Por supuesto, aquel cabrón presumido llegaba tarde. Impaciente, Bellamy golpeteó el suelo con el pie, sin preocuparse por el eco que resonaba en el almacén. Ya nadie bajaba allí; hacía muchos años que los saqueadores se habían llevado cualquier cosa de valor. Había basura por todas partes: piezas de maquinaria, billetes, rollos y más rollos de cable y alambre, pantallas y monitores rotos.
Bellamy notó una mano en el hombro y dio media vuelta de un salto, en guardia, protegiéndose la cara con los puños y ladeando el cuerpo.
—Tranquilízate, hombre —exclamó Colton mientras encendía la linterna y la enfocaba directamente a los ojos de Bellamy. Escudriñó a su amigo con una expresión burlona en su rostro alargado y enjuto—. ¿Por qué me has pedido que viniera aquí? —sonrió con aire de suficiencia—. ¿Buscando porno de la Edad de Piedra entre los ordenadores rotos? No te culpo. Si yo tuviera que conformarme con lo que hay por Walden, seguro que también me volvía un depravado.
Bellamy ignoró la pulla. Aunque acababan de ascenderlo a guardia, Colton aprovechaba cualquier expedición para divertirse un poco con alguna chica.
—Tú dime de qué va todo eso, ¿vale? —dijo Bellamy, haciendo esfuerzos por fingir indiferencia.
Colton apoyó la espalda contra la pared y sonrió.
—No te dejes engañar por el uniforme, hermano. No he olvidado la primera regla del negocio —tendió la mano—. Dámelo.
—Eres tú el que se confunde, Colt. Ya sabes que yo nunca te fallo —se palmeó el bolsillo que contenía un chip cargado con créditos de estraperlo—. Ahora dime dónde está.
Al ver que el guardia esbozaba otra sonrisa petulante, a Bellamy le dio un vuelco el corazón. Desde que habían arrestado a Octavia, sobornaba a Colton para conseguir información, y el muy idiota siempre disfrutaba como un cerdo cuando le daba malas noticias.
—Despegarán hoy —las palabras golpearon el pecho de Bellamy como un puñetazo—. Están preparando una vieja cápsula de transporte en la cubierta G —volvió a tender la mano—. Venga. Esta misión es máximo secreto y me estoy jugando el culo por ti. Estoy harto de hacer el primo.
Bellamy se quiso morir cuando una serie de imágenes desfilaron ante sus ojos: su hermana pequeña amarrada a una vieja jaula de metal, surcando el espacio a mil kilómetros por hora; su rostro cada vez más amoratado mientras intentaba respirar el aire tóxico; su cuerpo desmadejado, tan quieto como…
Bellamy dio un paso adelante.
—Lo lamento, tío.
Colton entornó los ojos.
—¿Qué es lo que lamentas?
—Esto.
Bellamy cogió impulso y le asestó al guardia un puñetazo en la mandíbula. Sonó un fuerte crujido, pero él no sintió nada salvo un revuelo en el corazón cuando vio a Colton caer al suelo.
Treinta minutos después, Bellamy trataba de entender la extraña escena que se desplegaba ante él. Se había apoyado de espaldas en la pared del pasaje que conducía a una rampa muy empinada. Montones de presos enfundados en chaquetas grises se dirigían a la pendiente, escoltados por un puñado de guardias. Al fondo, la cápsula de transporte esperaba, un aparato circular equipado con filas y más filas de asientos de seguridad que llevarían a aquellos pobres infelices a la Tierra.
Todo aquello era espantoso, pero preferible a la otra opción, supuso Bellamy. Aunque en teoría te concedían una segunda oportunidad al cumplir los dieciocho años, casi todos los menores juzgados a lo largo del último año habían sido declarados culpables. De no ser por aquella misión, estarían contando los días para su ejecución.
A Bellamy se le cayó el alma a los pies cuando atisbó una segunda rampa. Por un momento, temió que Octavia se le hubiera escapado. De todas formas, daba igual que la viera embarcar o no. Estaban a punto de reencontrarse.
Bellamy se atusó las mangas del uniforme de Colton. Le quedaba muy justo, pero de momento ninguno de los guardias se había fijado en él. Observaban atentamente el fondo de la rampa, donde el canciller Jaha se dirigía a los pasajeros.
