Capítulo 11
Glass

Mientras seguía a Cora y a Huxley de camino al Intercambio, Glass lamentó que su madre no hubiera esperado unos días antes de hacer correr la voz de su indulto. Al principio, se había vuelto loca de contento al reencontrarse con sus amigas. Cuando habían ido a visitarla por la mañana, las tres se habían echado a llorar. Pero ahora, al observar cómo Cora y Huxley intercambiaban sonrisas cómplices al pasar junto a un chico que Glass no conocía, se sentía más sola de lo que jamás se había sentido en su celda.

—Apuesto a que tienes montones de créditos ahorrados —le dijo Huxley entrelazando el brazo con el de Glass—. Me muero de celos.

—Lo único que tengo es lo que mi madre me ha transferido esta mañana —Glass sonrió con desmayo—. Suprimieron todo lo demás cuando me arrestaron.

Huxley se estremeció con un gesto dramático.

—Aún no me lo puedo creer —bajó la voz—. Nunca nos dijiste por qué te confinaron.

—No quiere hablar de ello —replicó Cora, mirando nerviosa por encima del hombro.

No, eres tú la que no quiere hablar de ello, pensó Glass mientras doblaban hacia el pasillo principal de la cubierta B, un pasaje largo y despejado flanqueado por ventanas panorámicas a un lado y bancos intercalados con plantas artificiales al otro. Era mediodía, y casi todos los bancos estaban ocupados por mujeres de la edad de la madre de Glass que charlaban y tomaban té de raíz de girasol. En teoría, el té se pagaba con créditos, pero Glass no recordaba la última vez que le habían pedido que colocase el pulgar en el escáner. Era uno de los pequeños lujos reservados a los habitantes de Fénix, que Glass siempre había dado por sentados hasta que empezó a pasar tiempo con Luke.

Recorriendo el pasillo junto a sus amigas, Glass advirtió que muchos ojos se volvían a mirarla. Con un nudo en el estómago, se preguntó qué era más desconcertante: haber sido confinada o indultada. Levantó la barbilla e intentó aparentar seguridad. Supuestamente, Glass era el ejemplo viviente de la justicia que reinaba en la colonia, y tendría que guardar las apariencias como si le fuera la vida en ello. Porque así era.

—¿Crees que hay alguna posibilidad de que indulten también a Clarke? —preguntó Huxley. Cora le lanzó una mirada de advertencia—. ¿Os visteis y tal mientras estabais confinadas?

—Oh, Dios mío, Huxley, ¿no vas a parar? —la reprendió Cora a la vez que tocaba el brazo de Glass como para darle ánimos—. Tendrás que perdonarla —dijo—. Es que cuando sentenciaron a Clarke justo después de tu juicio, nadie se lo podía creer: ¿dos chicas de Fénix en unos pocos meses? Y luego, a tu regreso, corrieron ciertos rumores…

—No pasa nada —la tranquilizó Glass, forzando una sonrisa para dar a entender que no le importaba hablar del tema—. A Clarke la aislaron enseguida, así que casi no la vi. Y no sé si la indultarán —mintió al recordar la orden de su madre de no mencionar la misión a la Tierra—. No estoy segura de lo que pasará cuando cumpla los dieciocho. Mi caso fue reevaluado porque casi había alcanzado la edad.

—¡Es verdad! ¡Tu cumpleaños! —gritó Huxley, batiendo palmas—. Había olvidado que será muy pronto. Tendremos que buscarte un regalo en el Intercambio.

Cora asintió, encantada de que la conversación discurriera por derroteros menos peliagudos. En aquel momento, las chicas llegaron a su destino.

El Intercambio de Fénix era un gran salón situado al fondo de la cubierta B. Además de las ventanas panorámicas, contaba con una enorme lámpara de araña que, al parecer, había sido rescatada de la Ópera de París horas antes de que la primera bomba cayera en la Europa occidental. Cada vez que Glass oía aquel relato, se le encogía el corazón pensando en la gente que se podría haber salvado en su lugar, pero no podía negar que la lámpara era una maravilla. Acariciada por la luz que se filtraba por el techo y las ventanas, parecía un pequeño racimo de estrellas, una galaxia en miniatura que girase y titilase en lo alto.

Huxley soltó el brazo de Glass y corrió a un expositor de cintas, sin darse cuenta de que la llegada de Glass enmudecía a un grupo de chicas. Esta se sonrojó y se apresuró a seguir a Cora, que andaba pendiente de un puesto textil del fondo.

