XIV

Cuando Mrs. Flack regresó al jardín, su amiga Mrs. Jolley seguía mirando los resplandores del incendio. Era la hora en que la luz ácida y verde que el verano destila de las hojas se come el cobre del sol.

Mrs. Jolley, con los brazos sobre su delantal, tenía el aspecto de una mujer encinta. Pero Mrs. Flack jamás se había impresionado por la gordura de los demás.

—¡Cómo me gusta el fuego! —dijo Mrs. Jolley con un rostro de muchachita al que aquella extraña luz había borrado las arrugas—. Bueno, quiero decir el fuego útil, que sirve para algo. Claro que lo siento por los pobres de la casa quemada, pero es cierto que me gusta mucho el fuego.

—El fuego siempre es útil para aquéllos a quienes les gusta —declaró Mrs. Flack.

—¿Eh?

Mrs. Flack no respondió, lo que dejó indiferente a Mrs. Jolley ya que aquello no la impedía en absoluto admirar el fuego; por otra parte ella sabía perfectamente que ninguna respuesta calmaría su permanente malestar, la única de sus enfermedades que era verdaderamente crónica.

La verdosa luz de la tarde parecía una copa fresca, en donde a veces resplandecía el licor anaranjado en un montón de burbujas rubias. El fuego estaba lo suficientemente cerca, y agradablemente lejos, para aquellos que les gusta contemplarlo.

—Existen personas —murmuró Mrs. Flack y no precisamente refiriéndose a su amiga— existen personas que harían mejor en tener un sabor anticipado de lo que esperan. Pero ni siquiera en ese momento se está seguro de lo que arde.

En ese momento miró a sus espaldas:

—¡Claro que no es así si han nacido en el fuego!

A Mrs. Jolley le hubiera gustado bajar de aquellas alturas proféticas, pero no se atrevió y continuó mirando el incendio con tal intensidad que su cabeza comenzó a agitarse dulcemente. Mrs. Flack se dio cuenta de ello. A menudo sentía ganas de empujar a su amiga para estropear aquel mecanismo.

—Daría cualquier cosa por saber dónde es —dijo Mrs. Jolley inocentemente.

Mrs. Flack se aclaró la garganta y respondió secamente:

—¡Ya se lo he dicho! ¡No tengo la costumbre de andar con tapujos!

Mrs. Jolley no respondió.

Mrs. Flack inspiró profundamente para afirmar mejor su respuesta:

—Es en casa de ese tipo, el judío de la avenida Montebello.

—¡No! —exclamó Mrs. Jolley con una exuberancia juvenil.

Sostenía el extremo de su delantal entre el pulgar y el índice, con el dedo pequeño levantado.

—Se tratará sin duda del seguro —murmuró Mrs. Jolley.

Tenía ganas de bailar, y estrujaba el extremo del delantal como una chiquilla.

—Lo dudo —dijo Mrs. Flack—. O mejor, sé que el seguro no tiene nada que ver con esto.

Lanzó una ojeada a su alrededor y vio que la oscuridad se esparcía entre algunos arbustos.

—Voy a decirle algo —añadió—. Pero que quede entre nosotras, ¿eh?

—¡Claro está! —dijo Mrs. Jolley.

Mrs. Flack recogió una hoja que un pájaro había arrancado.

—Se trata de una banda de jóvenes a quienes la presencia de alguien les ha molestado, o al menos eso es lo que se dice. Parece que han ido a advertirle. Para asustar al judío han lanzado por sus ventanas bolas de papel empapadas en una substancia; y luego como es de madera, el fuego ha prendido.

Mrs. Flack hizo chascar la lengua contra los dientes para sacrificarse a las conveniencias.

En los últimos resplandores, Mrs. Jolley brillaba tanto como el mismo fuego.

—Es terrible.

—Cierto, es terrible —opinó Mrs. Flack—. Pero no nos toca a nosotras decidir quién es más culpable.

Mrs. Jolley encontró extraña aquella incertidumbre.

Desde Xanadu, Miss Hare vio el resplandor del fuego. Éste era demasiado triunfal para que se pudiera ignorarlo y estallaba como un surtidor por encima de los arbustos importados de Europa y de los árboles indígenas, menos frondosos. En otras circunstancias su color hubiera evocado el cutis bermejo de algún sólido campesino, pero el fuego no deja a nadie indiferente; todo el mundo lo observa, lo escucha, lo husmea, desde el fondo de su guarida entre el follaje. El fuego es la última advertencia, y Miss Hare, que tenía con el aire y la tierra el mismo contacto que los animales, y reaccionaba como ellos, estaba advertida del incendio antes de verlo, lo mismo que cuando dentro de su casa sabía cuando se acercaba la bruma, pues la sentía en sus rodillas, o bien gracias a la colaboración de los elementos, o a una contracción de su confianza en sí misma, percibía la proximidad de extraños.

Aquella tarde había sabido que había fuego. Estaba buscando algo en un cajón en la penumbra de su casa —había olvidado el qué— entre viejas cartas, cordeles amarillos, clavos torcidos, y pipas de sandía, cuando de repente había levantado la cabeza. Al principio lentamente había recorrido las habitaciones y pasillos de Xanadu, lo mismo que el camino de su propio pensamiento, y luego cada vez más de prisa a medida que ráfagas de terror y de odio se abatían sobre ella entre las cortinas hechas jirones. Por fin echó a correr y, cuando salió a la terraza, sintió sobre su piel los picotazos anunciadores de todos los peligros del fuego, mientras que el vello se erizaba en sus mejillas en espera de las llamas.

Y allá, por encima de los árboles familiares, subían las lenguas de cobre que batían, que vibraban tal como ella lo había previsto. Pero a aquella distancia la humareda le nubló la mente.

Miss Hare se puso a correr de aquí a allá gimiendo. Su indecisión aplacaba la atmósfera. El fuego seguía, cantando en la tarde que moría, desafiando a sus alrededores u olvidando que quizá habría que participar en un último y doloroso rito.

En ese momento un huesecito crujió bajo su pie. Se trataba de un fémur de conejo que desde hacía tiempo se blanqueaba en la terraza al sol y bajo la lluvia, y aquella blancura turbaba la memoria de la misma forma que el fuego color naranja se imponía actualmente como un fuego rojo. En la búsqueda de una razón de su debilidad, Miss Hare pisó el hueso; se inclinó para recoger el objeto puntiagudo y blanco que podía despertar sus recuerdos.

Entonces lo recordó: volvió a verlo, de pie al final de la escalera y ella le hacía entrar llevando en su mano como un objeto curioso que había encontrado por casualidad, un hueso, una hoja, cuya forma e historia había que aprender.

