XIII

No existe oráculo más temible y sepulcral que el teléfono. Por eso Mrs. Flack vacilaba siempre un momento ante el aparato, antes de responder a su llamada. Aunque fuera una pitonisa, sin duda siempre sentía necesidad de invocar antes de encontrarse frente a potencias superiores. O tal vez temía simplemente que la voz del destino se dirigiera personalmente a ella.

Finalmente se decidió:

—¡Ah, ya! ¡Sí! ¡No, no! ¡Claro está! Tal vez sí. ¿Quién sabe? Voy a pensarlo y te daré la respuesta más tarde. Si lo sabes ¿por qué lo preguntas?

Mientras paraba los golpes con un escudo de palabras amorfas, se adivinaba que poco a poco ella parecía haber extraviado su fina lámina, y la coraza de incredulidad de la que ella se revestía se cambiaba manifiestamente en una armadura de cartón.

Mrs. Jolley, que tenía la habilidad de oír sin escuchar, había incluso sorprendido aquella respuesta:

—No puedo saberlo todo.

Aquello la dejó perpleja, pero continuó con su vajilla, ya que era una de las tareas de las que se encargaba a cambio de una pequeñísima remuneración y un poco de amistad.

Mrs. Jolley comprobó que entre todas las voces del teléfono, sólo había una a la que Mrs. Flack respondía verdaderamente. Entonces las predicciones se esparcían alrededor del aparato en respuestas a preguntas hipotéticas. Mrs. Jolley adivinaba que las manos secas y cubiertas de manchas de su amiga abrazaban la cálida baquelita, comunicándole una nueva forma.

Mrs. Jolley escuchaba:

—Si has sido lo bastante estúpida para olvidarte el jersey, no es sorprendente. ¡No, no! Fricciónate el pecho antes de meterte en la cama, y súbete bien la colcha. Tómate dos aspirinas y un vasito de algo para sudar. ¿Va a haber que decir que tú eres la responsable de tu salud?

Un día escuchó Mrs. Jolley:

—No espero afecto donde no lo hay, pero al menos espero respeto. ¿Qué? No, ¿no comprendes? No comprendes. Nadie comprende nada si no se chapurrea americano.

Cuando su amiga regresó a la cocina, Mrs. Jolley no pudo contenerse:

—¡Hay personas terribles!

Pero Mrs. Flack no pareció comprender.

—En nuestros días —se arriesgó a decir Mrs. Jolley— ¡los jóvenes no piensan más que en ellos!

Mrs. Flack emergía a la superficie, pero sus pensamientos la envolvían.

—Muchas preocupaciones le da su sobrino —dijo Mrs. Jolley, cascando un plato contra el grifo.

—Que cada cual viva por su lado, no existe razón alguna para preocuparse —replicó Mrs. Flack.

Mrs. Jolley suspiró:

—Cuando cada cual vive por su lado, claro está.

Una mañana. —Mrs. Jolley lo recordaba, era el Jueves santo—. El teléfono había sonado tan bruscamente que ella había roto el recipiente de la mantequilla decorado con hojas de eucaliptus y había escondido los trozos detrás de la cómoda para deshacerse de ellos después.

Mrs. Flack fue a responder, como siempre, pero ya Mrs. Jolley sentía descargas eléctricas por todos sus nervios.

—¡Caramba! ¡No me digas! ¡Cuánto me alegro, Blue! Pero ¡ojo con la gente! Te lo advierto. Ahora se comportarán de modo diferente. Cuando se enteran de la buena suerte de otro, actúan de forma muy, muy distinta. De todos modos, en el fondo las personas nunca son lo que aparentan… ¿Qué? ¡Te lo ruego, Blue! Nunca soy grosera. Ni en palabras ni en pensamiento. Y sin embargo no veo mal algunas cosas. A propósito Blue, alguien que conocemos ha ido ayer a ver a cierta persona. Con una lámpara. ¡Exacto! ¡Y además en esta época del año! Ellos son los que han crucificado a Nuestro Señor. Mañana. Piénsalo. ¡Mañana! Eso no impide ciertas relaciones, para llamar a las cosas por su nombre. ¿Qué? ¡Blue! ¡Blue! ¡Te lo prohíbo! Pero ¿qué dices? ¿Dónde estás, Blue? ¿No habrás bebido demasiado, eh? ¿El que está frente a tu trabajo? ¡No me pareces estar trabajando mucho esta mañana! Además, entre nosotros, ¡qué más da!

La risa de Mrs. Flack sonó como el escape de una motocicleta.

—No te reprocho. Hay que divertirse cuando se es joven. Y si ocurre algo que paguen los padres. Los pecados no caen sobre los hijos ¡al contrario! ¡Si te dicen que soy pesimista, no lo creas! ¡Soy realista, eso es todo! Veo las cosas como son y soporto las consecuencias. Y todos los años durante las Pascuas me pone enferma pensar que los judíos han crucificado a Nuestro Señor. Cada vez es lo mismo. ¿Eh? Algo que los jóvenes no tienen por qué comprender mientras posean su hermosa juventud. ¿Qué, Blue? ¡Diviértete, muchacho, diviértete! Si te divierte, hazlo. Un poco de sangre derramada no es grave. ¡Tiene tanta como quiere y bien roja! No existe mezquindad sin mala intención. Además, una sangría es buena para la salud. Eso no impide que la sangre siga corriendo por las venas. Escucha, Blue… —decía Mrs. Flack en un tono que traicionaba la exultación o la desesperación.

Cuando regresó a la cocina estaba envuelta por un siniestro resplandor.

Mrs. Jolley, completamente interesada, estupefacta, horrorizada por lo que había oído, prefirió conservar los ojos bajos hacia el fregadero.

—Blue… —consiguió articular Mrs. Flack—… y seis compañeros de la fábrica… —Se dejó caer sobre una silla—. Les ha tocado el gordo de la lotería… Habían bautizado a su billete Los Siete Afortunados.

Mrs. Jolley contemplaba la pila cuya agua gris, repentinamente inmóvil, continuaba disimulando diversos objetos.

—No parece alegrarla esto —observó Mrs. Flack con un aire vago.

En su exultación no necesitaba mirar para saber que Mrs. Jolley estaba apagada, con la apariencia gris de sus manos de fregona. Ahora la mayoría del tiempo dejaba su dentadura sobre la mesilla de noche, en un vaso cubierto por un pañuelo.

—Hay personas a las que no les gustan las buenas noticias —continuó Mrs. Flack.

Mrs. Jolley rozó la superficie del agua.

—Reflexionaba, eso es todo —dijo ya menos gris—. Pensaba en su pobre madre.

No expresaba ningún reproche, sólo compasión.

—¿Cómo se llamaba aquella hermana que perdió, Mrs. Flack?

Mrs. Flack estaba cada vez más distraída.

—¿Eh? ¿Mi hermana? Mi hermana, Daisy, Daisy.

—Me decía que su hermana se alegraría al saber esto.

Cuando los demás expresaban buenos sentimientos, Mrs. Flack no sabía qué decir. De esta forma, si no conseguía intervenir a tiempo, se limitaba a parpadear sin ver nada.

