XVII

Demolían Xanadu. Rápidamente tras los primeros golpes de pico, la vida secreta de la casa pareció expuesta a todas las miradas y la escena dispuesta para el último acto y para la intervención divina. Pero las puertas de las habitaciones destripadas permanecieron cerradas y los actores no se dejaron ver. El motivo era sin duda que la venganza ya se había ejercido y que la habitación había acabado en uno de esos lugares en que el papel de las paredes susurraba o que los estorninos brotaban de las cortinas. No obstante las personas interesadas venían de Sarsaparrilla para ver, para oír el grito inminente y trágico, para pasearse sobre la hierba, en donde esperaban encontrar algún recuerdo, tal vez un broche de jade, o un prendedor de coral, o las fotografías que el amarillento pasado lanza como espuma.

Aquello sólo podía tratarse de búsquedas, ya que el mobiliario había sido llevado de allí desde que habíase decidido demolerlo y parcelarlo. Aquello se hizo bajo la mirada de la ley; se vio llegar a un joven de negro y a otro, mayor, de traje verde, que dirigían los inventarios y asistían a la llegada de los camiones de mudanza. Representaban al pariente y heredero, un tal Mr. Cleugh, de la isla de Jersey, del Reino Unido. Todo había sido arreglado por carta ya que el feliz heredero era demasiado viejo para emprender el viaje; además ya lo había hecho una vez, y la riqueza sin duda sólo le interesaba ahora en teoría. Las urnas de malaquita abandonaron por fin Xanadu, como el cofre de cedro, y la mesa de Boulle con armadura de cobre. En Sarsaparrilla algunos de los que se decían informados repetían que la venta había reportado buen dinero, pero otros pretendían que todo había sido cambiado por un trozo de pan.

Lo más curioso del asunto era que la vieja mujer hubiera pensado en consultar con la ley. Había convocado a sus representantes, según parecía, poco después de la muerte de su madre, y una cierta lucidez en su memoria la había impulsado a testar en favor de su primo Eustace. Nadie, ni siquiera los que siempre se equivocan sobre los motivos de los seres, hubiera pensado en considerar aquella herencia como una sencilla reversión, pues Mary Hare era el pariente más próximo de algunos Urquhart-Smith.

Así lo había decidido Miss Hare. Ella que había rondado por la maleza y a menudo huido a la llegada de los extraños, que la habían visto por la ventana, con un visillo hecho harapos disimulando su rostro, que había vagado a la ventura por los pasillos y habitaciones de Xanadu, aquella morada que era su hogar sólo de nombre, ella que no era ni siquiera un animal, sino quizás únicamente una hoja, que siempre había estado considerando, según decía la gente, había decidido por último, la noche en que la casa del judío había ardido, abandonar Sarsaparrilla donde no se la volvió a ver más.

Hubo búsquedas, sospechas en los periódicos, y se descubrieron dos cadáveres, uno en un río al sur de Nueva Gales del Sur, el otro en el mar, a lo largo de la costa de Queensland. Ni uno ni otro eran identificables. Pero en la continuación de las deducciones, demasiado tortuosas para ser desmenuzadas, acabaron por concluir que Miss Hare se había lanzado a las heladas agudas del río del sur en donde las truchas la habían destrozado volviéndola irreconocible. Aquélla se convirtió en la versión oficial. Pero algunos sabían que aquélla no era Miss Hare; por ejemplo Mrs. Godbold y varias de sus hijas. No hablaban nunca de eso, pero sabían que Miss Hare estaba mucho más cerca y que, si su pobre carne se descomponía, su alma al menos no se apartaba jamás por mucho tiempo de aquellos alrededores. Las pequeñas Godbold apartaban los mechones que les caían sobre los ojos, bizqueaban mirando al sol y se callaban si los habitantes de Sarsaparrilla hablaban del fin de Miss Hare.

Un cierto misterio le rodeó siempre, pero Xanadu no fue en seguida más que una colmena con las mallas rotas y vacías de la miel del misterio. La gente disfrutaba desde lejos con el próximo golpe o se acercaba lo bastante para reírse de su bañera complicada con sus tuberías de cobre; pero desde abajo no podían ver las baldosas italianas de las que el tiempo y Mrs. Jolley habían desparramado el mosaico que representaba el macho cabrío negro.

A veces, en ausencia de actores, los obreros aparecían sobre uno de los diversos planos de la escena desierta y se añadían en el decorado a los colores muertos para satisfacción de los espectadores poco numerosos pero entusiastas. Éstos entraron, ya que los obreros de la demolición eran buenos tipos con los que podían cambiar sentimientos lo mismo que palabras. Todo aquello se convirtió en el sacrilegio más violento y personal, ya que se añadía a la animosidad destructora de la vulgaridad.

Por eso algunas señoras de la ciudad, con un puñado de muchachos y tres o cuatro jubilados con mejillas cubiertas por pelos grises, se echaron a reír un día en que un muchacho, el gracioso del grupo, apareció sobre el rellano de Xanadu con una especie de viejo abanico que acababa de encontrar y allí, en el sol perezoso que se filtraba a través de los árboles sobre la tapicería oscura y los montones de polvo, improvisó una danza que celebraba la historia de aquella morada. Nadie comprendió cómo aquel joven obrero pudo describir aquellos amplios círculos con ayuda de un abanico mohoso, y el mismo artista no se dio cuenta de que, pese a sus muecas elásticas y los giros imprudentes de su trasero, estaba a punto de ejecutar una espeluznante danza macabra. Pero bailaba. Para los espectadores, sus ligeros muslos introducían la oscuridad de la vida en aquella casa muerta. La cándida mañana no se volvió a cerrar sobre la escandalosa pantomima. La gente silbó, pero de gusto. Y luego, al final, de repente, el antiguo abanico pareció desintegrarse en la mano del bailarín. Las plumas revolotearon en bocanadas de un humo rosa grisáceo, y el muchacho se quedó inmóvil, con los ojos fijos sobre algunos fragmentos de concha.

En seguida se sintió molesto y abandonó la escena cerrando violentamente la puerta tras de sí. El público se dispersó avergonzado.

Xanadu continuaba pulverizándose cuando no se desmoronaba. Después de la marcha de los obreros, cuando a las largas tardes doradas sucedía un azul helado, llegaron otras personas. Se trataba de parejas de enamorados que buscaban la soledad y la encontraban fácilmente allí, pues había suficiente silencio para todos, y la hierba que se cerraba por encima de sus cuerpos tumbados les aislaba en un mundo tan lejano como la China o Perú.

Else Godbold fue allí con su enamorado Bob Tanner. Los que conocían la vida fruncían el ceño al comprobar la ignorancia, y evitaban los obstáculos sobre aquel difícil terreno que pisaban con andares solemnes. Permanecían de puntillas y balanceaban sus brazos gravemente, haciendo proyectos para el futuro como si lo hubieran amaestrado.

Pero una tarde Else Godbold se inclinó para recoger un pedazo de papel, alguna página de un libro viejo, pero escrita a mano, con una curiosa escritura refinada que se molestaron en descifrar, al menos en parte, bajo un saúco de ramas bajas.

«20 de julio…». Else Godbold se puso a ordenar las sílabas y Bob Tanner aprovechó la ocasión para acercar más su cabeza a la de ella.

«… calor opresivo cuando abandonamos Florencia para ir a Fiesole, y a la villa de la Signora Grandi, la amiga de Lucy Urquhart-Smith. Espero que allí será la vida más soportable, aunque la Signora Grandi no nos ha ocultado que era exorbitante. Me he lavado la cara y me he puesto mi traje de Liberty de seda. ¡Me he sentido mucho mejor!

»Norbert infatigable. Italia es su hogar espiritual. Hace algunos días se ha embarcado en un largo poema sobre Fray Angélico. No obstante dudo que su salud le permita terminarlo. ¡El estómago del pobre no digiere casi nada! Ahora que estamos en nuestra casa de la ciudad, espero poder encontrar una mujer que sepa prepararle su chuleta de cordero.

»Mi chiquilla es desgraciada. No la comprendo. ¡Dice que quisiera ser una rama! A veces me pregunto si Mary conseguirá adaptarse. ¡Es tan fea! Se niega a aprender el arte de la conversación. Sus declaraciones me sofocan. Me veo obligada a reconocer que sus observaciones son generalmente ciertas, pero el mundo no tolera la verdad, sobre todo la verdad concentrada. El hombre que bebe su whisky solo puede volverse en seguida insociable. Lo sabemos por experiencia.

»21 de julio. Norbert ha insistido en regresar a Florencia para pasar el día. Hemos visto San Marco, Santa María del Carmine, Santa María Novella, Santo Spirito, etc., etc… Agotada. Me duele el hígado.

»26 de julio. No he escrito nada desde el jueves. Bastante fastidiosa la tarde del jueves. Norbert bebió demasiado. Ha amenazado con abrirse las venas. Ha renunciado, ha dicho, porque eso es lo que se espera de un Urquhart-Smith.

»Ayer por la tarde, como si eso no fuera bastante, mi pequeña Mary ha tenido una especie de crisis. Corta pero atroz. Se levantó y dijo que nunca había ido tan lejos y que había descubierto que el amor existe en la raíz de las plantas y de los árboles, lo mismo que en la raíz de los pelos, a condición de que no sean humanos.

»Demasiado alarmante. Debo encontrar el medio de demostrarle el afecto del que soy capaz. Recordar en el futuro para rezar por eso.

»¡Oh, poder conocer este futuro! El tiempo ha de resolver los problemas que desde cerca parecen irresolubles. Siempre había esperado que una hija de bellas manos me haría agradable la vejez. Ninguna oportunidad de un marido tranquilo. A veces me veo obligada a concluir que sólo el aire es capaz de calmar. Pero ¿dónde? Sin duda no en Florencia…».

—¿Qué dices de esto?

Era demasiado para Else Godbold.

Pero Bob Tanner había arrancado una ramita y la introducía estratégicamente en la oreja de su amiga.

—¡Ah, Bob! —exclamó echándose a reír, pues él la había interrumpido en sus elevadas reflexiones.

Después él acercó su rostro a su cuello, aunque sólo una débil franja de aire ardoroso les separaba.

Fuera el viento frío penetraba casi hasta las raíces del saúco en que se apoyaban. Ambos estaban allí perfectamente, protegidos por el árbol.

—¡Bob! —protestó ella—. ¡No has escuchado lo que acabo de leer!

—¿Todas esas antiguallas?

Nunca le había visto enfadado.

—¡Ah! —exclamó ella—. Daría cualquier cosa por saber lo que nos aguarda.

—Yo voy a decírtelo —dijo Bob.

Pero no prosiguió.

Ella vio fundirse la carne de su rostro y se encontró mucho más cerca de él.

Ahora estaban el uno contra el otro. Sus bocas se unían. Pero Else debió reprimir su aliento.

—Bob, tengo miedo.

—¿De qué?

—No lo sé —dijo Else, incapaz de describir el mundo de la noche.

Las lechuzas circulaban por las habitaciones de Xanadu batiendo sus alas. En alguna parte una rama crujió, cayó.

—En otros tiempos —dijo Else—, creía que se podía tener el futuro que se quería.

Entonces Bob Tanner, resuelto a no enfrentarse con el futuro cuando el presente era tan tangible, estalló:

—¡Qué se largue el futuro! Ya está bien. ¿No me ves, Else? ¡Mírame, Else! ¡Else!

Ella levantó los ojos.

—¡Menos mal! ¿Así es mejor, Else?

El presente les abrió los brazos. Estrechados el uno contra el otro, bajo el saúco, parecía que nada, nunca, vendría a oponerse a la sólida certeza de Bob Tanner.

—¡Ya lo verás! ¡Lo cogeré bien fuerte! ¡Yo te daré el futuro…!

—¡Ah! ¡Bob! ¡Bob! —gemía Else.

Como si ella no hubiera sabido siempre que todas las certezas estaban allá y que lo que es bueno reposa sin cesar, como la hierba.

Una mañana Mrs. Jolley se puso su sombrero y descendió a Xanadu. Estaba sola, pues su amiga sufría de varices y de la vesícula, sin hablar del corazón. Aquello estaba demasiado lejos para Mrs. Flack. También Mrs. Jolley se deslizó a hurtadillas y parecía tener palpitaciones de lo que tardaba en llegar y de ver hasta qué punto había sido vengada.

No quedaba gran cosa de la casa, y los alrededores estaban pisoteados, las piedras desparramadas, dejando un desierto de polvo rubio. Las venas y las arterias vibraban todavía después de haber sido arrancadas. Tuberías se deslizaban entre las flores y plantas, y la visitante, cuyo gusto por la naturaleza siempre había estado apartado, tropezó con un viejo paraguas negro. Aquello fue un shock. Al principio creyó que se trataba de alguien.

Cuando había tenido la intención de pasearse por allí como por su casa, hubo de escaparse como si tuviera miedo de ser aplastada, y el ligero temblor de su cabeza, que ya había notado su amiga, le nublaba la vista. Todo hubiera debido ser claro, y sin embargo los objetos surgían en los pensamientos brumosos de Mrs. Jolley con las decepciones pasadas. Se dio en la tibia con el hierro de un balcón roto y se puso a llorar lentamente pensando en todas las impresiones que había recibido en su vida.

En realidad los daños de aquella víctima no habían sido exorcizados por la demolición de Xanadu; simplemente habían adoptado una forma distinta. Primeramente eran sus tres hijas con trajes de nylon, que caminaban un poco adelantadas sin que consiguiera nunca reducir la distancia que la separaba de ellas; eran los niños indiferentes que tiraban sus piedras o fustigaban el suelo con el cordón de sus zapatos, sin preocuparse de su abuela; era el apretado nudo de sus yernos que no tenían el espíritu de familia, sino que discutían entre ellos de dalias, de jubilación o de las reglas del fútbol australiano. En esas condiciones, ¿podría permitirse rechazar incluso a aquella amiga cuya amistad le parecía ya dudosa?

Mrs. Jolley tropezó con el tubo de una estufa mohosa de la que salió una nube de hollín como un designio. ¡Su amiga!

Y luego, y eso era algo aún más extraño, al dar la vuelta al paseo en que había lanzado la Diana de la muñeca rota, la misma Mrs. Flack apareció.

—¡Oh! —exclamó Mrs. Jolley llevando la mano a su costado derecho.

—¡Ah! —exclamó Mrs. Flack; pero quizá se trataba de hipo.

—¿Es usted?

—¡Soy yo!

También sus mejillas tenían el mismo color.

—No me permití —dijo Mrs. Jolley—, en su estado de salud…

—Claro está —dijo Mrs. Flack—, pero hacía una mañana tan hermosa que he querido darme a mí misma una sorpresa. ¡Y aquí estoy!

Lentamente se dirigieron hacia un punto que ni la una ni la otra tal vez hubieran podido precisar. Mrs. Flack había cogido el brazo de Mrs. Jolley que no se desprendía, iban juntas y Mrs. Jolley se dio cuenta de que ellas regresaban a la casa de Mildred Street que hubieran podido no dejar nunca; antes que se cerrara la caja de ladrillos, la prisionera tuvo no obstante tiempo de preguntarse cuál había podido ser su intención aquella mañana al ir a visitar las ruinas de Xanadu.

La vida de ambas mujeres siguió exactamente igual. Por la noche, cada una bajo su manta, escuchaba a la otra a lo lejos aclararse una garganta perfectamente seca.

Sin embargo algunos días Mrs. Jolley era la más fuerte. Sobre todo algunas tardes en que hojeaba todo el periódico contenta de leer las esquelas mortuorias, las tormentas y otras intervenciones divinas.

Una de aquellas tardes agitó el periódico riendo.

—¡Estos jóvenes, siempre son los mismos! —dijo.

Su hoyuelo lechoso había vuelto a pronunciarse.

—¿Qué pasa? —preguntó Mrs. Flack con una voz ronca.

Sus ojos parpadeaban como para escapar de una incertidumbre.

—Nada —suspiró Mrs. Jolley—. Pensaba en voz alta.

Las hojas del periódico parecían ser del metal más delgado.

—Me decía que serían capaces de asesinar a cualquiera por dos perras gordas.

—Siempre ha habido asesinos y asesinados —dijo Mrs. Flack—; la edad no tiene nada que ver con eso.

Mrs. Flack sabía imponerse cuando quería, pero Mrs. Jolley se contentó con reír y suspiró.

—De todas formas, su sobrino —dijo después de haber dejado pasar un lapso de tiempo conveniente—, es un gracioso muchacho; nunca una visita, nunca una gentileza para su tía que tan buena es con él, ¡qué le compra filetes para comer!

—¿Blue? —exclamó Mrs. Flack.

Después se detuvo.

Mrs. Jolley se preguntó qué es lo que corroía a su amiga, a dos dedos de sospechar algo maléfico.

Pero Mrs. Flack añadió en un tono tranquilo:

—Blue no está aquí. Se ha marchado. De viaje.

—¡Ah! ¿Con una firma comercial?

—No —respondió Mrs. Flack—; no, no precisamente.

—¡Vaya! —dijo Mrs. Jolley riendo—. Entonces le gusta la soledad.

Si Mrs. Flack no mostraba sus uñas es porque en ese momento se sentía impotente.

Algunas mañanas Mrs. Jolley cantaba. Su joven voz subía por encima de los platos brillantes y caía en pequeñas gotas de perlas.

Pero aquella mañana un señor llamó a la puerta. Mrs. Jolley vació rápidamente el agua de su pila. Su hoyuelo lechoso estaba en su sitio.

—No —dijo ella—, Mrs. Flack está en el supermercado. Pero si se trata de algún recado, yo soy su amiga.

El hombre era bastante grueso, pero a ella le gustaban los fuertes y viriles.

Vaciló, pero al final se decidió a decir la razón por la que había ido.

—Soy Mr. Theobalds, de la fábrica en la que Blue estuvo empleado.

