En el lugar donde se encontraba tumbado, la ventana sólo encuadraba el cielo, y éste era feliz. A su alrededor las paredes desnudas, en otros tiempos blancas y todavía presentables pese a las moscas, no añadían nada al cuadro abstracto que reflejaba el mezquino espejo. Surgían detalles de ciertos reflejos: aparecían incoloras bolitas aplastadas y marcaban con cadena de caracteres el paisaje de un azul hasta entonces sin defectos que se inflaba en protuberancias rosadas y se hundía en depresiones malvas. A veces era necesario terminar la obra que otro había comenzado. Su nuez se levantaba con un orgullo inconsciente mientras consideraba la composición a la que añadía de memoria las masas de tierra roja, o en un color claro el follaje parecido a la ensalada que era el de Numburra. De esta forma pasaba sus días y hubiera sido feliz si no se hubiera sentido físicamente tan débil y si no hubiera sabido que su obra maestra aún quedaba por hacer. Entonces comenzaba a torturar la colcha de Mrs. Noonan, que se transformaba en deshilachado en la parte situada al alcance de sus dedos.
Dubbo no había vuelto a la fábrica después de las vacaciones de Pascuas. Si no se hubieran producido otros sucesos dramáticos, seguramente alguien habría ido a buscarle, pero las condiciones eran las que eran, y seguía solo y olvidado, lo que concordaba con sus intenciones. A menudo le había sucedido en el pasado el dejar un sitio a fin de trabajar, y los demás se habrían escandalizado de haber sabido la razón. Sin embargo aquello no habría durado, y después de haber escupido habrían regresado de nuevo con sus máquinas. Pero su amor por el secreto siempre había protegido a Dubbo del ridículo. Y ahora más que nunca, ya que las paredes mismas del silencio eran sospechosas.
Ya el día siguiente a aquel que se había metido en la cama para prepararse a la acción —según se persuadía, después de pensar demasiado en su debilidad— llamaron a la puerta, y se había levantado de mala gana para ir a abrir.
Era Mrs. Noonan, la propietaria, que se mostraba así por primera vez.
La miró con hostilidad por la puerta entornada.
—Soy yo —dijo ella sonriendo.
Era un tímido ronquido.
—Me he preguntado varias veces si no se encontraría usted enfermo. He hecho té reciente. ¿Quiere una taza?
Sus párpados se agitaban como los de una gallina.
—No —respondió él brutalmente.
—¡Bueno! —dijo Mrs. Noonan guiñando un ojo y sonriendo.
Cuando la oscuridad de la entrada se hubo cerrado de nuevo sobre ella, él corrió hasta el borde del descansillo y por encima de la barandilla gritó:
—He dejado mi empleo. Voy a estar ocupado durante una semana y quiero que me dejen tranquilo.
La voz de la mujer subió:
—¡Ah, bien!
Al escucharla se dio cuenta de que su boca esbozaba una sonrisa incolora.
—¡Gracias! —dijo secamente después de una pausa.
Pero ella ya se había ido y el hombre, solo en el descansillo, se quedó desolado. En seguida entró en su habitación y se sentó sobre su cama. No se tumbó rápidamente, y durante varios días, se le ofreció la sonrisa vaga de Mrs. Noonan.
A la mañana del quinto día su melancolía era tan fuerte, sus entrañas estaban tan deshechas, su situación tan indecisa que se levantó resueltamente y salió a la calle. Bebió medio litro de leche en el establecimiento de un siciliano, compró un kilo de tomates y un paquete de tocino. Una luz suave, casi otoñal, había simplificado la arquitectura de Barranugli, la que ya no disfrazaba su razón de ser. Todos los rostros con los que se cruzaba parecían esperar algo de él.
Dubbo lo vio y comprendió que había llegado el momento irresistible del destello creador. Al llegar a la casa de Mrs. Noonan, su alegría saltaba delante de él, mientras su mano fría avanzaba lentamente y palpaba las protuberancias de la escalera que se habían convertido para él en señales mientras subía los escalones.
Cuando entró, la habitación vacía estaba llena de una intensa luz amarilla. El plátano silvestre del patio lanzaba destellos verdes desde la palma de sus hojas. El parabrisas de un camión centelleó. De esta forma los ojos de Dubbo fueron calmados por todo lo que, de un solo golpe, le era ofrecido. Preparó sus pinceles ya limpios. Pegó un mordisco a un tomate hasta que el jugo dorado le resbaló hasta la barbilla. Comió lonchas de tocino que masticó con sus dientes sanos y blancos, dejando las finas cortezas.
Entonces fue cuando sacó la primera de las dos telas que había comprado en previsión varios meses antes. Más grandes que los lienzos de otros tiempos o del aglomerado que empleaba generalmente, la tela virgen ya no le horrorizaba.
Tomó su tiempo para preparar la superficie en el olor lenitivo de la laca con que recubría la superficie incolora, preocupado por las proporciones del cuadro que proyectaba. Éstas le parecieron de repente tan convincentes, tan perfectamente justas, que así es como tal vez existían desde hacía años en su espíritu. Detrás de sus dudas superficiales y su reciente abatimiento físico, la estructura se había afirmado. Ahora sus dedos se tensaban como un acero sorprendente, salvo para sí mismo, evidentemente. Ya no estaba sorprendido. Lo sabía, siempre lo había sabido.
Dubbo ignoraba el tiempo que hacía que trabajaba. El acto creador destruía las divisiones artificiales del tiempo y la costumbre. Sus emociones corrían el riesgo de tragarle en sus torbellinos azules y rojos, al fondo de un largo embudo del más corrosivo de los verdes, pero se aferró con tenacidad a la arquitectura del cuadro, y de esta forma fue salvado del desastre. Por un momento emergió detrás de la barricada de los planos la cortina de las texturas y se arriesgó a retocar las heridas del Cristo muerto con un amor tan grande como nunca en su vida había experimentado. En seguida la sangre brotó de su propia boca y, sobre el lienzo, las heridas se pusieron a resplandecer y a palpitar con toda su convicción.
Después de aquello descansó un momento. Se habría dejado llevar con gusto por una de las olas del agotamiento, pero sus ardientes párpados le negaron esa suave tranquilidad.
Hacia el final de aquel día se levantó, sumergió su cara en la palangana y sacudió la cabeza para desembarazarse del agua que tenía en los ojos. Entonces sintió de nuevo la necesidad de expresar el amor del que había sido testigo, y del que siempre, en el fondo de sí, había conocido la existencia. Rozó la mejilla de la primera María, de la misma forma con que le había limpiado la boca con su pañuelo arrugado la tarde en que él se encontraba caído sobre el linóleum de Mollie Khalil. Sus brazos, que evocaban la solidez de la piedra, al mismo tiempo que su ligera y necesaria rugosidad, llevaban los estigmas verdosos de toda carne martirizada. A medida que pintaba, sus narices fruncidas hacían esfuerzos para rechazar el olor a leche que le invadía dulcemente, pues los senos de la mujer eterna eran un manantial jamás ordeñado. Si hubiera conocido la opulencia quizás hubiera podido conciliarla con la compasión. Pero en realidad aquellas magnificencias carnales le disgustaban y su pincel se volvió agresivo. Fustigaba la pintura para humillarla. Intentó recordarlas costuras del abrigo, la orla del traje, el polvo de sus gruesos zapatos, la forma exacta de la hinchazón por debajo del sobaco cuando se inclinaba sobre su silla. Tal vez lo consiguió, ya que sonrió a su visión de la Madre de Dios que esperaba el cuerpo de Cristo para envolverlo en la blancura, y casi en seguida se marchó al otro extremo de la habitación donde se puso a temblar y a sudar, sufriendo por no poder continuar.
Aquel miedo se apoderaba de él de vez en cuando. Salía a comprar los alimentos y se los comía, a veces de pie en una esquina de la calle, o desgarraba el esqueleto de un pollo asado, o picoteaba ávidamente palomitas de maíz. Y durante todo ese tiempo pasaban hombres y mujeres, viviendo sus pesadas vidas.
Casi siempre era ya caída la noche cuando salía de su habitación. Por la noche las calles de la ciudad simplificada estaban casi desiertas y todos sus vicios disimulados. Sólo quedaba el vacío y el parpadeo del neón. Igual que se precipitaba sobre sus esparteñas, bajo los tubos de ectoplasma, el negro solitario parecía huir de la escena de un crimen cuyo frenesí se reflejaba todavía en sus mejillas y en las lunas de los escaparates. Le arrastraba a lo largo de los chorros de luz en donde sus jueces iban a coger sitio entre mobiliarios lustrosos, a lo largo de las cavernas oscuras en que hojas de follaje artificial se marchitaban sobre mármoles grises. Llegaba por fin a la oscuridad de la periferia, y durante los últimos cientos de metros sus pasos crujían sobre las escorias metálicas, quizás el residuo de todos los pensamientos nocturnos que durante siempre había torturado a las almas oscuras.
Después de una noche como aquélla y un alba tardía, se levantó para atacar la segunda mujer acurrucada, o mejor, agazapada al pie del árbol. En otros tiempos quizás habría inventado expresar la desesperación humana en las manos que todavía sostenían los pies del Señor muerto. Pero desde que había sentido erizarse la cabellera de la noche, su espíritu relucía en pequeñas escamas reveladoras. Se puso a pintar a la loca de Xanadu, no tal como la había visto en su abrigo de hojas, cerca de la carretera, sino tal como la conocía tras su breve momento de comunión, en el que había entrado a aquel alma en la forma sutil y repentina de la luz. Así pues, pintó sus manos como las frondas retorcidas y puntiagudas de los helechos. Pintó a la segunda María apelotonada como una zarigüeya, en una matriz imaginaria hecha de una película transparente, o bien en el centro de un torbellino de viento apenas perceptible. Mientras trabajaba, su memoria revivía las actitudes confiadas de los animales a punto de beber, arañar o morder su piel abandonándose al aire y al sol. Pero para pintar la extraña sonrisa en la boca de la mujer roja como un zorro, recordó una flor que improvisadamente se había abierto ante sus ojos. Su versión de la segunda sierva del Señor adulaba su vanidad. A riesgo de estropear la tela insistía en ella sin cesar y envolvía cada vez más de cerca a aquella criatura de la tierra en una representación visual del viento cuya ejecución era casi demasiado hábil. Parecía poco consonante con la vista, pero pese a su sustancia animal, estaba iluminada por la luz del instinto en el interior de la trama transparente del viento arremolinado y procreador.
Dubbo añadió otros numerosos detalles, porque le gustaban y para satisfacer las exigencias de la composición. Pintó flores en una formación bravía, flores espinosas y puntiagudas, lo mismo que las corolas más frescas que él pudiera poner sobre una piel ardiente. Pintó a las pequeñas Godbold como las había supuesto, sin duda erguidas, aterrorizadas ante la pesadilla en la que habían entrado, otras apretadas entre sí, soñando algo desconocido. También estaban los obreros, armados con sus derechos, inquietudes y naranjas, y después el azul cayó del jacaranda y se esparció a sus pies, y era aquel azul que se percibía entre las ramas del árbol, y sobre aquellas mismas ramas estaba el comentario silencioso de uno o dos pájaros.
Cristo era evidentemente el andrajoso judío de Sarsaparrilla y de la fábrica Rosetree. Se veía que él había conocido otras vidas, lo mismo que las enfermedades de cuerpo y alma a las que el hombre estaba sujeto. SÍ Dubbo lo pintaba más oscuro de piel no lo hacía por conveniencia, sino porque no podía resistir el impulso que le obligaba a hacerlo. Muchos eran omitidos, y aquella ausencia incluso era fecunda. El observador quizás añadía los jeroglíficos de su angustia personal a la silueta aplastada, casi demasiado despojada, a la boca elíptica y al rostro dividido del Cristo-judío.
El pintor no veía llegar el fin del día, pero no obstante llegó un momento en que lanzó su pincel a un rincón de la habitación. Buscó su cama a tientas y se metió bajo la colcha completamente vestido. Permaneció sumergido en un profundo sueño del que emergía de vez en cuando para pasearse por la orilla del río junto con el Reverendo Timothy Calderon. Pero se apartaba del pastor que continuaba murmurando historias de pecados capaces de escurrirse entre los dedos como anguilas. Aunque finalmente ambas siluetas llegaban a hacerse una señal desde lejos. Agitaban los brazos separadas por la inmensa y transparente inocencia del amanecer. Unos loros alegres lo celebraban, y si el Alfouètu no se lo hubiera prohibido a sus joviales picos, éstos se habrían clavado en su pecho.
