Capítulo 28
Glass

Aquel año, la música sonó dos veces en Fénix. El Consejo había aprobado aquel hecho excepcional y, por primera vez desde que nadie tenía recuerdo, los instrumentos terrestres se extrajeron de las cámaras de preservación y fueron trasladados como oro en paño al observatorio para la fiesta de avistamiento.

Debería haber sido una de las noches más mágicas de toda la vida de Glass. La población de Fénix al completo había acudido en manada a la cubierta observatorio, ataviada con sus mejores galas, y la elegante multitud bullía de emoción. Alrededor de Glass, la gente hablaba y reía mientras se acercaba a las enormes ventanas con sus copas de vino tinto espumoso bien sujetas en la mano.

Ella aguardaba junto a Huxley y Cora, que charlaban animadamente. Sin embargo, aunque veía cómo movían los labios, no distinguía las palabras. Hasta la última célula de su cuerpo estaba pendiente de los músicos, que ahora tomaban asiento en silencio al otro extremo del observatorio.

Cuando los músicos empezaron a tocar, Glass cambió de postura, cada vez más inquieta. No podía dejar de pensar en Luke. Sin él, aquella música que solía dejarla traspuesta le sonaba hueca. Las melodías que antes parecían expresar los más hondos secretos de su alma seguían siendo hermosas, pero le rompía el corazón saber que la única persona con la que quería compartirlas estaba en otra parte.

Echó un vistazo a la cubierta y vio a su madre, que lucía un vestido de noche gris y los guantes de la familia, de cabritillo, uno de los pocos pares que quedaban en la nave, deslucidos por el paso del tiempo pero aún infinitamente preciosos. Hablaba con alguien ataviado con el uniforme del canciller, pero no era Jaha. Sobresaltada, Glass comprendió que aquel hombre era el mismísimo vicecanciller Rhodes. Aunque solo lo había visto unas cuantas veces antes de aquella, reconoció la nariz afilada y la sonrisa burlona.

Sabía que debía acercarse, presentarse, sonreír al vicecanciller y alzar la copa para brindar con él. Debería darle las gracias por el indulto, poner cara de felicidad mientras la gente los miraba y cuchicheaba. Eso era lo que su madre habría querido, lo que debería hacer, si en algo apreciaba su vida. Sin embargo, al mirar los odiosos ojos oscuros de Rhodes, se dio cuenta de que no tenía fuerzas para hacer el paripé.

—Toma, quédate esto. Necesito tomar el aire —dijo Glass, y le tendió a Cora su copa de vino, todavía llena.

Cora enarcó las cejas pero no protestó; tenían asignada una sola copa por persona aquella noche. Echando un último vistazo a su madre para asegurarse de que no estaba pendiente de ella, Glass se abrió paso entre el gentío y salió al pasillo. No se cruzó con nadie mientras se dirigía rápidamente a su casa, donde se cambió el vestido por unos pantalones sosos y ocultó la melena bajo una gorra.

En Walden no habían designado un observatorio especial para la ocasión, pero sí había varios pasillos con ojos de buey por la parte de estribor, la zona por la que, en teoría, aparecería el cometa. Los waldenitas que no tenían turno aquel día pululaban por allí desde primera hora de la mañana para reservar los mejores sitios. Cuando Glass llegó, los pasillos ya estaban muy concurridos de gente que charlaba nerviosa y se apiñaba junto a las ventanas. Algunos niños esperaban ansiosos con la cara pegada al cristal de cuarzo o encaramados a hombros de sus padres.

Al doblar una esquina, Glass se fijó en un grupo en particular, que se apretujaba junto a una ventana situada a pocos metros de donde estaba ella: tres mujeres y cuatro niños. Se preguntó si el cuarto chiquillo sería el hijo de algún vecino o quizá un huérfano que habían llevado consigo.

La más pequeña se bamboleó hacia Glass y le dedicó una sonrisa tímida.

—Hola —le dijo Glass, y se agachó para ponerse a la altura de la niña—. ¿Tienes ganas de ver el cometa?

La pequeña no respondió. Fijó sus grandes ojos oscuros en la cabeza de Glass.

