Capítulo 13
Wells

Wells levantó la vista para mirar el firmamento tachonado de estrellas. Jamás había imaginado que sentiría tal añoranza al contemplar la escena a cientos de kilómetros de su hogar. Era inquietante ver la luna tan pequeña y sosa, como levantarte una mañana y descubrir que el rostro de tus familiares se había difuminado.

A su alrededor, sentados en torno a la hoguera, sus compañeros rezongaban. Llevaban menos de una semana en la Tierra y las porciones de alimento habían menguado de un modo crítico. La falta de medicinas era preocupante, pero hoy por hoy el problema más urgente era el de la alimentación. O bien la colonia había calculado mal las provisiones, o bien Graham y sus amigos habían acaparado más de lo que Wells había advertido. En cualquier caso, los efectos de la escasez empezaban ya a pasarles factura. Y no estaba pensando solo en las mejillas chupadas; el hambre que reflejaban los ojos de sus compañeros lo aterrorizaba. No debía olvidar que todos habían sido confinados por alguna razón, que hasta el último de los chicos y chicas que lo rodeaban había puesto en peligro la colonia de un modo u otro.

Wells más que nadie.

En aquel momento, Clarke salió de la enfermería y se dirigió hacia la hoguera, inspeccionando la zona en busca de un sitio libre. No había nadie sentado junto a Wells, pero la mirada de la chica resbaló sobre él. Se sentó junto a Octavia, que reposaba con la pierna estirada.

Wells suspiró y echó un vistazo a los alrededores. El reflejo de las llamas bailaba sobre las siluetas oscuras de las tres estructuras principales —el hospital de campaña, una tienda que hacía las veces de almacén y la favorita de Wells: un dique para recoger agua en caso de que lloviera—. Como mínimo, el campamento no había resultado un completo desastre. El padre de Wells se quedaría pasmado cuando se reuniese con ellos en la Tierra.

Eso si alguna vez se reunía con ellos. Cada día que pasaba le costaba más convencerse de que su padre estaba bien, de que la herida de bala era solo superficial. Se le encogió el pecho al imaginar a su padre aferrado a duras penas a la vida en una cama de hospital o, lo que era peor, su cadáver flotando en el espacio. Las palabras del canciller aún resonaban en sus oídos: «Si hay alguien capaz de sacar adelante esta misión, eres tú». Tras toda una vida presionando a Wells para que trabajara más y mejor, el chico se preguntaba si no habría sido aquella la última orden que su padre llegaría a pronunciar.

Sonó un extraño ruido procedente del bosque. Wells se irguió, aguzando todos los sentidos. Se oyó un crujido, seguido de un murmullo. Los rumores que se elevaban alrededor de la hoguera se convirtieron en gritos contenidos cuando una figura surgió de entre las sombras, mitad humana y mitad animal, como algo salido de los antiguos mitos.

Wells se puso en pie. Justo entonces, la criatura se perfiló contra la luz del claro.

Bellamy caminaba con una pieza de caza echada sobre los hombros, dejando un reguero de sangre a su paso.

Un ciervo. Los ojos de Wells recorrieron el animal sin vida; distinguió el suave pelaje pardo, las esbeltas patas, las delicadas orejas en punta. Conforme Bellamy avanzaba, la cabeza exánime del ciervo se balanceaba adelante y atrás… sin llegar a trazar el arco completo, porque chocaba contra algo más.

Era una segunda cabeza, que oscilaba al extremo de otro esbelto cuello. El ciervo tenía dos cabezas.

Wells se quedó de piedra mientras todos sus compañeros se ponían en pie. Algunos avanzaron un paso para ver mejor, otros retrocedieron horrorizados.

—¿Es seguro? —preguntó una chica.

—Sí —la voz de Clarke surgió de entre las sombras. Poco después, su forma se internó en el anillo de luz—. La radiación debió de provocar mutaciones en el material genético hace cientos de años, pero hoy por hoy ya no debería quedar rastro de contaminación.

Todo el mundo guardó silencio mientras la chica tendía la mano para acariciar la piel del animal. Nunca había estado tan bella como en aquel momento, de pie bajo los rayos de luna.

Clarke se volvió a mirar a Bellamy con una sonrisa que retorció las entrañas de Wells.

—No vamos a morir de hambre.

A continuación, Clarke dijo algo que Wells no distinguió. Vio que Bellamy asentía.

El hijo del canciller exhaló un suspiro, tratando de ahogar el resentimiento. Respiró profundamente otra vez antes de echar a andar hacia Bellamy y Clarke. Ella se crispó al verlo, pero Wells clavó la mirada en Bellamy, impertérrito.

