Capítulo 27
Wells

Wells miraba el cielo. Nunca se había sentido cómodo en las atestadas tiendas y, después de lo sucedido aquella noche, la idea de apiñarse con un montón de gente que había considerado la opción de cortar a Octavia en pedazos le horrorizaba. A pesar del frío, le gustaba dormirse contemplando las mismas estrellas que veía desde la cama de su casa. Disfrutaba con esos momentos en los que la luna desaparecía detrás de una nube y la oscuridad se hacía tan cerrada que ni siquiera podías distinguir la silueta de los árboles. Entonces, el cielo parecía extenderse hasta el suelo, creando la impresión de que no estabas en la Tierra sino allá arriba, entre las estrellas. Siempre se entristecía un poco cuando abría los ojos por la mañana y descubría que los astros se habían esfumado.

Por desgracia, aquella noche, ni el mismo cielo era capaz de apaciguar la mente de Wells. Se incorporó y, molesto, arrancó las piedras y las ramas que se habían quedado pegadas a la manta. Un susurro entre las hojas de un árbol cercano captó su atención. Se levantó y alargó el cuello para ver mejor.

Wells observó maravillado cómo un árbol, del que no había brotado ni una mísera flor desde que habían aterrizado, florecía ante sus ojos. Trémulos pétalos de un rosa intenso surgieron de unas vainas en las que no había reparado hasta entonces, como dedos que se extendieran en la oscuridad. Wells se puso de puntillas, levantó los brazos y arrancó un tallo.

—¿Wells?

Se dio media vuelta y vio a Clarke a pocos metros de allí.

—¿Qué estás haciendo?

Él estaba a punto de formular la misma pregunta, pero en lugar de hacerlo caminó en silencio hacia ella y le deslizó la flor en la mano. Ella se la quedó mirando, y por un instante el chico pensó que se la iba a devolver. Comprobó aliviado que, por el contrario, Clarke alzaba la vista y sonreía.

—Gracias.

—De nada —se miraron a los ojos un momento—. ¿Tú tampoco podías dormir? —preguntó, y ella negó con la cabeza.

Wells buscó asiento en una raíz superficial que ofrecía espacio suficiente para los dos y le indicó a Clarke por gestos que se sentara a su lado.

Ella se acomodó al cabo de un segundo, dejando unos milímetros de separación entre ambos.

—¿Qué tal está Thalia? —preguntó Wells.

—Mucho mejor. Doy gracias de que Octavia haya dado la cara —Clarke miró al suelo y acarició la flor con un dedo—. No me puedo creer que mañana vayan a irse.

Su voz contenía una nota de pesar que anudó el estómago de Wells.

—Pensaba que te alegrarías de verla marchar, después de lo mucho que has sufrido por su culpa.

Clarke guardó silencio un instante.

—Las buenas personas también cometen errores —alzó la vista para mirar a Wells a los ojos—. No por eso dejan de importarte.

Se quedaron largos instantes escuchando el murmullo del viento entre las hojas y el silencio se impregnó de todo aquello que no habían dicho. De esas disculpas que jamás serían capaces de expresar lo mucho que lamentaba Wells todo lo sucedido.

El juicio a los dos científicos más famosos de Fénix se había convertido en el acontecimiento del año. Había más gente reunida en la cámara del Consejo de la que se había congregado jamás para un discurso o para cualquier otro evento que no fuera la Ceremonia de Conmemoración.

Wells, sin embargo, apenas prestaba atención al público. El asco que le inspiraba la curiosidad morbosa de los presentes —como romanos ansiosos por ver correr la sangre en el Coliseo— se esfumó en cuanto sus ojos se fijaron en la única persona que ocupaba la primera fila. No había vuelto a ver a Clarke desde la noche que ella le había confiado el secreto de los Griffin. Wells se lo había contado a su padre, que había sopesado la información con mucho interés. Como Wells sospechaba, el canciller no sabía nada sobre los experimentos y de inmediato había mandado abrir una investigación. Sin embargo, las averiguaciones habían dado un terrible giro que Wells no se esperaba y ahora los padres de Clarke tenían que enfrentarse al Consejo acusados de un delito criminal. Aterrado y muerto de remordimientos, Wells llevaba toda la semana tratando de contactar con Clarke, pero su avalancha de mensajes no había recibido respuesta, y cuando acudió a su casa, encontró la vivienda cerrada y custodiada.

Con expresión indescifrable, Clarke observaba cómo los miembros del Consejo tomaban asiento. De repente, se volvió hacia Wells. Fijó la mirada en él con un odio tan intenso que el hijo del canciller notó un regusto a bilis en la garganta.

Wells se encogió en su asiento de la tercera fila. Solo pretendía que el canciller cerrara la investigación, que pusiera fin al sufrimiento de Clarke. Jamás imaginó que sus padres serían sometidos a un juicio a vida o muerte.

Dos guardias escoltaron a la madre de Clarke hasta el banquillo de los acusados. Pasó la vista por el Consejo con la cabeza alta, pero cuando vio a su hija se hundió.

Clarke se levantó de un salto y dijo algo que él no distinguió. Daba igual. La triste sonrisa de la mujer ya había partido el corazón de Wells en dos.

Otra pareja de guardias escoltó al padre de Clarke hasta el estrado, y el juicio comenzó.

Un miembro femenino del Consejo abrió la sesión ofreciendo un resumen de la investigación. Según los Griffin, informó, el vicecanciller Rhodes había ordenado someter a seres humanos a pruebas de radiación, algo que Rhodes negaba rotundamente.

