist, Lichtenstein y sus semejantes adoptaban, de un modo irónico y peculiar, un mundo que nos era familiar. Aceptaban que la cultura pop era el agua en la que todos nadábamos. Creo que hablo en nombre de muchos músicos neoyorquinos de la época si digo que verdaderamente nos gustaba gran parte de la cultura pop, y que valorábamos las canciones bien hechas. Talking Heads hizo versiones de 1910 Fruitgum Company y de los Troggs, y Patti Smith reelaboró muy bien la superprimitiva canción «Gloria», así como el tema soul «Land of 1000 Dances». Por supuesto, las versiones que hacíamos eran muy diferentes de lo que se habría esperado de nosotros de haber sido una banda de bar que tocaba versiones. Eso habría significado Fleetwood Mac, Rod Stewart, Donny and Marie, Heart, ELO o Bob Seger. No me malinterpretéis; algunos de ellos tenían estupendas canciones, pero seguro que no cantaban sobre el mundo tal como nosotros lo sentíamos. Anteriores y más primitivos éxitos de pop, que habíamos escuchado por primera vez en la radio siendo chavales de las afueras de la ciudad, nos parecían diamantes en bruto. Versionar esas canciones era establecer un vínculo entre nuestra primera experiencia con la música pop y las ambiciones presentes; revivir ese inocente entusiasmo y significado.
Si tuviéramos que trazar la conexiones entre arte y música, diría que los Ramones y Blondie eran bandas de pop art, mientras que Talking Heads sería arte minimalista o conceptual con cadencia de rhythm and blues. Suicide era minimalismo con elementos de rockabilly, y Patti Smith y Television eran expresionistas románticos con, a veces, un ligero enfoque surrealista. Por supuesto, no es tan simple como eso; no todo se puede asociar con movimientos artísticos. Algo que las bandas tenían en común era que todos trabajábamos dentro del marco de una forma popular que nos gustaba y de la que en años anteriores nos habíamos apartado. Como resultado, todos buscamos ocasionalmente inspiración en otro lado; en otros medios, como bellas artes, poesía, acciones de arte, performances drag o barracas de feria. Todo nos servía de punto de referencia. La obligación de buscar fuera de la música era algo positivo. Quizá se hizo por desesperación, pero estimuló a todo el mundo a hacer algo nuevo.
El CBGB estaba en un barrio duro. Hoy (fig. A) hay allí tiendas de comida para sibaritas y restaurantes sofisticados, pero en aquellos tiempos el Lower East Side y la zona del Bowery (fig. B) estaban en bastante mal estado. Había borrachuzos por todas partes, y no era nada romántico ver a alguno de ellos bajándose los pantalones y echar una cagadita en un pasillo del Associated Supermarket: era nauseabundo y deprimente, igual que muchas otras cosas que teníamos que soportar. Pero los alquileres eran baratos: ciento cincuenta dólares al mes por el sitio que Tina, Chris y yo compartíamos en Chrystie Street, aunque no había lavabo, ducha ni calefacción. Tanto pagas, tanto obtienes.
En invierno a veces no sabías si el tipo que veías tendido en la nieve estaba simplemente borracho o colocado, o si el cuerpo comatoso tirado en la acera era ya cadáver. Nuestro apartamento estaba cerca de la zona de prostitutas más tiradas y repugnantes de la ciudad. Al este, la heroína se vendía más o menos abiertamente en cada esquina, y la clientela usaba los edificios abandonados cercanos para chutarse. Tiradas por las aceras veías papelinas vacías marcadas con el logotipo de las diferentes «marcas». Tener éxito en ese mundo, convertirse en una estrella del downtown, no era lo que en un sentido convencional se llama «triunfar» en el negocio de la música. Quizá nos sentíamos triunfadores porque nuestros colegas nos aceptaban, pero desde el punto de vista de nuestros padres y de la gente de fuera, seguíamos viviendo en la miseria.
Pero sobrevivir y crear allí significaba que formabas parte de un lugar en el que tenías cierta sensación de comunidad. Aunque, comparados con los precios actuales, los alquileres en la zona eran increíblemente baratos, los tres que empezamos Talking Heads compartíamos un loft para ahorrar dinero, igual que hacía todo el mundo. El loft de Blondie estaba un poco por debajo del CBGB, en el Bowery, y Arturo Vega, asesor de estilo de los Ramones, tenía una casa justo a la vuelta de la esquina.