Ella, cohibida, se palpó la coronilla e hizo una mueca al darse cuenta de que se le había soltado el pelo. Quiso volver a esconderlo a toda prisa, pero la niña tendió la mano para estirarle un mechón.

—Posy, deja a la señorita en paz —Glass alzó la vista y descubrió que una de las mujeres caminaba hacia ellas—. Lo siento —le dijo a Glass, riendo—. Es que le gusta tu pelo.

Ella sonrió pero se mordió la lengua. Aunque había aprendido a disimular el acento de Fénix, cuanto menos hablara, mejor.

—Venga, Pose —decía ahora la mujer, cogiendo a la niña por el hombro para alejarla de allí.

Pasaban de las 2100. El cometa aparecería en cualquier momento. Allá en Fénix, el observatorio al completo estaría esperando en un reverente silencio. Aquí, en cambio, los niños reían y saltaban, y una pareja de adolescentes recitaba a viva voz la cuenta atrás.

Glass miró a ambos lados del pasillo, pero no vio a Luke por ninguna parte.

—¡Mirad! —chilló una niña. Una línea blanca asomó por detrás de la luna. En lugar de extinguirse como la mayoría de los cometas, la luz se hizo más intensa; la cola del cometa se expandía resplandeciente a través del espacio. Hasta las estrellas palidecían a su lado.

Glass dio un paso adelante por acto reflejo, y la pareja que miraba por la ventana más próxima se echó a un lado para dejarle sitio. Era precioso, pensó maravillada. Y aterrador. Crecía y crecía hasta llenar por completo las vistas, como si viajara directamente hacia ellos.

¿Habrían calculado mal? Se aferró al saliente con tanta fuerza que se hizo daño en las palmas de las manos. A su alrededor, la gente empezó a retroceder entre murmullos frenéticos y gritos asustados.

Glass cerró los ojos. No podía mirar.

Un brazo la rodeó. Supo, sin volverse a mirar, que pertenecía a Luke. Conocía su aroma y el tacto de su mano como si fueran una segunda piel.

—Te estaba buscando —dijo Glass, y se dio media vuelta.

Aunque el acontecimiento astronómico más importante de su vida se estaba desplegando allí mismo, Luke solo tenía ojos para ella.

—Esperaba que vinieras —le susurró el chico al oído.

La inquieta multitud estalló en gritos de admiración cuando el cometa pasó de largo por encima de la nave dejando tras de sí una lluvia de fuego. Luke la estrechó con más fuerza y Glass se recostó contra su pecho.

—No soportaba la idea de verlo sin ti —le dijo.

—¿No has tenido problemas para escapar?

—No, en realidad no —a Glass se le encogió el estómago al recordar a su madre charlando con el vicecanciller—. Pero me gustaría no andar siempre escondiéndome.

Acarició la mejilla de Luke con los dedos.

Él le tomó la mano y se la besó.

—A lo mejor podemos hacer que tu madre cambie de idea —opinó en tono grave—. Podría hablar con ella. Ya sabes, demostrarle que no soy ningún salvaje. Que me preocupo por el futuro… nuestro futuro. Que voy en serio contigo.

Glass sonrió con tristeza.

—Ojalá fuera tan fácil.

—No, lo digo de veras —le estrechó ambas manos—. Ella está convencida de que soy un waldenita cateto que intenta aprovecharse de ti. Tiene que saber que lo nuestro no es un rollo. Que es real.

—Ya lo sé —repuso ella, apretándole la mano—. Ya lo sé.

—No, me parece que no lo sabes —dijo Luke, y se sacó algo del bolsillo.

Volvió a mirarla con una expresión muy intensa en la cara.

—Glass —empezó a decir, con los ojos muy brillantes—. No quiero pasar ni un solo día lejos de ti. Quiero dormir todas las noches contigo y despertar cada mañana junto a ti. No quiero nada más; solo estar a tu lado durante el resto de mi vida.

Abrió la mano, en la que brillaba un pequeño objeto dorado. Era el medallón de Glass.

—Ya sé que no es exactamente un anillo, pero…

—Sí —se limitó a responder ella, porque no había nada más que decir, nada más que hacer salvo ponerse el medallón y besar a aquel chico al que amaba más que a sí misma. El cometa, al fondo, inundó de oro el firmamento.