Ahora estaba segura que se trataba del judío. El incendio había sido encendido para el judío. Y en seguida el aire se puso a palpitar con todos los peligros pasados y presentes. Ante el absurdo del fuego, los pájaros se habían callado. No se escuchaba nada más, salvo una campana solitaria que llamaba a los creyentes hacia los pilares de piedras góticas.

Miss Hare no perdió un instante. No perdió tiempo en ponerse su sombrero, ya que siempre llevaba la cabeza cubierta, y se encaminó por el sendero más directo que sólo ella y los animales habían trazado entre las altas hierbas. Siempre sabía por dónde podría meterse fácilmente, o dónde había que trepar. Todo a su alrededor, su reino, estremecía su simpatía. A su paso no recibía el menor rasguño, sino una confirmación de numerosas presencias. Las hojas que a los intrusos les hubieran sacudido, a ella la acariciaban. El agua de un arroyo consolaba sus tobillos. Su universo hubiera podido escucharse, elevarse como un aliento, dejando tras de sí la prisión completamente fortuita de su pecho, si la angustia, por último, no se hubiera apoderado de ella. Por eso regresó su espíritu, herido e inquieto, a su cuerpo torpe.

En cierto momento, Miss Hare puso el pie a la entrada de una madriguera y cayó. Quedó horrorizada por un aliento azul, pero aquello pasó y pudo continuar su camino. A veces gemía, no por su actual situación, sino porque intentaba recordar el nombre de una vieja criada —¿era Meg?— cuya fuerza hubiera querido tener. Aquella vieja Meg —¿o Peg?— sí. ¡Peg, Peg! —parecía ver muy claramente la verdad detrás de sus gafas con montura metálica. Claro que la verdad podía adoptar múltiples formas; Miss Hare no lo dudaba. Existía quizás en aquella ausencia de formas que ella misma conocía mejor: en el viento y la lluvia, en la caída de una hoja, el remolino del cielo blanco. Pero la verdad de Peg tenía la perfección de una estatua. Miss Hare hubiera querido tocar la falda de la criada como hacía de niña, para sentirse reconfortada. Hubiera querido coger la mano del judío y encerrarla en su pecho marchito, con todos los demás recuerdos que sólo el amor podía conservar, como la vieja Peg hubiera metido en conserva las ciruelas. En aquel momento Miss Hare hubo de caer de nuevo pensando en su ignorancia de las cosas del amor, experiencias y desintegración, que le parecía el único estado permanente, quizás el único deseable. Por último, si no siempre, la verdad era un silencio, una luz. Continuó su camino mal que bien, trotando cuando no encontraba obstáculos, pasando su lengua sobre sus labios gelatinosos, pero por costumbre más que en la esperanza de darles una forma, precipitándose en franquear la inmensidad que la separaba del fuego.

Cuando aquella singular criatura emergió por fin de la maleza, descubrió el brasero de la avenida Montebello. Como había adivinado se trataba de la casa oscura en la que vivía su amigo. La conocía, aunque nunca había entrado en ella.

Sin embargo ahora era necesario. Estaba claro. A fin de mejor honrarle, de mejor amarle, había dotado al judío de una pureza que sólo podía hacerlo vulnerable ante los artificios del mal. Ya lo veía, acostado sobre su almohada de fuego, el rostro sin vida, indiferente a su bóveda de estalactitas de oro.

Se había congregado un grupo para ver el incendio, arrastrando inútiles cubos a falta de una manguera. Repetían que los bomberos habían desaparecido, o bien que se habían marchado de vacaciones; sin embargo algunos papanatas continuaban acechando su eventual llegada y de vez en cuando echaban una ojeada por encima de su hombro sin dejar de deleitarse con el espectáculo.

—Y si hubiera alguien en el interior —dijo Miss Hare agitada.

No era seguro, pero muchos hubieran querido saberlo.

Miss Hare únicamente era amor en estado virgen.

Se acercó a la casa abrasada, con las manos tendidas para capturar las peligrosas arañas. Nunca había tenido miedo de los insectos, y rara vez del fuego, ya que después de todo, los seres elementales deben pactar con los elementos.

Y los que miraban vieron a aquel ser que hasta entonces habían considerado humano elegir una conducta inhumana.

—¡Miss Hare! —gritaron—. ¿Está usted loca?

Parecía que siempre la habían considerado en posesión de la más absoluta normalidad.

Y de repente quedaron confundidos por un espantoso terror cuando la mujer del gran sombrero de mimbre penetró en la casa en llamas, cuya armadura parecía ahora un pequeño templo de fuego, y cuya parte frontal se adornaba con un exquisito friso dionisíaco. Al mismo tiempo bailaban todas las columnas de oro. Pero en el interior Miss Hare, que vivía una tragedia, no se dio cuenta de nada.

El fuego se dirigió hacia ella para rechazarla, pero en seguida cambió para atraparla, toda titubeante, hacia el interior. Quizá la angustia hubiera sido más intensa si el torrente de su pasión no hubiera chorreado a lo largo de sus mejillas y de sus manos extendidas, y si las lágrimas no hubieran brotado de sus ojos, más ardientes que el fuego.

Permanecía inmóvil en aquel interminable instante. Para un ser dotado como ella de una particular clarividencia, parecía haber llegado la hora de la revelación, y en efecto, una cortina de llamas pareció apartarse para permitirla ver. Veía casi el cuerpo de su amigo, de aquel hombre viejo, de aquel profeta presa de las llamas, cuyos costados ardían como el armazón de una casa. Pero era imposible, gemía ella, acercarse a él como hubiera querido. ¿Tal vez no había llegado la hora? Sentía que su piel se arrugaba; bajo la amenaza de las llamas, sus delgados brazos se retorcían. Su torso enrojecido se ofrecía a los dientes de la llama que giraba en un torbellino tornasolado.

Y después, felizmente, recobró el conocimiento. Ella se puso a gritar. Siempre la había aterrorizado el olor de la piel o las plumas a punto de quemarse.

Ninguno de los que la vieron debía jamás olvidar el aspecto de Miss Hare cuando salió de la casa en llamas. Estaba completamente negra y espantosa. Su sombrero de mimbre parecía un fuego artificial; sobre la espalda de su vestido parecían salir unas alas de fuego; los talones de sus medias de lana llevaban espolones abrasados. Más terrible que todo lo demás, su garganta hinchada daba la impresión de no poder gritar su terror o mejor, sin duda sus órdenes y sus acusaciones. Avanzó un paso y los que con gusto hubieran ido a su encuentro se detuvieron. Y luego uno o dos hombres razonables se encargaron de correr hacia ella y golpear con su abrigo aquel ángel de la venganza para apagar, exteriormente al menos, el fuego que la consumía.

Durante todo el tiempo aquella fervorosa de la verdad hacía todos los esfuerzos posibles para expresar su pensamiento, y por fin consiguió articular:

—¡Vosotros le habéis matado!

