Bellamy contemplaba el amanecer con los ojos entrecerrados. Siempre había supuesto que los antiguos poetas exageraban, a no ser que utilizasen drogas mejores que las que él había probado jamás. Ahora se daba cuenta de que tenían razón. Era un delirio ver cómo el cielo pasaba del negro al gris y después estallaba en pinceladas de color. No le entraban ganas de ponerse a cantar ni nada, pero es que Bellamy nunca había tenido veleidades artísticas.
Se inclinó y tapó el hombro de Octavia con la manta. Había encontrado el abrigo la noche anterior, asomando de uno de los contenedores de suministros, y más o menos le había roto un diente a un chico para quedársela. Bellamy suspiró y vio cómo su aliento se condensaba en vapor, mucho más visible que en la nave, donde el sistema de ventilación prácticamente te arrancaba el aire de los pulmones antes de que hubiera salido de la boca.
Miró a su alrededor. Después de que una tal Clarke hubiera terminado de examinar a Octavia y le hubiese informado de que solo se había torcido el tobillo, Bellamy había llevado a su hermana a los árboles para pasar la noche. Guardarían las distancias hasta saber cuántos de aquellos chicos y chicas eran verdaderos criminales y a cuántos, sencillamente, los habían arrestado por estar en el lugar equivocado en el momento más inoportuno.
Apretó la mano de su hermana. Él tenía la culpa de que la hubieran confinado. Él era el responsable de que estuviese allí. Bellamy debería haber adivinado que tenían un plan entre manos; llevaba semanas hablando del hambre que pasaban algunos niños de su unidad. Solo era cuestión de tiempo que hiciera algo para conseguir comida; aunque tuviera que robarla. Su hermana pequeña había sido condenada a muerte por tener un corazón de oro.
Él era el encargado de protegerla. Y, por primera vez en su vida, le había fallado.
Bellamy irguió los hombros y levantó la barbilla. Era alto para tener seis años, aunque eso no impidió que la gente lo mirase con curiosidad cuando se abrió paso entre la multitud del centro de distribución. No iba contra las reglas que los niños acudieran solos, pero era poco habitual. Repasó la lista que su madre le había hecho repetir tres veces antes de dejarlo salir de casa. Alimento con fibra: dos créditos. Paquetes de glucosa: un crédito. Cereales deshidratados: dos créditos. Copos de tubérculo: un crédito. Barra de proteínas: tres créditos.
Esquivó a dos mujeres que refunfuñaban delante de unas masas blanquecinas parecidas a cerebros. Bellamy puso los ojos en blanco y siguió avanzando. ¿A quién le importaba que Fénix se quedara con los mejores productos de los campos solares? Cualquiera que quisiese comer verduras debía de tener él mismo una masa blanca y fofa por cerebro.
Colocó las manos bajo el dispensador de fibra, recogió el paquete y se lo metió debajo del brazo. Había echado a andar hacia la sección de tubérculos cuando algo brillante le llamó la atención. Se volvió a mirar y vio un montón de frutas rojas y redondas dentro de un expositor. Casi nunca prestaba atención a los productos caros que se guardaban bajo llave; retorcidas zanahorias que recordaban a dedos de bruja de color naranja, horribles champiñones que más parecían zombis sorbecerebros salidos de un agujero negro que comida. Aquellas frutas, en cambio, eran distintas, con ese rosa encendido, el mismo color que brillaba en las mejillas de su vecina Rilla cuando jugaban a la invasión alienígena en el pasillo. Bueno, hasta que los guardias se llevaron al padre de Rilla y ella fue enviada a un centro de cuidados.
Se puso de puntillas para leer la cifra que marcaba el panel. Once créditos. Era mucho, pero quería tener un detalle con su madre. La pobre llevaba tres días sin levantarse de la cama. Bellamy no entendía por qué estaba tan cansada.
—¿Quieres una? —le preguntó una voz con tono irritado. El niño alzó la vista y vio que una mujer vestida con un uniforme verde lo fulminaba con la mirada—. Pídela o hazte a un lado.
Bellamy enrojeció y estuvo a punto de echar a correr. Pero después se enfadó tanto que toda la vergüenza se le pasó de golpe. No iba a dejar que su madre se quedara sin el capricho que merecía por culpa de una distribuidora amargada.
—Quiero dos —dijo con aquel tono arrogante que tanto molestaba a su madre. Cada vez que lo escuchaba, la mujer alzaba los ojos al cielo y comentaba: «Me pregunto dónde lo has aprendido»—. Y no las toquetee —añadió con brusquedad.
La distribuidora enarcó una ceja antes de volverse a mirar a los guardias que vigilaban detrás de la mesa de transacciones. A ningún waldenita le caían bien los guardias, pero a su madre le daban un miedo de muerte. Últimamente, cogía a Bellamy de la mano y cambiaba de dirección cada vez que una patrulla se acercaba. ¿Habría hecho algo que no debía? ¿Se la iban a llevar los guardias igual que se habían llevado al padre de Rilla? No, se dijo Bellamy. No lo permitiré.
