Capítulo 9
Clarke

Cruzó la entrada de la tienda que habían convertido en hospital de campaña y salió al claro. Aun sin ventanas, había notado que se acercaba el amanecer. El cielo era una explosión de color y el aire seco despertaba en su cerebro sentidos que ni siquiera sabía que existían. Deseó con toda el alma haber podido compartir la experiencia con las dos personas que le habían inspirado el anhelo de conocer la Tierra, pero nunca tendría ocasión.

Sus padres habían muerto.

—Buenos días.

Clarke se crispó. Le parecía inconcebible que, hacía solo unos meses, considerara la voz de Wells el sonido más glorioso de todo el universo. Él tenía la culpa de que sus padres hubieran muerto, de que sus cuerpos flotaran sin vida por el espacio infinito, cada vez más lejos de todo cuanto habían conocido y amado. En un momento de debilidad, ella le había confiado un secreto que jamás debería haber compartido. Y aunque Wells había jurado que no se lo diría a nadie, no había esperado ni veinticuatro horas para chivarse a su padre, tan ansioso por ser el hijo perfecto, el niño dorado de Fénix, que había traicionado a la chica a la que decía amar.

Se volvió a mirarlo. Habría podido atizarle allí mismo, pero evitaría cualquier confrontación si eso significaba acercarse a él.

Cuando echó a andar sin mirarlo, Wells la cogió del brazo.

—Espera un momento. Solo quería…

Clarke se dio media vuelta y retiró la mano.

—No me toques —le dijo con rabia.

Wells dio un paso atrás y abrió unos ojos como platos.

—Lo siento —dijo. Su voz era firme, pero Clarke advirtió el dolor en su rostro.

Siempre se le había dado bien interpretar las emociones del chico. Wells no sabía mentir; por eso estaba segura de que, cuando prometió guardar el secreto, había sido sincero. Pero algo le hizo cambiar de idea, y los padres de Clarke habían sido los perjudicados.

Wells no se movió.

—Solo quería asegurarme de que te las arreglas bien —se disculpó con voz queda—. Hoy acabaremos de inspeccionar los restos del accidente. ¿Necesitas algo especial para tus pacientes?

—Sí. Un quirófano estéril. Vías, un escáner de cuerpo entero, médicos de verdad…

—Estás haciendo un trabajo fantástico.

—Lo estaría haciendo aún mejor si hubiera pasado los últimos seis meses haciendo prácticas en el hospital en vez de confinada en una celda.

Aquella vez, Wells estaba preparado para el chasco y la escuchó impertérrito.

El cielo, cada vez más luminoso, bañaba el claro de una luz casi dorada que encendía el paisaje como si la noche lo hubiera pulido. La hierba se diría más verde, y las minúsculas gotas de agua que salpicaban las hojas desprendían un precioso fulgor. Flores violáceas se desplegaban en el que antes parecía un matorral cualquiera. Los pétalos ovalados se alargaban hacia el sol y se mecían al aire como si bailaran al son de una música que solo ellos podían oír.

Wells le leyó la mente.

—Si no te hubieran confinado, no estarías aquí —repuso con suavidad.

Ella giró la cabeza de golpe para encararse con él.

—¿Y debería agradecértelo? He visto a varios colonos morir delante de mí, poco más que niños que no querían venir pero tuvieron que hacerlo porque algún mierda como tú los delató solo por darse importancia.

—No quería decir eso —suspiró Wells, mirándola a los ojos—. Lo siento muchísimo, Clarke. No puedo expresar cuánto lo siento. Pero no lo hice para darme importancia —hizo ademán de avanzar hacia ella, pero se lo pensó mejor y recuperó la postura anterior—. Lo estabas pasando muy mal y quería ayudarte. No soportaba verte así. Solo quería que dejaras de sufrir.

Wells hablaba con tanta ternura que a Clarke se le cayó el alma a los pies.

