Capítulo 17
Wells

Era casi mediodía, y Clarke llevaba horas ausente. Una chica arcadia la había visto dirigirse al bosque por la mañana, y Wells había tenido que recurrir a todo su autocontrol para no salir corriendo a buscarla. La idea de que se aventurase sola en la foresta dejaba campo libre para que la imaginación lo machacara. A pesar de todo, tenía que reconocer que, de todas las personas del campamento, Clarke era la más capaz de cuidar de sí misma. También sabía lo mucho que necesitaban las medicinas. Ayer mismo habían cavado otra tumba.

Deambuló hacia el cementerio improvisado, cuya extensión aumentaba por momentos en el extremo más alejado del claro. A lo largo de los días pasados, Wells había clavado postes de madera para colocarlos sobre cada montículo, algo que recordaba de viejas fotografías. Le habría gustado grabar los nombres en las cruces, pero solo conocía a tres de los cinco chicos que yacían bajo tierra, y no le parecía bien dejar las otras en blanco.

Dio la espalda a las tumbas con un estremecimiento. Al principio, la idea de enterrar a los muertos le había parecido repulsiva, pero no se le había ocurrido ninguna alternativa. La posibilidad de incinerar los cuerpos era todavía peor. Además, aunque la costumbre de liberar los cadáveres en el espacio fuera más higiénica, reunir a los difuntos en un mismo lugar resultaba tranquilizador. Aun en la muerte, estaban acompañados.

Aunque sonase incomprensible, también lo consolaba tener un lugar al que acudir, donde decir cosas que no te atrevías a decir a los vivos. Alguien, quizá la chica de Walden que había visto deambulando entre los árboles, había recogido ramas caídas y las había depositado entre las tumbas. Por la noche, los capullos todavía se iluminaban, proyectando una suave luz sobre el cementerio que le otorgaba una belleza casi sobrenatural. Ojalá en la nave hubiera tenido un lugar al que acudir para hablar con su madre sin sentirse raro.

Wells echó un vistazo al cielo del ocaso. No tenía ni idea de si la colonia había perdido el contacto con la cápsula de transporte tras el accidente, pero esperaba que las pulseras siguieran transmitiendo datos sobre la composición de su sangre y el ritmo cardiaco. Ya debían de haber reunido la información suficiente para demostrar que la Tierra era segura, y muy pronto empezarían a enviar grupos de ciudadanos. Se preguntó esperanzado si su padre y Glass estarían entre ellos.

—¿Qué haces aquí?

Wells se dio media vuelta y vio a Octavia, que avanzaba despacio hacia él. Se estaba recuperando deprisa y su cojera parecía más bien una forma de andar.

—No lo sé. Presentando mis respetos, supongo —señaló las tumbas con un gesto—. Pero ya me iba —añadió rápidamente, cuando vio que Octavia se echaba la melena a un lado—. Me toca a mí ir a buscar agua.

—Te acompaño —Octavia sonrió y Wells desvió la mirada, incómodo. Las largas pestañas que le daban ese aire tan inocente cuando dormía en la enfermería otorgaban ahora un brillo salvaje a sus enormes ojos azules.

—¿Estás segura de que es buena idea, tal como tienes el tobillo? Hay que andar mucho.

—Estoy bien —repuso ella con infinita paciencia mientras echaba a andar a su lado—. Aunque eres muy amable por preocuparte. ¿Sabes? —prosiguió a la vez que apretaba el paso para no quedar rezagada—, es absurdo que todo el mundo le haga tanto caso a Graham. Tú sabes mucho más que él.

Wells cogió una de las garrafas que se alineaban junto a la tienda de suministros y enfiló hacia el bosque. Habían descubierto un arroyo no muy lejos del campamento, y todas las personas lo bastante fuertes para cargar con un contenedor lleno se turnaban para ir a por agua. O, más bien, se suponía que se turnaban. Hacía días que Wells no veía a Graham cargado con una garrafa.

Octavia se detuvo cuando Wells cruzó el lindero del bosque.