—¿A quién? —preguntaron—. No existe razón alguna para creer que dentro de la casa haya alguien.

Continuaron fustigando con sus abrigos, y ahora además con su antipatía y su remordimiento.

Miss Hare se ahogaba entre sus lágrimas; odiaba a sus salvadores y gritaba parando los golpes de aquellos odiosos abrigos:

—¡Vosotros habéis matado a mi mejor amigo! ¡Voy a decírselo a la policía! ¡Os meteré en un juicio si es necesario! Encontraré el dinero. Mi primo de Jersey…

En aquel momento dos señoras que llegaban con el sombrero de todos los días para disfrutar el espectáculo avanzaron hasta la primera fila de la multitud. Pero se dieron cuenta demasiado tarde de que Miss Hare se acercaba hacia ellas y gritaba:

—¡Vosotras sois dos demonios!

No pudo decir nada más.

Mrs. Jolley retrocedió y habría emprendido la huida si no hubiera estado retenida por su protectora, que apuntaba con los dedos del pie hacia Miss Hare. Era más delgada, más amarilla, pero tenía una gran confianza en su arte de insinuar:

—Usted haría mejoren no repetir eso, señora. ¡Sería mejor para usted! Quien acusa confiesa.

Un murmullo de aprobación subió de la multitud, pero Miss Hare a causa de su impotencia quizá, se atrevió a repetir, pero más débilmente aquella vez, con sus labios inflados y cubiertos de costras:

—Demonios…

Y después se alejó seguida de rastros humeantes, y sollozando desconsoladamente.

El agente McFaggott debía recordar más tiempo que nadie aquella noche y la aparición que se le presentó en la comisaría de policía.

—Usted no ha hecho nada para proteger a mi amigo de los que le han perseguido y que han prendido fuego a su casa. Himmelfarb… —Miss Hare consiguió por fin pronunciar aquel nombre—. ¡Himmelfarb ha muerto abrasado!

McFaggott con sus hermosos dientes y sus sólidas piernas, estaba vestido con menos decencia de lo que exigían las circunstancias. Tocó la medalla bendita que llevaba entre el vello de su pecho y que había sido su compañera en las situaciones más inesperadas.

—¡Le hago a usted responsable! —exclamó la loca.

—¡Despacio! —respondió el agente con aquella voz de tenor ligero que tanto gustaba a las mujeres—. ¡Usted sabe que existe la difamación!

—También existe la verdad —replicó Miss Hare—, hasta el momento en que las personas de la ley la falsifican.

Menos mal que McFaggott aquella tarde del incendio había retrasado su visita a casa de Khalil por una disputa que había tenido con su mujer. Gracias a esto pudo hacer su informe y sobre todo enfrentarse a la prensa. Ahora estaba fatigado, pero era amable. Incluso llegó aponer su mano sobre el hombro de la loca que se encontraba frente a él, con la autoridad dulce y viril, que hacía estremecerse a las señoras bajo su blusa.

—¿Qué quiere usted, Miss Hare?, es la fatalidad —dijo McFaggott.

Con su nuevo ascenso en vistas, no era cosa de emplear otro término que aquél.

—También ha sido la fatalidad la que ha estropeado el coche de bomberos y le ha impedido… ah, ¡ahí está…!

En efecto, se escuchaba su campana y el chirrido de sus neumáticos sobre el adoquinado de la avenida Montebello.

—… y le ha impedido llegar a tiempo para salvar el domicilio de ese señor, de ese israelita…

Miss Hare se sentía completamente sola con su emoción en medio de las palabras del agente de policía.

—Y es la fatalidad la que ha hecho que se fuera el señor en cuestión antes del incendio.

—¿Ha hecho que se fuera…? —gimió Miss Hare.

El agente se echó a reír mostrando sus dientes blancos, con un gesto muy suyo como nadie ignoraba. Se alegraba de sentirse tan fuerte y tan bien informado.

—Como se lo digo. Con Mrs. Godbold, y Bob Tanner que sale con su hija mayor.

—Entonces ¿dónde está el señor Himmelfarb?

—Viviendo provisionalmente con Mrs. Godbold.

—¡Oh! —dijo Miss Hare—. Claro está, ¡debí imaginármelo! Mrs. Godbold no hubiera dejado que sucediera algo semejante si hubiera podido impedirlo.

El agente se echó a reír.

—Mrs. Godbold sólo es una mujer —dijo.

Cuando se reía, el agente McFaggott plegaba el rostro porque sabía lo lisa que estaba su piel en las comisuras de sus ojos. Pero aquella vez se retorcía.

—Algún día —añadió con una voz burlona— tiene que decirme lo que piensa usted de los hombres, Miss Hare.

Pero le llamaba el teléfono.

Miss Hare protestó.

—¡Oh!, los hombres —murmuró— no les conozco. Pero los gallos sólo son buenos para cubrir a las gallinas.

Cuando ella se encontró fuera de nuevo, las chispas no eran ya más que inmóviles estrellas. La oscuridad, de un negro intenso, acariciaba su piel como un hocico húmedo. Ya no podía correr más, sino que renqueaba sobre el camino familiar.

El armazón de la casa de su amigo silbaba ahora bajo los chorros de agua, pero ella ya no se preocupaba de que el fuego fuera o no apagado.

Al llegar a la cabaña de Mrs. Godbold se olvidó de llamar y entró en ella como si la esperaran. En efecto, así era.

—¡Ah, aquí está! —dijo Mrs. Godbold que sonreía desde el fondo de su única habitación, mientras que su cuerpo vigoroso se movía bajo su cuadrado de luz.

Las niñas estaban desparramadas por todos los rincones, atentas o tranquilas. Miss Hare no hizo esfuerzo alguno para ver nada más. Sin perder tiempo necesitó de todas sus fuerzas para precipitarse hacia adelante, pero su instinto sacó una nueva reserva cuando se arrodilló y apoyó su rostro quemado sobre la colcha de algodón a los pies de la inmensa cama de hierro.

Himmelfarb había regresado a su casa hacia mediodía. Se sentía mucho peor. No se trataba sólo de los tormentos y de las heridas que le habían infligido en la fábrica, como tampoco de la una o dos costillas rotas que le hacían sufrir; experimentaba un sordo dolor más profundo, por encima del cual su espíritu ardía en un destello intermitente, parecido a la claridad obsesiva y azul de una llama de acetileno.

El silencio de su casita vacía le produjo una calma completa, cuando el nogal esculpido le habría oprimido, o deprimido el césped, aunque estuvieran llenos de la más tierna solicitud. Se tumbó sobre su lecho en aquella habitación vacía. Su rostro era una débil máscara de cera amarilla, perfecta pero sin vida, y entre los espasmos se empeñaba en argumentar con Moshe, su padre, cuya nostálgica figura mariposeaba en la nebulosa del acetileno. Siempre separados durante la ilusoria vida humana, parecían reunirse en el momento del fracaso.

