Aquel verano, los muros de Xanadu que ya eran cómplices de la naturaleza, se agrietaron más aún. Por ellos penetraban toda clase de bichos y lo que parecía ser una cortina levemente tejida de luz y de hojas se reveló que en realidad era una muralla de follaje. Primitivamente la habían plantado para proteger la intimidad de la morada y al final parecía más compacta que el edificio de piedra que tenía por misión disimular.
Un martes, después de comer, cuando Mrs. Jolley se había ido a dar una vuelta con una idea terriblemente sospechosa, Miss Hare que recorría las amplias habitaciones sin otro fin que el de comunicarse con los numerosos objetos e imágenes de los que estaban tan llenas como su propia memoria, creyó escuchar un ruido. Desde el sitio en donde se encontraba, era débil pero perceptible, aunque fue imposible decir si provenía de una gran distancia o de una gran profundidad. Estaba a su alrededor y bajo ella, ese sonido opaco que producen los túneles, la garganta de los elefantes, los que roncan en sueños, y la tierra al caer desde una considerable altura. Desde que Miss Hare temió algo se tapó los oídos como para detenerlo. Sin embargo sabía que eso no serviría para nada, pues también ella sentía que la invadía un temblor. Siempre había pensado que eso llegaría como un estrépito de trompetas o como el estremecimiento de un gong de bronce, y que ella misma estaría en el corazón del metal vibrante. Pero aquello no era apenas mayor que un suspiro terminando en el ruido aumentado de un hueso cediendo a una presión. (Ella siempre había llorado y protestado cuando los hombres rompían los huesos de los conejos, esperando el crujido final).
Y después se acabó. Había sobrevivido. Tal vez Xanadu aún no se había derrumbado.
En seguida, Miss Hare se puso a correr por toda la casa para darse cuenta de hasta qué punto había sufrido. Estaba como loca. Aunque la oscuridad reinaba en las habitaciones con postigos echados, una luz amarilla y elástica se colaba a veces de repente a través de una puerta de vidriera, y su silueta revoloteaba de una forma inquietante. Parecía más que nunca un esperpento con su cara roja de manchas blancas como los clowns, mientras corría para retener el orgulloso genio que se había caído desde lo alto del trapecio, antes de que se estrellara en el suelo. Corría de acá para allá, con sus dedos gruesos y sucios tendidos hacia delante, más apretados que las mallas de una red, y siempre tan cortos.
En el salón observó las primeras catástrofes serias —el salón en el que las señoras con trajes de encaje inglés habían bebido té en tazas de Lowestoft, y hablado de todo lo posible, en donde los bailarines descansaban entre dos valses sobre el usado escalón que conduce al matrimonio, y en donde sus padres no habían podido escapar el uno del otro, pese al abanico y los objetos de arte—. Era en aquel lado del salón en que los cimientos de Xanadu cedían manifiestamente. Allá donde precedentemente sólo había una fisura y una sola rama había logrado insinuarse en el interior, un largo segmento de luz victoriosa había reemplazado a la piedra y al cemento. Crecían hojas, vacilantes, avanzando y reculando con cuchicheos y verdes explosiones. Los muros revelaban las manchas de la clorosis. Una costra de musgo había caído del tronco de una encina sobre un damasco italiano hecho jirones. ¡Y por todas partes había polvo! Una nueva especie de polvo cuyo color familiar era el del bizcocho, pero cuyo olor evocaba el de los antiguos escondrijos. Esparcido frescamente, recubría los suelos, se mezclaba con el gris del polvo doméstico en una delgada costra que recibía después un nuevo desmenuzamiento de la piedra.
Miss Hare lo miraba. Después recogió un fragmento de su casa, grueso como un puño, y lo lanzó contra una urna de malaquita que había sido el orgullo de sus padres. Sin embargo la decepcionó el momento del impacto. Fue un golpe casi mate, como si una piedra hubiera golpeado en un conglomerado o en madera. No obstante la materia de la urna era auténticamente mineral, fría, densa y dura; el contacto contra su piel lo había experimentado cuando era niña, y más tarde, en los momentos de soledad.
Sus labios que rememoraban el problema, se inmovilizaron bruscamente. Los pájaros siempre la habían hecho olvidar sus preocupaciones y allí había varios, con el pico hacia ella. Liberados de la tapicería de luz y de hojas, los pájaros se animaban, volaban y revoloteaban en el salón roto. Miss Hare no hubiera sabido decir su especie, los nombres no la interesaban; pero manchados, relucientes, regordetes, ni negros ni grises, simplemente del vulgar color de pájaro, le eran tan familiares como su propio gusto por el aire y las ramas. Sobre todo uno, subido a una cornisa, le llamó la atención profundamente. El miedo le había conducido hasta allí, y no era más que algo torpe con la garganta erizada. Desde abajo, la mujer hizo lo que pudo para que el espantado animal volviera a su elemento, mientras que la bandada ejecutaba su última vuelta, al tiempo que ella aprobaba con la cabeza. Les vio vibrar un momento, como disecados en pleno vuelo, para encerrarlos en su museo interior. Pero rápidamente, claro está, desaparecieron, y se quedó sola ante la luz que se acercaba a la ranura del muro.
Miss Hare también se fue al final, inclinando su cabeza de cartón-piedra. Cuando dejaba de controlar sus movimientos, como entonces, es cuando era más monstruosamente informe, o más exactamente cuando estaba obligada a circular por su desgraciada morada, que tanto era su cruz como su bien. De esta forma recorría las escaleras, los pasillos inexplicables. Perforadas por los broches inquietos que parecían plantados en su piel, las arrugas de su garganta le hacían daño; apenada, arrastraba la vejiga del Hanswurst tristemente llena de una arena pesada y fría.
Cuando volvió Mrs. Jolley, se encontró a su ama ocupada en ordenar las piedras de un mosaico del cuarto de baño, como si se tratara de un juego de paciencia.
—¡Aquí está! —dijo el ama de llaves como si aquello no hubiera sido evidente.
Estaba furiosa, pero había decidido mostrarse fría y hermética. Miss Hare, por su lado, esperaba que las apariencias disminuyeran la melancolía y el miedo que en realidad sentía. Al menos tenía la ventaja de estar sentada en el suelo, protegida por su sombrero de mimbre.
—¿Por qué no iba a estar aquí? —preguntó tranquilamente—. ¿Dónde pues?
—Yo no conocía esta habitación —replicó Mrs. Jolley con un aire ofendido, inspeccionando todos los rincones.
Miss Hare mostró una llave negra con un elegante dibujo:
—No había ningún motivo para que la conociera. Era el cuarto de baño de mis padres. Yo misma casi lo había olvidado. Todo el mundo lo encontraba muy bonito; para construirlo hicieron venir obreros italianos.
—¡Qué pastel! —exclamó Mrs. Jolley con desprecio—. ¡Prefiero el confort moderno!
—¡Oh! —dijo Miss Hare—. ¡Es algo completamente diferente!
Comenzó a sentirse cansada.
—Todo el mundo tendrá el confort moderno en seguida y su agua corriente acabará por arrastrarlos también a ellos.
—¿Qué es eso? —preguntó Mrs. Jolley señalando con la punta del pie aquello en lo que se ocupaba Miss Hare.
—¡Prefiero no decírselo!
Mrs. Jolley se echó a reír, porque ella lo sabía perfectamente.
—¡Es un macho cabrío! —dijo dulcemente, pervirtiendo sutilmente las palabras en su boca—. ¡Qué decoración para un cuarto de baño! —continuó el ama de llaves—. ¡Ponerse completamente desnudos delante de un macho cabrío negro!
—No —dijo Miss Hare contrayendo la mandíbula—. Puede que no le guste, pero las cabras son quizá los más clarividentes de los animales.
Mrs. Jolley no podía dominar su irritación, y cuando su pie rozó el mosaico, un puñado de piedrecitas se desparramó por el suelo desigual.
—¡Oh, ya lo sé! —exclamó—. ¡Usted quiere poner este tema en el suelo a causa de su vieja y querida cabra, la que se quemó viva sin que nadie tuviera la culpa! Usted me contó la historia.
Miss Hare recogía con las manos, con sus manos manchadas de pecas, los trozos de mosaico esparcidos.
—¿Ha visto alguna vez un armadillo?
—No —dijo Mrs. Jolley furiosa.
—Quizá lo ha visto sin saberlo.
—¿Qué es un armadillo? —preguntó Mrs. Jolley.
—Es un animal casi invulnerable. Evidentemente se le puede matar, como se puede matar a cualquiera; la prueba es que yo he visto una cesta hecha con un caparazón de armadillo.
Miró a su ama de llaves con una expresión que la otra intentó más tarde describir a Mrs. Flack.
—No conozco nada de eso —dijo Mrs. Jolley con un aire desprendido—. Y no me gusta que me hablen en este tono, sobre todo las personas a las que sirvo.
Miss Hare llenó su bolsillo de trocitos de mosaico.
—¿Ha encontrado algún hombre para que le lleve la maleta?
—¡No merece la pena que se lo diga! —respondió Mrs. Jolley molesta.
Pero como tenía principios, juzgó inútil defenderse:
—Sí, he decidido cesar en mi servicio. ¡Comprenderá que no puedo arriesgar mi vida en una casa que está en ruinas!
—¿Ha visto el salón?
—¡Naturalmente!
—Tal vez incluso lo había previsto, ya que su decisión estaba tomada para este día.
Miss Hare se echó a reír. Parecía haber vuelto a recobrar su equilibrio. Los trocitos tintineaban alegremente cuando se daba golpecitos en el bolsillo. Nunca le habían gustado los bombones, pero adoraba los cantos lisos.
—No quiero discutir —dijo Mrs. Jolley—. La prevengo que me marcho, eso es todo, pero es la primera vez que lo hago en un cuarto de baño. En fin, quiero decir que nunca me he visto obligada a hablar de cosas serias en un lugar semejante.
Miss Hare se puso en pie:
—Supongo que se irá a vivir a casa de Mrs. Flack.
Mrs. