Bellamy no entendía por qué los antiguos seres humanos se molestaban en drogarse. ¿Qué sentido tenía inyectarse basura en la vena si caminar por el bosque provocaba el mismo efecto? Cada vez que cruzaba el lindero del bosque, algo se transformaba en su interior. Ahora, mientras se alejaba del campamento al romper el alba, de camino a otra partida de caza, inspiró profundamente. Cada vez que lo hacía, su corazón bombeaba con latidos firmes y constantes, sus órganos adoptaban el pulso de la tierra. Se sentía como si alguien le hubiera pirateado el cerebro y hubiera ajustado sus sentidos a un escenario que ni siquiera sabía que existiese.
Y sin embargo, lo mejor era la quietud. En la nave nunca reinaba un silencio absoluto. Siempre se oía un ligero rumor de fondo: el ronroneo de los generadores, el zumbido de las luces, el eco de unos pasos en los pasillos. La primera vez que se había internado en el bosque, la imposibilidad de acallar sus propios pensamientos lo había aterrado, pero cuanto más tiempo pasaba allí, más silenciosa se volvía su mente.
Bellamy oteó el terreno, pasando los ojos de las rocas a las zonas húmedas en busca de alguna pista. A diferencia del día anterior, no había rastros que seguir, pero el instinto le dijo que torciera a la derecha y se aventurara aún más en el boscaje, allá donde los árboles eran más frondosos y proyectaban extrañas sombras en la tierra. Si él fuera un animal, sería allí adonde iría.
Doblando el brazo por encima del hombro, alcanzó una flecha de su improvisado carcaj. Aunque detestaba verlos morir, su puntería había mejorado mucho y estaba seguro de que los animales no sufrían demasiado. Jamás olvidaría el dolor y el miedo que reflejaron los ojos de aquel primer ciervo cuando agonizaba en el bosque. Además, disparar a un animal no era un crimen tan terrible como algunas de las cosas que habían hecho los demás para acabar allí. Y si bien es verdad que acortaba los días de aquellos animales, Bellamy se consolaba pensando que habían disfrutado de una vida entera en libertad.
A los cien prisioneros les habían prometido lo mismo, pero Bellamy sabía que a él no le concederían ese privilegio, no después de lo que le había hecho al canciller. Si seguía en el campamento cuando aterrizase la próxima nave, lo más probable es que el primero en bajar le disparase allí mismo.
Bellamy había acabado con todo aquello: con los castigos, con los controles, con el sistema. No pensaba volver a acatar las reglas de nadie. Estaba harto de tener que luchar para sobrevivir. Tal vez la vida en el bosque no fuera fácil, pero como mínimo Octavia y él serían libres.
Extendiendo los brazos a los lados para mantener el equilibrio, medio patinó, medio resbaló pendiente abajo, procurando no hacer ningún ruido que pudiera ahuyentar a los animales. Aterrizó al fondo de la ladera y chapoteó en el barro con sus zarrapastrosas botas. Bellamy hizo una mueca cuando el agua se filtró por los agujeros de las suelas. Iba a ser muy engorroso volver andando al campamento con los calcetines mojados, algo que sabía por propia experiencia. No entendía por qué no mencionaban eso en ninguno de los libros que había leído. ¿Qué sentido tenía aprender a construir una trampa a base de enredaderas o qué plantas emplear para curar quemaduras si no podías andar?
Tendió los calcetines en una rama y a continuación hundió los pies en el arroyo. Había subido la temperatura desde que salió del campamento y el agua fresca le sentó de maravilla. Se arremangó los pantalones hasta las rodillas y se metió un poco más, sonriendo como un bobo al notar cómo el agua se arremolinaba alrededor de sus pantorrillas. Aquella era una de las cosas que más le gustaban de la Tierra, el hecho de que algo tan cotidiano como lavarte los pies fuera toda una experiencia.
La vegetación no era tan densa junto al arroyo y el sol brillaba con fuerza. De repente, Bellamy sintió un calor insoportable en la cara y en los brazos. Se quitó la camiseta, la arrugó y la tiró a la hierba antes de coger agua con el cuenco de las manos y salpicarse el rostro con ella. Sonrió al descubrir, pasmado, que en realidad el agua tenía sabor. En la nave, corrían bromas escatológicas sobre el suministro de agua reciclada y el hecho de que, básicamente, te estuvieras bebiendo el pis de tu tatarabuelo. Ahora comprendía que siglos de filtraje y purificación habían reducido el agua a un mero grupo de moléculas de hidrógeno y oxígeno. Se agachó y recogió un poco más. Si tuviera que describirla, diría que sabía a una mezcla de tierra y cielo… y luego le atizaría un puñetazo a cualquiera que se burlara de él por haber hecho un comentario tan cursi.
Sonó un crujido en el interior del bosque. Bellamy se dio media vuelta tan de repente que perdió el equilibrio y cayó hacia atrás con un chapoteo. Se puso en pie rápidamente y, notando cómo las piedras y el barro se desplazaban bajo sus pies descalzos, se giró para investigar el origen del sonido.
—Lo siento, no pretendía asustarte.
Bellamy se echó el pelo hacia atrás y vio a Clarke plantada en la hierba. Le inquietaba ver a otra persona en el bosque, que había llegado a considerar de su exclusiva pertenencia. Intentó sentirse irritado, pero renunció.
—No podías esperar hasta la tarde, ¿eh? —le preguntó a Clarke caminando hacia la orilla.
Clarke se ruborizó.
—Necesitamos las medicinas —dijo, apartando la vista del pecho desnudo.
Era tan dura la mayor parte del tiempo que uno tendía a olvidar que había crecido en un mundo de conciertos de lujo y conferencias. Sonriendo, Bellamy sacudió la cabeza, provocando una ducha de gotas plateadas.
—Eh —gritó Clarke, saltando hacia atrás para no mojarse—. Aún no hemos analizado ese arroyo. El agua podría ser tóxica.
—¿Desde cuándo nuestra implacable cirujana se ha vuelto tan finolis?
Bellamy se sentó en una zona de hierba bañada por el sol y dio unas palmadas en el suelo para invitar a Clarke a hacer lo mismo.
—¿Finolis? —Clarke se dejó caer al suelo con un bufido—. Pero si ayer por la noche apenas podías sostener el cuchillo, de tanto que te temblaba la mano.
—Eh, que yo maté al ciervo. Creo que estuve a la altura. Además —siguió diciendo mientras se tendía de espaldas sobre la hierba—, eres tú la que tiene práctica rajando cuerpos.
—La verdad es que no.
Bellamy recostó la cabeza en las manos y dejó que el sol le bañara la cara. Suspiró cuando los rayos le caldearon la piel. Se sentía casi tan bien como cuando compartía la cama con alguna chica. Puede que mejor, porque el sol nunca le preguntaría en qué estaba pensando.
—No quería insultarte —dijo alargando las palabras; un agradable sopor se iba adueñando de su cuerpo—. Ya sé que eres médico, no una carnicera.
—No, me refiero a que me confinaron antes de que pudiera acabar las prácticas.
La sombra de tristeza que proyectó la voz de Clarke resonó de un modo extraño en su pecho. Bellamy esbozó una sonrisa apagada.
—Bueno, pues para ser un matasanos, estás haciendo un gran trabajo.
Ella lo miró fijamente y, por un momento, Bellamy temió haberla ofendido. Pero Clarke asintió y se levantó.
—Tienes razón —dijo—. Y por eso tenemos que encontrar los medicamentos. Vamos.
El chico se incorporó con un gemido, se puso los zapatos y los calcetines y se echó la camiseta al hombro.
—Te aconsejo que te pongas eso.
—¿Por qué? ¿Temes no ser capaz de controlarte? Porque si te preocupa mi integridad, debo decirte que no soy…
—Lo que quiero decir —lo interrumpió ella con una sonrisilla— es que por aquí hay plantas venenosas que podrían provocarte erupciones purulentas en esa espalda tan bonita que tienes.
Bellamy se encogió de hombros.
—Eso será problema tuyo, doctora. Me arriesgaré.
Clarke se rio por primera vez —Bellamy estaba seguro— desde que había llegado a la Tierra. Experimentó un orgullo momentáneo al saberse responsable del acontecimiento.