Entonces se despertó con una mezcla de temor y alegría. Era de noche y ya no se sentía a la hierba, pero él se sumergió aún más profundamente en su cama para agrandar la distancia que le protegía. El bienestar buscado no llegaba, y permaneció tumbado, tembloroso y quejumbroso, espantado de comprobar que desde su infancia casi no había cambiado nada. Únicamente se habían alargado sus visiones y había elucidado un cierto número de problemas técnicos que ellas planteaban.
Cuando terminó su Descendimiento de la cruz, Dubbo tuvo la impresión de haber perdido todo resorte. Le parecía que corría agua por sus venas, pero una corta hemorragia le probó que no era así. No tenía ningunas ganas de comer, pero se obligaba a hacerlo en vista de posibles acontecimientos. La mayoría del tiempo la pasaba tumbado y chupaba sus dedos encogidos o apretaba sus codos contra su cuerpo, fuertemente. Ahora sus fuerzas estaban reducidas, excepto cuando su imaginación se inflamaba en alguna conjunción de luz y de color en el marco de la ventana, en aquella imagen abstracta, siempre cambiante pero incompleta que era el cielo.
Y después, un amanecer dorado del recién llegado verano, cuando las ranuras negras del suelo de madera convergían hacia él y los cristales de la ventana eran momentáneamente impotentes para contener el abrazo, se sorprendió de nuevo al lamentar el gran cuadro que le habían robado en casa de Hannah. Como físicamente se había vuelto incapaz de odiar, su actitud de asombro le llevaba a considerar objetos de los que hasta entonces había prescindido. Por ejemplo, estudiaba el rostro de Humphrey Mortimer con el mismo interés que hubiera tenido por una familia de lombrices saciadas o un trozo de tocino. Finalmente todo se le convertía en objeto de asombro, e incluso de amor, sobre todo la voz del judío que había oído dominando el ruido del depósito de agua y del grifo del lavabo:
«… Y así vi un viento de tempestad que venía del norte y una gruesa nube envuelta en su resplandor, un fuego del que salían rayos, y en el centro del fuego como un rayo de ámbar…».
El negro se agitó en el lecho, mordiéndose el dorso de las manos. La ventana le cegaba con sus cuatro criaturas vivas con imagen de hombre.
Lo mismo que recordaba aquella voz, Dubbo veía claramente el dibujo del Carro. Hubiera sido capaz de reproducir todos los detalles, centímetro a centímetro, pues nunca olvidaba los lugares por los que había pasado. Todo dependía de si aún tendría la suficiente fuerza física. Dudaba de que todavía pudiera pintar.
Durante toda la noche fue visitado por las alas de aquellas Cuatro Criaturas Vivas. El extremo de sus alas rozaba sus mejillas. Él tendía los brazos para tocar las plumas y conocer su materia, pero tuvo un horrible despertar después de haber soñado que estaba tumbado bajo la piel de un cadáver mal tendido sobre él como para protegerle, según parecía, cosa que hubiera conseguido si él no hubiera sentido aquel frío goteamiento.
Permaneció despierto mientras amanecía. Después, en la aurora, se levantó y fue a la ventana, y un poco de ese fuego reavivado se esparció por sus venas muertas. Sus dedos se liberaron y se puso a dibujar en el cristal, no su croquis perdido sino su verdadera visión.
Hacia las siete, Dubbo se hizo un poco de té. Comió pan con mantequilla, sin duda rancia, pero aquello le reconfortó. Se sintió dispuesto aunque débil, y en seguida expresó su concepto del Carro. El dibujo quizá fue ejecutado con demasiada rapidez, pero se desprendía de esta forma de su memoria, casi como si allí hubiera estado impreso. Estaba delante de él. Y entonces supo que cualquiera que fuera su estado pintaría su Carro como primitivamente había tenido intención de hacerlo.
Durante los dos días siguientes, sus movimientos enlazaron su cuerpo; sin embargo su espíritu planeaba por encima, severo, cerrado, dispuesto a rechazar una colaboración deshonesta. De esta forma el firmamento fue de nuevo creado. Primero fueron establecidos los pilares en un azul muy denso, muy profundo, sobre el que puso oro. El camino subía oblicuamente, bastante recto para desanimar a caballos de paso incierto. Los caballos eran sin duda anímales salvajes, de un gris oscuro, demasiado rústicos, demasiado terrenales, se hubiera podido decir, si sus crines y su cola no hubieran tenido fantásticos mechones y si las nubes deshilachadas que se desprendían de sus costados se hubieran acercado en algún punto a las rocas de oro celestial.