—Gracias —dijo Wells—. Esto alcanzará para alimentar a mucha gente.

Mirándolo con desconfianza, Bellamy cambió de postura.

—Lo digo en serio —le aseguró Wells—. Gracias.

Por fin, Bellamy asintió. Wells regresó a su lugar junto al fuego. Los otros dos se quedaron hablando en tono quedo, con las cabezas muy juntas.

El observatorio estaba desierto. Mirando el inconmensurable océano de estrellas, a Wells no le costaba imaginar que eran los dos únicos seres vivos de todo el universo. Estrechó con más fuerza los hombros de Clarke, que recostó la cabeza en su pecho y suspiró. Cuando el aire abandonó su cuerpo, se acurrucó aún más contra él. Como dispuesta a dejar que Wells respirase por los dos.

—¿Qué tal te ha ido hoy?

—Bien —repuso Wells, sin saber muy bien por qué se molestaba en mentir teniendo a Clarke pegada contra su pecho. Ella interpretaba los latidos de su corazón como si fueran código Morse.

—¿Qué te pasa? —le preguntó con una sombra de preocupación en los grandes ojos verdes.

El entrenamiento para convertirse en oficial requería que realizase viajes periódicos a Walden y a Arcadia para observar a los guardias en acción. Aquel día los había visto prender a una mujer que había llevado adelante un embarazo no registrado. No había la menor posibilidad de indulgencia. Sería confinada hasta que diera a luz, el niño pasaría a la tutela del Consejo y la madre sería ejecutada. La ley era implacable en esos casos, aunque necesaria. La nave solo podía admitir un número determinado de pasajeros, y si alguien rompía el delicado equilibrio, la humanidad al completo corría peligro. A pesar de todo, no podía apartar de su pensamiento el terror que reflejaban los ojos de la mujer cuando los guardias se la habían llevado a rastras.

Por raro que fuese, había sido su padre quien le había ayudado a entender el significado de lo que había visto. Aquella noche, a la hora de la cena, se había dado cuenta de que a su hijo le pasaba algo y Wells le había relatado el incidente, tratando de adoptar un tono marcial y distante. Sin embargo, el canciller había leído entre líneas y, con un gesto poco frecuente en él, había tendido la mano para posarla sobre la de su hijo.

«Lo que hacemos no es fácil —le dijo—, pero sí crucial. No podemos dejar que los sentimientos nos impidan cumplir con nuestro deber: mantener con vida a la raza humana».

—Deja que lo adivine —dijo Clarke, interrumpiendo sus pensamientos—. Has arrestado a algún genio loco por robar libros de la biblioteca.

—Pues no —Wells le recogió un mechón de pelo detrás de la oreja—. Sigue en activo. Ahora mismo están creando un cuerpo especial para atraparla.

Ella sonrió, y las motas doradas de sus ojos titilaron. Wells no podía imaginar un color más bello.

Devolvió la atención a la enorme ventana. Aquella noche, las nubes que rodeaban la Tierra no parecían un sudario; le recordaban más bien a una manta normal y corriente. El planeta no había muerto, solo se había sumido en un sueño encantado hasta que llegara el momento de volver a arropar a la humanidad en su seno.

—¿En qué piensas? —le preguntó Clarke—. ¿En tu madre?

—No —dijo él, despacio—. En realidad, no —con gesto distraído, Wells le cogió un rizo y se lo enrolló al dedo. Luego volvió a dejarlo caer en el hombro de Clarke—. Aunque supongo que, en cierto sentido, siempre estoy pensando en ella.

Le costaba creer que de verdad se hubiese ido.

—Solo quiero estar seguro de que se siente orgullosa de mí, allá donde esté —prosiguió. Con un estremecimiento, devolvió la vista a las estrellas.

Clarke le apretó la mano para transmitirle su apoyo.

—Pues claro que está orgullosa de ti. Cualquier madre estaría orgullosa de un hijo como tú.

Wells se volvió a mirarla con una sonrisa.

—¿Solo una madre?

—Supongo que podemos incluir a los abuelos también —asintió ella con solemnidad, pero soltó una risita cuando él le palmeó el hombro haciéndose el ofendido.

—Me gustaría que alguien más se sintiera orgullosa de mí.

Clarke enarcó una ceja.

—Pues que se ande con cuidado —dijo, tendiendo las manos para tomar la cara de Wells—. Porque no se me da nada bien compartir.

Sonriendo, cerró los ojos y se inclinó hacia ella. Le rozó los labios con un amago de beso antes de desplazar la boca hacia su cuello.

—A mí tampoco —le susurró al oído. Clarke se estremeció al notar el soplo del aliento.

