Los Rosetree no se marcharon de vacaciones. Harry Rosetree declaró que no tenía ánimos para hacerlo.
—¡Pero si hemos reservado habitaciones! —protestaba su mujer—. ¡Vamos a perder el anticipo que hemos dejado! ¡No conoces a esos húngaros!
Harry Rosetree no se sentía bien. Con anticipos o sin ellos le era imposible marcharse. Entró en el salón y echó las persianas.
—¿Tú enfermo? —exclamó por fin Mrs. Rosetree—. ¡Te estás volviendo neurasténico, sí! ¡Yo soy la que voy a caer enferma de vivir contigo!
Empezó a llorar. Durante varios días no se vistió; se arrastraba por la casa en bata, con la bata azul que llevaba la tarde en que llegó el viejo judío. Su reflejo estaba un poco difuminado ahora, y las costuras estaban sueltas en los sobacos.
Harry Rosetree tampoco se vistió. Con un pijama sobre su ropa interior, fumaba en una butaca o permanecía inmóvil, con las manos sobre los muslos. Estaba cansado, eso era todo. Hubiera querido ser de piedra.
Mrs. Rosetree entraba y ponía sus nalgas sobre una silla.
—Neurasténico —repetía continuamente.
Eso es lo peor que podía decir después de:
—¿Qué es lo que se puede esperar de un judío?
Después curioseaba lo que pasaba fuera, entre las ranuras de las persianas. Bajo un cierto ángulo, Shirl Rosetree parecía haber conservado su barniz, pero desde otro la repentina renuncia a vivir de su marido había aplastado y enmarañado su permanente, dándole un aspecto de pájaro herido. Al mirarla Haïm ben Ya’akov pensaba en su abuela, aquella vieja de cabellos negros, cuya inocente y casi única alegría había sido la de acoger a la Novia con la copa y la vela. Aunque en el salón de Paradise East —raso gris perla y madera rosa, los Vorhange de redecilla, perfectamente como en una época normal—, Harry Rosetree protegía ahora sus ojos, molesto por algún penoso efecto de la luz, o el batir de alas de un gran pájaro color de orín.
Por momentos la intensidad de lo que sentía era tal que su mujer no dejaba de dar vueltas a su alrededor, tanteando su costado, verificando la calidad de su aliento, cambiando los muebles de sitio, o llorando todavía por todo y por nada, sentándose y colocando el lado despeinado de su cabeza sobre una mesita de madera rosa, examinando entre sus dedos al marido que despreciaba, pero del que aún tenía necesidad. Evidentemente, Choulamite no comprendía lo que Haïm devoraba en la sombra de aquella habitación, aunque a veces un profundo movimiento de su sangre casi se lo hacía adivinar bruscamente. Pero ella se negaba a aceptarlo. Se levantaba de un salto y regresaba a su puesto detrás de la persiana.
A Mrs. Rosetree le hubiera gustado mucho saber si, desde el exterior, la casa de Persimmon Street parecía diferente de las demás. Inútil decir que no lo era. En Paradise East, sólo se aceptaba lo que era normal, y la tragedia, el vicio y la expiación sólo podían parecer increíbles hasta el día en que el Angel del Señor rasgara las moradas con un golpe de su espada, a menos de que la bomba H se abatiera sobre aquellos hormigueros y aplastara sus antiguos mobiliarios. Por el momento era evidente que, vista desde fuera, la casa era tan normal como su fachada cuadrada. Las mañanas transcurrían allí plácidamente. Steve Rosetree bostezaba junto a los rosales, se limpiaba la nariz entre los pittosporum variados, según su costumbre los días de vacaciones. Rosie Rosetree se iba a misa una vez más, con su misal en la mano, del que revoloteaban las santas estampas y los pétalos de rosa de santa Teresa.
Rosie Rosetree no se perdía una misa; aquello no la cansaba pues se sentía en el delicioso umbral de la santidad. Incluso al regreso, las ociosas preguntas de su madre, no destruían su alegría de Pascuas.
—¿Se ha sorprendido el abad Pelletier de no vernos? —preguntaba Mrs. Rosetree.
—Me ha preguntado si mamá estaba enferma.
—¿Y qué le has respondido, Rosie?
—Le he dicho que papá tenía una depresión nerviosa —dijo Rosie antes de retirarse a aquella parte de sí misma a la que, sabía desde hacía poco, sus padres no podían seguirla.
Mrs. Rosetree tenía bastante buen sentido para respetar una cierta frialdad en sus hijos, tanto más cuanto que ella casi lo había decidido así. Pero necesitaba dar rienda suelta a sus nervios sobre alguien. Dio una vuelta por el salón, generalmente desierto, en que su marido esperaba estar a solas. Apoyó los brazos sobre la mesa de madera rosa, con el trasero respingón a la vez solemne y dramático en su ropa de casa color azul.
—Si no me lo dices, Harry, voy a convertirme en un dingo[66] —articuló con fuerza—; ¿le ha sucedido algo al viejo judío?
Harry Rosetree hacía el gesto de apartar el humo de los ojos y sin embargo nadie fumaba. Ella se dio cuenta con horror de que quizá siempre había odiado su pequeña mano regordeta.
—¿Eh? —insistió Mrs. Rosetree, y la tabla sobre la que se apoyaba vaciló.
Pero su marido respondió:
—Déjame tranquilo, Shirl.
Entonces ella tuvo miedo. Todos los espantos nocturnos que había conocido, parecieron refluir en su vientre. Salió de la casa y se puso a gemir con una voz apenas perceptible —pero que parecía ensordecedora y terrible a los niños a los que había dado inmunidad—, sin dejar de recorrer con su bata azul el suelo inconsciente y extraño ahora para ellos.
De esta forma pasaron las fiestas de Pascuas los Rosetree, mientras para otras familias menos preocupadas, Jesucristo había descendido de la cruz, siendo sepultado y luego resucitado, con una desenvoltura nacida de la costumbre, y un gusto variable. A la salida de las iglesias todo el mundo estaba contento de haber acabado y poder ahora dedicarse de nuevo a sus ocupaciones.
Harry Rosetree no se movía de su butaca.
El miércoles por la tarde, Mrs. Rosetree, que había comenzado a vestirse de nuevo, entró y dijo con una voz que sin ser demasiado fuerte, no era su voz ordinaria:
—Mr. Theobalds te llama al teléfono.
Harry se vio obligado a responder. Pero ella no pudo seguir la conversación ya que era Mr. Theobalds quien hablaba, y Harry parecía estar afónico.
En seguida llamó a un tal Mr. Schildkraut. Había que organizar un Minyán[67] para Mordecaï Himmelfarb.
Entonces, sin atreverse a confesarlo, Shirl Rosetree sintió un gran alivio. Había sobrevivido a los peligros materiales pero sentía que no hubiera resistido una prueba espiritual. A veces se decía que nunca era tan feliz como cuando se encontraba entre sus muebles, y de esta forma se puso a frotar entonces la madera rosa y el entarimado barnizado, con una gamuza, hasta que todo brilló como un espejo. Acabó por coger hipo.
Después de afeitarse, Harry Rosetree salió sin decir nada a su mujer, que sin embargo se apercibió. Por la ventana de la entrada le vio subir a su coche. Se daba cuenta de que él estaba nervioso; ya que las luces posteriores del vehículo comenzaron a parpadear como si fuera de noche. Por fin arrancó bruscamente.
Mr. Rosetree tomó la carretera principal hacia Sarsaparrilla, en donde la mañana había envuelto en celofán las lujosas residencias de estilo Tudor, aumentando de esta forma su valor. Pero en seguida cogió caminos de menos importancia que le condujeron poco a poco hasta un resto de verdadero campo: barracas grises, alambres de espino, colinas peladas, que prefirió no mirar. Las escenas rurales le irritaban, salvo una cierta selva iluminada por el sol —que no podía decir si era fruto del recuerdo o de la imaginación— por la que se paseaba cogiendo fresas silvestres al pie de los grises muros de un convento. Las formas sin equívoco, fueran humanas o topográficas, deprimían a aquel hombrecillo vulnerable. Por eso, por principio, se apartaba de los hombres musculosos y de las mujeres de rostros como hojas de cuchillos. Le gustaba comer Gansebraten[68] y tortas. Tenía labios rojos y gruesos, y el de abajo estaba partido por la mitad. Pero ante la necesidad de mirar una situación de cara como aquellos últimos días, se sentía impotente y asustado.