Cierto romanticismo sobre la historia cultural de la zona nos influía. Personajes que nos habían sido de gran inspiración seguían siendo habituales del vecindario. William Burroughs vivía cerca de allí, igual que Allen Ginsberg, y nos imaginábamos que de alguna manera éramos continuadores de su legado. No eran estrictamente músicos, pero nos inspiraban tanto como la mejor música que nos había precedido. Aunque ni Ginsberg ni Burroughs podían ser considerados «románticos», con su actitud respecto a la vida y al arte formaban parte de una mística que, a nuestros ojos, daba cierto glamour a la sordidez.
Un alquiler barato permite que artistas, músicos y escritores vivan sin demasiados ingresos durante sus años de formación. Les da tiempo para que se desarrollen, y da tiempo para que se formen las comunidades creativas que nutren y apoyan a sus miembros. Todo el mundo sabe que, cuando esos barrios se aburguesan, la gente local y los elementos creativos más precarios son expulsados. Pero no todos los barrios con alquileres baratos propician el surgimiento de una escena. Recientemente estuve viviendo cerca de la calle Treinta Oeste de Manhattan, donde los alquileres habían sido baratos, sin que por ello surgiera ninguna comunidad. No basta con un alquiler asequible.
En el CBGB, las bandas cobraban el total de la taquilla o un buen porcentaje de ella, mientras que Hilly continuaba quedándose con los beneficios del bar, que aumentaron considerablemente cuando las bandas empezaron a atraer público. En los inicios, en Talking Heads todos teníamos empleos, pero al cabo de más o menos un año pudimos dedicarnos completamente a la música. Cuando empezamos a llenar el local, lo cual significaba la modesta cifra de 350 clientes que pagaban entrada, el porcentaje de taquilla ya nos bastaba para sobrevivir. Intentad algo así en cualquier club actual. El CBGB era nuestro paraguas, tanto creativa como económicamente.
Cuando tiempo después me enteré de que en ciertos clubs las bandas pagaban por actuar, supe que algo se había pervertido terriblemente. El desesperado e innato deseo de crear y actuar, en lugar de ser apoyado, estaba siendo explotado, como si alguien hubiera buscado y encontrado la manera de sacar dinero de una necesidad humana básica, como la de amar y ser amado. Pura depravación. La década de la codicia había empezado.
Los camerinos del CBGB eran pequeños y no tenían puerta, de manera que cualquiera que pasara te veía desempaquetando el equipo y afinando. No había privacidad, lo cual resultaba molesto a veces, pero quizá positivo también. Los yonquis y los amantes se las arreglaban para encontrar otros lugares donde esconderse, pero los que actuaban tenían que ser transparentes. Los comportamientos de superestrella resultaban difíciles o inviables; la situación física los había vuelto ridículos. Los músicos estaban obligados a interactuar y mezclarse con su público. No había zona VIP. Los lavabos eran famosos por su suciedad; creo que por un tiempo los retretes no tenían asiento. Y había alguno hecho pedazos. Ese no era un factor que beneficiara el espectáculo; no tenía nada de fascinante o romántico. Mientras que la imposición de actuar con medios limitados y tener que relacionarse con el público podía resultar productiva, tener lavabos destrozados en un club es simplemente cutre y lamentable.
Cuando las bandas no tocaban había siempre una máquina de discos sonando. Hilly la llenaba en gran parte con singles de bandas locales que tocaban allí, así que si un grupo pagaba por grabar y sacar en single una canción, sabía que encontraría lugar en por lo menos una máquina de discos de la ciudad. Por supuesto, en esa máquina había también muchos singles talismán, de bandas tan inspiradoras como los Stooges o los Mysterians. La recopilación Nuggets de Lenny Kaye habría podido ocupar la máquina de discos entera y nadie habría puesto ninguna objeción. Curiosamente, pese a lo musicalmente dispares que eran los grupos que tocaban en el CBGB, muchas de las canciones y de las bandas en que nos inspirábamos eran las mismas. Todas las noches, esos recordatorios auditivos nos decían de dónde veníamos, dónde estábamos en ese momento y adónde íbamos. En retrospectiva, esa selección tan estrecha de miras puede parecer un poco dogmática —¡que nadie se atreviera a colar un single de jazz o de folk allí!—, pero infundía cierto sentido de solidaridad, cosa rara entre neoyorquinos cuyo monstruoso ego solía interponerse en la creación de una comunidad. En cierto modo la máquina de discos era un proyecto de colaboración colectiva y funcionaba como una especie de adhesivo sónico, de pegamento social. La máquina de discos era un factor igualador de la misma manera que la falta de privacidad en los camerinos.
