Colaboraciones
La revista musical on-line Pitchfork aseguró una vez que yo colaboraría con cualquiera por una bolsa de Doritos[1]. No lo decían como un elogio, aunque, en realidad, no estaban muy lejos de la verdad. Contrariamente a lo que insinuaban, soy bastante quisquilloso a la hora de elegir con quién colaboro, pero también estoy dispuesto a trabajar con gente que no esperaríais. Me arriesgo a que sea un desastre porque la gratificación creativa de una colaboración exitosa es enorme. Lo he hecho toda la vida.
Descubrí muy pronto que colaborar es una parte vital de la esencia de la música, y una ayuda a la creatividad. A menos que seas un cantante de folk en solitario o un DJ con ordenador portátil, actuar en directo suele implicar tocar con otros músicos. El buen funcionamiento de un grupo requiere cierto toma y daca y compromiso creativo. Aunque suele haber una jerarquía y partes asignadas y acuerdos, las particularidades interpretativas de cada uno hacen único el sonido del grupo. Y cuando un conjunto también toma parte en la creación o grabación de una pieza musical, esas tendencias individuales de expresión son mucho más visibles. Incluso si yo escribiera una canción y luego la tocara y la cantara con mi guitarra para Talking Heads o para otro grupo de músicos, la interpretación individual y la técnica de cada uno y su talento como grupo harían que la versión y ejecución colectiva de esa canción fuera diferente de la de cualquier otro.
Los músicos añaden inevitablemente cosas que el compositor no había pensado, y de ello nace a menudo algo muy distinto del resultado al que un músico en solitario habría llegado. A veces, esta cosa nueva está restringida por la habilidad y la sensibilidad de los intérpretes, pero más que ser una limitación, esas restricciones pueden en realidad ser liberadoras. Es curioso que me centre más en las limitaciones que en el hecho de que algunos músicos puedan tocar una cosa mejor que ningún otro. Uno se ajusta tanto a las limitaciones como al talento particular de un conjunto dado de músicos. Los escritores y los compositores aprenden a prever qué puede pasar musicalmente y qué no. Con el tiempo interiorizas la tendencia y el enfoque interpretativo de tus compañeros de grupo y, a la larga, ya ni siquiera consideras componer ciertas partes o en ciertos estilos, porque los músicos con quienes trabajas no irían con naturalidad en esa dirección. Te ajustas a sus fuerzas; no tratas de invertir el curso del río o de hacerlo saltar por encima de una montaña, sino que aprovechas su corriente y su energía para lograr que poco a poco se una a otros afluentes.
Se podría pensar que disponiendo de mejores músicos, con un mayor nivel de maestría instrumental, el compositor puede ser más versátil, libre y diverso en lo que escribe, y se podría también pensar que esto es bueno, pero la jerarquía convencional de destreza musical es engañosa. Los intérpretes con formación clásica son a menudo incapaces de captar el carácter de lo que parecería una simple melodía de pop o funk, y un buen baterista de rock puede tocar perfectamente acompasado pero carecer por completo de swing. No es que cierta habilidad técnica esté fuera del alcance de algunos músicos; se trata más bien del refinamiento del oído y del cerebro que solo se consigue con el tiempo. Aprendemos a oír (o no oír) ciertas cosas, diferentes cosas. Los músicos clásicos que piensan que toda la música popular es simple tienden a no oír los matices que contiene, así que, naturalmente, no pueden tocar muy bien en ese estilo. La simplicidad es una especie de transparencia en la que matices sutiles pueden tener inmensos efectos. Cuando todo es visible y parece una simpleza, los detalles adquieren un mayor significado.
En música no hay realmente jerarquía: un buen músico de cualquier estilo dado no es mejor ni peor que un buen músico de otro. Los músicos deberían ser vistos como parte de un espectro de estilos y enfoques, en lugar de ser clasificados según su aptitud. Si llevamos al extremo tal razonamiento, concluiremos que todo músico es fantástico, un virtuoso, un maestro, si consigue encontrar la música adecuada para él, su hueco personal en el espectro. No estoy seguro de que quiera ir tan lejos, pero quizá haya cierta verdad en la idea.
Muchos compositores escriben en equipo: Lennon y McCartney, Jagger y Richards, Bacharach y David, Leiber y Stoller, Jobim y De Moraes, Rodgers y Hammerstein, o Holland, Dozier y Holland. Quizá uno escribe la letra y el otro la música, que es la división del trabajo que yo he adoptado a menudo en mis colaboraciones. Pero también a menudo la división del trabajo no está clara; las ideas van de un lado a otro, o los colaboradores pueden estar trabajando en secciones específicas de una canción. En algunos equipos de compositores, la igualdad entre los colaboradores es menos que obvia, y puede parecer que uno de los copartícipes ha tenido más influencia que el otro en una canción concreta. Pero el hecho de que haya habido tantos equipos de ese tipo, y de que hayan logrado cimas tan altas, parece significativo.
Trabajar en equipo tiene ventajas obvias. Tus ideas más flojas pueden ser corregidas. Mi concepto original para «Psycho Killer» era darle un sentido paradójico y tocarlo como balada, pero cuando los otros miembros se unieron a la banda, el tema adquirió una dirección más enérgica, que tuvo éxito entre nuestro público. Hay muchas posibilidades de que tu inspiración venga de ideas exteriores a ti.
La música escrita en equipo hace borrosa la autoría de una pieza. ¿Podría ser que al escuchar una canción escrita en equipo el oyente detecte que no es la expresión de felicidad o dolor de un solo individuo, sino de la unión de dos personas? ¿Podemos notar que un cantante individual representa en realidad a un colectivo, o que tiene múltiples identidades? ¿Hace eso que los sentimientos expresados sean más ambiguos poéticamente y por tanto más potencialmente universales? ¿Eliminar alguna porción de la voz del autor puede hacer más accesible una pieza musical y más empático al cantante?
Muchas de mis canciones fueron escritas sin la ayuda de compañeros compositores. ¿Son menos buenas que las que resultaron de un trabajo compartido, en las que un compañero modificó, complementó o rechazó ideas mías, o yo las suyas? No tengo la respuesta para esto, pero sin duda las alianzas musicales me han llevado a menudo a lugares a los que de otra forma no habría llegado.
