Capítulo 5
Clarke

Durante los primeros diez minutos, los prisioneros estaban demasiado aturdidos por los disparos como para darse cuenta de que surcaban el espacio a velocidad de vértigo, de que eran los primeros seres humanos que abandonaban la colonia en casi trescientos años. El impostor se había salido con la suya. Había empujado a un lado el cuerpo exánime del canciller justo cuando se cerraba la puerta de la nave y luego, dando traspiés, había buscado un asiento. Clarke comprendió, por la expresión horrorizada de su rostro, que una muerte no entraba en sus planes.

A ella, en cambio, el accidente del canciller no la había impresionado tanto como lo que había visto justo antes del disparo.

Wells estaba en la nave de transporte.

Al verlo cruzar la puerta, se había dicho que estaba alucinando. Las posibilidades de que Clarke hubiera perdido la razón eran muchísimo más altas que la eventualidad de que el hijo del canciller acabara confinado. Ya se había quedado de piedra cuando, al mes de ser sentenciada, habían encerrado a Glass, la mejor amiga de Wells, en una celda de su mismo pasillo. ¿Y ahora también Wells? Increíble, pero cierto. Lo había visto ponerse en pie durante el altercado y luego desplomarse en el asiento cuando el auténtico guardia había disparado y el impostor había irrumpido en la nave cubierto de sangre. Por un momento, Clarke había sentido el viejo impulso de correr hacia Wells para consolarlo, pero algo mucho más sólido que el arnés se lo había impedido. Por culpa de Wells, sus padres habían ido a parar a la cámara de ejecución. Por más que le doliese, Wells merecía eso y mucho más.

—Clarke.

Buscó el origen de la voz y vio a Thalia, que le sonreía unas filas más adelante. Su antigua compañera de celda se había girado en el asiento; era la única que no miraba fijamente al falso guardia. A pesar de las desagradables circunstancias, Clarke no pudo evitar devolverle la sonrisa. Thalia tenía ese don. Poco después de que arrestaran a Clarke y ejecutaran a sus padres, cuando sentía una pena tan honda que no podía ni respirar, Thalia había hecho reír a Clarke imitando a un guardia muy presumido que dejaba de arrastrar los pies y empezaba a pavonearse siempre que creía que las chicas lo estaban mirando.

—¿Es él? —articulaba ahora su amiga, torciendo la cabeza hacia Wells. Thalia era la única persona que lo sabía todo, no solo lo de los padres de Clarke sino también lo del inconfesable crimen de la chica.

Clarke negó con la cabeza, como dándole a entender que no era el momento de hablar de aquello. Thalia siguió haciendo señas. La otra estaba a punto de decirle que se callara cuando el ruido de los propulsores principales ahogó todo lo demás.

Había sucedido realmente. Por primera vez en varios siglos, los humanos habían abandonado la colonia. Clarke miró a los demás pasajeros y vio que se recogían también, como si guardaran un minuto de silencio espontáneo por el mundo que dejaban atrás.

En cualquier caso, la solemnidad de aquel instante no duró nada. A lo largo de los veinte minutos siguientes, la charla nerviosa de un centenar de personas que jamás, hasta hacía unas horas, habían pensado que llegarían a viajar a la Tierra inundó la nave. Thalia le gritó algo a Clarke, pero el escándalo se tragó las palabras.

La única conversación que Clarke podía seguir era la de las dos chicas que tenía delante, que discutían sobre la probabilidad de que el aire de la Tierra fuera respirable.

—Prefiero caer muerta nada más bajar que envenenarme poco a poco durante varios días —comentó una con expresión sombría.

Clarke estaba más o menos de acuerdo, pero no abrió la boca. No tenía sentido ponerse a especular. El viaje a la Tierra sería breve; en solo unos minutos sabrían lo que les deparaba el destino.

Miró por las escotillas, detrás de las cuales se veían deshilachadas nubes grises. La nave dio una sacudida y unos gritos ahogados interrumpieron el murmullo de la conversación.

—No pasa nada —dijo Wells, que hablaba por primera vez desde que las escotillas se habían cerrado—. Es normal que haya turbulencias al entrar en la atmósfera terrestre.