Mordecaï no hubiera podido decir cuánto tiempo permaneció tumbado de esa forma, amado y atormentado por su padre, pero cuando abrió los ojos, las cosas tenían su aspecto habitual, y encontró alivio en examinar en todos los detalles, hasta la menor grieta familiar y huella de deterioro, su única silla situada al otro extremo de la habitación.

Al mismo tiempo se dio cuenta de que no estaba solo. Alguien le tocaba la frente y los puños, y una presencia fuerte y estable envolvía ya su personalidad momentáneamente dispersa.

Vio que se trataba de su vecina Mrs. Godbold.

—No quisiera molestarle —dijo en un tono ala vez práctico y desprendido— pero me pregunto que cuál será la mejor solución.

En su perplejidad, de pie junto a su lecho, con la cabeza vuelta, ella casi no se dirigía a él, sino que concentraba su atención sobre una idea lejana y todavía confusa. Parecía ser una estatua erguida en el límite de un gran espacio descubierto, lago o llanura, él no lo sabía, pero la expresión del rostro de la mujer y la libertad con que habían roto las olas aquella tarde, le revelaban la inmensidad.

Por fin ella se decidió:

—Eso es. Si no le importa, voy a llevarle a nuestra casa, señor. Está muy cerca y así podré cuidarle mejor.

Con los ojos fijos sobre su grueso moño y sobre su nuca espesa pero bella, él no protestó.

—Ahora me voy —dijo ella dulcemente, siempre con la cabeza vuelta—. Pero en seguida vendré con los demás.

Él no respondió, pero comenzó a esperar que sucediera lo que tenía que suceder.

Ahora veía hasta qué punto era justo e inevitable aquello que su mujer Reha, en su sencillez, había sabido comprender y había intentado expresar, no por torpes palabras, sino por el resplandor de su convicción. Le pareció que el misterio del fracaso sólo podía ser comprendido por las almas sencillas o por los que se disponían a desprenderse de su cuerpo como de un vestido demasiado pequeño. Ahora era bastante débil para intentar lo que exige un máximo de fuerza.

Entretanto, mientras se preparaba, o apartaba las inquietudes menores, había aceptado totalmente que Reha empleara su voz y sus manos. Rara vez habían disfrutado de una intimidad espiritual tan perfecta como la de aquella tarde, mientras que el viento se levantaba del mar y golpeaba la concha de la casa cuyas paredes cada vez se hacían más delgadas. Las agitaban los sauces delirantes y las ráfagas habrían podido tragar su cuerpo si no hubiera tenido esos espasmos dolorosos y las filas de varas para las judías que divisaban a intervalos regulares la inmensidad incolora.

Era un momento como aquél, cuando ella le puso la mano sobre el hombro. Abrió los ojos y vio que Mrs. Godbold había regresado.

Se inclinó sobre él, pero en seguida se incorporó, sin duda por pudor.

—Aquí estamos, como le había dicho. Y a conoce usted a Else, y éste es Bob Tanner, un amigo.

Else enrojeció y sus ojos iban recorriendo todos los rincones, no para descubrir algo, sino para no verse obligada a mirar al muchacho. De aquella forma estaba muy bonita, con una rosa de rosal silvestre sobre la piel lechosa. Bob Tanner, en quien Himmelfarb reconoció al muchacho que le había llevado anteriormente un mensaje de Xanadu, era todo músculos y pies. Estaba confundido del ruido que hacía al caminar sobre el suelo desnudo, o solamente al respirar.

—Vamos a llevarle allí —explicó Mrs. Godbold.

Habían fabricado una especie de parihuelas con dos troncos de árboles jóvenes y varias telas, y se creyeron en el deber, torpemente, de ayudar al judío. Bob Tanner, que era capaz de llevar a sus espaldas pesados fardos, se habría servido perfectamente a su manera, pero las mujeres intentaban ayudarle.

Mrs. Godbold se mordía los labios casi hasta hacerse sangre, y la torpe fuerza de su enamorado exasperaba a Else.

—¡Qué tipo más tonto! ¡Qué tipo más estúpido! —murmuraba dándole codazos en los costados.

Estrechada contra él, ella criticaba todo lo que hacía, pero ¡cómo le gustaban las venas hinchadas de sus brazos vigorosos y torpes!

Así pues, se llevaron al hombre de aquella casa en la que no había pensado nunca vivir mucho tiempo y le llevaron a la casa de Mrs. Godbold sobre sus parihuelas. Su cabeza estaba blanda. Escuchaba el agitarse de los sauces, el murmullo de la hierba. Las puntas secas de las gramíneas le picaron los puños, pero aquella vez sin mezquindad. Por largo que fuera su trayecto, fue consagrado por el enfermo, por el amor y la participación de su pueblo. Desiertos enteros fueron franqueados. Cuando abrió los ojos, lo más penoso ya había quedado tras sí. Desde los confines de Kadesh una bruma azul trepaba por la montaña de Nebo, allá abajo, a la derecha. Iban de acá para allá, interminablemente. Pero la espalda del joven debía estar formada por músculos sólidos, y la mujer que se inclinaba por encima de su cabeza le sostenía al enfermo menos por la fuerza de sus brazos que por el calor que irradiaba de su cuerpo.

—Ya llegamos, señor —dijo en un murmullo resuelto.

A veces tropezaba, pero no se caía.

Mrs. Godbold se sentía tronchada por haber cargado con semejante fardo. Su fuerte pecho estaba orgulloso bajo su traje de algodón descolorido, cuando la procesión de los fieles extenuados se detuvo por fin bajo su techo.

Dos chiquillas graves que, para Himmelfarb, evocaban los alegres empujones y las canciones, habían preparado la cama como les habían dicho, y esperaban. Sus brazos, manchados de verde por el jugo de las hierbas, resaltaban contra la blancura de las sábanas. El oro de la luz y el verde de la viña virgen se entremezclaban ante la ventana en una cortina cuyo reflejo transparente se agitaba en la pared por encima del lecho. Entonces, entre las rugosas sábanas secadas al sol, se habría abandonado al placer de la inconsciencia si el estado del dolor le hubiera dejado algún respiro.

Por un momento quedó anonadado, y la sorpresa le hizo abrir los ojos; los que le velaban recularon, y dos de las hijas más jóvenes de Mrs. Godbold, que se habían atrevido a sumergirla mirada en profundidades para las que no estaban preparadas, se pusieron a llorar.

La madre las tranquilizó y las hizo callar; luego se dirigió al enfermo y le propuso enviar a una de ellas para ir a buscar al doctor Herborn.

Pero él hizo una mueca negativa y ella decidió, al menos por el momento, no contrariarle.