Con Talking Heads colaboramos siempre en la interpretación, la realización y la ejecución de la música, incluso cuando yo llevaba una canción completa a la mesa. Todos teníamos cosas similares en nuestra colección de discos —O’Jays, Stooges, James Brown, Roxy Music, Serge Gainsbourg, King Tubby—, así que independientemente de las limitaciones impuestas por nuestra destreza musical, había otra serie de limitaciones —positivas, nos parecía— moldeadas por nuestros gustos musicales colectivos. Por mucho que quisiéramos sonar como algo enteramente nuevo, nos comunicábamos con referencias a una música que nos gustaba a todos. Una temprana canción de Talking Heads, «The Book I Read», tenía una sección central que a mis oídos sonaba como la KC and the Sunshine Band, un grupo que a mí me gustaba, por lo que, para nosotros, esa referencia era positiva. Sin embargo, nadie más pareció darse cuenta. ¿Quizá mi voz aullante y otros factores oscurecieron esas influencias y alusiones? Aunque tal vez combinamos esas influencias de una manera distorsionada y retorcida, podíamos oír fragmentos de la música que nos había precedido en todo nuestro material. En ausencia de una formación musical convencional, ese repertorio de referencias mayormente sobreentendido era la manera en que nos comunicábamos. Es probable que esto fuera para nosotros lo que en primer lugar posibilitó la comunicación y la colaboración.
Tras varios años de proceso de composición más o menos tradicional —letra y música completadas por una persona, o letra compuesta por uno y musicada por otro—, Talking Heads desarrolló una especie de sistema colaborativo de componer música basado en improvisaciones colectivas. A veces, esas jams se hacían en un local de ensayo; la canción «Life During Wartime» empezó como jam de un solo acorde y ninguna letra basado en un riff mío, que se unió a un segundo acorde que luego se convirtió en estribillo. A veces esas improvisaciones y jams no ocurrían hasta que estábamos en el estudio de grabación. En tales ocasiones, la composición y la grabación eran simultáneas. Los músicos de jazz, por supuesto, responden con fluidez unos a otros al improvisar en sus actuaciones en directo y en sus grabaciones. Pero nosotros éramos bastante minimalistas en lo que aportábamos. Nuestro propósito al improvisar, probablemente inspirado por nuestros héroes del rhythm and blues, era que cada uno encontrara una parte, un riff, o incluso un simple acento estrafalario y chirriante, y luego se ciñera a él, repitiéndolo una y otra vez. Cuando hablo de improvisar no me refiero a extensos y serpenteantes solos de guitarra. Más bien a lo contrario. Lo nuestro tenía más de buscar a tientas, con el objetivo de «encontrar» breves piezas modulares de sonido. Se trataba de que esas piezas se engarzaran con lo que ya teníamos, de manera que el período de improvisación en sí era corto. Acababa en cuanto aparecía un segmento satisfactorio y entonces moldeábamos los resultados acumulados en algo que se pareciera a una estructura de canción.
Con este sistema, la respuesta de una persona a la contribución de otra podía darle a toda la pieza una dirección radicalmente diferente, en cuanto a armonía, textura o ritmo. De pronto sobrevenían gratas sorpresas, pero a menudo también podían parecer burdas y arrogantes imposiciones que no captaban el sentido y la integridad del material preexistente. El guitarrista Robert Fripp añadió una parte a la canción de Talking Heads «I Zimbra», superponiendo un extravagante ostinato armónico que tocó durante la canción entera. ¡La canción entera! Al principio eso destrozó la canción, y parecía que alguien lo estaba haciendo ex profeso, pero resultó que, usado con moderación, añadía un toque psicodélico a nuestro groove afropop, lo cual le daba una nueva perspectiva a todo. ¿Es tal trastorno y destrucción un riesgo que vale la pena correr? ¿Se arruinó la pieza, o más bien hacía falta un replanteamiento radical para dirigirla a algo nuevo y excitante? En ese proceso nunca se puede ser demasiado minucioso. Para nosotros, este método condujo a una música en que la autoría estaba hasta cierto punto compartida por un grupo de personas, a pesar de que seguía siendo yo quien solía escribir la melodía vocal y finalmente las letras. La base musical, en esos casos, era en gran parte colaborativa.
No hay demasiados lenguajes para describir y transmitir música aparte de la notación tradicional, e incluso este método, aun siendo casi universalmente aceptado, sacrifica muchas cosas. La misma pieza de música escrita puede sonar completamente diferente según quién la toque. Si Mozart hubiera podido describir con notación musical cómo quería exactamente que sonara cada aspecto de sus composiciones, no harían falta múltiples interpretaciones. Cuando hay músicos tocando y grabando juntos, surgen términos —reales o inventados— para tratar de comunicar matices musicales. Más funky, más legato, más huecos y espacios, menos bonito, más afilado, más simple, con más impulso, más inclinado… He dicho todas esas cosas al intentar describir la dirección musical o el feeling que buscaba. Algunos compositores recurren a metáforas o analogías. Puede tratarse de comida, sexo, texturas o metáforas visuales; me han contado que Joni Mitchell describía con colores la manera de tocar que ella quería. También está el recurso de referirse a otras grabaciones, tal como hacían los Talking Heads. Así, interpretar una partitura, leer notación musical, es en sí mismo una forma de colaboración. El ejecutante rehace y en algún sentido reescribe la pieza cada vez que la toca. La imprecisión y las ambigüedades de la notación lo hacen posible, y no es del todo malo que sea así. Mucha música sigue siendo importante gracias a las oportunidades de una interpretación libre que ofrece a nuevos artistas.
Para alentar ese tipo de colaboración, para que el aspecto interpretativo esté más abierto, algunos compositores han escrito su música como partitura gráfica. Esta es una forma de conceder un generoso margen de libertad en la interpretación de la obra, y a la vez de sugerir y delimitar la organización, forma y textura de las piezas a través del tiempo. Abajo tenéis un ejemplo, una partitura gráfica del compositor Iannis Xenakis (fig. A).
Este enfoque no es tan disparatado como pueda parecer. Aunque esas partituras no especifican qué notas tocar, sí que sugieren notas más altas o más bajas, con líneas que suben o descienden, y expresan visualmente cómo los músicos se relacionan entre ellos. Ese tipo de partitura ve la música como una serie de principios organizadores, en lugar de como una estricta jerarquía cuyo enfoque generalmente da como resultado una melodía que se impone por encima de todo lo demás. Es una alternativa a la posición privilegiada que se le suele dar a la melodía: se trata de textura, pautas e interrelaciones.