Muchos clubs de música funcionan como los cines: al final del espectáculo, te piden que pagues la cuenta de lo que has bebido y comido, y te vas. En la mayoría de esos clubs no puedes simplemente ir a pasar el rato, porque tienen una programación de conciertos con horarios específicos, y si te presentas temprano al concierto que vas a ver y hay otra actuación antes, no te dejan entrar. No hace falta decir que nadie va a pasar el rato en esos lugares. No hay comunidad de músicos y no puede empezar a desarrollarse escena alguna. He oído decir que existe una comunidad de camareras y barmans, la poca gente con permiso para pasar toda la noche allí. Durante unos pocos años, Bill Bragin llevó magníficamente la programación del Joe’s Pub de Nueva York, pero por mucho que yo disfrutara asistiendo a esos conciertos, veía también que eran veladas muy estructuradas. Tras la actuación, solía irme enseguida a casa. Tal vez la música había sido excelente, pero no había oportunidad para encuentros informales o casuales: la gente solo veía lo que había pagado por ver. A corto plazo, este tipo de lugares ganan más dinero, pues pueden cobrar entrada aparte por cada concierto y programar dos, a veces tres actuaciones por noche y con diferente público cada vez. Pero, al mismo tiempo, no hay fidelidad y no pueden apoyarse en una clientela habitual, en gente que cree tanto en el lugar como en la música. Sabes que hay una escena en desarrollo cuando vas a un lugar sin saber quién va a tocar.
En Nueva York quedan unos pocos lugares como esos, aunque suelen ser pequeños, como el Nublu en el East Village, el Barbes en Park Slope y el Zebulon en Williamsburg. Quizá ya hayan desaparecido cuando este libro salga a la calle.
El CBGB tenía originalmente una barra larga; tenías que pasar junto a ella, y luego junto a la pequeña plataforma del escenario, para llegar a la mesa de billar que había al fondo (fig. C). Podías pasar el rato jugando al billar mientras veías el concierto (más o menos; tenías a los músicos casi de espaldas) o esperabas a que tocara la siguiente banda. El CBGB era largo y estrecho, y delante del escenario solo había espacio para un pequeño grupo de fans. La mayoría del público acababa en la barra o merodeando por la zona del billar, y esa gente de detrás de la banda no solía prestar demasiada atención. No parece la situación ideal, pero tal vez el hecho de no tener que actuar bajo estrecha vigilancia (siempre parecía que los únicos que prestaban atención realmente eran los pocos de la primera fila) es importante, incluso beneficioso. Esa extraña, relajada e incluso ofensiva disposición dejaba margen para un desarrollo creativo más natural y aleatorio.
Más tarde, Hilly reubicó el escenario (evito la palabra «remodeló») y mejoró el sistema de sonido, lo cual convirtió el CBGB en uno de los locales con mejor sonido de la ciudad (fig. D). Una jugada de increíble lucidez: al menos la parte del sistema de sonido. La mayoría de los dueños de clubs son reacios a hacer mejoras técnicas. ¿Para qué hacerlas, si no les faltan parroquianos en el bar? Creo que Hilly tenía motivos ocultos. Creo que pensaba en realizar una serie de grabaciones en directo, lo cual le podía suponer otra potencial fuente de ingresos. Pero, quién sabe, ¡tal vez es que era realmente un buen tipo!
En algún sentido, esa disposición informal me recordaba las actuaciones callejeras. Tocando en la calle, no costaba nada conseguir que uno o dos curiosos se detuvieran a escuchar, pero si conseguías que te prestaran atención los que se dirigían a un lugar concreto, entonces habías obtenido un gran logro. A veces, el tipo que parecía haberse pasado toda la noche jugando al billar era el que se te acercaba después y te decía algo que demostraba que era el único que había estado realmente escuchando.
Algunas bandas que surgieron del CBGB, después de firmar contratos discográficos, actuaron cada vez con menos frecuencia allí. Se iban de gira o se recluían para componer y ensayar nuevo material, haciéndose un poquito más profesionales. Talking Heads fue una de esas bandas. Recuerdo estar componiendo en mi loft del East Village a finales de los años setenta y luego ir al CBGB tras haber perfilado algo. Salir era para mí una especie de recompensa. El CBGB incluso apareció en una canción que compusimos, «Life During Wartime», en la cual el club era evocado desde el punto de vista de un miembro de la versión norteamericana de la banda Baader-Meinhof: guerrilleros urbanos que echaban de menos ir a los clubs que solían frecuentar. Al salir al mundo exterior, todos acabamos extrañando el tiempo pasado en un sitio familiar.
Yo seguí visitando el club a lo largo de las siguientes décadas. Las bandas de la era pospunk —que, en el momento de escribir esto, están siendo redescubiertas— llenaron el hueco dejado por los que hacíamos giras. Llevaron su música y sus actuaciones más lejos aún. Algunas de ellas tomaron realmente el relevo, haciendo que bandas como la nuestra parecieran blandas en comparación. DNA, Bush Tetras y los Contortions llevaron al club enfoques musicales nuevos y a veces más radicales. En cierto sentido, mantuvieron la promesa que nosotros habíamos hecho. Continuaron haciendo música áspera e innovadora, y durante años el club siguió siendo un lugar que recogía oleadas de músicos emergentes.
Un tiempo después ya podías ver bandas nuevas en bastantes locales. El CBGB aguantó allí, y el bueno de Hilly nunca lo renovó enteramente ni lo convirtió en garito para turistas o en restaurante temático (aunque corrieron rumores sobre una reproducción del East Village en Las Vegas, que incluiría una recreación del CBGB). El sitio solía asustar un poco a visitantes y turistas que esperaban una especie de solemne palacio del rock. El CBGB no tiene esplendor, pero durante largo tiempo fue el lugar donde escuchabas lo que se estaba cociendo. Recuerdo haber visto allí, a mediados de los años noventa, una maravillosa banda, Cibo Matto, y pocas semanas después a Chocolate Genius (Mark Anthony Thompson) en el lounge del CBGB, en la puerta de al lado. El club permaneció como un lugar imprescindible durante un sorprendente largo tiempo.
Después de aquello pasé una temporada sin visitarlo demasiado, porque la música que me interesaba estaba en otro lado. Y luego se produjo la total transformación del Bowery y alrededores, convertidos en barrio de bohemia chic, y el cambio implicó la desaparición de esos viejos lugares que no producían montones de pasta (excepto de las camisetas de souvenir). Cuando el CBGB cerró, no lo eché de menos: ya no era un sitio imprescindible, y la oleada de nostalgia que su inminente clausura suscitó fue un poco repulsiva. Otros clubs que también habían sido cuna de escenas no fueron llorados con tanto afán: la Knitting Factory original, El Mocambo, Area, Don Hill’s o Hurrah’s, por nombrar algunos. Supongo que la intrepidez del CBGB daba para un mejor guión. Traté de ayudar a negociar un trato entre el propietario del edificio (una organización de beneficencia para los sin techo) y el CBGB, pero tuve la sensación de que la nostalgia predominaba sobre la razón y que no se llegaría a ningún acuerdo.
Las reglas que he enumerado no son rígidas. Tomadlas como directrices que os pueden apartar de lo que en principio parecería obvio o lógico. Se podría pensar, por ejemplo, que es crucial que los parroquianos presten fervorosa atención a las bandas, pero quizá sea exactamente lo contrario lo que fomenta la devoción por músicos y bandas. Lo importante es que cualquier tipo de talento local tenga salida. Últimamente hay otros sitios del área de Nueva York que han engendrado escenas. No sé si las nuevas salas siguen mis reglas, pero son lugares ciertamente relajados: puedes ir a pasar el rato y hay músicos que van a escuchar a otros músicos. Que emerjan escenas de la manera que lo hacen da testimonio de cuánta creatividad albergamos. Gente y barrios nunca considerados como grandes centros de creatividad —Detroit, Manchester, Sheffield, Seattle— estallaron cuando personas que no sabían siquiera que la poseían florecieron de repente e inspiraron a todos los que los rodeaban.
Anteriormente en este capítulo he hecho alusión a Bill Bragin, que llevaba la programación del Joe’s Pub de Nueva York y ahora programa los excelentes ciclos musicales Out of Doors del Lincoln Center. Conversé con él recientemente y, a la vez que halagado de ser mencionado, parecía un poco dolido porque yo hubiera hablado del Joe’s Pub como un lugar donde ha habido música maravillosa (a veces), pero que nunca ha conseguido crear una escena.
Lo que sigue es un correo electrónico de Bill, en el que explica su carrera —pasada y presente— comisariando música y experiencias de auditorio, estableciendo conexiones culturales y mezclas de estilos y, en general, tratando de promover una escena.
Empecé en el Joe’s Pub en el Public Theater una semana antes del 11-S. Cuando la economía empezó a decaer en el período inmediatamente posterior, el Public Theater, igual que muchas organizaciones de arte y muchos clubs nocturnos, tuvo que considerar recortes en las actividades y otras medidas de austeridad, y el Joe’s Pub peligró. Teníamos que hallar maneras de estabilizar el programa y encontrar un plan para darle un giro a las finanzas.
En noviembre de 2001, Sandra Bernhard vino a vernos en busca de fechas para trabajar en un nuevo espectáculo. El formato del Joe’s Pub en aquel tiempo consistía en presentar un espectáculo con entrada de pago y luego abrirlo como bar nocturno. Como ya lo teníamos todo reservado, añadimos una actuación a las diez y media de la noche [para darle cabida al espectáculo que Bernhard tenía en marcha] y ¡voilá!, nos dimos cuenta de que podíamos doblar nuestra capacidad real sin doblar nuestros gastos fijos. Como resultado de aquello, a partir de enero de 2002 empezamos a presentar dos espectáculos por noche; y mediante una combinación de programar espectáculos de alta calidad, controlar cuidadosamente los gastos, y la distensión del trauma inmediatamente posterior al 11-S, conseguimos darle la vuelta a las cosas. Aprendimos a hacer funcionar los dos espectáculos por noche en un período de tiempo comprimido, aunque en detrimento de estimular el tipo de cruzamiento de públicos que habría sido ideal para crear la clase de escena que describes. Una de las ideas de globalFEST [un festival de un día de world music sin ánimo de lucro], que empezó en el Public Theater y luego se mudó al Webster Hall, era crear un evento con tres escenarios simultáneamente, lo cual podría auspiciar la interacción musical y promover conexiones fortuitas en el público.
Una nota sobre entremezclas: aunque generalmente los públicos no se mezclaban, muchos de los artistas sí que lo hacían (y siguen haciéndolo). Por lo reducido de los bastidores, los músicos tenían a menudo la oportunidad (no tenían elección, realmente) de conocerse y verse unos a otros en las actuaciones y las pruebas de sonido. En general éramos bastante generosos en no cobrar entrada a músicos, para que oyeran música de todo tipo, y los invitábamos a los conciertos que pensábamos que les interesarían especialmente. Así que yo diría que hubo oportunidades para entrecruzar escenas musicales creadas en el Joe’s Pub, que continúan en el presente.
Retrocediendo a antes de mi paso por el Joe’s Pub, gran parte del enfoque de mi programación se inspiró en dos cosas: la programación Night Music de Hal Willner y la programación de Joe Killian en los inicios del Central Park SummerStage, que es donde pasé muchas de mis tardes libres de verano cuando iba a la universidad. Conciertos como el programa doble con Sun Ra y Sonic Youth el Cuatro de Julio, o anteriores conciertos compartidos, como el de Tito Puente con Koko Taylor, o el de Ntozake Shange con Jean-Paul Bourelly, fueron para mí ejemplos influyentes de cómo los públicos podían germinar cruzándose, estableciendo conexiones estéticas y culturales a la vez. Cuando más tarde trabajé en el SummerStage, esa estrategia se convirtió en parte clave de mi enfoque, y Erica Ruben, productora del SummerStage, y yo pasamos mucho tiempo confeccionando programas con múltiples artistas según este planteamiento.