Mrs. Jolley estaba cada vez más interesada. Su rostro expresaba claramente que estaba dispuesta a hacer cualquier cosa.

—Soy el encargado —explicó Mr. Theobalds—. Blue y yo éramos buenos compañeros. Me ha enviado noticias. Todo le va bien. Trabaja en Queensland. Me envió una foto. ¡Estaba muy moreno! ¡Allí arriba uno se pone así por el sol!

—¡Oh! —dijo Mrs. Jolley en un tono tan sincero que el visitante miró a aquella buena mujer de frente—. ¡Su tía va a alegrarse tanto!

Mr. Theobalds no pudo evitar un violento ataque de risa. Los hombres gruesos no saben controlar ni su cuerpo ni su risa.

—No creía que ella se preocupara por él —respondió Mr. Theobalds—. Es cierto que dicen que continúan empujando después de haber encajado la tapa.

—¿La tapa? —Mrs. Jolley no comprendía—. ¿Su tía?

—Me refiero a su tía Daisy, ¡pero está muerta!

Mr. Theobalds podía permitirse conservar un aire jovial, ya que todo eso había pasado hacía mucho y no le concernía.

—¿Y su pobre madre? —insistió Mrs. Jolley.

—¡Ella es su madre!

Mr. Theobalds la miraba a través de la franja rojiza de sus pestañas. Mrs. Jolley no reaccionaba.

—Creía que todo el mundo sabía que Ada Flack era la madre de Blue —continuó Mr. Theobalds—. Sin duda la ha sorprendido.

—¡Su madre, ella! —repetía Mrs. Jolley.

¡No se lo perdonaría nunca!

—No soy estúpida hasta ese punto, Mr. Theobalds —protestó ella vivamente—. No puedo olvidar lo que nunca me han dicho. Por otra parte le agradezco que me haya puesto al corriente.

Mr. Theobalds no estaba contento de haber soltado semejante liebre, pero el resultado le daba igual.

Mrs. Jolley no pudo ocultar su curiosidad:

—¿Y el padre?

—Nadie lo ha sabido nunca. Pero cada cual tiene su opinión.

Mrs. Jolley vacilaba.

—Una cosa es cierta, ¡que no fue Will Flack!

—¿El que se cayó de un tejado?

Mrs. Jolley seguía la marcha hasta el golpe fatal. Su rostro tenía un azul gredoso.

Mr. Theobalds volvió a echarse a reír.

—¡Will no se cayó!

—¿Se tiró?

La respuesta no vino en seguida y Mrs. Jolley casi gritó:

—Entonces, ¿Mr. Flack fue empujado?

Aquello sorprendió al visitante que añadió:

—Yo no lo juraría ante un tribunal. No, nadie se puso tras él para empujarle. No, Will Flack era débil pero un buen tipo. No pudo soportar la situación. Así es como yo veo la cosa.

—¡Lo que es como decir que ella ha hecho caer a su marido del tejado!

—No me haga decir lo que no he dicho.

Estaba molesto, y su gran cuerpo le daba un aspecto de una mayor turbación.

Mrs. Jolley se dio cuenta de que continuaba en el umbral de la puerta y le pidió:

—Señor, ¿no quiere usted tomar algo?

No, él no quería. Tenía problemas con su carburador y seguramente habría de desmontarlo.

Mrs. Jolley recordó que tenía una debilidad por los hombres fuertes, incluso por aquellos que eran un poco lentos.

—¡Ah, no hay como los hombres para saber de mecánica! Yo podría estar mirando un motor todo el tiempo que fuera sin comprender nada.

Sin embargo continuó mirando para el caso de que aquello pudiera servir para algo.

Pero a su visitante le habían atrapado ya una vez, y así se largó.

—Estoy muy contenta de que su sobrino lo pase bien por allá arriba —repetía Mrs. Jolley a Mrs. Flack—. Y que haya pensado escribir, aunque sólo sea a Mr. Theobalds, que por otra parte es muy simpático.

Los labios de Mrs. Flack jamás había estado tan pálidos.

—¡Oh! ¿Ernie Theobalds? Siempre se ha llevado bien con todo el mundo.

Si no fuera porque estaba continuamente sufriendo, hubiera podido quejarse de una enfermedad, pero tenía otras preocupaciones y se retorcía los mechones de su cabello por encima de su frente que eran de un marrón extrañamente apagado.

Bien pensado, Mrs. Jolley no se habría sorprendido de que Mrs. Flack llevara peluca.

—No está una obligada a creer todo lo que cuentan algunos hombres —dijo Mrs. Flack secándose las gotas de sudor azulado que perlaban su frente amarilla.

—En eso estoy de acuerdo —dijo Mrs. Jolley riendo—. Y existen mujeres que no valen mucho más.

Mrs. Flack se sentía en el límite de su malestar.

—Perdóneme —dijo—. ¡Son los arenques! Nunca debí tomar arenques con tomate.

—¡Claro está! —opinó Mrs. Jolley—. Con su acidez, forzosamente se repiten.

Nadie hubiera podido acusar a Mrs. Jolley de no estar en los menores detalles de su amiga. Le llevaba tazas de té cargado, y cambiaba el agua de los tiestos cuando Mrs. Flack se olvidaba. Mientras Mrs. Jolley vaciaba el agua estancada de un olor putrefacto, Mrs. Flack iba y venía entre sus paredes de ladrillo y examinaba sus chucherías para evitar pensar en aquello que ella quería olvidar. Ella misma tenía el aspecto de las flores mustias, que no están exactamente muertas y se agitan ligeramente.

Las tardes de invierno eran muy tranquilas en Mildred Street, incluso cuando la lluvia golpeaba los cristales. Entonces ambas señoras en confortables batas bebían a sorbitos de sus tazas llenas de té humeante. Mrs. Jolley sostenía su taza como si tuviera miedo de perder una gota: ¡estaba tan bueno! Se sentían absueltas por beberlo, y hubiera sido un crimen no poner cara de apreciarlo. Pero Mrs. Flack parecía no sostener nada entre sus dedos.

Una tarde, Mrs. Jolley dejó su taza, y cuando se ajustó bien la bata, levantó los ojos con un aire soñador.

—Me pregunto que qué es lo que hace Mr. Theobalds estas tardes. No me lo imagino con una mujer.

Mrs. Flack humedeció sus labios ya húmedos de té.

—En su lugar dejaría de pensar en Ernie Theobalds. Creo que sería mejor.

Miraba a su amiga sin parecer verla.

—¡Mucho mejor! —repitió.

Estaba amarilla como el membrillo y se notaba latir su sangre en su cuello.

—¡Bien, bien! Es por decir algo —respondió Mrs. Jolley con una sonrisa muy dulce, con sus ojos tan azules y su piel tan maternal.

—En su lugar no creería todo lo que cuenta un hombre como Ernie Theobalds —exclamó Mrs. Flack.

Mrs. Jolley debía pensar, rápidamente ya que su mirada osciló; después se inclinó hacia adelante en su gruesa bata azul.

—Pues yo sí lo creo —dijo—, pues yo también tengo hijos.

El resultado fue extraordinario. La lengua de Mrs. Flack brotó de su boca, completamente derecha y ligeramente levantada Dejó la taza y unos extraños sonidos salieron de su garganta.

Mrs. Jolley se levantó y fue a friccionar las muñecas de su amiga.

—Vamos. No vale la pena tomarlo así. Usted sabe perfectamente que yo comprendo las cosas. Mire —dijo inclinándose— es una suerte, la taza no se ha roto.

Pero Mrs. Flack seguía mirando a la pared.

—No sé lo que me ha pasado. Una no es responsable de lo que pasa.

Era sin duda la presencia de Mrs. Jolley la que la hizo añadir más lentamente:

—Al menos, no siempre se es responsable de todo.

A Mrs. Jolley no le gustaba interpretar el papel de conciencia, pero puesto que se lo imponían, lo hizo lo mejor que pudo. Bajo su edredón azul pálido, escuchaba levantarse a su amiga varias veces por la noche como un alma en pena, casi como si su vejiga… Pero aquél era uno de esos raros órganos de los que Mrs. Flack jamás había pensado en quejarse.

En cualquier caso la condenada vagaba por su prisión, tocando los objetos, arrastrando su bata beige. Ahora todo en ella era beige. Y lo peor era que su conciencia, mientras caminaba en la oscuridad, esperaba el momento —tumbada bajo un edredón azul pálido— de infiltrarse en sus pensamientos. Sola, hubiera encontrado algún respiro en recordar a veces sus placeres culpables, ya que necesariamente los remordimientos siempre están mezclados, incluso en la pecadora insensible que era Mrs. Flack. Su pecho sólo existía de día, bajo su traje; por la noche caía de nuevo el cuchillo del tiempo y parecía que nunca había existido sobre sus senos redondos la alegría inefable y dolorosa de una boca infantil.

—Si yo fuera usted —la aconsejó un día Mrs. Jolley en el desayuno— iría a pedir algo a la farmacia.

—No quiero drogarme —respondió Mrs. Flack—. No está bien, es inmoral; nunca me harán creer lo contrario.