Robert Farris Thompson, profesor de bellas artes en Yale, apuntó que una vez que te dejas llevar por esta forma de ver, muchas cosas se convierten en «partitura musical», aunque no hayan sido pensadas para ser tocadas. Según él, en muchos tejidos africanos se puede percibir un ritmo. La repetición en esas telas no consiste en un simple bucle de imágenes y patrones iguales; más bien, partes modulares se recombinan, cambian de posición e interactúan entre ellas una y otra vez, alineándose de diferente manera continuamente, como material genético. Son partituras para una sinfonía minimalista. Esa metáfora musical implica también cierta clase de colaboración. Mientras que en un edredón o tejido cada módulo de color es esencial, ninguna parte define el conjunto de la manera en que definiríamos muchas composiciones occidentales por su melodía dominante. Las composiciones occidentales pueden a menudo tocarse de oído —la melodía, al menos— con un solo dedo en un piano. ¿Cómo podría uno tocar de oído la «partitura» anterior? No hay motivo dominante ni línea principal, aunque esto no impide que tenga una identidad diferenciada. Es una red neuronal, una personalidad, una ciudad, internet.
Abajo, a la izquierda, hay un tejido africano (fig. B). No sorprende que posteriores versiones de esos diseños tuvieran su origen en el Nuevo Mundo (fig. C). Ahí se ven cortes musicales, fugas y estrofas, inversiones y recapitulaciones. No es nada insensato creer que alguna parte de la vasta sensibilidad musical africana cruzara el océano y fuera reconstruida por medios visuales: que esos tejidos sirvieran de ayuda nemotécnica estructural. Tal vez sirvieron de metáfora para cómo se podía organizar la música, lección que también puede aplicarse a otras partes de la vida. No estoy insinuando que los músicos tomaban asiento e «interpretaban» un edredón, pero parte de la sensibilidad organizadora pudo haberse preservado y transmitido por tales medios.
Si podemos considerar la música como un principio organizador —y, en este caso, uno en el que la melodía, el ritmo, la textura y la armonía tienen la misma importancia—, entonces empezamos a ver metáforas por todas partes. Todos los fenómenos naturales son «musicales», y no me refiero a que suenan, sino a que se organizan solos y las pautas se hacen evidentes. Formas y temas surgen, se expresan, se repiten, mutan y luego desaparecen otra vez. Los músicos que tocan juntos establecen una especie de relación simbiótica entre ellos y una interacción entre sus diferentes partes, y de ese conectarse y entrelazarse resulta un tejido sonoro.
¿Cómo funciona esto? Permitid que os dé varios ejemplos muy diferentes.
Un reciente disco mío, Everything That Happens Will Happen Today, fue bastante típico en cuanto al proceso de colaboración. Brian Eno, con quien no había trabajado desde hacía más de veinticinco años, guardaba en el cajón una montaña de temas principalmente instrumentales que parecían aspirar a convertirse en canciones, en lugar de temas de música ambiental o de bandas sonoras de películas, pero él no estaba satisfecho con los intentos que había hecho por completarlos. Puesto que estaban simplemente acumulando polvo (aunque luego supe que uno fue a parar a Coldplay), Eno no perdía nada pasándomelos a mí: a menos que yo hiciera algo horrible con ellos —sobre lo cual acordamos que él tenía derecho de veto—, solo podíamos salir ganando los dos.
Como debe de ser evidente a estas alturas, la mayoría de las colaboraciones de hoy día, por lo menos las mías, no se realizan cara a cara. Son el resultado de expedir de un lado a otro archivos de música digital, vía correo electrónico u otros sistemas de transferencia de archivos a través de la red. ¿Se pierde algo cuando desaparece el aspecto en directo de la colaboración? Ciertamente, sin las sutiles señales que mandamos a través de nuestras expresiones faciales y del lenguaje corporal, los errores de comunicación pueden multiplicarse. Y el ánimo, los consejos, el apoyo y el estímulo que suelen darse en persona —«¿Por qué no probamos esto?», o «Estupendo, pero ¿y si lo tocas con otro instrumento?»— pueden perderse, o volverse mucho menos espontáneos.
Dicho esto, el nuevo protocolo tiene grandes ventajas. Si se me permite usar una analogía de ping-pong, con los intercambios vía internet uno puede esperar al día siguiente o más tiempo antes de devolver el saque, y meditar cuál es la mejor continuación sin la presión de proponer una idea brillante en el acto. Este respiro es un lujo del que careces cuando tienes a tu colaborador encima.
Del estudio de Eno en Londres recibí mezclas en estéreo de sus ideas musicales, a las cuales añadí mis melodías vocales y (luego) letras sin alterar en absoluto las bases de su música. A veces, esto resultó en extrañas estructuras líricas. En la canción «The River», Brian tenía una porción de lo que acabó siendo una estrofa repetida un buen número de veces; como si la canción se hubiera encallado y no pudiera avanzar. Acepté el reto de componer sin rectificar esa peculiaridad, pues sabía que si era capaz de hacerla funcionar, esa inesperada variación de estructura evitaría que la canción resultara demasiado predecible. Funcionó, y añadió una especie de tensión, pues atrasó la resolución musical que llegaba en los finales de estrofa. Pero otras veces yo reestructuraba ligeramente sus canciones para acercarlas más a una forma tradicional, repitiendo una sección para crear un lugar donde cupiera una segunda estrofa, o designando como estribillo una sección de sonido más «lleno», y luego podía copiar esto también, con el fin de recurrir a ello otra vez más adelante en la canción. No obstante, en ningún momento se me ocurrió pedir permiso para hacer algún cambio musical significativo en los temas, como cambios de tono, ritmo o instrumentación. Para mí, la regla tácita en esas colaboraciones a distancia es: «En la medida de lo posible, no toques el material de la otra persona». Trabaja con lo que te han dado y no trates de imaginártelo como algo diferente a lo que es. Aceptar que la mitad de las decisiones creativas ya ha sido tomada te ahorra un montón de interminables encrucijadas, no digamos ya muchas divagaciones y preocupaciones. Ni siquiera tuve que pensar qué dirección musical tomar: el tren ya había salido de la estación y mi tarea era ver adónde quería ir. Esa restricción de la libertad creativa acaba resultando, por lo general, una bendición. La libertad absoluta tiene tanto de maldición como de ventaja; para mí, la libertad dentro de márgenes estrictos y bien definidos es ideal.
