Todos los días Himmelfarb cogía el autobús para Barranugli. Se sentaba delante de su perforadora en la fábrica Rosetree, en donde contribuía a la fabricación de los faros Brighta. Bajo las ventanas corría el lento río verde, pero las ventanas eran demasiado altas para que se pudiera verle y a veces el judío, que al principio había sido sensible a aquella corriente de agua verde, no se fijaba en ella ni siquiera cuando salía de su trabajo. La recorría a lo largo hasta la parada del autobús y ya no era más que una sinuosidad verde, un símbolo de río.
Un día el encargado, Enrie Theobalds, que acababa de recibir una buena prima, tuvo un gesto de cordialidad hacia el judío.
—¿Cómo va eso, Mick?
—Fenómeno —respondió el judío en el lenguaje que se le había hecho familiar.
El encargado, que lamentaba ya su primer movimiento, se aproximó aún más. No era un mal individuo.
—¿No tienes amigos?
El judío se echó a reír.
—Yo soy amigo de todo el mundo.
Se sentía extrañamente, agradablemente sosegado, como si aquello pudiera ser verdad.
Pero eso le chocó al encargado y le hizo sospechar.
—Vale, hombre. Es un gesto. Pero aquí no hay oportunidades de que te miren con buenos ojos si no tienes un compañero, ¿te das cuenta? Te lo digo como lo pienso.
Himmelfarb rió de nuevo —la mañana le hacía despreocupado— y respondió:
—La Providencia será mi amigo.
Mr. Theobalds se quedó horrorizado. No podía aguantar las palabras importantes. Sintió gotitas de sudor que se escurrían a lo largo del vello de sus sobacos.
—Vale. No hablemos más.
Y se marchó como si fuera pisando huevos.
Apenas el encargado se hubo ido cuando Himmelfarb deseó salir corriendo tras él, ponerle la mano en el hombro y mirarle cara a cara, pero no hubiera podido explicar la estúpida alegría que le había invadido. Pero ya estaba demasiado lejos la silueta convencida de su importancia, con los codos plegados y flexionadas las rodillas.
Por otra parte era exacto, como lo había observado Enrie Theobalds, que el judío no era amigo de los de su sexo, y sin embargo había hecho varios intentos desde su llegada al país. Con ese deseo cogía el tren o merodeaba por las calles de la ciudad. Algunos le habían pedido consejos o dinero, que él les había dado en la medida de sus medios. Unos lo habían aceptado como si fuera su obligación, otros parecían considerarle como un enviado del cielo, aunque él se había visto obligado a ocultarse para impedirles ser víctima de su presunción y ahorrarse él mismo la vergüenza. Otros incluso le tomaban por un homosexual, y le maldecían cuando él les reanimaba de sus vómitos. Una o dos veces, a la puerta de las sinagogas los sábados, había hablado con los de su raza. Más desconfiados que todos los demás, se mostraban terriblemente afables, luego cogían del brazo a su mujer que esperaba acariciando su visón y subían en su coche y regresaban a sus casas de ladrillo en donde esperaban estar a resguardo.
Himmelfarb permanecía pues sin amigos.
—Sin compañeros —dijo dulcemente.
De repente se acordó del negro, con el que todavía no había hablado, y que aún estaba en la fábrica. Todo el mundo decía que era un gandul, pero el puesto parecía gustarle. Después de una curda solía llegar con un ojo amoratado, o una magulladura verde o amarilla. Un bruto, eso es lo que era, un bruto al que la gente que se respetara no podría tocar más que con pinzas.
Sin embargo, entre él mismo y aquellos despojos —ahora se había dado cuenta— se había formado una extraordinaria alianza negativa, si así se puede describir a algo tan sólido, a todo un estado informulado, tan silencioso y elocuente a la vez. ¡Cómo sentía aproximarse al aborigen! ¡Cómo se presentaba ante su silencio! ¡Qué bálsamo representaban para sus respectivas heridas cuando pasaba uno cerca del otro!
Era ridículo, y como ambos sentían vergüenza, se daban la vuelta y volvían a comenzar la espera. A veces el aborigen silbaba con un aire burlesco un estribillo popular escuchado en la radio, cuya vulgaridad acentuaba inflando exageradamente los labios, como si quisiera destruirlos. Pero él sabía perfectamente que su amigo, el Gran Narigudo, no tendría dudas.
Hubieran podido tenerlas allí. Después de todo, cada uno en su tiempo, ambos habían conocido el cuchillo.
Y después, un día, durante la pausa del cigarrillo, Himmelfarb fue al lavabo cuya puerta cubierta de garabatos, el cemento húmedo y la sucia porcelana se le habían hecho familiares. Sentado inclinó la cabeza. Los burbujeos del depósito de agua y el gotear de un grifo mal cerrado calmaron los latidos de su cráneo.
Aquel momento de descanso lo pasaba a menudo en los lavabos, a donde no iba nadie antes de que volviera a empezar el trabajo. Permanecía allí sentado, sin moverse, pero aquella vez su mano se posó sobre un libro que alguien había dejado sobre el banco. Himmelfarb tenía la costumbre de leer todo lo que se ofrecía a sus ojos, pero aquel día la sorpresa le invadió desde que comenzó:
«Y vi un viento de tormenta que procedía del norte y una gruesa nube rodeada de un resplandor, un fuego del que brotaban rayos, y en medio del fuego un rayo de ámbar.
»Y en el centro distinguía algo como cuatro criaturas vivas cuyo aspecto tenía forma humana.
»Y cada una tenía cuatro caras, y cada una tenía cuatro alas…».
Pero ya no era su propia voz lo que escuchaba el judío más allá de la locuacidad del depósito y del ruido cada vez más incisivo del grifo que goteaba. Era la voz de Israel, demasiado grave y desoladora en su continuidad. Se hubiera creído estar escuchando la voz de Cantor Katzmann. No obstante, la voz no intentaba ya revestir a aquellas criaturas vivas de un resplandor alegórico o del oro de Babilonia. Estaban hechas de la carne de los hombres, con la careta de las gárgolas humanas, la piel jabonosa cuyo sudor había dilatado los poros, la boca empequeñecida por la prueba y el error, los cabellos muertos de los hombres vivos agitados por el viento del destino.
El judío leía y escuchaba:
«… cada una tenía dos alas, que se unían la una a la otra, y dos alas que cubrían sus cuerpos…».
Pese a esto, él había observado y conocía de memoria las venas de los cuerpos ocultos.
Ahora los labios del pasado pronunciaban las palabras un poco más rápidamente como si la boca se hubiera adaptado a la aceleración del tiempo. Por otra parte el tiempo se reducía. Las correas se tensaban, en el taller se escuchó un chasquido de cuero y el roce del metal grasiento.
Pero él no podía interrumpir su lectura:
«… y cuando las criaturas se acercaron, las ruedas avanzaban junto a ellas; y cuando ellas se elevaron por encima de la tierra, las ruedas también se elevaron…».
Cuando las máquinas se liberaron en el taller, la habitacioncita tuvo un sobresalto de rebelión en seguida ahogada y resignada. En el estrépito mecánico ya no se oía la voz del depósito de agua ni la del grifo.
Pero la voz del judío continuó su lectura. Había recobrado su timbre aquella voz y dominaba el murmullo de las renacientes máquinas.
«… Y lo que estaba por encima de sus cabezas parecía una bóveda resplandeciente como el cristal…».
En este momento entró el aborigen; iba a buscar algo que se había dejado olvidado.
Desde que se vio sorprendido, se inmovilizó y empezó a mecerse sobre las plantas de sus pies normalmente planos y fofos. Vacilaba.
El judío estaba radiante.
—¡Es Ezequiel! —dijo olvidando el convencionalismo que le prohibía dirigir la palabra—. ¡Alguien lee a Ezequiel! Acabo de encontrarlo sobre el banco.
En su alegría dejaba escapar gotitas de saliva.
El negro permanecía allí plantado, manejando una bolita de algodón que hacía pasar de una mano a la otra.
—¿Es suyo? —preguntó el judío.
El negro hizo entonces algo sorprendente: habló.
—Sí —reconoció—. Es mi libro.
—Entonces ¿usted lee la Biblia? ¿Y los demás profetas? ¿Daniel, Esdrás, Oseas?
Le impulsaba un irresistible entusiasmo.
Pero el negro no parecía querer dejarse prender por segunda vez. Sus labios eran gruesos y desagradables.
—Sería mejor volver a bajar ahora —dijo con un movimiento de cabeza en dirección de la escalera.
—Sí —dijo el judío.
El aborigen se hizo cargo del libro y lo disimuló en lo que parecía ser un paquete.
Himmelfarb estaba hechizado. Sonreía, con esa amplia sonrisa interior que exasperaba a los que estaban excluidos de ella.
—Es interesante —dijo por fin—. Pero no le haré más preguntas pues ya veo que no lo desea.
—¿Adónde nos conducirían? —dijo el aborigen encogiéndose de hombros—. He sido educado por ese tipo, el pastor, eso es todo. Leo la Biblia de vez en cuando, pero no por las mismas razones que él. La leo porque me lo imagino todo, y además ¡es una forma de pasar el tiempo!
Todo aquello fue dicho con una voz sorprendente, de sonoridades profundas e inesperadas.
Después, ambos hombres regresaron a su trabajo, ya que las máquinas que sacudían la fábrica hasta los sótanos parecían burlarse de ellos.
Cuando estuvo sentado de nuevo en su perforadora, agujereando y volviendo a agujerear la plancha de acero, el judío se preguntó si sus relaciones serían modificadas por lo que acababa de pasar. No lo creía. Era como si hubiera sido demasiado prolongada su sujeción al molde originalmente impuesto. Quizá sería intensificado un cierto calor mutuo que existía; de eso se daba cuenta el judío todas las veces que pasaba el negro por su lado. Algo casi tangible existía entre ellos, pero casi nunca volvieron a cambiar palabras.
A veces, el más joven de los hombres emitía un vago gruñido, y el otro replicaba con un ligero gesto de cabeza. Si se buscaban se sorprendían incluso de hacerlo, y un día el negro dirigió una sonrisa, pero no a su amigo, sino a cualquiera que hubiera querido aceptarla. Si aquélla le había llegado a Himmelfarb, había sido por pura casualidad: había de tomarla —así lo comprendió— como una demostración de completo despego.
No obstante, aquello calentó de nuevo el corazón de Himmelfarb, animándole a observar a aquel hombre con el que poco a poco se encontraba relacionado de una manera singular, por su silencio y quizá también por su vocación. Hubo una segunda ocasión en que, llegando juntos a la verja, y obligados a salir en el mismo momento, no pudo evitar dirigirse al negro.
—El día que hablamos —se arriesgó a decir— olvidé o mejor, no tuve el tiempo de preguntarle su nombre.
El aborigen quiso encerrarse de nuevo en su mutismo, pero cambió de opinión, sin duda al darse cuenta de que no había ninguna trampa en aquello.
—Dubbo —respondió rápidamente—. Alf Dubbo.
Y se marchó con la misma ligereza. Aquel día estaba contento. Cogió una piedra y la hizo saltar sobre la superficie del río. Permaneció un momento con los ojos semicerrados, mirando al sol cuya luz iba a quebrarse sobre sus grandes dientes. Se hubiera dicho que sonreía, pero sin duda se trataba de una concentración de la luz sobre su excelente dentadura.
Alf Dubbo había sido educado en un pueblo al borde de un río que jamás se secaba y que, en la mala época, desbordaba sus márgenes e inundaba los barrios bajos. El río interpretó un papel importante en la infancia del muchacho, e incluso cuando abandonó su pueblo natal pensaba sobre todo en las sombrías riberas del río marrón con sus cortinas de hojas brillantes y los cantos pulidos que él recogía buscando aquellos que tenían formas bonitas. Al atardecer el río le atraía, y le gustaba quedarse cerca de un remanso en donde la gente de la localidad había instalado un parque. Los nudos anaranjados de los grandes bambúes se hacían más visibles en la penumbra, y el brillante follaje de los árboles indígenas parecía recubrirse de un verde más intenso. Su querido río oscuro hendía la tarde. Algunas mujeres negras iban a reunirse al borde del agua, vestidas con trajes que las blancas ya no querían o con ropas chillonas y baratas que salpicaban la tierra oscura con sus flores cuando se tumbaban para esperar en medio de sus risas. ¿Qué conseguirían pescar aquella tarde? Los jóvenes blancos arrastraban consigo familiares y viejos borrachos. Los unos y los otros tenían los bolsillos bien repletos, y generalmente una botella o dos.
Un día había visto a una chica dejar su traje en las manos de un hombre y sumergirse en el agua en donde los rasgos de su cuerpo negro desaparecieron en la oscuridad. Pero aquello era raro, aunque también excitante. Sin embargo él se marchó.
Mrs. Pask le esperaba en la puerta de la cocina.
—¿Dónde estabas, Alf?
Bajo la tela que cubría su jaula, el loro repitió:
—¿Alf dónde estabas? ¿Alf dónde estabas, Alf? Alf.
¡Todavía no dormía!
—En el río —respondió el niño.
—¡No es un lugar para estar a semejante hora! Mr. Calderon te busca. Quiere que le conjugues un verbo en latín. Pero antes hay que hacer una o dos cosillas. No olvides que los muchachos serviciales son después los más solicitados.
Alf cogió el estropajo para limpiar las tazas. Mientras que ella aclaraba la vajilla, él soñaba esperando que se olvidaran del verbo latino.
Alf Dubbo no había nacido en aquel pueblo, sino a alguna distancia de allí, en una reserva situada cerca de un remanso de su querido río. Su madre era un vieja aborigen llamada Maggie, que nunca había sabido qué blanco era el padre de su hijo. Él se habría quedado allí sin duda hasta el día en que la astucia o la necesidad le hubieran hecho salir. Pero gracias al Reverendo Timothy Calderon, en aquella época pastor anglicano en Numburra, fue educado cuando aún no era más que un muchacho débil y torpe.
Mr. Calderon y su hermana viuda Mrs. Pask, tomaron al niño a fin de instaurar lo que ellos llamaban la Gran Experiencia. Mr. Calderon en efecto era un hombre de elevado ideal, en desprecio —y de esto se daban cuenta los más sutiles de sus feligreses— del hecho de que nunca conseguiría conformar su vida. Si se necesitaba sutileza para darse cuenta, es porque sus insuficiencias habían sido hasta entonces inofensivas en su mayoría. Él era inofensivo y aquél fue el motivo de su traslado a Numburra después de la importante ciudad de Dumbullen. Tal clarividencia por parte de su obispo había hecho derramar amargas lágrimas al pastor, pero el único testigo había sido su hermana, y juntos habían pedido a Dios les concediera fuerzas para soportar su martirio.
Aquello era mucho más lamentable cuanto que el Reverendo Calderon era un hombre culto y de buena familia, a quien su ideal había impulsado a abandonar Inglaterra poco después de su ordenación. Además de los verbos latinos, sabía traducir el Evangelio del griego, conocía las fechas de algunas batallas, el nombre de las plantas y había recibido en herencia la edición completa de la Enciclopedia Británica al mismo tiempo que una sortija. Si su rebaño de Numburra no apreciaba ni su buena familia ni su educación, aquello no era más que otra carga que soportar. La soportaba gracias a las frecuentes oraciones y también a la idea de la Gran Experiencia. El pastor estaba dispuesto a prodigar todo lo necesario con el pequeño Alf Dubbo: amor paternal y dirección espiritual, sin hablar de los verbos latinos y de las fechas de las batallas.
Desde el principio Alf Dubbo se reveló como un muchacho notablemente inteligente. Los que se preocupaban por él en seguida quedaron convencidos de que podría comprender cualquier cosa, a condición de que se molestara un poco. Era inteligente pero perezoso, hacían notar con una cruel satisfacción los feligreses más escépticos. Había que ser el pastor para esperar otra cosa del hijo de una vieja ramera de la reserva. Evidentemente no se les ocurría a las malas lenguas que Alf Dubbo hubiera podido heredar aquel vicio de un antepasado irlandés. Por simple decencia, conducían a los antepasados irlandeses del muchacho al nivel mitológico de la Gran Serpiente.
El pastor comenzó a sospechar la indolencia de su pupilo el día en que le escuchó preguntar:
—Mr. Calderon ¿para qué me van a servir todos estos verbos latinos?
—Pues bien —respondió el pastor— es una excelente disciplina que te ayudará a formar el carácter.
—¡Pero yo no comprendo su utilidad! —protestó el chaval con su voz dulce y ligeramente burlona—. ¡Seguro que yo no tengo ese tipo de carácter!
Entonces él se encerró en uno de sus incómodos enfados. Gruñía sin decir palabra, y en aquellos momentos su profesor se veía obligado a admitir que no podría conseguir gran cosa.
—A veces me pregunto si no nos estaremos equivocando de medio a medio —confesó un día el pastor a su hermana.
—Pero, Timothy, él hace muchos progresos en algunas materias, en dibujo, por ejemplo.
Mrs. Pask tuvo la vanidad de insistir:
—No deja nunca de pedirme consejo. Tiene un gran sentido del color. Alf está muy dotado para las artes.
—Para las artes quizá, pero ¿y para la vida?
El pastor suspiró afligido por sus verbos latinos.
A Alf Dubbo le gustaba, efectivamente, mucho dibujar, y lo hacía en las paredes del establo en donde ordeñaba a la vaca.
Le llamaban:
—¿Qué haces ahí, Alf?
—Señalo las semanas que hace desde que la juntaron con el toro —respondía el niño.
Las cosas no iban más lejos. Había notado desde hacía mucho que Mrs. Pask prefería desviar la mirada de las cosas naturales. Era de nuevo libre para trazar sobre las paredes del establo las líneas complejas de un mundo cuya existencia sentía, pero aún no podía asegurarla.
Por ello siempre estaba secretamente feliz cuando decía Mrs. Pask:
—¡Dios mío, cómo tengo la cabeza! Pero no debemos descuidar tu educación ¿no es cierto, Alf? Ve a buscar mi caja de acuarelas y continuaremos la lección de la última vez. Me parece que comienzas a comprender los principios del dibujo, e incluso es posible que tengas un talento oculto.
Cuando Mrs. Pask era joven, también había necesitado elegir entre varios talentos, en absoluto ocultos, lo que tenía dentro de sí. Entre el dibujo, el piano y el canto, había llevado una vida bastante disipada hasta el día en que tuvo la revelación de que debía abandonar todas sus pretensiones personales por amor a Nuestro Señor Jesucristo y al Reverendo Arthur Pask. Sin embargo conservó un gusto atenuado por los croquis y la pintura, y cuando el tiempo se lo permitía cogía su caballete y hacía rápidamente una acuarela. Aquel pasatiempo —en desprecio de su habilidad técnica, ya que Mrs. Pask se negaba a ver otra cosa— le había servido de gran consuelo en el momento de su prueba. En efecto, Mrs. Pask se quedó viuda muy pronto.
—No olvides nunca Alf, que el arte es primeramente y sobre todo una fuerza moral —le dijo un día a su alumno, al explicarle el interés del blanco para iluminar una superficie sin relieve—. ¡La verdad es tan hermosa! —decía ella.