—No quiero obligarla —protestó Mrs. Jolley—. Era por su bien. No puedo soportar el ver a alguien que sufre.

Ella volvió la vista, o mejor la fijó sobre el pan tostado de su víctima. Y después, siempre con la mirada baja pero atenta, continuó:

—A veces me pregunto si mi presencia le hace bien.

—¿Cómo?

Mrs. Flack se agitó; su voz era crujiente como su pan tostado.

—Quiero decir que si nuestras dos naturalezas están hechas para comprenderse —explicó Mrs. Jolley—. Si creyera lo contrario, me iría. Nunca he pensado en ello, ni siquiera cuando usted ha sido tan gentil, pero si fuera lo mejor para usted, no vacilaría.

Mrs. Jolley seguía mirando a otra parte y siempre con el oído dispuesto a escuchar los dolorosos reproches del silencio.

Y luego Mrs. Flack se movió. Su silla rozó el linóleum, y un poco de grava saltó bajo sus zapatillas. Por un momento Mrs. Jolley tuvo la impresión de que su amiga había regresado de otra parte de sí misma.

—A menudo me he preguntado que por qué se ha quedado usted —dijo Mrs. Flack—. Alquila su casa a una amiga, tiene tres hijas que la quieren mucho y está llena de nietos. ¿Y sacrifica todo eso por una persona como yo?

No era una sospecha, sino una certidumbre. Mrs. Jolley sabía que Mrs. Flack se le escapaba, que era más fuerte que su destino. Se sonó.

—Lo que yo tengo no son ventajas, son recuerdos.

Mrs. Jolley recordó una antigua melodía de banjo que le empañó la vista.

Mrs. Flack cortó la corteza del pan tostado y limpió sus dedos de las migas.

—Si ha de marcharse, no digo que no lo sentiría —admitió.

Mrs. Jolley, por gratitud o por satisfacción, inclinó la cabeza. Después de todo podía haberse equivocado:

—Lo lamentaría —repitió Mrs. Flack—. Y pensaría en usted, en su interior, con toda su familia y los recuerdos de su difunto marido.

Aquella vez Mrs. Jolley rompió a llorar.

El recuerdo de los romances de su vida multiplicaba su actividad. Le sucedía frecuentemente el levantarse de un salto por la noche el bajar para fregar la cocina. Escribía cartas y las rompía, iba hasta la puerta y volvía, o iba a la farmacia…

—Si un día me dijeran que usted se había ido —dijo Mrs. Flack— me lo creería.

—Sin duda el tiempo la fatiga.

—O una mala noticia. No existe nada que contraríe más —sugirió Mrs. Flack.

Mrs. Jolley no respondió mientras Mrs. Flack observaba el vello blanco que la emoción, a menos que se tratara de una corriente de aire, agitaba ligeramente sobre la mejilla de su amiga. Ambas mujeres dejaron de hablar, con los nervios crispados, pero no podían privarse de aquellas satisfacciones.

Un día, como Mrs. Jolley había ido a la farmacia, Mrs. Flack entró en el dormitorio de su amiga en donde evidentemente se encontraba como en su casa. Tenía el aspecto de una persona a punto de ahogarse cuando percibió una tabla de salvación. En efecto, sus manos que se agitaban febrilmente descubrieron, bajo la bolsita de pañuelos bordada por una mano infantil, una carta. La carta, quizá.

Se estremeció de gusto, y con la nariz sobre el papel, bebió las palabras a tragos:

Querida mamá (leyó, o mejor vomitó, Mrs. Flack).

He recibido tu carta la semana pasada. Debes preguntarte que por qué no te he escrito antes pero tenía que reflexionar, lo mismo que Dot y Elma. Igualmente había que pedir la opinión de Fred ya que eso le concierne tanto como a mí. Mientras escribo está sentado cerca de mí en el salón, escuchando música ligera.

Debo decirte francamente, mamá, que nadie está de acuerdo. Tú sabes lo que es vivir los unos sobre los otros. Elma no tiene mucho sitio, Dot y Arch siempre tienen que pagar alguna deuda, y a veces varias al mismo tiempo (¡me pregunto que cómo se encontrarán!). Y lo mismo los demás.

En cuanto a Fred, dice que no quiere en absoluto que te vengas a vivir con nosotros. Y a sabes lo testarudo que es. Vas a encontrar esto duro, mamá, y reconozco que tendrás razón. Sé perfectamente que eres nuestra madre, y todo el mundo nos encontrará ingratos después de los sacrificios que has hecho por nosotros. Es cierto mamá, y el mayor sacrificio ha sido el de papá. No ha habido sangre ni artículos en los periódicos; todo ha sucedido limpiamente, pero no olvidaré nunca su expresión la tarde en que murió por haberse casado; también a eso se llama infarto de miocardio.

Mira, lo he escrito como lo pienso, y mi marido que está sentado a mi lado leerá esta carta antes de que la eche. No tengo miedo. Porque no hemos esperado milagros es por lo que cada uno de nosotros ha encontrado algo que respetar en el otro. Sé que Fred no me aplastaría aunque yo fuera una babosa. Ésa es una tentación a la que tú, mamá, nunca has podido resistir, y no eres tú la única.

Ahora te lo he dicho todo. Los niños aprenden. Lamento que tu amiga sea tan espantosa, pero quizás aprenda a conocerse. Cuando se mire en un espejo se ve a sí misma.

Recuerdos de tu hija,

MERLE

P. D.: No he podido hacer otra cosa, mamá.

Sólo una vez en su vida Mrs. Flack había visto un acto indecente; aquél quizás era el segundo. El cajón se salió. Lo había empujado de refilón, pero consiguió volver a colocarlo.

Cuando volvió Mrs. Jolley, se dio cuenta de que su amiga parecía haber encontrado la respuesta a una de las numerosas preguntas que le interesaban y que ella no había satisfecho completamente. Pero aquello le daba igual.

—Voy a echarme un poco —declaró—. Sigo con mi sinusitis.

—Claro que sí —respondió Mrs. Flack—. Le subiré una taza de té.

—No, no merece la pena. Mr. Broad me ha dado una cosa para la nariz.

En efecto, desde hacía tiempo ellas se ofrecían innumerables tazas de té que cada vez acogían con una aparente gratitud, lo que no le impedía a Mrs. Jolley vaciar más de una vez las suyas en el retrete, o a Mrs. Flack, después de maduras reflexiones, verter su contenido sobre los monstera deliciosa.

El pensamiento era un arma que no vacilaban en experimentar la una sobre la otra, sobre todo cuando antes lo habían utilizado casi invariablemente sobre una tercera persona.

—¿Se ha fijado usted en mi bolsita de pañuelos bordada de pensamientos? —dijo un día Mrs. Jolley.

Mrs. Flack tuvo una breve tos.

—Sí, creo que la he visto.

—Me la hizo la pequeña Deedree, la hija mayor de Elma.

—Yo no he tenido nunca una bolsita de pañuelos —dijo penosamente Mrs. Flack— pero he guardado durante muchos años un pequeño arcón lleno de dientes de leche.

—¡Oh! —exclamó Mrs. Jolley casi dolorosamente en su deseo de verlo—. ¿Y qué fue de él?

—Acabé por tirarlo —dijo Mrs. Flack—. A veces lo lamento.

Pero las noches, sobre todo, eran crueles y a menudo ambas mujeres envueltas en sus largas batas mullidas tropezaban la una contra la otra en los pasillos, o bien sus dedos se encontraban y cada una conducía dulcemente a la otra a las fuentes de su angustia. Tenían una necesidad desesperada la una de la otra para encontrarse en el laberinto. Sin guía, su alma podría perderse en el fondo del infierno.

Un poco antes de que la casa fuera completamente arrasada, las máquinas penetraron en la maleza que rodeaba Xanadu. Las orugas de acero subieron la pendiente y todo cedió a su paso, matas y arbustos. Los arbustos más elásticos se rebelaban a veces, vibrantes, y según parecía, con los nervios tensos, pero una segunda pasada los inmovilizaba definitivamente. Por aquí y por allá donde había vegetación aparecían las cuchillas; los grupos de arbustos estaban enlazados por descampados. La rosaleda sobre todo era el escenario de la peor carnicería; la arcilla que Norbert Hare había hecho traer se abría en heridas rojas, y el chirrido metálico de las ruedas y de las excavadoras acompañaba la agonía de las viejas plantas arrancadas y amontonadas en groseros montones. Llevaron una sierra para cortar los árboles susceptibles de tener un valor comercial. El ruido de sus dientes al morder la madera, rasgaba el silencio, y había que ser muy templado en verdad para respirar aquel olor de destrucción sin contraer una secreta embriaguez. Muchos de los espectadores presentes hacían esfuerzos para conservar su calma. En efecto, la mayoría de los habitantes de Sarsaparrilla fueron a ver el acontecimiento de los jardines como habían experimentado la necesidad de asistir a la demolición de la casa. Poco a poco incluso los indiferentes, los tímidos, los perezosos, los distraídos y los descuidados asistieron al espectáculo.