Ella lo atrajo hacia sí, y el contacto disipó la tensión de Wells hasta borrar de su mente aquella jornada y el hecho de que al día siguiente, y al otro, tendría que afrontar otra igual. La chica que estrechaba entre sus brazos era lo único que le importaba en el mundo.

El aroma a ciervo asado era extraño y embriagador. No había carne en la colonia, ni siquiera en Fénix. Todo el ganado había sido sacrificado a mediados del siglo I.

—¿Cómo sabremos cuándo está listo? —le preguntó a Wells una arcadia llamada Darcy.

—Cuando la piel empiece a chisporrotear y el interior adquiera un tono rosado —gritó Bellamy sin volverse a mirarlos.

Graham resopló, pero Wells asintió.

—Creo que tienes razón.

Cuando la carne se enfrió, la cortaron en piezas más pequeñas y procedieron a repartirla. Wells llevó algunos trozos al otro lado del corro y se ocupó de distribuirla entre los allí congregados.

Le tendió una pieza a Octavia, que la cogió mirando a Wells.

—¿Ya la has probado?

Wells negó con la cabeza.

—Aún no.

—Pues eso no es justo —Octavia enarcó las cejas—. ¿Y si sabe fatal?

Él miró a su alrededor.

—Todo el mundo se la está comiendo.

Octavia hizo un mohín.

—Yo no soy como todo el mundo —clavó la vista en Wells, como invitándolo a decir algo. Luego sonrió y le acercó la pieza de carne a los labios—. Mira, da tú el primer bocado y me dices qué te parece.

—No, gracias —repuso Wells—. Quiero estar seguro de que todo el mundo…

—Venga —Octavia soltó una risilla e intentó meterle la carne en la boca—. Da un mordisco.

Wells echó un vistazo a su alrededor para asegurarse de que Clarke no estaba mirando. Parecía absorta en una conversación con Bellamy.

Volvió a mirar a Octavia.

—Vale —dijo, cogiéndole la pieza de carne de la mano.

A ella le molestó no poder darle de comer, aunque Wells no le hizo caso. Dio un bocado. La piel estaba dura, pero cuando empezó a masticar, la carne desprendió una explosión de sabores distinta a todo cuanto había probado anteriormente, salada, ahumada y dulzona al mismo tiempo. Masticó un poco más antes de tragar, preparado para que su estómago rechazase aquella sustancia extraña. En cambio, solo notó un gran alivio.

Los chicos que ya habían acabado de comer se habían levantado. Ahora pululaban de un lado a otro por el claro y, durante unos minutos, el tenue rumor de su conversación se fundió con el crepitar de las llamas. De repente, unos murmullos confusos se impusieron a todo lo demás. Wells notó un escalofrío en la nuca. Se levantó y se acercó al lugar donde se había congregado un grupo de chicos y chicas, junto al bosque.

—¿Qué pasa? —preguntó.

—Mira.

Una de ellas señaló en dirección a los árboles.

—¿Qué?

Wells escudriñó la oscuridad.

Por un instante, pensó que le estaban tomando el pelo, pero entonces algo captó su mirada. Un destello de luz, tan breve que se preguntó si se lo habría imaginado. Un segundo destello siguió al primero, y luego otro, este último algo más arriba. Dio un paso hacia el borde del claro, que ahora estaba inundado de luces, como si unas manos invisibles hubieran decorado la escena para una fiesta. Sus ojos se posaron en la esfera más cercana: una bola brillante que colgaba de la rama más baja de un árbol cercano.

Algo se movía en el interior. Un bicho. Era alguna clase de insecto, con el cuerpo diminuto y unas delicadas alas desproporcionadamente grandes. La palabra aleteó en los labios de Wells. Mariposa.

Algunos de los presentes le habían seguido. A su lado, contemplaban la escena maravillados. Clarke tenía que ver aquello. Wells despegó los ojos y se dio media vuelta, a punto de echar a correr para ir a buscarla, pero ella ya estaba allí.

Clarke se encontraba a pocos pasos de él, transfigurada. Un leve resplandor le iluminaba las facciones, y aquella expresión tensa y preocupada que le crispaba los rasgos desde que habían aterrizado había desaparecido de su cara.

—Eh —dijo Wells con suavidad, temeroso de romper el silencio.

Esperaba que Clarke frunciera el ceño, que lo hiciera callar o se alejara, pero ella no se marchó. Se quedó donde estaba, contemplando las mariposas de luz.

Wells no se atrevió a moverse ni a decir nada más. La chica que creía perdida seguía allí, en alguna parte, y en aquel instante lo supo: conseguiría que volviera a amarle.