Había empezado a ver la idea de mezclar artistas y públicos en un solo cartel como parte central de mi enfoque. Era ciertamente un enfoque que descuidé cuando empecé a programar en el Joe’s Pub; por eso tu breve mención en el libro me sorprendió. Era consciente de ello, pero yo consideraba la programación general del club horizontalmente en el tiempo, y no verticalmente para una sola noche, y así encontraba la diversidad que buscaba. Cuando programamos el Joe’s Pub in the Park, en el Delacorte Theater de Central Park, organizamos eventos con múltiples artistas (como un triple concierto con Antibalas, Burnt Sugar de Greg Tate, y Butch Morris dirigiendo la Nublu Orchestra, o el de Patty Griffin, Allen Toussaint y un círculo de compositores de la Country Music Association) que encajaban más con mi pasado.
Cuando me fui al Lincoln Center pensé mucho sobre lo que significaría volver a comisariar eventos de verano al aire libre y cómo hacer que la experiencia fuera diferente para mí y no sentirme que estaba programando otra vez el Joe’s Pub o el SummerStage. Empecé a trabajar inmediatamente en programas de una escala que no habría podido ni imaginar en el Joe’s Pub: A Crimson Grail for 200 Electric Guitars de Rhys Chatham, y un doble concierto inspirado en Ethiopiques, con Getatchew Merkurya y la banda pospunk The Ex, y Mahmoud Ahmed y Alemayehu Eshete con la big band de jazz Either/Orchestra. La capacidad de volver a comisariar y producir eventos de gran escala que ayudarían a crear conexiones artísticas, desarrollar públicos y construir una comunidad, todo ello lejos del alcance del Joe’s Pub, era sin duda gran parte de su atractivo.
Y pensé mucho en los entornos físicos: la relativa formalidad de las plazas urbanas del Lincoln Center contrapuesta a la informalidad del Central Park, la presencia de múltiples sitios (tanto las salas oficiales como los espacios que podían transformarse en nuevos espacios de actuaciones), la diversidad generacional mucho más amplia del Lincoln Center, la clásica relevancia del «gran arte» y todo el boato institucional.
Llegué al Lincoln Center en medio de un proceso de remodelación pensado para hacer más abierta y acogedora la institución, en parte mediante la creación de nuevas zonas verdes y una plaza pública. Con esa remodelación completada en gran parte, también empecé a imaginar cómo el campus renovado podía servir como alternativa a presentaciones escénicas tradicionales. Continúo centrándome mucho en crear eventos mezclados —música en directo y danza contemporánea en programas compartidos, añadiendo actuaciones previas a la del escenario principal, etcétera—, con la idea de juntar múltiples públicos ante revelaciones artísticas, y como manera de construir una comunidad uniendo públicos a veces fragmentados para una experiencia compartida.
No sé qué más puedo añadir a lo que Bill ha escrito. A lo largo de este capítulo he escrito acerca de mi propia experiencia como músico y sobre cómo ciertos clubs y ciertas políticas fomentaron una interacción creativa entre nosotros los artistas. Bill se centra más en la experiencia del público. Ahora soy también un miembro del público, pero él, con razón, antepone a este y observa que programar interesantes e inesperadas combinaciones de grupos en el mismo evento puede propiciar conexiones musicales en la mente del oyente. Él llama a esto programación vertical.
Bill se refiere a lo que él hizo en el Joe’s Pub como programación horizontal. El espectador tenía que frecuentar el club cierto número de noches a lo largo de una temporada para entender de qué trataba realmente aquel tipo de programación. Bill tiene razón. Con el tiempo, si hay una verdadera sensibilidad coherente en la selección de grupos, empiezas a percibir la pauta y a desarrollar cierta confianza en el lugar. Puedes incluso (yo lo he hecho) ir a un club a escuchar a quien sea que toque allí, en parte porque confías en la a menudo invisible persona que realiza la selección. No conoces a esa persona, pero es la que logra, tanto como los factores que he mencionado antes, que te identifiques con un lugar.
El proceso que Bill revela más arriba ocurre también en otros clubs y en otras salas, aunque no tan a menudo como a uno le gustaría. El gusto de Bill es más bien ecléctico, y la mayoría de los sitios tienden a considerarse a sí mismos como «club de jazz», «sala de rock», «club de cantautor» o «club de hip-hop». Lo realmente estimulante y excitante ocurre cuando estas definiciones empiezan a descomponerse. El festival afropunk al que asistí recientemente en Brooklyn es un buen ejemplo de esto. La mayoría de los músicos no piensan de manera restrictiva sobre ellos mismos, y un programador iluminado puede hacer que esto se ponga de manifiesto, a la vez que consigue que ocurra algo creativo.