Cuando Clarke y Bellamy regresaron al campamento con el botiquín, ya había oscurecido. Clarke solo había pasado unas horas en el bosque, pero cuando pisó el claro tuvo la sensación de que hacía una eternidad que se había marchado.
Hicieron el camino de vuelta casi en silencio, pero cada vez que el brazo de Clarke rozaba el de Bellamy sin querer, un cosquilleo eléctrico le recorría la piel. Se había sentido fatal después del beso y había dedicado los siguientes cinco minutos a balbucear disculpas mientras él la miraba sonriendo. Al final, Bellamy la cortó con una carcajada y le dijo que no se preocupase.
—Ya sé que no eres de esas chicas que se lo montan con cualquiera en el bosque —la tranquilizó con una sonrisa maliciosa—, pero a lo mejor deberías planteártelo.
Cuando avistaron el claro, la oscura silueta del hospital de campaña alejó al instante sus obsesivas dudas sobre aquel beso. Sujetando el botiquín bajo el brazo, Clarke apuró el paso.
La tienda estaba vacía salvo por Thalia, que empezaba a delirar de la fiebre, y Octavia, que por raro que fuera se había vuelto a acomodar en su antiguo camastro.
—Es que la otra tienda es demasiado pequeña —explicó enseguida, pero Clarke no pudo hacer nada más que asentir.
Dejó el botiquín en el suelo, llenó una jeringuilla y clavó la aguja en el brazo de Thalia. Luego se volvió hacia el botiquín y buscó analgésicos. Le administró una dosis a su amiga y sonrió cuando vio que se relajaba en sueños.
Clarke se arrodilló junto a la enferma durante unos minutos. Lanzó un gran suspiro cuando advirtió que su pulso se apaciguaba. Por un momento, al mirar la pulsera que le rodeaba la muñeca, se preguntó si allá en el cielo habría alguien controlando su propio ritmo cardiaco. El doctor Lahiri tal vez, o algún otro preeminente médico de la colonia, que examinaría sus constantes vitales como quien lee las noticias del día. Ya se habrían dado cuenta de que habían muerto cinco personas… ¿Atribuirían las muertes a la radiación y se replantearían la colonización o serían lo bastante listos como para deducir que habían fallecido como consecuencia del abrupto aterrizaje? No estaba segura de cuál de las dos posibilidades prefería. Desde luego, no tenía ninguna gana de que el Consejo expandiese su jurisdicción a la Tierra. Por otra parte, su madre y su padre habían dedicado la vida a trabajar para que la humanidad pudiera volver a casa. Un asentamiento permanente implicaría que, en cierto sentido, su sueño se había hecho realidad. Que no habían muerto en vano.
Por fin, volvió a guardar el medicamento en el botiquín y dejó el cofre en una esquina de la tienda. Al día siguiente buscaría un lugar seguro pero, de momento, solo podía pensar en descansar. Y si de verdad había alguien en el espacio controlando el recuento de supervivientes, se aseguraría de que no bajaran de noventa y cinco.
Dio unos pasos temblorosos y se desplomó en su catre sin molestarse en quitarse los zapatos.
—¿Se va a poner bien? —preguntó Octavia. Su voz sonaba muy lejana.
Clarke murmuró que sí. Apenas podía levantar los párpados.
—¿Qué otras medicinas contiene?
—De todo —repuso Clarke. O, como mínimo, intentó decirlo. Cuando las palabras llegaron a sus labios, el cansancio le había embotado el cerebro. La última sensación que tuvo antes de caer en un sueño profundo fue la de oír cómo Octavia se levantaba de la cama.
Cuando Clarke despertó al día siguiente, Octavia se había ido y una luz brillante se colaba por la rendija de las lonas de entrada.
Thalia yacía a su lado, todavía dormida. Clarke se levantó con un gemido; tenía agujetas de la caminata del día anterior. Por suerte era uno de esos dolores que te hacen sentir bien; había caminado por un bosque que los seres humanos no habían pisado desde hacía trescientos años. Se le hizo un nudo en el estómago cuando reparó en que, sin darse cuenta, se había apuntado otro récord: el suyo había sido el primer beso en la Tierra desde el Cataclismo.
Clarke sonrió y se acercó a Thalia a toda prisa. No podía esperar a que estuviera mejor para contárselo. Posó el dorso de la mano en la frente de su amiga y comprobó aliviada que estaba más fresca que el día anterior. Con cuidado, apartó la manta para mirarle el vientre. La piel seguía mostrando signos de infección pero la inflamación no se había extendido. Siempre y cuando completara el tratamiento, se recuperaría por completo.
No podía saberlo con exactitud, pero a juzgar por la intensidad de la luz debían de haber pasado ocho horas desde que le había administrado la primera dosis. Se dio la vuelta y caminó hacia el rincón en el que había dejado el botiquín la noche previa. Clarke frunció el ceño al descubrir que estaba abierto. Se agachó y ahogó una exclamación. Luego parpadeó para asegurarse de que no la engañaba la vista.
