XII

Para los cristianos y los judíos las fiestas de Pascuas y de Pessah[60] aquel año cayeron temprano. Los días se encadenaban pesadamente los unos con los otros, sin ningún alivio en vista para los que estaban prisioneros. Apenas si era sorprendente que el alma vacilara en prepararse, fuera de la liberación del eterno Egipto, o de la redención por la sangre de su Salvador, cuando el cuerpo estaba encerrado en una pirámide de días. Miss Hare recorría inútilmente los profundos túneles que rodeaban Xanadu y que permitían huir, y ella apartaba el follaje mientras que su piel esperaba febrilmente el momento que se obstinaba en no llegar. Mrs. Godbold, en el vaho de su colada, esperaba los vientos ásperos de las Pascuas que todavía entonces soplaban de los pantanos y pasaban en ráfagas por su memoria, atormentando los cerezos blancos y haciendo vacilar los cánticos detrás de los sucios cristales. Pero aquel año los vientos no llegaron. Para Mrs. Flack y Mrs. Jolley, que se enjugaban la piel sudorosa entre las dalias de Karma, era naturalmente más fácil evocar el regreso de las Pascuas ya que era debido a los fieles de la mesa de comunión de la que eran miembros, además del Círculo femenino. Sin embargo para Harry Rosetree, entre las paredes de cartón de su despacho de la oficina, aquel período siempre llevaba consigo una cierta confusión. Para olvidarlo se mataba trabajando, juraba y tiraba de su pantalón que siempre le molestaba en la ingle, causándole una considerable molestia en aquella época de apuros y de humedad.

—¡Dios mío! —clamaba Harry Rosetree golpeando la mesa y colocando su pierna sobre su butaca cromada, encogiéndola y agitándola—. ¿Por qué diablos estas Pascuas han llegado tan condenadamente pronto este año? ¡No hay tiempo para los encargos!

En la sala vecina, Miss Whibley, la más gordita de las dos señoritas que golpeaban frenéticamente en sus máquinas, manifestó su desaprobación chirriando discretamente los dientes.

Miss Mudge se rió porque allí estaba el jefe.

—¿Puede usted decírmelo, Miss Whibley?

Mr. Rosetree insistía. Podía ser exasperante pero pagaba bien.

—Porque es una fiesta móvil —respondió Miss Whibley.

Ella se dijo que su respuesta era astuta sin ser mal educada. Miss Whibley tenía el arte de rozar hábilmente la insolencia.

—Pues bien, cámbiela, Miss Whibley, ¡se lo ruego! ¡O hágala que se cambie! —insistió Mr. Rosetree ojeando montones de papeles—, ¡pero arrégleselas para que el año que viene sea más tarde que éste!

Miss Mudge tosió y se limpió los brazos con su toalla personal. Cuando el patrón comenzaba a decir aquellas bobadas, la cosa duraba toda la tarde. Ella vivía con su hermana viuda y enferma, cuyas desgracias habían minado a las dos.

—¡Sea Pascua o no, no tengo ganas de reventar!

Mr. Rosetree la contradecía con gusto.

El ruido de la succión de Miss Whibley se acentuó:

—Pues bien, Mr. Rosetree, ¡menos mal que no somos muy religiosas ninguna de las dos, y Miss Mudge menos que yo!

Miss Mudge enrojeció y balbució que a ella le gustaba mucho escuchar un bonito cántico, a condición de que ella no fuera obligada a cantarlo.

—¡Pues yo soy un hombre religioso!

Mr. Rosetree dio un golpe sobre sus papeles y se puso a repetir:

—¡Religioso! ¡Religioso!

En efecto, frecuentaba la iglesia de San Ambrosio, de Paradise East, el domingo y las fiestas de guardar, y deslizaba billetes en las manos de las monjas con una falta de discreción tal que le hacía bajar los ojos como si éstas hubieran participado en un acto indecente.

Mr. Rosetree continuaba riendo:

—Miss Whibley, si usted no va a la iglesia, irá al infierno. Y ¿cree que le gustará?

Entonces le tocó a Miss Whibley enrojecer. Las arrugas de su cuello adoptaron un color malva intenso. Sacó su polvera y se pasó su borlita desde su frente hasta su escote con los concienzudos gestos de un gato.

—La religión y yo somos dos cosas diferentes —dijo, humedeciéndose los labios—. Supongo que es porque mi amigo es materialista.

Mr. Rosetree se retorcía.

—¿Y eso qué es?

Aquella tarde se sentía absurdamente feliz.

—¡No puedo explicárselo TODO! —repuso Miss Whibley con un aire afectado.

—¡Ah, estos intelectuales! —suspiró Mr. Rosetree.

Miss Mudge tosió y cambió su pastilla de sitio. Le encantaba escuchar y observar a la gente. Para ella, que jamás había pensado en contribuir en nada, era un medio de tener el aspecto de participar en la vida. Observó que su compañera parecía contrariada y, por simpatía, sintió que la irritación contraía su garganta.

—MÍ amigo es funcionario —decía Miss Whibley—. Está en la administración fiscal; es un gran especialista en el impuesto provisional. Mi amigo es, además, en una cuarta parte, judío —añadió.

Aquello parecía no tener relación con la conversación, pero ella tenía ganas de decirlo desde hacía tiempo, a título de experiencia.

Mr, Rosetree estaba a punto de ordenar los montones de fichas lo que según parecía sólo podía hacer en aquel momento. Miss Whibley no le miraba pero tenía antenas.

—¡Una cuarta parte de judío! ¡No es posible! ¡Una cuarta parte de judío! Y o tengo una cuarta parte de fetichista, Miss Whibley, para que lo sepa. Y cinco octavos de loco furioso. Así todavía queda un punto que explicar y el misterio sigue entero.

Miss Whibley pegó al carro de la máquina tan violentamente como fue posible. Miss Mudge no comprendía nada, pero Miss Whibley sabía que debía ofenderse, lo que hizo con una eficacia completamente profesional.

—¡Una cuarta parte de judío! —decía Mr. Rosetree.

Pero Miss Whibley se negó a escucharlo. Inclinó la cabeza para releer lo que había escrito, aunque interiormente había franqueado la línea que separaba la realidad del rencor.

Luego llegó la hora de marcharse para las señoritas, lo que hicieron ostensiblemente aquella tarde. En los talleres, los hombres estaban saliendo del trabajo. Algunos se dirigían hacia el autobús, otros hacia el patio en donde estaban aparcados los viejos automóviles. Unos caminaban vivamente, llevando elegantes maletas, otros arrastraban bolsas de azúcar atadas por cuerdas en bandolera, pero ninguno de los gestos que habían realizado durante la jornada proclamaban tan claramente su independencia. Había que ser patrón, parecían decir, para creer que su marcha estaba inevitablemente ligada a su llegada.