Mrs. Jolley había elegido estar triste aquella mañana de júbilo. Mrs. Flack incluso se preguntaba si no se moriría de deseo de abrir su cofre y ojear papeles y viejas cartas.

Se cerró la parte delantera de su ropa inmaculada y esperó.

—También su marido debía ser afectuoso con ese chico. Sin duda era tan buen tío como usted es una buena tía.

—¿Will? —respondió Mrs. Flack, lejana—. Blue era aún muy pequeño cuando murió Will.

Mrs. Jolley mostró sus encías.

—Perdone que la haya recordado eso. ¡Un fin tan terrible!

—Nadie hubiera creído que se iría así, no digo que no. Will era un buen lampista, magníficamente considerado y pagado. Pero el modo no hace a la cosa. Cuando un hombre se cae de un tejado en el que está sentado, ¡el fin siempre es el mismo!

Mrs. Jolley se sintió prisionera de aquella celda que era la cocina.

—¡Qué pareja de cuervos formamos! —exclamó.

—No he sido yo la que he comenzado —dijo Mrs. Flack con un aire ofendido.

Mrs. Jolley sumergió las manos en el agua.

—¡Y además un día como hoy! ¡Me parece que su sobrino va a estar en seguida como una cuba!

—Blue es un buen muchacho —declaró Mrs. Flack.

—Nadie dice lo contrario —concedió Mrs. Jolley.

—Blue jamás ha tenido problemas. Por decirlo así.

—Verlo para creerlo —dijo Mrs. Jolley riendo.

—¡Blue jamás ha matado a nadie!

El cuello de Mrs. Jolley se agitó como movido por un resorte de acero.

—¿Quién ha matado a quién?

—Todos los días pasa, ¡no hay más que leer los periódicos!

—¡Si vamos a creer todo lo que cuentan los periódicos!

—La verdad no siempre está bien decirla.

Pero en aquel momento la mañana cubrió a aquellas señoras. Sus acciones, separadas de sus cuerpos por el pensamiento y la luz, ya no les pertenecían.

Himmelfarb, que se había acostado tarde, aquella mañana se levantó muy temprano. Cualquiera que hubiera de ser la jornada, se negaba a pensar en ella antes de haberse dedicado a las filacterias. Sólo cuando se hubo ajustado santas palabras y protegido de los deseos del corazón y de los ojos por las franjas del chal que cubría sus espaldas, el día comenzó realmente para él, y de nuevo fue creado, santificado y glorificado. De pie, mientras con los ojos cerrados recitaba el Chema y las bendiciones desde lo más profundo de sí mismo, su rostro se pareció de nuevo en el espejito turbio a la imagen de Dios, ofreciéndose a una aprobación que quizá le sería negada.

El judío rezaba:

«¡Bendito seas, Eterno Dios nuestro, Rey del Universo, que has dado al gallo la inteligencia de distinguir el día de la noche…!».

Y la luz inundó los cuatro rincones de la habitación, pero silenciosamente, ya que en Sarsaparrilla, algún hombre maligno había capado al gallo. Pero una hoja de oro puro tocó los párpados del judío que así quedaron recubiertos. Sus venas eran de lapislázuli en un lago de oro, las correas de las filacterias se cambiaban en ónice y las palabras que salían de su boca eran gotas de cristal, cada una de las cuales reflejaba hasta el infinito las palabras contenidas en las palabras.

El judío rezaba, y la estatua que había sido arrancada del zócalo del tiempo y colocada al borde del amanecer, se convirtió en un hombre. De su propia carne, los agrietados labios elaboraban las palabras:

«Danos hoy y cada día Tu gracia, Tu bienaventuranza y Tu misericordia, en Tus ojos y en los ojos de todos los que nos testimonian sus bondades. Bendito seas Tú Eterno».

Y la luz que hasta entonces era miserable, substancia de oro débil, que mezclado en láminas fugitivas y frías de feldespato se formaba sobre las costras de pórfido y de ágata de los que estaba estriado el firmamento, se disolvía por fin en un agitado mar escarlata. Aquel mar iba a lamer la piel del hombre en oración: el lóbulo de sus orejas y los hoyos de sus sienes se volvían trasparentes, sus mejillas se coloreaban de carmín o de la intensidad de su súplica.

El judío afirmaba:

«Creo con una fe perfecta en la venida del Mesías, e incluso aunque tardara, Le esperaría cada día. Creo en Tu salvación, oh Eterno. ¡Creo, oh, Eterno, en Tu salvación! ¡Oh Eterno, en Tu salvación espero!».

El chal se deslizó de sus hombros en el momento de la unión completa, y la brisa que soplaba por la ventana hizo agitarse el extremo de su viejo pijama, mostrando que aquél era verdaderamente un hombre, y hecho para sufrir tormentos e indignidades. El vello se alargaba en mechones grises en medio de su pecho, la redecilla de venas que surcaba sus delgadas piernas desde los tobillos hasta las rodillas, se enredaba arbitrariamente con una perversa complejidad.

Cuando acabó de rezar, Himmelfarb miró por la ventana de su frágil casa. Como no había dormido, todo lo que veía era perfectamente inocente, cada línea perfectamente clara, cada forma perfectamente simple. En un terraplén, al otro lado de la calle, dos gallinas blancas picoteaban ya entre los macizos de mimosas. Sentado en una silla un viejo desplegaba su periódico y se disponía a leer tranquilamente el relato de las peores catástrofes. El chorro de leche estaba como suspendido entre la jarra del lechero y los potes. El judío se frotaba la barba de la víspera. Ya que todo se encadenaba lógicamente, había que estar preparado.

Arregló la casa. Sin embargo no podía impedir la torpeza y el temblor de sus manos, no sólo porque estaba emocionado por la pureza de ciertos objetos que tocaba, sino también porque esos objetos se arrastraban por los hilos de su memoria a acontecimientos de otros tiempos. No obstante intentó comer. Bebió un poco de café, que aquella mañana le pareció particularmente amargo. De las sobras de su mesa del Seder cogió una ramita de perejil. Tomó pedazos de los dos huesos idénticos, pero sólo después de haberlos masticado y ablandado por la saliva se realizó su deseo y encontró un sabor de carne. Entonces se los tragó rápidamente.

A la hora acostumbrada guardó el taleth y los tefillin en la maletita de fibra. Aunque Herr Rosenbaum le permitió oficialmente permanecer en su casa durante el Pessah, él sabía perfectamente que los demás le esperaban. Y tal vez los mismos Rosenbaum. Himmelfarb se negó a evocar la mirada inquieta de su patrón, pero subió la cuesta a la sombra de las altas copas para coger el autobús de Barranugli.

La mañana se volvió en seguida gris y resistente, los gestos de goma, tanto silenciosos y relajados, como tensos y excesivos. En la fábrica ya funcionaban las máquinas. Se las escuchaba aspirar y resoplar, pero de mal grado. Las señoras gemían ante su tarea. Una de ellas mostraba sus magulladuras de por la noche. Todo transcurría como de costumbre, pero nadie ignoraba que aquella mañana todo sería diferente.

Primeramente era la víspera del Viernes santo, y ¿quién tenía ganas de trabajar estando la Pascua tan próxima? Más hubiera valido cerrar las tiendas y ocuparse en comprar algo para comer y beber durante las vacaciones. Pero ya que la dirección no tenía justicia ni sentido común, todo el personal esperaba —sin hacer nada, o manipulando cansadamente las piezas de metal— que una segunda naturaleza les incitara a reunirse. Las bisagras estaban hostiles, las brocas dispuestas a rasgar la piel. Unas manchas húmedas marcaban las superficies niqueladas.

De repente se dio cuenta de que Blue no estaba en el taller y que tampoco se veía a algunos de sus compañeros, o bien aparecían de vez en cuando, asomando la cabeza por las puertas entreabiertas y desapareciendo de nuevo, pero siempre con una sonrisa de clown. Eran los Siete Afortunados, naturalmente, como uno o dos, menos afortunados que ellos, lo sabían desde el principio. Mr. Theobalds reía frotándose el vello de las axilas y esperaba la continuación de los acontecimientos. La experiencia le había vuelto flexible. En seguida a lo largo de la fila, las mujeres y las muchachas de rostro desagradable, supieron que a unos tipos les había tocado el gordo. Pues bien ¡mejor para ellos! ¡Pero alguna sentía envidia! Lina de ellas sacó del bolsillo un pito de cartero que se había encontrado aquella mañana en la mesilla, y se puso a silbar tan fuerte que sus venas parecían a punto de estallar en sus sienes, y sus labios palidecieron contrayéndose sobre un carmín color sangre de toro.

El taller estaba húmedo. Nadie tenía ganas de trabajar, pero algunos obstinados se empeñaban en hacerlo. Esperaban el momento en que pudieran desprender de sus brazos, de un solo golpe, la costra húmeda, en grandes guantes de piel aceitosa.

Únicamente el judío permanecía indiferente a la situación. Cuando se sentó ante la perforadora, sintió picotazos en las manos, pero estaban dispuestas a hacer un agujero, después otro, hasta que fuera la hora de salir, ya que él se encontraba allí para hacer eso. Muchos pensaban que su concentración en el trabajo era de un gusto dudoso, pero no podían por menos de echar ojeadas hacia el sucio judío, sobre todo cuando se levantó y se puso a pegar saltitos junto a la máquina porque se le habían dormido las piernas. Cuando se frotó las manos se escuchó un ruido seco de papel de celofán, sin nada en común con la piel jabonosa y reluciente de los demás. Existen personas que no pueden resistir el ver la antítesis de ellos mismos.

Pero el judío volvió a su trabajo y se esforzó por molestar lo menos posible. Sin embargo hizo un gesto con la cabeza al negro, pese a su tácita convención de no reconocerse.

Aquella vez el aborigen no le reconoció.

Este último había estado enfermo y había adelgazado hasta el punto de quedar demacrado, pero, como siempre, seguía desnudo hasta la cintura a causa de la excesiva humedad. Si nadie hacía comentarios sobre su aspecto, ni siquiera aquéllos a los que disgustaba particularmente la presencia de enfermos o negros, formas extremas de la antítesis, es porque él parecía haberse convertido en una abstracción del hombre. Los ojos de los habladores sólo se fijaban inconscientemente en los perfiles de sus costados, que no tenían la menor relación con la existencia de las casas de ladrillo o de las lavadoras, de las personas normales.

A veces, no obstante, el aborigen sentía escalofríos, sobre todo cuando notaba al judío consciente de su presencia. No le gustaba aquello. No quería verse arrastrado a una situación que tal vez no tendría la fuerza de soportar, pero que un día debía aprender a expresar.

Por eso se estremecía, y sus costados parecían a veces convulsionarse, y desunirse pese a sus ligamentos.

Hacia las diez, Mr. Rosetree salió de su despacho después de haber echado una ojeada por la ventanilla a la fábrica y decidido que, al menos en teoría, convenía que hiciera acto de presencia. Sin embargo nadie le prestó atención, aunque se puso a ir y venir sobre sus piececitos, con la espalda aún más arqueada que de costumbre, dirigiendo la palabra a una o dos de aquellas mujeres que, evidentemente, pensaban en otra cosa.

Harry Rosetree se hallaba en forma aquel día, aunque sintió que el sudor corría desde su nuca por su piel. Goteaba bajo su cuello, pero Mr. Rosetree, tan jovial como era posible, repetía que era un día de suerte para la fábrica. ¡Siete obreros ganar el gordo! ¡Y además en Pascuas! Miró el reloj y sonrió mostrando el diente de oro que había al final de su boca. Durante todo aquel tiempo la radio se agitaba, sujeta como estaba a la pared, y parecía verse el momento en que se desprendería, quizás aquel mismo día cuando hubiera una estrangulación en el aire.

En aquel preciso momento, uno de los Siete Afortunados asomó su cabeza por la puerta antes de regresar al café de enfrente.

—Los muchachos invitan —dijo con una sonrisa de esas que acompañan generalmente al recuerdo de algo agradable. Jamás se había visto una fiesta de Pascuas como aquélla. Estaban todos borrachos como cubas.

Mr. Rosetree se reía ante las máquinas… Pero frunció el ceño al mirar al judío Himmelfarb.

Todo el humano mecanismo del patrón estaba amenazado por acontecimientos que se preparaban en su propia fábrica, y cuya responsabilidad había de achacar a alguien. No era cosa de hacerlo con los obreros; eran sacrosantos. Entonces quedaba el mismo Rosetree, o su conciencia, Haïm ben Ya’akov, o el aguijón de aquella conciencia, Himmelfarb. El latido de sus arterias, el calor, el ruido, todo contribuía a aquel malestar y molestaba su esfuerzo para discernir la causa.

—¿Por qué está aquí cuando le dije que se quedara en su casa esta Pessah? —masculló.

—Jamás he escapado a las consecuencias evitándolas —respondió Himmelfarb.

—¿Qué? —gritó Harry Rosetree.

Pero ya había demasiado ruido.

Por encima de la reiterada afirmación de la perforadora de Himmelfarb y el ronquido de las máquinas, se escuchaba un bullicio que procedía de la calle. Había tambores, trompetas y, según parecía, un flautín. Una pestilencia animal se mezcló con el olor, más inofensivo, del aceite.

Desde la oficina de personal, Miss Whibley, que se había pasado la mañana empolvándose, se interrumpió para exclamar:

—¡Oh, un circo!

Ella y Miss Mudge se precipitaron hacia la ventana como si quisieran liberarse y sumergirse antes de lo que esperaban.

Al mismo tiempo se escuchó el chirrido de los taburetes y el golpe sordo de las mesas que se desplazaban por el taller para construir andamios a fin de admirar el espectáculo por los ventanucos bastante arriba de las paredes.

Algunos de aquellos señores aprovechaban para estrecharse a las jóvenes, pero en la promiscuidad general las blusas de verano eran tan inconscientes como un montón de abrigos. Sin embargo la propietaria del pito no dejaba de pitar.