No pudo seguir hablando; los gritos de la cabina sofocaban sus palabras.

El traqueteo aumentó, seguido de un extraño zumbido. A Clarke se le clavó el arnés en el estómago y su cuerpo osciló de lado a lado, se columpió arriba y abajo y luego volvió a oscilar. Le entraron arcadas cuando un olor rancio inundó sus fosas nasales. Advirtió que la chica que tenía delante había vomitado. Clarke cerró los ojos con fuerza e hizo esfuerzos por tranquilizarse. Todo iba bien. Dentro de unos minutos habría terminado.

El zumbido se transformó en un penetrante chirrido, salpicado de horribles chasquidos. Abriendo los ojos, Clarke descubrió que las escotillas se habían agrietado y ya no mostraban un escenario gris.

Solo llamas.

Esquirlas de metal al rojo empezaron a llover sobre los pasajeros. Clarke se protegió la cabeza con los brazos pero los restos de metal le quemaban el cuello.

La nave se zarandeó con más fuerza y una parte del techo se separó con un inmenso crujido. Sonó un choque ensordecedor seguido de un golpe que le provocó calambres en todos y cada uno de los huesos.

Y tan repentinamente como había empezado, todo terminó.

La cabina se quedó a oscuras y en silencio. El humo se arremolinaba allí donde antes estaba el panel de control y el aire se impregnó de un tufo a metal incandescente, sudor y sangre.

Muerta de dolor, Clarke movió los dedos de las manos y de los pies. Le hacían daño, pero no creía que se hubiera roto nada. Se desabrochó el arnés y, apoyada en el asiento chamuscado, se puso en pie como pudo.

Casi todos los pasajeros seguían sujetos a los asientos, pero unos cuantos yacían de lado o despatarrados en el suelo. Clarke buscó a Thalia por las filas. Cada vez que sus ojos topaban con otro asiento vacío, se le aceleraba el pulso. Una terrible realidad se abría paso entre el caos de su mente. Algunos de los pasajeros habían salido despedidos durante el aterrizaje.

Clarke cojeó hacia delante, apretando los dientes cada vez que notaba un tirón en la pierna. Llegó a la escotilla y tiró de ella con todas sus fuerzas. Inspirando profundamente, salió a la Tierra.

Por un momento, solo pudo reparar en los colores, no las formas. Pinceladas azules, verdes y marrones, tan vibrantes que su cerebro era incapaz de procesarlas. Una ráfaga de viento la azotó haciéndole cosquillas en la piel e inundando sus fosas nasales de tantos aromas distintos que Clarke renunció a tratar de identificarlos siquiera. Al principio, solo vio árboles. Cientos de ellos, como si todos los árboles del planeta se hubieran reunido para darles la bienvenida. Las enormes ramas se alzaban alegres al cielo, azul y radiante. El terreno se extendía en todas direcciones; diez veces más largo que cualquier cubierta de la nave. La magnitud del espacio era casi inconcebible, y Clarke, de repente, se sintió ligera como una pluma, como si estuviera a punto de salir flotando.

Era vagamente consciente de las voces que sonaban a su espalda. Cuando se dio media vuelta, vio que unos cuantos pasajeros salían de la nave tras ella.

—Es precioso —susurró una chica de piel oscura, que acariciaba agachada las brillantes hojas de hierba con una mano temblorosa.

Un chico bajo y corpulento dio unos pasos vacilantes. La fuerza de gravedad de la colonia pretendía imitar la de la Tierra, pero aquí la sensación era muy distinta.

—Todo va bien —dijo un chico, que parecía entre confundido y aliviado—. Podríamos haber regresado hace siglos.

—No lo sabes —replicó la primera—. Podemos respirar, sí, pero eso no significa que el aire no sea tóxico —se dio media vuelta para mirarlo y levantó la muñeca mostrando la pulsera—. Esto no es ningún adorno, ¿sabes? El Consejo no las tiene todas consigo.

Una de las más jóvenes, que acababa de salir, gimió y se tapó la boca con la chaqueta.

—Puedes respirar normalmente —le dijo Clarke.

Miró a su alrededor para comprobar si Thalia había salido ya. Clarke habría querido decir algo más tranquilizador, pero era imposible saber hasta qué punto la radiación seguía contaminando la atmósfera. Solo podían esperar y cruzar los dedos.

—No volveremos muy tarde —le dijo su padre mientras se ponía una chaqueta que Clarke no conocía. Se acercó a su hija, que estaba acurrucada con la tablet en el sofá, y le revolvió el pelo—. No te quedes despierta hasta muy tarde. En los últimos tiempos se han puesto muy estrictos con el toque de queda. Creo que hay problemas en Walden.

—No voy a ir a ninguna parte —dijo Clarke, señalando sus pies descalzos y los pantalones de hospital que usaba para dormir.

Para ser uno de los científicos más famosos de la colonia, las capacidades deductivas de su padre dejaban mucho que desear. Claro que, con las horas que dedicaba a su investigación, ¿quién podía culparlo de no saber que la ropa de hospital no era lo que se dice la última moda entre las adolescentes?

—Sea como sea, será mejor que no te acerques al laboratorio —le dijo él en un tono desenfadado muy calculado, como si se le acabara de ocurrir.

En realidad, desde que se habían mudado a la nueva vivienda se lo repetía a Clarke cinco veces al día. El Consejo había concedido a sus padres un laboratorio privado a medida. Al parecer, la naturaleza de sus experimentos actuales requería que los controlaran también durante la noche.

—Lo prometo —repuso Clarke con infinita paciencia.

—Te lo decimos porque el material radiactivo es peligroso —gritó la madre de Clarke desde lejos. Estaba delante del espejo, arreglándose el pelo—. Sobre todo si no llevas el equipo adecuado.

Lo prometió una vez más. Cuando sus padres se marcharon por fin, volvió a concentrarse en la tablet, aunque se preguntó qué dirían Glass y sus amigos si supieran que pasaba la noche del viernes escribiendo un ensayo. Normalmente, a Clarke le aburrían un poco las clases de Literatura terrestre, pero aquel trabajo en concreto había despertado su interés. En vez de pedirles que escribieran sobre la visión de la naturaleza en la poesía previa al Cataclismo o algo así, el tutor les había sugerido que comparasen y contrastasen la moda de los vampiros de los siglos XIX y XXI.

Y aunque las historias eran entretenidas, debió de dormirse en algún momento, porque cuando se incorporó, las luces circadianas se habían atenuado y el apartamento se había convertido en un bosque de sombras inquietantes. Se levantó y estaba a punto de meterse en su dormitorio cuando un ruido extraño rompió el silencio. Se quedó petrificada. Había sonado casi como un grito. Se obligó a sí misma a respirar profundamente. No debería leer historias de vampiros antes de irse a dormir.

Se dio media vuelta y echó a andar por el pasillo, pero otro sonido resonó a lo lejos; un lamento que le puso los pelos de punta.

Para, se reprendió. Jamás llegaría a ser médico si dejaba que la mente le jugara malas pasadas. La oscuridad de aquella nueva vivienda la estaba poniendo nerviosa. Por la mañana, todo volvería a la normalidad. Clarke agitó la mano ante el sensor de la puerta de su cuarto y estaba a punto de entrar cuando volvió a oírlo: un gemido de angustia.

Con el corazón desbocado, giró sobre sí misma y cruzó el largo pasillo que conducía al laboratorio. A diferencia de las demás, aquella puerta no se abría con un escáner de retina, sino mediante una clave de acceso. Clarke pasó los dedos por el teclado, preguntándose si sería capaz de adivinar la contraseña. Luego se acuclilló y pegó el oído a la puerta.

La hoja vibró con el grito que sonó al otro lado. Clarke contuvo el aliento. Es imposible. Cuando volvió a escucharlo, sus dudas se disiparon por completo.

No solo era un grito de angustia. Era una palabra.

—Por favor.