Únicamente Mrs. Godbold no pareció preocuparse por aquellos acontecimientos de la historia local. Pero nadie se fijó en una persona de tan poca importancia y de medios tan pequeños. Vagamente se veía a una mujer salir de una barraca para poner a secar ropa. Los brazos vigorosos se elevaban en un movimiento repetido y suspendían los faldones de la ropa mojada, transparente y muy pesada, pero con un extremo entremetido que acababa por revolotear como una bandada de mariposas.

Cuando se fijaban en la existencia de Mrs. Godbold, ésta daba la impresión de vivir para sus cosas esenciales. En el curso de su vida había sentido crecer en ella el amor y el respeto por los objetos ordinarios y los actos sencillos. ¿Tal vez disimulaban una lógica, un alma? En cualquier caso, cuando ella se entregaba a plantar una fila de judías, no parecía sólo que colocara granos en la tierra sino que estudiaba largamente un secreto de una inmensa importancia. Se paseaba entre sus tiestos de helechos, liberando de las telas de araña los brotes nuevos. Más tarde solía permanecer a veces sentada una media hora junto a su mesa de planchar, en la barraca que parecían haberle asignado definitivamente. La superficie de madera amarilla completamente rayada, lo mismo que los diferentes objetos de su profesión no hubieran podido encontrar su dignidad ritual fuera de allí. De esta forma vivía, encadenada a ellos. No se movía, a merced del sol que la hacía cerrar los ojos, pero quizá sonreía feliz de las pocas horas de verdad que le habían sido permitidas entrever.

Es cierto que Mrs. Godbold era una persona muy sencilla. Jamás salía y nadie recordaba haberla visto de otra forma que con su traje de algodón, con un chaquetón de lana en invierno o su eterno abrigo a pliegues. Su gruesa silueta nunca había cambiado, excepto para hacerse aún más gruesa.

Si alcanzaba algún placer en su existencia casi vegetal, éste era el de bajar la colina antes del regreso de las niñas, cuando la brisa del sur se había levantado, y mirar la tierra, sin curiosidad según parecía, con un gato junto a sus talones.

A veces se volvía:

—¡Tib! ¡Tib! ¡Tib! —decía—. ¡Pobre Tibby! No te abandono, no.

Cogía a su gato delgado contra su pecho y se reía en la alegría de protegerle, levantando su garganta hacia el sol. Se hubiera dicho que una trompeta se erguía en el cielo.

Si Mrs. Godbold hubiera merecido la menor atención, su sencillez quizá se hubiera convertido en proverbial.

Las mesas del fondo eran las más buscadas. De esta forma, desde una especie de plataforma elevada, se podía ver perfectamente la sala. Una de aquellas mesas había sido reservada para las tres señoras que avanzaban sobre la alfombra cubierta por las cenizas de los cigarrillos, trepando la rampa cromada para evitar que sus altos tacones las precipitaran de cabeza allí adonde querían ir. Pero la rampa, sin hablar de su apariencia, les confería una especie de precaria dignidad. Todos los objetos de plata colocados sobre las mesas parecían aplaudirlas, y si hubiera habido una orquesta, hubiera acompañado su entrada, pero nunca había música en la comida, excepto el pizzicato sostenido de la conversación de la que a veces las palabras repercutían en los tímpanos sin desviar su trayectoria.

Eran evidentemente tres señoras importantes las que habían llegado al vestíbulo de la sala después de la peligrosa bajada por los escalones que conducían a la puerta. Se detuvieron, agradablemente indecisas, mientras los criados se precipitaban hacia ellas como otros tantos pichones viajeros.

En las diferentes mesas, clientes ya instalados se volvían sin vergüenza, lo que hubiera sido embarazoso y si las recién llegadas no lo hubieran deseado. Las tres señoras, en efecto, llevaban sombreros bastante llamativos. La primera, quizá la menos segura de sí misma, había elegido un enorme bombón de raso de un color rosa ácido con un adorno tan voluminoso que un lado de su cabeza parecía desproporcionado, deformado por alguna excrecencia bulbosa. Pero su propia audacia le hacía latir el corazón y proyectaba una sombra sobre el rostro más próximo de sus dos compañeras, lo que se negaba a concordar. Pues la segunda de aquellas señoras era muy desenvuelta y sin la protección de su cubre-cabeza no hubiera condescendido a reconocer a la primera más que forzada y de muy mala gana. Llevaba en la cabeza un caparazón de crustáceo con laca, claro está, y no se preocupaba de él, pero éste, bien calado en su cabeza, tendía sus dos pinzas, una de las cuales aferraba una estrella de mar, de diamantes, mientras que la otra dejaba colgar una minúscula concha de cristal pulido. La propietaria, con un aspecto completamente desenvuelto, se había quitado los guantes, como convenía, y agitaba los dedos para devolver la ligereza a sus manos. Como sus uñas se clavaban en el aire se pudo ver que éstas llevaban el mismo color audaz del crustáceo.

Los muchachos estaban afectados ante aquellas tres damas suficientes, pero era a la tercera, sin duda la de más edad, a la que dirigían sus sonrisas más del estilo italiano.

Aquélla, que de tercera se había convertido en primera, llevaba el sombrero más llamativo de las tres. Sobre sus bucles azulados había colocado un inocente sombrero de fieltro, de un color marrón terroso, tan sencillo y modesto que su propietaria hubiera sido tomada por un viejo clown de circo que no se había fijado en el pliegue refinado y casi imperceptible del fieltro y del humo auténtico que salía ingeniosamente del cono. De pie en el centro del elegante restorán bajo su sombrero volcánico, plegaba los labios con satisfacción pues había llegado a una edad de inocencia social en la que, de nuevo, vivía para el éxito. Así pues sonreía sin motivo, en beneficio de los dos fotógrafos que la cegaban con sus flashes, y también porque intentaba olvidar sus rodillas artríticas.

Las señoras estuvieron en seguida tan confortablemente instaladas como se lo permitían sus atavíos y sus variados males. Las tres habían aceptado la langosta Thermidor que las habían recomendado, pese a que la del raso-rosa-bombón alegó que los crustáceos eran vulgares.

—¿Sí? —dijo con una risita, encantada de su broma provinciana—. ¿Qué va a decir la gente?

El Crustáceo vio que el Bombón tenía los dos incisivos superiores separados, lo que le daba un aspecto a la vez vulgar y pedante.

Pero el Volcán había llegado al punto en que no se fijaba más que en lo que deseaba o lo que necesitaba ver. Se inclinó hacia adelante e hizo una seña que no carecía de un cierto encanto fatigado:

—Hace mucho tiempo que tenía ganas de reunirías a las dos. Estoy segura de que podrán hacer un excelente trabajo en los comités.

El Crustáceo era incrédulo pero educado; en verdad la que hablaba no parecía muy convencida, ya que añadió vagamente:

—Quiero decir que en materia de caridad nada vale tanto como la amistad y las relaciones personales. ¡Es absolutamente necesario que el baile de disfraces sea un éxito!

—Jinny es deliciosa, pero es una idealista. ¿No cree usted que se trata de idealismo, Mrs. Wolfson? —preguntó el Crustáceo volviéndose hacia el Bombón; no porque tuviera ganas de conocer su opinión, sino porque era una técnica. Por otra parte no le dio tiempo a responder pero lanzó un gemido estudiado que hizo subir a su rostro el rojo característico de la mayoría de las mujeres duras. En aquella ocasión todo el mundo pudo comprobar que tenía el cuello demasiado fuerte.

El Volcán posó su vieja mano blanca y dulce sobre aquélla más vigorosa y morena del Crustáceo.

—Mrs. Colquhoun y yo somos amigas desde hace tanto tiempo que nunca habrá ningún malentendido entre nosotras, de eso estoy persuadida —le dijo a Mrs. Wolfson.

Pero su esfuerzo para hacerla entrar en la conversación no consiguió más que apartarla aún más.

—¡Siempre el idealismo! —reclinó Mrs. Colquhoun como si su alegría fuera inagotable.

No tenía marido desde hacía varios años.

—Soy idealista como Mrs. Chalmers-Robinson —dijo prudentemente Mrs. Wolfson—. Por eso pienso que es muy importante ir en ayuda de esos pequeños enfermos. Mr. Wolfson que también es idealista, nos ha prometido además del beneficio del baile un bonito cheque.

—¡Magnífico! —exclamó Mrs. Chalmers-Robinson, devolviendo caridad por caridad.

—¡Oh!, es tan importante hacer el bien —declaró Mrs. Wolfson atacando con circunspección su langosta Thermidor.

Todo aquello era perfecto, pero Mrs. Wolfson modulaba sus sílabas, Mrs. Colquhoun esperaba encontrar la pronunciación de una tal llamada Dorothy Drury en cuya casa había tomado lecciones en otros tiempos, ya hacía tanto que casi lo había olvidado. Mrs. Colquhoun se sintió menos dispuesta que nunca a soportar a su vecina.

—Es como para la Iglesia —continuó esta última—. Mr. Wolfson-Louis —añadió tras una ojeada a Mrs. Colquhoun— mi marido, estima que hay que ayudar a la Iglesia. En San Marcos, la iglesia anglicana a la que vamos todos los domingos, él es quien ofrece las lámparas fluorescentes y, aunque está muy ocupado, va a organizar una barbacoa.

Los ojos todavía bellos de Mrs. Chalmers-Robinson estaban fijos sobre algo lejano e intangible.

—¡Es una vieja iglesia adorable! —dijo en un tono contenido.

Adoraba los zafiros y el azul azulejo. Los restos de su belleza parecían tener necesidad de tranquilidad.

—Entonces, usted debe conocer al canónigo Ironside.

El ojo de Mrs. Colquhoun era un desafío a Mrs. Wolfson que bajo la helada mirada de su interlocutora, se alegró de sentir el abrazo protector de su cálido visón en el cual se encogió tosiqueando.

—Estaba antes de que fuéramos nosotros.

Mrs. Colquhoun no la dejó.

—Sin embargo estoy casi segura, calculo, de que como máximo hace seis o siete meses.

Mrs. Wolfson consideró su plato y la sala prohibida. Aquel alimento la había vuelto melancólica.

—Sí, sí —opinó el Bombón—. Pero entonces no frecuentábamos San Marcos.

Alrededor de la miserable mesita impersonal, sus dos compañeras esperaban la dolorosa revelación que iría a aclararlas.

—Me casé en la iglesia anglicana de San Marcos —dijo tímidamente Mrs. Wolfson mostrando sus incisivos separados que tanto molestaban a Mrs. Colquhoun.

—¿Y no fue el canónigo Ironside quién les casó?

Mrs. Chalmers-Robinson explicó:

—No hace mucho tiempo que Sheila se ha casado con Louis Wolfson. Es su segundo marido.

—Sí —suspiró Mrs. Wolfson jugando con los cubiertos que quedaban—. Haïm… Harry se murió.

Pero Mrs. Colquhoun parecía más triste que Mrs. Wolfson.

En todo el restorán el silencio parecía haber descendido sobre la clientela. Los ojos que se volvían en la abertura de sus párpados comenzaban a revelar que la máscara no era más que un disfraz sin vida.

Era demasiado pronto para reparar una boca que sería de nuevo borrada, y así las tres mujeres se callaron, inmóviles. La misma Mrs. Chalmers-Robinson que, según hemos visto, no carecía de resortes pese a su naturaleza frágil, había dejado de reaccionar. Por el momento se negaba a escuchar a su memoria, que hubiera podido recordarle a los hombres. Todas las mujeres de la sala pensaban, sin duda, como ella, que los hombres se marchaban los primeros, que esos virtuosos insoportables pero necesarios se habían muerto de su propia virtuosidad, mientras que los instrumentos que habían abandonado continuaban, como por costumbre, vibrando y murmurando. Por el momento aquellos instrumentos estaban silenciosos, pero no tardarían en hacerse escuchar de nuevo, ya que el silencio es la música.

Mrs. Chalmers-Robinson se puso a escuchar y oyó vibrar débilmente. Sobre su rostro se había puesto la mirada fija, lejana y azul que de todas sus máscaras era la que le había valido sus mayores éxitos y que ella había llamado con gusto: Resplandor.

—He sido confirmada en San Marcos. Recuerdo las venas de las manos del obispo. Me arrodillé en un escalón equivocado. Estaba tan nerviosa, tan convencida. Creo que esperaba un milagro.

—¡Pues parece que sucede! —dijo Mrs. Colquhoun riendo y lanzando una ojeada por encima de su hombro a la sala que se vaciaba.

—Mi hija menor se interesaba mucho por los milagros cuando era más joven —dijo Mrs. Wolfson.

Sus dos compañeras esperaron lo peor.

—Tuvo una depresión nerviosa —explicó la madre—. ¡Ach! El comienzo y el final es malo para las mujeres. La pequeña Rosie está ahora en una floristería. Claro se ve que no está obligada a trabajar. Existe la fábrica de su padre de la que se ocupa mi hijo, y Louis es la generosidad misma. Pero las flores ¡son tan limpias! Y Mr. Wolfson —Louis— ha pensado que eso le sentaría bien.

Las tres señoras habían encargado helados, con la ensalada de frutas y salsa de merengue, y todas estaban contentas de haber elegido lo mismo.

Mrs. Wolfson volvió hacia atrás.

—Entonces ¿usted conoce San Marcos? —preguntó sonriendo.

Era reconfortante regresar a ese tema. Le hubiera gustado sentir confianza.

—Hace años que sólo he ido para bodas. Ya ve, me he interesado en la Ciencia —dijo Mrs. Chalmers-Robinson.

—¿La Ciencia?

Mrs. Wolfson no creía lo que oía.

—Jinny quiere hablar de la Ciencia Cristiana —explicó Mrs. Colquhoun.

Todo el mundo oyó como caía la palabra. Mrs. Wolfson hubiera gritado gustosamente: «¡Bien, bien!, eso la sigue como su sombra, pero una se acostumbra y, después de todo, una sombra nunca hace daño». Pero se contentó con responder: «¡No me digas!», tomando nota ahora a fin de profundizar más tarde en lo que era la Ciencia.

—Usted debería intentarlo —dijo Mrs. Colquhoun con una risa que se convirtió en un bostezo, y fue obligada a volver la cabeza.

—No creo que la Ciencia tenga mucho éxito entre los europeos —añadió Mrs. Chalmers-Robinson con un aire convencido.

—Yo adoro a los europeos —dijo Mrs. Colquhoun mirando la sala casi vacía.

Era la verdad. Coleccionaba cónsules, salvo cuando eran verdaderamente demasiado negros.

Mrs. Wolfson estaba pasmada. Ella había aprendido primeramente a renegar de sus orígenes, y ahora había de reaprender lo que había olvidado. Pero ya se acordaría. También para ella la vida había sido una sucesión de disimulos que siempre había revestido y escamoteado, Sheila Wolfson, o Shirl Rosetree, o Choulamite Rosenbaum, según las circunstancias.

La pequeña judía morena de cabellos demasiado ensortijados se estiró bajo su permanente, tras el empolvado manto de sus senos, en su abrigo de visón. Estaba asegurado.

—A propósito de milagros —dijo Mrs. Chalmers-Robinson—. Mrs. Colquhoun ha vivido varios años en Sarsaparrilla.

Al dar esta información, alargó el cuello por encima de la mesa según un ángulo propicio a las confidencias.

—¡Sarsaparrilla! —exclamó Mrs. Colquhoun con un aire disgustado—. ¿Cómo se puede vivir en Sarsaparrilla? Además, ahora ya no hay nadie allí.

—Pero ¿el milagro? —se atrevió a preguntar Mrs. Wolfson pese a un cierto presentimiento.

—No ha habido ningún milagro —dijo Mrs. Colquhoun frunciendo el ceño con aspecto contrariado; su boca y su barbilla casi habían desaparecido.

—Había creído comprender… —murmuró Mrs. Chalmers-Robinson—, que había sucedido algo sobrenatural.

Su sonrisa expresaba que ella lo dudaba.

Era demasiado mayor y demasiado encantadora para reconocer que, por su parte, la indiscreción era verdaderamente la indiscreción.

—Nunca se ha hablado de milagro —repetía Mrs. Colquhoun.

Un hilo de helado derretido amenazaba con su color el rincón que había sido su boca.

—Cierto que sucedió en Barranugli un desagradable incidente. Me han dicho que unos golfos borrachos y unas mujeres ignorantes, por no decir histéricas, se habían reunido, lo mismo que después en Sarsaparrilla, pero no ha habido milagro. En absoluto.

Mrs. Colquhoun casi gritaba.

—Es un asunto demasiado desagradable para hablar de él.

—Pero ¿y aquel judío al que crucificaron? —insistió Mrs. Chalmers-Robinson con una voz a la que había provisto deliberadamente de todo su encanto, lo mismo que cuando se ponía sus alhajas.

—¡Oy-yoy! —exclamó Mrs. Wolfson.

Plegaba la frente y su piel parecía negra bajo la costra de polvo marrón. Se convertía en un violoncelo y esas discordancias sobre las cuerdas dolorosas, que deseaba y no deseaba escuchar, la mecían.

—¿Usted lo sabía? —preguntó Mrs. Chalmers-Robinson.

Pero Mrs. Wolfson estaba a la vez seducida y torturada. Se escuchaba gemir el violoncelo que estaba en ella.

—¡Claro que no! —suspiró—. O mejor, vagamente he oído hablar de eso. Sí, creo que hubo algo.

¡Claro que lo sabía! Parecía como si todo estuviera inscrito en sus mismas fibras. Cada una de sus vidas estaba cargada del idéntico fardo de este conocimiento.

—¡Se lo había prevenido! —ladró Mrs. Colquhoun.

Menos mal que una de las tres señoras, sin que nunca se pudiera saber cuál, vertió una taza de café sobre las rodillas azul azulejo de Mrs. Chalmers-Robinson. Se pusieron a hablar las tres a la vez precipitadamente.