Cuando el circo volvió al cuadrado de hierba seca donde le habían visto plantar su mástil la víspera por la tarde, el rostro y las manos de numerosos espectadores se empaparon de sudor. ¡Ver el vientre blanco de las chicas entre las franjas de sus bañadores! ¡Sentir el olor de los monos! Un tipo montado sobre un jamelgo blanco con manchas marrones parecía salir de algún sueño cuando encendía una cerilla contra su flanco o levantaba a medias sus ardientes mejillas.

El más cómico de todos era un clown que, sobre la plataforma de un camión, hacía la mímica de un ahorcado. Sólo los traqueteos del camión y su propia habilidad impedían que su cuello no se deslizase por el nudo corredizo. Tropezaba y caía, cada vez sano y salvo, pero con una mímica estrangulada. Su lengua colgaba fuera de su boca, antes de reaccionar en aquellos fragmentos invisibles que le devolvían la vida.

—¡Ese idiota va a matarse! —exclamó una mujer de las de casa Rosetree—. ¡Mirad! Ya os lo he dicho. Va a pasar unas cómicas vacaciones de Pascua.

En efecto, parecía que el clown había hecho su última mueca, pues un segundo cortejo más largo, más uniforme, menos amorfo, se había unido al primero. Entre las exclamaciones y los gritos, unas flores cayeron y se vio desfilar un cortejo fúnebre, denso y negro, con unos vestidos tan poco católicos que el muerto seguramente era un hombre político local al que se daban prisa en enterrar antes de las fiestas.

Mientras el clown pendía del extremo de la cuerda, que su falsa horca balanceaba en un extremo del camión, y mientras la confusión hacía más agudo el ruido de los frenos, el timbre de las voces y la pedorrea de un caballo, una mujer se irguió al frente del convoy o, más exactamente, obstruyó la puerta. Era una mujer grande, blanca, la viuda sin duda, y extendió el dedo como si al fin hubiera reconocido en la figura del clown la profundidad, la dureza, la verdad de un disgusto que no había podido concebir en relación con el ser exigente que ahora era su difunto marido. La mujer lanzaba grandes gritos sin lágrimas. Se hubiera dicho que era una monumental estatua de mármol a punto de desembarazar su garganta del polvo que la ensuciaba, y que se negaba a interrumpirse ahora que sabía cómo hacerlo.

Aún se ignoraba si el clown había muerto o representaba de nuevo su papel, cuando ambos cortejos confundidos dieron la vuelta a la esquina y desaparecieron. Los que deseaban ver una representación se preguntaban si habían tenido lo que querían, ya que el clown era ciertamente un maniquí, mientras que ellos esperaban un hombre. Por otra parte, la mirada de los más reflexivos se había interiorizado un momento, allá donde la mano del misterioso clown parecía haber tirado, en su cabeza, de los cordones de una cortina.

Éstos se dieron cuenta de que el patrón se había quedado a solas con el judío en el otro extremo del taller y que la actitud de ambos hombres silenciosos no poseía nada y sin embargo todo dependía de los acontecimientos.

Las manos de Harry Rosetree parecían querer apartar los velos de aire para llegar más cerca del corazón del problema.

En realidad acababa de decir:

—¡Le pido, le ordeno que se marche!

Pero la vibración de las máquinas le quitaba las palabras de la boca.

Mr. Rosetree se volvía amenazador:

—¡Tal vez es por su bien!

Pero el judío no estaba seguro y sonreía tristemente.

—En seguida… ¡Antes de que…! —gritaba el patrón sudoroso.

Las palabras articuladas pero inaudibles sonaban como cáscaras de huevos aplastadas.

El judío había respondido con su triste ironía:

—Nadie le acusará a usted.

El frotamiento de las correas era a veces tranquilizador.

«Nadie excepto yo —parecía decir Himmelfarb—, será considerado responsable de lo que quizá va a suceder. De esta forma usted está doblemente asegurado».

Lo extraño de la situación, los esfuerzos del patrón para extraer algo del medio ambiente y ofrecerlo bajo forma de mensaje secreto a uno de sus más modestos empleados, hubiera suscitado la curiosidad si no hubiera inquietado. Los que se dieron cuenta volvieron la vista a otro lado.

Menos mal que no pasaba nada más. Era la hora del cigarrillo y las máquinas iban más despacio. Los obreros descendían del entarimado de mesas que habían ocupado para disfrutar con el espectáculo de los dos cortejos. Ahora era la hora de calmarse.

Entonces fue cuando los Siete Afortunados llegaron del café de enfrente, todos comentando el incidente del clown ahorcado. Por fin estaba allí Blue, y muchos no le habían visto todavía ni felicitado desde su suerte de por la mañana. Varios de sus compañeros, sobre todo pertenecientes al sexo débil, se precipitaron hacia él para tocarle, abrazarle, simpatizar con él, mientras que los más tímidos esperaban que dijera lo que había sucedido. Sin embargo había bebido lo suficiente para que no todos le comprendieran.

Blue estaba borracho. La cerveza le salía por las orejas.

Los felices ganadores se acercaron. Como siempre, iban vestidos con una camisa y un pantalón, salvo el jefe de la banda que llevaba las botas de goma indispensables para caminar sobre el ácido del taller de niquelado, y un pantalón corto manchado que no parecía ser de tela sino que parecía algún despojo natural, por ejemplo una vieja piel de serpiente.

Blue tenía un torso esculpido en un mármol romano que parecía un Antonino de los suburbios. La cabeza parecía haber sido deteriorada, o quizás es que el escultor había renunciado a dar una forma definida a una visión de la que sentía vergüenza. En todo caso, estropeada o incompleta, era fácil de leer. Unos ojos impenetrables, que no deberían expresar más que la belleza finita de la piedra, filtraban miradas indeciblemente sórdidas: enjuagues de cabaret, colillas húmedas, reflexiones de grises monotonías, de verdosos estupros. La boca era devoradora. Cuando conseguía dejar escapar palabras —porque a veces se hacía comprender— salían impregnadas del olor amarillo de la cerveza.

Blue se dirigía entonces, con un aire suficiente, a un apretado grupo de sus admiradores.

—¿Qué tal?

Las mujeres bebían su presencia con enorme sed. Su rudimentaria boca en seguida se cubrió de rojo.

—¡Hola, compañero! —dijo la más jovial mostrando sus muelas, y él rechazó al montón de chicas que se apelotonaban las unas contra las otras.

Era evidente que los Siete Afortunados dirigían ahora el juego. La cerveza que habían bebido les volvía gigantescos, o al menos aquélla era la impresión de Haïm Rosenbaum, para quien en el pasado los gestos y los rostros de la multitud habían adoptado a veces proporciones alarmantes. Recordó un telefonazo que había prometido dar desde hacía varias semanas.

—Tranquilo, Blue —exclamó Mr. Rosetree al pasar.

Como todo el mundo había olvidado al patrón, algunos se quedaron inmóviles para preguntarse lo que había querido decir…

Mr. Rosetree subió hacia su despacho, mal protegido por la certidumbre de haber hecho lo que era mejor. Si alguien había que no era razonable, se trataba de aquel sucio judío de Himmelfarb, que ahora sólo tenía que sufrir las consecuencias.

Éste acababa de coger su maletita y estaba a punto de atravesar el patio para dirigirse al lavabo en donde en otros tiempos había encontrado un santuario.

Haïm ben Ya’akov le siguió con los ojos. ¿Qué milagro le había permitido pasar de la categoría de actor a la de espectador? Y además su terror, que regresó de nuevo, le dio alas; superó de un salto los últimos escalones y llegó a su despacho.

Himmelfarb caminaba bastante despacio. Aunque las circunstancias o el tiempo le hubieran envejecido, también parecía haber aumentado de estatura a la manera de aquellas figuras cuyo destino, lenta, muy lentamente se le acercaba. En todo caso aquello le parecía evidente al aborigen cuyo instinto advertía a su estómago con una certidumbre nauseabunda.

De pie sobre el cemento del taller, Alf Dubbo parecía no obstante estar acampado sobre una prominencia y observar lo que sólo él tenía, quizás, el don de ver. Ni actor ni espectador, él era el más desafortunado de los mortales, un artista. Todos los aspectos, todas las posibilidades se aclaraban ya formándose en él. Su débil vientre se revulsionaba.

Solamente con levantar el codo, Himmelfarb hubiera podido tocar al más cercano de los Siete Afortunados, pero salió y se adentró en el patio. El aborigen era el único ser en aquel momento que podía atraer la atención del judío de cabeza bamboleante.

Y luego Blue bajó la suya y se sintió completamente solo y muy triste. Hubiera querido apoyar la frente sobre algún pecho delgado del que saldría el vitriolo en breves borbotones. Al mismo tiempo intentaba recordar —lo que siempre es difícil cuando se trata de problemas morales—. Su oreja le dolía a fuerza de apoyarla sobre el teléfono de su memoria, pero finalmente escuchó muy lejos: «… enferma todos los años en Pascua, de pensar que los judíos han crucificado a Nuestro Señor». Toda aquella historia le hacía presión obstinadamente sobre un nervio, siempre el mismo. Ellos son quienes lo han hecho, Blue. Todas las injusticias que había sufrido se volvieron más amargas. Pero fueran las que fueran las que hubiera cometido, había otro más culpable que él. Más culpable que todos los demás, le habían dicho, uno que no debía escapar al castigo.

—¡Eh, Mick! —gritó Blue.

Varios Afortunados adoptaron entonces conciencia del aspecto grotesco, ético y miserable del judío. Uno de ellos que creía que se preparaba una farsa se rió aguda y brevemente, pero otro eructó con odio.

El judío se había vuelto.

—Perdón, ¿decía usted algo? —preguntó por otra parte inútilmente ya que tenía todo el aspecto de haberse enterado.

Blue, que siempre estaba obligado a romperse la cabeza para encontrar una razón a sus actos, no supo qué decir aquella vez. Sin embargo lo sabía. Las razones que sumergían sus raíces en la sangre, el vientre o los riñones son siempre exigentes y, al mirar al judío, Blue experimentó un verdadero regocijo.

—Tendríamos que hablar los dos —acabó por decir—. Ha sucedido algo.

Tocó un botón de la camisa de Himmelfarb, pero fue un gesto breve, casi un roce.

Pues Blue el vengador también era Blue el compañero de fábrica, y sabía que todas las crueldades son posibles a condición de que la mayoría no viera allí más que buenas bromas. Casi todas las tragedias pueden ser disfrazadas de farsas. Blue sentía aquello, quizás al rozar el botón de la camisa, o bien recordaba a aquel pastor puritano cuyos sermones nadie tomaba en serio entre el zumbido de las moscas.

—Hay que arreglar un asunto —dijo Blue.

Ya dos de su banda se arremangaban para ir a ayudar a su jefe, hiciera éste lo que hiciera.

—Es el pastor quien me lo ha dicho —continuó Blue—. Yo creo…

Frunció el ceño y vaciló.

—A menos que haya sido mi tía —exclamó más alegre.

Aquello reanimó una llama que quizá se habría extinguido por sí misma, y que de nuevo se puso a arder, verdosa y ácida.

Entonces Blue se echó a reír. Sólo se veían sus encías y los músculos de su garganta.

—¡Ah, banda de cerdos! ¡Malditos bastardos!

Un largo y dócil jirón se desprendió de la camisa del judío.

Dubbo miró sus manos. No tenía arma alguna, y sin arma sentía miedo. Por otra parte, oficialmente no era un hombre, sino un negro. De todas sus limitaciones aquélla era la que hubiera podido arrancarle más lágrimas.

Blue tenía el faldón de su camisa, pero aún no sabía qué hacer.

Entonces los Siete se trastornaron, movidos por la común intención de obrar contra el judío culpable. Sin embargo, al principio no parecían animarse ni unos ni otros. Como una manada de elefantes vacilaban, se balanceaban. No obstante, ya no bromeaban y si uno de ellos tenía una mueca de hilaridad es porque le picaba la garganta o la nariz. Había pasado el tiempo de las bromas.

—¡Jesús!

Pese a algunas risas, la palabra brotó. Dubbo fue rebasado. Unos rugidos que expresaban el miedo y el horror a la vez individuales y colectivos se elevaron en el patio en donde seguía el jaleo en un rincón, si a aquello se podía llamar un jaleo, ya que el judío no se resistía. Por un lado se veía el asalto de los Justos que a veces recibían los golpes de los suyos, por otro al judío que sólo vacilaba cuando era empujado. La expresión de su rostro era casi de satisfacción.

Mientras Dubbo observaba, consciente pero pasivo, agitado y arrastrado de derecha a izquierda, la horda reventó en el patio sobre los residuos del taller de niquelación. Algunos cantaban jocosos. Entre los que se resistían o protestaban, ninguno deseaba todavía renunciar a aquel cómico espectáculo, pero en silencio se maldecían por su falta de decisión.

—¡Vete a casa! ¡Vete a casa! —repetían las muchachas riendo.

—¡Vete a casa! ¡A Alemania! —entonaban las viejas.

El coro de hombres intervino en medio de los aplausos y los golpes con los pies.

—¡Vete a casa! ¡Vete a casa! ¡Al infierno!

Las voces resonaban como si fueran de cobre porque el maniquí que ocultaban en su vida había sido por fin reemplazado por un hombre de carne y hueso.

En el patio, Dubbo miró el viejo jacaranda que había podado antes de su florecimiento, quizás incluso sólo para impedirle florecer. Pero aunque en aquel momento estuviera deformado y anguloso, el pintor veía de nuevo el árbol divino en su intensidad azulada, cubierto de chales azules, erguido en medio de charcos azules. Contra aquel árbol entonces insignificante, cuyas ramas mutiladas estaban cubiertas de placas de liquen de un color mortal, de un gris de piedra, de las que salían unas puntas por acá y allá del tronco, lo mismo que un fragmento de metal enrollado allí a martillazos por una misteriosa razón, es sobre el que la multitud decidió empujar a la víctima, aquella vez con violencia. El judío cayó y fue pisoteado durante algunos instantes. Con riesgo de maltratarle, algunos no pudieron impedir verificar el aroma del hongo que tenían ganas de recoger, y un hombre, mejor que los demás, se dio en seguida cuenta de la espantosa fragilidad del cuerpo humano, mientras golpeaba a patadas los costados de la víctima postrada.