Un extraño sopor se apoderó de Wells cuando vio que el vicecanciller se levantaba y, con mucha circunspección, explicaba que, aunque era verdad que había accedido a proporcionarles el nuevo laboratorio que habían solicitado, jamás había sugerido a los Griffin que experimentasen con niños.

Las voces sonaban muy lejanas; los fragmentos de las preguntas que formulaban los miembros del Consejo y las réplicas de los acusados le llegaban distorsionados, como ondas sonoras de una galaxia distante. Wells oyó que la multitud ahogaba un grito antes de que su cerebro pudiera procesar lo que había provocado aquella reacción.

Y entonces, de repente, el Consejo votó.

La palabra culpables se abrió paso entre la niebla que se había instalado sobre Wells. Se volvió a mirar a Clarke, que seguía sentada, rígida e inmóvil.

—Culpables.

No, pensó Wells. No, por favor.

—Culpables.

La palabra resonó por la mesa hasta que le tocó el turno a su padre. Carraspeó y, por un breve instante, Wells creyó que había esperanza. Que su padre discurriría un modo de reconducir aquello.

—Culpables.

—¡No! —el grito angustiado de Clarke se elevó sobre los ensordecedores murmullos de sorpresa y los susurros satisfechos. Se puso en pie—. No pueden hacer eso. Ellos no tuvieron la culpa —arrugaba la cara con rabia cuando señaló al vicecanciller—. Usted. Usted les obligó a hacerlo, maldito cabrón embustero.

Dio un paso adelante y de inmediato los guardias la redujeron.

El vicecanciller Rhodes lanzó un largo suspiro.

—Me temo que se le da mucho mejor experimentar con niños inocentes que mentir, señorita Griffin —se volvió a mirar al padre de Wells—. Sabemos, por los registros de seguridad, que visitaba a esos niños regularmente. Conocía las atrocidades que estaban cometiendo sus padres y no hizo nada para impedirlo. Es muy posible que los ayudase.

Wells jadeó con tanta fuerza que le dolieron las costillas. Estaba seguro de que su padre haría callar a Rhodes con su mejor mirada de desdén, pero advirtió horrorizado que el canciller observaba a Clarke con expresión sombría. Al cabo de un momento, apretó los dientes y se volvió hacia los demás miembros del Consejo.

—Por lo expuesto, propongo al Consejo la aprobación de la siguiente moción, consistente en juzgar a Clarke Griffin por el crimen de cómplice de traición.

No. Las palabras del canciller se clavaron en Wells como una inyección de anestésico. Se le paró el corazón.

Wells veía a los miembros del Consejo mover los labios, pero no distinguía lo que decían. Hasta el último átomo de su cuerpo estaba concentrado en elevar una plegaria a cualquier dios olvidado que pudiera estar escuchando. Dejad que se vaya, suplicaba. Haré lo que sea. Era verdad. Estaba dispuesto a ofrecer su propia vida a cambio de la de Clarke.

Llevadme a mí en su lugar.

El vicecanciller se inclinó para susurrarle algo al padre de Wells.

Me da igual si sufro una muerte dolorosa.

El canciller adoptó una expresión aún más grave si cabe.

Empujadme por la escotilla de liberación para que mi cuerpo implosione en el vacío.

La persona que estaba sentada junto a Wells se estremeció por algo que había dicho el canciller.

Dejad que se vaya.

Wells tuvo la desagradable sensación de que el mundo había recuperado el sonido cuando un coro de gritos ahogados se elevó del público. Dos guardias cogían a Clarke y se la llevaban a rastras.

La chica que quería proteger a toda costa pronto sería sentenciada a la pena capital. Y tendría todo el derecho del mundo a odiarle hasta la muerte.

Wells era el culpable de todo.

—Lo siento —susurró Wells, como si eso, de algún modo, pudiera mejorar las cosas.

—Lo sé —repuso ella con suavidad.

Wells se quedó paralizado y, por un instante, no se atrevió a mirarla, temiendo ver cómo la pena manaba de una herida que nunca se curaría. Pero cuando por fin se volvió hacia ella, advirtió que Clarke sonreía a través de las lágrimas.

—Aquí me siento más cerca de ellos —dijo, alzando la vista hacia los árboles—. Dedicaron la vida a buscar el modo de traernos de vuelta a casa.

Wells no sabía qué decir sin romper la magia, así que guardó silencio. En cambio, se inclinó hacia ella y la besó, conteniendo el aliento hasta que vio cómo aquellas pestañas tocadas por las lágrimas se cerraban.

Al principio, fue muy suave. La boca de Wells rozó apenas los labios de ella, pero pronto notó que Clarke le devolvía el beso y el contacto prendió hasta la última célula de su cuerpo. La familiaridad de su piel, el sabor del beso, liberó algo en su interior. La atrajo hacia sí.

Clarke se hundió en él, los labios pendientes de su boca, la piel fundida con la suya, los alientos entremezclados. El mundo que los rodeaba se fue desvaneciendo, al mismo tiempo que la Tierra se convertía en un remolino de fuertes fragancias y aire húmedo que encendía el deseo de Wells. El blando suelo los acunó cuando se deslizaron del tronco. Wells tenía tantas cosas que decirle, pero las palabras se perdían en la distancia que separaba sus labios de la piel de Clarke, en el tramo que discurría de su boca al cuello.

En aquel momento, no hubo nadie más. Eran las dos únicas personas sobre la faz de la Tierra. Tal como él había imaginado siempre.