Aguardó incómoda junto a Cora, mientras su amiga curioseaba entre las telas. La ordenada pila pronto quedó reducida a una maraña de paños mientras la waldenita que atendía el mostrador sonreía sin ganas.

—Menuda mierda —murmuró Cora, dejando caer a un lado un trozo de arpillera y unas cuantas hebras de lana.

—¿Qué estás buscando? —le preguntó Glass a la vez que acariciaba un retal de seda rosada. Era precioso, a pesar de las manchas de óxido y de humedad que le amarilleaban los bordes, pero ni en sueños encontraría la suficiente para confeccionar un bolso, y mucho menos un vestido.

—Llevo un millón de años coleccionando retales de satén azul, y por fin tengo tela suficiente para una túnica, pero tendría que cubrirla con una capa de otra cosa para disimular las costuras —Cora arrugó la nariz mientras examinaba una gran pieza de vinilo claro—. ¿Qué vale esto?

—Seis —respondió la mujer de Walden.

—No hablará en serio —Cora miró a Glass poniendo los ojos en blanco—. Es una cortina de ducha.

—Fabricada en la Tierra.

Cora soltó una risilla.

—¿Y quién lo certifica?

—¿Qué me dices de esto? —preguntó Glass, que sostenía un trozo de malla azul. En su día, debió de ser una bolsa de almacenaje, pero nadie lo diría una vez unida al vestido.

—Oooh —exclamó Cora, arrebatándosela—. Me gusta —la sostuvo contra su cuerpo para comprobar la longitud y luego sonrió a Glass—. Me alegro de que el confinamiento no haya afectado a tu buen gusto —Glass se sintió molesta pero no dijo nada—. Bueno, ¿y tú qué te vas a poner?

—¿Para qué?

—Para la fiesta de avistamiento —dijo con infinita paciencia, como si hablara con un niño pequeño—. Del cometa.

—No sé.

Glass se encogió de hombros. Al parecer, haber pasado seis meses confinada no era excusa para no estar al día de lo que se cocía en Fénix.

—¿Tu madre no te lo dijo cuando volviste? —prosiguió Cora, que ahora se ceñía la malla alrededor de la cintura como si fuera una enagua—. Va a pasar un cometa junto a la nave. Ninguno ha pasado tan cerca desde la fundación de la colonia.

—¿Y se va a celebrar una fiesta de avistamiento?

Cora asintió.

—En el observatorio. Harán toda clase de excepciones para que haya comida, bebida, música, de todo. Yo iré con Vikram —sonrió, pero su expresión se apagó al instante—. Seguro que no le importa que vengas con nosotros. Sabe que hay, bueno, circunstancias atenuantes —dirigió a Glass una sonrisa compasiva y se volvió a mirar a la waldenita—. ¿Cuánto?

—Nueve.

De repente, a Glass le dolía la cabeza. Murmuró una excusa a Cora, que seguía regateando con la distribuidora, y se alejó a mirar la exposición de joyas de un mostrador cercano. Pasó los dedos distraída por su cuello desnudo. Siempre había llevado un collar con un chip, el artilugio que algunas chicas de Fénix escogían como alternativa a los auriculares o al registro de córnea. Estaba de moda llevar el chip engarzado en una joya, si tenías la suerte de poseer una reliquia familiar o si encontrabas algo en el Intercambio.

Observaba la brillante colección cuando un destello dorado captó su mirada: un medallón ovalado unido a una delicada cadena. Glass ahogó una exclamación cuando una angustiosa mezcla de pesar y melancolía la inundó. Supo que debía dar media vuelta y alejarse de allí, pero no pudo evitarlo.

Temblando, Glass cogió la gargantilla. Los contornos del objeto se emborronaron cuando se le saltaron las lágrimas. Pasó el dedo con cuidado por la inicial grabada en el dorso. Supo, sin tener que mirarla, que era una florida G cursiva.

—¿Estás segura de que no te importa pasar tu cumpleaños en Walden? —le preguntó Luke, apoyando la cabeza en el respaldo del sofá y mirando a Glass de reojo. Parecía tan preocupado que ella estuvo a punto de echarse a reír.

—¿Cuántas veces te lo tengo que decir? —levantó las piernas para apoyarlas en el regazo de Luke—. No quiero estar en ninguna otra parte.

—Pero ¿tu madre no te había preparado una fiesta?

Glass ladeó la cabeza.

