El canciller había envejecido. Aunque hacía menos de seis semanas que Wells lo había visto por última vez, el hombre se había echado varios años encima. Nuevas vetas grises surcaban sus sienes y las arrugas que le rodeaban los ojos se habían acentuado.
—¿Me vas a decir por qué lo has hecho? —preguntó el canciller con un suspiro fatigado.
Wells cambió de postura. Se moría por decir la verdad. Habría dado casi cualquier cosa por borrar aquella expresión decepcionada del rostro de su padre, pero no podía correr riesgos; no antes de saber si su plan, tan insensato, había dado resultado.
Desvió la vista para no tener que sostener la mirada inquisitiva de su padre. Intentó memorizar el aspecto de las reliquias que decoraban la habitación y que puede que nunca volviera a ver: el esqueleto de águila de la vitrina, los pocos cuadros que habían sobrevivido al incendio del Louvre y las fotos de ciudades muertas, tan bellas que se estremecía solo de oírlas nombrar.
—¿Lo has hecho para exhibirte? ¿Querías presumir delante de tus amigos?
El canciller hablaba en el mismo tono comedido que empleaba durante las sesiones del Consejo. Alzó una ceja para indicar que estaba esperando respuesta.
—No, señor.
—¿Has sufrido un ataque de locura temporal? ¿Te drogas?
La voz del hombre dejaba entrever un brote de esperanza que, en otras circunstancias, a Wells le habría hecho gracia. Sin embargo, no había nada gracioso en la expresión de su padre, una mezcla de cansancio y perplejidad que su semblante no había vuelto a reflejar desde el funeral de su esposa.
—No, señor.
De repente, Wells sintió el impulso de apretar el brazo de su padre con cariño, pero algo, aparte de las esposas, le impidió tender la mano hacia el escritorio. Desde que se habían reunido junto a la escotilla de liberación para despedir en silencio a la madre de Wells, no habían vuelto a salvar los quince centímetros que los separaban en todo momento, como si Wells y su padre fueran dos imanes y la carga magnética de su pena los repeliese mutuamente.
—¿Ha sido una especie de alegato político? —el padre de Wells arrugó la cara, como si la mera idea le provocase un dolor físico—. ¿Te lo ha sugerido alguien de Walden o de Arcadia?
—No, señor —repuso Wells, mordiéndose la lengua para contener la indignación.
Por lo visto, su padre llevaba seis semanas tratando de convertir mentalmente a Wells en una especie de rebelde, de reprogramar sus recuerdos para poder entender por qué su hijo, antes alumno estrella y ahora cadete de rango superior, había cometido la infracción pública más grave de la historia. Sin embargo, ni siquiera la verdad habría disipado la confusión de su padre. A ojos del canciller, nada podía justificar que su hijo hubiera prendido fuego al Árbol del Edén, al retoño que habían trasladado a Fénix justo antes del Éxodo. Wells, por desgracia, no había tenido más remedio. En cuanto se había enterado de que Clarke formaba parte de los cien que viajarían a la Tierra, se había puesto a discurrir una estratagema para unirse a ellos. Como hijo del canciller, solo una infracción pública y notoria podía garantizarle el confinamiento.
Wells recordó cómo había avanzado entre la multitud durante la Ceremonia de Conmemoración, bajo el peso de cientos de miradas, cómo le había temblado la mano cuando se había sacado el mechero del bolsillo y le había arrancado una chispa, que destelló en la penumbra. Por un momento, todo el mundo se quedó mirando en silencio las llamas que lamían el árbol. Y aunque los guardias se lo habían llevado en pleno caos, todo el mundo había reparado en la identidad del detenido.
—¿En qué demonios estabas pensando? —le preguntó el canciller, mirándolo con incredulidad—. Podrías haber incendiado el salón y haber matado a todos los presentes.
Sería mejor mentir. A su padre le costaría menos asimilar que Wells lo había hecho para desafiarlo. O quizá debería fingir que estaba drogado durante el incidente. Cualquiera de esas dos alternativas era más amable que la verdad: que Wells había renunciado a todo por una chica.
La puerta del hospital se cerró tras él, pero la sonrisa de Wells siguió pegada a sus labios, como si le hubiera agarrotado la boca del esfuerzo de esbozarla. Seguro que su madre, aturdida por las drogas, había tomado aquel rictus por una verdadera sonrisa, y eso era lo único que importaba. Ella le había tomado la mano mientras Wells soltaba su sarta de mentiras, amargas pero inofensivas. Sí, todo va bien entre papá y yo. Su madre no tenía por qué saber que llevaban semanas casi sin hablarse. Cuando te encuentres mejor, terminaremos Decadencia y caída del Imperio romano.
Ambos eran conscientes de que la mujer no llegaría al último volumen.
Wells salió del hospital y enfiló por la cubierta B, que por suerte estaba vacía. A aquella hora, casi todo el mundo estaba ocupado: en clase, trabajando o en el Intercambio. Wells debería haber estado en clase de Historia, que era su asignatura favorita. Siempre le habían fascinado los relatos de antiguas ciudades como Roma o Nueva York, cuyos espectaculares ascensos solo se podían comparar a la magnitud de sus caídas. Sin embargo, no tenía fuerzas para pasarse dos horas rodeado de aquellos mismos compañeros que habían hecho cola para farfullarle incómodos sus condolencias. Solo podía hablar de su madre con Glass, pero su amiga estaba rara y distante últimamente.
Wells ni sabía cuánto rato llevaba pululando de acá para allá cuando fue a parar ante la puerta de la biblioteca. Dejó que el escáner se deslizara sobre sus ojos, aguardó la señal y apretó la almohadilla con el pulgar. La puerta se abrió el tiempo suficiente para que Wells cruzara el umbral y luego se cerró con un soplido, como si le hiciera un favor al dejarle entrar.
Envuelto en sombras y silencio, Wells suspiró. Los libros que habían sido evacuados a Fénix antes del Cataclismo descansaban en grandes vitrinas cerradas al vacío que reducían significativamente el proceso de deterioro. De ahí que Wells tuviera que leer en la biblioteca, y solo unas pocas horas en cada sesión. Las luces circadianas no alcanzaban el enorme salón, que permanecía sumido en un ocaso perpetuo.
Por lo que podía recordar, Wells y su madre habían pasado todas las tardes de domingo de su vida leyendo en la biblioteca. Cuando era pequeño, ella le leía las historias en voz alta. Luego, cuando se hizo mayor, devoraban a una los libros, sentados muy juntos. A medida que la enfermedad fue avanzando y las migrañas de su madre empeoraron, empezó a ser Wells quien le leía a su madre en voz alta. La víspera de su ingreso en el hospital acababan de comenzar el segundo volumen de Decadencia y caída del Imperio romano.
Sorteó los estrechos pasillos hasta llegar a la sección de Lengua Inglesa y luego a la de Historia, que se agazapaba en un nicho del fondo. La colección debería haber sido mayor. El primer gobierno colonial se había asegurado de enviar textos digitales a Fénix, pero menos de un siglo después un virus había borrado casi todos los archivos. Solo se salvaron los textos pertenecientes a colecciones privadas; reliquias legadas por los primeros colonos a sus descendientes. A lo largo del siglo anterior, casi todos aquellos tesoros fueron donados a la biblioteca.
Wells se acuclilló para colocarse a la altura de la G. Pulsó el cierre con el pulgar y el cristal se deslizó a un lado con un siseo, que delataba el paso del aire al recinto sellado. Tendió las manos para coger Decadencia y caída pero cambió de idea. Quería seguir leyendo para poder relatarle la historia a su madre, aunque eso habría sido como presentarse en su habitación del hospital con su epitafio y preguntarle qué le parecía.
—No se pueden dejar las vitrinas abiertas —dijo una voz a su espalda.
—Ya, gracias —replicó Wells, con más brusquedad de la que pretendía.
Cuando se levantó y se dio media vuelta, le devolvió la mirada una chica que conocía. Era una estudiante de Medicina que había visto por el hospital. Aquel choque de dos mundos lo enfureció. Él se refugiaba en la biblioteca para olvidar el olor nauseabundo de los antisépticos, el insufrible pitido del monitor cardíaco, que más que un signo de vida parecía una cuenta atrás hacia la muerte.
La intrusa retrocedió un paso y ladeó la cabeza. La melena clara le cayó sobre el hombro.
—Oh, eres tú.
Wells esperaba que la chica se deshiciera en sonrisas y empezara a mover los ojos con rapidez, señal de que estaba contactando con sus amigos a través del registro de córnea. Ella, sin embargo, le miraba directamente a los ojos, como si pudiera leerle la mente y desvelar uno tras otro los pensamientos que Wells tanto se esforzaba en ocultar.
—¿No querías ese libro?
Con un gesto de la barbilla, la chica señaló el estante que albergaba Decadencia y caída.
Wells negó con la cabeza.
—Ya lo leeré otro día.
Ella guardó silencio un momento.
—Creo que deberías cogerlo ahora —él apretó los dientes. Al ver que Wells no decía nada, la chica continuó—. Te he visto muchas veces aquí con tu madre. Deberías llevárselo.
—Solo porque mi padre sea el jefe del Consejo no significa que pueda saltarme una norma de trescientos años de antigüedad —replicó él con un leve amago de condescendencia.
—Al libro no le pasará nada por unas pocas horas. El aire no los perjudica tanto como dicen.
Wells enarcó una ceja.
—¿Y el escáner tampoco es tan sensible como dicen?
Casi todas las puertas de acceso público de Fénix estaban dotadas de escáneres, que se podían programar con instrucciones específicas. En la biblioteca, controlaban la composición molecular de todo aquel que salía, con el fin de asegurarse de que nadie abandonara la sala con un libro en las manos o escondido entre la ropa.
Una sonrisa bailó en los labios de ella.
—Hace tiempo que resolví ese problema —miró por encima del hombro hacia el pasillo en sombras que se alargaba entre las estanterías. Luego se metió una mano en el bolsillo y sacó un trozo de paño gris—. Impide que el escáner identifique la celulosa del papel —se lo tendió—. Toma. Cógelo.