Al volante de su largo coche, casi demasiado dócil, Harry Rosetree se reprochaba el deber que había aceptado, e intentaba persuadirse menos por obligación que por sentimiento. Pero tras los cristales de aquel auto fabuloso, Haïm ben Ya’akov se dio cuenta de que estaba a punto de abandonar los dictados de su razón, e incluso todo el impresionante edificio —de acero y plástico— del presente, por las habitaciones sin aire de su memoria. Su padre, que nunca estaba muy lejos, permanecía casi siempre con su Yarmulka y sus bucles mugrientos. Cogió al niño de la mano y los dos permanecieron delante del Arca que el sacristán había descubierto por favor especial, a fin de que pudieran leer lo que estaba escrito sobre la tapa.
—Mira, Haïm —explicaba el padre—. Es tu tapa la que cubre los libros de la Ley. Lee —insistió—, ya que he pagado para que aprendas las letras. ¡Venga, lee!
Entonces el pequeño leyó con una voz temerosa:
—El Mandamiento del Señor es claro.
En seguida el sacristán tiró del cordel y las terribles maravillas fueron de nuevo veladas por la cortinilla. El terror y el asombro se sucedían.
—¿Tiemblas, Haïm?
Una vez más su padre estaba de pie a su lado junto a los servicios, en el olor bien reconocible de las tazas saturadas de orina, e intentaba persuadirle:
—Pero ¡si no tienes ningún motivo para temblar!
Siempre de pie a su lado en el patio, llegó incluso a oprimirle el codo. El blanco de sus ojos brillaba con un resplandor verdoso en el día que acababa, cuya luz se filtraba entre las casas apretadas las unas contra las otras. Parecía adoptar una repentina decisión:
—Para darte ánimos voy a confiarte un secreto, aunque quizás eres un poco joven para comprender la mayoría de lo que te he prometido.
El resto de la claridad convergía sobre los luminosos ojos.
—Acabo de tener una conversación con dos Rabbanim —le declaró su padre—. Hemos hablado del que debe venir.
Sus ojos se volvieron amenazadores y hasta ellos llegó otro vaho de orina.
—Estamos seguros de que Él vendrá en nuestra época para conducirnos y salvarnos, ya que Éste no fue ni David, ni Ezequiel, ni desde luego Zabbatai Zvi. Pero tú nunca has oído hablar de todo esto. Escúchame bien ahora, Haïm, pues esto te concierne: tú serás de los primeros en recibir a nuestro Salvador. He rezado mucho para que esto sea así, y estoy seguro. Tú, ¿comprendes? TÚ.
El niño creía leer aquellas palabras sobre el cuadro de cielo blanco. Luego llamaron al padre desde la tienda para que fuese a atender el negocio. A continuación se oyó el repiqueteo de la quincalla y el muchacho se quedó solo, aturdido ante el más grande, el más pavoroso de los misterios.
Y ahora, Harry Rosetree, que llegaba a los confines de Sarsaparrilla tras una carretera sinuosa, sintió que la lengua se pegaba a su paladar, que su boca estaba seca como si tuviera polvo, y sus uñas se rompían. En la estafeta le dijeron que aquella mujer, aquella tal Mrs. Godbold, vivía por allá abajo, en una barraca, al otro lado de los matojos. Dejó su coche y se puso en camino, tropezando con los guijarros, ya que el arco de sus piernas respondía mal al impulso de sus ingles doloridas.
En una especie de cobertizo, una mujer que no podía ser otra que Mrs. Godbold, estaba a punto de encender el fuego bajo una colada. Se incorporó; sus pálidas mejillas estaban enrojecidas. Por un momento supuso que una persona de un medio tan simple podría no comprender su forma de hablar: eso sucedía a menudo. Entonces sólo habría de excusarse y marcharse. Pero los segundos pasaban. Ahora, la mujer se había vuelto y le miraba; sus cabellos estaban en desorden y sus brazos mojados de agua con jabón.
—Yo soy Mr. Rosetree —comenzó el visitante que sin embargo no añadió como de costumbre. «De la fábrica de faros de bicicleta Brighta, en Barranugli».
—¡Ah! —dijo Mrs. Godbold con una voz alta y clara, sin duda diferente de su voz ordinaria, en una voz que no sabía mostrar nada y que, en todo caso, no pediría nada.
—Yo dirijo una empresa cerca de aquí —murmuró indistintamente Mr. Rosetree agitando vagamente el brazo—. He venido respecto a un incidente desagradable concerniente a un individuo que trabajaba en mi fábrica.
Mrs. Godbold colgaba la ropa mojada. En el agua azul de los barreños de zinc, empujaba su pesada masa contra los bordes. Una vez o dos metió en ellos los brazos y cuando los sacó, él vio escurrirse la espuma del jabón. Estaba tan absorta que Mr. Rosetree se preguntaba si conseguiría entrar en contacto con ella.
—Ese individuo ha muerto —añadió sin gran esperanza.
Mrs. Godbold fue por fin en su ayuda.
—El señor Himmelfarb, sí, el Viernes santo, muy temprano.
Todo aquello era tan evidente que no había ningún motivo para mirar a su visitante.
Pese a esto, Mr. Rosetree no pudo evitar preguntar:
—¿Y dónde está el cuerpo de ese Himmelfarb? Por favor.
Nada había parecido nunca tan brutal como las superficies de zinc.
—Es decir… —volvió a repetir—. Quisiera saber en qué sitio ha depositado usted su cuerpo. Unos amigos quisieran cargar con todos los gastos.
Mrs. Godbold examinaba un rayo de luz en el que quizá veía cosas invisibles.
—Está enterrado —dijo por fin—. Como cualquier cristiano.
Mr. Rosetree abrió la boca sin conseguir articular en seguida:
—Pero ¡ese Himmelfarb era judío!
La garganta de Mrs. Godbold se contrajo bajo su piel gruesa y porosa. El importuno sentía un hormigueo por todo el cuerpo, y vio que la mujer también estaba cubierta por una fea carne de gallina.
—Es lo mismo —dijo ella.
Y cuando hubo aclarado la ronquera de su voz, prosiguió como si se viera obligada por reflexiones anteriores:
—Todos los hombres son iguales antes de su nacimiento. También al nacer son iguales, ¿no lo cree? La costumbre que les hacen adoptar les vuelve diferentes los unos de los otros. Algunos no se sienten a gusto con la suya y deciden cambiar, pero en el fondo no cambian. Y cuando llega su última hora, cuando son despojos de todo, se ve que todo aquello era bien inútil. Los pobres descansan por fin, desnudos como el primer día. Así veo yo las cosas, señor, como lo deseaba el mismo Nuestro Señor; quizá lo recuerde usted.
Los pensamientos de Mr. Rosetree se embrollaron y sólo pudo repetir:
—Pero ¡Himmelfarb era judío!
Mrs. Godbold colocó la mano sobre el reborde de zinc.
—Se dice que también Nuestro Señor lo era, y también Él fue enterrado.
Mr. Rosetree no podía ordenar las ideas que quería expresar, y entre las frases, desconcertantes jugos de saliva se formaban en su boca.
—¡Y mientras tanto Schildkraut y otras nueve personas esperando! ¡Para el Minyán!
—Yo no sabía que el señor Himmelfarb tuviera amigos. Amaba tanto a todos los hombres… —pensaba en alta voz Mrs. Godbold.