—Mataron a mis padres —replicó ella en voz baja. A menudo imaginaba la escena. Su madre a punto de recibir el pinchazo de la aguja, sus órganos desconectándose uno a uno hasta ese horrible instante en que solo el cerebro sigue funcionando. ¿Les habrían ofrecido la última comida de rigor? A Clarke se le encogía el corazón al imaginar el cuerpo sin vida de su padre en la escotilla de liberación, los dedos manchados de rojo por las bayas que habría saboreado a solas—. Un dolor como ese nunca se supera.

Se clavaron la mirada unos instantes y el silencio adquirió peso y entidad. Por fin, Wells rompió el contacto visual y volvió la cabeza hacia los árboles que se erguían sobre ellos. De repente, el aire transportó unos sonidos vagamente musicales, procedentes de las copas.

—¿Lo oyes? —susurró Wells sin mirarla.

El canto era obsesivo y alegre al mismo tiempo, las primeras notas de una elegía por las estrellas que se apagan. Y justo cuando Clarke habría jurado que aquel milagro agridulce iba a romperle el corazón, la melodía aumentó de intensidad para anunciar el despuntar del alba.

Pájaros. Pájaros de verdad. No los veía, pero sabía que estaban allí. Se preguntó si los primeros colonos habrían oído el canto de los pájaros cuando se disponían a emprender el último viaje. ¿Les dedicaron las aves una canción de despedida? ¿O quizá, a esas alturas, unieron sus voces más bien para entonar un réquiem por la Tierra agonizante?

—Es increíble —exclamó Wells, y se volvió a mirarla con una sonrisa que ella reconoció de otro tiempo.

Clarke se estremeció. Tenía la sensación de estar viendo un fantasma, el espectro del chico al que había entregado su corazón como una tonta.

A Clarke se le escapó una sonrisa cuando vio que Wells desplazaba el peso de una pierna a otra, plantado a la puerta de su casa. Nunca le había gustado besarla en público, pero la cosa había empeorado desde que había empezado a entrenarse para oficial. La idea de enrollarse con su novia mientras iba de uniforme parecía incomodarle, y era una pena, porque Clarke, cuando lo veía tan elegante, se lo habría comido a besos.

—Nos vemos mañana —se dio media vuelta para presionar el escáner con el pulgar.

—Espera —dijo Wells, que miró por encima del hombro antes de cogerle el brazo.

Clarke suspiró.

—Wells —empezó a decir a la vez que intentaba apartarle la mano—. Tengo que irme.

Él sonrió y la sujetó con más fuerza.

—¿Tus padres están en casa?

—Sí —Clarke señaló la puerta con la cabeza—. Llego tarde a cenar.

Él la miró esperanzado. Prefería mil veces cenar con la familia de Clarke que sentarse a comer en silencio con su padre, pero ella no podía invitarlo. Esta noche no.

Wells ladeó la cabeza.

—Prometo no poner cara de asco, por más porquerías que le añada tu padre a la pasta de proteínas. He practicado —esbozó una cómica sonrisa y asintió con convicción—. Caray. ¡Está delicioso!

Clarke apretó los labios un momento antes de responder.

—Es que tengo que hablar con ellos en privado.

Wells dejó de hacer el payaso.

—¿Qué pasa? —soltó el brazo de Clarke y le cogió la mejilla—. ¿Va todo bien?

—Claro.

Ella dio un paso a un lado y giró la cara para que sus ojos no delataran el malestar que ocultaba aquella mentira. Tenía que interrogar a sus padres sobre sus experimentos, y no podía postergarlo más.

—Muy bien, pues —dijo Wells despacio—. ¿Nos vemos mañana?

En vez de darle un beso en la mejilla, Wells sorprendió a Clarke rodeándole la cintura con los brazos y atrayéndola hacia sí. La besó en los labios y, por un instante, ella se olvidó de todo salvo del calor de aquel cuerpo. En cuanto cerró la puerta, el hormigueo del miedo reemplazó el estremecimiento que le había provocado el abrazo de Wells.

Los padres de Clarke estaban sentados en el sofá. Se volvieron a mirarla.

—Clarke —su madre se levantó, sonriendo—. ¿Era Wells el que estaba contigo? ¿No quiere quedarse a cen…?