—¿No vienes? —le preguntó él, volviéndose a mirarla.

Ella echó la cabeza hacia atrás y se quedó mirando las oscuras siluetas de los árboles a la luz del ocaso.

—Voy —Octavia bajó la voz mientras se apresuraba a reunirse con Wells—. Es la primera vez que entro ahí.

Wells se ablandó. Incluso a él, que había pasado gran parte de su vida soñando con viajar a la Tierra, le asustaba el bosque de vez en cuando: la inmensidad, los sonidos extraños, la sensación de que podía haber cualquier cosa agazapada más allá del campamento iluminado. Y eso que él había tenido tiempo para mentalizarse. Apenas podía imaginar cómo debían de sentirse los demás, que habían sido arrancados de sus celdas y empujados a una cápsula de transporte sin apenas tiempo para asimilar la idea de que los enviaban a un planeta extraño, un lugar que, para ellos, no era más que una palabra sin significado.

—Cuidado —dijo Wells, señalando una maraña de raíces ocultas bajo un montón de hojas moradas—. El terreno es desigual en esta zona.

Tomó la pequeña mano de Octavia y la ayudó a salvar un tronco caído. Parecía imposible que algo sin pulso pudiera morir, pero aquella corteza seca y descompuesta tenía todo el aspecto de un cadáver.

—Entonces, ¿es verdad? —preguntó Octavia mientras descendían por la pendiente que conducía al arroyo—. ¿Hiciste que te confinaran para poder estar con Clarke?

—Supongo que sí.

Ella lanzó un suspiro melancólico.

—Es lo más romántico que he oído en mi vida.

Wells esbozó una sonrisa irónica.

—Créeme, no lo es.

—¿Qué quieres decir? —preguntó Octavia, ladeando la cabeza. En la penumbra del bosque, volvía a parecer casi una niña.

Wells apartó la vista, incapaz, de repente, de mirarla a los ojos. Taciturno, se preguntó qué diría Octavia si supiera la verdad.

No era un valiente caballero que había acudido al rescate de una princesa, sino el culpable de que la hubieran encerrado en el calabozo.

Por enésima vez desde que se había sentado, hacía dos minutos, Wells echó una ojeada al chip de su collar. El mensaje era inquietante, y Clarke llevaba varias semanas comportándose de un modo extraño. Él apenas la había visto y las pocas veces que había logrado dar con ella, la chica prácticamente se retorcía de nervios.

Wells tenía miedo de que hubiera decidido romper con él. Y si aún no se le había perforado el estómago de la inquietud, era porque sabía que ella no habría escogido la biblioteca para dejarlo. Habría sido una crueldad por su parte elegir precisamente el lugar que más amaban. Clarke no le haría eso.

Al oír unos pasos, se puso en pie. En aquel momento, los focos del techo se encendieron. Llevaba tanto rato sentado que la biblioteca había olvidado su presencia. Solo las tenues luces de seguridad seguían brillando en el suelo. Clarke se acercó, aún vestida con la ropa del hospital. Wells casi siempre sonreía cuando la veía de esa guisa —le encantaba que no dedicara horas y horas a acicalarse como casi todas las chicas de Fénix—, pero no aquella vez; la camisa y el pantalón azules le colgaban por todas partes y tenía grandes ojeras.

—Eh —dijo, avanzando un paso para saludarla con un beso. Ella no se apartó, pero tampoco le devolvió el saludo—. ¿Te encuentras bien? —le preguntó, aunque saltaba a la vista que no.

—Wells —empezó a decir ella, y se le quebró la voz. Parpadeó para contener las lágrimas.

Él abrió unos ojos como platos, asustado. Clarke nunca lloraba.

—Eh —murmuró. La rodeó con el brazo para llevarla al sofá. Las piernas apenas la sostenían—. Todo irá bien, te lo prometo. Tú dime qué te pasa.

Ella lo miró fijamente, y Wells advirtió que Clarke se debatía entre el miedo y la necesidad de confiarse.

—Tienes que prometerme que no le contarás esto a nadie.