Entonces Blue se inclinó y con un gesto brusco, puso de pie al judío. La horda comprobó con una mezcla de disgusto y de satisfacción que la sangre brotaba ahora de su ojo izquierdo.

Más hermoso que nunca, Blue brillaba de sudor. Varias de las muchachas y de las mujeres casadas entregaban con gusto sus almas a las llamas del infierno por el placer de abandonarse a aquella imagen. Entre los hombres, algunos hubieran querido tener un martillo o clavar un cuchillo. En el cuerpo del judío, claro está.

Pero aquél no habría protestado, que es lo que exasperaba a la multitud. Ni siquiera su boca estaba crispada por la voluntad de soportar el sufrimiento, sino que se conservaba ligeramente abierta como para saborear nuevas amarguras.

Entonces fue empujado hasta el tronco del árbol, como por un ariete. Se escuchó el ruido de su cabeza.

—¡Despacio! —exclamó Blue.

No es exactamente que protestara, pero no podía permitirse olvidar que entre compañeros de trabajo la crueldad debía guardar la apariencia de broma.

Sin duda pensaba en eso cuando se alejó corriendo y entró en el taller del que trajo una cuerda.

Los demás no estaban seguros de estar de acuerdo. Algunos tenían ganas de tragedia, de hacer correr chorros de sangre bien roja, pero la mayoría se había enfriado ante la perspectiva de meterse en una acción aún más degradante que la anterior. Los extremos no eran para ellos.

Blue se daba prisa. Anudaba la cuerda, la fijaba, ataba sus puntas.

Dubbo vio que comenzaban a izar al judío a fin de liarle al árbol. Una vez por encima del nivel de la muchedumbre, se había herido por las puntas o la hojalata, y sangraba abundantemente. Al menos una de sus manos estaba agujereada. Bajo los jirones de su camisa se veían heridas sobre sus delgados costados.

La multitud gritaba y se incitaba.

Una mujer, que comenzaba a arrepentirse, se reconfortó pensando:

«Son los judíos los que nos quitan los alojamientos. Son los judíos. ¡Bravo, Blue! ¡Dale! ¡Cuando acabes te daré un beso!».

Y los bucles azul lavanda se agitaban sobre su vieja cabeza. Ahora Dubbo sabía que nunca obraría, que sólo sabía soñar y sufrir y expresar un poco de aquel sufrimiento con ayuda de sus pinceles, pero que finalmente era impotente. En su inocencia acusaba a su piel negra.

Se escuchaba un carillón en alguna parte.

En aquel momento Miss Hare, que descendía por las escaleras de Xanadu, vio que el mármol se estremecía, y que la figura se alargaba poco a poco. Esperaba el derrumbamiento, pero éste no se produjo. Una vez abajo, salió y se dirigió en medio de los tristes árboles. Su piel analizaba el aire. Con las manos hacia delante iba con cuidado, golpeada por las ramas. Dio una gran vuelta a lo largo de aquella mañana de desgracia de la que ella misma era una parcela atormentada. Arrastrando los pies entre las hojas muertas, siguió casi hasta el final las espirales cada vez más estrechas de su angustia.

En aquel momento Mrs. Godbold fue a buscar las sábanas que había lavado aquella mañana temprano. Estaban secas, con un buen olor a limpias. Se puso a plancharlas y pronto estuvieron listas. Trabajaba bien y deprisa, incluso cuando pensaba en cosas tristes, por ejemplo en las mujeres que habían recibido el cuerpo del Señor al pie de la cruz. En aquella época del año, Mrs. Godbold revivía todo lo que había pasado, con el más amargo de los cálices, hasta la feliz certidumbre.

Ahora estaba herida más profundamente que de costumbre, pero lo aceptaba como siempre hacía.

Amortajaba el cuerpo en sus sábanas con el gran amor del que sólo ella era capaz.

Mrs. Flack, que acababa de llenar sus dos tazas de té, consideró la superficie de la suya.

—La verdad siempre acaba por saberse.

—Eso depende —se atrevió a decir Mrs. Jolley.

—¿Depende de qué? —repuso Mrs. Flack con una brusca inspiración.

—De lo que se llame verdad.

—La verdad es conocida instintivamente por la gente honrada —respondió solemnemente Mrs. Flack—. ¿No cree usted?

Mrs. Jolley no se atrevió a decir lo contrario.

Ahora de vez en cuando Mrs. Jolley tenía miedo, sobre todo cuando miraba las hojas del monstera deliciosa y los agujeros de su negra superficie. Cuando las veía superar de repente el reborde de la ventana, se sentía trastornada. Pero Mrs. Flack se hubiera quedado desolada si las hubieran cortado.

Habían izado al judío todo lo alto que era posible sobre el árbol mutilado. Habían inmovilizado los nudos corredizos y sujetado las cuerdas. Uno de los amigos de Blue había conseguido sujetar sus tobillos, aunque no fue fácil. A nadie se le había ocurrido la idea de que estaba crucificado, pues desde el principio aquello no era más que una broma, y si había brotado sangre ahora estaba seca. Los arañazos y cardenales de sus manos, de las sienes y de los costados probaban que eran demasiado insignificantes para atraer a las moscás. Si para algunos espectadores las heridas continuaban abiertas, aquello era debido sin duda, a algún malestar de su propia conciencia que desde la infancia esperaba para manifestarse. Para éstos, bastante poco numerosos, las gotas de sangre se estremecían y vivían. Hubieran deseado fervientemente poder limpiarlas con su pañuelo, sin ser vistos. Otros, que no podían evitar reírse de lo ridículo del espectáculo, volvían la cabeza a fin de disimular lo que quizás era una blasfemia.

Blue se desternillaba de risa y la saliva que llenaba su boca se derramaba. Con los ojos hacia arriba, alargaba su cuello por encima de su torso convulsionado, parecido a una estatua de época decadente.

Desde las profundidades llamaba:

—¿Vale ahí arriba? ¿Tienes bastante? ¡Os juro que al cerdo le gusta esto!

El judío parecía muy lejos de todos ellos, mientras que el mismo verdugo parecía pedir un descanso a los tormentos que siempre había soportado y que, según recordaba vagamente, a veces podían ser aplacados. Por eso al pie del árbol, el cuerpo de mármol se retorcía con la ductilidad de una figura de cera.

El judío colgaba contra el tronco del árbol. Si no hubiera sido tan despreciable, hubiera podido incitar a la piedad. Sus muñecas izadas hacia arriba corrían el riesgo de desgarrarse por el peso de su cuerpo. Los brazos se estiraban para mantener un difícil contacto entre el cielo y la tierra. Bajo la camisa hecha jirones se veía a la piel tersarse en los costados hasta el punto de volverse transparente. La cabeza caía aún más pesadamente que de costumbre. Los que contemplaban la presente escena como los que evocaban otra, le creían muerto, pero los ojos eran más visionarios que fijos. La pensativa boca se entretenía en una palabra que le dictaba el espíritu.