Los dedos de Clarke volaron por encima del teclado cuando escribió la primera palabra que le vino a la mente: Pangea. Era la contraseña que su madre solía usar para proteger los archivos restringidos. La pantalla pitó y apareció un mensaje de error. A continuación tecleó Elysium, el nombre de la mítica ciudad subterránea donde, según los cuentos que los padres explicaban a sus hijos, los humanos se habían refugiado después del Cataclismo. Segundo error. Clarke buscó en su memoria otras palabras significativas. Lucy. El nombre con el que los paleontólogos bautizaron en su día los restos de homínido más antiguos que se han hallado en la Tierra. El mecanismo emitió una serie de señales graves y la puerta se abrió por fin.

El laboratorio era mucho más grande de lo que Clarke se había imaginado, mayor que toda su casa, y contenía filas y filas de camas estrechas, como las de un hospital.

Asombrada, su vista recorrió todos aquellos lechos, cada uno ocupado por un niño. Casi todos dormían, conectados a monitores de constantes vitales y a recipientes de goteo intravenoso, pero unos pocos estaban despiertos y toqueteaban las tablets que sostenían en el regazo. Sentada en el suelo, una niña de pañal jugaba con un oso de peluche; llevaba una vía conectada al brazo, de la que se derramaba un líquido transparente.

La mente de Clarke buscó a toda velocidad una explicación. Aquellos niños debían de estar enfermos y requerían vigilancia constante. Era muy posible que padeciesen una extraña enfermedad, cuya cura solo conocía la madre de Clarke, o a lo mejor su padre estaba a punto de descubrir un nuevo tratamiento y necesitaba tenerlos cerca las veinticuatro horas del día. Y, claro, sus padres imaginaban que Clarke sentiría curiosidad, pero como la enfermedad era contagiosa, le habían mentido para protegerla.

Volvió a escuchar aquel grito, ahora mucho más alto. Procedía de una cama situada al otro lado del laboratorio.

La ocupaba una chica de su edad, casi la mayor de toda la sala, advirtió Clarke. Estaba tendida de espaldas, y su melena oscura se desplegaba en torno a una cara acorazonada. Al ver llegar a Clarke, la miró unos instantes en silencio.

—Por favor —dijo por fin. Le temblaba la voz—. Ayúdame.

Clarke echó un vistazo a la etiqueta que habían pegado al monitor de constantes vitales. SUJETO 121.

—¿Cómo te llamas? —le preguntó.

—Lilly.

Clarke se quedó allí plantada, incómoda, pero cuando Lilly se incorporó, optó por sentarse en la cama. Acababa de empezar las prácticas y aún no había interactuado con los pacientes, pero sabía que el trato personal es fundamental en el ejercicio de la medicina.

—Estoy segura de que muy pronto te dejarán volver a casa —la consoló—. En cuanto te encuentres mejor.

Lilly dobló las rodillas y escondió la cara contra las piernas, murmurando algo ininteligible.

—¿Qué has dicho? —le preguntó Clarke. Miró por encima del hombro y se preguntó por qué en la sala no había una enfermera o algún médico en prácticas cuidando de los pacientes mientras sus padres no estaban. Si a alguno de aquellos niños les pasaba algo, no habría nadie allí para ayudarlos.

Lilly levantó la cabeza pero evitó los ojos de Clarke. Se mordió el labio para contener las lágrimas y miró al vacío.

Cuando volvió a hablar, lo hizo en susurros.

—Nadie mejora nunca.

Clarke reprimió un escalofrío. Las enfermedades no eran frecuentes en la nave; Walden no había vuelto a sufrir ninguna epidemia desde aquel último brote, que había sido controlado gracias a la cuarentena. Miró a su alrededor, buscando alguna pista que la ayudase a deducir qué clase de enfermedad se estaba tratando allí, y sus ojos se posaron en la enorme pantalla que cubría la pared del fondo. El panel mostraba un enorme gráfico en el que parpadeaban una serie de datos. «Sujeto 32. Edad 7. Día 189. 3,4 Gy. Recuento rojos. Recuento blancos. Respiración». «Sujeto 33. Edad 11. Día 298. 6 Gy. Recuento rojos. Recuento blancos. Respiración».

Al principio, Clarke no advirtió nada raro en toda aquella información. Era lógico que sus padres controlasen las constantes vitales de unos niños enfermos que estaban a su cuidado. Si no fuera porque las unidades Gy no tenían nada que ver con las constantes vitales. El Gray era una unidad de radiación, un dato que ella conocía perfectamente porque sus padres llevaban años investigando los efectos de la exposición a la radiación con el objetivo de determinar cuándo sería seguro volver a la Tierra.