Él asintió.

—Claro.

—Hablo en serio. Esto no es un rumor. Es real, una cuestión de vida o muerte.

Wells le apretó la mano.

—Clarke, sabes que me lo puedes contar todo.

—He averiguado… —respiró profundamente, cerró los ojos y volvió a empezar—. Ya sabes que mis padres están investigando los efectos de la radiación —él asintió.

Los padres de Clarke estaban a cargo de un importante experimento cuyo objetivo era determinar cuándo, de ser posible algún día, podrían volver a la Tierra los seres humanos sin correr peligro. Cada vez que su padre hablaba de una misión a la Tierra, Wells daba por supuesto que hablaba de una posibilidad remota, más de una esperanza que de un auténtico proyecto. Por otra parte, sabía lo importante que era el trabajo de los Griffin para el canciller y para el conjunto de la colonia.

—Están haciendo pruebas con humanos —le reveló Clarke en voz baja. A Wells se le puso la piel de gallina, pero no dijo nada; se limitó a apretarle la mano con más fuerza—. Están experimentando con niños —concluyó ella, casi en susurros.

Hablaba en un tono apático, como si llevara tanto tiempo dándole vueltas a la idea que la frase hubiera perdido su significado.

—¿Qué niños? —preguntó él. Necesitaba tiempo para asimilar la información.

—Niños no registrados —dijo Clarke. Un destello de ira asomó a sus ojos llorosos—. Niños del centro de cuidados cuyos padres han sido ejecutados por violar las leyes de población.

Wells reparó en la acusación implícita. Víctimas de tu padre.

—Son tan pequeños…

Clarke no terminó la frase. Se desplomó de nuevo en el sofá y pareció encoger, como si aquella realidad le hubiera arrebatado una parte de sí misma.

Wells la rodeó con el brazo, y ella, en vez de apartarse como llevaba haciendo varias semanas, se inclinó hacia él y le apoyó la cabeza en el pecho.

—Todos están muy enfermos —las lágrimas de Clarke le empapaban la camisa—. Algunos ya han muerto.

—Lo siento mucho, Clarke —murmuró Wells mientras discurría qué podía decir, cómo librarla de aquel dolor—. Estoy seguro de que tus padres hacen lo posible para asegurarse de que sea… —se interrumpió. Nada de lo que dijera podría consolarla. Tenía que hacer algo, detener aquello antes de que el horror y el sentimiento de culpa la destruyeran—. ¿Qué quieres que haga yo? —preguntó en tono más firme.

Ella se incorporó de golpe y lo miró fijamente, ahora con otra clase de miedo en los ojos.

—Nada —replicó con una energía que pilló a Wells por sorpresa—. Tienes que prometerme que no harás nada. Mis padres me han hecho jurar que no se lo diría a nadie. Ellos no quieren hacerlo, Wells. No ha sido su decisión. El vicecanciller Rhodes los ha obligado. Los amenazó —tomó las manos de Wells—. Prométeme que no dirás nada. Es que… —se mordió el labio—. No podía seguir ocultándotelo. Tenía que contárselo a alguien.

—Lo prometo —dijo Wells, aunque notaba que la furia le encendía la piel. Aquel cerdo hipócrita no tenía derecho a tomar una decisión como esa por su cuenta. Pensó en su padre, cuyo sentido del bien y el mal quedaba más allá de toda duda. El canciller jamás habría aprobado que se experimentara con seres humanos. Él pondría fin a aquello de inmediato.

Clarke lo miraba sin parpadear, escudriñando sus ojos, y por fin esbozó una sonrisa temblorosa que se esfumó nada más nacer.

—Gracias.

Volvió a apoyar la cabeza en el pecho de Wells, y él la abrazó.

—Te quiero —susurró.

Una hora más tarde, después de acompañar a Clarke a casa, Wells se dirigió a solas al observatorio. Tenía que hacer algo. Si las cosas no cambiaban pronto, los remordimientos la destruirían. Y él se negaba a quedarse de brazos cruzados.