Escuché a ratos los temas instrumentales de Eno, tratando de captar la historia que la música intentaba contar. No era música ambiental, tal como uno habría esperado de él, y percibí que con un poco de persuasión emergerían estructuras de canciones. «Emergencia» es un término popular hoy día, pero evoca casi a la perfección cómo los músicos y los compositores cultivan el potencial latente de una modesta semilla musical. Esta es la razón de que escritores y músicos digan a menudo que solo se sienten parcialmente responsables de la creación de las obras que ellos han promovido. Según ellos, la canción, la pintura, la pieza de danza o la letra en que están trabajando les «dice» en qué clase de cosa se quiere convertir. Pero cuando esa cosa que te habla viene de otra persona, es a veces un rompecabezas mayor. ¿Habla necesariamente el mismo lenguaje que tú? ¿Es sincera? ¿O, por el contrario, irónica? ¿Esa parte torpe de la canción resulta graciosa o deberías tratar de «mejorarla»? ¿Quiere el autor que siga sonando así de bonita y suave, o le iría bien un poco de nervio?
Bueno, al principio no sabía exactamente cómo tomarme los temas de Eno. Quizá sentía una velada inquietud por la sombra de Bush of Ghosts, que después de treinta años había conseguido una importante reputación. Yo sabía que no podíamos permitirnos un Bush of Ghosts II. La historia musical influye tanto como cualquier otra cosa en la composición. Tras pasar casi un año con los temas, finalmente le escribí a Eno. Le dije que su música me inspiraba cierta sensación folk, electrónica y góspel, y sugerí que mis letras y melodías reflejasen esto, si a el le parecía bien. Brian había descubierto su amor por la música góspel años antes, y tal como al final escribió en los textos que acompañaban Everything That Happens:
«Surrender to His Will», del reverendo Maceo Woods y del Christian Tabernacle Choir, fue la primera canción de góspel que me hizo reaccionar realmente en mi vida. La escuché en una remota emisora de radio sudamericana mientras estaba en los estudios Compass Point de Nasáu, trabajando con Talking Heads en el álbum More Songs About Buildings and Food. Al compartir tiempo con ellos y conocer sus intereses musicales, abrí los oídos a géneros y estilos en los que hasta aquel momento no había reparado, como el góspel. Por tanto, es justo que el círculo se cierre con este disco.
Como extranjero en Nueva York, donde acabé poco después de grabar More Songs, me sorprendió la poca atención que los norteamericanos le prestaban a su propia y maravillosa música indígena. Se consideraba incluso anticuada, como si respaldar el góspel implicara forzosamente apoyar el marco religioso al que se lo asocia. Gracias al reverendo Woods, sin embargo, empecé a ver la música góspel más como la expresión del acto de entrega que del de adoración, y esto, por supuesto, me intrigó y ha calado en mi música desde entonces. Tal vez sea la razón de que use modos y acordes fáciles de seguir y de conciliar armónicamente. Quiero que la música sea acogedora, que le ofrezca al oyente un lugar dentro de ella.
Aunque mi trayectoria tal como se la describí era más bien vaga, a Eno no le pareció mal, así que abordé la primera canción, a la que creo que él había dado el título provisional de «And Suddenly». Yo acababa de leer el libro Qué es el qué de Dave Eggers, que trata de un joven llamado Valentino Achak Deng y su alucinante y espantoso viaje desde su pueblo arrasado en el sur de Sudán, hasta Atlanta, Georgia, y otros lugares. La historia de Valentino era desgarradora, pero también hermosa, edificante, y a veces hasta graciosa. Es posible que yo estuviera bajo el hechizo de su relato cuando me puse delante del micrófono. El resultado fue «One Fine Day». Para hacerla sonar más llena, canté algunas armonías en los estribillos y le mandé por correo electrónico el resultado a Eno.
Nos quedamos ambos entusiasmados: lo que la canción —el álbum entero, realmente— tenía que ser estaba ya completamente articulado en esa primera pieza. La letra por la que me había inclinado contenía algunas alusiones bíblicas (he ahí la relación con el góspel que he mencionado), pero no de manera demasiado patente. Acordamos continuar con el proyecto.
Vi que la base armónica de algunos de los temas que Eno me había mandado era sencilla, muy a la manera del folk o el country tradicional, o de las canciones góspel de la vieja escuela, antes de que esos estilos evolucionaran hacia la sofisticación que algunos han alcanzado hoy día. Las estructuras de acordes de Brian, en su aparente simplicidad musical, no se parecían a nada que yo hubiera elegido. La parte de bicho raro que hay en mí no me habría permitido, ya no, escribir una canción con, esencialmente, solo tres acordes mayores; me parecía que ya tenía que haber superado eso. Sin embargo, el hecho de que esa casi ingenua llaneza fuera idea de otro me servía de excusa: podía echarle la culpa a otro, y eso lo hacía aceptable. Esto me empujó en una nueva (antigua) dirección, lo cual, por supuesto, fue bueno.
El desafío lírico era más emocional que técnico: ¿cómo responder a esas bases armónicamente «sencillas» (aunque complejas en texturas) y escribir letras sensibles sin recurrir a los clichés que tales acordes y estructuras traerían a la cabeza? Me sorprendió que los resultados que empezaron a aparecer eran muchas veces optimistas y positivos, pese a que algunas letras hablaban de guerra, de coches saltando por los aires y de situaciones similarmente aciagas.
En esas canciones había vestigios de nuestro trabajo anterior —lógicamente—, pero algo nuevo surgió también. ¿De dónde salió ese nuevo tono ilusionado y esperanzador, particularmente en tiempos turbulentos como aquellos? Mientras las canciones iban aflorando, a diario me horrorizaba con las cínicas maniobras de Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Karl Rove, Tony Blair y todos los demás, así como con la decepcionante mansedumbre con que informaban los medios de comunicación. Por aquel entonces McCain se presentaba como candidato a la presidencia y sus acólitos habían elegido a Sarah Palin como candidata a la vicepresidencia, en una jugada que sorprendentemente se tomó en serio. Un hombre negro se enfrentaba a ellos, un hombre que había escrito estimulantes discursos y nos había dado, a algunos de nosotros, un poco de esperanza, aunque pienso que no hay político que no posea cierta cantidad de veneno en su organismo. Este fue el contexto político en el que escribí esas canciones, y descubrí que mi respuesta fue similar a la expresada en mis anteriores discos en solitario: esperanza y humanidad como fuerza para combatir la indiferencia y la codicia.
Algunas de las letras y de las quejumbrosas melodías que compuse eran una respuesta a lo que yo percibía que había ya, insinuado aunque hondamente enterrado, en la música de Eno. Quise encontrar una razón para no ser escéptico, para mantener cierta ilusión, incluso cuando nada de lo que me rodeaba parecía justificarlo. Escribir y cantar eran algo así como una tentativa de terapia musical íntima.
Red Hot, la organización humanitaria fundada en 1989 para combatir el sida, produce una serie de discos benéficos en los que promueve colaboraciones entre músicos dispares. Aunque no es portugués, en 1999 nos propusieron que el compositor y cantante brasileño Caetano Veloso y yo colaboráramos en una canción para su recopilación Red Hot + Lisbon. Soy un gran fan de Veloso, con quien ya había coincidido varias veces, así que la idea de trabajar juntos no era demasiado descabellada. Por casualidad, en una canción que yo tenía a medias estaba usando un loop de percusión sacado de uno de sus temas; una ayuda en el proceso de composición que en algún momento posterior reemplazaría con músicos de verdad. Algunos compositores pueden componer dentro de su cabeza, pero para mí, cuando los ritmos que escribo son audibles y algo complejos, escucharlos de verdad orienta mejor mis líneas melódicas de voz. Que yo estuviera ya componiendo sobre el loop de una canción de Veloso significaba en cierto sentido que ya habíamos empezado a colaborar e hizo que la invitación de Red Hot pareciera redundante.
Además, ya tenía una estructura para ella; acordes de guitarra inspirados por una combinación de clásicos norteamericanos y canciones brasileñas que había estado aprendiendo de cancioneros. No sonaban mucho a acordes de rock. También tenía una melodía, pero apenas letra. Los fragmentos que había esbozado trataban de una chica que pasaba todo su tiempo en clubs nocturnos y discotecas, y apenas tenía relación con lo que la mayoría de nosotros llama vida diurna. Había quien se lo reprochaba, pero la letra la defendía diciendo que no había nada malo en el inocente placer sensual. Parte de la letra me recordaba a Neil Young, por lo menos en la manera en que encajaba en la melodía, aunque dudo que alguien lo notara. La pieza tenía forma pero estaba incompleta cuando se la mandé a Veloso. Él me respondió con letra adicional en portugués, pero hablaba de Carmen Miranda. Fuera de Brasil, la mayoría de la gente la ve como la brasileña con fruta en la cabeza que fue a Hollywood. Pero, en realidad, Miranda no era brasileña, sino portuguesa, así que, después de todo, ya teníamos una pequeña conexión con Lisboa (o con Portugal, al menos). Tras las muchas apariciones de Carmen Miranda en pelis cursis de Hollywood, mucha gente empezó a menospreciarla, pero antes había sido una cantante popular y respetada en Brasil. Sus andanzas hollywoodienses eran para los brasileños tanto un motivo de orgullo como de cierta duda y confusión. Además, su vestuario e incluso sus grandes tocados aludían a la cultura afrobrasileña —imitaban, de manera reconocible para los brasileños, los de las mujeres de la religión afrobrasileña del candombe—, así que no solo representaba la samba. Aquellos tocados encubrían algo muy profundo, y Veloso aludía indirectamente a ello en su letra. Teníamos entonces mi letra sobre una chica y la suya con referencias a otra, y ambas funcionaban juntas, yuxtapuestas. Raramente colaboro en letras; tiendo a marcar mi límite entre letras y música, pero quizá porque estábamos también alternando idiomas, resultó natural.
En 2005 empecé a trabajar en un proyecto disco-musical para teatro, en colaboración con Norman Cook, alias DJ Fatboy Slim, sobre Imelda Marcos, primera dama de Filipinas. Ya que se basaba en una figura histórica, intenté algo que no había hecho desde hacía mucho tiempo: empecé el proceso de composición con la letra. Mientras investigaba acerca de los personajes y del período, fui resaltando pasajes memorables o dignos de atención y luego reuní documentos de anécdotas, citas de discursos, entrevistas y conversaciones. Empecé a agrupar ese material en potenciales episodios y tramas, que acabarían conectándose para contar una historia. En ese proyecto primaban los personajes —todos ellos gente real— y la historia, y cada episodio y su canción debían expresar algo concreto, así que tenía sentido darle prioridad al texto. Para empezar a escribir una canción, ordenaba todas mis notas sobre una escena —las citas y el testimonio oral de Imelda Marcos y de su familia, por ejemplo— y simplemente trataba de cantarlas, a veces sobre acordes que tocaba al mismo tiempo con una guitarra, a veces sobre los ritmos de Cook. En mis notas yo apuntaba muchas de las frases originales —peculiares, repetitivas y de gran carga emocional— atribuidas a Imelda, a su marido Ferdinand y a otros. Para un compositor, esas palabras eran una bendición. ¡Eran letras ya medio hechas! No podía habérmelas inventado, y por supuesto sintetizaban perfectamente lo que la gente pensaba y sentía; o por lo menos lo que la gente quería que el mundo creyera que pensaba y sentía. Leer que Imelda había dicho que quería que inscribieran en su lápida el epitafio HERE LIES LOVE [«Aquí yace el amor»] me pareció tener el título del musical servido en bandeja de plata. No solo expresaba el hecho de que ella siempre se vio como una persona que había ofrecido desinteresadamente todo su amor al pueblo filipino y se había sacrificado por él, sino que me daba la oportunidad de usar sus reflexiones sobre su vida y sus logros, junto con algunas sutiles réplicas que ella había dirigido a sus detractores.
Otra gente ha usado también tales «textos encontrados». Por ejemplo, Peter Sellars usó declaraciones hechas en el Congreso como materia prima para el libreto de la ópera de John Adams sobre Robert Oppenheimer y la bomba, Doctor Atomic. Servirme de tales textos como materia prima para letras parecía absolverme (al menos en mi conciencia) de cierta responsabilidad por lo que los personajes decían, o cantaban, en esa pieza. Podía emplear frases, por ejemplo, mucho más sentimentales o cursis de lo que yo me habría permitido nunca escribir, y no pasaba nada, puesto que era el personaje, y no yo, quien lo decía. En la canción «Here Lies Love», Imelda canta «Las cosas más importantes son la belleza y el amor», una cita sacada de un discurso que ella dio. Si yo cantara tal letra, la gente pensaría que hay ironía en ello, pero si hago que salga de la boca del personaje, suena verdadero. Descubrí que la misma cosa era aplicable musicalmente: había referencias musicales —ritmos disco o, a mis oídos, una referencia a Kenny Rogers— y otras citas de género que se podían incluir porque eran lo que el personaje habría usado como vehículo para sus sentimientos, si hubiera sido capaz de expresarse a través de una canción. ¿Quién no querría «ponerse» la voz de Sharon Jones para expresar la increíble depravación, sentido del humor y desenfreno de visitar por primera vez un club dance importante? Por último, las palabras me parecían más verdaderas sabiendo que realmente las había dicho alguien; que no las había puesto yo en su boca.
¿Fue tal forma de escribir letras una especie de colaboración con el pasado? Aunque reordené la mayoría de esas frases encontradas, repetí algunas y transformé otras para hacerlas encajar en la métrica y la rima, intenté que mi escritura personificara las intenciones de mis invisibles «colaboradores».
Here Lies Love es una colaboración que, como la partitura que escribí con Twyla Tharp o la música para películas que he hecho a lo largo de los años, tiene menos que ver con otro músico (sin desmerecer en absoluto la contribución de Norm) que con la forma teatral propiamente dicha. Es la producción escénica, no una persona, la que necesita mi música para conseguir ciertos fines dramáticos, emocionales o rítmicos. En esa clase de colaboración hay exigencias o restricciones que hacen que trabajar solo o con otro músico sea muy diferente.
No sé si los compositores de música para teatro, televisión o cine se ven a sí mismos como colaboradores del director, del medio o del guionista, pero a veces la música y la parte visual van tan íntimamente unidas que cuesta imaginar una obra teatral o una película sin su banda sonora, y viceversa. Hay música de cine o teatro que, cada vez que la oyes, te evocan la historia, los personajes y la parte visual. En ese tipo de colaboración, las restricciones no están en los gustos o las preferencias del otro músico o compositor, sino en las necesidades de la obra en su conjunto y de sus personajes.
Un libro titulado People Power: The Philippine Revolution of 1986, An Eyewitness History, sobre los cuatro días de la Revolución del Poder Popular, me fue de enorme ayuda mientras trabajaba en Here Lies Love. Incluía no solo el testimonio de generales, sacerdotes y figuras públicas, sino también las conmovedoras palabras de gente corriente, la verdadera base de aquel movimiento. Igual que en la plaza Tahrir de El Cairo, fue la presencia de miles y miles de personas corrientes manifestándose a diario lo que inclinó la balanza en Filipinas. Sus palabras me permitieron ver a través de sus ojos los hechos, lo mundano mezclado con lo sublime, y lo revivieron para mí. Habiendo visitado Manila, podía imaginarme los barrios, las casas y las calles descritas por esa gente, la manera en que su vida cotidiana se cruzaba con los acontecimientos históricos. La gente tendía a mencionar detalles muy concretos que flotaban en el aire y fueron absorbidos por la vorágine de la historia. La gente salía a hacer un poco de ejercicio por la mañana y aparecían tanques por las calles. Salías a tomar café y te encontrabas cientos de miles de personas congregadas en la esquina de tu casa.
Casualmente, aquellos días estaba también leyendo un libro de Rebecca Solnit, A Paradise Built in Hell, sobre las casi utópicas transformaciones sociales que a veces surgen de desastres o revoluciones; cómo los ciudadanos se ayudan unos a otros desinteresada y espontáneamente tras sucesos traumáticos como los terremotos de San Francisco y de México, el bombardeo aéreo de Londres o los atentados del 11 de septiembre. Todos esos eventos tienen en común un momento mágico y fugaz en que la clase y otras diferencias sociales desaparecen y la humanidad en común se hace evidente. Esos momentos no suelen durar más que unos pocos días, pero tienen un impacto profundo y duradero en los implicados, testigos de una puerta entreabierta a un mundo mejor, cuya existencia nunca olvidarán.
La Revolución del Poder Popular me pareció uno de esos momentos, y esperé poder capturar una pizca de ese sentimiento en canciones y escenas. Una pieza teatral que antes me había parecido una tragedia podía tener una especie de final feliz e incluso edificante, no solo por describir el derrocamiento de un dictador y de su esposa, sino porque también asomaba la humanidad de un pueblo.
Ser capaz de escribir canciones en las que soy el cauce de los sentimientos y de las ideas de otros fue muy liberador y, bueno, más fácil de lo que pensaba. Es componer por encargo, pero sin demasiada vaguedad en la intención, pues las fuentes —la gente— son tan reales como lo que ocurrió.
Tras la publicación en tapa dura de este libro, el musical Here Lies Love ha debutado en el escenario. Ha sido bien recibido, lo cual es un gran alivio, y el material continuó evolucionando y cambiando hasta el estreno.
Leí recientemente un libro de Jack Isenhour titulado He Stopped Loving Her Today, sobre la grabación de una canción de George Jones que algunos llaman la mejor canción country de todos los tiempos. ¡Un libro entero sobre la grabación de una canción!
Bueno, para grabar esa canción se tardaron dieciocho meses, no en sesiones de grabación consecutivas, por supuesto, sino entre principio y final. Esto es un montón de tiempo perseverando en una canción. Parte del retraso fue debido a la infame toxicomanía de Jones; en algún momento sus amigos tuvieron que sujetarlo ante el micrófono para que cantara. Sorprendentemente, en esas condiciones pudo aún producir; incluso grabó grandes éxitos durante ese período. Pero se desmoronaba cuando llegaba a la sección hablada del final de «He Stopped Loving Her Today».
Lo impresionante para mí es cuán colaborativa fue la creación de esa canción. Por supuesto que Jones le daba a cada tema que cantaba su propia interpretación. Los pequeños gorjeos vocales que solía añadir no estaban en la composición, por ejemplo. Pero fue Billy Sherrill, el legendario productor de country, quien tuvo la visión de lo que la canción podía llegar a ser. Sherrill hizo que el equipo de expertos compositores que había escrito la versión inicial de la canción la reescribiera tres veces más antes de darse por satisfecho. Según la autobiografía de Jones I Lived to Tell It All, fue Sherrill quien les sugirió introducir una estrofa en la que la mujer va a visitarlo una última vez. Esa estrofa está aún en la canción.
Ese proceso de reescribir, de ser presionado y guiado, me recordó la manera en que trabajé con el director de teatro Alex Timbers y con el director artístico de Public Theater, Oskar Eustis, para llevar el musical Here Lies Love al escenario. Como parte de ese proceso, Alex y Oskar sugerían ocasionalmente no solo dónde se necesitaría una nueva canción, sino que, como Sherrill, especificaban también qué tenía que decir cada estrofa propuesta. No cómo decirlo —ese era mi trabajo—, sino qué emociones e información necesitaban ser expresadas para hacer avanzar la narración y ayudarnos a entender las motivaciones de un personaje. Por ejemplo, ya teníamos canciones y escenas en las que el marido de Imelda, el presidente Marcos, es sorprendido teniendo un affaire, un punto de inflexión en la vida de ella. Pero para que nosotros entendamos que esto significa algo tenemos que verlos antes como una pareja feliz. Hacía falta una nueva canción para lograrlo.
Eso fue para mí un nuevo tipo de colaboración. Tenía mucha experiencia escribiendo letras y melodías para música de otra gente, pero esto era mucho más específico. Algunas de esas canciones evolucionaron a lo largo de muchos años, lo cual supera por un buen trecho el récord de Jones.
Esos ajustes e ideas para nuevas canciones no ocurrieron todos a la vez. La necesidad de ellos y lo que necesitaban cumplir se fue revelando poco a poco. Recuerdo que hace dos años, cuando estábamos dando un taller, Alex pensó que necesitábamos una canción en la que Imelda reacciona ante la revelación de que su marido, el presidente, la ha engañado con otra. La canción debía empezar, pensaba Alex, con ella sumida en la desesperación y luego ir haciéndose más optimista a medida que Imelda decide dedicar su vida y su amor al pueblo filipino.
Afortunadamente, encontré algunas declaraciones de ella en las que decía casi exactamente esto: había usado la expresión «estrella y esclava», que, aunque un poco excesivamente dramática, expresaba cómo se sentía en su relación con «el pueblo» en aquel momento. Al final de la canción ella se ha recuperado de su desesperación y anuncia que va a olvidarse de tener vida personal. Todo esto lo dijo realmente, lo cual me fue de gran ayuda. Usé «Stand by Your Man» —otra producción de Sherrill, casualmente— como modelo, porque su potente estribillo no llega hasta muy al final de la canción. Esto podría parecer contradictorio, pues normalmente quieres enganchar al oyente con la gran frase expresada en un estribillo tan pronto como sea posible. Pero funcionó para Tammy Wynette y tal vez, pensé, funcionaría para mí. Las estrofas, paso a paso, te llevarían a la conclusión expresada en el estribillo final. Necesitabas hacer el viaje entero para recibir todo el impacto.
Eso funcionó, pero Alex y Oskar querían más. Sentían que nos hacía falta ver a Imelda arrebatándole realmente el mando a su marido, por la enfermedad de él y como venganza por haber sido traicionada. Afortunadamente, una vez más, los documentos históricos resultaron de ayuda. Medio en broma, Imelda había irrumpido en un consejo de ministros quejándose: «¡Pobre de mí, ahora tengo que hacerlo todo yo!».
Ya tenía un inicio y un título para la canción («Pobre de mí»). La escribí modificando la música de una canción anterior en la que su esposo la moldea para ser una esposa política perfecta, y añadiendo nueva letra y melodía: sería un buen flashback sónico, pensé. Hice que el jefe de prensa del palacio filipino anunciara que «el presidente se encuentra bien» cuando podíamos claramente verlo tendido enfermo en la cama. Todo esto ocurriría simultáneamente, solapándose.
Dos años después, en el último mes de ensayo, Alex y Oskar piensan que la canción y la escena están bien, pero que pueden mejorarse. Creen que tenemos que ver más explícitamente que la decisión de Imelda es absoluta, implacable, y está motivada por la aventura de su marido. Me fui a casa y escribí una estrofa adicional para Imelda, en la que ella impreca al presidente con las palabras más duras posibles (en tagalo) y luego anuncia: «Hace falta una mujer para hacer el trabajo de un hombre». (Esta frase arranca a menudo aplausos del público). El hilo narrativo queda por tanto mucho más claro. La escena consigue una gran reacción del público, lo cual, por supuesto, se debe en parte a los actores y también a la puesta en escena de Alex; la canción sola no lo hace todo.
En retrospectiva, me pregunto si se me habría ocurrido escribir la canción, por no decir revisarla hasta lo que finalmente devino. Me alegro de que tuviéramos la oportunidad de dejar que la pieza evolucionara paso a paso. Ese fue un tipo de colaboración que yo nunca había experimentado antes; no era como en las bandas sonoras, por ejemplo, en las que la música tiene que adaptarse al carácter de una escena.
No fue siempre fácil ser apremiado de esa manera. En ocasiones tuve que tragarme el orgullo, pero en parte me ayudó una «norma» del teatro según la cual el autor (o el compositor) tiene la palabra final: su texto no puede ser alterado. El texto se considera sagrado, así que si yo probaba una sugerencia y no me gustaba, siempre podía pedir, de la forma más amable posible, que la canción volviera a su estado original. Este poder implícito me daba cierta libertad, me permitía ser flexible y condescendiente con todas las sugerencias, y podía probar cosas de las que no estaba seguro, de las que incluso dudaba, sabiendo que no serían inamovibles. En lugar de volverme más conservador, mi poder oculto me alentaba a aceptar riesgos. Al final, la mayoría de esos cambios y añadidos ayudaron realmente a mejorar la obra, aunque con algunos costó cierto tiempo encontrar su mejor expresión.
Escribir letras para que encajen en una melodía o métrica previas, tal como hice en Everything That Happens y en muchos otros discos, es algo que cualquiera que escriba rimas hace natural e intuitivamente. Todos los raperos improvisan o componen con un patrón rítmico, por ejemplo. Me habían animado a hacer más explícito este procedimiento, que es generalmente interiorizado, mientras escribía las letras de Remain in Light. Esa fue la primera vez que abordé así las letras de un disco entero. Descubrí que resolver el rompecabezas de conseguir que palabras y frases encajaran en estructuras previas a menudo daba lugar, de forma bastante sorprendente, a letras con consistencia emotiva y a veces hasta con hilo narrativo, cuando tal aspecto de los textos no había sido planeado de antemano.