—Vale —dijo en tono alegre. Se pasó la camiseta por la cabeza y sonrió para sí al sorprender la mirada de Clarke en su abdomen—. Los restos del accidente están en dirección oeste. Vamos allá —echó a andar cuesta arriba y se volvió a mirar a Clarke—. Rumbo a la puesta de sol.
Ella correteó unos pasos para alcanzarlo.
—¿Has aprendido todo eso tú solo?
—Supongo. Hay muchísimos textos sobre geografía terrestre en Walden —no lo dijo en el tono de pulla que solía adoptar cuando hablaba con Wells o con Graham—. Siempre me han interesado esas cosas, y cuando supe que planeaban enviar a Octavia a la Tierra… —se interrumpió, sin saber cuánto podía revelar sin correr riesgos. Clarke, por su parte, lo miraba como animándole a continuar, con aquellos ojos verdes rebosantes de curiosidad y de algo más que no sabía definir—. Supuse que, cuanto más supiese, más opciones tendría de mantenerla con vida.
Llegaron a la cima de la colina, pero en lugar de dirigirse de vuelta al campamento, Bellamy se internó aún más en los bosques. Los árboles crecían tan juntos que las hojas tapaban casi por completo la luz del sol. Los pocos rayos que se filtraban salpicaban el suelo de manchas doradas. Bellamy sonrió al advertir que Clarke los esquivaba, igual que un niño evitaría pisar las líneas al cruzar el puente estelar.
—Siempre imaginé que el bosque de Sherwood sería algo así —comentó ella en tono reverente—. No me extrañaría ver salir a Robin Hood de detrás de un árbol.
—¿Robin Hood?
—Ya sabes —se detuvo para mirarlo—. ¿El príncipe exiliado que robaba medicinas para dárselas a los huérfanos? —Bellamy la miró sin comprender—. ¿El del arco y las flechas encantados? Ahora que lo pienso, me recuerdas a él —añadió Clarke con una sonrisa.
Bellamy acarició una rama envuelta en hiedra que rutilaba a la pálida luz.
—No hay costumbre de contar cuentos en Walden —dijo enfurruñado, pero cambió de tono enseguida—. Tenemos pocos libros, así que yo inventaba cuentos de hadas para Octavia cuando era pequeña. Su favorito era el de un cubo de basura encantado —resopló—. Hacía lo que podía.
Clarke volvió a sonreír.
—Has sido muy valiente siguiéndola hasta aquí.
—Ya, bueno, te diría lo mismo, pero tengo la sensación de que no has tenido elección.
Ella exhibió el monitor de pulsera que, como al resto de los viajeros, le ceñía la muñeca.
—¿Cómo lo has adivinado?
—Estoy seguro de que se lo merecía —dijo Bellamy sonriendo.
En vez de reírle la gracia, Clarke se dio media vuelta. Bellamy solo pretendía hacer una broma, pero debería haber sabido que no podía hablar por hablar con ella. Con ninguno de los que estaban allí, de hecho. Todos ocultaban algo y Bellamy más que nadie.
—Eh, perdona —se disculpó. Lo hacía tan rara vez que, en sus labios, la palabra «perdón» sonaba extraña—. Encontraremos ese botiquín. ¿Qué contiene, por cierto?
—De todo. Gasas estériles, analgésicos, antibióticos… Cosas que podrían hacer mucho bien a… —se mordió la lengua—. A los heridos.
Bellamy comprendió que estaba pensando en esa chica con la que pasaba tanto rato, su amiga.
—Le tienes mucho cariño, ¿verdad?
Le ofreció la mano a Clarke para ayudarla a salvar un tronco cubierto de musgo que se interponía en el camino.
—Es mi mejor amiga —repuso Clarke, aceptando la mano tendida—. La única persona en la Tierra que me conoce de verdad.
Sonrió avergonzada, pero Bellamy asintió.
—Entiendo lo que quieres decir.
Octavia era la única persona del mundo que lo conocía realmente. La única, de hecho, que le importaba volver a ver.
Pero al ver a Clarke allí agachada, con la melena dorada destellando al sol, aspirando la fragancia de una flor de color rosa intenso, ya no estuvo tan seguro.