Wells nunca había roto una promesa. Era algo que su padre le había inculcado a muy temprana edad: un líder jamás falta a su palabra. Pero al pensar en las lágrimas de Clarke, supo que no tenía elección.

Dio media vuelta y echó a andar hacia el despacho del canciller.

Llenaron la garrafa de agua del arroyo y pusieron rumbo al campamento. Después de responder varias veces seguidas con monosílabos, Wells había conseguido que Octavia dejara de preguntarle por Clarke, pero ahora la niña caminaba a su lado enfurruñada, y él se sentía culpable. Era muy mona y seguro que tenía buen corazón. ¿Cómo había acabado allí?

—Y bien —dijo Wells, rompiendo el silencio—. ¿Qué hiciste tú para que te confinaran?

Octavia lo miró sorprendida.

—¿No te lo ha contado mi hermano? —sonrió nerviosa—. Va por ahí diciendo que me pillaron robando comida para los niños pequeños del centro de cuidados, donde siempre había algún abusón dispuesto a quitarles la ración, y que los monstruos del Consejo me confinaron sin pestañear siquiera.

Algo en el tono de voz de Octavia hizo recelar a Wells.

—¿Fue eso lo que sucedió en realidad?

—¿Y qué más da? —respondió ella con un hastío impropio de una niña—. Cada cual pensará lo que quiera de los demás. Si eso es lo que Bellamy quiere creer, yo no voy a contradecirle.

Wells se detuvo para cambiarse de mano la pesada garrafa. Sin saber cómo, habían ido a parar a una parte distinta del bosque. Los árboles crecían más juntos allí, y veía lo suficiente para saber que se habían equivocado de camino.

—¿Nos hemos perdido? —Octavia miró a ambos lados. Aunque había poca luz, Wells se dio cuenta de que estaba aterrorizada.

—Tranquila. Solo tenemos que… —calló al oír algo a lo lejos.

—¿Qué ha sido eso? —preguntó Octavia—. ¿Estamos…?

Wells la hizo callar y dio un paso adelante. Había sonado como el chasquido de una ramilla al romperse, lo que significaba que algo se movía detrás de los árboles. Se maldijo a sí mismo por no haber llevado un arma. Le habría encantado volver al campamento cargado con una pieza cobrada para demostrar que Bellamy no era el único que sabía cazar. El sonido se repitió y la frustración de Wells dio paso al miedo. De cazar la cena, nada; si no llevaban cuidado, Octavia y él serían la cena de algún otro.

Estaba a punto de coger a la niña de la mano para echar a correr cuando atisbó algo. Un destello entre dorado y rojizo. Wells dejó la garrafa en el suelo y avanzó unos pasos.

—Quédate ahí —le susurró a Octavia.

Más adelante, avistó un espacio abierto detrás de los árboles. Una especie de claro. Estaba a punto de gritar el nombre que le cosquilleaba los labios cuando se detuvo en seco, helado.

De pie en la hierba, Clarke abrazaba nada más y nada menos que a Bellamy. Cuando la vio ofrecer los labios al waldenita, Wells se quiso morir. La rabia le hirvió en el pecho hasta alcanzar su corazón desbocado.

Sin saber cómo, consiguió despegar los ojos de la escena y se internó dando traspiés en los árboles mientras todo le daba vueltas. Se cogió a una rama para mantener el equilibrio y boqueó, haciendo esfuerzos por coger aire. La chica por la que había arriesgado la vida no solo estaba besando a otro; estaba besando al terrorista que tal vez hubiera matado a su padre.

—Hala —dijo Octavia desde atrás—. Su paseo parece mucho más divertido que el nuestro.

Pero Wells ya se había dado media vuelta y había echado a andar en dirección opuesta. Notaba vagamente la presencia de Octavia, que correteaba tras él y le preguntaba algo del botiquín, pero el rugido de la sangre en sus oídos ahogaba la voz. Le daba igual si habían encontrado o no los medicamentos perdidos. No existía una medicina capaz de curar un corazón roto.