En todo caso se sentía fascinada por su pincel.
—Ya ves, un puntito blanco, y cada una de estas cerezas se anima. Hay que admitir que existe algo de milagroso en el acto del creador.
Él no era aún capaz de hacer otro tanto, pero ella estaba segura de que algún día lo conseguiría.
—¡Déjeme intentarlo ahora, Mrs. Pask!
Era muy nervioso. Dibujaba una fuente de cerezas, con sus reflejos comprendidos, o la mano de yeso que ella tenía en la despensa, antes de que su profesora hubiera decidido el método que se proponía seguir. Al principio aquello la exasperaba, incluso la humillaba.
—Espero que no serás vanidoso —decía.
No merecía una respuesta.
Un día colocó ante él un florero de rosas rojas, de Crimson Rambles, como decía ella, que no eran más que la sombra de lo que podían ser.
Para él aquellas flores sólo fueron el punto de partida. Las enderezó, tiesas y carnosas, y rodeó a cada flor de un trazo azul en las que las encerró definitivamente.
Ella le dijo riendo:
—No puedes resistirte al color. Nunca he visto ese rojo. Pero acabarás por aprender que lo que cuenta es la delicadeza.
Cuando su alumno trabajaba Mrs. Pask solía charlar con más gusto. Se tumbaba en un sillón, con los pies sobre un taburete tapizado. Años después, viendo una reproducción en una biblioteca pública, Dubbo se dio cuenta de que Mrs. Pask, pese a su virtud era en el fondo una de esas señoras pertenecientes a una época más indolente y que se apoyaban, en su caso en el sentido figurado, en su pequeño criado negro.
En el salón de Numburra con paredes de madera y techo metálico ondulado que de vez en cuando chascaba, la voz de Mrs. Pask se unía al zumbido de las moscas en una cantinela ininterrumpida:
—Todo lo abandoné por Mr. Pask, incluso el polvo de arroz, ¿sabes, Alf? Pero tenía la piel tan fina y el cutis tan fresco que aquello no era grave. Además ¿qué mujer no habría hecho otro tanto? ¡Era un hombre exquisito, de una dulcísima naturaleza! ¡Y tan esbelto! Pero —tosió— sin embargo muy vigoroso. ¡Aún me parece verle saltar por encima de la red de tenis! ¡Arthur nunca pensó en dar la vuelta!
Alf dibujaba por educación, levantando los ojos de vez en cuando. Mrs. Pask, cuyo cutis era en otros tiempos tan fresco, tenía ahora un color violeta, a causa de la tensión y del clima.
A veces el niño permanecía inmóvil ante su caballete. Entonces ella decía en un tono de reproche:
—No es posible que ya hayas terminado, Alf. ¡Acabo de darte el modelo!
—No —respondía él para dejar las cosas en paz—. ¡Todavía no!
Permanecía sentado en su silla. Esperaba.
Y luego, después de haber hecho una nueva mezcla de colores, volvía de nuevo al trabajo. A veces él se sentía horrorizado por la intensidad de su mirada, por la crispación de su pecho. Y encontraba en ella algo no sano.
—Hemos de encontrarte gentiles compañeritos —decía ella—. Los muchachos necesitan juegos violentos, de vez en cuando. No es que yo aprecie la fuerza bruta, no; sino únicamente la virilidad cristiana.
Él la aplacaba con un vago gruñido. Le era imposible hablar bajo la fuerza de su impulso, ya que todo el tiempo le corregía.
Un día se cayó al suelo la caja de pinturas.
—¡Oh!, con tal de que no se hayan roto las pequeñas porcelanas… —gemía—. Me molestaría muchísimo, Alf. ¿Te dije que me la había regalado Mr. Pask?
Sin embargo nada se había roto.
—Pero ¿qué has hecho, Alf? —exclamó ella aún con el aliento cortado al mirar su hoja, en el mismo tono que si le hubiera sorprendido en un acto vergonzoso.
Él no se movió, completamente en tensión con las rodillas apretadas.
—Es un árbol —respondió cuando se decidió a abrir la boca.
—¡Jamás he visto un árbol semejante! —añadió ella sonriendo con bondad.
Él añadió un toque de bermellón y pareció que le salía sangre.
—¿Qué son esas extrañas cosas sobre las ramas de tu árbol? ¿Frutas?
No respondió. El techo metálico crujía.
—Seguramente será algo… —insinuó ella.
—Son sueños… —respondió con un aire confuso.
—¿Sueños? No hay nada que lo indique; ¡parecen riñones deformados!
Su confusión creció:
—Es porque todavía no han sido soñados —dijo lentamente.
Los fetos palpitaban sobre el papel poroso.
—Temo que sólo tenga ideas malsanas —le confesó Mrs. Pask a su hermano—. De otra forma ¿cómo un espíritu inculto podría imaginar cosas de ese tipo?
—Pero su espíritu no es inculto —no pudo evitar replicar el pastor— ya que tú has comenzado a cultivarlo.
Aún le afligía el recuerdo de los verbos latinos, lo mismo que la influencia ejercida por su hermana sobre Alf Dubbo respecto a la pintura.
Mrs. Pask se preguntaba:
—Me siento obligada a confesar que estoy un poco inquieta. Me pregunto si no haré mejor en dejarlo.
—Tú has despertado su imaginación, eso es todo —suspiró el pastor.
Un poco de imaginación era su propio infortunio, ya que él no tenía bastante con que ella fuera su levadura, no tenía bastante para soportar su vida fallida.
El Reverendo Timothy Calderon era un hombre débil, una pasta grisácea. Si hubiera sido menos dulce, más amargo, se le hubiera podido admirar: su nariz, de una notable belleza, hubiera herido vivamente al ofensor. Pero como nunca se le había ocurrido utilizar una parte de su cuerpo como arma, nadie sentía hacia él ni temor ni respeto, excepto su propia hermana que le quería porque lo contrario habría sido inconveniente, y porque era el único miembro de su familia.
Mientras cumplía los ritos de la vida parroquial —oficios tibios pero deferentes, visitas a aquéllos de las afueras que eran demasiado pasivos, fiesta anual en la que las señoras, siempre las mismas, debían adivinar el paso de un siempre eterno pastel multicolor—, el pastor se sostenía por dos secretos. Únicamente dos ya que su temperamento no habría podido alimentarse de más. Pero de estos dos secretos el primero era el más escandaloso, y jamás habría reconocido el segundo si no hubiera sido absolutamente indispensable.
En esa diócesis del norte, en medio de carillones y encaje auténtico, Mr. Calderon oficiaba como un auténtico anglicano. El incienso que subía al mismo tiempo que la temperatura nunca ofendía sus narices. Se observaba que el buen gusto y los ritos heredados de Roma no habían sido conservados para ser estropeados en seguida por algún fervor evangélico, pero que allí se mantenían en su primitiva pureza, incluso cuando, pese a la vigilancia de Mrs. Pask, los monaguillos discutían y rompían el mantel del altar que, en verano, adormecía a los fieles con la Eucaristía y se dispensaban las mejores intenciones.
Los domingos, Mr. Calderon aparecía y desaparecía. Sus manos sin manchas cogían la hostia, su voz irrevocable decía los salmos sin molestar los recuerdos ni los pensamientos de sus fieles. El zumbido de las moscas le acompañaban bajo la vidriera de San Jorge, regalo de la Factoría Láctea.
Generalmente bajo la imagen de su santo favorito, viril y atlético en su traje deportivo, el pastor vivía su vida secreta dando rienda suelta a sus pequeñas actividades materiales que los niños del coro olvidaban regularmente. El vuelo de su poca ascética sotana le sugería quizás a aquel hombre silencioso una coreografía más libre del alma. En cualquier caso, mientras desplazaba unas vinajeras, o llevaba a su banco un viejo libro de cánticos, el pastor aspiraba a una expresión más viril de su fe, que su naturaleza sin entusiasmo y las opiniones de su familia jamás le habían permitido manifestar. En otros términos, el Reverendo habría deseado demostrar su devoción de una manera ardiente: pero eso ¿le habría sido posible? En imaginación al menos, las sonoras voces de los jóvenes muchachos de cutis claro, en sobrios vestidos de lino, subían en himnos de alabanza y conducían su alma tímida a la salvación. Se salvaría, no por sus obras, lo que habría sido extenuante en un clima tropical, no por sus palabras, lo que siempre es banal, sino por su juventud y el agudo esfuerzo de sus pulmones.
Todo lo que él hubiera podido ser, todo lo que no había conocido, le atraía al humilde pastor fatalmente. Bajo la vidriera del santo rubio pinchando al dragón con su lanza, su cuñado Arthur Pask, se le aparecía a Timothy Calderon y, después de haber saltado sobre la red de tenis, rodeaba sus hombros más débiles con un abrazo fraternal. Durante su corta vida, Arthur lo había poseído todo: una fe vibrante y que hacía vibrar, los esfuerzos y las recompensas de un fervor misionero, su matrimonio con una chica encantadora —nadie había criticado a Emily al comprobar que el motivo de su renuncia no había sido exclusivamente evangélico— y por fin el martirio, ya que pese a su santa exuberancia, a Arthur Pask se lo había llevado a los veinte años un agudo reumatismo articular en una remota región de Australia. Entre los que le lloraron, su viuda no fue la más afectada. Una viuda encuentra consuelo en su mismo drama, en la evocación del más cruel de los recuerdos. Ante la sorpresa de todos, fue el cuñado quien sufrió más.
—He observado que tú no has comulgado esta mañana, Emily —le había dicho una mañana el pastor poco después de la llegada de Alf Dubbo.
—No —respondió ella.
Sus pies levantaban polvo sobre el corto camino que conducía al presbiterio.
—He recordado —explicó ella— que hoy es el aniversario de la muerte de Arthur.
—¡Te has acordado! —exclamó él riendo.
Aquello podría parecer extraño, pero Emily Pask era una de esas personas que no sólo olvidan las cosas, sino que no sospechan la sensibilidad de los demás. Si hubiera sido más clarividente, habría comprendido evidentemente que su hermano fustigaba su pena para impedirla morir.
Su vida común estaba recorrida por corrientes ocultas que amenazaban a veces hacerles sombra. Por ello la presencia del joven aborigen les alivió desde el principio, e incluso pareció poder salvarlos. Si la hermana sólo era medio consciente, el hermano comprendió que sus esperanzas se concentraban en Alf Dubbo y que, gracias a él, esperaba conseguir, si no la salvación, al menos un cierto confort moral. Y luego se dio cuenta de que era un clavo más en su cruz.
El pastor, en efecto, jamás había conseguido encontrar las palabras necesarias para entrar en contacto con los demás. En cuanto al muchacho, no parecía querer expresarse de otra forma más que por los enigmas pictóricos que su profesora deploraba profundamente.
Poco después del amanecer en que Mrs. Pask se había encontrado frente a frente con el demonio de su alumno, Timothy Calderon le descubrió leyendo un libro, con el aire de no poder resistir una tentación quizá prohibida.
—¿Qué hay, Alf? —le dijo el pastor en un tono benévolo—. ¿Lees algo instructivo, o sólo algo entretenido?
Aquello no era lo que había querido decir, pero es lo que dijo. Durante aquel tiempo el chaval continuó pasando las páginas con una actividad febril.
—Es un libro que he encontrado —dijo Alf corroborando la evidencia—. Es interesante —añadió.
Aunque se sentía ardoroso hablaba en un tono sombrío.
—¡Ah! —dijo el pastor—. Creo que se lo ha regalado una amiga a mi hermana, al saber que se interesaba por las artes.
El hombre y el niño estaban inclinados sobre el libro. Allí el mundo se deshacía en partículas de luz: los miembros de los bañistas hubieran podido continuar de piedra si la luz no hubiera revelado al observador que se encontraba ante la misma esencia de la carne. También el agua evocaba una desnudez original. Las bailarinas estaban sorprendidas en unos torbellinos de tules. Unas lavanderas se atareaban en el polvo de mariposa de un mundo fragmentado en diagonal. Unas grandes linternas vibraban en el corazón de resplandores de luz, densas y alegres.
—Los franceses —dijo Mr. Calderon después de haber visto el título— tienen un concepto diferente de las cosas.
El muchacho se sentía completamente emocionado por su descubrimiento.
—Pertenecen a otra raza —continuó el pastor con una sonrisa indulgente.
En aquel momento, Alf se detuvo ante una reproducción que jamás habría de olvidar, y sobre la cual volvería sin cesar en un deseo de mejorarla. Vio que era la obra de un pintor francés que no era y no sería para él más que un nombre. En aquel cuadro, un carro se elevaba detrás de caballos inmóviles en el rastro del sol. El brazo del dios —el título de la obra implicaba que se trataba de un dios— iluminaba el rostro de cuatro personajes sentados rígidos en el carro de hojalata. Una antorcha casi inútil partía las huellas de luz solidificada.
—Apolo —dijo el pastor.
No tenía intención de continuar ni de hacer el menor comentario, pero Alf Dubbo añadió:
—El brazo no está bien dibujado. Yo podría hacerlo mejor. Tampoco están bien los caballos. De mis caballos se verían salir las llamas de la cola y estarían rodeados de chispas o de estrellas. Estarían vivos. Todo se agitaría en mi cuadro, porque así es como debe ser.
—¡Eres un verdadero artista! —dijo el pastor riendo entre sus dientes doloridos.
—El fuego y la luz se agitan —insistió el muchacho.
Entonces el hombre no pudo soportar por más tiempo su inexistencia. Rozó con un gesto rápido la cabeza del muchacho y le dijo:
—Ven, Alf, deja tu libro ahora. Existen otras cosas en las que me gustaría que pensaras.
Trajo la Biblia y se puso a leer el Evangelio según San Juan.
—Juan —le explicó— era el discípulo bien amado.
Habló de la belleza y del amor espirituales y de la manera en que habían iluminado cada momento de la vida de Nuestro Señor. El niño ya había escuchado todo aquello; y una vez más se preguntó que por qué no le emocionaba. No parecía poder comprender más que lo que veía, y él no había visto todavía a Jesucristo, pese a los repetidos esfuerzos de su tutor y a una sucesión de cromos de dibujos borrosos. Recordó de repente una tarde en la reserva en que su madre había recibido a un mestizo llamado Joe Mullers que estaba loco por ella y que había llevado una botella de alcohol de quemar para probarlo. En seguida su memoria de niño fue iluminada por los contornos lívidos y angulosos del amor alcohólico que aquellos dos seres habían bailado juntos sobre el lecho gimiente. Después, su madre se había puesto a repetir que una vez más se sentía decepcionada por el amor. Pero al menos para el muchacho, aquel fracaso había destruido las paredes. Tenía conciencia del manto de la noche, del olor de las hojas, al observar los últimos destellos de la pasión satisfecha.
—El amor humano —explicaba el pastor— no es más que un pálido reflejo de la compasión divina. Pero, Alf, ¡no escuchas lo que estoy diciendo!
El muchacho bajó la vista y vio que las rodillas de su tutor, dentro del pantalón gastado y arrugado, tocaban las suyas. Sintió que, según los preceptos de aquel hombre concienzudo, hubiera debido experimentar compasión por él, pero sólo podía pensar en la presión de sus rodillas. Estaba fascinado por el cruce de la tela usada y por lo que más tarde aprendió en las ciudades, en donde la gente rivalizaba en esfuerzos para conservar la pequeña ventaja que habían adquirido, el olor de los vestidos que llevaban.
—Vamos a dejarlo —dijo el pastor sin poder decidirse a cambiar de postura.
Fue el muchacho quien se desplazó con un suspiro o un gruñido cuando vio, en la luminosa claridad de fuera, a Mrs. Pask que regresaba de alguna visita caritativa con un plato vacío en la mano.
Cuando el pastor no conseguía apenas satisfacción por sus esfuerzos para implantar la fe en el alma de aquel joven aborigen, su hermana mostraba una cierta exuberancia ante lo que le gustaba llamar éxito de su enseñanza. Era innegable que Mrs. Pask siempre había gustado de la facilidad y que Alf comenzaba a gustarle. Había un montón de dibujos bonitamente trazados con escorzos admirables. Parecía que, con algunas pinceladas bien dadas, el alumno sería capaz de reproducir el universo tal como se le mostraba a su profesora.
Aquello habría sido en verdad un gran éxito si, de vez en cuando, no hubiera sorprendido otros del talento de su alumno que la espantaban.
Fue el muchacho quien un día descubrió una vieja caja tan bien escondida que ella la había olvidado.
—Todavía hay pintura dentro —dijo Alf.
En un tono medio desenvuelto, medio afectado, ella explicó:
—Sí, hace mucho tiempo que no la uso. No convenía al tipo que me interesaba.
Alf apretó un tubo y vio salir bajo la costra del tiempo un azul tan brillante, tan azul, que sus ojos se quedaron fijos en él.
Sólo pudo articular:
—¡Jolines. Mrs. Pask!
E incluso para ello hubo de reprimir su impulso.
Como respuesta Mrs. Pask frunció el ceño:
—Ya te he explicado que no hay que emplear bajo ningún pretexto esa horrible expresión. Pensaba que lo recordarías.
—Sí —dijo él—. Pero ¿puedo usar estos tubos?
Ella vaciló antes de declarar:
—Creo que el óleo no será muy indicado para ti.
—¡Oh… Mrs. Pask!
Pues entonces, bajo sus dedos, una lengua rosa salía de un segundo tubo, y un tercero lo iluminaba todo de amarillo.
—La pintura al óleo —continuó Mrs. Pask— conduce a la sensualidad, que es lo menos interesante del arte. Pero tú no puedes comprender estas cosas y has de creer en mi palabra.
El sólo tenía conciencia en aquel momento de su deseo de expulsar la sensación que le pesaba en el estómago, y la palpitación de su sangre en olas sucesivas de colores espesos.
Insistió:
—Podría pintar tan bien con eso…
Mrs. Pask hizo una mueca de disgusto.
Entonces Alf Dubbo tuvo una salida inesperada, colocada en su mano por intercesión divina y, en resumen, sin remordimientos.
—Con esas pinturas podría pintar cosas que antes no he podido.
Señalaba el tubo, de un azul sobrenatural.
—Podría pintar a Jesucristo —dijo con la voz que adoptaba para seducir.
—¿Cómo?
Mrs. Pask carraspeó. El muchacho había dicho aquello de una forma…
—No quisiera pintar a Jesucristo más que con pintura al óleo —aseguró él.
Mrs. Pask giró su viejo rostro un poco fofo. Recordaba a su joven marido y la fuerza y belleza de su garganta descubierta.
—Se lo demostraré —dijo Alf.
—Ya veremos. Coloca ahora eso. ¡Vamos!
—¿Usted no sabe?
Su voz tenía inflexiones temerarias.
—¡Oh, claro que sí! —dijo con una voz tan baja que necesitó repetirlo.
—¿Entonces?
Ella protestó:
—Qué molesto eres a veces. En fin, no digo que no. Mira ¡el día que cumplas trece años! Pero quiero que ahora arregles todo esto.
Él obedeció. Esperaría. ¡Incluso más tiempo! Nadie sabría esperar como él.