Como estaba tan solo en medio de la multitud como el hombre crucificado, el aborigen, una vez más, veía más cosas que los demás. Todo lo que había sufrido en su vida, todo lo que no había sabido comprender subía a la superficie. Su instinto y las enseñanzas del hombre blanco no se destruían ya entre sí. Gracias a lo que tenía ante sus ojos, el color se puso a circular en las venas del cristo helado de su infancia. Al fin, los clavos penetraban en el lugar que tenían reservado. También él cogió en sus manos amarillas el cáliz que sostenía Mr. Calderon, y con gusto se lo habría mostrado a los celebrantes que ahora reconocía en la multitud. Por fin comprendía el misterio de la sangre, que a veces sobre la almohada era la mancha de su enfermedad, a veces el rojo claro de la redención. Estaba cegado, se ahogaba, físicamente estaba debilitado desde que sabía que el conocimiento jamás podría cortar las cuerdas que unían al Salvador y al árbol. No es que nadie lo pidiera. Nadie pedía nada; y de esta forma comenzó a comprender la aceptación, que al fin se sentía capaz de pintar con su manto de púrpura sobre el árbol azul y los labios verdes del sufrimiento contemplativo y desprendido.

Y todas las formas del amor fueron a turbarle. Volvió a ver al hombre viejo, al pastor que, en la cama de Numburra, intentaba recobrar en el cuerpo del niño la imagen perdida de su juventud; baile de bolsas de patatas. Norman Fussell, en un huevo de carne estéril, pero no imperfecta; y numerosos rostros anónimos ofrecidos sin esperar nada y sin nada rechazar. Volvió a ver la más dulce de sus experiencias amorosas, la caricia sobre sus hombros desnudos de la lechosa luz del amanecer, en su pureza primera. También vio la pintura que brotaba del tubo y que se extendía sobre el lienzo aún virgen en una pasta tan tenue como la bruma, o que a veces modelaba con el extremo de los dedos como baluartes de piedra. Su contribución personal al amor era quizá la menos explicable, aunque fuera la más amplia, y para él la más evidente.

El judío se movió sobre el espantoso tronco de árbol al que le habían atado.

La multitud se adelantó para ver y para oír el movimiento, sin casi fijarse en el mestizo que no contaba para ninguno de los que allí estaban.

El judío había levantado la cabeza bajo sus párpados insoportablemente pesados.

Desde el principio Himmelfarb supo que tenía bastante fuerza, pero rezaba en la espera de una señal. La había esperado en medio de las maldiciones y de las risas, mientras le ataban los pies y le izaban al árbol, en el dolor de sus miembros retorcidos. Y quizás ahora le iba a ser concedida. Por eso irguió la cabeza y fue consciente de una calma y una claridad que eran las del agua pura y en el centro de la cual se reflejaba su Dios.

La gente miraba al hombre que habían colgado del árbol. Éste callaba, y aquello era anormal, contrario a todo lo que esperaban. La tensión subió. Si hubieran sabido cómo tomarlo, habrían bebido, a modo de palabras, el silencio que caía de sus labios.

Entonces una muchacha de boca pequeña y cabellos lisos se precipitó hacia la espalda de los espectadores e intentó abrirse paso entre aquella masa resistente. Necesitaba pasar; la furia la impulsaba. El hilo escarlata de sus labios estaba terso sobre una resolución inquebrantable. Cuando llegó al pie del árbol, con un gesto torpe de muchacha lanzó la naranja que había llevado hacia la boca del judío. No le golpeó allí, claro está, pero sí en el pecho.

Una risa —¿o era un suspiro?— se elevó de la multitud.

Después un joven, uno de los Siete, llamado Rowley Britt, se acercó. Pensaba en su madre muerta de un cáncer de intestino e intentó escupir en la boca del sucio judío crucificado el agua con que había llenado la suya. Falló, y ésta resbaló por la barbilla de Himmelfarb.

El joven se quedó llorando al pie del árbol, balanceándose un poco, pues aún estaba borracho.

Pero poco a poco numerosos espectadores recordaban que eran honrados ciudadanos y que tenían chicos en la escuela, y comenzaron a dispersarse. Sin embargo nadie sabe lo que aquello hubiese podido durar y cómo habría acabado si no hubieran intervenido las autoridades.

Las oficinas estaban colocadas de tal forma que sus tres ocupantes veían perfectamente lo que sucedía a través de su ventanilla de cristal y de la puerta que conducía a los talleres, y pese a su decisión de ignorar todo aquel molesto incidente, acabaron de una manera positiva o negativa por encontrarse mezclados en él.

Mr. Rosetree tenía la intención de telefonear a un cliente respecto a un envío de cajas de instrumentos de geometría. Sudaba sobre su silla y, alternativamente, se contraía y dilataba como una pera de goma, mientras que Miss Whibley acababa de maniobrar en su cuadro de distribución.

—¡Por amor de Dios, Miss Whibley! —exclamaba Mr. Rosetree—. ¿Me pone con ese tipo?

—¡Oh, es culpa del cuadro! —se quejó Miss Whibley.

Nunca se permitía Miss Whibley hablar de esa manera.

—¡Es el cuadro! ¡El cuadro! —repetía ella como si tuviera un turrón en la boca.

Pero Miss Mugde, que se había arriesgado a echar una ojeada por la ventana, se puso a exclamar a grito pelado:

—¡Oh, miren! ¡Es ese señor Himmelson! ¡Es espantoso!

Mr. Rosetree y Miss Whibley siempre habían pensado que aquella buena Miss Mugde estaba un poco… Pero no era el momento de liarse en aquel tipo de consideraciones.

—Es el cuadro, el cuadro de distribución —repetía Miss Whibley sin dejar de maniobrar, lo que efectivamente no conseguía ningún resultado.

Mr. Rosetree se congestionaba. Miss Mugde, con la nariz pegada al cristal, repetía:

—¿Qué es lo que le están haciendo al señor Himmelson?

Era tan inexistente que todo lo que decía se volvía exasperante.

—Le cuelgan de una cuerda. De aquel árbol. Del jacaranda. ¡Oh, no es posible! ¡Sí! Mr. Rosetree, ¡están a punto de crucificar al señor Himmelson!

Quizás aquélla era la primera vez que Miss Mugde conocía el contacto del cuchillo, y el dolor era tan intenso que se sentía horrorizada. Todo lo que había conocido hasta entonces, su hermana enferma, sus problemas en la pensión, las goteras del techo, todo aquello ya no existía, y con la garganta metida en un puño, se estremecía.

Mr. Rosetree no se movía de su silla.

Miss Whibley había dejado su cuadro de distribución.

—No miraré —decía—. Nadie me obligará a hacerlo.

Cogió su pañuelo, sabiendo que estaba roja como un tomate.