Y después añadió:
—Diga a sus amigos que el tiempo era bueno cuando le enterramos. Fue ayer por la mañana temprano, para mejor acomodar a Mr. Pargeter —es el pastor— y a los de las pompas fúnebres. ¡Oh!, claro está que yo habría podido hacerlo sola, y he hecho pequeñas cosas que las pompas fúnebres no hacen, pero ha sido la casa Thomas & Thomas la que se ha encargado de la inhumación.
El visitante miraba al suelo, pero sentía que la inspiración se apoderaba de Mrs. Godbold.
—Fui al cementerio, que no está lejos, con mis dos hijas más sensatas, y allí estuve para recibirlo. ¡Era un día tan magnífico! ¡Todo estaba tan tranquilo! Se escuchaba el ruido de los pies y los conejos ni siquiera se escondían. Las hierbas y los matojos estaban cubiertos por el rocío de la noche. Nadie tenía ganas de llorar, señor, en un entierro tan tranquilo como el que tuvimos ayer por la mañana, y después no nos dimos prisa en regresar; era estupendo sentir el sol en la espalda.
De esta forma Himmelfarb fue enterrado por segunda vez.
Mrs. Godbold se puso a agitar las sábanas que salían del agua azul.
—Ha sido un hombre desconocido —se arriesgó ella a decir—. Pero aquí guardaremos su recuerdo en nuestros corazones.
Entonces Mr. Rosetree, sintiéndose inútil, se dispuso a partir. Toda vez que siempre seguían saliendo las palabras de la boca de Mrs. Godbold, vigorosas y cálidas y calmantes, pero Haïm ben Ya’akov lamentaba que algunas heridas no se volvieran a cerrar.
—¡Oh! —exclamó ella de súbito.
La vida tenía sus exigencias.
—¡Ya no lo pensaba!
Se precipitó a la barraca con tal brusquedad que tropezó.
—¡El pan! —dijo Mrs. Godbold.
Abrió vivamente la puerta del horno y apareció el pan. La corteza dorada, inflada, exhalaba su perfume.
—¿No le gustará tomar una taza de té con una rebanada de pan reciente? —propuso ella; e insistió en un tono prometedor—. Tengo carne de membrillo.
—No —respondió Mr. Rosetree—. Tengo que hacer. Tengo otra cosa que hacer…
Ella le sonrió muy de cerca. Él sintió el acariciador olor del pan.
—¿No se ha molestado porque haya hecho enterrar a ese señor en tierra cristiana?
—¿Qué quiere? —Protestó Mr. Rosetree secamente—. Pensaba en ese Schildkraut. ¡Yo no soy judío!
—No, claro está —dijo Mrs. Godbold.
Sintió que algo comenzaba a molestarle y se marchó golpeando las piedras del camino.
La voz de Mrs. Godbold golpeó por última vez sus oídos:
—El doctor Herborn ha dicho que fue del corazón.
Harry Rosetree regresó a su casa con un paso tan regular que nadie habría sospechado nada al ver pasar a aquella visión de cromo y pintura rosa. Había puesto la radio maquinalmente y detrás del automóvil flotaban las estelas de música ligera que se llevaba el viento. Pero en el interior, en medio de la tapicería beige, frente al cuadro de mandos, la música se rompía en pequeños fragmentos de hojalata que tintineaba, en destellos de cristal y en molestas placas de zinc desgarradas.
Apretó el acelerador, y sin embargo al final del viaje sólo se encontraba su casa.
—¡Qué aspecto traes! —dijo Shirl—. ¿Has visto un accidente o qué? Ya sé que no está bien dar consejos, pero lo que necesitas es algo caliente y un par de aspirinas.
Le hubiera querido observar más de cerca, pero él no se detuvo. Atravesó la casa con extraños gruñidos. Se sentó en el borde de un sillón lleno de cojines y se puso a gruñir o eructar completamente gris.
Ella le había seguido:
—Dime ¿vas a continuar asustándome?
Cuando él comenzó a llorar su esposa quedó lo suficientemente estupefacta como para proseguir. Mrs. Rosetree tenía un gusto secreto por los grandes rubios, sólidos, de rostro musculoso. Sin embargo había amado a aquel estropajo por contacto, e incluso, lo habría jurado, con un afecto sincero.