El botiquín estaba vacío.
Los antibióticos, los analgésicos, incluso las jeringuillas… todo había desaparecido.
—No —susurró Clarke. Allí dentro no había nada—. No —repitió mientras se ponía en pie.
Corrió hacia el catre más cercano y apartó las sábanas. Luego se dirigió a su propia cama para hacer lo mismo.
Sus ojos se posaron en el jergón de Octavia, y el terror fue reemplazado por sospecha. Se acercó a toda prisa y empezó a hurgar entre el montón de mantas.
—Venga —murmuró para sí, pero cuando acabó de mirar sus manos seguían vacías—. No.
Dio una patada al suelo. Los medicamentos no se encontraban en la tienda, eso estaba claro, pero quien los hubiese cogido no podía haber ido muy lejos. Había menos de cien personas en todo el planeta, y Clarke no descansaría hasta pillar al ladrón que estaba poniendo en peligro la vida de Thalia. No tendría que buscar mucho.
Después de inspeccionar rápidamente la vivienda para asegurarse de que sus padres no estaban en casa, Clarke corrió hacia la puerta del laboratorio e introdujo el código. No entendía por qué sus padres no cambiaban la contraseña; o bien no se imaginaban que visitaba a los niños tan a menudo o bien no querían impedírselo. A lo mejor se alegraban de que Clarke les hiciera compañía.
De camino a la cama de Lilly, Clarke fue sonriendo a los demás enfermos, pero se le encogió el corazón al descubrir que muy pocos estaban despiertos. Casi todos habían empeorado, y el número de lechos vacíos había aumentado desde su última visita.
Al ver a Lilly a lo lejos, intentó alejar la idea de su pensamiento, pero cuando se acercó a su amiga no pudo contener el temblor de manos.
Lilly se estaba muriendo. Apenas pudo abrir los ojos cuando Clarke susurró su nombre y, aunque movía los labios, no emitía sonido alguno.
Las pústulas de su piel habían aumentado, aunque pocas sangraban ya, sobre todo porque la pobre no tenía fuerzas para rascarse. Clarke se quedó allí sentada, observando la irregular respiración de su amiga y reprimiendo las náuseas a duras penas. Lo peor de todo era saber que solo estaba presenciando el principio. La agonía de los demás se había prolongado durante semanas, con síntomas cada vez más horribles conforme el veneno de la radiación se extendía por sus organismos.
Clarke se planteó por un momento la idea de llevar a Lilly al centro médico, donde al menos podría administrarle algún analgésico potente, aunque fuera demasiado tarde para salvarla. Pero eso equivaldría a pedirle al vicecanciller que ejecutara a sus padres. Y luego le encargaría a alguien que terminara lo que ellos habían comenzado. Clarke solo podía rezar para que los resultados de la investigación fueran concluyentes. De ser así, los experimentos cesarían y aquellos sujetos de prueba no habrían muerto en vano.
Los translúcidos párpados de Lilly aletearon.
—Eh, Clarke —la saludó con voz ronca. Un atisbo de sonrisa revoloteó en su cara antes de que un nuevo calambre se lo borrara.
Clarke le cogió la mano y se la apretó.
—Eh —susurró—. ¿Cómo te encuentras?
—Bien —mintió Lilly, que intentó sentarse entre fuertes dolores.
—Tranquila —le apoyó una mano en el hombro—. No hace falta que te sientes.
—No, quiero hacerlo —dijo con voz estrangulada.
Con cuidado, Clarke la ayudó a incorporarse y luego le arregló las almohadas. Cuando rozó la espalda de Lilly, reprimió un estremecimiento. Se le notaba hasta la última vértebra a través de la delgadísima piel.
—¿Te gustó la antología de Dickens? —le preguntó a la vez que echaba un vistazo debajo de la cama, donde guardaban los libros que Clarke robaba de la biblioteca.
—Solo he leído la primera historia, la de Oliver Twist —Lilly esbozó una sombra de sonrisa—. Los ojos ya no… —no terminó la frase. Ambas sabían que los problemas de visión anunciaban el principio del fin—. Pero de todas formas no me ha gustado. Me recuerda demasiado al centro de cuidados.
Clarke no le había hecho preguntas sobre su vida antes de ser ingresada. Tenía la sensación de que Lilly no quería hablar de ello.
—¿Tan mal estabas? —preguntó con delicadeza.
Lilly se encogió de hombros.
—Cuidábamos los unos de los otros. No teníamos a nadie más. Bueno, salvo una chica que tenía un hermano. Un verdadero hermano mayor —bajó la vista, con súbita timidez—. Era muy simpático… Le traía cosas: comida, cintas de tela…
—¿En serio? —Clarke le apartó a Lilly un mechón de la sudorosa frente, fingiendo que se había tragado el cuento de la chica que tenía un hermano.