Cuando volvió a mirar la cara pálida de Lilly, una escalofriante conclusión empezó a tomar forma en las profundidades de su mente. Intentó acallarla, devolverla a la oscuridad, pero la idea se imponía a cualquier otro pensamiento; una verdad tan horrible que tuvo ganas de vomitar allí mismo.

La investigación de sus padres ya no se limitaba al cultivo de células. Habían empezado a experimentar con seres humanos.

La madre y el padre de Clarke no estaban curando a aquellos niños. Los estaban matando.

Habían aterrizado en una especie de claro en forma de L, rodeado de árboles por todas partes.

No abundaban los heridos de gravedad, pero sí había los suficientes para mantener a Clarke ocupada. Durante casi una hora, se dedicó a improvisar torniquetes con mangas de chaqueta y perneras de pantalón, y ordenó a aquellos que se habían roto algún hueso que se quedasen tendidos mientras ideaba algún modo de entablillarlos. El equipo yacía esparcido por la hierba, y aunque Clarke había enviado a varias personas en busca del botiquín, no lo habían encontrado.

La nave se había estrellado en la parte corta de la L, y durante los primeros quince minutos los pasajeros se habían apiñado alrededor del amasijo de hierros, demasiado asustados y aturdidos como para hacer nada más que dar unos pasitos temblorosos. Ahora, en cambio, pululaban de acá para allá. Clarke no había localizado a Thalia, ni tampoco a Wells, aunque, la verdad, no sabría decir si la ausencia de este último la preocupaba o la aliviaba. Puede que Wells se hubiera marchado con Glass. No la había visto en la nave, pero tenía que estar en alguna parte.

—¿Cómo te encuentras? —preguntó Clarke, concentrándose otra vez en el vendaje de un tobillo tumefacto. La lesionada era una niña muy guapa de ojos grandes y pelo oscuro, que llevaba la melena recogida con una estropeada cinta roja.

—Mejor —repuso la herida, y se enjugó la nariz con la manga. Al hacerlo, se manchó la cara con la sangre de un corte. Clarke tendría que conseguir vendas de verdad y algún antiséptico. Todos estaban expuestos a gérmenes para los que sus organismos no tenían defensas, y el riesgo de infección era muy alto.

—Vuelvo enseguida.

Se despidió de la niña con una rápida sonrisa y se puso en pie. Si el botiquín no estaba en el claro, tenía que seguir en la nave. Corrió hacia los humeantes restos de la cápsula y empezó a rodearlos, buscando el modo más seguro de volver a entrar. Por fin, llegó a la parte trasera de la nave, que reposaba a pocos metros del lindero del bosque. Se estremeció. Los árboles crecían tan juntos en aquel lado del claro que las hojas, al tapar la luz, proyectaban en el suelo enredadas sombras que bailaban con el viento.

Pero había algo inmóvil entre todas aquellas sombras. Clarke entornó los ojos para ver mejor.

Una chica yacía en el suelo, acurrucada contra las raíces de un árbol. Debía de haber salido disparada por detrás de la nave durante el aterrizaje. Clarke corrió hacia ella, y un sollozo le subió por la garganta cuando reconoció el cabello corto y rizado y las pecas que le salpicaban la nariz. Thalia.

Se arrodilló a su lado. La sangre manaba de la herida que tenía en la zona de las costillas y la hierba se teñía de rojo bajo su pelo oscuro, como si la propia tierra sangrase. Thalia estaba viva, pero su respiración era irregular y superficial.

—Todo irá bien —susurró Clarke, cogiendo la mano inerte de su amiga. El viento murmuraba en lo alto—. Te lo juro, Thalia, todo irá bien.

Sonó más como una plegaria que como un intento de tranquilizar a la herida, aunque Clarke no estaba segura de a quién le rezaba. Los seres humanos habían abandonado la Tierra en su noche más negra. Al planeta le importaba un comino que se muriesen todos tratando de regresar.