Wells retrocedió un paso. Las probabilidades de que aquella chica lo metiera en un lío superaban con creces las de que tuviera un trozo de tela mágica escondida en el bolsillo.
—¿De dónde has sacado eso?
Ella se encogió de hombros.
—Me gusta leer por ahí —como Wells no respondía, sonrió y alargó la otra mano—. Dámelo. Lo sacaré yo y te lo llevaré al hospital.
Sorprendido de su propio gesto, Wells le tendió el libro.
—¿Cómo te llamas? —le preguntó.
—¿Para saber a quién deberás gratitud eterna?
—Para saber a quién culpar cuando me arresten.
Ella se metió el libro debajo del brazo y le ofreció la mano.
—Clarke.
—Wells —dijo él a la vez que se la estrechaba. Sonrió y aquella vez no le dolió.
—Por poco no consiguen salvar el árbol —el canciller miraba a Wells fijamente, como si buscara algún signo de remordimiento o de burla en su cara; cualquier cosa que lo ayudara a entender por qué su hijo había prendido fuego al único árbol que habían podido rescatar del planeta arrasado—. Algunos miembros del Consejo querían ejecutarte allí mismo, por muy menor que seas, ¿sabes? Para salvarte la vida, he tenido que convencerlos de que era preferible enviarte a la Tierra.
Wells exhaló un suspiro de alivio. Había menos de ciento cincuenta adolescentes confinados y había dado por supuesto que se llevarían a los mayores. Pero hasta aquel momento no había tenido la seguridad de que fueran a incluirlo en la misión.
Los ojos de su padre se agrandaron de la sorpresa. Miró fijamente a Wells, como si se hiciera la luz en su mente.
—Era eso lo que querías, ¿no?
Wells asintió.
Apenado, el canciller hizo una mueca.
—De haber sabido que estabas tan desesperado por ver la Tierra, lo habría arreglado para que te unieras a la segunda expedición. Cuando tuviéramos claro que no hay peligro.
—No quería esperar. Quiero partir con los cien primeros.
El canciller entornó los ojos, como sopesando la determinación de su hijo.
—¿Por qué? Tú más que nadie conoces los peligros.
—Con el debido respeto, fuiste tú quien convenció al Consejo de que el invierno nuclear había terminado. Dijiste que el viaje era seguro.
—Sí, lo bastante seguro para cien criminales convictos que van a morir de todos modos —dijo el canciller, cuya voz destilaba una mezcla de condescendencia e incredulidad—. No quise decir que fuera seguro para mi hijo.
La ira que Wells tanto se había esforzado en tragarse estalló en aquel momento y redujo a cenizas su sentimiento de culpa. Intentó mover las manos y las esposas tintinearon contra la silla.
—Supongo que ahora yo soy uno de ellos.
—Tu madre no habría querido que lo hicieras, Wells. Solo porque a menudo soñara con la Tierra no significa que estuviera dispuesta a que te pusieras en peligro.
Wells se inclinó hacia delante, sin hacer caso del mordisco del metal en la carne.
—No es por ella por quien lo hago —dijo, mirando a su padre a los ojos por primera vez desde que se había sentado—. Aunque creo que estaría orgullosa de mí.
Era verdad, pero solo en parte. Su madre tenía una vena romántica y habría elogiado el deseo de su hijo de proteger a la chica que amaba. No obstante, se le encogió el estómago al imaginar qué habría pensado su madre de haber sabido lo que había hecho por salvar a Clarke. Comparado con la verdad, prender fuego al Árbol del Edén era una travesura de niños.
El canciller lo miró fijamente.
—¿Me estás diciendo que esa chica es la causa de todo esto?
Wells asintió despacio.
—Yo tengo la culpa de que la estéis enviando allí como a una rata de laboratorio. Me voy a asegurar de que cuente con las máximas oportunidades de seguir con vida.
El canciller guardó silencio un momento. Cuando volvió a hablar, lo hizo en tono tranquilo.
—No será necesario —el padre de Wells sacó algo del cajón del escritorio y lo colocó delante de su hijo. Era una anilla de metal que llevaba prendido un chip del tamaño de un pulgar—. Todos los miembros de la expedición han sido equipados con una de estas pulseras —explicó—. Enviarán un banco de datos a la nave que nos mantendrá al corriente de vuestra ubicación y signos vitales. En cuanto tengamos pruebas de que el entorno es hospitalario, iniciaremos la recolonización —forzó una sonrisa torva—. Si todo se desarrolla según el plan, no pasará mucho tiempo antes de que el resto de la colonia se reúna con vosotros, y todo esto —hizo un gesto hacia las manos atadas de Wells— caerá en el olvido.
La puerta se abrió y un guardia cruzó el umbral.
—Es la hora, señor.
El canciller asintió y el guardia cruzó la sala para ayudar a Wells a levantarse.
—Buena suerte, hijo —le deseó el hombre, recuperando el talante hosco de costumbre—. Si hay alguien capaz de sacar adelante esta misión, eres tú.
Tendió la mano para estrechar la de Wells, pero comprendió su error enseguida y la dejó caer a un lado. Su único hijo llevaba las manos esposadas a la espalda.