—Se os ha concedido una oportunidad sin precedentes de cortar con el pasado —decía el canciller—. La misión en la que estáis a punto de embarcaros es peligrosa, pero vuestro valor será recompensado. Si triunfáis, vuestras infracciones serán perdonadas y podréis empezar una nueva vida en la Tierra.
Bellamy estuvo a punto de resoplar. Había que ser muy sinvergüenza para estar allí soltando las chorradas que debía de decirse a sí mismo para poder dormir por las noches.
—Controlaremos vuestros movimientos muy de cerca con el fin de manteneros a salvo —prosiguió el canciller mientras los diez prisioneros siguientes bajaban por la rampa. El guardia que los acompañaba saludó al canciller al estilo militar antes de depositar su cargo en la nave y retirarse al pasaje. Bellamy buscó a Luke con la vista, el único waldenita que no se había convertido en un capullo después de que lo nombraran guardia, pero en la plataforma de embarque no habría más de una docena de agentes. Al parecer, el Consejo concedía más importancia al secreto que a la seguridad.
Intentó no mover el pie con impaciencia mientras la cola de prisioneros desfilaba por la rampa. Si lo pillaban haciéndose pasar por guardia, la lista de acusaciones sería interminable: soborno, chantaje, suplantación de identidad, conspiración y todo lo que al Consejo se le pasase por la cabeza. Y puesto que tenía veinte años, no sería confinado: a las veinticuatro horas de dictar sentencia, lo ejecutarían.
A Bellamy se le encogió el corazón cuando atisbó al fondo de la pasarela una familiar cinta de color rojo que asomaba entre una cortina de brillante pelo oscuro. Octavia.
Desde que habían confinado a Octavia hacía diez meses, las dudas sobre la suerte que corría su hermana no lo dejaban vivir. ¿Comía lo suficiente? ¿Había encontrado un modo de mantenerse ocupada? ¿De seguir cuerda? Aunque el confinamiento era una experiencia brutal para cualquiera, sabía que Octavia lo estaba pasando infinitamente peor que nadie.
Podría decirse que Bellamy había criado a su hermana pequeña. O al menos lo había intentado. Tras el accidente de su madre, la tutela de los dos hermanos había pasado a manos del Consejo. No existía ningún protocolo que hiciera referencia al vínculo fraterno (las leyes de reproducción eran tan estrictas que las parejas solo tenían permiso para engendrar un hijo, a veces ninguno) y nadie en toda la colonia entendía lo que significaba tener un hermano. Bellamy y Octavia habían vivido en distintos centros de cuidados durante varios años, pero él siempre se había hecho cargo de su hermana; escamoteaba algún que otro crédito para ella cuando entraba «casualmente» en uno de los almacenes restringidos, y reñía a las deslenguadas niñas mayores que se divertían atormentando a la huérfana de carrillos regordetes y grandes ojos azules. Bellamy se preocupaba por ella constantemente. Aquella niña era especial y haría todo lo posible por ofrecerle la oportunidad de conocer una vida distinta. Cualquier cosa por asegurarse de que sobreviviese a lo que le deparase el destino.
Al ver que un guardia escoltaba a Octavia hacia la rampa, Bellamy reprimió una sonrisa. El grupo al completo arrastraba los pies con parsimonia junto a los guardias que los guiaban a la nave, pero saltaba a la vista que Octavia marcaba el ritmo. Se movía con deliberada lentitud, que obligaba al guardia que la acompañaba, y a todos los demás, a reducir el paso. En realidad, parecía más animada que la última vez que la había visto. Bellamy supuso que era lógico. La habían sentenciado a cuatro años de confinamiento, y su hermana se había resignado a aguardar su ejecución. Ahora, en cambio, una segunda oportunidad asomaba en el horizonte. Y Bellamy se aseguraría de que la aprovechase.
Haría lo que fuera necesario. Se iría a la Tierra con ella.
La voz del canciller resonaba por encima de las pisadas y de los murmullos nerviosos. Sus maneras seguían siendo de soldado, pero tras años y años en el Consejo habían acabado por adquirir esa pátina propia de los políticos.
—Nadie en la colonia sabe lo que estáis a punto de hacer, pero si triunfáis, os deberemos la vida. Sé que haréis cuanto esté en vuestra mano por asegurar vuestra propia supervivencia, la de vuestras familias y la de todas las personas que viajan a bordo de esta nave; de la raza humana al completo.