—¡Nadie! Me despediré después de las vacaciones, Mr. Rosetree.

Mr. Rosetree no había mirado, pero lo sabía. No tenía nada que aprender sobre los actos de los hombres, ya que todo lo había conocido antes de ser prevenido de protegerse contra ellos.

—¡Le escupen agua! —consiguió articular Miss Mugde.

Si hubiera sido orina no se hubiera escandalizado más.

—¡A ese hombre! ¡A ese buen hombre! —protestó.

Mr. Rosetree no sabía exactamente qué cualidad era la que Miss Mugde describía de aquella forma, pero se sintió obligado a mirar.

Miss Mugde temblaba espantosamente, ya que acababa de descubrir que ella podría —por muy inocente que fuera— ser responsable de un hombre, ¡de todos los hombres! Aquella responsabilidad la desgarraba. Su carne hasta entonces inmaculada, blanca y harinosa, con marcas de vacuna, era impotente para asumirla.

Mr. Rosetree se había adelantado de puntillas hasta la puerta e, inmóvil, consideraba la escena.

—Me niego a mirar —declaró Miss Whibley, que tuvo la mala idea de soplar sobre el espejo de su polvera y levantó un gran polvo.

—¡Haga algo, se lo ruego, Mr. Rosetree! —gritaba Miss Mugde a su jefe que sólo estaba a un metro de ella—. Van a matarle… ¡De prisa!

Pero Mr. Rosetree, con la mirada fija, parecía a punto de caerse hacia adelante.

—Todos están alrededor del señor Himmelson. ¡Dicen que es judío!

Mr. Rosetree iba a echarse a reír, pero se reprimió y se puso a gritar:

—¡Maldita sea, Mr. Theobalds! ¡Ernie! ¿Qué está esperando? ¿Le toca a usted o a mí mantener el orden en el establecimiento? Quiero que todo esté en calma. E inmediatamente.

Ernie Theobalds, que no era un mal tipo, y que quizás era un gran tipo, y que estaba a punto de rascarse bajo su camiseta mientras observaba los acontecimientos, se turbó.

—¡Ya va, Harry! —exclamó—. ¡No hay que ponerse así!

Mostró sus sólidos dientes en una risa perezosa sin insolencia, atravesó el patio y se creyó en el deber de dar puntapiés a dos jóvenes que estaban en el extremo de la muchedumbre. Los demás se dieron la vuelta en seguida, y la masa abrió paso al encargado, mientras que las personas lúcidas esperaban que él supiera tomar sus responsabilidades.

—¿Qué es lo que pasa aquí? —preguntó Ernie Theobalds con un aire jovial.

¡Como si no supiera nada! ¡Como si nadie supiera nada! Todo el mundo callaba.

Mr. Theobalds se acercó al árbol y al hombre ensangrentado y estirado, y comenzó a deshacer un nudo por aquí, otro por allá, ayudado por dos de los Afortunados que volvían a ser los de siempre. Perce Thompson, que hacía lo imposible para ayudarle, sacó su navajita y cortó la cuerda, y el cuerpo cayó tan deprisa que sin duda se habría roto todos los huesos si Mr. Theobalds no le hubiese cogido al vuelo.

—¡Ya está! —dijo sosteniéndole con su brazo sólido pero dulce, cubierto de vello leonado y pecas.

Himmelfarb resucitó en seguida, gracias a la bondad de espíritu y a la consideración de aquellos que ni por un momento habían dejado de ser sus compañeros. Debía recordarlo, para apartar la duda y desear una solución que él no estaba destinado a aportar.

—¡Despacio! —dijo el encargado con una sonrisa.

Himmelfarb intentó imitarle, pero sintió entrechocar sus mandíbulas dolorosas. Sin embargo consiguió articular:

—Gracias, Mr. Theobalds.

—Amigo, ¿comprenderás alguna vez que yo soy Ernie para todos, y lo mismo para ti? No hay un hombre que valga más que sus compañeros, es algo que se sabe en Australia desde hace mucho… Quizá piensas que se habla mucho, pero sabes perfectamente que uno está orgulloso de haberlo encontrado completamente solo. Procura no olvidarlo —aconsejó Ernie Theobalds, colocando la palma de la mano sobre el hombro de su compañero de trabajo.

—Sí —dijo Himmelfarb inclinando la cabeza.

Pero al nivel de la realidad al que le habían conducido, no se sentía a gusto.

Liberadas de la hostilidad que les hacía vibrar y agitarse, las máquinas parecían girar más deprisa en su baño de aceite, y las silenciosas matrices parecían cortar fieltro y no metal.

Ernie Theobalds seguía hablando:

—Hay que recordar que aquí existe el sentido del humor, y que a los muchachos les gusta hacer locuras. No pueden estarse sin bromear. Aunque estén borrachos la cosa les pica por dentro. ¿Comprendes? Una broma hay que tomarla a risa.

Todo el mundo creía en lo que decía el encargado. Si Blue había regresado al taller sosteniéndose con lo que le servía de cabeza, es porque se sentía tan ridículo como era posible. Era la cerveza. La cerveza. Era la fuente de chispas azules y rojas. Era la sangre que no había tocado sus labios, ni en las secas lejanías de su memoria, ni hoy… pero que seguramente le habría asqueado. Presa entre el deseo y el malestar, sacudido por el hipo, se retiró a un rincón y vomitó.

Cuando Ernie Theobalds acabó su benévolo y razonable discurso, le cogió el otro del codo.

—Harías mejor en volver ahora a tu casa. Le diré al jefe que no te encuentras bien.

Himmelfarb reconoció que no se sentía bien, pero su cuerpo no era más que un destello de gratitud hacia el que había aclarado la situación en que ahora se encontraba tan sencilla y naturalmente colocado.

Además, recobró sus cosas.

En efecto, Alf Dubbo le había llevado el chal y las filacterias que en pleno jaleo se habían caído de la maleta y habían sido un poco pisoteados. El cilindro de cuero y una de las filacterias estaban aplastados, y en los flecos del chal había sangre.

El negro se los ofreció, pero no dijo nada. Ahora ya no hablaría más. Su boca no le dejaría pasar ya lo que sabía se encontraba en sí.

—¡Mire! —exclamó el encargado por encima del ruido de las máquinas—. ¡Coja sus cachivaches!

Hizo una mueca ante aquellos objetos sospechosos que nunca se habría atrevido a tocar. Sólo cuando éstos estuvieron metidos dentro de la maleta, Ernie Theobalds recogió la única manecilla que quedaba al ver que el judío no la había visto.

Las máquinas runruneaban.

El joven negro hubiera querido hacer algo, pero nadie le dijo el qué, y vio alejarse al judío con sus movimientos suaves e inciertos de una cáscara de huevo flotando sobre una corriente de agua.

Alf Dubbo hubiera querido correr tras él para decirle que había visto y comprendido, pero fue incapaz. Aquello sólo podía salir de sus dedos, nunca de su boca.

Muy discretamente Himmelfarb abandonó la fábrica, en donde no le había sido dado el expiar los pecados del mundo.

Nadie le miraba, pero todos le vieron.