Mientras tanto la obedecía en todo, y a menudo ella aprovechaba las situaciones.
Ella decía por ejemplo.
—Si te olvidas de ordeñar a la pobre Possum cuando llueve, ¿cómo quieres que recuerde mi promesa?
El pastor detestaba a veces a su hermana. En efecto, ella le había contado lo que había pasado, presentando las cosas bajo un enfoque encantador y ridículo a la vez. Timothy Calderon sufría por ser tan a menudo consciente de lo que no podía impedir. Por ejemplo la crueldad, que le inspiraba una aversión particular cuando era densa y disimulada.
—Pero espero que se lo dejarás al final.
Mrs. Pask frunció los labios.
—Pediré la ayuda de Dios —respondió.
También Mr. Calderon solía hacerlo frecuentemente, pero a menudo en vano.
En el vestíbulo sombrío que conservaba los viejos libros y el cordero de la víspera, el pastor cayó de improviso sobre Alf. El muchacho daba la impresión de no estar haciendo nada, pero tenía un aspecto entendido, y como siempre el hombre se sintió aún más maduro en su ineficacia y su falta de amor.
Sin embargo aquella vez, el carácter repentino del encuentro o un destello de ternura le impulsó a decir:
—Alf, supongo que se tarda en tener trece años.
La sonrisa del muchacho acusó el carácter superfluo y pasablemente estúpido de la cuestión.
Pero el pastor continuó:
—¿Quién sabe? Ese don de pintar te puede haber sido dado para expresar tus convicciones profundas.
De repente ambos interlocutores se pusieron a sudar.
—A fin de que poseas algo —murmuró el pastor que repitió con una emoción contenida—: ¡por lo menos algo!
En aquel momento el muchacho se dio cuenta de que un incidente penoso pero en absoluto inesperado estaba a punto de producirse. Mr. Calderon se puso a acariciar los cabellos de Alf, y luego cogió su cabeza y la estrechó contra su estómago. Se mantenían torpemente enlazados en el seno de la penumbra y de los olores familiares.
Vacilando sobre la conducta a adoptar, Alf decidió dejarse hacer. Sentía que unos botones y la cadena de un reloj se clavaban en su mejilla y escuchaba en el centro del epigastrio del pastor un gruñido bastante lamentable. El sonido se desarrollaba, confuso y vejete, y el muchacho pensó en un viejo gusano blanco y blando que lentamente incorporaría la cabeza y se balancearía en todos los sentidos antes de caer hacia atrás. Estaba tan fascinado por aquella imagen que comenzó a contar los anillos de que constaría el cuerpo de aquel gusano pálido.
Pero Mr. Calderon parecía haber decidido de repente que no estaba triste en absoluto. Una especie de jovialidad que se apoderó de su estómago rechazó al muchacho como una bala.
—No hemos de dejarnos convencer por nuestros sentimientos de que somos figuras trágicas —declaró el pastor con una voz desconocida, y como Alf no se movía, le apartó de sí.
Mr. Calderon se dirigió en seguida a su despacho en cuya carpeta tenía dispuestas notas para un sermón; y una vez allá, pese a sus principios de economía y aunque era una hora tardía, encendió la luz eléctrica que se le reveló por primera vez en todo su esplendor. El efecto fue desastroso. El muchacho se eclipsó, perseguido por la imagen de su protector. Si la incisiva nariz del pastor había conservado su prestancia, y eso hasta los poros relucientes de su base, el resto del rostro era fofo y débil como un viejo pastel. Pero quizás es que Mr. Calderon se había olvidado sencillamente de ponerse la dentadura.
Aquella impresión visual se impuso violentamente en la conciencia de Alf, después se borró ya que, por lo que pudiera ocurrir entre tanto, su cumpleaños no estaba lejos.
Cuando por fin llegó el día, levantó los ojos sobre las cajas de sus regalos y preguntó:
—¿Y los tubos de pintura, Mrs. Pask? ¿No puedo emplearlos como me prometió?
Hubo un espantoso silencio y luego respondió Mrs. Pask.
—Concedes demasiada importancia a bagatelas, Alf. Pero ya que lo prometí…
Tenía el aspecto de padecer de flatulencias aquella mañana. Se escuchaba un pequeño aliento aflorar al vello de su labio superior.
Así, pues, fue a buscar los tubos de pintura. Había encontrado una pequeña caja de té en la basura y después de haberla desclavado había guardado en ella los trozos. Los tabiques de la contra placa eran inmaculados y los llevó detrás de la casa. Mrs. Pask, después de haberle impartido los elementos de la técnica que no había olvidado, se marchó. Se negaba a mirar, ya que ahora todo era posible.
Alf Dubbo comenzó a estrujar los tubos. Respetuoso con su promesa, recubrió su primera tela de un blanco uniforme, y luego, pensativamente, metió su pincel en el azul. Empleaba aquello de forma arbitraria, y los resultados los transformaba casi en seguida con una voluptuosa autoridad. Atenuó el azul con blanco e, inspirado, extendió por fin largos trazos lisos que, según esperaba, conseguirían sugerir su intención aún vaga. A veces se servía de pinceles que había preparado, a veces de sus dedos temblorosos. Pero no lo conseguía. No conseguía nada. Una bruma se interponía ante lo que hubiera debido ser una visión azulada. Cogió el más puntiagudo de sus pinceles y trazó una O desgraciada. La pintura formaba estalactitas de un blanco azulado. Diluyó el rojo sangre y proyectó algunas gotas que resbalaron lamentablemente. Consciente de su fracaso dio la vuelta a la madera. Regresaba no obstante sin cesar a las masas opacas de su pintura. Éstas le ahogaban. Pensando en su fracaso y en los medios de penetrar en lo que en su espíritu no era siempre más que una espesa bruma blanca, trazó su propio rostro en un extremo inferior de la tela. Cóncavo como un timonel, era terso y parecía esperar, pero comprendió que jamás sacaría nada bueno de una idea que se le había ocurrido en su deseo de engañar.
Durante un tiempo se arrastró y después fue consciente de haber cumplido su promesa por lo menos, y en cierto aspecto, ganado su libertad. Se sintió mejor y se prometió poner en su próxima pintura todo lo que había conocido hasta entonces: el polvo oscuro, los senos colgantes de su madre, negros y llenos de granos; el cuerpo del mestizo Joe Mullers, y los movimientos de sus caderas que repetía como si quisiera matar; y el horizonte que a veces era un hilo azul estrechado alrededor de su garganta, y que a veces se disolvía en una terrible indiferencia. Naturalmente habría blancos, perpetuamente desnudos en sus bellos hábitos. Y la copa de vino elevada en el aire por el Reverendo Tim, lo que también era muy importante. Gracias a sus bordes dentados se veía a la sangre temblar dentro. Y el gusano blanco que se movía tímidamente en el pantalón del Reverendo. Y el triste amor. Pintaría el amor como un esqueleto de viejo lagarto del que aún no se habría desprendido toda la carne y del que, por mucho que se le busque, por fuerte que se le desee, no se encontrará ni rastro, como tampoco los demás. Sin embargo habría querido saber si existía verdaderamente y qué sabor tenía.
Alf Dubbo trabajó toda la mañana en su pintura. El pastor y Mrs. Pask habrían comprendido una parte de lo que había hecho, pero había también otras cosas tan secretas y tan tiernas que él no habría soportado sus torpes reflexiones. Algunas marchaban sobre sus cuatro patas, pero otras discurrían de su mano en sueños que sólo él, o algún milagroso extraño, habría podido reconocer e interpretar.
Un poco antes de poner las cebollas en vinagre sobre la mesa Mrs. Pask entró y se quedó inmóvil delante de él.
—Bien, ¡vaya una manera de pintar después de todo lo que te he enseñado! ¿Qué representa todo eso?
—Yo lo llamaré Mi vida —respondió el muchacho.
—¿Y eso? —dijo ella alargando el pie.
Apenas pudo articular:
—Es Jesús. Pero no está bien, Mrs. Pask. No lo mire. Yo no lo veo todavía bien.
Tampoco ella sabía qué decir. Su rostro se había vuelto de un rojo sombrío, y se mordía los labios.
—Es culpa mía —dijo ella por fin—. Las cosas no son así. Esto es una locura. No debes tener semejantes ideas. Mi hermano ha de hablarte. ¡Oh, Dios mío! ¡Es asqueroso! ¡Cuando existen cosas tan bellas y santas!
Al irse casi lloraba.
Él la recordó:
—¡Ésto es hermoso, Mrs. Pask! ¡Por todas partes es hermoso! Yo soy el que todavía no sé pintarlo como es. Yo le enseñaré algo que usted no conoce. ¡Verá! ¡Le daré una sorpresa!
Pero ella volvió a la cocina y sus labios de niña desbordaron burbujas de angustia.
En la cena, que Alf no compartió, hubo una escena entre el pastor y su hermana.
—Pero ¡tú no lo has visto! —insistía ella dando golpecitos sobre el mantel.
—No quiero verlo —decía el pastor—. Tengo confianza en él. Es su manera de expresarse.
—Eres débil, Timothy. Si no tomarías el asunto en tus manos. ¡Pero eres débil!
Él no encontró respuesta, pero replicó:
—Nuestro Señor ha reconocido que todos los hombres son débiles. Y ¿qué remedio ha aconsejado? ¡El amor! Eso es lo que tú olvidas, Emily. ¿O es que no quieres admitirlo?
Los vasos bailaban.
—¡Oh, el amor! —dijo ella casi gritando.
Y después se puso a llorar. Las ventanas vibraron un momento, y después se detuvieron por fin para no ser de nuevo más que cristales planos.
Después de aquello, Alf Dubbo se fue: había escuchado ya bastante. Colocó sus pinturas en el cobertizo, detrás del cofre que había sido vaciado hacía poco, y que así continuaría por algún tiempo.
Las semanas siguientes ni pintó ni dibujó. Mrs. Pask le dijo que debía aprender a zurcir y a coser botones en caso de que se convirtiera en soldado. Le encargó otras tareas menudas, limpiar el jardín, hacer encargos, escribir las direcciones en los sobres para enviar la hoja parroquial —aquello era excelente para su escritura— mientras ella descansaba sus piernas. Ella no hablaba ya de su vida pasada y se contentaba con pensar en ella. O bien recordaba los enfermos que debía ir a visitar. Salía mucho más que antes como si, permaneciendo en su casa, corriera el riesgo de descubrir, al abrir una puerta, algo que hubiera preferido ignorar.
Mrs. Pask iba por su lado, el Reverendo Timothy Calderon y Alf Dubbo por otro diferente. Siempre había sido más o menos así, pero ahora aquello se imponía en ellos. El pastor y su hermana no carecían de ocupaciones, pero para Alf Dubbo era horrible vagar por la casa o entre los macizos de flores o las boñigas de las vacas. Un día puso su mano sobre una caca que la vieja Possy acababa de hacer, y que se deslizó entre los dedos. Las lágrimas le llegaron a los ojos cuando comprobó hasta qué punto la boñiga de la vaca estaba inerte comparada con el contenido de los tubos.
Unicamente dos veces miró las pinturas que había escondido en el cobertizo. La primera le resultó intolerable, y lo mismo hubiera pasado la segunda si no hubiera sido porque el pastor entró allí de improviso para buscar algo.
—¡Soy el único Alf, que no ha visto esas obras maestras! —dijo.
Entonces Alf se las enseñó.
Mr. Calderon cogió un rectángulo de madera con cada mano, y los sostuvo en el extremo de sus brazos, mientras que su mirada iba de uno a otro. Sus labios rumoreaban, y Alf se dio cuenta de que él no miraba las pinturas, sino otras imágenes que tenía en la cabeza. No le censuró ya que, después de todo, la mayoría de la gente hacía otro tanto.
—¡Aquí están! —decía el pastor; y sus venas se notaban viejas en el dorso de sus manos—. ¡Bien, bien! —Miraba de uno a otro sin verlos—. Recuerdo cuando yo era niño, antes de tomar conciencia de mi vocación: tenía la intención de ser actor. Aprendía papeles para entretenerme, —Shakespeare, ya ves— e incluso inventaba personajes, seres extraños salidos de mi exuberante imaginación. Según parece tenía una bonita voz de teatro. Interpreté el papel de un veneciano —creo que se trataba de El Mercader de Venecia— y otra vez un papel dramático, con medias de seda rosa y un camafeo sobre el pecho, que me había prestado una de mis tías.
El Reverendo Timothy Calderon se había puesto contento. Apoyó las telas contra el cofre vacío y salió.
—Un día has de explicarme todo esto, Alf. Creo que incluso cuando un artista o un hombre se expresan claramente, siempre hay un algo secreto que es necesario explicar. Por otra parte, esto no puede ser posible más que si existe una confianza total entre el artista y su público.
Era una mañana límpida, en que el humo se elevaba vertical, y Mrs. Pask había encontrado un pretexto para marcharse a hacer una visita. Mientras que Alf Dubbo seguía al pastor entre las plantaciones de lechugas que crecían, observaba con estupefacción que era él quien conducía, y que Mr. Calderon se había vuelto humilde y dócil. El muchacho caminaba muy derecho. Había crecido; de repente era un hombre joven y las cicatrices de las heridas que había sufrido en su carne comenzaban a borrarse. Su olfato esperaba la aventura.
Al dar la vuelta a la alameda, el pastor volvió sobre sus pasos, como si tuviera necesidad de la atención y de la comprensión de su compañero.
—Un verano, antes de venir a Australia, hice una peregrinación a Stratford-on-Avon —la patria de Shakespeare— con mi cuñado Arthur Pask. Es un recuerdo muy agradable. Los dos habíamos decidido ya ordenarnos religiosos, y Arthur pertenecía todavía a la Iglesia anglicana. Dormimos en la cochera de un albergue y después del teatro continuamos hablando una buena parte de la noche. Aquella semana había luna llena. El pobre Arthur era un dios, ya ves; pues era un santo pero también un hombre muy bello.
El joven negro caminaba con circunspección y desconfianza mientras que el otro hablaba, apartando con los pies los troncos amarillos de una o dos coles desarraigadas. Más que escuchar veía y no se sentía convencido por la personalidad del segundo pastor que el claro de luna volvía más blanco. Recordaba la silueta tiesa y sin vida del dios del carro en el cuadro francés. ¿Es que él no lo comprendía? ¿O es que los dioses eran maniquíes en la imaginación de los hombres?
Y después, ante la sorpresa de Alf Dubbo, Mr. Calderon le cogió de la mano para mejor dirigirle, según parecía, por las veredas que ambos conocían perfectamente, bajo el peso de la arcilla pisoteada y a lo largo de las matas de geranios que crecían como malas hierbas. Sin embargo, pese al contacto de sus manos, y el hecho de que traspusieran juntos el umbral en una postura incómoda al hacerlo al tiempo, cada cual se dio cuenta de que el otro entraba solo en un túnel.
El rostro de Mr. Calderon había cobrado una palidez lechosa y azulada, y le hubiera gustado parecer patético para justificar el dejarse conducir.
—Me apoyo en ti —dijo—, aunque a tu edad eres tú quien necesita ser guiado y ayudado.
Tuvo una especie de hipo.
—A veces me pregunto —añadió— qué es lo que será de mí.
—¿Por qué? ¿Está enfermo? —preguntó el muchacho en un tono de una brutal indiferencia.
Cada una de sus palabras daba como una piedra, ya que sus dientes se entrechocaban.
—No es eso exactamente —dijo Mr. Calderon—. Al menos me negaré a admitirlo delante de ciertas personas. Sus esfuerzos para testimoniarme su simpatía me resultarían un espectáculo demasiado penoso.
Continuaba haciéndose el enfermo o el viejo, pues así Alf le llevaba mejor a lo largo de los pasillos. Aquello poseía una agradable dulzura.
Pero Alf obraba mecánicamente: guiando y guiado ya no era el adolescente iniciado. Su cuerpo había conservado redondeces infantiles y su espíritu carecía de audacia, tras el velo que le separaba aún de la vida. Normalmente, hiciera un recado o llevara un par de zapatillas, jamás se entretenía en la habitación del pastor, cuyo misterio le era difícilmente soportable. Ahora que llegaban a su destino sus movimientos se hicieron más nerviosos y lamentables.
De pie sobre la estropeada alfombra, Mr. Calderon decía con un aire ceremonioso y un tono cambiado:
—Gracias, querido. Te agradezco hayas venido a ayudar mi debilidad.
Ni el uno ni el otro se engañaron, pero Mr. Calderon estaba contento de su fórmula.
De nuevo tuvo un gesto inesperado: abriendo la camisa de Alf Dubbo deslizó en ella la mano.
—Lo que necesito es calor —explicó más viejo y tembloroso que nunca.
El muchacho se horrorizó por un momento ante la idea de que su corazón, que se agitaba en su pecho como un pez en el río, pudiera ser cogido por aquella mano fría, pero no se resistió.
En ningún momento de su vida había podido resistir lo que fuera a suceder. Al menos necesitaba dejar que las cosas comenzaran, ya que se sentía atraído por los numerosos misterios.
Mr. Calderon se enjugó la frente.
—¿Eres caritativo? —preguntó—. ¿O te pareces a los demás?
Alf no sabía nada y respondió con un gruñido.
Como aquélla parecía ser la voluntad de su tutor, se implantaron en seguida el deber de desembarazarse de todo lo que podía servir de refugio a su personalidad. El pastor estaba febril, y el muchacho le imitó ya que todo era mejor que permanecer a remolque. Giraban sobre sí mismos en la habitación andrajosa, y los faldones de su camisa flotaban grotescamente tras ellos como si fueran alas. Sus zapatos cayeron ruidosamente sobre el suelo. Mr. Calderon se golpeó un dedo del pie con una de las patas de la cama, pero no era el momento de gemir ya que el tiempo apremiaba. El pasado, el futuro, la apariencia de las cosas, su fe e incluso su deseo parecían huir. En todo caso, después del golpe de viento de los preparativos, se encontró con su desnudez siempre ridícula y sus rodillas un poco deprimidas. Pero resolvió llegar hasta el final.
Era una mañana un poco fresca de otoño, pero una mañana volcada al fracaso más que a la unión. Estaban acostados juntos sobre la colcha con dibujos de colmenas. Su placer fue breve, inquieto, vergonzoso, y en seguida el niño fue sumergido por el montón de palabras de su tutor que lamentaba su falta.
Entretanto, renovaba la voluptuosidad del contacto.
«Un metal negro» pensaba, y le hubiera gustado recordar los versos o componerlos él mismo para trazarlos con sus dedos.
«¡Pero el metal es insensible! —Siempre volvía al mismo punto—. Y eso es lo que lo hacía deseable».
El metal, no obstante, se dejaba hacer mientras estaban tumbados en la cama abollada de palabras. Entre sus pestañas bajadas, el muchacho veía el agitarse gris del estómago que jamás habría de olvidar.
Mr. Calderon repitió la historia de su vida, y Alf Dubbo se adormeció. Cuando se despertó, el pastor, víctima de un constipado, estornudaba.
—Será mejor que nos vistamos —dijo en un tono irritado—. Me pregunto, Alf, que qué es lo que vas a pensar de mí.
