Empezaría por dejar que aquellos cerdos se murieran de hambre. Luego, quizá cuando estuvieran tan famélicos que se arrastraran ante él suplicando perdón, saldría de caza. Pero tendrían que conformarse con una ardilla o alguna otra pieza pequeña; ni en sueños pensaba cazar otro ciervo para ellos.
Bellamy se había pasado la noche en vela, vigilando el hospital de campaña para asegurarse de que nadie se acercaba a su hermana. Ahora que ya había amanecido, decidió caminar un poco por el perímetro del campamento. Tenía energía que quemar.
Cruzó el lindero del bosque y su cuerpo se relajó al instante cuando las sombras lo rodearon. A lo largo de las semanas pasadas, había descubierto que prefería la compañía de los árboles a la presencia de otras personas. Se estremeció cuando un viento frío le azotó la nuca y alzó la vista. Los claros de cielo visibles entre las ramas se habían teñido de gris, y el aire poseía una cualidad distinta; casi húmeda. Agachó la cabeza y siguió andando. A lo mejor la Tierra se había hartado de sus chorradas y estaba preparando un segundo invierno nuclear.
Dio media vuelta y deambuló hacia el arroyo, donde solía encontrar rastros de animales. Sin embargo, un aleteo a pocos metros de allí captó su atención y se detuvo a mirar.
Algo de un rojo intenso ondeaba al viento. Puede que fuera una hoja, pero no había nada más cerca de aquella sombra. Bellamy forzó la vista y, notando un extraño hormigueo en la nuca, avanzó unos pasos. Era la cinta de Octavia. No sabía qué hacía allí —hacía días que su hermana no se internaba en el bosque—, pero la reconoció perfectamente. Hay cosas que nunca se olvidan.
Los pasillos estaban a oscuras cuando Bellamy subió a toda prisa las escaleras que conducían a su vivienda. Había valido la pena saltarse el toque de queda, siempre y cuando no lo pescasen. Usando un viejo conducto de ventilación, demasiado estrecho para que nadie salvo un niño lo utilizase, se había colado en un almacén abandonado de la cubierta C del que le habían hablado. Estaba atestado de toda clase de tesoros: un sombrero de ala ancha coronado por un extraño pájaro, una caja con una inscripción que rezaba ABDOMINALES EN OCHO MINUTOS (a saber lo que significaba), una cinta roja enrollada al mango de una bolsa con ruedas. Bellamy había cambiado casi todos sus hallazgos por créditos, pero se había quedado la cinta, aunque les habría proporcionado comida para un mes. Quería regalársela a Octavia.
Presionó el escáner con el pulgar y abrió la puerta despacio. Se quedó helado. Alguien se movía en el interior. A esas horas, su madre solía dormir. Avanzó en silencio, solo lo suficiente para oír mejor, y se relajó cuando un sonido familiar llegó a sus oídos. Su madre cantaba la canción de cuna favorita de Octavia, algo que hacía constantemente. Se sentaba en el suelo y entonaba la nana a través de la puerta del armario hasta que Octavia se dormía. Suspiró aliviado. No parecía que su madre fuera a gritarle o, lo que era peor, a sufrir una de sus lloreras, tan inconsolables que a Bellamy le daban ganas de esconderse en el armario con Octavia.
El niño sonrió cuando, al entrar en la habitación principal, vio a su madre sentada en el suelo.
—Duerme, mi niño, no llores más, que una estrella un día tendrás, y si la estrella no puede cantar, un trozo de luna te dará mamá —otro sonido flotó hacia él en la oscuridad, como un soplido. ¿Sería el sistema de ventilación, que se había vuelto a estropear? Bellamy avanzó un paso—. Y si la luna deja de brillar, un pajarillo…
Bellamy volvió a escuchar aquel ruido, aunque esta vez sonó más como un resuello.
—¿Mamá? —el niño dio otro paso. Su madre estaba acuclillada delante de algo—. ¡Mamá! —gritó, abalanzándose hacia ella.
La mujer rodeaba el cuello de Octavia con las manos y, a pesar de la oscuridad, Bellamy advirtió que su hermana tenía la cara amoratada. Empujó a su madre a un lado y cogió a Octavia en brazos. Por una milésima de segundo, pensó que estaba muerta, pero el bebé se agitó enseguida y empezó a toser. Bellamy jadeó. El corazón le latía a toda velocidad.
—Solo estábamos jugando —dijo la madre con un hilo de voz—. No podía dormir. Solo estábamos jugando.
Bellamy acunó a Octavia contra su pecho, haciendo ruiditos para tranquilizarla. Se quedó mirando la pared mientras una extraña sensación se apoderaba de él. No estaba seguro de lo que se proponía su madre, pero no le cabía duda de que volvería a intentarlo.
Bellamy se puso de puntillas y tendió la mano hacia la cinta. Rodeó con los dedos la famosa tira de satén, pero cuando la estiró para cogerla se dio cuenta de que no estaba enganchada a la rama; la habían atado.
¿Habría encontrado alguien la diadema y la habría anudado para que no se perdiera? ¿No sería más lógico que la hubieran llevado al campamento? Pasó la mano por la rama con ademán distraído, acariciando la áspera corteza, y luego continuó tronco abajo. De repente, se quedó de una pieza. Acababa de notar un vacío, como un hueco en el tronco del que sobresalía un trozo de madera. ¿Un nido, tal vez?
Cuando Bellamy cogió el extremo y estiró, observó horrorizado cómo los medicamentos que Clarke y él habían encontrado se precipitaban al exterior. Pastillas, jeringuillas, frascos… Todo se desperdigó por la hierba, a sus pies. Su cerebro buscó una explicación a toda prisa, algo que pusiese freno al pánico que se agolpaba en su pecho.
Cayó de rodillas con un gemido y cerró los ojos.
Era verdad. Octavia había robado los medicamentos. Los había escondido en el tronco y luego había marcado el árbol con la cinta, para poder encontrarlos más tarde. Pero no entendía por qué lo había hecho. ¿Acaso le preocupaba lo que pudiera pasarles si uno de los dos caía enfermo? A lo mejor tenía pensado llevarse las medicinas cuando se separaran del grupo.
De repente, las palabras de Graham resonaron en su mente. «No podemos permitir que nadie muera, solo porque tu hermana sea una drogadicta».
El chico encargado de hacer guardia a la puerta del hospital de campaña se había dormido. No le dio tiempo ni a ponerse en pie y murmurar a toda prisa un «eh, no puedes entrar ahí» antes de que Bellamy cruzara la cortina de entrada. Miró rápidamente a ambos lados para cerciorarse de que no hubiera nadie más presente, aparte de la amiga de Clarke, y avanzó a grandes zancadas hacia el catre de Octavia, donde su hermana, sentada con las piernas cruzadas, se trenzaba el pelo.
—Pero tú ¿de qué vas? —le susurró con rabia.
—¿De qué estás hablando? —repuso Octavia en un tono entre fastidiado y aburrido, como si le estuviera preguntando por los deberes, como hacía cuando iba a visitarla al centro de cuidados.
Bellamy le tiró la cinta al camastro y se quiso morir cuando contempló la expresión horrorizada de Octavia.
—Yo no he… —tartamudeó la chica—. Yo no estuve…
—Corta ya, O —le espetó su hermano—. Y sigue trenzándote el pelo mientras una chica se muere delante de ti.
Octavia echó una ojeada a Thalia y luego bajó la vista.
—No sabía que estuviera tan enferma —se excusó en voz baja—. Clarke ya le había inyectado el medicamento. Cuando comprendí que necesitaba más, era demasiado tarde. Se pusieron como fieras, ya los viste. Parecían capaces de cualquier cosa —cuando volvió a alzar la vista, sus ojos azules estaban inundados de lágrimas—. Hasta tú me odias, y eso que eres mi hermano.
Bellamy suspiró y se sentó junto a Octavia.
—No te odio —le tomó la mano y se la apretó—. Es solo que no lo entiendo. ¿Por qué lo has hecho? Y quiero la verdad esta vez, por favor.
La niña guardó silencio y Bellamy pudo sentir cómo la piel de su hermana se humedecía al tiempo que comenzaba a temblar.
—¿Octavia? —Bellamy le soltó la mano.
—Los necesito —repuso ella con un hilo de voz—. No puedo dormir si no tomo algo —se interrumpió y cerró los ojos—. Al principio, solo tomaba las medicinas por la noche. Tenía unas pesadillas horribles, y la enfermera del centro de cuidados me dio una pastilla para dormir, pero entonces todo empeoró. A veces ni siquiera podía respirar; tenía la sensación de que el universo entero se me caía encima y me aplastaba. Y por mucho que le suplicaba, la enfermera no quería darme más pastillas, así que empecé a robarlas. Era lo único que me aliviaba.
Bellamy no le quitaba ojo.
—¿Era eso lo que robabas cuando te detuvieron? —preguntó despacio. Poco a poco, se hacía la luz en su mente—. No cogías comida para los niños del centro de cuidados. Robabas pastillas.
Octavia asintió en silencio, deshecha en lágrimas.
—O —suspiró Bellamy—, ¿por qué no me lo dijiste?
—Sé lo mucho que te preocupas por mí —la niña inspiró profundamente—. Haces lo posible por protegerme, todo el tiempo. No quería que pensases que habías fracasado.
A Bellamy se le hizo trizas el corazón. No sabía qué le hacía más daño: saber que su hermana era adicta a las drogas o comprender que no le había dicho la verdad porque lo consideraba incapaz de ver nada que no fuera su necesidad de protegerla. Cuando por fin habló, estaba punto de echarse a llorar.
—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó. Por primera vez en su vida, no tenía ni idea de cómo ayudar a su hermana—. ¿Qué será de ti cuando devolvamos los medicamentos?
—Estaré bien. Aprenderé a vivir sin ellos. Todo es más fácil aquí —tendió la mano para coger la de su hermano mientras le lanzaba una mirada extraña, casi suplicante—. ¿Preferirías no haber venido aquí conmigo?
—No —replicó Bellamy con seguridad, mientras negaba con la cabeza—. Solo necesito un poco de tiempo para asimilar todo esto —se puso en pie y de nuevo clavó los ojos en su hermana—. Pero tienes que devolverle los medicamentos a Clarke. Y debes ser tú la que le explique lo sucedido. Hablo en serio, O.
—Ya lo sé —Octavia asintió. Se volvió a mirar a Thalia, alicaída—. Lo haré esta noche.
—Vale.
Con un suspiro, Bellamy abandonó la tienda y se internó en el claro. Cuando llegó al límite de los árboles, inspiró a fondo, dejando que el aire húmedo barriera aquel dolor que casi le impedía respirar. Echó la cabeza hacia atrás, para que el viento le refrescara la ardiente piel del rostro. Allí en el claro, donde los árboles no tapaban la vista, el cielo se veía aún más oscuro, casi negro. De repente, una luz zigzagueante cruzó el cielo, seguida de un tremendo estallido que sacudió la tierra misma. Bellamy dio un respingo y el claro se llenó de gritos, que pronto fueron ahogados por una segunda explosión ensordecedora, aún más fuerte que la primera, como si el cielo estuviera a punto de desplomarse sobre sus cabezas.
En aquel momento, algo empezó a caer del cielo. Eran gotas de agua, que le resbalaban por la piel, mojaban su cabello y le empapaban rápidamente la ropa. Lluvia, comprendió Bellamy. Lluvia de verdad. Echó la cabeza hacia atrás y, por un momento, la gloriosa sensación le hizo olvidar todo lo demás: lo enfadado que estaba con Graham, Wells y Clarke; lo mucho que le preocupaba su hermana; los chillidos de aquellos idiotas que ignoraban que la lluvia es inofensiva. Cerró los ojos y dejó que el agua arrastrara el sudor y el polvo que le ensuciaban la cara. Por un segundo, se concedió el lujo de imaginar que las gotas podían limpiarlo todo: la sangre, las lágrimas, el hecho de que Octavia y él se hubieran fallado el uno al otro. Podían empezar de cero, volver a intentarlo.
Bellamy abrió los ojos. Aquello no tenía ningún sentido, y lo sabía. La lluvia no era sino agua, y los nuevos comienzos no existen. Es el problema de los secretos; los llevas contigo por siempre, mal que te pese.