Un hecho curioso se manifestó: bajo algunos ángulos, la tela presentaba una relación inversa entre la permanencia y el movimiento, como si las orillas de un río se pusieran a deslizarse a lo largo de sus aguas inmóviles. El pintor quedó satisfecho de aquel efecto, debido más o menos a la casualidad, aunque lo descubrió él varios años antes, un día que estaba tumbado en una cuneta. Así pues reforzó aquella ilusión que también era una verdad y de la que los timoratos podrían desembarazarse simplemente con cambiar de sitio.
Mientras Dubbo trabajaba, los días embellecían. Tenían una calma permanente y amarilla. El ruido de las cigarras no era tanto un ruido como una espesa cortina destinada a proteger sus vulnerables sentidos. Todos los demás sonidos parecían haber corrido la bola por el centro de la ciudad, mientras él comunicaba su efervescencia espiritual delante de su lienzo. Sin embargo la debilidad le aplastaba, y él se sentaba al borde de su silla cuyos pies raspaban el suelo y se inclinaba hacia delante para no perderse nada de lo que sucedía en el mundo de su creación.
Hizo un poco de trampa en la forma del Carro. De igual forma que no se había atrevido a realizar completamente el cuerpo de Cristo, el Carro fue tímidamente esbozado. Pero la imprecisión de sus líneas le daba un fulgor suplementario y no fue más que un resplandor que cruzaba el cielo o penetraba en el alma del que lo miraba.
Las Cuatro Criaturas Vivas le planteaban otro problema que no podía esquivar. Se obligó laboriosamente a modelarlas en una pasta espesa. Una de ellas parecía hecha de mármol, maciza, blanca, inviolable. Una segunda parecía compuesta de hilo de hierro con una estrella en lugar de corazón y una corona de alambres de espino. El viento soplaba a contrapelo en el manto rudo y leonado de la tercera, aplastando su cara brutal, mientras que sus ojos humanos parecían reflejar todos los posibles sucesos futuros. La cuarta estaba hecha de brozas sangrantes y de hojas pegadas. Sentadas en el vehículo, aquellas cuatro figuras se hacían frente, y sus almas diversamente coloreadas iluminaban sus cuerpos. Sus manos abiertas se habían desembarazado de sus sufrimientos, pero todavía no habían recibido la beatitud. Eran conducidas a lo largo de una trayectoria oblicua, hacia el extremo superior izquierdo, y abajo, a la derecha, el pintor firmó claramente en rojo como Mrs. Pask le había enseñado:
A. DUBBO
Con una fecha debajo.
Cuando acabó era de nuevo el atardecer. La luz inundaba su habitación y le habría cegado si él hubiera deseado ver aún. Se sentó en la cama con el cuerpo tieso. Un agudo dolor invadía la pequeña habitación en vahos carmesíes. Se escurrió sobre sus manos y vio que estaban bermejas de su oro interior.
Mrs. Noonan se sentía extraña en su propia casa, que había pertenecido a su suegra; también ella caminaba sin ruido, con un viejo sombrero en la cabeza, rozando los muros, sonriendo de miedo a excitar la malevolencia. Ella no tenía amigos, sólo dos conocidos: un camionero y su mujer a la que fastidiaba molestarla. Completamente sola bebía interminables tazas de té y amaba a sus gallinas. También estaba contenta de la presencia de su huésped, que parecía ser un hombre muy de bien, pero al que no veía.
Limpiaba un día los rodapiés del descansillo cuando sintió un olor desacostumbrado que salía por debajo de la puerta de la habitación que tenía alquilada. Era un olor extraño, incluso desagradable, y por fin se decidió a llamar una o dos veces y a exclamar:
—¡Señor!
Llegó incluso a sacudir el pomo de la puerta, pero con una mano vacilante, ya que todavía no conseguía persuadirse de que aquella habitación formaba parte de la casa de su madre, y mucho menos de la suya.
—¡Señor! ¡Eh, señor!
Sacudía el pomo sonriendo, con el oído atento.