El muchacho, que salía de un sueño agradable, tenía un aire completamente satisfecho. Pero el hombre estaba demasiado obsesionado como para notarlo. Como buscaba a tientas su pantalón y su pañuelo, el dinero y las llaves se le cayeron haciendo ruido.
—¿Qué opinas de mí, ahora? —preguntó.
Alf se echó a reír mostrando sus grandes dientes blancos.
—¿Entonces? —preguntó el hombre con sospechas.
—¿Que qué opino?
No podía decir nada más. Después, con una expresión bastante tímida pero que se hubiera convertido en malvada si se hubiera encontrado frente a un igual, alargó el brazo y cogió con ambas manos el vientre gris y lo retorció con fuerza, como lo habría hecho con una tela.
—¡Ay, ay, ay!
Mr. Calderon se quejó. Las cosas tomaban un giro que no le gustaba, pero se esforzó en reír.
—Opino que se parece a un viejo gusano —dijo el muchacho que continuaba bromeando, pellizcando la carne cada vez con más fuerza.
Era una situación en la que Mr. Calderon no sacaría nada en limpio de su honor, cuando se abrió la puerta y apareció Mrs. Pask.
Emily Pask estaba allí. Sobre sus dos piernas. Ésa era la impresión general. Con su sombrero en la cabeza.
Ambos se miraban, reducidos a sí mismos, inmóviles sobre el sitio.
Finalmente la garganta de Mrs. Pask se desató. Su sangre, que comenzó a circular de nuevo, dio a sus mejillas el color violeta de su sombrero. Si sus ojos no hubieran estado cosidos a su figura, se habrían caído. Por otra parte estuvieron a un pelo de hacerlo.
—¡Ese muchacho!
Ensayó su lengua.
—¡Oh, demonio! ¿Qué has hecho a mi hermano?
Avanzó tambaleándose hacia una silla, sobre la que se dejó caer de golpe.
—Nunca habría podido imaginarme… —dijo con una voz ronca—. Pero ya sospechaba que pronto o tarde… ¡Oh, demonio!
Los otros dos permanecían clavados en el lecho, y las colmenas de la colcha se les metían entre las nalgas.
Pese a la impresión, Alf Dubbo comprendió rápidamente que lo único que había que hacer era vestirse y lo consiguió aunque tardó algo en conseguirlo.
El Reverendo Timothy Calderon, por su parte, se había refugiado en las lágrimas y repetía el nombre de su hermana.
En una bruma blanca y violeta, Alf Dubbo salió de la habitación.
«¿Alf dónde estás Alf?», gritaba el loro de Mrs. Pask. El muchacho había pensado anudarse los zapatos al cuello, lo que le permitió alejarse más rápidamente de la aglomeración de Numburra, que no volvería a ver nunca más.
El fugitivo vagó a través de los campos y a lo largo de los caminos. No quería a Mrs. Pask por la injusticia de su acusación, porque también él pensaba que todo había de llegar pronto o tarde. No se sentía descontento y recordaba algunos breves espasmos de placer en medio de una oleada de palabras y de una inmensa confusión. Placer sexual, ciertamente, pero sus brazos eran vigorosos y su piel suave, y la experiencia se había producido en aquel momento. Pero también recordaba a su protector en varias actitudes inofensivas y disminuida su marcha, arrancaba una hoja o pegaba una patada a una piedra, pensando en el alcance y calidad de la pérdida que había sufrido. Sentía que le penetraba el frío y lamentaba la ausencia de su tutor como la de una vieja manta de lana hasta entonces despreciada que un ladrón ha hurtado un día de helada. Menos materiales, menos sutilmente lamentados, quizá porque no lo confesaba, eran esos preceptos difuminados de la presencia divina en las nubes y en el hombre, con que el pastor había intentado convencer un espíritu que las encontraba extrañas, agobiadoras e inútiles. Sin embargo había adoptado algunas en secreto, por comodidad, y había cogido la costumbre de acolchar sus pensamientos en algún manantial por la noche.
Alf Dubbo se preguntó a menudo a dónde iría a parar el pastor, pero nunca lo sabría. El fin de Timothy Calderon habría podido ser horrible; encadenado a Emily Pask, en el infierno del secreto compartido, se les imaginaba a los dos perdiendo el tiempo que les quedaba por vivir, torturándose en aquella espantosa historia y en la insuficiente fe del hermano. En realidad esto es lo que sucedió:
Mr. Calderon lloriqueó un momento sobre la cama apenas cubierto ya que, incluso aunque hubiera estado vestido, no habría podido ocultar su desnudez, y Mrs. Pask, después de haber expresado su desolación, se encerró en su silencio y acabó por calmarse. Y luego el pastor, hay que reconocerlo, declaró firmemente:
—El cristiano que soy, Emily, y que de todas formas tú reconoces, ha de afirmar que ese pobre Alf Dubbo no era culpable.
Algo chascó, tal vez Mrs. Pask, o los resortes de la silla que protestaban.
—¿No es culpable? —dijo con la mirada perdida.
—¡De lo que ha sucedido! —respondió su hermano—. La justicia lo exige y tú debes comprender que yo soy el culpable.
Comenzó a lloriquear de nuevo.
—Y que toda mi vida no será suficiente para expiarlo.
—¿Culpable? —repitió Mrs. Pask aún más lejana—. ¿De lo que ha sucedido?
Mr. Calderon abrió la boca. Pero Mrs. Pask se levantó.
—No tengo la menor idea de lo que quieres decir, Timothy —dijo ella mirándole de frente, como si hubiera tenido sobre los hombros uno de sus dos trajes de franela, o bien el de tela azul de la casa de Anthony Hordern—. Voy a calentar el pastel —declaró—. Me perdonarás si la cena es ligera, pero no me siento muy bien. Naturalmente hay un tarro de ciruelas para los que todavía tengan hambre.
Si aquella mujer no hubiera sido una mujer honesta, él habría podido dudar de su moralidad. Pero las cosas eran como eran y aceptó la situación contando el dinero que se había desparramado por el suelo.
Continuaron viviendo juntos. Mr. Calderon era aún más humilde que antes al encender una vela, preparar un sermón, o el elevar el cáliz a la altura de su mirada. Si alguien lo hubiera observado, habría podido ser lamentable ver la llama vacilar en su lecho de cenizas en una nueva y difícil partida. Tenía tanto que hacer y tan poco tiempo… Mientras que colocaba la hostia, protegía el cáliz y limpiaba el borde de la servilleta de tela fina admirablemente planchada por su hermana, sus ojos dejaban traslucir que sentía un dolor interno y secreto.
Mrs. Pask llevaba una existencia aparentemente tranquila. Una sola vez por encima de un plato de tostadas, declaró al servir el té de las cinco:
—A menudo me he preguntado qué es lo que ese muchacho tenía en la cabeza el día de su cumpleaños cuando pintó tales horrores con las pinturas de mi pobre Arthur.
Pero inmediatamente hizo gesto de contener un eructo, mientras que su hermano recogía pequeños montones de sal desparramada.
Mrs. Pask ya no se ponía ante su caballete para reproducir una puesta de sol o un eucaliptus. Se consagraba por entero a sus obras y gozaba de la consideración de casi todos los miembros de la Unión de las Madres y de la Asociación femenina.
Después de haber viajado durante varias semanas, Alf Dubbo llegó a Mungindribble. Las privaciones y el miedo a ser detenido le habían adelgazado, pero, poco a poco, recobró la confianza. Mientras pasaban las semanas, el tiempo y los últimos recuerdos de Mr. Calderon y de Mrs. Pask le persuadieron de que éstos preferían no volver a verle. Sin embargo tomó la precaución de evitar las ciudades, y contar con la caridad de los granjeros para comer. Fiel a su decisión, rodeó la ciudad de Mungindribble. Si hubiera penetrado en ella hubiera quedado sin duda sorprendido por encontrarse como en Numburra, con dos Bancos más. La gente en Mungindribble era más rica.
Las calles también eran más agobiantes y polvorientas, y había menos agua en el río. Mientras vagaba por las afueras, que como la mayoría de las afueras es un río de vida para los parias, las cabras y los aborígenes, Alf no podía pensar sin emoción en las aguas generosas de Numburra y en sus tupidos bambúes, en los que las mujeres negras esperaban la caída de la noche. Pero acabó por llegar al basurero de Mungindribble, en donde abandonaban toda clase de objetos inútiles y maravillosos, por ejemplo, los resortes de un viejo reloj de péndulo que le tentaron. Continuó arrastrándose durante algún tiempo y acabó por notar, en el límite de la maleza, una choza de hojalata, arreglada con sacos y otros materiales de ocasión. Una mujer estaba en el umbral sosteniendo un extremo de una cortina de arpillera. Ella parecía hacerle señas.
—¿Qué es lo que quiere? —exclamó él después de haberse acercado.
—¡A ti! —respondió ella“. Tengo que gritar y no te entiendo. Acércate un poco más.
Obedeció, aunque su instinto le advirtió que se fuera.
—Es agradable tener compañía —dijo ella cuando él llegó aún desconfiado—. Una acaba por embrutecerse de quedar encerrada en casa. Tengo las botellas vacías y acostumbro a salir con el carrito a buscar la mercancía, pero el caballo se ha hecho daño en una pata. ¡Me pregunto cuánto tiempo voy a permanecer en esta desgracia!
La mujer sin duda había sido blanca, pero el sol y sus actividades la habían curtido y ahora tenía el aspecto y el color del tocino ahumado. Era delgada, pero habría engordado de haber tenido dientes. En su traje de algodón, sus senos parecían animalitos menudos pero activos, que a veces parecían querer saltar fuera. Tenía esos ojos azules humedecidos, que evocan los días de brisa en los que no hay ni un cuervo en el cielo. Pero su mirada era penetrante. Habría identificado lo que se ocultaba bajo el asiento de un carrito aunque el objeto hubiera estado envuelto en varios trapos.
—¿De dónde vienes? —le preguntó a Alf.
Él dio el nombre de una ciudad perdida del Estado.
—¿Eres mulato?
—No, creo que mestizo.
—Podrás tener dificultades —dijo ella casi ávidamente.
En seguida le interrogó sobre su edad y sobre su madre, con la expresión que adoptan ciertas mujeres al tratar esos temas, siempre mostrando sus anémicas encías.
—¡Estás crecido para tu edad!
Ella le dijo que se llamaba Mrs. Spice, pero que si quería podía llamarla Hazel.
Él no quería. Durante su corta asociación, una especie de delicadeza le impidió pronunciar su nombre de pila, y sin embargo, aceptó sin remilgos otras cosas.
Ya que, —él se daba cuenta con horror— una asociación estaba a punto de formarse al lado del basurero entre Mrs. Spice y él. Evidentemente podía escaparse; pero para eso necesitaba que un mecanismo lo liberara y que alguna circunstancia lo pusiera en marcha. La agitación que sentía entre una perspectiva tan incierta se propagó a través de sus dedos hasta el viejo reloj que llevaba, del que salió un tintineo y chasquiditos de metal.
—¿Qué es eso? —preguntó Mrs. Spice por preguntar algo, ya que lo veía perfectamente.
—Un reloj de péndulo. Trozos de un reloj de péndulo.
Ella se echó a reír.
—¡Jolines! ¿Y qué es lo que haces con eso? ¡Las tripas de los relojes no sirven para nada!
Él comprendió de nuevo que su destino estaba en juego. El inhibido mecanismo de su voluntad le permitía a Mrs. Spice hacerle entrar por el agujero que servía de puerta, a la oscuridad de la cabaña en la que vivía. El tintineo de las piezas del péndulo le reconfortaba.
—Lo que necesita un chico que crece como tú es comer algo —dijo ella ofreciéndole una cosa fría, grasienta y rancia. Pero se lo comió con un pedazo de pan lleno de hormigas, porque tenía hambre y porque eso le evitaba hacer otra cosa, y sobre todo hablar.
Mrs. Spice parecía ser de esas personas que no comen. Se lió un cigarrillo y llenó una taza de un brebaje que, antes de soplar, le quemó los labios.
Alf Dubbo se preguntó a menudo cuánto tiempo había permanecido en casa de Mrs. Spice. Ella le alimentaba suficientemente, según estimaba, y le ayudaba a hacer comer al caballo y a arrastrar las botellas. Pero él se negaba a acompañarla en el carrito. Sus mejores momentos los pasaba merodeando por el basurero en el que los habitantes de Mungindribble parecían haber arrojado lo esencial de sí mismos, y en el que siempre hacía descubrimientos que corroboraban lo que él sospechaba ya de los hombres. A veces se tumbaba en donde podía, sobre viejos somieres cuyos resortes y cuerdas se disparaban y soñaba con los cuadros que las circunstancias le impedían ejecutar por el momento. Constantemente pintaba, en su pensamiento, naturalmente. En aquellas creaciones de su mente, los hombres tenían cuerpos de viejos resortes y caucho, de los que brotaban las tripas, y a veces, en lugar de mandíbulas, dibujaba una trampa de conejos. Pintaba las almas en el interior de los cuerpos, ya que Mr. Calderon se lo había dicho todo sobre las almas. A menudo daban el aspecto de latas de conserva —de sopa, de espárragos, o de otras cosas— llenas pero abolladas, y su contenido fermentado, estaba a punto de salpicar cuando fueran agujereadas. Soñaba y componía. El viejo péndulo destrozado, con el tintineo de las lámparas del altar en su interior, le recordaba a su antiguo tutor. No obstante todavía se le escapaba el movimiento. Lo concebía, pero sabía que era incapaz de reproducirlo. Y sin embargo, las almas, que eran lo que había de más interesante y obsesivo en sus cuadros, habrían debido animar los cuerpos como la impresión del alcohol o el espasmo frenético y la liberación del amor.
En efecto, poco después de su llegada, Mrs. Spice le había puesto al corriente de lo que esperaba de él. Una tarde había abierto una botella.
—Está casi vacía, Alf; sería raro que estuviera de otra forma, pero soy una buena chica y te voy a dar una gota. Te sentará bien. Ahora no estás muy lleno, muchacho, pero eso no es un mal.
No tenía ganas de beber, pero aceptó: quizás el alcohol le abriría nuevas perspectivas. Aquello la hizo reír y la hilaridad también se apoderó de él. Después de un trago tuvo la impresión de haber sufrido una descarga eléctrica, y aquello le recordó un día en que Mrs. Pask había intentado arreglar un interruptor. Había sido proyectada hacia atrás, contra la pared.
Necesitó algún tiempo para reponerse: parecía como si su piel se hubiera vuelto azul, pero Mrs. Spice no pareció darse cuenta. Si le hubiera visto volverse azul, de repente, había dicho lo que solía decir siempre:
—¡Esto te entonará!
La risa la sacudía haciendo agitarse sus tetas.
Y después se volvía seria. Después de otra ronda, alargó un brazo marchito, pero liso y bien formado, pues se sentía con ganas de charlar.
—A veces me pregunto qué es lo que piensas, Alf. ¿Qué tienes ahí dentro? Todo el mundo tiene algo, ¿no?
La seriedad de lo que acababa de decir (¡pensar que ella tenía la costumbre de leer libros!), le hizo guiñar los párpados.
Alf era incapaz de responderla. En efecto, no podía decir simplemente:
—En mí lo tengo todo, y un día tomaré conciencia de ello.
Mrs. Spice no habría comprendido gran cosa; por otra parte él sólo se daba cuenta por sus destellos. Vació la taza una vez más. Un día pintaría «La Hoguera Ardiente», y unas figuras a punto de penetrar en ella. Ya las veía claramente.
Mrs. Spice intentaba impresionarle. Al principio él se dio cuenta vagamente, luego con alientos de una cruel perspicacia. Las palabras que ella pronunciaba y sus gestos eran los de otra mujer que ya existía en su imaginación y que quizás acabaría, con la colaboración de su público y de la botella, por existir realmente.
—Necesito que sepas que no he sido siempre como ahora —decía ella recogiendo con ambas manos sus cabellos tiesos sobre la nuca.
Él se sorprendió al ver que ella llegaba a sus fines; era realmente una mujer joven con un traje de algodón limpio, planchado, con un color a colada por encima de sus vigorosas axilas. Pero no obstante sabía que ella mentía. ¿No había él mismo prometido un día a Mrs. Pask que pintaría a Jesucristo porque deseaba una cosa, aunque sabía perfectamente que era incapaz?
Mrs. Spice, por lo menos sabía cumplir sus promesas.
—¡Nunca me han acusado de ser avara! —decía ella—. Porque no lo soy. No debes tener miedo —dijo ella arrastrándose a su lado.
Él no tenía miedo, pero estaba sorprendido por la superioridad que le había dado. Ella se puso a exclamar:
—Y recuerda que yo no soy una sucia negra… NO lo soy…
Entonces se calló y les poseyó el mismo demonio.
La noche fue alternativamente inerte y pendenciera, y él acabó por encerrarse en su cuerpo de muchacho delgado y enfadado.
—¡Vete a hacer gárgaras! —dijo al fin.
Tenía ganas de acurrucarse para protegerse, pero estaba seguro de que ella insistiría en insinuarse, y por eso le calló la boca.
—¡Mañana por la mañana iré a buscar a los polis! —berreó—. ¡Violar a una mujer blanca!
Se durmió y él escuchó el silbido de su respiración entre sus húmedos labios.
Hacia el alba Alf Dubbo salió a gatas de la choza de Mrs. Spice. No llevaba nada sobre los hombros, ya que ella se lo había quitado todo, pero se sentía bien. Era la hora en que todo es color nácar. Húmedos manteles caían en pliegues sobre sus espaldas desnudas. Se aventuró un poco más lejos, por la ribera del río casi seco. Las vagas sombras de los árboles se lo disputaban en silencio, mientras caían gotas o ramilletes y sus pies callosos arrastraban las hojas muertas. Lo indefinido de la escena se iba a la ausencia del extremo de sus movimientos para crear una especie de perfección negativa.
Pero no supo irse a tiempo. Hubo de ponerse a tallar el tronco liso de un árbol, después de otro, con un clavo que había cogido al abandonar la choza. El trazo delgado de su dibujo brotaba de él y se inscribía en la corteza blanca. A veces dibujaba lánguidamente o bien destrozaba. Cambiaba de sitio para expresar una nueva idea. No acababa nunca, no acabaría nunca, mientras las circunstancias de las que se encontraba continuamente prisionero fueran interminables y desesperadas.
En seguida emprendió de nuevo el camino de la choza. Por el momento no tenía ninguna otra cosa que hacer. El cielo se coloreaba, la luz agudizaba su trazado contra las latas de conserva.
Mrs. Spice apareció, burlona y agresiva.
—Eres un maldito —repitió varias veces con un tono de hilaridad—. Pero no creas que eres el rey del gallinero porque he sido gentil contigo. ¡La generosidad tiene sus límites!
Adoptó un aire digno, pero por poco tiempo.