Como sabía hacer, cogió un ladrillo que tenía en el horno y lo colocó en la cama contra sus pies. Él sonrió. Cuando sus labios cortados y secos por el sufrimiento se entreabrieron para pedir algo, que ella no comprendió, le llevó un caldo ligero hecho aquel día con un poco de cuello de cordero e intentó que bebiera un poco. Pero la detuvo la náusea que leyó en su rostro y sintió vergüenza de la pobreza de su alimento, de la pobreza de su casa, indigna incluso de los huéspedes más pobres.

Él quizá lo comprendió. Abrió los ojos y dijo extrañamente:

—Estoy contento, gracias.

Entonces Mrs. Godbold fue sumergida por la compasión que todo sufrimiento provocaba en ella, y un gesto repentino la obligó a dejar la taza que había comenzado a tintinear en su platito.

Durante la tarde, Himmelfarb se quedó adormecido. Fue tragado por aquella blancura inmaculada. Se sintió elegido, como nunca hasta entonces. Ciertamente habían existido otras ocasiones en las que hubiera podido abandonarse: las colinas de Sion, oscuras y redondas en la luz de la tarde casi se habían abierto; el silencio de la humilde morada que acababa de abandonar le había ofrecido más de una escala liberadora; las llamas de Friedensdorf le habían llevado una cierta liberación, cuando, ciego, se había arrodillado sobre las piedras. Pero el aguijón del sacrificio siempre le había impulsado más lejos. Ahora, incluso se le clavaba en el costado, aunque la melena y la máscara del macho cabrío hubieran caído, dejándole abandonado y crucificado sobre un árbol. De nuevo era Kadmon descendiendo del Árbol de la Luz para encontrar de nuevo a la Novia. Temblorosa en sus velos blancos, llevando en sus manos agrietadas la copa, avanzaba hasta la Houppah, Por fin estaban unidos en el olor de los antiguos terciopelos. He aquí por fin, explicaban los primos y las tías, la Chekinah que llevas desde hace tanto tiempo en tu corazón. Cuando él la recibió, ella se inclinó y besó la herida que él tenía en la mano. En aquel momento fueron realmente un solo ser. No rompieron la copa, como esperaban los invitados de la boda, sino que de nuevo bebieron varias veces más.

En seguida Else Godbold arregló la almohada. Else sólo podía improvisar pequeños servicios para ocultar su inexperiencia, y el enfermo le agradecía este ligero bálsamo con la imperceptible sonrisa que emergía en la atormentada superficie de su sudor.

Pero Else se apartaba rápidamente de aquello que ella sabía había de sufrir también un día. El hangar metálico en el que todos vivían, era amenazador. Deseaba ardientemente lanzarse fuera, pasearse por la alameda y sentir el claro de luna sobre sus brazos y su garganta, y dirigirla a su vez la caricia hasta que no fuera posible distinguir nada entre aquellos dos deseos mezclados.

Más tarde regresó Bob Tanner y les habló del incendio que se había declarado en casa del judío y que confirmaba la masa siempre renovada de la luz anaranjada. Else comprendió que algo estaba a punto de transformar a su enamorado. Vio que la honestidad del muchacho un poco torpe que desde el principio había amado y con la que había bromeado, tomaba un giro que ella, de ahora en adelante, sería incapaz de modificar. Él se dio cuenta de que la piedad afeaba a su amiga y que la vería cambiar todavía muy a menudo. Sus descubrimientos formaban nudos en sus gargantas, pero estaban contentos de comprobar que pese a todo se reconocían, y no dudaron que siempre debió ser así pese a sus disimulos.

Y luego Else Godbold se separó de lo que estaba a punto de convertirse en una insoportable atadura de sus pensamientos. Se inclinó hacia el enfermo.

—Señor Himmelfarb —dijo—. Quisiera que me dijera si necesita algo y si puedo traerle algo o hacer alguna cosa.

Aquello sonaba como una amenaza, y ella se dio cuenta; Else era demasiado joven.

—¿Traigo agua fresca para enjugarle el rostro, eh? —propuso.

Pero Himmelfarb no necesitaba nada.

Cuando no se adormecía, no se evadía de los límites de su cuerpo para penetrar en un desprendimiento completo del tiempo y del espacio, parecía tranquilo, atento, el ojo al acecho en la máscara de su rostro, detrás de la armadura protectora en que ahora se había convertido el sufrimiento. Una o dos veces lanzó una mirada hacia la ventana, hacia la luz cuyo color naranja parecía casi natural, para luego seguir el desarrollo de un acontecimiento lejano y sin importancia. De igual forma, bajo sus párpados, sintió que Miss Hare estaba allí. No se sorprendió y el peso de su fiel discípula fue ligero para sus pies muertos.

Miss Hare entró, e incluso las niñas mayores tuvieron miedo aunque, sin embargo, conocían a la loca desde siempre y tenían la costumbre de verla por las ventanas, en la maleza y por los caminos, siempre seguras de encontrarla como estaban seguras de encontrar mochuelos en algunos árboles o alguna vieja zarigüeya en tal cabaña o tal chimenea. Pero ahora oían gemir y gruñir a aquella bestia amable y familiar, colocada a los pies de la cama de su madre. Ella sentía el fuego todavía, pero el incendio era sin duda la menor de las razones de su angustia.

La madre, como de costumbre, dirigió la situación.

—Estoy contenta de que usted esté aquí, señorita. Esperaba que vendría. Tal vez hay algo que sólo usted puede hacer por él —dijo acercándosele y poniendo su mano sobre el hombro quemado.

Pero Miss Hare no respondía. Gemía, lo que quizá para ella era un medio de comunicarse con otra alma presente.

Sin embargo el enfermo, tumbado, con los ojos cerrados, no reaccionaba.

—¿Tal vez quiere quitarse el abrigo? —preguntó Mrs. Godbold.

Continuaron los gemidos de Miss Hare, provocados no por su dolor sino por conciencia de haber conseguido de nuevo cerrar el círculo de su felicidad. No obstante debía sufrir, ya que las niñas que se encontraban cerca de ella vieron que el vello rojo que cubría sus mejillas estaba completamente abrasado y su piel cocida brillaba.

Por espantoso que fuera su aspecto, un sentimiento de respeto clavaba en el sitio a los que la rodeaban. Aunque el sombrero de mimbre estaba completamente torcido y sus cañas carbonizadas, ni la misma Mrs. Godbold se atrevió a pedirle que se lo quitara. Nadie había visto jamás a Miss Hare sin aquel sombrero, salvo Mrs. Godbold que la había cuidado en su enfermedad varios años antes; los demás no tenían que saber lo que se ocultaba debajo.

Y luego Miss Hare se incorporó, al menos en lo que la permitía su cuerpo grueso. Había deslizado la mano bajo la sábana.