Harry sollozaba frotándose las rodillas.
—¡Es lo mismo! —creyó ella oírle decir.
Entornó los ojos.
—¡Es lo mismo! —repetía él a través de sus lágrimas.
Entonces ella se enfadó y replicó gritando:
—Es lo mismo, es lo mismo, contigo siempre es lo mismo; y yo soy una estúpida por soportarte.
Pegaba a los almohadones con los puños cerrados.
—Pero basta por hoy. Voy a telefonear a Mrs. Pendlebury y nos iremos juntas al cine. Con eso pensaré en otras cosas.
Gritó al irse:
—No te preocupes ¡volveré!
Harry Rosetree no se movió de su sillón con cojines demasiado llenos hasta que se marchó su mujer. Ella había lanzado una ojeada al salón antes de salir, pero todo estaba aún demasiado reciente para dirigirse la palabra.
Cuando estuvo a solas pasó al cuarto de baño en donde se había empolvado y hecho sus gárgaras. El espejo estaba empañado de vaho y él escribió en grandes letras:
MORD…
Después lo borró.
Volvió a llorar; luego se detuvo.
Bruscamente, ante el espejo, descubrió sus encías, y todas las venas de sus ojos terribles se le ofrecieron a plena luz.
Cuando regresó Mrs. Rosetree, los cordeles de sus paquetes se clavaban en sus dedos regordetes y enguantados. Arrastraba su estola de zorro como si fuera un torero extenuado.
—¡Hu, hu! —exclamó—. ¡Hola!
Aquello estaba destinado al coronel Livermore que respondió con discretas onomatopeyas. Su mujer evitaba mirar hacia la casa de los Rosetree, pero el coronel, hombre justo y tranquilo, al principio había ofrecido plantones de sauce y le había enseñado algunos nombres botánicos en latín.
—¿Ya de regreso? —dijo el coronel con su precisión habitual.
Pero Mrs. Rosetree rara vez prestaba atención a lo que decía su vecino. Le bastaba con bañarse en la atmósfera de deseable distinción —aunque pasablemente incolora— que segregaba todavía la seca persona del coronel.
Aquella vez Mrs. Rosetree decidió declarar con una ternura particular hacia aquel macizo de fotinias.
—¡Son encantadoras estas florecitas!
Sin embargo tenía otra cosa en la cabeza diferente a aquellas malditas plantas.
—Son acederillas —dijo el coronel con un gesto vivo.
Mrs. Rosetree se disponía a marcharse.
—Estoy completamente desvanecida —dijo empleando la palabra que había aprendido del coronel—. No le oculto que voy a echarme un poco, coronel, y descansar mis piernas antes de que vuelvan los niños.
A aquella hora las formas del jardín en el que nunca se había sentido a gusto comenzaban a disolverse y los ladrillos de las casas se difuminaban en el medio día. Si el interior resistía es porque su instinto había permanecido después de los primeros intentos, intentos cuya presencia la reconfortaban, y hubiera errado con gusto interminablemente en el crepúsculo, palpando, cuando necesitara confianza, las mejoras materiales que había llevado a un prototipo demasiado heroico para ella.
Ya no se apresuraba, pero fruncía el ceño al pensar en su marido. No tenía intenciones de prevenirle de su regreso: esperaría que se le acercase en la sombra y la besara en la mejilla, o en la nuca…
Pero ella seguía cautelosa. Margue no la había estado exactamente mirando. Más bien, de reojo. De modo algo extraño. Durante toda aquella infecta película.
Continuamente preocupada, Mrs. Rosetree entró en el cuarto de baño. Siempre estaba inquieta por sí misma y por su aliento, y por eso hacía continuos gargarismos.
El cuarto de baño estaba evidentemente más iluminado que las demás habitaciones gracias a sus espejos y a la luminosidad del papel plástico de las paredes. También era más frágil y menos espaciosa. Cuando la ventana estaba cerrada, la falta de aire la asfixiaba.
De repente Mrs. Rosetree tuvo la impresión de que una cuerda la estrangulaba. Un grito salió del fondo de sus pulmones. Su cuerpo entero se infló.
—¡Aaahhh! —gritaba.
Se calló para cobrar fuerzas. Buscaba las palabras necesarias.
Entre tanto gemía pensando en ternuras olvidadas.
—¡Oy-yoy-yoy-yoy!
Pero la vergüenza era demasiado fuerte y ella la sentía como una masa que golpeaba su cuerpo.
—¡Du! ¡DU! —exclamó con la mirada quebrada—. ¡Du verwiester Mamser[69]!.
Mrs. Rosetree se puso a correr por toda la casa, olvidando la disposición de los muebles familiares. Una silla la golpeó brutalmente en un lugar íntimo. Enredada por las dulces sombras o por su estola de zorro, se liberó de una patada.
Llegó al jardín, aquel lugar maléfico que siempre había odiado; entonces se dio cuenta, a causa de las ramas que la rozaban, de las arañas que le caían en el cuello, de las voces de los goyim que reían sin motivo, a lo lejos, detrás de los espesos follajes.
—¡Hilfe! ¡Hilfe! ¡Hören Sie! —imploraba Mrs. Rosetree convulsivamente llegando al macizo de fotinias—. Mein verrückter Mann hat sich[70]….
Los demacrados rasgos del coronel Livermore se quedaron fijos ante semejante falta de contención.
Mrs. Rosetree se repuso tan rápidamente como se había dejado llevar.
—Coronel, es espantoso. ¡Perdóneme! Si quiere venir… Mi marido se ha ahorcado en el cuarto de baño, con el cinturón de su bata.
—¡Por mil demonios! —exclamó el coronel Livermore pasando por encima de las fotinias—. ¿En el cuarto de baño?
La idea brotó de Mrs. Rosetree que quizás en ese momento era una prueba de mal gusto.
—Mi marido estaba nervioso, coronel. Nervioso y enfermo. ¡Yoy-yoy! Cuando se lleva eso en la cabeza, la culpa no es de nadie, ¿eh?
Pero quizá la culpa la tenía aquel viejo judío que había ido allí una tarde, se decía Choulamite, en el momento que la azotó un montón de hojas húmedas.
—¡Nein! —gemía desde el fondo de sí misma, y sus protestas subían de una región que su compañero jamás había sospechado, ni, con mayor motivo, explorado. Se nos habla. ¡Oh, hace tanto tiempo!, pero en esta vida moderna nos olvidamos de todos, y después un día, ¡regresan!
El coronel Livermore estaba muy contento de que su mujer se hubiera ido a pasar la jornada a casa de sus primos de Vaucluse, ya que había surgido aquel desagradable asunto. Él, que sentía horror de que le tocaran, sentía las sortijas de aquel judío entrar en su piel seca. Estaba arrebatado, desprendido, como una astilla clavada en la carne perfumada de la noche.
En la noche revoloteaban los insectos y las insinuaciones. Su alma inerte lo hubiera aceptado todo pasivamente si la impresión de los dedos de sus pies contra los escalones de ladrillo no le hubiera recordado que debía obrar como un hombre. La mujer había recobrado también bruscamente su sangre fría. Aquel regreso a la razón debilitó sus piernas y mientras subían las escaleras tropezaron con sus codos y hombros a riesgo de caerse.
—Perdóneme, coronel —dijo Mrs. Rosetree con una risita que ahogó tosiendo.
Rejuvenecida por una misteriosa influencia, estaba presa de una obsesiva necesidad de orden.
—Existen tantas cosas que arreglar en una familia después de una muerte súbita —explicó—. Voy a telefonear a Mr. Theobalds. Ha de venir a ponerme al corriente. Es indispensable. Con mis dos hijos pequeños necesito saber dónde me encuentro.
Los detalles se acumulaban y la sangre hinchaba sus manos colgantes, pero finalmente no hubo ningún motivo para que retrasaran su entrada en la casa del ahorcado.