Se había creado una numerosa clientela gracias a su comercio de botellas vacías, y al telégrafo de los arbustos. No era raro que los ganaderos de corderos en el curso de una visita a la ciudad fueran a ver a Hazel o que un conductor de rebaños pasara junto al camino en que estaba atado su carrito. Algunos señores de la ciudad llegaban a veces tarde, al atardecer, a pie o en coche, con un tintineo de botellas y una flota de libertinos. Ella les decepcionaba raramente, salvo si hacía negocios con un tímido que la deseaba de repente. Para ésos siempre quedaba la alternativa de la conversación y de las canciones. Mrs. Spice decía que era minuciosa, y cuando la presionaban de una cierta forma, emitía un sonido de agudo soprano que recordaba al de una gaita oriental. Algunas noches, la luna iluminaba en el estercolero atrevidas escenas.
Alf Dubbo prefería mantenerse al acecho, sabiendo que se le trataría como a un idiota o a un aborigen, pero a veces se dejaba sorprender en la cabaña de Mrs. Spice cuando estaba inocentemente dormido desde hacía tiempo.
Una tarde, un ganadero de Cowra, borracho y socarrón, y orgulloso de su fácil conquista, le vio en su rincón.
—Oye, Hazel —dijo. ¿Te gusta ahora el betún?
Pero Mrs. Spice, cuando estaba ofendida, sabía demostrar que la grosería debía ceder paso a la delicadeza:
—Señor, tengo el honor de informarle que ese muchacho es mi aprendiz.
Ocupada en sus asuntos del día y de la noche, había olvidado que tenía prevenido al aborigen que de ahí en adelante no había de contar con su generosidad, y ella le importunaba con sus solicitudes. Él se reía en sus narices, o bien la azotaba con un junquillo, pero a veces montaban juntos sobre el tigre hasta que la bestia fustigada y ardiente no era más que una piel vacía.
Finalmente la apatía se apoderó de Alf Dubbo al mismo tiempo que una especie de presentimiento. Se examinaba, sorprendido y horrorizado, experimentando una impresión de malestar, mientras contemplaba a través de la puerta el horizonte de las latas de conserva y de la nada.
—¿Qué te pasa? —preguntó ella.
—Me siento mal —respondió dándose la vuelta.
Ella se puso a blasfemar, sacudiendo los sacos que le servían de lecho. Se volvía cada vez más desagradable.
—¡No vales lo que debes! —le dijo un día—. ¡Siempre a rastras!
Escupió.
Dos días después, él estaba tomando el sol cuando se le acercó, estallando:
—¡Es cierto que estás podrido! ¡Bonito regalo me has hecho!
Él fue consciente de su odio recíproco y se puso a gritar:
—¡Sucia basura! ¡Vete a saber en dónde has cogido eso, con todo los tipos que pasan sobre ti!
Ella lanzaba injurias.
—¡Ésta es la última vez que abres la boca en mi casa!
—¡Está bien, Mrs. Spice, está bien!
Cogió sus zapatos y se fue, aunque eran las cuatro de la tarde.
Durmió bajo un árbol aquella noche, y se despertó muy temprano para examinar lo antes posible los estigmas de su enfermedad. Permaneció allá durante los breves instantes en que el sol embustero dora al mundo, y que en seguida toma de nuevo sus verdaderos colores grises y pardos.
Alf Dubbo se echó al monte, en sentido figurado al menos, en sus relaciones con los demás hombres. Jamás había sido comunicativo, pero ahora se retiró a la maleza de sus vagos pensamientos, entre las crueles rocas de sus obsesiones. Más tarde aprendió a preferir la ciudad, aquella jungla salvaje e impenetrable que le permitía despistar a cualquiera que intentara perseguirle hasta su propio interior. Pero por el momento frecuentaba a los campesinos y las granjas, trabajando contra salario o a cambio de alimentación y cobijo, a veces incluso viviendo en casa de una persona caritativa durante una semana o dos. No le gustaba permanecer mucho tiempo en el mismo sitio. Siempre tenía miedo de que le detuviera alguien por algún crimen del que comenzaba a sentirse culpable, o ser encerrado en una reserva o una misión, en donde satisfacer la conciencia social o asegurar la salvación de las almas que tenían alguna oportunidad de ser salvadas.
Evitaba a las personas de su raza, cualquiera que fuera el tinte de su piel, a causa de una cierta elegancia que poseía de comportarse en la mesa, aprendida en la casa de la hermana del pastor, lo mismo que una delicadeza y un refinamiento en su manera de ser que era capaz de disimular decididamente cuando se veía obligado a ello, como lo había hecho bajo el reinado de Mrs. Spice, pero que entonces le obsesionaba con una indefinible melancolía.
También tenía, claro está, su don secreto. Lo mismo que su enfermedad, no se lo habría confesado ni a un negro ni a un blanco. Eran los dos polos —positivo y negativo— de su ser: la enfermedad secreta y destructora, y el acto de creación, casi igual de secreto, pero regenerador.
Cuando hubo ahorrado algún dinero, Dubbo compró una caja de pinturas chinas según el catálogo de unos grandes almacenes. Aquel juguete elemental y vulgar le embriagó, pero la caja en seguida quedó vacía. Entonces adquirió la costumbre de abrir los botes de pintura que encontraba en las granjas, y embadurnaba los muros oscuros hasta que aplacaba su deseo. Pasaba sus domingos a la sombra de una cisterna, y dibujaba, garabateaba, seguía dibujando. Acababa por tener ante sí un montón de jeroglíficos que él era el único en poder interpretar. No es que él hubiera nunca pensado en comunicarse con los demás, pero las formas comenzaban a cristalizarse para él. Mientras que su organismo estaba sumido en la lógica de su enfermedad, una mayor libertad de espíritu le permitía encontrar la solución de algunos de sus problemas. No obstante le quedaban otros, pero a medida que se aventuraba más profundamente en sí mismo, u observaba el extraño comportamiento de los seres en la periferia de su propia existencia, la esperanza de poder comprender algún día aumentaba en él.
Todo lo que hacía, todos los frutos de sus contactos fecundos con la vida, estaba encerrado en una maleta metálica que poco a poco se cubrió de rozaduras y de rayas a fuerza de ser arrastrada de sitio, u ocultada bajo su cama mientras interpretaba el papel de un obrero de fábrica o de criado en una granja.
Nadie se habría atrevido a abrir aquella caja, ya que la mayoría de la gente respetaba el carácter de su propietario, y algunos incluso tenían miedo de Dubbo.
Creció. Se hizo largo, delgado y nervudo. Era ya un hombre maduro cuando el coraje y la curiosidad le hicieron dirigirse por fin a Sydney. Cuando llegó, dejó la maleta metálica en la consigna de la estación y durmió en los jardines públicos antes de descubrir una casa bastante decrépita, una propietaria bastante miserable y bastante optimista y avara como para albergar a un aborigen. Acabó por instalarse por las buenas en su casa, pese a las objeciones de las dos prostitutas que también vivían allí, y que sólo estaban de vez en cuando. En seguida fue evidente que la discreción, el silencio, casi la no existencia del aborigen no era lo que ellas esperaban. La propietaria, que había sido abandonada por su amante el año anterior, renunció en seguida a ir a llamar a su puerta y desapareció arrastrando sus zapatillas sobre el linóleum para irse a rumiar sus preocupaciones en las profundidades de la casa.
Aquellos años era fácil encontrar trabajo. Por desagradable que fuera para él, Dubbo consiguió adaptarse a aquella monótona necesidad durante largos períodos haciendo abstracción de lo que le rodeaba, y consideraba aquellas horas muertas como una especie de barbecho espiritual antes de la recolección de su arte. Pero tardaba en cerrar la puerta de su habitación, cuyo orden hubiera gustado a la hermana del pastor, y en coger de su maleta de doble cerradura los tubos de pintura de primera calidad que ahora tenía medios para comprar.
Existían también los días grises y las tardes negras de lluvia que daban a su piel un color amarillo dudoso y hacían reinar en su espíritu una confusión de introspección y de deseos. Entonces se refugiaba en la biblioteca municipal para contemplar los libros. Pero no los leía fácilmente. La abstracción de las ideas significaba menos para él que la abstracción de las formas y la síntesis de los colores. Sin embargo existían libros de arte que hojeaba con un espíritu crítico, mezclado con incredulidad. En conjunto apenas si estaba dispuesto a extraer una enseñanza de la obra de los otros artistas, lo mismo que no deseaba colaborar en la experiencia de los demás hombres, ni aprovecharse de ella, como si aquella visión todavía incompleta estuviera destinada a completarse ella misma, gracias a alguna revelación. Pero un día cayó sobre la reproducción del pintor francés en que se veía el carro de Apolo siguiendo su trayectoria a través del cielo. Se inclinó hacia adelante, recogiendo su impermeable marrón, inmovilizando sus dedos amarillos sobre el papel satinado. Se dio cuenta de que su actitud hacia aquella obra había cambiado desde la otra vez y comprendió que ahora sabría comprender la composición limitada del francés en sus propios términos de movimiento, y en formas en parte instintivas, en parte elaboradas en el curso de su combate con el transcurrir cotidiano, y su experiencia del sufrimiento.
Los radiadores de la gran biblioteca esparcían su calor como una sopa constante. El negro comprobó con envidia que todos los lectores habían encontrado lo que buscaban. Pero no se sorprendió: las palabras habían sido siempre las armas naturales de los blancos; él era el único sin defensa, él el único que miraba a su alrededor. Después de haber leído, bostezado, saltado líneas y pasado páginas bajo sus dedos para escuchar el ruido parecido al vuelo de un pájaro, colocó los libros ante sí, con la mirada perdida. En los días en que se sentía dueño de sí mismo, su sentido de admiración le recompensaba. Pero en la luz invernal, no se sentía alimentado de sus secretos, si no gustaba de la alegría real y física de pintar, y se habría acostado con gusto para morir en el olor del barniz y de la calefacción central en lugar de poner su mejilla sobre la mesa y adormecerse en la almohada de sus manos. Entonces el sudor brillaba en sus pómulos y en medio de los cortos cabellos de su nuca.
Una tarde como aquélla se despertó sobresaltado, bostezó, se aseguró con precaución una o dos veces que estaba mal de la garganta y cogió un libro que alguien había dejado sobre la mesa. Se dio cuenta de que una vez más leía la historia de Nuestro Señor Jesucristo. No había olvidado las incidencias, lo mismo que su esperanza de amar y adorar a los personajes, bastante menos que para dar gusto a sus tutores. Lo leía pero todavía no conseguía atrapar la expresión de aquel enfoque. Todo era pálido, bañado de amor y de caridad, pero pálido. Abrió el Evangelio del Discípulo bien amado. Pero entonces su garganta le hizo sufrir vivamente. Ardía. Le ahogaba la saliva.
Se levantó y se fue; su deforme impermeable, cuyo espantoso color marrón chocaba con el de su piel, iba tras él arrastrándose. Caminó mucho aquella noche, con largos pasos deslizantes, y durmió bajo una roca en saliente junto a unos tallos húmedos, al lado de una mujer que le contó lo que hizo con un cuarto de billete que le tocó en la lotería. Hiciéronse el amor, o mejor, cada uno descargó sobre el otro su rabia y su miseria. La mujer olía a los camarones que tenía en una bolsa, así como un olor más dulce, sin duda, y menos agresivo que el de la ginebra. Intentó varias veces pegar su boca sobre la de él, una boca devoradora como la de una anémona de mar, pero él estaba no menos resuelto a no dejarse devorar, y sintió ganas de matar a la desdichada borracha. Ella tuvo momentos de sorpresa cuando, por ejemplo, él la cogió por las caderas como una carretilla con la que habría espoleado furiosamente la noche. Pero su miseria fue momentáneamente aligerada por lo menos hasta el momento en que ella se daba cuenta de que estaba peor que antes. Incluso cuando el muchacho la hubo dejado con el furor que ella hubiera preferido un poco antes para la pasión amorosa, continuó llamándole no interrumpiéndose más que para abotonar su traje y buscar sus camarones.
En cuanto a Dubbo, se dejó escurrir a lo largo de la pendiente, en el olor a gato que adquieren las plantas cuando se frotan sus tallos después de la lluvia. Desde que sus bienhechores le habían enseñado a tomar conciencia, a veces se sentía culpable en alguna parte de sí mismo, sobre todo cuando su cuerpo enfermo tomaba la delantera en desprecio de los reproches de su espíritu vigilante. Aquella vez se hubiera sentido mejor si hubiera hecho una bola con sus vestidos y los hubiera arrojado. Pero no era posible abandonar tan fácilmente las cosas, y se vio obligado a continuar caminando, torturado por sus intolerables vestidos y la sensación aún presente de las confiadas caderas de la prostituta.
Al amanecer regresó a su casa y, de puntillas, penetró temblando en la habitación que era su único refugio cierto. Cuando dio la luz, la calidad de algunas formas que había comenzado a trazar sobre un lienzo le llenó de un alivio increíble, aunque su aventura le pareció aún más espantosa. Mientras que su cuerpo se movía y fluctuaba en el espejo, acabó por acostarse en su cama, y allá donde algunos hombres habrían rezado, él se puso a contemplar lo que era su única prueba de su Absoluto, y al mismo tiempo, en el ímpetu de los azules y el contrapunto de los negros, un acto de fe.
Dubbo estaba lo suficientemente apoyado, física y moralmente, por su vocación para ignorar más o menos lo que los demás llaman vida. Solamente la tristeza de un aislamiento casi total del resto de los hombres subía a veces hasta él, y se daba prisa en abandonar la fábrica de cartón situada en las afueras de Sydney en donde trabajaba en aquella época. Se apresuraba, se apresuraba, para vagar por las calles, y sentarse por fin en el banco de un parque.
Allá se ocupaba de lo que generalmente se llamaba pasar el tiempo, pero que en realidad era esperar.
Una tarde, estaba así sentado en un banco del parque y las grandes higueras proyectaban su amplia sombra sobre la hierba blanca, cuando una mujer se sentó a su lado, pero no deliberadamente. Sacó un paquete de cigarrillos de su bolso y encendió uno; después lanzó una bocanada de humo y se puso a mirar el agua del pequeño remanso.
Si no hubieran cruzado sus piernas exactamente en el mismo momento, sin duda nunca habrían hablado, pero la mujer no pudo evitar el reír.
—¡Dos cabezas para una sola idea, eh!
Él no supo qué responder y volvió la vista, pero la actitud de sus hombros no era hostil, ya que la mujer continuó:
—¿Qué tal lo pasa aquí?
Se sentía molesto, pero consiguió responder:
—Bien…
Entrecruzaba sus manos para protegerse.
—Yo vengo del otro extremo del país —dijo la mujer que dio el nombre de una ciudad del noroeste del Estado—. ¿Son muchos aquí?
Era cortés y educada, pero comenzaba a aburrirse. Frunció el ceño, ya que una brizna de tabaco se había quedado en sus dientes.
—No —respondió él—. No lo sé.
Aquella pregunta no le gustaba mucho.
Ella miraba vagamente el color de sus manos.
—¿Qué tiene ahí?
—¿Cómo?
—Lo que tiene en el dorso de la mano ¿es una úlcera?
—No es nada.
Era un bubón que le había salido varias semanas antes, y que disimulaba mientras esperaba que desapareciera.
—¿Estás enfermo? —preguntó ella.
No respondió y se dispuso a abandonar su banco y el parque con sus céspedes y el pequeño estanque de agua pasiva.
—Puedes decírmelo —continuó ella—. Yo sé lo que es.
Todo aquello era extraño. Miró de frente a la mujer extranjera con su figura de tallo de malvavisco bastante lleno y sus labios de un rojo reluciente. Llevaba los polvos que emplean las mujeres blancas sobre sus cuerpos para atenuar el impacto de su presencia.
Ella suspiró y comenzó a contar su vida. La escuchó como si hubiera escuchado una historia.
—Veo perfectamente que estás enfermo… Has atrapado la sífilis. Yo también la tuve en mi juventud. Me la pasó un guapo muchacho; regresaba del frente y me había conseguido con embustes. Todavía le veo, mira, con su yugular abultada, y recuerdo el olor del uniforme militar. ¡La atrapé en seguida, pero no se fue tan deprisa, te lo digo yo!
Comprendió poco a poco que la mujer era una prostituta satisfecha de su profesión. Se llamaba Hannah.
—Por lo menos he tenido rachas de suerte. Un viejo cliente me dejó dos casas de las que soy propietaria. Alquilo una y vivo en otra. ¡Oh, no me quejo!
Continuó con un tono más agresivo:
—¡Lo que pude reírme cuando llegó la carta del notario con el testamento de Charlie! ¡Era un gran chiste! Por lo menos, ¡quién iba a creer que aquel viejo chismoso tenía un tesoro oculto!
Dubbo estaba cautivado. Le gustaba conocer el final de las historias. Las encontraba siempre con los mismos colores pálidos y tristes, bonitas pero poco convincentes, como las imágenes de los santos de Mrs. Pask.
—No camino sobre oro —continuó Hannah—. Por ello continúo trabajando. ¡Nunca se sabe lo que puede suceder!
Tiró su cigarrillo y frunció el ceño, de tal forma que él vio los polvos blancos de los pliegues de su frente.
—Sé perfectamente que ahora los jóvenes ya no se fijan en mí.
Su boca se crispó dolorosamente y exclamó:
—¡Tú no te fijarías en mí!
Él bajó los ojos no sabiendo qué responder. Era verdad que no se habría fijado en Hannah. Ella se echó a reír.
—Venga ¡yo no quería hacerte proposiciones! O mejor, te he hecho una, ¡pero no vayas a creer que te pido que te conviertas en chulo! No, tú me interesas… —dijo ella moviendo la barbilla—. De vez en cuando suelo interesarme por las personas, y en mi casa tengo una pequeña habitación que no sirve para nada. Si quieres puedo alquilártela por unos cuantos chelines.
Se había puesto a despegar las sílabas como hacen algunas personas para hablar a los aborígenes, pero bajó la voz para dar sus señas.
La noche se acercaba. En las casas de las personas ordenadas, se preparaban a cenar o tomaban el fresco en la ventana. Las lámparas estaban encendidas.
—En fin —dijo Hannah resoplando—. Los negocios son los negocios ¿eh? ¡Es gracioso! ¡Fíjate que nunca he podido aguantar a los hombres! Pero hay que ganarse la vida, y parece que yo estoy hecha para este oficio.
No acababa de peinarse.
—Ten en cuenta que no me molesta charlar con un tipo, en el tren por ejemplo… ¡Los pobres! ¡Son tan pelmazos!
Hannah guardó su peine en el bolso cuyo cierre había hecho sonar, y se limpió la caspa. Estaba preparada para recorrer las aceras.
—Quizá vuelva a verte —dijo ella.
Pero él comprendió que algo había pasado en ella y que ella no se preocupaba ya de él. Era él, entonces, quien la seguía con la vista. Estaba tan vuelto sobre el banco que sus huesos le dolían.
—Abercrombie Crescent —dijo con una voz estúpida y tierna, y después repitió las demás indicaciones que ella le había dado.
—Eso es —lanzó ella por encima de su hombro al alejarse.
Su voz se destacaba a medida que aumentaba la distancia entre ellos.
—Pero ¡no antes de mediodía! ¡Hasta entonces estoy en bata y trato a todo el mundo a patadas!