El patrón habría debido regresar a su casa ahora que las paredes ya no vibraban y que el silencio invadía de nuevo la fábrica de la que ostensiblemente era el propietario, pero Harry Rosetree no se movió de su silla. Había decidido trabajar un poco, pero no hizo nada. El silencio era tan sorprendente que tenía la impresión de fabricarlo al igual que los faros Brighta, las cajas de instrumentos de geometría Boronia, las pinzas para el cabello Flor de Franela, y los clips Mi Mariposa. Evidentemente, si antes del cierre no hubiera desbordado una alegría inexplicable, la ilusión no habría durado, y sin duda se habría sentido culpable en medio del silencio que entonces aumentaba el sentimiento de su potencia y de su libertad. Pero aquella alegría que tanto había llamado la atención a sus mecanógrafas en el curso de la tarde, era demasiado elástica y demasiado agresiva para dejarse apartar. No habría podido frenarla, y tampoco habría podido detener el tiempo que transcurría segundo tras segundo durante la última semana antes de las vacaciones de Pascua, en el corazón del más formidable de todos los silencios, aquél en que el alma conocía un nuevo nacimiento.

No es que los Rosetree fueran muy practicantes, pero Harry Rosetree era un hombre honrado: cuando se firma un contrato hay que respetar las cláusulas, en religión como en todo. Los Rosetree ahora eran cristianos, y haría lo que fuera necesario. Shirl se quejaba a veces, pero era una mujer. Decía que no había sido educada para permanecer en su casa, freír pescado y amasar buñuelos, ni tampoco para ir a rezar con los hombres. Rara vez iba a la primera misa, pero Harry a veces conseguía convencerla de que le acompañara ofreciéndola un frasco de perfume o un par de medias. Entonces Shirl se ponía sus alhajas de oro, que tenía en buen lugar, y apreciaba la atmósfera sofocante y devota —sobre todo en la elevación— y la presencia de mujeres de los directores, vestidos elegantemente.

Pero aquella vez habían reservado habitaciones en el albergue de las Montañas Azules. Eran cristianos, claro está, pero también australianos ¿no? Allá cantaban: El jarrito Marrón y El Vals de Matilde y Pon tus preocupaciones en la mochila, y todo eso después del té.

—Con toda una banda de malditos emigrados —decía Harry que desconfiaba incluso de aquéllos a los que mejor conocía.

No era únicamente el dulce perfume pascual lo que había inundado el alma de Harry Rosetree mientras trabajaba o permanecía sentado en su despacho, en la luz de cobre de aquel atardecer. Según soñaba se sintió transportado, pero por algo vagamente anormal. Finalmente tuvo una impresión sorprendente. Sólo podía tratarse de canela. Entonces había escuchado a Miss Mudge:

—Mi garganta, señor. No le presto atención en un tiempo tan húmedo… Espero que el olor no le moleste.

En efecto, lo percibía. Incluso ahora que Miss Mudge se había ido, el olor subía por los pasillos de su memoria, llegando a la cámara más secreta.

Estaban de nuevo sentados en la habitación larga, pero estrecha y sombría, y hasta sus labios llegaba la mezcla parduzca a base de manzanas. La madre había dispuesto cojines de peluche rojo cuyo pelo comenzaba a estropearse, sobre los que se sentaba el padre, o mejor, esperaba. El butacón tenía tantos que resultaba incómodo. Era una de esas grandes ocasiones que tanto le gustaban al padre. Cualquiera que fuera el estado de su fortuna, o las disposiciones de los goyim, siempre les hacía la misma homilía: sólo tenemos nuestra historia, Haïm, y las plácidas alegrías del sábado y de los días de fiesta, el sabor de la canela y el perfume de las especias, la sabiduría de la Torah y la enseñanza del Talmud.

Aquellas palabras, que habían salido de la boca viva del padre, crepitaban como el pergamino cada vez que Haïm ben Ya’akov se dejaba llevar por sus recuerdos. O, pero, todavía, las veía inscritas en columna sobre cilindros de piel humana.

Entonces era el olor de aquellas palabras lo que le envolvía. Cualquiera que fuera la ocasión —y había habido numerosas— el padre llevaba su Yarmulka[61] y su borla a la derecha de la nariz, con cuatro pelitos negros. En Pessah explicaba: «Haïm, estas manzanas recuerdan la arcilla oscura de Egipto. Así es que hay que comerlo todo. Este perfume de canela es bueno». Al pequeño Haïm Rosenbaum nunca le había gustado eso, pero cuando se hizo mayor, e incluso después de haber abandonado oficialmente el Arca y sus ornamentos, vestido las ropas blancas de las Pascuas, el perfume de la canela permanecía ligado por él a la voz profunda de Pessah.

Ahora, mientras la luz llenaba el despacho en que estaba sentado Harry Rosetree, los dos ojos que le observaban no le parecieron simétricos y aquello, unido al ángulo bajo el cual veía los planos faciales, le dio la impresión de que había dos rostros e incluso más. Sin embargo mirando más de cerca, todos los ángulos, todos los ejes de visión de los ojos asimétricos acabaron por armonizarse. Todos los rasgos que habían parecido voluntariamente deformados y sin relación los unos con los otros, se combinaron naturalmente para formar el gran rostro arquetipo. Aquello desconcertaba, deleitaba, pero también horrorizaba.

Y luego, finalmente, Mr. Rosetree se dio cuenta de que el viejo judío que trabajaba en su casa desde hacía algún tiempo, aquel Himmelfarb, aquel Mordecaï, se había deslizado silenciosamente por el pasillo y le miraba a través de la taquilla. Pasaba, pero vacilaba… Él era quien dejaba adivinar aquel instante inmovilizado en la oficina, frágil como un hilo de algodón.

Mr. Rosetree temblaba, pero no habría podido decir si era de ira —nunca había podido soportar el rostro de aquel viejo judío, demasiado humilde— o de alegría por descubrir rasgos familiares transferidos de su memoria a la taquilla de la oficina.

Pero se vio obligado a hablar pese a su garganta seca y aún temblorosa, y murmuró, mientras que la alegría y el alivio, el miedo y la ira oscilaban en la balanza:

—¡Shalom! ¡Shalom[62]! ¡Mordecaï!

El rostro del judío Himmelfarb pareció cubrirse inmediatamente de luz. Era la hora en que las ventanas resplandecían.

—¡Shalom, Herr Rosenbaum! —respondió Himmelfarb.

Pero Mr. Rosetree se aclaró inmediatamente la garganta para desembarazarse de aquel que hubiera podido amenazar su posición.

—¿Por qué demonios no se va usted al mismo tiempo que los demás?

Se había levantado. Iba y venía iracundo con pasos elásticos sobre sus pequeños pies.

—¿Quiere crearme complicaciones con el sindicato?

—Me he retrasado —explicó Himmelfarb— porque no encontraba mi maleta.

Mostró una maletita de fibra, del tipo de las que usan los escolares y a veces los obreros, y la puso a modo de prueba en la ventanilla de la oficina.