—¡Pero, cariño! ¡Hija mía! Es horrible.

—¡Waj geschrien[71]! ¡El bonito traje! ¡Completamente estropeado! ¡Qué desgracia, Mrs. Chalmers-Robinson!

Mrs. Wolfson decidió hacerse perdonar su eventual culpabilidad ofreciendo un bonito regalo, algo duradero, de un cierto valor. Se había dado cuenta de que semejantes gestos pagaban.

Pero un joven camarero italiano se había puesto de rodillas y limpiaba la falda de Mrs. Chalmers-Robinson con sus manos fascinantes. Al mirarlas, ella comprendió que la desgracia casi estaba reparada. Sin embargo no conseguía conciliar la forma indestructible de aquella joven cabeza con la vida que, poco a poco, día tras día, casi hora tras hora, se iba de ella.

—Gracias —dijo por fin cuando él se hubo puesto en pie, con aquella expresión radiante de la que en otros tiempos era perfectamente dueña, pero que comenzaba a escapársele.

—Eso nos enseñará a hablar de milagros —dijo riendo.

—Ya se lo había prevenido —repitió Mrs. Colquhoun.

Mrs. Wolfson estaba todavía impresionada pero la calma volvía rápidamente. Las tres se sintieron en seguida inocentes pero vacías.

Sentadas en sus sillas, con las piernas separadas, no hacían esfuerzo alguno en el restorán, que se ensombrecía, ya que entre la comida y la cena los camareros apagaban la luz y enrollaban las servilletas.

Un recuerdo afloró a la memoria de Mrs. Chalmers-Robinson.

—En otros tiempos tenía una criada que después de su matrimonio se fue a vivir a Sarsaparrilla.

El ingenioso sistema disimulado en su sombrero lanzó un último penacho de humo.

—¡Una criada de verdad! —murmuró rencorosamente Mrs. Colquhoun.

—Era una chica excelente —dijo Mrs. Chalmers-Robinson pese a su costumbre de murmurar de la gente en presencia de otras mujeres—. He olvidado su nombre, pero a menudo me he preguntado que qué es lo que habrá sido de ella. Era, ¿cómo diría…?

Mrs. Chalmers-Robinson se preguntaba… o mejor, parecía intentar franquear los límites de la oscura llanura en la que estaban sentadas.

—Sí —dijo al fin segura de sí—. Ya sé que usted, se va a reír, pero era una especie de santa.

—¡Una santa! ¡Mi pobre Jinny! ¡Una criada santa! ¡Qué espantosa situación!

Mrs. Colquhoun fue presa de una risa loca que rimaba sobre su cabeza el balanceo de las pinzas del crustáceo.

Cuánto le habría interesado todo esto a mi hija, antes de su depresión nerviosa —dijo Mrs. Wolfson—. ¿Cómo se dio cuenta de que su criada era una santa?

Mrs. Chalmers-Robinson tanteaba en la noche. Un tic crispaba su rostro, pero estaba resuelta a llegar hasta el final.

—Es difícil explicarlo exactamente —respondió—. Simplemente en su manera de ser. Era tan estúpida y confiada. Tal vez era aquella confianza la que hacía su fuerza —continuó prosiguiendo su visión en una especie de embriaguez—. Era una roca a la cual nos acercábamos.

Y después añadió sin vergüenza, como si se diera cuenta de que no sabía nada más:

—Era una roca de amor.

—¡Sobre la cual todas hemos naufragado! —lanzó Mrs. Colquhoun mordiéndose el carmín de los labios.

—¡Me gustaría tanto volver a verla! —murmuró Mrs. Chalmers-Robinson alargando el cuello en la esperanza de que aquella gracia santificante fuera a iluminar el fondo del oscuro purgatorio en que ellas se encontraban—. Con que únicamente pudiera encontrar a esa buena mujer… Quién sabe, quién sabe en qué momento, pero estoy segura de que nos espera.

«La pobre vieja no puede más» se decía Mrs. Wolfson. «A su edad es imprudente fatigarse de esta manera».

En cualquier caso el cráter de Mrs. Chalmers-Robinson estaba ahora apagado. Sin embargo permaneció sentada un poco más, al lado de sus compañeras, mientras que cada una de las tres intentaba recordar la continuación de su programa de la jornada.

Cuando Xanadu hubo sido arrasado y no hubo en su lugar más que un rudimento de colina calva y roja, se pusieron a colocar casas prefabricadas. Bastaron dos o tres días y se las vio, como mallas de una colmena, aferrarse a la tierra desnuda. Las cuerdas de ropa móviles estaban ya en su sitio, al igual que las adormideras de Islandia y los gladiolos, y los servicios no eran suficientes para ahogar el zumbido de las moscas. Las paredes de cartón de las casas se frotaban las unas contra las otras en la noche, y los durmientes habrían podido ser tentados de compartir sus sueños si éstos no hubieran sido idénticos. Se escuchaban ya a las ratas roer con ansiedad la baquelita o el plástico o alguna virginidad recalcitrante, aunque no era raro ver a la gente salir corriendo y saltar a sus coches. Todos los domingos recibían o eran recibidos, y a veces se cruzaban a medio camino sin darse cuenta. Entonces, al encontrar la puerta cerrada, daban una vuelta o bien regresaban en busca de algo que mirar. Finalmente el movimiento se convertía para ellos en una expresión de la verdad, la única permanencia auténtica, más convincente, sin duda, que los pequeños cubos de sus casas. Si estas casas no hubieran sido por último destruidas por el tiempo o la intemperie, sólo hubieran podido ser reservadas para una catálisis aún más espantosa, para el odio o incluso para el amor. Por eso sus propietarios montaban en coche y se iban.

Mrs. Godbold hubiera sido incapaz de decir los años que hacía que Xanadu había sido demolido, cuando bruscamente se le ocurrió ponerse su sombrero e ir hasta allí. Era un martes de junio; el frío pintaba el azul del cielo de un color hermoso. Mrs. Godbold no había cambiado, al menos en apariencia, pues la vida la había golpeado muy temprano y luego se había olvidado de ella para ensañarse con otras víctimas. Todo se transformaba a su alrededor, aunque la vertiente de la colina en que ella vivía siempre estaba invadida de zarzas y cascos de botellas rotas y muelles encogidos, lo que era un verdadero escándalo; sin embargo la gente había dejado de denunciarla, ya que los motivos de los especuladores parecían acordar con un designio más oscuro, quizá de origen divino. Mrs. Godbold continuó viviendo allí y sus pasos habían trazado más de un sendero, según sus costumbres y sus necesidades, entre los matojos de hojas esmaltadas.

Ahora cogió de estos senderos el que la conducía a la Avenida Montebello, y fue seguida como siempre un tramo del camino por el mismo gato o quizá por otro.

—¡Bss, bss, bss! ¡Vete, pequeño papanatas! ¡Es demasiado lejos para £ ti! ¡Esta vez es un viaje! —añadió ella riendo.

El gato se dejó convencer y se volvió, sinuoso, aterciopelado, entre las zarzas.

El frío asaltó a Mrs. Godbold, pero su vista continuó clara.

Cogió una ramita como compañía y se puso a chuparla.

—¿Cómo te llamas? —preguntó al pasar ante una de las empalizadas del jardín—. ¿Eh, cómo te llamas?

Naturalmente era una broma, puesto que hablaba a su nieto. Más familiar todavía que su voz, reconocía el olor adormecedor del jabón, y el recuerdo de su ternura común la volvía ahora silenciosa o deferente.

Acarició la mejilla del niño que se dejó hacer sin levantar los ojos.

—¿Y quién es este que llega? —preguntó Mrs. Godbold a un segundo chico que iba por la avenida, con la boca llena y los labios llenos de migas.

—¡Bob Tanner! —respondió en seguida el mayor de los pequeños.

¡Se lo hubiera comido…!

—Y tú ¡te llamas Ruth Joyner!

—¡Ah! Ya veo que mamá se ha olvidado de darte una azotaina —dijo riendo.

El muchacho resopló; su hermano pequeño se lanzó sobre él y manifestó ruidosamente que apreciaba la broma.

—Entonces dame un brazo —dijo la abuela con los labios temblorosos por el afecto feliz que sentía por todos sus niños.

—¡Oh! —gritó el mayor de los dos—. ¡Ven a casa! ¡Tenemos pastel de maíz!

—Hoy no, me voy de viaje —dijo la abuela.

Se dispuso de nuevo a reír, pero tosió.

—¡Llévame contigo!

—¡Es demasiado lejos!

—¡No! Yo ando mucho.

Pero ella ya se había ido, murmurando tiernos reproches que la decepción había de impedir al muchacho comprender en seguida.

Mrs. Godbold se internó por un camino que el progreso había olvidado.