Hannah se dirigió hacia la calle, inclinada contra el viento. La noche se hacía más sombría y se tiñó de violeta por el otro lado del parque: ella en seguida se sumergió en la oscuridad.
Alf Dubbo se fue a vivir a Abercrombie Crescent, a la pequeña habitación que le había ofrecido Hannah. Aquello le convino y lo decidió rápidamente. Había cerrado su maleta, se había llevado una o dos telas empezadas, y se marchó.
Estaba contento en su pequeña habitación que estaba decorada con objetos de un interés dudoso: un colchón de borra, una estufa de petróleo mohosa y sin quemador, un maniquí de costura, cajas llenas de plumas de avestruz y algunas cagarrutas de ratas. Fuera, las antenas de las radios se elevaban por encima de los tejados de pizarra. Él se sentía fascinado por aquellos hilos, y el primer día se puso a pintarlos, mientras que repetía su canto de acción de gracias con la dulzura de las plumas. Pero tenía su puerta cerrada con llave.
Algunos minutos después que se hizo de noche, Hannah fue a sacudir el pomo.
—¡Alf, mi amigo está aquí; he de presentártelo!
Dubbo salió. Hannah estaba intimidada pero orgullosa.
—Te presento a Alf Dubbo… Mr. Norman Fussell —dijo con movimientos de manos que había visto hacer.
Norman Fussell arreglaba sus ondas ante el espejo:
—Norman es enfermero —explicó Hannah—. En este momento no está de servicio, y por eso ha podido venir.
—Encantado, Alf —dijo Mr. Norman Fussell.
Tenía gestos sorprendentemente vivos para un hombre tan redondo y regordete. Se puso a preparar un plato de alubias guisadas con tostadas, lo que le volvía loco, y comía con la cabeza inclinada hacia un lado, en un gesto que no carecía de elegancia, y también porque le dolía su dentadura.
—Entonces, ¿y el enfermero jefe, Norm? —dijo ella con un aire inquieto.
—Infecto —respondió Norman Fussell con la boca llena de judías.
Cuando acabó declaró:
—¡El pequeño Norm se siente muchísimo mejor!
Después, sonriendo, cogió un cigarrillo de una bonita caja y se puso a fumar, arreglando sus ondas de un amarillo canario.
—Habrá quien te diga que Norm es marica —murmuró Hannah llevando a Alf Dubbo aparte—. Me siento demasiado fatigada para discutir, pero me molestan esos tipos que se hacen los gallitos y que luego no lo son. Norman no podría llegar a ningún resultado con una mujer aunque lo intentara, y yo lo encuentro tranquilizador.
En general, Hannah se las arreglaba para no tener clientes en las horas libres de Norman, pero si aquello se producía, él cogía una colcha y se acostaba sobre el sofá. A veces también él se iba a buscar fortuna, pero si no estaba de servicio observaba religiosamente el reposo dominical. El domingo era un día bienaventurado. Permanecían en la cama enroscados el uno contra el otro y leían los crímenes o los divorcios o consultaban los horóscopos. O bien iban a la cocina a buscar té y las pastas que tanto les gustaban cubiertas por una espesa capa de leche condensada, de salsa de tomate o de un plátano espachurrado. O incluso se adormecían en una común inconsciencia. Más tarde, Dubbo les pintó tal como les veía por la puerta abierta, parecidos a un grueso huevo de carne frente contra frente, rodilla contra rodilla, comprimidos en el sueño. Aquél no era su esfuerzo más ambicioso, pero un huevo tiene una realidad, e incluso cuando es estéril su forma es perfecta.
Cuando vivió en Abercrombie Crescent, Dubbo recibió cuidados en el hospital de San Pablo, a veces del joven médico conocido de Hannah, o de uno u otro de sus colegas. Tardó un cierto tiempo en distinguir a unos de los otros. Sus batas blancas y sus cerebros asépticos le parecían más o menos tan diferentes como frascos de orina. Como si lo esperara, el contacto de las manos le horrorizó, pero poco a poco comprendió que él sólo era un caso entre muchos otros. Llegó incluso a encontrar el tratamiento irritante y fastidioso. Estaba obligado a aceptar la fábrica y sus cajas de cartón, pero mientras esperaba por la tarde en el hospital, veía desaparecer la luz. Se esforzaba en retenerla, pero algunos días no tenía tiempo de coger un pincel.
Un día le anunciaron que su enfermedad venérea estaba curada. Casi había olvidado por qué le curaban, ya que tenía muchos problemas más importantes que resolver. Se había liberado de su enfermedad como si se hubiera liberado de su cuerpo: aceptándolo. Su espíritu le preocupaba más, ya que él mismo ignoraba las reacciones que podría tener, o en qué podría convertirse una vez liberado de sus grilletes. De momento se debatía dando saltos como un pez en una pecera, o mejor, como dos peces, ya que los blancos que le habían educado le habían desdoblado al mismo tiempo.
Dubbo continuaba pintando, e intentaba aprender a pensar cuando oyó decir que una guerra había estallado. Las guerras no cambian gran cosa en la vida de los que siempre son derrotados, y tampoco habría cambiado la del aborigen si no hubiera transformado el comportamiento de su alrededor. Ciertamente, después de un examen médico le habían declarado inútil, y se lo habían llevado de las cajas de cartón que cosía para enviarle a pintar aviones con pistola, pero aquello no era para él más que una parte de su poco convincente vida social en la cual siempre había creído a medias. En aquel momento las personas de la casa, las personas de la calle, se impusieron antes que nada en su conciencia. Su pincel vibraba con sus emociones contradictorias, y las formas que había ensayado con tanta dificultad y honradez rescatar, se desintegraban.
Así pues, se puso a arrastrar la noche por las calles en las que había más gente que antes. Desde que los hombres se habían marchado para matar, muchos otros de los que se habían quedado libraban un combate aún más sangriento con su secreta naturaleza. Sus dobles almas, ahora más vulnerables, consideraban que el aborigen no era completamente diferente de sí mismos, pero sin embargo que sí lo era lo suficiente como para carecer de toda importancia. Bocas recubiertas de afeites se abrían en la noche como mutilaciones voluntarias. De todas formas aquello le era ya familiar, y en la luz diferente lo habría aceptado, con lo que suponía eran otros ritos. Ahora lo que más le turbaba eran los ojos, los ojos de los blancos que siempre lo habían comprendido todo y que acababan de comprender que se habían equivocado. Por ello se echaban a reír o entonaban estribillos populares. Algunos bailaban, con los brazos abiertos, o enlazaban a un desconocido. Otros caían y permanecían tumbados en el suelo, o bien se tumbaban juntos sobre la hierba pisoteada, en las actitudes del amor. Intentaban toda clase de medios, pero estaban manifiestamente decididos a demostrar que no habían conseguido matar al enemigo de sí mismos, y que quizá no quedaba ya bastante tiempo para ello.
Los compañeros del taller de Dubbo tenían la costumbre de ofrecerle la botella, pues cuando estaba borracho les hacía reír. De vez en cuando conseguía convencer a un alma buena para que le comprara alcohol ilícito. Entonces, encontraba de nuevo el fuego artificial delirante y el triste infierno de la desintegración que había conocido en la cabaña de Mrs. Spice. Pero entonces, una sensación opalescente seguía a veces a las náuseas y un montón de sus cálidas vomitonas era capaz de traerle su tesoro. En resumen, parecía conseguir lo que los demás, en las calles del país en guerra, fracasaban.
Un día regresó borracho y se cayó sobre el linóleum nada más traspasar el umbral de la casa de Abercrombie Crescent. Hannah, que volvía tarde y apresuradamente, casi se rompió la crisma. Después de haber encendido la luz y haber lanzado algunas patadas suplementarias sobre el cuerpo postrado, se alivió, gritando:
—¿Qué se puede esperar de ti, borracho bastardo de un negro ocioso?
Pero él no oía nada.
Al día siguiente, a su regreso, ella le llamó:
—Dime, amiguito, ¿conoces a los polis? Pues, si uno de estos días te ven tumbado en el arroyo o de juerga por las calles, ¡puedes estar seguro de que te detendrán y verás lo que es bueno!
Hannah, sin su maquillaje, era glacial, pálida y grave. Manifestaba claramente que lo que hacía en aquel momento era demasiado importante como para que se preocupara de la suerte de su huésped. Sus uñas sujetaban fuertemente la pequeña pinza con la que estaba a punto de depilarse las cejas.
—Claro está —dijo arrancándose un pelo—, que no me concierne. ¡Cada cual a lo suyo, eh!
Continuaba depilándose poniéndose bizca y dejaba caer los pelos a la calle.
Alf Dubbo escuchaba, pero lo que veía le interesaba más. Ella no había hecho aún su cama, y las sábanas tenían el mismo color gris de su piel, al menos en aquella luz. La propia Hannah tenía el color de las ostras, excepto en el surco de sus senos por donde se habría dicho que había corrido el agua tanto tiempo como en una vieja bañera o en un fregadero.
—A propósito, me veo obligada a subir el alquiler. Ahora serán doce chelines. Es la guerra, ¿comprendes?
Pero él continuaba fascinado por la mano de Hannah que temblaba al manipular la pinza.
—Comprendido, Hannah —dijo sonriendo a sus pensamientos.
—No vayas a creer que quiero desembarazarme de ti, Alf —explicó ella—. ¡Necesito esos dos chelines más!
Examinaba sus cejas que alisaba para hacerlas brillar.
—Cuando se tiene la profesión que yo tengo, hay que ser prudente. Incluso los más elegantes…
Se frotó las cejas con un poco de saliva.
También Hannah tenía miedo de lo que la esperaba, ¡sobre todo en los espejos!
Un día, mientras pasaba el plumero por los lugares más visibles del salón, ella le reveló un escondrijo de sus pensamientos, interrumpiendo su canción Luces del puerto.
—Las viejas, Alf, ésas, ¿sabes?, que tienen el cabello gris, grasiento y tieso que les cuelga sobre sus hombros como el de las muchachas… Las viejas sin otra cosa en la boca que dos dientes amarillos y encías decoloradas… Se las ve con su viejo perro… A veces llevan algún bulto. Con el vientre delante de ellas. ¡Oh, eso es lo que me da miedo! ¡Y las venas marcándose en sus piernas!
Pero él no podía hacer nada por ella. Sin embargo, veía claramente que estaba esperando algo.
Él estaba sentado en el borde del diván, con los codos apoyados en sus rodillas, y los dedos apenas separados contra sus mejillas. Aparte de su punto de apoyo en el canapé, hubiera podido estar acurrucado junto a un fuego de ramas.
El fuego era su protección. Sin fuego no sabía desplazarse por la noche en lugares desiertos. Alf Dubbo tenía la suerte de tener su fuego, y cuando cerraba los ojos lo veía arder en su cabeza con aquellos fantásticos colores que tanto le gustaba pintar. Pero no estaba todavía completamente satisfecho del resultado, y sus ojos brillaban de exasperación. Hubiera querido esperar al alma íntima, incandescente, de los penachos de llamas.
Aquel día como permanecía mudo, soñador y sentado sobre el diván, Hannah, que había sido lo bastante estúpida como para pedirle consejo, se puso a gritar:
—¡Todos valéis lo que sois! No hablemos de esa tía de Norm, mira, la tomo por lo que vale; después de todo no faltan mujeres sino hombres, y él al menos calienta mi cama; pero tú, tú, Alf, te encierras en lo que tienes en la cabeza, ¡y los demás te importan un bledo!
Se puso a manejar su plumero con tal violencia que arrancó el canto de un libro. Alf nunca se había fijado en él, aunque fuera el único de su especie, viejo como era, negro y perezoso, y oculto detrás de las chucherías que los clientes habían ofrecido a Hannah en momentos de generosidad o de borrachera. Se inclinó para recoger la tira de piel caída, la cogió en sus manos, curva e inútil como un jirón de cáscaras. El título, escrito en grandes letras de oro, estaba sin embargo visible todavía.
Entonces, en ese buen inglés que había aprendido y que a veces recordaba, preguntó ávidamente:
—Hannah, me gustaría mucho que me prestaras este libro. ¿De dónde viene?
—¿Eso? ¡Oh! Era de Charlie. Mi viejo chismoso, ¿sabes? El único golpe de suerte que he tenido en mi vida. Sí, cógelo si quieres. También a mí me gusta leer, ¡pero no eso!
La casa, aplastada entre sus otras dos contiguas, estaba ya a oscuras. Alf Dubbo cogió el libro y volvió a su habitación, en donde la luz, reducida a su esencia, de un sorprendente color blanco verdoso, iba a discurrir todavía por algún tiempo desde el cielo a lo largo de los tejados de pizarra que parecían ser su continuación.
Se acercó a la ventana y abrió el libro. A aquella hora incluso los vidrios sucios tomaban la transparencia de cristal. De esta forma, mientras su luz interior se iluminó, continuó leyendo con una precipitación tan agitada y desordenada que añadía por aquí y por allá palabras, frases, imágenes enteras. Su ser secreto se iluminaba por fin en su canto:
«Alabadle, sol y luna; alabadle, estrellas de luz.
»Alabadle, cielos de los cielos, y vosotras, aguas que estáis sobre los cielos.
»Antenas y pizarras grises y brillantes, alabad, alabad al Señor.
»Montañas y todas las colinas, árboles frutales y todos los cedros, y los grises fantasmas de los otros árboles, vosotros, pies desnudos sobre las hojas húmedas, y vosotros, ríos secos, alabad, el nombre del Señor. Los bambúes anaranjados Le alaban con su balanceo.
»Bestias y todos los bichos, reptiles y pájaros, alabadle, alabadle.
»Manos, alabad a Dios».
Sus manos temblaban entonces, pues toda la luz había desaparecido, y ya no podía leer más. Se echó en la cama boca abajo. Sus talones estaban inmóviles y sin vida, pero en lo más profundo de su conciencia sus manos continuaban pintando sus alabanzas con todos los colores posibles. Se agitaban en el extremo de sus dedos como serpientes al son de la flauta: los rojos, los amarillos claros, los verdes corrosivos, y aquel violeta desgarrado con el que quizá se atrevería a revestir la incorpórea forma de Dios.
No se movía y la audacia de su ambición le hacía estremecerse. Y luego la exigencia de su cuerpo le puso en pie. Encendió la luz y se fijó en el pequeño redondel sucio que su boca había dejado en la almohada, a la que dio la vuelta para no ver más la fea mancha.
Las noches siguientes, Dubbo pasó varias horas leyendo la Biblia del amigo de Hannah. La voz de los profetas le embriagaba de una forma desconocida, y revestía la espléndida gravedad de sus palabras con los colores que llevaba en sí. En aquel período fue cuando hizo algunos bocetos de los temas para los que no tenía ni la suficiente fuerza ni la bastante ciencia para pintar: El Carro, entre otros, o la visión de Ezequiel, sobreimpresa sobre la del pintor francés, y que no era todavía verdaderamente suya. Todos los detalles se yuxtaponían en el cielo, sobre su papel, pero la luz aún permanecía ausente. Entonces, bruscamente, enrolló la hoja y la dejó en un rincón, a fin de que al menos la parte consciente de su espíritu cesara de pensar en ella.
Ahora trabajaba en la Hoguera ardiente, que llevó a cabo casi completamente un viernes que se había declarado enfermo, y después siguió un doloroso sábado en que, sentado ante el lienzo consideró una o dos veces aquello sin encontrar la solución o sin atreverse todavía a encontrarla. Al fin lo consiguió, después de unas pinceladas tan ligeras, tan simples, que quedó agotado y sudoroso, con los muslos pegajosos como después de una eyaculación.
En seguida limpió cuidadosamente, solemnemente sus pinceles. Era feliz.
Salió, pasó por delante de la puerta de la cocina. Norman había llegado y Hannah y él estaban a punto de preparar pequeños sándwiches en los que ponían crema de anchoas o puré de dátiles. Sonrieron con un aire culpable, en su secreto compartido: aquella noche recibirían amigos.
—¡Ola, Alf! —murmuró Norman.
Eso fue todo.
Dubbo fue hasta Oxford Street, en donde conocía a una camarera cuya amistad no se mezclaba con prejuicios. Le hacía una seña desde la puerta del bar, y Beat descendía, a veces, a verle.
Aquella noche, Beat quiso divertirse y él llevó la botella hasta un solar al que nadie iba por la noche si no era para dejar su coche o acompañado de una chica. Sentado en el borde de la acera empezó a beber. Al principio lo hacía concienzudamente, como un obrero que ensaya, reservando su habilidad técnica para ulteriores dificultades. Y luego sus movimientos se volvieron espasmódicos mientras tanteaba torpemente la boca de la botella. Su tubo digestivo se abrasaba.
Entonó el principio de una canción que había compuesto en circunstancias análogas:
«Cavador, cavador.
Mi papá es el mayor.
De los dos.
Mi tío y mi mamá.
Son Hermanos.
Pero el otro.
Es un enano.
Al que mi madre no conoce.
Ni da la mano».
Ahora la luna penetraba incluso en los callejones oscuros y los limpiaba de todas sus inmundicias, y por eso el negro se levantó y dio unos pasos vacilantes sobre el río de luz. Le gustaban las casas de ojos cuadrados que, sin embargo, no veían. Se sentía benévolo ante aquellos imprevisibles fuegos rojos. Rozó uno o dos parachoques, y una vez un capó pasó a toda velocidad por su lado. En la calle mayor no se veían más que los plátanos en los escaparates oscuros de las fruterías. Una caja de dátiles abierta le recordó los sándwiches de Hannah.
Entonces se decidió a regresar.
Durante los últimos años de la guerra, siempre había gente en casa de Hannah. Las calles estaban tan llenas que cada vez que se abría una puerta, las gentes se metían dentro. Había soldados y marinos, pero Hannah prefería a los marinos, sobre todo a los yanquis, a causa de los dólares y del nylon. Todavía encontraba medio, de vez en cuando, de descubrir un filón en pleno corazón de Texas o de Idaho: algún fogonero que pagaría bien la oportunidad de poder hablarle de su madre y de su familia. Entonces Hannah ahogaba la borrachera en su vaso en el que sumergía la mirada hasta el momento de recoger el dinero.
Pero algunas noches era la banda de Norm la que desembarcaba en Abercrombie Crescent. Cuando Hannah estaba bien dispuesta no sólo no decía nada, sino que iba incluso a animar los gustos de los maricas y a interesarse por ellos. Se tronchaba de risa viéndoles hacer muecas ante el espejo. Después de las cópulas monótonas y desagradables, encontraba sin duda placer en mirar los jugueteos de aquellas marionetas complicadas, ingeniosas, venenosas, pero cuya auténtica apariencia ocultaba una realidad de cartón piedra.
Ahora, mientras Alf Dubbo se arrastraba a lo largo de los muros que le conducían a su casa, pensaba que tendría lugar una velada de aquel género, al recordar el aire misterioso de Hannah y de Norm embadurnando sus canapés con crema de anchoas y de dátiles. Aquello le dejaba frío. Ese aspecto de la vida no le sorprendía, ya que había descubierto desde hacía tiempo que casi todo lo que hacen los hombres es sorprendente, y que sólo había que extrañarse un poco de lo que no lo era. Así pues, volvió a su casa dispuesto a todo y tan calmado como podía.
En la casa estaban abiertas todas las puertas de comunicación, excepto la de la habitación del fondo. A la entrada se cuchicheaba. Alguien se empolvaba con gran aparato ante la coqueta de Hannah, otro se ponía unas medias. El agua corriente no dejaba de funcionar.
Dubbo encontró a Hannah en el centro del jolgorio, instalada sobre el diván con su colega y amiga Reen, cuyos cabellos estaban tan tersos que no se les habría podido distinguir a no ser por sus pequeñas ondas apretadas. Aparte de las dos mujeres había un grupo de maricas que conocían sin haberle visto al mestizo de Hannah. Por fin Alf Dubbo adivinaba otra presencia ante la que se sentía aún demasiado aturdido para discernir.
Con una voz sonora que hubiera querido ser un murmullo mundano, Hannah anunció que Alf llegaba justo a tiempo para el número de Normie, y en efecto, Norman Fussell hacía su entrada. Llevaba un penacho de plumas en la cabeza, otro en las nalgas, y un taparrabos de diamantes, pero aparte de eso estaba más o menos desnudo, a excepción de un par de senos pintados sobre el pecho y los polvos y maquillaje con que se encontraba cubierto. Aquel volátil se puso a ejecutar una especie de danza ritual sobre las rosas del canapé de Hannah. Inspirado por la ginebra y el alma de chica que le poseía, Norm agitaba las manos, erizaba sus plumas, escarbaba un suelo imaginario. Se escuchaba su jadeante respiración, pero aquello no parecía molestar a nadie; las gallinas hacen otro tanto cuando son perseguidas en verano por los gallos en el corral. El espíritu de la chica, ahora vieja y experimentada, que se había introducido subrepticiamente en el cuerpo de Norm, se parecía al del pájaro rosa y le daba vida con ayuda de convenciones que los espectadores aceptaban. Si un ave del paraíso se hubiera enamorado alguna vez de un pavo salvaje, Norman Fussell hubiera sido la prueba.
Todos los espectadores manifestaban ruidosamente su admiración, o quizá, sus burlas.
Dubbo era quien se reía más fuerte. Estaba sobre la alfombra de Hannah. Si hubiera cabido, también él se habría puesto a bailar con pasos surgidos de un pasado olvidado; pero se contentaba con aplaudir. Estaba satisfecho de ver a Norman pavonearse, batir sus alas de carne al ritmo de la música, mientras que el olor de los cuerpos reducía aún más la pequeña habitación alrededor de su original silueta de pájaro.
—Eres una verdadera viciosa, Hannah —dijo aquella arpía de Reen—. Si no me hubieras invitado, nunca habría venido a ver esto, ni por un montón de dinero. ¡Esto me pone la carne de gallina!
Hannah, que se sentía atraída por la esencia mística del número de Norm, hubiera preferido no interrumpir su contemplación, pero respondió con una sonrisa objetiva:
—¿Qué pasa? Un capón es un ave como otra cualquiera.
Al mismo tiempo se dio cuenta de que Norm había llevado a un amigo, y le dirigió una mirada deferente, aunque también Alf se fijó en el tipo de traje oscuro de buena calidad que, en un rincón, ocupaba el mejor sillón de Hannah. El hombre, bastante joven, no parecía poder apartar los ojos del aborigen, pero sin agresividad alguna, ya que su mano ocultaba la mitad de su rostro. No se movía en aquella postura buscada deliberadamente. La mano extraordinariamente larga que sostenía y disimulaba su cara larga y pálida, parecía separarse del cuerpo en su traje oscuro y elegante.
Hubo aplausos para Norm y bebidas para los invitados, y la velada continuó. Dubbo había bebido un vaso o dos y se sentía como subido en un globo. Le hubiera gustado cantar y bailar. Vacilaba en el sitio bajo el efecto del alcohol y de la espera.
Entonces la colega de Hannah, Reen, le preguntó:
—Y tú, Dubbo ¿qué es lo que sabes hacer? ¡Desnúdate y enséñanos tu culo como todo el mundo!
Sonrojándose se sostuvo sobre la alfombra apoyada en sus talones. Evidentemente estaba un poco ida, y, como siempre, malvada.
Pero Hannah empujó a su amiga por el codo, con una mirada inquieta hacia el joven llevado por Norm.
El mismo Dubbo fue invadido por una repentina tristeza.
Un joven italiano llamado Fiddle Paganini, con peluca rubia y medias de redecilla negra que había llevado en una maleta, acababa de cantar.
—Alf canta y baila mejor, podéis creerme. ¿No es cierto, Alf?
Ella no le miraba de frente, y engordaba una de sus mejillas con la punta de su lengua para demostrar que le gustaba, porque en realidad no estaba segura del efecto que iban a tener sus palabras. Se volvió hacia el rincón de la habitación en donde estaba sentado el joven:
—No sabe a quien tenemos aquí, Humphrey —le dijo al extraño con una voz fuerte, en un tono que nadie le había oído nunca—. Alf pinta al óleo; ¿no es verdad, Alf? ¿Y si nos lo enseñas? Nos gustaría mucho, y Mr. Mortimer se alegraría.
Dubbo se sintió como si hubiera recibido un latigazo en medio del salón marrón. Todo el mundo le miraba. Entre los invertidos había gruñidos y bostezos.
—Ande, vaya —insistió Norman Fussell.
Norm había regresado, vestido como todo el mundo, y se sentó en las rodillas de su amigo que soltó una ventosidad por el peso. Su gesto al menos tuvo como efecto el hacer que Mortimer apartara el brazo de su rostro, que de esta forma Dubbo vio por primera vez.
El joven se inclinó hacia delante:
—Sí, Alf —dijo— nada me gustaría más que ver esos cuadros, si fuera tan amable de enseñárnoslos.
Hablaba con una voz tan educada e igual que apartaba toda idea de arrogancia, de entusiasmo, de ironía o de cualquier clase de emoción. Quizá le habían enseñado desde niño a dar confianza sin ofender el buen gusto suscitando esperanzas no fundadas.
Dubbo no se movía. Generalmente olfateaba las trampas pero, hoy, quizás había sido la única noche que había descuidado su vigilancia.
Lo primero que le persuadió fue su vanidad, al brotar de las más insidiosas caricias. En seguida sintió todo lo que era capaz de expresar: un ahogo en el pecho, un retortijón en el vientre y una vibración en el extremo de sus dedos. Con una expresión casi sardónica tenía sus ojos fijos en aquellos pálidos y sin vida de Humphrey Mortimer, manifiestamente inconsciente de la explosión que iba a provocar. Y luego, Dubbo ya no se sintió capaz de soportar semejante ignorancia.
Casi corriendo, atravesó el pasillo oscuro que conducía a su habitación, con las manos por delante para protegerse de algún posible obstáculo. Cogió nerviosamente los cuadros, los dejó, los volvió a coger y salió. En el pasillo, su hombro derecho se golpeó violentamente contra la pared y fue proyectado hacia el otro lado, pero al final se encontró, completamente aturdido, en el salón en donde apoyó las telas contra una silla ante el invitado de honor.
Todo aquello, comprendidos los mismos cuadros, parecía poco ortodoxo a la mayoría de los asistentes, y algunos manifestaban claramente que no les interesaba un asunto tan especial.
Pero la mirada de Humphrey Mortimer, inclinada hacia adelante, revelaba lo que no decía por miedo a comprometerse. Dubbo sin duda era el único en darse cuenta de que un espíritu notable estaba a punto de descubrir un alimento esencial.
El aborigen estaba muy erguido, con aire indiferente.
—Sí, sí —repetía el conocedor, que se sentía obligado a decir algo, a condición de que fuera algo equívoco.
Dubbo rozó una de sus telas con la punta del pie.
—No —dijo—. Todo esto no vale nada, no son más que ensayos la mitad de los cuales no tienen ningún sentido. Mire lo vacía que está esta esquina… No sabía como llenarla. Lo acabaré más tarde.
Conservaba un nudo en la garganta, pero el artista que era podía permitirse una actitud despreciativa, es decir honesta.
Fascinado por las telas, fueran estas discutibles o no, permanecía en un estado de completa pasividad.
Nada hubiera podido detener entonces a Dubbo. Por segunda vez atravesó el pasillo corriendo, mientras el contenido de sus bolsillos le golpeaba los muslos. Regresó con los brazos cargados de pinturas que encendieron un fuego de alegría en la habitación mediocre, cuyos muros se batieron en retirada ante las llamas de aquellos colores. El gramófono había continuado sonando valerosamente y no parecía fácil hacerle retirarse ante el incendio.
Algunos invitados se marcharon. Otros se apelotonaban en los rincones.
—Los toques de color le alegran —dijo Hannah bostezando.
Pero en la habitación en la que las personas murmuraban o se adormecían, únicamente importaba la simbiosis del pintor y el aficionado.
Dubbo acababa de mostrar dos cuadros. Su borrachera se disipaba y sentía que haría mejor en retirarse, pero en su gesto había ternura cuando ponía las telas ante sí.
El otro estaba inclinado hacia delante, más receptivo a medida que el lenguaje se le volvía más familiar, pero, por costumbre o política, no manifestaba su apreciación y su placer más que por una sonrisa perezosa.
—¡Ah! —dijo en un tono de intimidad reservada únicamente a los oídos del pintor—: ¡Sadrach, Mésach y Habed-Négo!
—Sí —dijo el aborigen sonriendo dulcemente.
Y se sintió sensible al halago.
—Y el ángel del Señor —añadió Dubbo con la misma voz acariciadora.
Se puso en cuclillas y rozó con sus dedos la figura rígida pero radiante completamente liberada del caos espiritual en el que había nacido.
La obra era reciente y su pintura aún estaba húmeda, aunque su autor todavía no podía verla tal como se desarrollaría más tarde. Al menos podía admirar la imbricación de las plumas en las alas del ángel como un problema resuelto, pues había olvidado el muchacho que, una ardiente mañana, había tenido un loro entre sus manos y había apartado sus plumas para examinar sus raíces antes de absorberse en el misterio del plumón. Después, al despertarse o antes de dormirse, el hombre recordaría quizá la forma en que había aprendido a representar la esencia de la divinidad.
Aunque él no lo viera todavía, la obra estaba acabada. En el corazón de la hoguera, los cuerpos estaban rígidos, pero en perfectos trazados. El fuego brillaba con un resplandor definido. Nunca sería necesario modificar lo más mínimo las lenguas de las llamas.
Los dos hombres que contemplaban La Hoguera Ardiente estaban protegidos de las voces y de los peligros mortales que les rodeaban por una aureola celestial. Parecían estar transportados por la virtud.
El visitante fue el primero en reponerse. Se estremeció violentamente y rompió el encanto. Sus ojos parecían lamentar su abandono.
—Está bien todo esto, Dubbo —dijo con un aire negligente, casi cínico.
Jamás en su vida había ascendido tanto, y aquello le ponía nervioso. También el aborigen estaba nervioso y sentía subir la ira mientras ordenaba lo que le parecía una extravagante efusión.
—¿Qué es ese gran croquis que ha traído con La Hoguera? —preguntó Mr. Mortimer—. No me lo ha dicho.
—No es nada. Es un dibujo del que quizá me sirva más tarde, no lo sé aún…
Ahora que su entusiasmo se había derrumbado, lamentaba vivamente haber mostrado el cuadro del Carro. Y La Hoguera Ardiente… Todo estaba expuesto, vulnerable y sin defensa.
—Me gusta eso particularmente —dijo Mr. Mortimer—. Sí, ese gran croquis me interesa. Déjeme echarle una ojeada…
—No —dijo Dubbo—. Es demasiado tarde. Otra vez.
Se apresuraba a llevarse las telas.
—¿Me lo promete?
—Sí, sí —dijo Dubbo arrugando las narices.
Cuando aquel fuego que se había apoderado de la habitación se extinguió, los invitados de Norm comenzaron a irse. Se besaban, se abrazaban. Los invertidos recreaban su ambiente de central telefónica, mientras que Dubbo se llevaba la última brasa de una pasión sincera.
Ahora iba a poder cerrar por fin su puerta con llave y confiar en el silencio. Pero unos pasos, medio tímidos, medio confiados, le siguieron por el pasillo.
—Escuche, Alf… —comenzó Mr. Mortimer.
No podía ser más que él.
—Quisiera proponerle una cosa…
Había seguido al aborigen hasta su puerta.
Pese a la agobiadora atmósfera del pasillo, ambos hombres tiritaban. Mr. Mortimer, cuyo traje era como siempre perfecto, había metido los puños en los bolsillos de su pantalón, y su chaqueta subía por encima de sus prominentes nalgas. Estaba grotesco.
—Le haré una oferta para al menos tres de sus cuadros que me gustaría mucho tener.
Citó La Hoguera Ardiente y los otros dos.
—Y además el croquis de su Carro cuando no tenga necesidad de él… Quiero decir cuando haya terminado el cuadro.
El joven citó una suma, desde luego la más considerable que jamás había sido mencionada en la casa galante de Hannah.
—No, no, lo siento —dijo Alf Dubbo.
El nudo que tenía en la garganta no le permitía decir nada más.
—Por lo menos piénselo; es por su bien, ¿sabe? —se atrevió a arriesgar Mr. Mortimer que continuó sonriendo, ya que la vida le había enseñado que su dinero le abría por todas partes los caminos fáciles.
Pero Dubbo, que a lo largo de la velada se había quedado al descubierto varias veces, ya no era vulnerable. Desde que había tenido la sospecha de que le engañaban, se había acurrucado en sí mismo y nada podría darle confianza de nuevo.
—Un cuadro que nadie contempla, es como si no hubiera sido pintado nunca…
—Yo los contemplaré —dijo Dubbo—. Buenas noches, Mr. Mortimer.
Y cerró la puerta.
Durante una semana no sintió deseo alguno de pintar ni de contemplar sus telas. Le bastaba con saber que estaban allí. Algo parecía haberle asustado, como si en un momento de vanidad o de exuberancia, hubiera revelado un misterio del que él era el más humilde y más reciente iniciado. Se sentía enfermo. Ponía los cuadros de cara ala pared y pasaba largas horas, por las tardes o los fines de semana, acostado en su cama, con el antebrazo doblado por encima de su cabeza, y las palmas de las manos húmedas.
En el mundo exterior y paralelo en el cual no había creído nunca verdaderamente, la guerra se terminaba. Nadie hablaba ya de aviones, excepto sobre el papel. Se jugaba firmemente a cara o cruz en uno de estos embalajes; los hangares estaban llenos de mercancías a disposición de los ladrones que no faltaban. En todos los quesos los ratones empezaron a agitarse un poco más, si aquello era posible, sospechando que la fiesta iba a acabar. En algunos casos, la conciencia se hacía escuchar, los rostros de los ratones se volvían humanos, y permanecían siendo espantosamente ellos mismos y aspiraban rehabilitarse.
Hannah continuaba despertándose a mediodía. En seguida se depilaba las cejas, se pintaba las uñas y se daba palmaditas en el vello de las axilas. Pero se la notaba envejecida. Evidentemente bajo la carne maquillada, seguía siendo la chica recta y morena, pero ella era la única en saberlo; incluso lo dudaba a veces y se preguntaba si no se había vendido por un puñado de granos de anís a algún muchacho excitado bajo los árboles de pimienta en el recreo.
Aquel polvo la hacía toser. Era alérgica a él, como se dice. ¡Sufría de aquello! ¡Y aquella cara con sus poros dilatados! Ahora necesitaba aspirinas a puñados, pero no pasaban o le daban ardor de estómago. Sin embargo, una buena sudada la curaba. Y además, ella decía que su enfermedad no era verdaderamente tal, sino que la que estaba enferma era su cabeza. Escuchaba latir su conciencia como un despertador de cuatro cuartos. Si se hubiera puesto a soñar habría gritado.
El aborigen pasaba por el pasillo, sin hacer ruido. Siempre estaba tranquilo, salvo cuando se le hacía beber, pero de aquello tenían la culpa las camareras del bar que no sabían cuándo detenerse. Además, no se compadecían de él. Éste pasaba su tiempo pintando. Aquello era seguramente lo que desmoronaba a Hannah. Pensar que en la habitación del fondo un hombre encerrado completamente solo pasaba su tiempo emborronando una vieja tela. ¡Y había algunos seres malvados que ponían cara de comprender!
Un día escuchó sus pasos en el pasillo, ahogados como siempre, pero más rápidos. De repente tuvo miedo de sentirle cerca de ella y se rompió una uña con el cordel del paquete que estaba desatando, lo que hubiera bastado para ponerle la carne de gallina. Sin embargo él no acababa de pasar por la luz amarilla que entraba por la celosía, que ella había subido para ver mejor.
—¡Caramba! Con esos pasos pareces un ladrón.
—Son unas buenas zapatillas.
—Y tu trabajo, Alf ¿lo has dejado?
—No. Hace dos días que no voy. No me siento bien.
—¿Qué es lo que te pasa?
—No tengo ni idea.
Todo aquello la dejaba indiferente, pero continuó suspirando:
—¡Espero que no sea nada grave! Todo el mundo está enfermo en esta época. ¿Será por esta maldita guerra?
Volvió a ponerse a desatar el nudo sin ánimos. Su boca estaba más húmeda que de costumbre y brillaba porque había pasado su lengua por sus labios después de su temor.
Por un instante él sintió hervir en sí la idea de utilizar entonces o después las estrías de luz amarilla o las líneas quebradas del cuerpo de Hannah, sobre el fondo de madera amarilla y de espejos.
Hannah únicamente vio que su mirada se fijaba sobre ella.
Salió para tomar el aire, según dijo, pero había pocas oportunidades de que lo consiguiera, pues aquel día el aire espeso no llegaría a sus pulmones y las matas estaban obstruidas como por papel secante húmedo. Una viscosa luz color limón se esparcía entre los muros de ladrillo y alrededor de las raíces de los platanares desmochados. En alguna parte, a lo lejos, parecía amenazar el incendio.
De repente, la modorra e inminencia espantosas de los últimos días subieron a borbotones a la boca de Dubbo, de la que salió un flujo oscuro. Una vieja mujer reculó en aquella entrada sórdida para apartarse de aquel negro de poderoso pecho que caminaba con un aire despreocupado, con las manos en los bolsillos, escupiendo sangre. Hubiera querido empastar aquel verano que se acercaba, aquella tarde espesa y amarilla. Hubiera querido revolcarse. Hubiera inscrito la leyenda de los ladrillos grises y zurcidos a su manera, y sobre aquel fondo hacía estirado el rostro ya de por sí largo, profundizando más las sienes profundas y sugerido la mirada detrás de los párpados opacos. Porque según comprobaba, aquella tarde le recordaba a Humphrey Mortimer. Por todas partes se sentía un olor a frutos podridos, a un éter que no adormecía, azucarado pero nauseabundo.