Mr. Rosetree estaba furioso, pero fascinado por aquel objeto miserable que adquiría ya una especie de monstruosa importancia.

Estalló:

—¿Cómo es eso? ¿Por qué no encontraba la maleta?

La hubiera golpeado con gusto si no fuera por la repugnancia que le había inspirado el contacto del objeto.

—Estaba en otro sitio —respondió el judío con voz tranquila—. Quizá la habían escondido, por una broma, claro está.

—¿Quién iba a hacer esa tontería?

—¡Oh, un muchacho! —dijo Himmelfarb.

—¿Quién?

Un estremecimiento recorrió la habitación.

—Ignoro su nombre —dijo Himmelfarb—. Sólo sé que le llaman Blue.

El incidente era cómico, pero obsesionaba a Mr. Rosetree.

—¡Dios mío! ¿Por qué lleva usted esa condenada maleta?

Sentía horror de todos esos miserables emigrados judíos, y de aquél en particular con su maleta de cuatro cuartos.

Entonces el judío bajó la vista. Sacó una llave de uno de sus bolsillos. Hubo un ruido de hojalata y con una rapidez casi indecente, la maleta se abrió.

—No me gusta dejar esto en casa —explicó Himmelfarb.

Harry Rosetree se quedó sin aliento. No le quedaba otro remedio que mirar lo que había en aquella maletita. Echó una rápida ojeada y vio lo que temía: las franjas del taleth, las correas negras de los tefillin enrolladas alrededor del Santo Nombre.

Mr. Rosetree parecía sufrir un suplicio.

—¡Oculte todo eso en alguna parte! —dijo temblando—. ¿Acabarán de comprender de una vez los judíos que la próxima vez también ellos serán las víctimas?

—Quizá sea así —respondió Himmelfarb manipulando el cierre de su maleta.

Mr. Rosetree soportaba mal aquel tiempo intolerablemente húmedo. Aquello se veía en su rostro.

El miserable judío se iba.

Mr. Rosetree le llamó:

—¡Himmelfarb!

Sus labios le obedecían a duras penas y tenía la impresión de que eran de caucho.

—Puede tomarse dos días, para sus asuntos del Seder. Pero ¡guarde eso para usted! —añadió con el rostro congestionado—. Los demás creerán que usted está…

Se ahogaba de malestar. Sus venas protestaban, lo mismo que su piel violácea.

—… ¡ENFERMO! —consiguió articular por fin.

El empleado inclinó la cabeza muy discretamente, como si le debieran aquel favor. En cuanto al patrón, se hubiera encolerizado con gusto, pero aquel hombre grueso padecía de tensión y todas aquellas emociones le habían debilitado. Murmuró:

—¡Existen tantas enfermedades!

Dijo aquello muy suavemente, pero no se sentía calmado.

—¡Hier! ¡Himmelfarb! —exclamó mientras el otro se disponía de nuevo a marcharse.

A Mr. Rosetree le quedaban las fuerzas necesarias para evocar un recuerdo, por otra parte embarazoso. Se tanteó en su bolsillo interior y blandió una cartera.

—¡Für Pessah! —gruñó.

El viejo judío quedó sorprendido. Su patrón le ofrecía lo que parecía ser un billete de cinco libras.

—¡Nehmen Sie! ¡Nehmen Sie! —amenazaba Mr. Rosetree—. ¡Himmelfarb! ¡Für Pessah!

Harry Rosetree no era estúpido para ignorar lo que se puede pagar por los pecados propios. Sin embargo una abominable inocencia parecía limpiar el rostro de Himmelfarb de semejante sospecha.

Volvió sobre sus pasos y dijo con la dulzura del inocente, tan amarga para aquellos que la saborean:

—Preferiría que se lo diera a alguien que lo necesitara, Mr. Rosetree.

Entonces Mr. Rosetree se enfadó. Maldijo a todos los sucios judíos, maldijo su propia estupidez. Se atrevió a maldecir los riñones de su padre.

—¡Esto es lo que hago de este maldito dinero! —dijo rompiendo el billete que cayó en pedazos, sin estar verdaderamente destrozado pues su furia no le permitía un gesto tan categórico.

—¡Ahí está!

El rencor le estrangulaba la voz.

Si hubiera podido calmar la violencia de la que era la causa, Himmelfarb lo habría hecho, pero de momento aquello era imposible. La pared le impedía intervenir allá hasta donde la taquilla le permitía ver. Ni siquiera podía recoger los irregulares fragmentos que habían caído a los pies del patrón.

—Lamento haberle contrariado de esta forma.

Él sabía que la humildad puede parecer a veces más ofensiva que la arrogancia, e intentó suavizar la herida añadiendo:

—¡Shalom, Herr Rosenbaum!

Después, se marchó.

La Fiesta de la Libertad comenzó por un calor pasivo pero embriagador. El verano inclinaba las gramíneas. Las blandas copas de los sauces, rodeadas de negro, con mechones amarillentos, no ocultaban gran cosa. Habían sido tejidas unas alfombras la tarde del Seder, pero eran de un amarillo más marchito y grosero del que pueda producir la luz del verano. Además no se trataba más que de estrechas bandas, que la pesada luz a aquella hora sobre la hierba abatida y los macizos de plantas erizadas, parecía conducir hasta la casa oscura en la que el judío de Sarsaparrilla había elegido vivir.

Los vecinos ignoraron, claro está, que el propietario de la casa casi en ruinas ejecutaba ritos particulares, y desde hacía varios años el judío se aprovechaba de la libertad de aquella estación, por miedo a que el sonido de su trompeta solitaria no pareciera mezquino y endeble para celebrar lo que reclamaba la jubilación de los cobres. Sin embargo, aquel día, una efervescencia espiritual, una necesidad de comunicarse con los de su raza, el presentimiento de una amenaza inminente hicieron nacer en él la necesidad de contribuir, lo que no fue una nota aislada.

De esta forma, por la tarde, Himmelfarb se puso a instalar la mesa del Seder como lo había visto hacer otras veces. Colocó el mantel tieso de almidón que su vecina Mrs. Godbold había planchado y doblado. Con una especie de repetición mecánica de gestos que recordaba, colocó el hueso de cordero y el huevo oscurecido. Colocó la Matsa[63] el plato de hierbas amargas y la copa para el vino. Pero aquellos preparativos le entristecieron. La simple evocación de algunos de los más ricos misterios, iba a impedirle celebrarlos, a menos que fuera en su soledad o en la presencia de algunos fantasmas: las hileras de primos y de tías, el cantor Katzmann, la señora de Czernowitz, el espantoso tintorero de su juventud, a excepción de una sola que él prefería dejar sin rostro, atento a sus gestos.

En aquel momento se acordó del extraño: tenían la costumbre de dejar la puerta abierta para que entrara el que quisiera. Así pues abrió la suya y la sujetó con una piedra. Sin embargo no estaba seguro de que se atreviera a levantar la copa hasta los labios de un desconocido, por miedo a que su emoción vertiera el vino. Entonces no soportó más la presencia de su mesa, pobre decorado de teatro, con la tiesura de sus pliegues y sus símbolos de Pessah en cartón piedra. No hubiera sido ilógico que en el curso de la farsa que elaborara hubiera salido un Hanswurst del suelo y todo lo hubiera tirado por tierra. En aquella expectativa, un pájaro salió de una mata, piando. Por la puerta abierta Himmelfarb veía que una alternativa se ofrecía a la persona humana: o bien ahogarse en un océano de hierba o bien exponerse a la inmensidad del ardiente espejo del cielo.

Entonces, el judío que otras veces había intentado descubrir lo que hay por encima y debajo del hombre, sintió miedo por la idea que le esperaba. Se puso a recorrer su casa a pasitos rápidos. Allí se sentía prisionero. A su alrededor, tras el enramado de los árboles, había otras cajas que contenían otras vidas, pero todas estaban encerradas en sus ritos esotéricos o en su mística unión con la banalidad. No se habría atrevido a imponerse, y sin embargo le era indispensable entrar en contacto con otros seres.

Fue su puerta abierta la que finalmente le persuadió de que el extraño que esperaba en el umbral no era otro que él mismo. Entraría francamente en medio de las preguntas, con el olor de la canela, con las canciones. Se sentaría sin que se lo pidieran, pues era esperado.

Sólo tardó unos segundos en coger su sombrero. Tras una cierta precipitación que le hizo tropezar en las escaleras, partió bastante tranquilamente hacia su expedición. No había cerrado con llave su puerta, pero no le preocupaba.

En Sarsaparrilla, Himmelfarb cogió el autobús. Los autobuses siempre eran simpáticos, pero los trenes todavía le aterrorizaban a causa de los viajeros que cambiaban a lo largo del trayecto. Pero en Barranugli, donde le esperaba el tren, no sintió ninguna angustia. La importante decisión que había adoptado de hacer el viaje, había devuelto al judío la dulzura de la confianza. Sonreía a los rostros desconocidos y calculaba que con suerte podría llegar para el Kiddouch.

El tren partió.

Era la hora más tranquila de la tarde, cuyo suelo a sus pies estaba envuelto en una luz parecida a las flores de dientes de león. Sobre todo había señoras en el compartimiento, señoras que hablaban de recetas, de enfermedades, de la familia, de todo y de nada, saboreando sus palabras como si fueran bombones. Sus encías de un plástico color malva, relucían. Los rotos de los asientos estaban momentáneamente disimulados por recientes cosidos. El inocente perfume de las flores sintéticas llevaba a todas partes su denso olor a frutos podridos.

El judío Himmelfarb sonreía a todos los rostros, incluso a los que se ocultaban. Se sentía liberado por aquel viaje como rara vez lo había sido por la oración. Le habían enseñado que los viajes contenían una promesa, y él lo sabía, pero nunca se había atrevido a creerlo. Una promesa en la que todavía no se atrevía a profundizar. Sólo tenía unas señas, de las que había oído hablar a la hora del cigarrillo, las de la morada prometida, Persimmon Street, Paradise East. Se aferraba a aquella promesa, y pensó en ella durante todo el trayecto de aquel tren de fiesta.

Fuera, la humedad y el conformismo estaban siempre a treinta y cuatro a la sombra. Alrededor de las edificaciones, las dalias inclinaban la cabeza. ¿Cuáles eran mayores? ¿Quién podía decirlo? ¿Quién habría podido reconocer a nadie? Sin duda que no las señoras de plástico, muchas de las cuales, mientras esperaban servir a sus maridos el caldo, cambiaban propósitos por encima de la valla de su jardín, o se inclinaban sobre semanarios en los que buscaban las respuestas a sus preguntas.

Con una luz como aquélla, Himmelfarb estaba convencido de que hubiera podido encontrar muchas cosas.

Cerca de él una señora que en honor de las Pascuas se había prendido del pecho la bondad en letras de cristal, le explicó que ella enterraba bajo sus hortensias agujas de gramófono en aquellos tiempos en los que había agujas, pero ahora ya no había.

—¡Y heme aquí, una congregante, que voy a la iglesia baptista para dar gusto a mi yerno! ¿Tal vez usted es baptista?

—No —dijo Himmelfarb—. Yo soy judío.

—¡Ah! —dijo la señora.

No lo había escuchado bien pero le había parecido extraño. Su piel se recogió sobre sí misma con una cierta inquietud.

Todas las señoras —le parecía— habían dejado de respirar por un momento, babeando sobre sus dentaduras postizas. Y luego volvieron a comenzar a comadrear.

El tren llegó en seguida a la ciudad, y muchas personas, entre ellas la vecina de Himmelfarb, descendieron. Partió de nuevo más ligero, cargado con aquéllos a los que la fe les impulsaba más lejos. Antes de atravesar la bahía el judío se sentó en el borde de la banqueta. El cielo se abría ante ellos, el arca se desprendió del puerto y sin esfuerzo franquearon el agua luminosa. Una vez más se había producido el milagro.

De esta forma el judío formuló una oración de acción de gracias mientras llegaban a la otra orilla a través de un paisaje consagrado en donde las moradas prometidas comenzaban a agruparse en medio de las franjas de luz vespertina y de las hojas de extraños arbustos.

En la parada, en donde Himmelfarb descendió por din, fue acogido por toda una masa de rosas que le acompañaron todo el camino. Si hubiera sido ciego, hubiera podido caminar tanteando las rampas de rosas. La luz de las rosas se filtraba a través del tamiz de hojas, y aquel líquido dulzor le embriagaba, y se encontraba vacilante para aquel regreso al hogar. Al llegar a la verja, de lo débil que se sentía hubo incluso de agarrarse a los montantes, torciendo ligeramente el buzón metálico en forma de palomar sin palomas.

Fue Shirl Rosetree quien le vio al echar una ojeada por la ventana del edificio de ladrillos.

—¡Mira, Harry! —exclamó en seguida—. ¡Es el viejo judío! ¡A esta hora! ¿Qué es lo que busca? ¡Líbrate de él, no quiero verle!

—¿Qué viejo judío?

Se esforzó en hablar tranquilamente, ya que las emociones no le sentaban bien.

—El de la fábrica, ¡naturalmente!

—¡Pero si tú no le has visto nunca! —protestó el marido.

—Ya lo sé, pero sólo puede ser él.

En efecto, pese a sus múltiples aspectos no podía haber más que un solo judío. En él encontraba ella a su padre y a su abuelo con un mostacho postizo, a sus primos y a los primos de sus primos, así como al feto que había perdido varios años antes al subir a una carreta por la noche, para huir de un pueblo de Polonia.

Choulamite Rosenbaum se golpeó el pecho con la palma de la mano justo encima de sus senos. Demasiado fuerte; la hizo toser.

—Harry, si no haces algo, noto que voy a vomitar.

Sabía lo que eran los nervios femeninos y añadió:

—No quiero mezclarme en esas historias de judíos. Eso me pone enferma. ¡Y no he terminado de hacer las cosas! Antes era el goy, ahora este judío. Todo lo que quiero es la paz y un interior agradable.

Le hubiera gustado tener el aspecto frágil, pero cuando tenía algo contra alguien parecía más voluminosa.

—¡Vale, vale! ¿Por qué has de tener una crisis de nervios, Shirl?

—¿Que por qué? —exclamó Mrs. Rosetree—. Conozco a mi marido, ¡eso es todo!

Él mismo vacilaba, ya que el judío Mordecaï avanzaba por el camino arenoso. Arrastraba los pies, pero la postura de su cabeza revelaba una cierta fuerza.

Sonrió vagamente:

—¡Por amor del cielo!

—¡Y dale con eso! —gritaba Shirl Rosetree—. Se deja poseer por un judío porque es la tarde del Seder. ¿Y quién va a estar obligado a echar fuera al judío?

—¡No te embales, Shirl! —dijo Harry Rosetree en un tono conciliador—. Sólo vamos a decirle que estamos a punto de hacer las maletas.

Shirl Rosenbaum se echó a reír.

—¡Oh! Sea judío o cristiano siempre me toca hablar a mí, Haïm, porque tú no te atreves. Para ti es más fácil dar un buen bocado de pollo a todas las personas que se invitan. Mi pollo, gefüllter Fisch, Latkes[64] y todo lo que sigue. ¡Tú te haces el importante, el generoso! Bien ¡voy a decirle a ese viejo repelente que esta tarde ya puede largarse! Ni siquiera sabemos lo que quiere. Tenemos reservadas nuestras habitaciones en el albergue de las Montañas Azules, por Pascuas, y salimos en coche el Viernes santo después de las Estaciones.

Habría continuado de no temer parecer sacrílega a sí misma. Se miraban uno frente a otro, tan absorbidos en los abismos de la situación que no notaron el sudor que fluía de cada uno de sus poros. Además, ambos se habían vuelto amarillos.

—Las monjas nos han dicho que nunca hay que encolerizarse —dijo Rosie Rosetree que acababa de entrar.

Crecía pero seguía siendo delgada.

—Mejor que te enseñasen a ser educada —dijo su madre—. Nadie se ha encolerizado.

—Es un señor que llega —añadió el padre.

—¿Qué señor? —preguntó Rosie bizqueando entre las tablillas azul pálido de la persiana veneciana.

Las personas no le interesaban.

—¡Puedes preguntárselo! —no pudo evitar exclamar su madre riendo en un tono nuevo, jovial y desencantado.

El padre profería sonidos que no explicaban nada.

El rostro de la niña estaba muy cerca del extraño, pues sólo les separaba la persiana. Ella le examinó de arriba a abajo.

¡Qué mal vestido está!

Luego se marchó, pues todo aquello no le interesaba ya. Para ella la caridad era una abstracción, todo lo más una virtud que no había encontrado una razón para adoptar. Era algo muy hermoso como decían las monjas, pero perfectamente superfluo.

Sin embargo su padre era gentil.

Había abierto la puerta y decía con una voz completamente cómica, fuerte pero clara:

—¡No esperábamos su visita, señor Himmelfarb!

El mecanismo de las relaciones sociales había comenzado a funcionar.

Allá donde Himmelfarb había pensado que una explicación sería inútil, comprobaba que había de dar las razones de su llegada. Pero no en seguida… Estaba demasiado fatigado… Esperaba simplemente que ellos pudieran compartir en la alegría la conciencia de su credo común.

—Si me lo permite voy a sentarme un poco —dijo el visitante que se dejó caer bruscamente sobre un pequeño taburete de madera que Mrs. Rosetree no destinaba a aquel uso.

Su marido intervino:

—Sí, siéntese un poco y descanse. Tiene aspecto fatigado.

Pero Mrs. Rosetree se acercó. Su ropa de casa, de uno de esos colores que ella tenía a veces la buena fortuna de elegir, no sólo disimulaba sus encantos, sino que creaba una atmósfera de drama, casi de tragedia. Se había arreglado las manos al principio de la tarde y tuvo la idea de apartar de nuevo los dedos en la tradicional actitud de culpabilidad. Parecía como si de sus uñas brotara la sangre.

—Lamento que mi marido se haya expresado mal, señor Himmelfarb —dijo Mrs. Rosetree.

Nadie había hecho las menores presentaciones, pero aquello carecía de importancia, ya que ahora cada cual sabía el papel que habría de interpretar.

Mrs. Rosetree continuó:

—Él hubiera debido explicarle que teníamos la intención de ausentarnos por Pascuas. Pasado mañana es ya viernes santo; sin duda usted lo sabe.

Mrs. Rosetree sonreía para facilitar lo que iba a decir, y el rojo con el que se había pintado los labios brillaba como si fuera sangre esparcida.

—No quisiera dar la impresión de que niego la hospitalidad a nadie. Pero usted sabe lo que es cerrar una casa, señor Himmelfarb. Hay tanto que hacer… ¡Además, con los niños! Ni siquiera hay tiempo de abrir una lata de conservas. En la cocina no me queda ni una miga… No merece la pena dar de comer a las ratas y coger una ictericia a nuestro regreso.

A intervalos regulares la cabeza de Mrs. Rosetree estaba completamente erizada de pequeñas horquillas destinadas a fijar sus ondas.

Harry Rosetree no tuvo más remedio que admirar a su mujer por el materialismo que siempre mostraba, y que él sólo practicaba en los negocios. Es cierto que Shirl consideraba la vida cotidiana como él sus negocios.

Mirando por encima de la cabeza del viejo judío, propuso:

—Tal vez se podría tomar algo para celebrar la ocasión…

Un sonido indeciso salió de la garganta de Mrs. Rosetree:

—Sea ocasión o no, es mejor que siga sentado tranquilamente en su silla. No es bueno para las personas de su edad llenarse de alcohol después de un esfuerzo. Yo no se lo daría ni a mi padre, temería que le sentara mal.

Y después, con el aire de haber dispuesto una ofrenda sobre un altar, Mrs. Rosetree se fue, para dejar que las cosas se arreglaran solas.

Así pues Haïm ben Ya’akov se quedó solo con el judío Mordecaï en aquella velada del Seder.

En ausencia de toda celebración religiosa, no había nada en su casa bien provista, que pudiera ofrecer a su huésped. Por otra parte era posible que la casa ya no le perteneciera, que nada le pudiera pertenecer a un judío, aparte de su propia piel y algunas verdades tradicionales.

El extraño no intentó negarlo. Sentado, con la cabeza gacha, estaba en un estado de aparente agotamiento, o de aceptación, y demasiado pasivo para sugerir lo que sin embargo brotaba claramente de toda su persona.

Por eso Harry Rosetree, que en todo caso no era judío, comenzó a impacientarse, incluso a irritarse. Sobre el suelo de madera barnizada, los zapatos del extraño tenían una perezosa resignación que se hacía exasperante.

En aquel momento Himmelfarb levantó los ojos como si tomara conciencia de la desagradable situación en que había colocado a su interlocutor.

—Voy a irme —dijo sonriendo.

Harry Rosetree encontró más fácil responder:

—Y bien, Himmelfarb, su visita ha sido una sorpresa, ¡es lo menos que puedo decirle! Pero el mundo no cesa de girar. Perdóneme un momento, he de regar unos arbustos antes de la noche.

Mr. Rosetree conocía en efecto las costumbres del barrio en el que vivía entonces.

—Pero descanse todo lo que quiera. A su edad no hay que jugar con la salud.

Himmelfarb continuó sentado en la entrada, que era menos una habitación que un medio de proteger de los intrusos a los habitantes de la casa cuya fuerza no podía ser puesta en duda mientras permanecían invisibles. En aquella hora la luz se debilitaba. Las superficies pulidas se oscurecían ya, pero el reflejo de la opulencia y todos los ruidos de la prosperidad se manifestaban aún en las profundidades de la casa.

En seguida apareció un muchacho. Ya era mayor, pero nada fuerte. En aquella luz los contornos de su cara brillaban como la cera amarilla. No obstante recordaba a los cirios o a un rodillo.

El niño, que no esperaba encontrar a nadie, frunció el ceño.

Himmelfarb sintió gratitud por aquella presencia y no pudo evitar decirle:

—El niño Bar Mitzwah.

—¿Qué? —exclamó el muchacho acentuando su mueca.

Tenía la impresión, sin estar completamente seguro, de que debía formalizar sus palabras.

—Tienes trece años —dijo el extraño con un aspecto de convencimiento.

El muchacho asintió con un movimiento nervioso.

—¿Cómo te llamas?

—Steve.

No iba a eternizarse allí.

—¿Y el otro? —insistió el hombre—. ¿Cuál es tu nombre verdadero?

La garganta del muchacho se crispó.

—¿Uno de los nuestros?

El muchacho estaba profundamente disgustado, lleno de horror. Odiaba a aquel loco que le esperaba en la entrada, y pisando sobre sus sandalias de goma, se marchó sin responder.

No había nada más con lo que el extranjero pudiera identificarse, y se hubiera marchado si sus piernas hubieran podido sostenerle.

Pero entró una chiquilla, menuda y con aspecto nervioso. Sus cabellos estaban cortados en pequeños bucles bailarines.

—Buenas tardes. ¿Tú eres la niña?

—Sí —respondió ella rápidamente. Aquello en efecto carecía de importancia—. Acabo de leer la vida de la pequeña santa. Teresa —dijo, pues le gustaba hablar de sí—. Es muy bonita. Es mi libro preferido. Pero todos los santos son interesantes.

—¿Conoces a los de Safed y Galitzia?

—No. Nunca he oído hablar de ellos. Ésos no son verdaderos santos, santos católicos.

Aquello mismo carecía de importancia, y se acercó a él para confesarle:

—Rezo para tener vocación ¿sabe? Cuando se reza mucho, le conceden a uno lo que pide. Quisiera que la sangre brotara de mis manos.

En la penumbra ella se frotaba las palmas delgadas, pero sonó el teléfono, y como su madre llegaba, ella ocultó las manos.

Mrs. Rosetree que aún no se había quitado la bata cuyo color iluminó bruscamente en el espíritu del viejo agotado el eterno viaje, desenredó cuidadosamente el hilo del teléfono y se llevó el aparato para poder hablar libremente. Sin embargo el azul ardiente de su trasero permaneció visible.

—¿Diga? Éste es el JM3… ¡Marge! ¿Qué hay, Marge? No sé qué es lo que pasa. ¡Habla más cerca del aparato!

La pequeña hizo una mueca:

—Es la amiga de mamá. ¡Es una latosa!

—¡Pero yo te habría dado un telefonazo, Marge! —protestaba Mrs. Rosetree—. Sólo que he ido a casa del peluquero…, eso, no iré más, eso es. Su mujer está enferma. Siempre lo mismo. Todas las veces…

La niña se apretaba contra el desconocido en la sombra.

—¿Sabe usted lo de santa Teresa y las rosas? Yo creo que he visto una rosa una vez. ¡Una blanca!

—No, no, Marge. Te habría dado un telefonazo, pero he estado en el cine. Sí. Una historia de amor. ¿Que qué es lo que contaba? No gran cosa, pero me gustó…

En el crepúsculo las rosas de papel se estremecían alrededor de Himmelfarb. Las voces del amor exhalaban un perfume de heliotropos sintéticos.

—Sí, Marge —decía Mrs. Rosetree riendo—. Yo también necesito mi ración de amor.

—¿Por qué me hablas de todo eso? —murmuró Himmelfarb a la pequeña—. ¿De las rosas y las llagas?

—El Viernes santo, sí. Después de recorrer las Estaciones… Sí, —continuaba Mrs. Rosetree con una gran paciencia—. ¿Qué quieres, Marge? Tenemos obligaciones religiosas. Es algo que no comprenderás nunca si no lo sientes en ti misma.

La chiquilla reflexionaba mordiéndose los labios.

—Me gusta mucho hablar de vez en cuando… A las personas que no volveré a ver nunca.

Se había olvidado ya de su confidente, pero le condujo por un momento en el torbellino de su exaltación particular.

—Además —dijo ella riendo—, usted tiene el aspecto de venir de otro mundo.

—¡No, Marge! —insistía Mrs. Rosetree—. No hay nadie. ¡Seguro! Sí, hay un tipo que ha venido, pero ya se va… Nadie… Sí, ¡ya te digo que se va!

Era tan cierto que el extraño se levantó y desapareció. La puerta había permanecido abierta desde su llegada.

Cuando Mrs. Rosetree acabó su conversación, regresó con el teléfono.

—¡No me digas que ese tipo se ha ido! ¿Qué es lo que le has hecho?

La pequeña, que no se molestaba en responder a sus padres, continuaba frotando el cristal de una ventana con el dedo.

—¡Cuando estos viejos judíos le caen a uno encima, no hay nada que hacer! —explicó Mrs. Rosetree.

—¿Era un judío? —preguntó la niña.

—¡Claro que era un judío!

Mrs. Rosetree hablaba y reía tan dulcemente que no parecía hacer alusión al extraño, sino a alguna parte secreta de su cuerpo, que ella no mencionaba más que ante el médico, su útero, por ejemplo.

—¡Como Nuestro Salvador! —exclamó la chiquilla que empezó a verter lágrimas en la certeza de que nunca conocería el milagro tanto tiempo esperado.

—Vamos, Rosie —dijo su madre—. Voy a ir a buscar la magnesia con bismuto. Llorar por nada. Tal vez es la edad —suspiró antes de irse, dulcemente, tiernamente, a la cocina para calentar un guisado de ave con Kneidlach[65] y para degustar el hígado de pollo desmenuzado que la mujer de la limpieza había aprendido a espachurrar no sin dificultad.

Si su marido no iba —lo que hacía por costumbre desde que percibía el olor de la cocina— era porque todavía estaba en el invernadero. Por ir al invernadero había cortado también la conversación con Mordecaï antes de su partida. Aquel invernadero, con esas armaduras que Mrs. Rosetree había deseado tanto hasta el día que las tuvo, fascinaba a Harry, y además le ofrecía un refugio que nunca había sido tan necesario como aquella parte mientras que las estrellas familiares aparecían entre las ramas, y se escuchaban los pasos del visitante alejarse sobre la grava.

En el extremo del balcón que colgaba sobre la calle estrecha en donde vivieron en otros tiempos, entrecruzaban algunas ramas para hacer una especie de tosco tejadillo. Además, allí se colocaban los cubos viejos e incluso durante la Fiesta de las Cabañas se sentían los relentes del agua grasa. Allí instalaban sus colchones y todos los miembros de la familia se tumbaban en ellos, con su sangre casi confundida. Durante la época de Souccoth, casi nunca abandonaban su tabernáculo, salvo si empezaba a llover y el agua los dispersaba. Entonces los viejos tanteaban recíprocamente sus vestidos para ver los estropicios. Pero generalmente todas las noches de Souccoth las pasaban allí tumbados, con el olor del agua de los cubos. El abuelo gimoteaba, roncaba, se tiraba pedos, y el muchacho Haïm ben Ya’akov miraba aquellas mismas estrellas.

—¡Harry! —llamó Mrs. Rosetree—. Mi sopa se va a enfriar. No has de temer nada, ya se ha ido. ¡Vamos, Harry! Vas a coger frío de estar ahí fuera.

Cuando Himmelfarb volvió a pasar por las calles de Paradise East, los cordones de las rosas se habían desintegrado. También las casas habían desaparecido, pero las ventanas se habían materializado en rectángulos de luz, demostrando así que no siempre muere todo. Llenos de aquella certeza o de su tajada de la tarde, los agentes de cambio sentían dar vueltas a su vientre como otros tantos gasómetros. Con el dedo sobre la extremidad de su manga de riego para mejor dispersar el chorro, discutían de los respectivos méritos del thuya orientalis y del retinospera pisifera plumosa. Todos los jardines de Paradise East estaban plantados para la posteridad, todas las casas concebidas por una ventana, como estrangulada por su boa de rosas, y fue tan inesperada que el ruido parecía provenir del otro extremo del barrio.

Himmelfarb llegó a la estación y cogió el trenecito que de nuevo parecía esperarle para conducirle a aquel país del que les estaba prohibido huir a los rehenes como él.

No se quejó; fue el tren quien, traqueteante y refunfuñante, comunicó a su cuerpo todavía pasivo la atmósfera de la noche y de la desolación. Las señoras de plástico, claro está, habían tenido colores demasiado delicados para durar. Por la tarde eran los hombres quienes llenaban con su ruido el tren. Las palabras que cambiaban habrían parecido brutales si no hubieran sido ya usadas a fuerza de ser empleadas por aquellos delgados pelirrojos, o por aquellos otros gruesos morenos cubiertos de pilosidad como los asientos de los vagones. Mientras que el tren les sacudía, se percibía un olor a cacahuetes, a húmedas bolsas de papel, a cerveza y a túneles.

De vez en cuando, en las curvas, el tren amenazaba con inmiscuirse en la vida privada de las personas. En la cocina de muchos hogares, los caballeros en camiseta se dedicaban a atacar salchichas de plástico, las señoras lánguidamente esparcían los spaghettis que antes tan cuidadosamente habían colocado sobre las tostadas, y las hijas, más elegantes que su madre, se daban prisa en acabar, ¡en acabar de una vez por todas! A su alrededor, el genio de la grasa de buey daba vueltas en su traje azul, pero toda hechicería estaba ausente. Y en estrechos dormitorios, muchachos aliviados abandonaban su pegajosa contemplación de alguna vieja foto de pin-up y se disponían a explorar las tinieblas.

El tren surgió en la noche y permaneció milagrosamente suspendido por encima del agua. En los compartimientos, excepto el judío, nadie parecía darse cuenta que regresaban a una esclavitud que verdaderamente nunca habían dejado. Pero el judío sabía que nunca debía esperar otra cosa.

El tren penetraba en la ciudad que unos cuchillos habían partido y repartido con todos sus jugos rojos, verdes y violetas. Todos los jarabes de los sorbetes de frutas manaban por las calles que dulcificaban. El jarabe de neón coloreaba los charcos de vomitona y orina de los marinos. En aquella luz, los ojos de los hombres más jóvenes entre todos aquellos de gabardina, tenían un azul más cegador, más ciego, y a veces incluso estaban consumidos. Las abuelas de los tintes azules se volvían violáceas desde la raíz de sus cabellos hasta el bajo de su pantalón, no de vergüenza, sino de neón, y sus senos ardían por recobrar la elasticidad de su juventud, o por el contrario se afirmaban redondamente como orinales de cemento armado. En cuanto a las muchachas, eran indispensables. Dando un leve paso, detenidas en un rincón de la calle, o colgadas de un brazo, eran la encarnación de los deseos sugeridos por los melones de los escaparates, como si los pensamientos de los hombres de gabardina hubieran surgido de la ceniza al fondo de sus mejillas, y se hubieran por fin revestido de carne violeta, roja u ondulosamente verde. También estaban los niños que continuaban lamiendo su chupete bajo el neón hasta el día en que supieran leer la hora en que llegaría el momento de chupar otros bombones.

Todo a lo largo de los hilos de magnesio se agitaba el tren ebrio. Como también la noche estaba ebria, las víctimas que había simulado acoger se veían obligadas a imitarla. Himmelfarb estaba ebrio, pero moderadamente, ya que todavía no había vomitado. Liberado de la atadura violeta a veces se bamboleaba, y a veces, proyectado hacia adelante, observaba.

Mientras la oscuridad escupía chispas, y un sucio sudor corría sobre los músculos de asfalto, los tranvías confusos se sumergían en el aire agobiante como en túneles, aplastando cápsulas de botellas y céntimos de bronce, sin dejar de vez en cuando de arrancar un brazo a su articulación chirriante. Pero finalmente llegaron bajo las adelfas en donde la brisa emitía unos ruidos de ventosa, y Sodoma no era más dulce, más sedosa en aquella noche, que los jardines de Sydney al borde del mar. Las calles de Nínive no recordaban tal estrépito de metal. Las aguas de Babilonia no eran más tristes que las olas que iban a morir sobre una playa pisoteada, entre los desperdicios y los preservativos.

