Capítulo 21
Clarke

La tensión en el hospital de campaña era tan palpable que Clarke apenas si podía respirar.

Rondaba en silencio el lecho de Thalia, tratando en vano de detener la infección que ya se había apoderado de sus riñones y avanzaba implacable hacia su hígado. Mientras tanto, maldecía en silencio el egoísmo de Octavia. ¿Cómo podía estar allí sentada, viendo cómo Thalia entraba y salía de la consciencia, y no devolver los medicamentos robados?

En aquel instante, echó un vistazo al rincón donde Octavia yacía acurrucada. Los carnosos mofletes y las espesas pestañas acentuaban su aspecto aniñado, y la rabia de Clarke se transformó en duda y remordimiento. ¿Y si no había sido Octavia? Pero entonces, ¿quién?

Miró la pulsera que llevaba clavada a la muñeca. Si Thalia aguantaba hasta que llegara la próxima remesa de colonos, se pondría bien. Por desgracia, no había modo de saber cuánto faltaba para eso. El Consejo esperaría a tener datos concluyentes sobre los niveles de radiación, al margen de lo que sucediese en la Tierra.

El Consejo, Clarke lo sabía, concedería tan poca importancia a la muerte de Thalia como a la de Lilly. Los huérfanos y los criminales no contaban.

Mientras veía a Thalia respirar trabajosamente, una furia repentina estalló en su interior. Se negaba a quedarse allí sentada esperando a que su amiga muriese. ¿Acaso los seres humanos no llevaban milenios curando enfermedades antes del descubrimiento de la penicilina? Tenía que haber algo allá en el bosque capaz de detener una infección. Trató de recordar lo poco que había aprendido sobre plantas en clase de Biología terrestre. A saber si aquellas plantas seguían existiendo siquiera; todo parecía haber mutado tras el Cataclismo. Pero como mínimo debía intentarlo.

—Vuelvo enseguida —le susurró a su amiga dormida. Sin dar ninguna explicación al chico arcadio que hacía guardia junto a la tienda, Clarke abandonó el hospital a toda prisa y enfiló en dirección al bosque, sin molestarse en coger nada de la tienda almacén; no quería llamar la atención. Sin embargo, no había avanzado ni diez metros cuando una voz familiar rechinó en sus tímpanos.

—¿Adónde vas? —le preguntó Wells a la vez que echaba a andar junto a ella.

—A buscar plantas medicinales —estaba demasiado cansada para mentirle, y de todos modos daba igual; él siempre pillaba sus mentiras. Por alguna razón, la santurronería que lo había cegado a verdades como puños no le impedía leer en los ojos de Clarke todos sus secretos.

—Te acompaño.

—Prefiero ir sola, gracias —repuso Clarke apretando el paso, como si eso pudiera detener al chico que había cruzado el sistema solar para estar con ella—. Quédate aquí por si alguna turba necesita un líder.

—Tienes razón. La cosa se desmadró un poco ayer por la tarde —dijo él frunciendo el ceño—. No quería que le hiciesen nada a Octavia. Solo pretendía ayudar. Sé que necesitas esa medicina para curar a Thalia.

Solo pretendía ayudar. Me suena esa frase —Clarke se volvió bruscamente a mirarle. No tenía ni tiempo ni fuerzas para hacer que se sintiera mejor en aquellos momentos—. ¿Pues sabes qué, Wells? Esta vez también has conseguido que alguien acabara confinado.

Él se detuvo en seco y Clarke giró la cabeza, incapaz de afrontar su expresión herida. Sin embargo, no pensaba sentirse culpable. Nada de lo que pudiera decirle podría causarle ni una milésima parte del daño que él le había hecho.

Con la mirada al frente, Clarke se internó en el bosque, esperando a medias oír unos pasos tras ella. En esta ocasión, sin embargo, solo oyó silencio.

Cuando llegó al arroyo, la desesperación había reemplazado la furia que se había llevado al bosque. La científica que había en ella se avergonzaba de su propia ingenuidad. Había sido una boba al pensar que podría reconocer alguna de las plantas que le habían descrito hacía seis años, y aún más al creer que tendrían el mismo aspecto después de tanto tiempo. Pero se negaba a volver, en parte por orgullo y en parte porque deseaba evitar a Wells el máximo tiempo posible.

Hacía demasiado frío para vadear la corriente, así que trepó por la quebrada y caminó por la cresta de la montaña para bajar por el otro lado. Nunca se había alejado tanto. Aquel lugar parecía diferente; incluso el aire emanaba un aroma distinto al que desprendía cerca del campamento. Cerró los ojos, pensando que así le costaría menos identificar la extraña mezcla de fragancias que no tenía palabras para describir. Era como evocar un recuerdo que nunca te ha pertenecido.

El terreno era más llano allí que en ninguna otra zona del bosque. Más adelante, los árboles crecían separados entre sí, tanto que parecían cederle el paso, como si notaran la presencia de Clarke y se hubieran retirado a ambos lados para facilitarle el camino.

Clarke se disponía a arrancar una hoja en forma de estrella cuando un destello la detuvo. Algo encajado entre dos enormes árboles reflejaba la luz poniente.

Con el corazón desbocado, dio un paso adelante.

Era una ventana.

Despacio, Clarke echó a andar hacia ella. Se sentía como en mitad de un sueño. La ventana estaba flanqueada por dos árboles, que debían de haber crecido entre las ruinas de algún edificio. Al acercarse, descubrió que la ventana estaba compuesta de muchos cristales de colores y, todos juntos, creaban una imagen, aunque las grietas le impedían distinguir el motivo.

Tendiendo la mano, acarició el cristal con cuidado. Se estremeció cuando el frío de la superficie caló en sus dedos. Por un instante, se sorprendió a sí misma ansiando que Wells estuviera con ella. Por mucho rencor que le guardase, jamás lo privaría de la posibilidad de admirar una de las ruinas con las que había soñado toda su vida.

Se dio media vuelta y rodeó uno de los grandes árboles. Había otra ventana, pero estaba rota y los fragmentos de cristal brillaban en el suelo. Se aproximó al hueco y se agachó para mirar adentro. La irregular abertura era casi lo bastante grande como para cruzarla. El sol empezaba a ponerse y sus rayos anaranjados parecían proyectarse justo a través del hueco para iluminar algo semejante a un suelo de madera. El instinto le gritaba que se alejara de allí, pero Clarke no pudo detenerse.

Con mucho cuidado para que el cristal no le arañase la piel, introdujo la mano por el hueco de la ventana y tocó la madera. Nada. Cerró el puño y le dio unos golpes. Al instante se elevó una nube de polvo que la hizo toser, pero parecía sólida. Se puso a pensar. El edificio había sobrevivido todo aquel tiempo. Seguro que el suelo soportaba su peso.

Con cuidado, pasó una pierna y luego la otra por la abertura. Contuvo el aliento pero todo siguió en su sitio.

Al mirar arriba y a su alrededor, Clarke ahogó un grito.

Las paredes se elevaban por los cuatro costados hasta converger en un techo situado a varios metros de su cabeza, más alto incluso que el tejado de los campos solares. La oscuridad no era tan cerrada como ella esperaba. Había ventanas a lo largo de la pared opuesta, intactas, que no se veían desde el exterior. Los rayos de luz se filtraban por los cristales e iluminaban los millones de partículas de polvo que bailaban en el aire.

Clarke se puso en pie despacio. Atisbó una barandilla ante ella, a la altura de su cadera, que discurría en paralelo al suelo. Se hallaba de pie sobre un palco que daba a un espacio enorme. Debajo, reinaba una oscuridad casi absoluta, seguramente porque gran parte del edificio había quedado enterrado, pero distinguía el contorno de los bancos. No se atrevió a acercarse a la barandilla para ver mejor, pero a medida que sus ojos se adaptaban a la oscuridad, empezó a distinguir otras formas perfiladas en la penumbra.

Cuerpos.

Al principio se dijo que todo era obra de su imaginación, que la oscuridad le había jugado una mala pasada. Cerró los ojos y se reprendió a sí misma por ser tan mema, pero cuando volvió a mirar, las formas seguían allí.

Había dos esqueletos tapados sobre uno de los bancos y otro más pequeño que yacía a sus pies. Aunque no podía saber si alguien había tocado los huesos, se diría que aquellas personas habían muerto abrazadas. ¿Intentaban conservar el calor mientras los cielos se oscurecían y el invierno nuclear se adueñaba del planeta? ¿Cuánta gente quedaría viva a aquellas alturas?

Clarke dio otro pasito adelante, pero esta vez la madera emitió un peligroso crujido. Se detuvo en seco y empezó a retroceder muy despacio. Un fuerte chasquido rompió el silencio y el suelo se desplomó a sus pies.

Agitando las manos con desesperación, se cogió al borde del balcón justo cuando la barandilla y el suelo se precipitaban hacia abajo. Se quedó con las piernas colgando en el enorme espacio abierto mientras los trozos de madera se estrellaban estrepitosamente contra la piedra.

Clarke lanzó un grito agudo que se elevó hacia el techo y se extinguió, uno más de todos aquellos ecos fantasma que aún perduraban entre el polvo. Sus dedos empezaron a resbalar.

—¡Socorro!

Recurriendo a todas sus fuerzas, intentó darse impulso hacia arriba, los brazos temblándole del esfuerzo, aunque los dedos no la sostenían. Se puso a gritar otra vez, pero ya no le quedaba aire en los pulmones y la palabra murió en sus labios antes de que Clarke se diese cuenta de que intentaba aullar el nombre de Wells.