De nuevo escupió el aborigen; aquella vez la sangre era más viva, y no pudo ignorarlo. Detenido por la mancha escarlata, miraba la acera gris, pensando en su sacrilegio. El rojo inexorable acentuaba su falta. Escupió por tercera vez y comprobó que el color se atenuaba misericordiosamente, al mismo tiempo que sus crueles pensamientos, aunque su causa primera fue de una ineludible debilidad. En efecto, ¿no había revelado a Humphrey Mortimer los secretos que le habían sido confiados?
Dubbo se sentó en un banco, no de un parque público, sino de la misma calle por la que pasaba. De vez en cuando escupía para ver qué tal estaba la tisis, que acabó por detenerse.
Poco después un hombre se sentó junto a él. Le dijo que la guerra acabaría en seguida, pues estaba escrito en la Biblia.
Dubbo no respondió: también él creía que el hombre decía la verdad.
Y los diablos serán arrastrados por los pies, continuaba el profeta, igual que los menos culpables que traicionan al Señor por ignorancia y vanidad todas las veces que tienen ocasión. Entre éstos se encontraban las concubinas y los sodomitas, y los traficantes del mercado negro, y los conductores de taxis imprudentes, todos los que de una manera u otra habían traicionado su misión.
El crepúsculo se rompía en minúsculos fragmentos. No quedaba nada, casi nada, de aquella desintegración.
Dubbo sentía dolores en el pecho, ahora que se rompía todo en lo que creía, todas las formas sólidas de las que se sentía responsable, todos los colores vivos que barrían el campo de su visión.
—Usted verá —dijo el hombre con la voz que adoptaba para profetizar—. El precio de los huevos va a bajar, y también el de las sardinas.
Pero Alf Dubbo se levantaba. No podía reprimir su deseo de mirar una vez más las pocas pinturas en que su inocencia permanecía por completo, en las que el Señor permitía todavía una solidez de las formas, una continuidad de la vida e incluso de los errores.
Por eso, con la cabeza hacia adelante, se sumergió en la oscuridad, mientras que su aliento crepitaba tras sí y las calles se abrían delante de él.
Cuando llegó a la casa de Abercrombie Crescent, Norman Fussell estaba allí. Se probaba unas pieles blancas delante del espejo de Hannah. Había recobrado su verdadera naturaleza y, con gestos y risitas, se examinaba bajo todos los ángulos.
—Buenas tardes, Alf. ¿No te parece encantadora esta piel de zorro?
Pero al ruido de la puerta, Hannah se había callado. No tenía humor para bromear.
—Se acabó el circo —dijo.
Norm estaba un poco bebido. En su deseo de continuar el juego, no quería que su pareja abandonara, que sin embargo es lo que ella hubiera preferido hacer. Ambos estaban en paños menores, ya que tenían la costumbre de desnudarse en medio de la casa, y exhibir sus encantos a los cuatro vientos. Sus formas, a veces ruinosas, parecían más desnudas y más dulces cerca de la piel blanca que se disputaban. Norman era el más risueño ya que sus necesidades estaban satisfechas por el contacto de la piel. Sus mejillas revelaban el buen humor. Por el contrario, el rostro de Hannah estaba seco y extrañamente pálido. Se hubiera dicho que estaba formado por dos pinceladas blancas.
Norm seguía bajo los efectos de la bebida. Vacilante, enganchado a la cola del zorro blanco, cuya cabeza mantenía Hannah, cada vez tenía mayor aspecto de beodo.
—Alf ¿quieres que te diga cómo hemos hecho fortuna nosotras dos? —dijo sacudiendo el zorro.
Hannah se puso a gritar:
—¡Espera que te de un bofetón antes de que rompas esta maldita piel!
Dubbo se puso a reír, pero por educación. No podía esperar más.
—¡Y además ha costado bastante! —continuaba Hannah.
Le explicó que había comprado la piel a un judío refugiado, al que había hecho algunos pequeños favores cuando llegó a Australia. Hablaba con una voz fuerte y clara como si temiera que no la creyeran.
Pero Dubbo ya no estaba allí, y Norm, que había dejado la piel, se tronchaba de risa. No acababa de reírse, mientras su cuerpo se agitaba y las sacudidas hacían vibrar los pomos de los cajones.
Dubbo había llegado por fin a su habitación en la que las pinturas estaban de cara a la pared, cerca del maniquí de un color negro verdoso y de todos los objetos heteróclitos a los que su presencia daba una razón de ser. La habitación parecía a punto de abandonar su forma clara y finita. El maniquí se echaba hacia adelante sobre su pie carcomido, y vibraban los hilos eléctricos. Se puso a dar vueltas a sus cuadros, y a pequeñas ondas, a grandes oleadas le volvió la vida. Sus manos no eran ya únicamente de hueso en los guantes de piel apergaminada mientras movían las telas de un lado a otro encontrando los soportes necesarios contra la cama, con la vieja estufa de petróleo en un rincón de la habitación. Una vez más sus obras cantaban y afirmaban acentos que su boca nunca había sabido encontrar.
Sumergido de nuevo en toda certidumbre, quizá no habría resistido al impulso que le obligaba a sacar los pinceles y a reproducir el amarillo más profundo que llenaba las calles nocturnas, si aquel armario no hubiera comenzado a vibrar en él, si no hubiera tomado conciencia de una deficiencia.
Entonces, en su rostro, sus dientes se volvieron espantosos. Se puso a buscar frenéticamente entre sus cosas y el barullo amueblado de Hannah. Dio la vuelta al maniquí que vertió serrín. ¿Tal vez estaba abstraído? Le sucedía a menudo, en el entusiasmo o la distracción, el no ver los objetos que se encontraban ante sus ojos. Pero aquella vez se impuso la verdad: La Hoguera Ardiente había desaparecido, lo mismo que el gran croquis del Carro. Estaba en aquel punto: uno no se entretiene en contar los golpes cuando sabe que uno de ellos es fatal.
—¡Hannah!
Jamás había resonado en el pasillo un grito semejante. Corría sobre sus zapatillas silenciosas y elásticas y su respiración jadeaba.
Llegó casi en seguida, pero ella ya estaba junto al quicio de la puerta, con el aire convencido de que sería inútil hablar. El aspecto seco y blanco que su rostro había adquirido desde hacía poco, jamás había sido tan evidente que contra el blanco de las pieles disputadas. Ella se había colocado el zorro bien derecho sobre sus hombros desnudos, como lo hubiera hecho una maestra de escuela. Ya no era cosa de jugar. Una especie de cadena terminada en dos borlas sostenía en ambas extremidades de la piel por encima de la percha amarilla y marchita de su pecho.
—¡Hannah! ¡Lo has hecho tú!
Su voz apenas podía superar el nudo que tenía en la garganta.
—Te lo voy a explicar todo —dijo Hannah muy tranquila ahora que había llegado el momento—. Pero no… No merece la pena que te vuelvas ronco antes de…
Norm miraba por encima de los hombros de Hannah, muy curioso de ver cómo las cosas iban a desarrollarse después de lo que él ya sabía.
Dubbo casi estaba partido en dos, con la respiración ronca y mostrando los dientes. Sus venas hubieran sido espantosas de haber estado visibles.
Pero Hannah era lenta como una babosa, aunque sin embargo no carecía de audacia.
«Vas a saberlo todo, vas a saberlo todo» parecía decir.
No tenía miedo de morir. Ahora su vida le parecía acabada. Únicamente la idea del inconcebible paso trastornaba sus nervios enfermos.
Entonces las manos de Dubbo se cerraron sobre ella. Se desplomó al principio sin resistencia, consciente de su culpabilidad. Se disponía a sufrir si no podía evitarlo… Casi tenía ganas de sentir los dedos hundirse en aquella cosa fofa en la que ella se había convertido.
La tiró por tierra cerca de la puerta de su habitación. La cadenita que sostenía a la piel de zorro se rompió y apareció enganchada a su combinación rosa. Se debatía y su mejilla raspaba la alfombra usada cuando no se sumergía en el olor de las pieles nuevas.
El aborigen estaba poseído de una rabia lívida bajo su piel amarilla.
Odio, desesperación, futuro, todo lo que había en él fluía de sus dos manos.
Entonces Hannah consiguió liberar su garganta. Quizás había expiado lo suficiente. Murmuró:
—¡Ahh! ¡Norm! ¡Por el amor de Dios!
Norm Fussell no pudo evitar la risa.
Sin embargo todo aquello no tenía nada de cómico, y la situación se volvía incluso inestable para él que era oficialmente un hombre y al que se pedía realizara el milagro. Así, él que poco tiempo antes se paseaba tal como le había hecho Dios, habiendo rechazado toda responsabilidad masculina quitándose los vestidos, intentó sobre el aborigen una llave que un marino le había enseñado un día, y que por otra parte jamás había llevado a cabo.
En todo caso ahora estaba en el baile con los otros dos. Sus respiraciones se anudaban tan íntimamente como sus brazos.
En un momento, Hannah repitió todavía:
—¡Voy a decírtelo todo, Alf! ¡Voy a decírtelo todo!
Su lengua estaba hinchada y salía de su boca como la de un loro, y de vez en cuando lloriqueaba y se estremecía.
—Voy a decirte… —consiguió articular—. Ese cochino de Mortimer… ¡Ay! ¡Alf, te juro, te juro que sólo he tenido una pequeña comisión!
Aquello le volvió aún más furioso. El enemigo que debía matar quizá se le iba a escapar astutamente…
Por primera vez los tres comprendieron que estaban destinados a morir un día, y quizás en seguida.
Viendo la sangre que goteaba en sus brazos, sobre su combinación, y convencida de que sólo podía ser la suya, Hannah comenzó a gemir de nuevo sobre todo lo que había durado tanto tiempo, mientras que en su libro de historia cortaban las cabezas de la gente rápida y limpiamente. Pero en aquel momento gracias a su peso o a su fuerza a la eficacia de la llave del marino, Norm Fussell había conseguido tirar hacia atrás al aborigen. Hannah se levantó de un salto sin entretenerse en lamentaciones y creyó ver que su carne se escapaba. Por otra parte había adelgazado. Se precipitó hacia el cajón de la coqueta, buscó entre sus pañuelos y sacó algo que se movía todavía más que su mano.
Cuando el aborigen se dirigió de nuevo hacia ella, Hannah pudo tenderle un sobre.
—Te juro —gritaba Hannah temblando como una hoja— que jamás he querido dejar de ser honrada contigo. Mira, Alf. ¡Únicamente mira!
Dubbo era incapaz de ver nada, pero su impulso se aminoró.
—¿Lo ves, Alf? He escrito tu nombre encima. Sólo he cogido una pequeña comisión y con ella me he comprado la piel. Me obligó ese sucio marica Mortimer. ¡Mira todo lo que queda, Alf! ¡Quería dártelo cuando te hubieras calmado, te lo juro!
Viendo la sangre sobre sus brazos y la combinación hecha jirones, Hannah comenzó a llorar de nuevo, pensando en todo lo que iba a pasarle y en todo lo que había sufrido en su vida. Con sus cabellos desordenados, Norman Fussell encontraba que ella se parecía a un famoso clown.
Llamaron a la puerta. Era un vecino que preguntaba si habría que llamar a la policía.
—No, no —dijo Norman Fussell— sólo es una discusión entre amigos.
Hannah continuaba llorando.
—Mira todo este dinero —decía—. ¡Y todo por unos mamarrachos! Lo he hecho por tu bien.
Aquélla era una tentación que las personas parecían encontrar irresistible.
—Sí, Hannah —dijo Dubbo—. Sé que eres honesta, suponiendo que alguien pueda serlo.
No tuvo fuerzas para decir nada más.
Ella se alivió al ver que la sangre que la había manchado no era suya, sino que salía de la comisura de los labios del aborigen.
—¿Te has roto un diente?
—Sí —respondió sin aliento.
Y Hannah, que tenía el corazón tierno, se puso a derramar lágrimas, ya que la sangre era triste, como el hospital, las tardes de lluvia, las viejas vagabundas, los pies deformados y ardientes y las figuras de los viandantes bajo la luz de neón.
—¡Dios mío! —exclamó.
Pero se repuso para recordar:
—¡Alf, no olvides tu dinero! Aunque sabes perfectamente que aquí estará seguro. ¡Nunca he robado a nadie!
En efecto, Dubbo había desaparecido por el pasillo y penetrado en aquella habitación cuyas paredes de cartón no habían sabido proteger sus secretos. Quizá sólo estaban seguros en su cabeza.
Pero titubeó pensando que tampoco una cabeza lo puede contener todo. Acabaría por reventar bajo la presión de lo que se acumulaba en su interior, y todo daba tumbos, renacuajos y torpes lagartos hasta los rayos y los pilares de las llamas. Era imposible encerrar las ideas, o habría que persuadir a alguien —sólo un amigo aceptaría— de que tomara un hacha y destrozara de una vez la caja de los secretos. Pero después ¿cómo rescatar los despojos y hacer frente a lo que éstos arrastrarían?, ¿quién permanecería alrededor de la habitación esperando recibir algo de él? El Reverendo Jesús Calderon que había sabido levantar la mano pálida y ejercer la autoridad con sus ojos tristes, no había protegido el alma del mestizo del contacto de los pelos y las plumas y no había detenido el deslizamiento frío de las escamas.
La noche acabó por abatirse sobre la casa de Abercrombie Crescent. Norm Fussell estaba nervioso y decidió ir a dar una vuelta. Hannah, cansada, dejó el trabajo y se tomó una o dos aspirinas, siempre sabiendo que no dormiría. Sin embargo se dio cuenta después de que se encontraba soñolienta.
Se levantó hacia las cinco. No estaba acostumbrada a ver la luz gris del amanecer iluminar un lecho vacío, y aquélla le produjo una cómica impresión. Le hubiera gustado mucho charlar con alguien, engrasar los engranajes de su existencia.
Nada reconforta tanto como los lugares comunes. Pero como aquello era imposible, echó una mirada al pasillo siempre palpando sus cardenales.
La puerta de la habitación del aborigen estaba abierta.
—¡Alf! —llamó ella una o dos veces en voz baja.
Después avanzó a lo largo del pasillo apoyándose en las paredes.
La habitación parecía vacía. Tuvo que encender la luz para asegurarse bien de aquello, que le parecía un efecto de la electricidad. Dubbo no estaba allí. Había hecho su maleta y se había marchado.
Además del barullo que había acumulado en la habitación, el suelo estaba lleno de pedacitos de madera. Él había ido al patio a buscar el hacha —siempre estaba allí— y había reducido todos sus mamarrachos a astillas. Aparte de eso, la habitación estaba vacía. ¡Sólo quedaban los cuadros en el suelo, hechos mil pedazos!
La amarga luz caída de la bombilla desnuda. Después de todo, se dijo Hannah, aquello podía continuar allí: le serviría para encender fuego. Lanzó un suspiro de alivio, pues ella había visto ya a hombres romperlo todo en una casa cuando sufrían una de esas crisis.
Según regresaba lentamente a su habitación a lo largo del pasillo en el que la luz comenzaba poco a poco a cambiar del gris al blanco, pensó de repente que el aborigen no había reclamado su dinero que debía permanecer entre los pañuelos. Pero seguramente volvería y ella le entregaría el sobre. Era honrada, ¿no? De todas formas las personas no siempre regresaban y a veces morían. O bien y era lo esencial en ellos, su voluntad moría la primera, y ya no recordaban nada. Le parecía ver a Dubbo, la víspera por la noche, en medio de la alfombra, a punto de ponerse en pie sobre sus delgadas piernas, esquelético y con el aliento cortado. Si le hubiera golpeado en el pecho, éste seguramente habría sonado como el de un caparazón de molusco. Pero ya no recordaba si había visto sus ojos y en su deseo de revivir la escena hubiera deseado estar segura de eso.
Sin embargo Hannah palpitaba ante una esperanza que le ardía dentro, pese al frescor del amanecer. De nuevo en su habitación, decidió cambiar de sitio el sobre; era más seguro… No por Norm, claro está… Norm también era honrado.
Dubbo no volvió a la casa de Abercrombie Crescent. La vivienda de Hannah estaba asociada en su recuerdo a algún lodazal del que se acordaba sin haberlo visto, y en donde la magia blanca del amor y de la caridad habría sido impotente para exorcizar los malos espíritus. Ciertamente jamás había esperado gran cosa, pero el ánimo se apartaba de él cada vez que la vida justificaba su actitud. Los ángeles eran ángeles disfrazados. La misma Mrs. Pask se había desprendido de su traje azul y le había ofrecido un pico y senos de bronce. Toda la fe que tenía estaba concentrada en sus dos manos. Gracias a ellas aún podría redimir lo que Mr. Calderon llamaba su alma, y que él se representaba como el intermediario entre una forma material y una aspiración infinita. Por eso, en las acciones de gracias que expresaba con sus pinceles intentaba elaborar aquel concepto y comunicarlo.
En cuanto a su existencia material, entonces era bastante fácil encontrar trabajo, y durante las semanas que siguieron a su huida de la casa de Hannah fue de sitio en sitio. Alquiló una habitación en la periferia de Barranugli en casa de una tal Mrs. Noonan, que no le hizo preguntas. Aquellas paredes desnudas y un colchón de paja cubierto por una tela con floreros pintados, componían para él un marco tranquilo para pensar. Ahora leía mucho a causa de la debilidad de su enfermedad y también impulsado por una rabia de comprender. Leía sobre todo la Biblia o algunos libros de arte que había comprado, pero preferentemente leía a los Profetas, y recientemente los Evangelios no sin alguna desconfianza, por otra parte, y alguna sorpresa. No conseguía conciliar aquellas verdades con su experiencia. Cuando el espíritu que se manifestaba a veces en él le permitía aceptar a Dios, la duplicidad de los blancos le impedía considerar a Cristo de otra forma que como una abstracción ambiciosa o, más prosaicamente, como un hombre.
Cuando se acabó la guerra de los blancos, varios de ellos le pagaron bebidas para celebrar la paz, y juntos vomitaron en las calles el contenido de sus estómagos que, por esa circunstancia, tenía el mismo color. No obstante, en la fábrica Rosetree en la que entró poco después, Dubbo seguía siendo el aborigen. Por otra parte él no deseaba ninguna otra cosa, pues así podía explorar más deprisa y más lejos los territorios de su imaginación.
Nunca le habían parecido los hombres blancos tan gordos, tan peludos, tan inexpresivos y tan seguros de sí mismos como entonces que tenían la excusa de la paz. Instalados en casa Rosetree, circulando entre las máquinas, tenían el aspecto de estar preparados a brotar de sus sopletes para pegarse con un futuro demasiado pasivo, sin hablar de los sospechosos que cometían el error de proceder de otro mundo.
Se decía que en una de las perforadoras del fondo de la sala había un tipo cómico, una especie de extranjero. El aborigen le observaba con interés, pero sin esperar nada, y el hombre rara vez levantaba la vista. Y luego, sin gestos, ni siquiera ojeadas, entre ellos existió algo.
Alf no habría podido explicar de qué forma entraron en comunicación el uno con el otro, pero una confianza se estableció por medios más sutiles de los que generalmente emplean los hombres, aunque se decidió al ver al judío dirigirse al lavabo como si así su código de silencio corriera el riesgo de verse comprometido. Más tarde se sintió reconfortado al saber que el Carro existía fuera de la visión del profeta y de su propio pensamiento.