Capítulo 15
Clarke

Bellamy condujo a Clarke por una cuesta empinada, flanqueada de esbeltos árboles cuyas ramas se entrelazaban hasta formar una especie de bóveda. El silencio poseía una cualidad antigua, como si nada, ni siquiera el viento, hubiese perturbado la soledad de aquellos árboles desde hacía siglos.

—No estoy seguro de haberte dado las gracias por haber ayudado a Octavia —dijo Bellamy, rompiendo el hechizo.

—¿Es tu forma de decir «gracias»? —se burló ella.

—Me parece que es lo máximo que vas a conseguir —Bellamy la miró de reojo—. Estas cosas no se me dan muy bien.

Clarke abrió la boca para replicar, pero antes de que pudiera decir nada tropezó con una piedra.

—Eh, cuidado —dijo él con una carcajada. Le dio la mano para ayudarla a recuperar el equilibrio—. Y por lo que parece, a ti no se te da muy bien andar.

—Esto no es andar. Esto es una excursión; algo que ningún humano había hecho desde hace años, así que no te metas conmigo.

—No pasa nada. En eso consiste la división de trabajos. Tú te encargas de mantenernos con vida y yo me encargo de mantenerte en pie.

Bellamy apretó la mano de Clarke en plan amistoso y ella notó el hormigueo del rubor en la cara. No se había dado cuenta de que sus manos seguían unidas.

—Gracias —dijo ella, separándose de él.

Bellamy se detuvo al llegar a una zona donde el terreno volvía a ser llano.

—Por aquí —dijo, y señaló a la izquierda—. ¿Y qué, cómo acabaste por dedicarte a la medicina?

Clarke frunció el ceño, confundida.

—Bueno, era lo que más me gustaba. ¿Tú no escogiste dedicarte a…? —se mordió la lengua al darse cuenta, avergonzada, de que no tenía ni idea de a qué se dedicaba Bellamy allá en la nave. No era guardia, desde luego.

Él la miró fijamente, como intentando leer en su semblante si hablaba en serio o en broma.

—En Walden, las cosas no funcionan así —dijo con aire meditabundo, mientras se internaba aún más en las sombras verdosas—. Si tienes un expediente impecable y algo de suerte, puedes llegar a ser guardia. En caso contrario, te limitas a hacer lo mismo que tus padres.

Clarke procuró que su rostro no reflejase sorpresa. Sabía que los waldenitas solo podían acceder a ciertos trabajos, claro, pero no había caído en la cuenta de que no tenían ninguna elección en absoluto.

—¿Y a qué te dedicabas tú?

—Yo era… —Bellamy apretó los labios—. ¿Sabes qué? Da igual cuál fuera mi trabajo allí.

—Lo siento —se apresuró a decir Clarke—. No pretendía…

—Tranquila —la interrumpió él, dando un paso adelante.

Siguieron andando, ahora en un silencio más tenso.

—Espera —susurró Bellamy, y tendió un brazo para detenerla.

Con un rápido movimiento, sacó una flecha del carcaj y levantó el arco. Enfocó los ojos en un punto donde la vegetación era tan frondosa que los matorrales apenas se diferenciaban de las sombras. En aquel instante, ella lo vio: un rápido movimiento, el destello de un ojo. Clarke contuvo el aliento al ver salir a un animal de entre las hojas, pequeño y marrón, con largas orejas en punta, que correteaba arriba y abajo. Un conejo.

Mientras lo miraban, el animalillo brincó hacia delante y, parpadeando curioso, agitó un rabo que medía dos veces su cuerpo. ¿No se supone que los conejos tienen el rabo pequeño y esponjoso?, se preguntó Clarke. Pero antes de que pudiera recordar sus viejos apuntes de Biología terrestre, advirtió que el codo de Bellamy retrocedía y dejó de pensar.

Ahogó un grito cuando la flecha surcó el aire antes de clavarse en el pecho del animal. Por un segundo, Clarke se preguntó si estaría a tiempo de salvarlo: de correr hacia él, retirarle la flecha y aplicarle unos puntos de sutura.

Bellamy la cogió del brazo y se lo apretó, solo lo justo para detenerla e infundirle tranquilidad. Aquel conejo contribuiría a mantenerlos con vida, Clarke lo sabía. Le devolvería a Thalia algo de fuerza. Intentó cerrar los ojos, pero no podía despegarlos del animal.

—Todo va bien —dijo Bellamy en voz baja—. Le he dado en el corazón. Casi no sufrirá.

Tenía razón. El conejo dejó de retorcerse y se desplomó despacio. Luego se quedó inmóvil. Bellamy se volvió a mirar a Clarke.

—Lo siento. Ya sé que resulta desagradable ver sufrir a alguien.

La recorrió un escalofrío que no tenía nada que ver con el conejo muerto.

—¿A alguien?

—A algo —se corrigió él, encogiéndose de hombros—. A lo que sea.

Clarke observó cómo Bellamy corría hacia el conejo y se lo echaba al hombro.

—Por aquí —dijo él a continuación, haciendo un gesto con la cabeza.

La tensión parecía haberse disipado. La sencilla captura había mejorado visiblemente el humor de Bellamy.

—¿Y qué os pasa a Wells y a ti? —preguntó a la vez que se cambiaba de hombro la pieza.

Clarke intentó sentirse indignada, pero lo dejó correr.

—Estuvimos saliendo unos meses, hace un tiempo, pero la cosa no salió bien.

Bellamy rio por lo bajo.

—Sí, bueno, eso ya lo he deducido —aguardó a que Clarke se explicase—. ¿Y bien? —insistió—. ¿Qué pasó?

—Hizo algo imperdonable.

En vez de tomarle el pelo o aprovechar la ocasión para meterse con Wells, Bellamy se puso muy serio.

—No creo que nada sea imperdonable —dijo en voz baja—. No si se hace con buena intención.

Clarke no respondió, pero no pudo evitar preguntarse si se refería a lo que había provocado el confinamiento de Octavia o a alguna otra cosa.

Bellamy alzó la vista, como si las copas de los árboles hubieran captado su atención. Luego volvió a mirar a Clarke.

—No digo que no hiciera algo terrible. Me refiero a que entiendo más o menos cómo se siente —acarició con el dedo el musgo amarillento que se ensortijaba alrededor de un tronco—. Wells y yo somos los únicos que estamos aquí por propia elección, que hemos venido por un motivo.

Clarke se dispuso a replicar, pero se dio cuenta de que no sabía bien qué decir. A primera vista, los dos eran muy distintos: Wells, cuya fe en el orden y mando había provocado la ejecución de sus padres, y Bellamy, el impulsivo waldenita que había retenido al canciller a punta de pistola. A pesar de todo, ambos estaban dispuestos a hacer lo que hiciera falta para salirse con la suya. Para proteger a las personas que amaban.

—A lo mejor tienes razón —reconoció en voz baja, sorprendida de que Bellamy fuera tan perspicaz.

Él se detuvo y luego aceleró el paso, emocionado de repente por algo que había visto.

—Estaba aquí arriba —dijo, guiándola hacia un claro en pendiente. Flores blancas salpicaban toda la hierba, salvo por una zona chamuscada hacia el centro del prado. Trozos de nave yacían esparcidos como huesos. Clarke echó a correr.

Oyó que Bellamy la llamaba pero no se molestó en volverse a mirar. Avanzando a trompicones, notó cómo la esperanza nacía en su pecho.

—Venga, venga, venga —musitaba para sí mientras inspeccionaba los restos como si se hubiera trastornado.

De repente, las vio. Las cajas de metal que en su día fueron blancas pero que habían perdido el color como consecuencia del polvo y las llamas. Cogió la que tenía más cerca y la sostuvo en alto. Tenía el pulso tan acelerado que apenas podía respirar. Clarke toqueteó el cierre deformado. La caja no se abrió. El calor había soldado las bisagras. Nerviosa a más no poder, agitó la caja, rezando para que los medicamentos hubieran sobrevivido.

Nunca en su vida había oído un sonido tan glorioso como el tintineo de los frascos.

—¿Es el botiquín? —preguntó Bellamy sin aliento al llegar a su lado.

—¿Puedes abrirlo?

Clarke le plantó la caja en el pecho.

Él la levantó para examinar el cierre.

—A ver.

Se sacó un cuchillo del bolsillo y, con unos cuantos movimientos rápidos, forzó la cerradura del botiquín.

La euforia se adueñó de Clarke. Antes de saber lo que estaba haciendo, rodeó a Bellamy con los brazos. Tambaleándose hacia atrás, él se echó a reír. Le pasó los brazos por la cintura, la levantó en vilo y la hizo girar en el aire. Los colores del claro se fundieron en un borrón verde, dorado y azul hasta que no quedó nada más en el mundo que la sonrisa de Bellamy y sus ojos luminosos.

Por fin, él la dejó en tierra con cuidado. Pero no la soltó; la estrechó con más fuerza y antes de que Clarke tuviera tiempo de tomar aliento, la besó con mucha suavidad.

Una vocecilla interna le decía a Clarke que se retirase mientras estaba a tiempo, pero el aroma de la piel de Bellamy y la energía de su contacto la embriagaron.

Sintió que se derretía en sus brazos, que se perdía a sí misma en el interior de aquel beso.

Bellamy sabía a alegría, y la alegría era aún más dulce allí en la Tierra.