Cuando Octavia distinguió a Bellamy entre los guardias, abrió la boca de la sorpresa. Su hermano la vio sacar conclusiones a toda prisa. Ambos sabían que no lo habían nombrado agente, y eso significaba que estaba allí en calidad de impostor. Justo cuando su hermana estaba a punto de articular una advertencia, el canciller se dio la vuelta para dirigirse a los prisioneros que seguían bajando por la rampa. Octavia giró la cabeza de mala gana, pero Bellamy advirtió que se le crispaba la espalda.
Cuando el canciller acabó de pronunciar su discurso e indicó por gestos a los guardias que terminaran de embarcar a los pasajeros, a Bellamy se le aceleró el pulso. Tenía que esperar al momento justo. Si se precipitaba, lo detendrían. Si esperaba demasiado, Octavia partiría rumbo a un planeta tóxico mientras él se quedaba allí para afrontar las consecuencias de haber dificultado el despegue.
Por fin, le llegó el turno a Octavia. Se volvió a mirar a su hermano e hizo un gesto negativo casi imperceptible para advertir a Bellamy que no hiciera ninguna tontería.
Bellamy, sin embargo, llevaba toda la vida haciendo tonterías y no tenía intención de cambiar a esas alturas.
El canciller movió la cabeza en dirección a una mujer vestida con un uniforme negro. Esta se giró hacia un cuadro de mandos situado junto a la nave y procedió a pulsar una serie de botones. Grandes números se encendieron en la pantalla.
Había empezado la cuenta atrás.
Bellamy tenía tres minutos para cruzar la puerta, bajar la rampa y entrar en la cápsula de transporte. Si no lo conseguía, perdería a su hermana para siempre.
Cuando los últimos pasajeros embarcaron, el ambiente se aligeró. Alrededor de Bellamy, los guardias se relajaron y se pusieron a charlar en voz baja. Al otro lado de la plataforma, en la segunda rampa, alguien se rio con un odioso ronquido.
2.48… 2.47… 2.46…
A Bellamy le dio tanta rabia que olvidó un momento lo nervioso que estaba. ¿De qué se reían aquellos idiotas? ¿No se daban cuenta de que su hermana y otros noventa y nueve niños estaban a punto de ser enviados a lo que podía ser una misión suicida?
2.32… 2.31… 2.30…
La mujer que manejaba el panel de mandos sonrió y le dijo algo al canciller, pero este frunció el ceño y se alejó.
Los auténticos guardias se habían apartado de la nave y ahora se apiñaban en la pasarela. O bien pensaban que tenían mejores cosas que hacer o bien temían que aquel viejo cacharro volase en pedazos y querían ponerse a salvo.
2.14… 2.13… 2.12…
Bellamy respiró profundamente. Había llegado el momento.
Se abrió paso entre la concurrencia y se colocó detrás de un guardia rechoncho que llevaba la pistolera colgada del cinto con descuido, con la culata de la pistola a la vista. Bellamy le arrebató el arma y echó a correr rampa abajo.
Antes de que nadie entendiera lo que estaba pasando, Bellamy hundió el codo en el vientre del canciller y le aferró el cuello con un brazo de acero. La plataforma estalló en gritos y carreras, pero antes de que nadie pudiera reducirlo, Bellamy apuntó con la pistola a la sien del canciller. Ni en sueños pensaba pegarle un tiro al muy cerdo, pero los guardias tenían que pensar que iba en serio.
1.12… 1.11… 1.10…
—¡Todo el mundo atrás! —gritó Bellamy, estrujando al canciller aún más. El hombre gimió. Sonó un fuerte pitido y los números de la pantalla mudaron de verde a rojo. Quedaba menos de un minuto. Solo tenía que esperar a que la puerta de la nave empezara a cerrarse, empujar al canciller a un lado y meterse a toda prisa. No tendrían tiempo de detenerlo.
—Dejad que entre en la nave o disparo.
Se hizo el silencio en la plataforma, salvo por el chasquido de una decena de armas al ser amartilladas.
Dentro de treinta segundos, o bien estaría viajando con Octavia rumbo a la Tierra, o bien de vuelta a Walden en una bolsa para cadáveres.