Incluso en aquel estadio de la enfermedad, su amiga tenía tendencia a exagerar.
—Qué mono —siguió diciendo Clarke sin comprometerse. Las calvas que aumentaban en la cabeza de Lilly atraían su mirada.
—Da igual —repuso esta. Intentó adoptar un tono alegre—. Háblame de tu cumpleaños. ¿Qué te vas a poner?
Clarke casi había olvidado que dentro de una semana cumplía años. No estaba de humor para celebraciones.
—Bueno, ya sabes, mi mejor pijama médico —repuso con desenfado—. Prefiero mil veces estar aquí contigo que celebrar una estúpida fiesta.
—Oh, Clarke —graznó Lilly, fingiendo exasperación—. Tienes que hacer algo. Empiezas a ser una tía aburrida. Además, quiero conocer hasta el último detalle de tu vestido.
Arrugó la cara de dolor, doblada sobre sí misma.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó Clarke, posando la mano en el frágil brazo de la enferma.
—Duele —jadeó ella.
—¿Quieres que te traiga algo? ¿Un vaso de agua?
Lilly abrió los ojos para mirar a la doctora en prácticas con expresión suplicante.
—Tú puedes hacer que pare, Clarke —se interrumpió con un gemido—. Por favor, haz que pare. Solo es cuestión de tiempo.
Clarke giró la cabeza para que Lilly no viera sus lágrimas.
—Todo irá bien —susurró, forzándose a sonreír—. Te lo prometo.
Lilly gimoteó antes de sumirse en el silencio. Volvió a echarse en la cama y cerró los ojos.
Clarke le tapó el pecho con las mantas, pugnando por ignorar el demonio que se abría paso con uñas y dientes hasta su consciencia. Sabía lo que le estaba pidiendo Lilly. Y no le resultaría muy difícil. Su estado era tan frágil que bastarían unos cuantos analgésicos bien combinados para hacerla entrar en coma. Sería una muerte indolora.
Pero ¿qué estoy pensando?, se reprendió a sí misma a la vez que retrocedía horrorizada. La sangre que manchaba las manos de sus padres se había extendido hasta las suyas. Toda aquella pesadilla la había contagiado, había hecho de ella un ser monstruoso. O tal vez sus padres no tuvieran la culpa. Puede que Clarke siempre hubiera llevado dentro aquella oscuridad, esperando el momento apropiado para manifestarse.
Justo cuando estaba a punto de marcharse, Lilly volvió a hablar.
—Por favor —le suplicó—. Si me quieres, por favor —hablaba en voz baja, pero con un tono de espantosa desesperación—. Haz que acabe todo.
Bellamy cortaba madera en el extremo más alejado del claro. Aunque la mañana era fresca, su camiseta ya estaba empapada de sudor. Clarke intentó no fijarse en cómo se le adhería al musculoso pecho. Cuando la vio correr hacia él, Bellamy dejó caer el hacha al suelo y la recibió con una sonrisa.
—Eh, hola —saludó a Clarke cuando ella se detuvo y se quedó allí plantada, esperando a recuperar el aliento—. Ya no aguantabas más, ¿verdad?
Bellamy dio un paso adelante y cogió la cintura de Clarke, pero ella le apartó el brazo de un manotazo.
—¿Dónde está tu hermana? —preguntó—. No la encuentro por ninguna parte.
—¿Por qué? —él abandonó el tono jocoso al reparar en la expresión de agobio que traía Clarke—. ¿Qué pasa?
—Los medicamentos que encontramos ayer han desaparecido —inspirando hondo, Clarke cogió fuerzas para pronunciar la siguiente frase—. Creo que Octavia los ha cogido.
—¿Qué? —Bellamy entornó los ojos.
—No había nadie más en la tienda ayer por la noche, y parecía muy interesada en las medicinas…
—No —la cortó él—. Con todos los delincuentes que hay en este maldito planeta, ¿y tú piensas que mi hermana es la ladrona? —clavó en Clarke una mirada incendiaria, pero siguió hablando en tono tranquilo—. Creí que eras distinta. Pero me equivocaba. Solo eres otra estúpida zorra de Fénix que se cree superior a los demás.
Bellamy pateó el mango del hacha y empezó a alejarse, empujando a Clarke al pasar.
Ella se quedó un momento pegada al suelo, demasiado impresionada por el comentario como para moverse. De repente, algo en su interior se hizo añicos y echó a correr hacia los árboles. Tambaleándose, se internó en la sombra del bosque. Se desplomó en el suelo con el corazón en un puño y se rodeó las rodillas con los brazos para impedir que la angustia la desbordase.
A solas en el boscaje, se apuntó un nuevo récord en la Tierra. Fue la primera en echarse a llorar.