—¡Oiga! Soy yo, Mrs. Noonan… ¡Soy yo, Mrs. Noonan! —repitió con una voz más débil, quizá para darse ánimos, pero no quedó convencida del sonido de su propia voz, y bajó preguntándose si se atrevería a molestar al camionero y su mujer. No tuvo el suficiente valor, y después de haber cambiado de sombrero y haberse calzado, se dirigió hacia una casa vecina en donde había visto la placa de cobre de un doctor.
Al joven médico, que estaba a punto de leer una novela policíaca, mientras se rascaba a través de la bragueta, le fastidió que le molestaran, pero estaba contento de tener una cliente que pudiera pagar sus gastos.
—¿Qué tipo de olor?
—No lo sé —dijo Mrs. Noonan agitando los párpados y sonriendo—. ¡Un olor raro, yo qué sé!
Respiró más libremente cuando él fue a buscar su maletín, y se sintió orgullosa de caminar a su lado por la calle, no exactamente a su lado sino lo suficientemente lejos para que se viera que iban juntos. Seguía haciendo calor y avanzaban penosamente sobre la acera invadida de aquella luz amarilla que había ayudado a pintar a Dubbo.
—¿Tenía aspecto deprimido? —preguntó el doctor.
—No —respondió Mrs. Noonan—. No realmente. Pero no decía gran cosa, nunca hablaba mucho.
—¿Estaba enfermo?
Ella vaciló.
—Creo…
Y después, de repente, exclamó:
—¡Sí! Estoy segura de que el muchacho estaba enfermo. Eso es lo que ha debido suceder. ¡Tal vez haya muerto!
El sonido de su voz la entregó a una terrible soledad en medio de aquella calle, ya que el doctor estaba por encima de las personas ordinarias. Mientras continuaron su camino, ella intentó pensar en sus gallinas, ahora que aquel simpático negro se había ido.
Cuando llegaron a la puerta de la habitación, el médico pidió la llave, pero como no había duplicado, hubo de dar un empujón; la puerta cedió sin dificultad.
Fueron proyectados hacia adelante, pero el agudo olor les hizo retroceder en seguida.
El doctor gruñó algo y abrió la ventana.
—¿Cuándo le vio por última vez?
—Hace poco más o menos tres días —respondió Mrs. Noonan sonriendo detrás de su pañuelo.
Dubbo estaba tumbado en la cama. Su cuerpo estaba retorcido pero en una actitud natural que recordaba a la de un animal, la de un pájaro que hubiera experimentado la necesidad de morir. Había mucha sangre en la almohada y en sus manos, pero estaba seca, y de aquella forma el cadáver parecía recubierto de un barniz artificial.
El doctor procedía al repugnante examen.
—¿Está muerto? —preguntaba Mrs. Noonan—. Doctor, ¿está muerto?
Ella misma se dio la respuesta:
—Está muerto.
—Sin duda una hemorragia tuberculosa —murmuró el médico resoplando para manifestar su desaprobación.
—¡Ah! —dijo Mrs. Noonan.
En aquel momento se dio cuenta de los lienzos y quedó anonadada.
—¿Qué es lo que dice de eso, doctor? —dijo ella sonándose con el pañuelo.
Para tomar conciencia con aquello, el doctor echó una ojeada por encima de su hombro frunciendo el ceño. Ciertamente no tenía la intención de mirar.
Cuando acabó y hubo dado instrucciones a la inexistente criatura que era la propietaria, salió dando un golpe con la puerta. Entonces Mrs. Noonan se apresuró a ir a buscar al camionero y a su mujer, pero echó una ojeada sobre el muerto, y su casa le pareció menos suya que nunca.
El entierro de Alf Dubbo fue llevado a cabo rápidamente. Había dejado el suficiente dinero en un vacío bote de leche condensada para pagar los gastos y el alquiler. De esta forma todo el mundo quedó contento. Su alma representó para Mrs. Noonan un problema muy complejo: sus cuadros le estorbaban. Por último, el camionero le dio la idea de venderlos en subasta y la llevó a la sala de ventas en donde fueron liquidados por algunos chelines después de algunas bromas. Mrs. Noonan se quedó tranquila, pero a veces se preguntaba que a dónde habrían ido a parar los cuadros.
Ni siquiera los encargados de la subasta se lo hubieran podido decir ya que, poco después, sus libros ardieron en un incendio. En cualquier caso los cuadros desaparecieron, y, si no fueron destruidos cuando dejaron de gustar a sus compradores, seguirán siempre esperando volver a ser encontrados.