Ahora estaban casadas dos de sus hijas, y otras dos tenían novio, y las dos últimas habían dejado de corretear con los pies descalzos. Las seis se reunían todavía a veces ante la barraca con esos nuevos juguetes que eran los hijos de las mayores. En la luz verde ellas recogían flores como para hacer guirnaldas, cadenetas por ejemplo, de las zarzaparrillas y de las fresas silvestres de arrugadas corolas. Hablaban haciéndose las locas y cantaban todas juntas:

«Al que no tenga educación.

Le daré un mojicón.

En la barbilla.

O mejor, en la mejilla.

Con las cosas de comer.

No debes jugar.

Ni correr.

Y mientras viva.

Les daré mil y mil besos.

A mis niñas…».

Pero Poppy Godbold exclamaba:

—Yo nunca me dejaré besar por un chico. ¡Nunca, nunca!

Luego cambiaba de opinión y plegando bruscamente los brazos exclamaba:

—Excepto por mi pequeño Bob Tanner.

El pequeño gritaba ocultando el rostro ante aquel huracán mientras que la melena roja de la más joven y la más loca de sus tías se abatía sobre él.

Mrs. Godbold se decía que todavía tenía a sus hijas. ¿Pero por cuánto tiempo? Pues dos de ellas se habían marchado ya. A veces permanecía sentada ante la barraca cuando todas sus hijas se alejaban en la noche, dejando sobre sus rodillas ramilletes de flores marchitas. Entonces le parecía que había lanzado su último cabo y que no servía para nada. Sentía el contacto de la oscuridad, y sola sobre su silla se frotaba las manos para intentar calmar sus reumatismos. A menudo pensaba en la noche en que había muerto su amigo el judío en su casa. Incluso las niñas más pequeñas que dormían entonces recordaban aquella noche, ya que el sueño no parecía haberlas impedido tomar parte en aquello. Por eso sus ojos veían más allá que los de las demás niñas. Templadas aquella noche, su metal era más resistente. Por último, la mujer solitaria delante de la cabaña vacía, se decía que había tirado sus seis flechas cara a las tinieblas y que había detenido su camino. Y por todas partes en donde habían golpeado las flechas, otras flechas nacían, que a su vez producían otras, también finas y blancas.

Nunca las flechas que ella llevaba en el carcaj tomaban como diana las formas nocturnas.

—¡Multiplicaos! —dijo Mrs. Godbold en voz alta, y después enrojeció pues si la habían escuchado aquello parecía absurdo en el camino de Xanadu.

Se volvió una vez más, no obstante, para mirar a los dos muchachos que se balanceaban sobre la valla con el riesgo de caerse.

Mrs. Godbold seguía su camino que serpenteaba entre las mimosas. Pensaba en el invierno en que había ido a cuidar a la pobre Miss Hare, y recordaba que, solas en la casa silenciosa, habían hablado del Carro. ¡Cada una con su punto de vista! Se decía que Miss Hare estaba loca porque había visto el Carro de fuego. Pero Mrs. Godbold, que nunca habría contradicho a sus superiores, sobre todo si estaban enfermos, sabía que no era así. También ella había visto el Carro y, sólo de pensarlo, era tocada hasta las mismas entrañas por las alas del amor y de la caridad, aunque, sin detener su marcha, cerró por un momento los ojos y rodeó su propio cuerpo con sus brazos, para sentir expandirse su médula. Cuando los separó de nuevo, llegaba ya al nuevo emplazamiento de Xanadu construido sobre el terreno que Mr. Cleugh, el heredero, había vendido. Mrs. Godbold no podía dejar de admirar la vida que había en esas casas: niños que regresaban del colegio, una fila de jóvenes coliflores, una convaleciente que había bajado al jardín en bata para recoger una última rosa.

—¡Hace demasiado frío! —exclamó Mrs. Godbold cubriendo su propia garganta para hacerse comprender—. ¡Demasiado frío!

—¿Qué? —murmuró la mujer cogiendo a la rosa por el tallo.

—¡Va a coger frío! —insistió Mrs. Godbold.

¿Tal vez ofrecía más amor del que los demás podían aceptar?

La mujer en bata no parecía querer comprender, y se volvió en seguida después de haber conseguido arrancar la rosa de un tirón.

Los niños divisaban a la desconocida al pasar y se decían que sin duda estaba loca.

—¿Estáis contentos de regresar a vuestras casas?

—¡No! —respondieron los chiquillos.

Los chicos se reían.

Pero a Mrs. Godbold le bastaba con contemplar Xanadu. Poco a poco acabaron por conocerla y los que padecían alguna angustia no fueron los únicos en espiar su paso; los que sospechaban poseer un secreto deseable buscaban la mirada de la mujer inmutable bajo su eterno sombrero negro.

En aquel lugar, más que en ningún otro, allá donde había velado a su amiga enferma en la vieja morada agrietada, allá donde las nuevas casas vibraban por una vida ardorosa, el edificio de su memoria se reconstruía en toda la diversidad de su estructura, en todos sus detalles recogidos y arremolinados con, más emocionantes quizá que todo el resto, los arcos incompletos que se abrían sobre brumosas lejanías. Mrs. Godbold edificaba, o mejor, restauraba. Colocaba metódicamente, piedra tras piedra, los años y casi los días que había vivido. Pero a veces se interponía el tronco de los árboles, los troncos sombríos de las encinas y de los olmos, y de los eucaliptus más pálidos que Mr. Norbert Hare había olvidado y que se erguían en las afueras y oscurecían el presente en su esfuerzo para alcanzar por fin el nivel de la nave o del coro.

La luz jugaba su papel, lo mismo que la música. Unos rayos de luz brotaron a chorros por una puerta que se abría, luz gris como la de los pantanos en invierno, iluminando las baldosas, cuyos inmaculados rayos florecían sobre el altar de Pascuas, cuyos colores de la tarde se escurrían entre los encajes de piedras y ramas. A estas riquezas del alma ella no podía dejar de mezclar el mundo, y añadía las urnas verdes y brillantes cuyos reflejos y su venerable magnificencia la habían impresionado al principio en el vestíbulo de Xanadu. Y además existía aquel extraño personaje que le había hablado de música; no lo recordaba claramente, pero había seguido siendo para ella una sincera presencia. A menudo pensaba en aquella música cuyo andamiaje brillaba todavía a medida que se elevaba en el hospitalario campanario. Sin embargo a veces los tubos grises del órgano hacían brotar ráfagas que la estremecían. Y siempre regresaba la intolerable nota que rondaba alrededor de la cabeza aplastada por la rueda, con las órbitas llenas de sangre.

Mrs. Godbold se quedaba a veces impresionada por la profusión gótica de su visión. Las figuras de piedra que ella había acostado en sus tumbas, se debatían en la armadura de su eternidad. Entonces ella intentaba liberar, al menos por el momento, tantas como le fuera posible: Miss Hare en una fiebre de palabra, de tierra escurridiza en sus manos cubiertas de manchas; o aquel aborigen con quien ella había celebrado un misterio la tarde que había ido a buscar a Tom a la casa de Mrs. Khalil.

De aquello que había parecido completo, obsesivo, real y doloroso, el tiempo había construido un mosaico. Ahora ella podía considerar la obra que era su vida, como un artista después de algún tiempo, se acerca a juzgar su obra de arte. Por fin la imagen del Salvador se erguía ante ella en el santuario. Su mirada brotaba entre sus párpados amarillos y, antes de apagarse, se deslizaba a lo largo de la curva vigorosa pero armoniosa de la nariz. Ahora era feliz de irse, ya que todo convergía al final en el Cristo resucitado y cuyos ojos le habían confirmado la curación de sus heridas.

La primera vez que visitó de nuevo Xanadu, Mrs. Godbold tuvo la impresión de que nunca tendría el coraje de regresar allí, pese al interés que tenía por verlo vivir. Pero, claro está, regresó.

En el curso de su primera expedición en que vio su memorable creación, quedó tan turbada, tan emocionada por el pasado, que arrancó un arbusto para apoyarse, y en el camino de regreso hacia su casa de Sarsaparrilla, apretó el pañuelo contra su boca. Incluso en su experiencia más intensa, era cierto que lo único que había hecho era sospechar muchas cosas. Pese a su costumbre de marchar derecha, continuaba siendo una pobre chica sin envergadura. Desde atrás, sus anchas caderas que cubría el chaquetón de lana hubieran podido parecer cómicas, salvo para aquellos que se daban cuenta de que ella también llevaba la corona.

Aquella tarde, según caminaba por el sendero, llegó la hora en que también el Carro de oro recorría el cielo dulcificado. Sus párpados, que se agitaban por aquel embarazo, eran dorados y tenían el mismo esplendor. Pese a su potencia él se inclinaba ligeramente, se la llevaba y ella se encontraba por un momento en compañía de los seres vivos que había conocido y también de muchos otros que no conocía. Sus manos rozaban a todos.

Si, cuando regresó a Xanadu, Mrs. Godbold no experimentó nada parecido, era sin duda porque sus pies estaban todavía firmemente plantados sobre la tierra. Bajaba los ojos para evitar ser deslumbrada y emprendía su camino, resoplando un poco porque la pendiente era pronunciada, hasta llegar a la barraca en la que continuaba viviendo.