Por un momento el tren en que Himmelfarb, recogido en sí mismo, iba a llegar al punto de partida, se tiró un pedo sonoro y se detuvo.

Un hombre gordo, sentado en el asiento de enfrente, acabó de atiborrarse de patatas fritas y exclamó:

—¡No te preocupes, Matilde!

Después se puso a hurgar en un puré de patatas, frío.

Pero el viejo de extraño aspecto no comprendía el chiste. Prefería escuchar la radio que cantaba en la noche inmovilizada una canción que el glotón de patatas no se molestó en identificar:

«¡Oh, ciudad de los besos elásticos y de los sueños retractados!», cantaba el estribillo.

«¡Oh ríos de vómitos, pequeñas colinas de concupiscencia, oh inmensas llanuras satisfechas!

¡Oh gran cuerpo enfangado, ¿cómo te redimirás, ahora que tu alma es un blanco cacahuete comido por los gorgojos?!

¡Oh, ciudad de-de-de…!».

Pero el tren apagó su voz. Todavía marchó bastante tiempo, y por último el judío se vio a punto de llegar al camino —la avenida— en que vivía. Ahora temblaba y tropezaba entre los arbustos de páspalo que intentaban obstaculizarle el paso. Sintió ganas de llorar al pensar en todo lo que había visto y vivido aquella tarde, y no tanto porque esas cosas existían sino por lo que ellas habían hecho nacer en su propio corazón.

Llegó por fin a su puerta, y en el montante buscó la Mezuzá para tocarla, para tocar la Chema. No es que esperase ser socorrido, pero sí que se le aplacara el odio.

El milagro se produjo casi en seguida: vio acercarse una luz, danzarina y vacilante, a medida que el que la llevaba avanzaba por el desigual suelo. La distancia, las sombras, la misma luz se acabaron, e Himmelfarb reconoció la silueta de Mrs. Godbold provista de la vieja lámpara que ya le había visto utilizar cuando salía de noche.

—Le esperaba, y le he oído entrar. Perdone que le moleste, pero es que…

Estaba confundida.

Himmelfarb no se sentía lo contento que hubiera podido estar. El amor que debía a toda criatura era aún miserable y estaba herido.

Entonces se dio cuenta de que su vecina llevaba una bandeja sobre la que había algo oscuro.

Mrs. Godbold bajó los ojos. Aquella rudimentaria luz la confería una inquebrantable solidez, y sin embargo una blanca transparencia transformaba su piel generalmente opaca.

—Es cordero, señor —explicó a la vez segura y estremecedora—. Una señora nos lo da todas las Pascuas.

—¿Cordero? —repitió Himmelfarb con una especie de desesperación, notando que le subía una náusea procedente quizá de un incidente pasado, sin que por el momento pudiera recordar de cuál se trataba.

—Sí —dijo ella.

Después repitió:

—¡Por Pascuas! ¿Ha olvidado usted que pasado mañana… no, mañana ya, es el Viernes santo? La fábrica cerrará. Hay que pensar en abastecerse para algunos días.

—¡Oh, sí! ¡La Pascua!

La turbación de Mrs. Godbold regresó. Bajó los ojos hacia lo que contenía la bandeja y que todavía no había explicado.

—La señora nos da toda la paletilla —dijo enrojeciendo al resplandor de su lámpara—. Pero este año nuestro perrito se ha comido un poco. ¡Oh, casi nada! Hemos podido recuperar toda la parte de arriba para nosotros, y como la de abajo no ha sufrido nada, se la he traído para usted. ¡Pensé que quizá se alegrara de darse una pequeña comilona!

—Por Pascua.

Su garganta estaba como paralizada y no pudo más que repetir las palabras de Mrs. Godbold que añadió sonrojándose:

—No sólo por eso. No existe una época en la que uno pueda pasarse sin comer.

Entonces él cogió la bandeja que le ofrecían. Las largas sombras creadas por los sobresaltos de la lámpara les daban a ambos un extraño aspecto.

Él se puso a hablar con pequeñas frases rápidas, nerviosas, entrecortadas, asomando entre sus labios el extremo de su lengua.

—Usted va a estar contenta.

Buscaba cuidadosamente sus palabras:

—Sin embargo, creo que no serán unas verdaderas vacaciones para usted. Pero a causa del sentido de todo esto…

—¡Oh! —respondió ella—; siempre estoy contenta en Pascuas pues, por lo que nos dicen, es el fin del sufrimiento… ¡Al menos por algún tiempo!

Temiendo haber expresado un punto de vista demasiado personal, continuó vivamente:

—Pero en Inglaterra las Pascuas eran verdaderamente Pascuas. ¡Con todas sus flores! ¡El olor de todas sus flores! Los narcisos, las anémonas blancas que se recogían en el bosque. ¡Y los endrinos!

Recordaba aquellos alegres descubrimientos:

—Creo que es aquello lo que prefería. Ninguna flor es tan blanca como ésa. Los niños la recogían a veces para decorar el altar. Estaba bonito cuando encendían las velas. ¡Cómo vivo! Se tenía la impresión de que renacía el mundo entero. Todas aquellas ramas de endrino tenían el aspecto de un árbol en flor sobre el altar de nuestra iglesia. No era muy grande, pero el día de Pascua sabíamos que Nuestro Señor había resucitado.

La voz de la trompeta que manejaba Mrs. Godbold era solitaria pero sincera.

—Claro está que no necesitábamos todo aquello —añadió vivamente—. Aunque todas las flores hubieran estado marchitas lo habríamos sabido igualmente.

Entonces el judío inclinó la cabeza.

Pero ella lo notó y sus palabras se dirigieron a él:

—Perdóneme. Le estoy haciendo perder su tiempo. No podrá levantarse temprano. Este cordero no es gran cosa, pero se lo doy de corazón, si usted quiere aceptarlo.

Himmelfarb entró cuando ella se hubo marchado, encendió la luz que inundó la habitación casi vacía y se dio cuenta de que debía afrontar lo que quedaba sobre su mesa del Seder. Nada había cambiado, pero las horas que habían transcurrido parecían haberse fijado y haber hecho un símbolo, no del regocijo, sino de la lamentación. O mejor, parecía que allí se encontraba la tumba de todos los que, como él, no habían sobrevivido al viaje de regreso y de los que él, resucitado de entre los muertos, no era el guarda. Lo sabía, lo sabía. Tocó la tierra de Egipto que el tiempo había oscurecido, y las hierbas nunca tan amargas como los hechos. Estaba seguro de todo aquello.

Y después, el judío vio que todavía tenía la bandeja de Mrs. Godbold y que el maldito hueso de cordero que le había dado su vecina era idéntico al que aquella tarde había puesto él sobre su mesa del Seder.