—Sus pies están fríos —dijo—. Fríos, muy fríos…

Lentamente sus palabras acompañaron un gesto y acabaron en un estremecimiento.

Mrs. Godbold sólo pudo decirle:

—Sí, pero usted va a calentárselos.

Todo el mundo vio entonces animarse a Miss Hare. A medida que friccionaba, volvía su ánimo, y a veces se inclinaba hacia delante y su rostro se posaba en la sábana y su mejilla abrazaba la forma de los pies.

Durante todo aquel tiempo el rostro del hombre respiraba dulcemente sobre la almohada, un aire que parecía enrarecido.

—Gracie, ve a buscar al doctor Herborn —decidió por fin Mrs. Godbold.

Pero Himmelfarb abrió los ojos.

—No, no. Ahora no. Gracias. De momento no tengo ánimos para ver a un médico.

Sonrió con toda la dulzura de que era capaz a fin de disculpar a la persona que había tenido aquella inútil idea.

Ahora se sentía más feliz de lo que en el curso de la vida le habían permitido ser. Niñas y sillas conversaban íntimamente con él. Gracias al tinte de su piel, el lenguaje de los animales no era ya un misterio, como le había dicho el Baal Shem.

Respiró aún más dulcemente y reemprendió su viaje.

De esta forma se realizó la metamorfosis de Miss Hare. Su cuerpo se anonadó y sus pensamientos se animaron.

La noche subió y descendió, y el incendio alumbró allí un último resplandor que se encuadró en las viñas vírgenes de la ventana.

Por un momento Maudie Godbold creyó ver un rostro, pero todos los que velaban estaban muy cansados y algunos dormían ya.

Después de haber dejado la fábrica la víspera de aquellas vacaciones que todo el mundo esperaba impacientemente, Dubbo regresó directamente a la casa que tenía alquilada, en las afueras de Barranugli. En otras épocas sin duda se habría detenido en el camino a fin de comprar provisiones para los días de fiesta, pero a causa de lo que había sucedido aquella mañana, caminaba muy de prisa sobre sus sandalias. Lo que había sucedido tenía una extrema importancia, aunque él intentaba apagarla en su espíritu. Se lavó las manos, se sentó un momento al borde de su cama, y comió pan con una salchicha fría que sabía a serrín. La escupió, después la recogió. Algo había en lo que acababa de hacer que no concordaba con lo que le habían enseñado. Permaneció sentado, inmóvil. En la penumbra se lavó de nuevo las manos. Aquello era muy importante. Él era limpio, al menos por educación. Sentado de nuevo hubiera querido mirar algunas de sus más recientes pinturas que estaban, como todas, vueltas cara a la pared, pero sabía que encontraría mezquindades en sus cuadros. La habitación desaparecía poco a poco y le abandonaba a la desesperación. Las sombras revoloteaban como insustanciales murciélagos. Su madre le había dicho un día que el espíritu de su abuelo era su guardián y que podría contar con él, aunque sospechaba que en el curso de su huida, su protector había abandonado la compañía. En cualquier caso se sentía solo desde hacía mucho tiempo ya.

Se puso a temblar. La cama crujía interminablemente. Evidentemente él estaba enfermo. Anémico, hubiera dicho Mrs. Pask administrándole un fortificante. Tosió mucho tiempo, y tan fuerte que los maderajes de su habitación emitieron una protesta asmática. Se lavó las manos de nuevo y sintió por encima de su hombro la aprobación de Mrs. Pask.

Después, apoyado contra el lavabo, se puso a llorar a grandes sollozos desesperados y cavernosos. Había días en los que la sangre no cesaba de fluir.

La sangre fluía a lo largo de sus manos, a lo largo de sus dedos huesudos. El dolor nació de nuevo en su costado.

De rodillas, agotado por el sufrimiento, Dubbo comprobó que se acordaba de Jesús, su Salvador. Su culpabilidad le abrumaba. Se puso a hacer crujir sus dedos, los dedos que no habían sabido desatar las cuerdas que habían atado el cuerpo al árbol.

No había confesado su fe, pero por aquello no era menor su amor. Fluía de él como la sangre o la pintura. Después, cuando recobrara la fuerza necesaria, haría brotar la vida del árbol con el azul. Nadie conocería el secreto del azul que emplearía. Ningún hombre podría imaginar el reflejo de piedra preciosa de aquellas heridas si no hubiera visto brillar su propia sangre y luego secarse lentamente al sol.

Dubbo se levantó. Necesitaba suprimir la noche. Encendió la luz eléctrica, y su habitación al menos se rindió a aquello, clara y cuadrada entre las armaduras de madera. Cambió de ropa interior, se puso un pantalón limpio, alisó sus cabellos casi erizados con un poco de agua, y salió, calzado con las chanclas que llevaba siempre.

En la noche humeante y azulada, cogió el autobús para Sarsaparrilla. Nadie circulaba a aquella hora, y el aborigen se vio obligado a aferrarse a él como un abejorro sacudido en una caja de conservas. Todo el mundo había llegado ya, y a lo largo de la calle vio a mujeres y muchachos entrar en las iglesias de ladrillo para los servicios pascuales. Sin creer en absoluto que ellos fueran culpables de un asesinato, sus rostros color de arena eran conscientes de que no les perjudicaría ser inocentes en público. En tal ocasión se habían puesto trajes claros, irreprochables, y sombreros; algunas llevaban joyas de culo de vaso. Es decir, con piedras falsas.

Dubbo conocía aquel barrio de memoria a fuerza de haberlo visto y soñado. Había dibujado las casas de Sarsaparrilla y los champiñones que allí vegetaban. Había dibujado los gruesos muslos impecablemente vestidos de numerosos señores, muchos de los cuales eran funcionarios, y aún sentía la tinta húmeda. También había pintado a las dos hijas pulposas de Mrs. Khalil, con sus bocas abiertas como una granada, con sus dientes parecidos a las pepitas amargas de ese fruto. Y cuando los señores de los trajes impecables palpaban demasiado tiempo aquella carne luminosa, todo era decepción e infarto de miocardio. Todo aquello Dubbo lo había visto y pintado.

A veces, en sus caminatas a través de Sarsaparrilla, el pintor se sumergía profundamente en su propia naturaleza que los hombres no habían conseguido contaminar, y allá donde se terminaban las casas, él había encontrado a sus pensamientos que crujían en el silencio como ramas secas. No obstante éstos estaban subordinados al silencio, ya que el silencio lo es todo. Entonces él había regresado a pintar los arabescos de las hojas pensadoras. Había pintado a la mujer roja como un zorro que observara detrás de un matojo, y cuya nariz se estremecía cuando cambiaba el viento.

Hubiera querido pintar el contacto del aire. Una vez había intentado representar la piel del silencio clavada en un árbol, pero había fracasado miserablemente.