—Sí, pero ¿para qué quiero una fiesta si tú no estás allí?

—No quiero que renuncies a toda tu vida solo porque yo no puedo formar parte de ella —le acarició el brazo, súbitamente serio—. ¿Nunca has lamentado que te detuviera aquella noche?

Como miembro de la prestigiosa unidad de ingeniería mecánica, a Luke no solían asignarle guardias en los puestos de control, pero lo habían convocado la noche que Glass se quedó estudiando con Wells hasta pasado el toque de queda.

—¿Me tomas el pelo? —Glass irguió la cabeza y le dio un beso en la mejilla. El mero roce de la piel de Luke en los labios le provocaba un hormigueo en todo el cuerpo. Deslizó la boca hacia abajo y resiguió la mandíbula hasta llegar a su oreja—. Saltarme el toque de queda aquel día fue la mejor decisión que he tomado en mi vida —susurró. Sonrió al notar que Luke se estremecía.

En Fénix, el toque de queda no se observaba a rajatabla, pero una pareja de guardias la había detenido. Uno de ellos la había tomado con Glass, obligándola a someterse al escáner de pulgar e interrogándola después con hostilidad. Por fin, el segundo guardia había intervenido y había insistido en escoltarla el resto del camino.

—Acompañarte a casa fue la mejor decisión que he tomado en mi vida —murmuró Luke—. Aunque tuve que hacer auténticos esfuerzos para no besarte aquella noche. Fue una tortura.

—Bueno, pues será mejor que recuperemos el tiempo perdido —coqueteó Glass, ofreciéndole los labios.

Cuando Luke le cogió la cabeza con la mano y le enredó los dedos en el pelo, el beso se hizo más apasionado. Glass se desplazó hasta casi encaramarse a su regazo y él la sujetó de la cintura para que no perdiera el equilibrio.

—Te quiero —le susurró Luke al oído.

Por más veces que Glass oyera aquellas palabras, siempre le ponían la piel de gallina.

Ella se apartó, solo lo justo para musitar:

—Yo también te quiero.

Volvió a besarlo y le metió la mano debajo de la camisa, por encima del cinturón.

—Deberíamos ir más despacio —dijo Luke, apartándole la mano con suavidad.

Cada vez les costaba más reprimirse para que las cosas no llegaran demasiado lejos.

—No quiero —Glass esbozó una sonrisa recatada y devolvió los labios a su oreja—. Y es mi cumpleaños.

Luke se echó a reír. Gimiendo, la cogió en brazos y la levantó.

—¡Bájame! —se rio ella, agitando los pies en el aire—. ¿Qué haces?

Él avanzó unos pasos.

—Llevarte al Intercambio. Te voy a cambiar por una chica que no se empeñe en meterme en líos.

—Eh —resopló ella fingiendo indignación. Luego empezó a golpearle el pecho con los puños—. Bájame.

Luke se dio media vuelta en dirección opuesta a la puerta.

—¿Te vas a comportar?

—¿Qué? Yo no tengo la culpa si eres tan guapo que no puedo tener las manos quietas.

—Glass —insistió él.

—Vale. Sí, te lo prometo.

—Bien —Luke se dirigió al sofá y la dejó caer con suavidad—. Porque sería una pena que no pudiera darte mi regalo.

—¿Qué es? —preguntó Glass, incorporándose.

—Un cinturón de castidad —repuso él muy serio—. Para mí. Lo he encontrado en el Intercambio. Me ha costado una fortuna, pero la consideraré bien empleada si…

Glass le palmeó el pecho. Luke se rio y la abrazó.

—Lo siento —dijo con una sonrisa. Se metió la mano en el bolsillo y la dejó allí—. No está envuelto ni nada.

—Tranquilo.

Se sacó la mano del bolsillo y tendió el brazo hacia ella. Un colgante de oro brilló en su palma.

—Luke, es precioso —susurró Glass, cogiendo el medallón. Sus ojos se agrandaron cuando pasó los dedos por los delicados cantos—. Esto está fabricado en la Tierra —alzó la vista para mirarlo, sorprendida.

Él asintió.

—Sí. Al menos debería estarlo, según los documentos —se lo cogió—. ¿Puedo?

Glass asintió, y Luke se colocó detrás de ella para abrochárselo. Ella se estremeció al notar un roce en el cuello cuando él le apartó el pelo a un lado. No podía ni imaginar cuánto debía de haberle costado algo así: sin duda había gastado todos sus ahorros. A nadie le sobraban los créditos, ni siquiera a los guardias.

—Me encanta —dijo Glass. Recorriendo la cadena con un dedo, se volvió a mirarlo.

El rostro de Luke resplandecía.

—Me alegro mucho —dijo. Le acarició el cuello y luego dio la vuelta al medallón para mostrarle la G grabada en el oro.

—¿Lo has hecho tú? —quiso saber Glass.

Luke asintió.

—Quiero que la gente sepa que te perteneció, por mucho tiempo que pase —presionando el medallón con el dedo, lo hundió contra la piel de Glass—. Ahora debes llenarlo de recuerdos.

Glass sonrió.

—Ya sé con qué recuerdo me gustaría empezar.

Alzó la vista, pensando que Luke pondría los ojos en blanco, pero él la miró muy serio. Los ojos de ambos se encontraron y se hizo un silencio, roto tan solo por los latidos de sus corazones.

—¿Estás segura? —preguntó él frunciendo apenas el ceño mientras le acariciaba el interior del brazo.

—Nunca en toda mi vida he estado tan segura de nada.

Cuando Luke le tomó la mano, una corriente eléctrica atravesó a Glass. Él le apretó los dedos y, sin pronunciar palabra, la llevó al dormitorio.

Lo ha cambiado, cómo no, se dijo Glass. Sería absurdo conservar un objeto tan valioso, sobre todo después de que ella le rompiera el corazón. Sin embargo, la idea de que el medallón se pudriese en el Intercambio le dolía tanto que temió que el alma se le hiciese añicos. Un cosquilleo en la nuca arrancó a Glass de sus pensamientos. Se preparó para afrontar la mirada curiosa de algún otro conocido. En cambio, cuando se dio media vuelta, descubrió tras ella a alguien distinto.

Luke.

El chico la miró en silencio tanto rato que Glass se sonrojó. El hechizo se rompió cuando los ojos de él se posaron en la mesa. Al ver el medallón, su mirada adquirió una expresión extraña.

—Me sorprende que nadie lo haya robado aún —dijo con voz queda—. Es tan hermoso… —dejó caer el brazo y se volvió hacia ella con una sombra de sonrisa—. Claro que lo más hermoso es lo que te hace llorar.

—Luke —empezó a decir Glass—. Yo…

En aquel momento, advirtió la presencia de una figura familiar. Tras el mostrador de textos en papel, Camille observaba atentamente a Glass.

Luke miró por encima del hombro y luego se volvió otra vez hacia su antigua novia.

—Camille ha sustituido a su padre. Está enfermo.

—Lo siento —dijo Glass. Pero antes de que tuviera tiempo de decir nada más, el sonido de una fuerte discusión captó su atención.

Glass se dio media vuelta y descubrió que Cora le estaba gritando a la waldenita.

—Si se niega a cobrarme un precio razonable, no tendré más remedio que denunciarla por fraude.

La mujer palideció y dijo algo que Glass no pudo oír, pero debió de ser del agrado de Cora, porque sonrió y le tendió el pulgar a la mujer para que se lo escanease.

Glass hizo una mueca, avergonzada de la conducta de su amiga.

—Lo siento… Tengo que irme.

—No —suplicó Luke, rozándole el brazo—. Estaba preocupado por ti —bajó la voz—. ¿Qué haces aquí? ¿Es seguro?

Parecía tan preocupado por ella que las grietas más pequeñas desaparecieron de su alma, pero no las suficientes para disipar su dolor.

—Es seguro. La verdad es que me han indultado —explicó Glass, haciendo muchos esfuerzos para que no le temblase la voz.

—¿Indultado? —los ojos de Luke se agrandaron—. Caray. Nunca creí que… Es increíble —se interrumpió, como si no supiera qué decir a continuación—. Mira, para empezar, nunca me has dicho por qué te confinaron.

Glass miró al suelo, luchando contra una necesidad apremiante de decirle la verdad. Merece ser feliz, se recordó con firmeza. Ya no te pertenece.

—No tiene importancia —contestó al fin—. Solo quiero dejar atrás todo aquello.

Luke la miraba fijamente, y por un momento Glass se preguntó si no sería capaz de leerle el pensamiento.

—Bueno, cuídate —dijo él por fin.

Glass asintió.

—Lo haré.

Sabía que, por una vez, estaba haciendo lo correcto. Solo lamentaba que le doliera tanto.