¿Cómo ocurre esto? En Remain in Light, e incluso antes, buscaba palabras que encajaran en fragmentos melódicos preexistentes, míos o de otros. Tras llenar montones de páginas con ocurrencias sin hilo conductor, escudriñaba en ellas para ver si aparecía algún grupo lírico relevante. A menudo algunas frases que sugerían el principio de algún tema concreto parecían querer aparecer. Esto puede sonar a magia; afirmar que un texto «quiere» surgir (y ya hemos oído esto antes), pero es verdad. Cuando algunas frases, incluso si han sido seleccionadas casi al azar, empiezan a adquirir sentido juntas y parecen estar hablando de la misma cosa, es tentador afirmar que tienen vida propia. La letra puede haber empezado como desvarío, pero a menudo, aunque no siempre, surge una «historia» en su sentido más amplio. Narrativa emergente, se podría decir. Pero hay ocasiones en que las palabras pueden resultar una adición peligrosa para la música: pueden maniatarla. Las palabras implican que la música trata de lo que dicen las palabras, literalmente, y nada más. Mal puestas pueden destruir la agradable ambigüedad que constituye gran parte de la razón de que nos guste la música. Esa ambigüedad posibilita que el oyente adapte psicológicamente una canción a sus necesidades, sensibilidad o situación, pero las palabras pueden también limitar esto. Hay un montón de hermosas piezas musicales que no puedo escuchar porque han sido «arruinadas» por una mala letra; ya sea mía o de otros. En su canción «Irreplaceable», Beyoncé hace rimar «minute» con «minute» y a mí me da repelús cada vez que la escucho (en parte porque, llegado ese punto, ya estoy cantando a coro). En mi propio tema «Astronaut» acabo con la línea «me siento como un astronauta», que parece la metáfora de alienación más estúpida posible. Puaj.
Así que empiezo improvisando una melodía sobre la música. Hago esto cantando sílabas sin sentido, pero con una pasión extrañamente inadecuada, puesto que no estoy diciendo nada. Una vez que tengo una melodía sin palabras y un arreglo de voz que a mis colaboradores (si los hay) y a mí nos gusten, me pongo a transcribir ese galimatías como si tuviera palabras de verdad.
Escucharé con atención las incoherentes vocales y consonantes de la grabación y trataré de entender lo que ese tipo (yo), exteriorizando sentimientos de manera tan enérgica pero indescifrable, está diciendo realmente. Es como un ejercicio forense. Seguiré el sonido de las incongruentes sílabas tan de cerca como pueda. Si en ese galimatías una frase melódica termina en un sonido agudo de oooh, transcribiré esto, y al elegir palabras reales buscaré una que acabe en esa sílaba o todo lo cerca que me sea posible. Entonces, el proceso de transcripción suele terminar en una página de palabras de verdad, aún bastante al azar, que suenan justo igual que el galimatías.
Hago esto porque la diferencia entre un oooh y un aaah, o entre un sonido «b» y un «th», es, creo, parte integrante de la emoción que la historia quiere expresar, y quiero ser fiel a esa intención inconsciente e inarticulada. Ciertamente, ese contenido carece de narrativa o no tiene aún sentido literal, pero está ahí: lo oigo, lo percibo. En esa fase, mi labor está en encontrar palabras que respondan y se ciñan a las cualidades sónicas y emocionales, en lugar de desatenderlas y posiblemente destruirlas.
Parte de lo que hace que las palabras funcionen en una canción es cómo suenan a los oídos y cómo sientan en la lengua. Si sientan bien fisiológicamente, si la lengua del cantante y las neuronas espejo del oyente se avienen con la deliciosa pertinencia de las palabras que surgen, esto sobrepasará inevitablemente cualquier sentido literal; aunque el sentido literal no es malo. Si las recientes hipótesis científicas sobre las neuronas espejo son correctas, entonces podríamos decir que «cantamos» con empatía —con la mente y con las neuronas que activan los músculos de la boca y del diafragma— cuando oímos y vemos a alguien que canta. En ese sentido, presenciar una actuación y escuchar música es siempre una actividad de participación. El acto de poner palabras en papel es ciertamente parte de componer una canción, pero la prueba está en ver cómo se percibe al ser cantada. Si suena falsa, el oyente lo notará.
Trato de no prejuzgar nada de lo que me pasa por la cabeza durante esta fase del proceso de composición: nunca sé si algo que suena estúpido al principio será, en un entorno lírico que puede surgir en cualquier momento, lo que haga que todo brille, así que por muchas páginas que llene, trato de mantener a raya al censor que llevo dentro (fig. D).
Hay veces en que sentarme a la mesa e intentar forzar esto no funciona. Nunca padezco de bloqueo mental, exactamente, pero a veces las cosas van más lentas. En estos casos me pregunto si la parte consciente de mi mente no está pensando demasiado, y es exactamente en ese momento cuando más quiero y necesito sorpresas y extravagancias de las profundidades. Respecto a eso, hay técnicas que ayudan. Por ejemplo, me voy a hacer footing por el West Side y me llevo una micrograbadora con la que grabo frases que se me ocurren y que encajen en el patrón rítmico de la canción. En las raras ocasiones en que voy en coche, hago lo mismo (¿hay alguna ley que me prohíba componer canciones mientras conduzco?). En esencia, cualquier cosa —conducir, hacer footing, nadar, cocinar, ir en bicicleta— que ocupe parte de la conciencia y distraiga su atención, funciona.
La idea es darle al material ctónico la libertad necesaria para que afluya y gorgotee. Para distraer a sus guardianes. A veces, una sola estrofa, o incluso un par de frases, resonarán y bastará con esto para «desatarlo» todo. A partir de ahí se convierte en algo más parecido a rellenar espacios, a resolver un rompecabezas convencional.
Ese particular proceso de composición podría también ser considerado como una colaboración; una colaboración con uno mismo, con el subconsciente propio y con el colectivo, tal como lo expresaba Jung. Igual que en los sueños, a menudo parece que una parte oculta de uno mismo, un Doppelgänger, trata de comunicarse, de transmitir información importante. Al escribir nos adentramos en diferentes aspectos de nosotros mismos, en diferentes personajes, en diferentes partes de nuestro cerebro y de nuestro corazón. Y entonces, cuando todos ellos han dicho lo que piensan, nos echamos mentalmente atrás, dejamos de adentramos en nuestros infinitos yos y adoptamos una visión más distante y crítica con lo que hemos hecho. ¿Acaso no trabajamos siempre editando y estructurando el flujo de nuestros muchos yos? ¿Acaso no es el producto final el resultado de dos o más partes de nosotros mismos, trabajando el uno con el otro? Este proceso ha sido llamado a menudo «canalizar» por gente del mundo de la creación, de la misma forma que otra gente se refiere a sí misma como «cauce» de algún tipo de fuerza que se expresa a través de ella. Supongo que la entidad externa —el dios, el extraño, la fuente— es parte de uno mismo, y que esa clase de creación tiene que ver con cómo escucharla y colaborar con ella.