Ahora, al recuerdo de lo que había ido a hacer a Sarsaparrilla en plena noche, las manos de Dubbo se deslizaron sobre la manecilla niquelada del autobús. Fingió haber perdido el equilibrio. El autobús estaba tan vacío que el cobrador se le acercó y, después de haberse aclarado la garganta, condescendió a dirigir la palabra a un negro:

—Ha habido un incendio en Sarsaparrilla, en casa de un judío —dijo con una voz fuerte.

—¿Sí? —respondió Dubbo sonriendo—. ¡Oh, sí! —repitió casi ávidamente.

—¿Lo sabe usted? —dijo el otro—. ¿Tal vez conoce a ese tipo? Trabajaba en la casa Rosetree.

—No —dijo Dubbo—. No le conozco.

Con un horror creciente comprendió que su naturaleza le impulsaba a traicionar, y por eso sonrió.

—En cualquier caso —dijo el cobrador— ¡no son precisamente extranjeros los que faltan aquí!

Dubbo sonreía pero los huesos de su pecho le oprimían el corazón.

—¿Qué le ha sucedido a ese tipo? —preguntó con una voz demasiado aguda.

—No lo sé —dijo el cobrador bostezando—. No he oído nada más.

Estaba cansado y se puso a hurgarse las orejas con una llave.

Dubbo continuaba sonriendo y traicionando su amor y su fe. En otros tiempos le habían dicho que la traición estaba en su naturaleza, y desde entonces lo había probado muy a menudo. Incluso había traicionado a su don secreto, pero sólo una vez, y sabía que un día lo redimiría, y que así probaría su fe en el hombre que ellos habían crucificado, y en un Dios resucitado.

Cuando el autobús llegó a Sarsaparrilla el aborigen descendió en la esquina de la estafeta y cogió el camino en pendiente hacia donde vivía el judío. En efecto, vio el esqueleto de lo que había sido una casa. Pequeñas perlas de fuego, azules e inofensivas, corrían a lo largo de aquellos vestigios y caían. Planchas de hierro retorcidas brillaban ahora menos intensamente y silbaban. Sin embargo la más pequeña bocanada de aire devolvía su belleza a las chispas.

Algunas mujeres se encontraban allá, con la esperanza de que algún objeto pudiera estallar entre las cenizas y de esta forma reanimar su interés, y dos voluntarias examinaban un tubo reventado.

El aborigen les dijo desde lejos…

—¿Dónde…?

Todas se volvieron y consideraron al negro cuya voz fue arrastrada por el viento que soplaba levemente.

Los bomberos estaban demasiado cansados para reaccionar, pero sus vulgares figuras aguardaron un instante.

—¿Dónde podría…? —repitió el aborigen—. ¿Podrían decirme dónde…?

Pero su pregunta fue interrumpida, y humillada, por un acceso de tos, y se marchó vacilante. Sólo podía toser y tropezar en un terreno que quizás esperaba su caída. Y después de haber atravesado matojos de zarzas, se encontró ante una cabaña. Allí había luz. Recobró el equilibrio: sus manos se apoyaron en el borde de una ventana.

Entonces Dubbo miró al interior, y en el mismo momento vio y recordó que aquélla era la casa de Mrs. Godbold quien, en casa de Khalil, se había inclinado para limpiarle la boca como nadie había hecho nunca con él. Por ello no se sorprendió al ver a aquella misma mujer, que ya antes había mostrado su amor, cuidando al judío. Allá, en el corazón de su luz, él estaba dormido entre grupos de niñas dormidas, mientras que las demás, completamente amodorradas, iban de acá para allá y observaban lo que nunca hasta entonces habían visto. Y la mujer-zorro de Xanadu estaba sentada a los pies del judío y se los calentaba según el método que le dictaba su instinto.

Mientras Dubbo miraba, aquel cuadro le desafiaba, multiplicando los detalles milagrosos, como siempre había esperado, ya que siempre había sabido que un día sucedería de esa forma. En ese momento el judío se sentía molesto por algo, quizá por el peso de las colchas, y las mujeres se disponían a ayudarle. La fuerte mujer blanca le apoyaba contra su pecho, y su hija, cuyo blanco verdoso era tan delicado, se inclinaba para ayudarle, aunque un mechón de su pelo caía sobre la mejilla del enfermo. El muchacho lo levantaba por encima de las sábanas con la fuerza de sus brazos, para colocarle sobre la almohada arreglada.

El hecho en sí era insignificante, pero para el ojo del observador se convirtió en un supremo acto de amor.

Así, en imaginación, colocó un azul glorioso sobre el tronco de un árbol del que la mujer y el joven discípulo descendían el cuerpo del Señor. Las flores del árbol esparcieron su base en charcos de un azul más profundo, y aquel azul se reflejaba sobre la piel de las mujeres y de la muchacha. Con el aliento casi suspendido de amor, dejaban el cuerpo de su Señor, la primera María le recibió en sus blancas sábanas, y la segunda María, que se había convertido en la guardiana de sus pies, besaba los huesos que apuntaban bajo la piel amarilla y fría.

Dubbo, en la ventana, tomaba parte en la escena, y se decía que no podría sobrevivir a aquel Descendimiento de la cruz que por fin había concebido. Permanecía allí, inmóvil. Necesitó la amenaza de otro acceso de tos para que huyera por miedo a ser descubierto, ya que no habría podido ni explicar su visión ni decir cuál era su secreto amor.

Cuando las mujeres hubieron depositado su fardo, la cabeza del judío permaneció perfectamente inmóvil.

Mrs. Godbold, que había subido cuidadosamente la sábana hasta su barbilla amarilla, rozó al enfermo con la punta de sus dedos. No sintió en él vida alguna, pero ella sabía por haber llevado el cuerpo de su hermano y cerrado los ojos de varios niños, que la vida no se había escapado de aquél.

En efecto, nada podía impedir a Mordecaï ben Moshe el remontar hasta su manantial por el río más estrecho pero todavía practicable. Por ello no prestaba atención a las numerosas manos que le agitaban o que colocaban los pliegues flotantes de su ropa blanca y nada hacía para atraer su mirada ni para suplicar. Mientras él marchaba, preguntas revoloteaban sobre su rostro en una lluvia de pequeños fragmentos que se clavaban en su piel febril. El tiempo que apremiaba no le permitía detenerse, concentrarse, expresarse, y sin embargo cada uno pensaba que él debía conocer las respuestas.

En efecto, ahora las conocía.

Conocía todas las combinaciones, todas las permutaciones posibles. Mientras que en Bienenstadt su alma todavía joven y débil había debido luchar para liberarse, ésta de hoy, fuerte y cubierta de cicatrices, avanzaba sin esfuerzo. Bastaba con que él rozara los lenguajes, comprendido el suyo, para que ellas se pusieran a hablar.