—No —replicó ella con más brusquedad de la que pretendía—. ¿Puedes volverte a sentar? Tengo que hablar con vosotros —cruzó la habitación y se acomodó en una silla, de cara a sus padres. Se había echado a temblar, presa de dos violentos sentimientos que pugnaban por el control de su cuerpo: una furia incontenible y una injustificada esperanza. Quería que sus padres reconocieran la culpa para sentir que su rabia estaba justificada, pero también rezaba para que tuvieran una buena excusa—. He averiguado la contraseña —se limitó a decir—. He entrado en el laboratorio.

Su madre abrió unos ojos como platos y se dejó caer contra el respaldo del sofá. Luego inspiró profundamente y, por un momento, Clarke creyó que le iba a dar una explicación, y que sus palabras lo devolverían todo a su lugar. En cambio, susurró la frase que Clarke más temía.

—Lo siento.

El padre tomó la mano de su esposa, sin apartar los ojos de Clarke.

—Lamento que hayas tenido que ver eso —se disculpó con voz queda—. Sé que es… impresionante. Pero no sufren. Nos aseguramos de que sea así.

—¿Cómo habéis podido? —la pregunta sonó inconsistente, incapaz de soportar el peso de la acusación, pero Clarke no sabía qué otra cosa decir—. Estáis experimentando con personas. Con niños.

Al decirlo en voz alta, se le revolvieron las tripas. Notó un regusto a bilis en la garganta.

Su madre cerró los ojos.

—No tuvimos elección —dijo con un hilo de voz—. Llevamos años intentando medir los niveles de radiación mediante otros sistemas; ya lo sabes. Cuando informamos al vicecanciller de que no era posible obtener pruebas concluyentes sin investigar con seres humanos, pensamos que comprendería que habíamos llegado a un callejón sin salida. Pero insistió en que… —se le rompió la voz. No hizo falta que terminara la frase—. No tuvimos elección —repitió en tono desesperado.

—Siempre hay elección —objetó Clarke, temblando—. Podríais haber dicho que no. Yo me habría dejado matar antes que acceder a algo así.

—Pero es que no amenazó con matarnos.

El padre de Clarke hablaba con una calma insufrible.

—Y entonces ¿por qué demonios lo estáis haciendo? —preguntó Clarke a voz en grito.

—Amenazó con matarte a ti.

El canto de los pájaros se fue apagando, dejando tras de sí un silencio distinto, como si la música, al sumirse en la quietud, hubiera impregnado el aire de melodía.

—Guau —dijo Wells impresionado—. Ha sido alucinante.

Seguía mirando los árboles, pero tendió el brazo hacia Clarke, como si lo extendiera a través del tiempo para tomar la mano de la chica que un día lo amó.

La magia se había roto. Clarke se irguió y, sin pronunciar palabra, volvió a entrar en el hospital de campaña.

Reinaba la oscuridad en el interior de la tienda. Clarke entró a trompicones, recordándose a sí misma que debía cambiarle el vendaje de la pierna a un chico y rehacer los chapuceros puntos de sutura que le había practicado a la chica del corte en el muslo. Había recuperado por fin un contenedor con vendas de verdad e hilo de sutura, pero no podría hacer mucho más hasta que encontraran el botiquín. Puesto que no había aparecido entre los restos, era muy probable que hubiera salido despedido durante el aterrizaje y se hubiera destruido.

Thalia yacía en un camastro. Seguía dormida, y al parecer el nuevo apósito aguantaba bien. Clarke ya se lo había cambiado tres veces desde que se había topado con ella tras el aterrizaje. Su amiga tenía una herida muy fea en el costado que sangraba profusamente.

Se le hizo un nudo en el estómago al recordar en qué circunstancias le había suturado el corte y rezó para que su amiga no lo recordase. Thalia se había desmayado del dolor, y desde entonces entraba y salía de la consciencia. Clarke se arrodilló y le apartó un mechón de pelo húmedo de la frente.

—Hola —dijo cuando los párpados de Thalia aletearon—. ¿Cómo te encuentras?

Abriendo los ojos, la herida se forzó a sonreír, un gesto que pareció agotar todas sus energías.

—De maravilla —repuso, pero hizo una mueca de dolor al pronunciar las palabras.

—Antes mentías mucho mejor.

—Yo nunca miento —su amiga estaba afónica, pero se las arregló para fingir indignación—. Solo le dije al guardia que tengo un problema de cervicales y que necesitaba una almohada más.

—Y luego lo convenciste de que un poco de whisky del mercado negro te ayudaría a no cantar en sueños —añadió Clarke con una sonrisa.

—Sí… Lástima que Lise no me siguiera la corriente.

—O que seas incapaz de afinar ni aunque te vaya la vida en ello.

—¡Esa era la gracia! —protestó Thalia—. El guardia nocturno habría accedido a cualquier cosa con tal de hacerme callar.

Clarke meneó la cabeza con una sonrisa.

—Y luego dices que las chicas de Fénix están piradas —señaló con un gesto la fina manta que cubría a su amiga—. ¿Puedo?

Thalia asintió, y Clarke la retiró. Adoptando una expresión profesional, despegó el vendaje. La piel de alrededor de la herida estaba enrojecida e hinchada, y había pus en el espacio entre los puntos. La herida en sí misma no era el problema. Aunque tenía mal aspecto, un corte como ese no habría quitado el sueño a nadie en un centro médico. La auténtica amenaza era la infección.

—¿Tan mal está? —preguntó Thalia con voz queda.

—Qué va, está mucho mejor —mintió Clarke con naturalidad. Sin querer, se quedó mirando el camastro vacío en el que un chico aún agonizaba la noche anterior.

—Tú no tuviste la culpa —dijo Thalia con suavidad.

—Ya lo sé —suspiró—. Es que me gustaría que no hubiera estado solo.

—Y no fue así. Wells estaba con él.

—¿Qué? —preguntó Clarke, confundida.

—Vino a verlo unas cuantas veces. Creo que la primera vez entró a buscarte, pero vio que el pobre estaba malherido y…

—¿En serio? —insistió, sin fiarse de las impresiones de una persona que había pasado el día semiinconsciente.

—Era él, te lo aseguro —gritó otra voz. Clarke se volvió a mirar y vio a Octavia sentada en el catre, con una sonrisa traviesa en el rostro—. Nunca olvidaré el día que Wells Jaha se sentó en mi cama.

Clarke la miró con incredulidad.

—¿Y tú de qué conoces a Wells?

—Hace unos años visitó con su padre el centro de cuidados. Las chicas se pasaron semanas hablando de ello. Es una supernova.

El argot de Walden hizo sonreír a Clarke mientras Octavia proseguía.

—Le pregunté si se acordaba de mí. Dijo que sí, pero es demasiado educado como para reconocer que no —la chica lanzó un suspiro teatral y se llevó la mano a la frente—. Qué desgracia la mía. He perdido mi única oportunidad de conocer el amor.

—Eh, ¿y qué pasa conmigo?

Un joven que Clarke creía dormido miró a Octavia con cara de pena y ella le sopló un beso.

Clarke negó con la cabeza y se giró otra vez hacia Thalia. Luego devolvió la vista a la herida infectada.

—No tiene buen aspecto, ¿verdad? —preguntó su amiga en voz baja, arrastrando las palabras con fatiga.

—Podría ser peor.

—Tú también estás perdiendo la capacidad de mentir. ¿Qué pasa? ¿El amor te ha ablandado?

Molesta, Clarke soltó la manta de Thalia.

—¿Ahora deliras? —miró por encima del hombro y se alegró de ver a Octavia absorta en la conversación con el chico arcadio—. Ya sabes lo que me hizo —se le revolvieron las tripas y tuvo que callar un momento—. Lo que les hizo a mis padres.

—Claro que lo sé —Thalia miró a Clarke con una mezcla de tristeza y frustración—. Pero también sé el riesgo que ha corrido viniendo aquí —sonrió—. Te quiere, Clarke. Te quiere con la clase de amor que la mayoría de la gente se pasa la vida buscando.

Clarke suspiró.

—Pues espero, por tu bien, que tú nunca lo encuentres.