Cogió las manzanas y se acercó a la mesa de transacciones. Otra distribuidora escaneó su tarjeta y se quedó mirando un momento la información del panel antes de encogerse de hombros e indicarle por gestos que se alejara. Uno de los guardias lo miró con curiosidad, pero Bellamy siguió mirando al frente. Continuó andando hasta que salió del centro de distribución. Entonces, con los paquetes bien cogidos contra el pecho, echó a correr por el camino que llevaba a su unidad residencial.
Empujó la puerta y luego la cerró con cuidado a su espalda. Estaba deseando enseñarle a su madre lo que le había traído. Entró en la zona de estar, pero las luces no se encendieron. ¿Se había vuelto a estropear el sensor? Se le hizo un nudo en el estómago. Su madre odiaba presentar solicitudes de mantenimiento. No le gustaba que vinieran extraños a casa. ¿Cuánto tiempo tendrían que pasar a oscuras?
—¡Mamá! —gritó Bellamy, entrando en el dormitorio como una exhalación—. ¡He vuelto! ¡Ya lo tengo!
Las luces funcionaban allí, y se encendieron justo cuando el niño cruzaba el umbral. La cama estaba vacía.
Bellamy se detuvo en seco, aterrado. Su madre se había ido. Se la habían llevado. Estaba solo. En aquel momento, oyó un golpe sordo procedente de la cocina. Suspiró cuando el alivio y luego la emoción reemplazaron al miedo. ¡Se había levantado de la cama!
Corrió a la cocina. Su madre miraba por el ventanuco que daba a la tenebrosa escalera. Se cogía la parte baja de la espalda con una mano, como si le dolieran los riñones.
—¡Mamá! —gritó—. Mira lo que te he traído.
Ella jadeó con fuerza pero no se dio la vuelta.
—Bellamy —dijo como si su hijo fuera un vecino inoportuno—. Has vuelto. Deja la comida en la mesa y vete a tu cuarto. Yo iré enseguida.
Decepcionado, Bellamy se negó a moverse. Quería ver la cara que ponía su madre cuando descubriera la fruta.
—¡Mira! —insistió el niño, tendiendo las manos, sin saber si su madre llegaba a ver las manzanas en el reflejo de aquel cristal oscuro y polvoriento.
Ella torció la cabeza para mirarlo por encima del hombro.
—¿Qué llevas ahí? —la madre entornó los ojos—. ¿Manzanas? —apretó los labios y se frotó un lado de la cabeza como hacía siempre cuando volvía del trabajo. Antes de ponerse enferma—. ¿Cuánto te han…? Da igual. Vete a tu cuarto, ¿vale?
A Bellamy le sudaban las manos cuando colocó los paquetes sobre la mesa que había junto a la puerta. ¿Había metido la pata? Las luces parpadearon y se apagaron.
—Maldita sea —musitó su madre mirando al techo—. Bellamy, ahora.
Bueno, suponía que era su madre. Volvía a mirar por la ventana y su voz sonaba extraña en la oscuridad, como si perteneciera a otra persona.
Mientras se alejaba despacio, Bellamy echó un vistazo por encima del hombro. Su madre ni siquiera parecía ella misma. La vio ponerse de lado, revelando una barriga redonda e inmensa, como si escondiera algo debajo de la camisa. Bellamy parpadeó y se largó a toda prisa, convencido de que los ojos le habían jugado una mala pasada. Ignoró el escalofrío que le recorría la espalda.
—¿Qué tal está?
Bellamy alzó la vista y vio a Clarke, que, de pie a su lado, despegaba la vista de su hermana dormida para mirarlo a él. Asintió.
—Creo que está bien.
—Perfecto —Clarke alzó una ceja algo chamuscada—. Porque sería una pena que cumplieses tu amenaza de ayer por la noche.
—¿Qué dije?
—Me dijiste que si no salvaba a tu hermana, harías estallar el planeta y a todos los que estamos aquí.
Bellamy sonrió.
—Pues menos mal que solo se ha torcido un tobillo.
Ladeó la cabeza y observó a Clarke con expresión socarrona. La pobre tenía ojeras de puro agotamiento, pero las sombras de su mirada aún resaltaban más sus ojos verdes. Sintió una punzada de remordimiento por haberse portado como un idiota la noche anterior. La había tomado por la típica boba de Fénix que hace prácticas de medicina para tener algo de lo que presumir en las fiestas. En cambio, a juzgar por la tensión que contraía sus rasgos delicados y por los pegotes de sangre que llevaba en la rojiza melena, Clarke no se había sentado a descansar desde que habían aterrizado.