Mientras que el río de púrpura —pues el atardecer había llegado— serpenteaba entre las colinas pedregosas, las multitudes se apiñaban a su alrededor y le pedían les hablara del reciente pasado para que ellas pudieran prepararse para el futuro, ya que muchos de ellos temían haber de regresar a la tierra en seguida. Y, cosa extraña, él lo sabía. Las rocas del acantilado estaban en el Libro. Para identificarse con el alma de las plantas bastaba con abrir la carne de sus hojas. Por eso las multitudes esperaban a lo largo de las orillas del interminable río. A veces se veían rostros de judíos, a veces de gentiles, pero aquello no tenía la menor importancia. Bastaba con deslizar un pequeño postigo para pasar de los unos a los otros. Pero él que había hecho agujeros en el metal, no podía ahora detenerse por las almas, cualquiera que fuera su voluntad, cualquiera que fuera su amor. Su alma le arrastraba hacia delante. Necesitaba franquear las montañas de la noche.

Su angustia y su precipitación eran tales que Himmelfarb removió los pies bajo la colcha. Sólo fue un estremecimiento de sus huesos, pero por débil que fuera, Miss Hare lo sintió contra su mejilla. Por un momento Mrs. Godbold tuvo miedo de que fuera presa de uno de sus ataques a causa de la crispación de todo su cuerpo, del echarse hacia delante su sombrero chamuscado. Pero Miss Hare no hizo más que sumergirse en un estado en el que su amiga era demasiado discreta para penetrar. Mientras se volvía Mrs. Godbold para ocuparse de otra cosa, vio sobre la boca dilatada de Miss Hare una expresión de alegría muy dulce.

Miss Hare acababa de conocer aquel estado de perfecta unión que su naturaleza jamás había realizado. Las materias más dulces que pudiera recordar, las plumas caídas del cuello de los pájaros, los plumones arrancados en las cópulas de las aves, las frondas oscuras y vellosas de los helechos hicieron la ofrenda al alma del hombre al que ella amaba. Aquella íntima unión la disimuló tras los velos de un silencio parecido al que había conocido en las proximidades del alba, o bien cuando apoyaba su oreja sobre una piedra, cuando caminaba sobre un espeso manto de hojas marchitas. De esta forma se encerró y amó fervientemente al espíritu celestial que había entrado en ella sencillamente, sin sufrimiento, como le había predicho Peg. Y todos los demonios huyeron bajo sus plumas de pavo real, con un tintineo de los caprichosos espejitos incrustados en sus perversos muslos. Y abrazaría las piedras de Xanadu, y su césped, con la punta de sus dedos, comprendiendo por fin su esencia, llegando hasta el final.

Else Godbold tuvo la impresión de que el rostro de Himmelfarb se había sumergido en la almohada. Estaba terriblemente yerto.

Sin embargo ahora estaba menos helado, pues en ese preciso momento lanzó una última ojeada hacia atrás sobre la postrera llama del fuego de la tierra. Ese fuego brotaba de las grietas de una tierra ahora descolorida, no para consumir, sino para iluminar la partida de aquella alma. Sus tobillos estaban rodeados de alegres circulitos incandescentes. Observó que había superado las dos primeras palmeras de las que se elevaba la humareda. En aquella luz incluso los más desgraciados o monstruosos incidentes vividos por el entendimiento humano le parecían justificados mientras miraba la espalda de las estatuas erguidas en la llanura que él estaba a punto de abandonar. De nuevo volvió la cabeza y continuó su camino arreglando los pliegues del Kittel blanco con el que se dio cuenta iba vestido y que creía haber abandonado muchos años antes en la casa del Holzgraben, en Holunderthal.

Entonces Miss Hare lanzó un fuerte grito que repercutió bajo el techo metálico como el último tormento terrestre, y se puso a golpear los pies de la cama con la palma de la mano.

—¡Himmelfarb! —exclamaba—: ¡Himmelfarb! —Aquel nombre la ahogaba—. ¡Himmelfarb ha muerto! ¡Oh! ¡Ooooh!

El sonido se apagó, pero ella continuó llorando y palpando los pies de la cama en la esperanza de descubrir algo en ellos.

Todas las chiquillas se habían despertado, pero ninguna encontró el ánimo de llorar.

Entonces Mrs. Godbold se acercó y cuando le hubo tocado, y escuchado, y cuando su intuición le confirmó lo que había observado, decidió decir:

—¡El pobre no sufrirá ya más! Debemos dar gracias, después de todo, señorita, de que se haya ido tan dulcemente.

En aquel preciso instante el despertador con el que las niñas habían debido jugar todo el día, se puso a sonar antes de su hora habitual con una estridencia alegre capaz de despertar al hombre del sueño más pesado. Mrs. Godbold se volvió hacia la chimenea en donde estaba colocado.

—También el señor Himmelfarb ha muerto el Viernes —dijo.

Pese al pensativo tono de sus palabras, su sentido no fue comprendido por nadie. Y por otra parte ella no habría querido compartir su más preciosa convicción.

En seguida se ocupó, con su hija mayor, de las sencillas tareas que debían al hombre que acababa de morir, mientras que Maudie Godbold se ponía sus gruesos zapatos y remontaba el sendero para ir a buscar al doctor Herborn a quien Himmelfarb no había querido ver.

Ahora el aire era muy tranquilo, casi frío por la estación. Los lirios del claro de luna dejaban caer lentamente sus perlas heladas. Los matojos relucían. A aquella hora, antes del canto del primer gallo —sólo quedaba un gallo en Sarsaparrilla— el único movimiento era el del rocío y el del claro de luna, el único ruido el de una cabra que hacía sus necesidades.

A aquella hora Miss Hare dejó la morada de los Godbold, ya no tenía nada más que hacer. Había asistido a todo, salvo a la firma del médico. En la luz blanca y quebradiza, también ella parecía desintegrarse mientras caminaba con sus pasos inciertos, pero ya no era prisionera de las actividades que determinan la vida de los hombres y de los animales. Hubiera podido deducir, si hubiera creído en el valor del razonamiento, que había cumplido lo que se esperaba de ella. Pero su instinto la sugería más bien que su personalidad estaba a punto de disolverse y que aquella experiencia la conduciría al último éxtasis. Caminaba, caminaba entre las espinas y las ramas que cedían a su paso. Se sumergía en el corazón de los pálidos vestigios opalescentes de la noche. No llegaba nunca, pero no podía ser de otra manera ya que ella estaba por todas partes: en los olores, en los ruidos, en el rocío gris como el acero, en la azul reverberación de la luz blanca sobre las rocas. Ya no era ella misma.

De esta forma Miss Hare iba en la noche. No cogió el camino acostumbrado porque por fin la llamaba su propia voz.