—Y bien —prosiguió Bellamy, recordando la confesión que había hecho Wells la noche anterior junto a la hoguera y el empujón que le había dado Clarke poco después—, ¿por qué tratas tan mal al pequeño canciller?
Clarke lo miró con una mezcla de incredulidad e indignación. Por un momento, Bellamy temió que le atizara, pero ella, al final, se limitó a negar con la cabeza.
—No es asunto tuyo.
—¿Es tu novio? —insistió él.
—No —repuso Clarke, lacónica, pero enseguida esbozó una sonrisa inquisitiva—. ¿Y a ti qué te importa?
—Solo intento hacer un censo —respondió Bellamy—. En concreto, de las chicas guapas sin compromiso que hay en la Tierra.
Clarke puso los ojos en blanco. Luego se volvió a mirar a Octavia y todo rastro de risa abandonó su semblante.
—¿Qué pasa?
Bellamy siguió la mirada de Clarke.
—Nada —se apresuró a decir ella—. Es que me gustaría tener algún antiséptico para desinfectarle ese corte de la cara. Y hay heridos que necesitan antibióticos.
—Entonces, ¿no tenemos ningún medicamento? —preguntó el chico, frunciendo el ceño con preocupación.
Clarke lo miró, sobresaltada por haber hablado más de la cuenta.
—Creo que los botiquines salieron volando cuando nos estrellamos. Pero todo irá bien —añadió rápidamente, aunque ni ella se creía la mentira que acababa de soltar, a juzgar por su expresión—. Al menos, durante un tiempo. El cuerpo humano posee una sorprendente capacidad de recuperación…
Clarke se interrumpió cuando sus ojos se posaron en las manchas de sangre del uniforme robado.
Bellamy hizo una mueca y miró al suelo, pensando si Clarke temería por la vida del canciller. Esperaba que hubiera sobrevivido. Ya pesaban bastantes crímenes sobre su conciencia. Aunque, bien pensado, daba igual que sobreviviese o no. En la siguiente expedición llegaría alguien con el encargo de ejecutar a Bellamy en el acto, por mucho que el disparo hubiera sido accidental. En cuanto Octavia pudiera moverse, se marcharían de allí. Caminarían unos cuantos días para alejarse del grupo y buscarían un lugar donde instalarse. Bellamy se había pasado meses y meses empollándose las guías de supervivencia que había encontrado en la cubierta B y pensaba sacarles partido. Estaba listo para afrontar lo que les deparasen aquellos bosques. No podía ser peor que la llegada de otra nave.
—¿Tardará mucho en poder caminar?
Clarke volvió a mirar a Bellamy.
—Ha sufrido un esguince, así que tardará unos días en volver a andar, creo yo, y un par de semanas en estar recuperada del todo.
—¿O puede que menos?
Clarke ladeó la cabeza y esbozó una pequeña sonrisa que, por un momento, hizo olvidar a Bellamy que estaba atrapado en un planeta potencialmente tóxico con noventa y nueve delincuentes juveniles.
—¿Qué prisa tienes?
Pero antes de que pudiera responder, alguien llamó a Clarke y ella se marchó.
Bellamy inspiró hondo. Sorprendido, descubrió que aquel simple gesto le aclaraba las ideas y lo hacía sentir despierto y alerta. Tal vez el aire fuera tóxico y, sin embargo, cada vez que lo inhalaba sentía algo raro pero fascinante, como cuando una chica misteriosa pasa junto a ti sin mirarte a los ojos aunque tan cerca que puedes oler su perfume.
Dio unos pasos hacia los árboles. Pese a que tenía ganas de verlos de cerca, no le apetecía alejarse demasiado de Octavia. No reconocía ninguna de aquellas especies, pero también es verdad que el único libro sobre botánica terrestre que había podido encontrar versaba sobre plantas africanas, y Wells había dicho algo de que estaban en la costa oeste de lo que en su día fueron los Estados Unidos.
Una ramilla se partió a su lado. Bellamy se dio media vuelta y vio a una chica de rostro anguloso y pelo encrespado.
—¿Buscas algo?
—Wells dice que todos los que no estén heridos tienen que recoger leña.
A Bellamy se le encogió el estómago de rabia y respondió a la chica con una sonrisa antipática.
—No creo que Wells esté en posición de dar órdenes, así que, si te parece bien, yo me ocuparé de mí mismo, ¿vale?
Ella cambió de postura, incómoda, antes de echar una mirada nerviosa por encima del hombro.
—Largo —le dijo Bellamy, haciéndole gestos de que se marchara.
Satisfecho, la vio alejarse a toda prisa.
Bellamy estiró el cuello para otear el cielo. No se veía nada salvo un inmenso vacío en todas direcciones. Daba igual dónde estuvieran. Cualquier punto de aquel planeta sería infinitamente mejor que el mundo que habían dejado atrás.
Por primera vez en su vida, era libre.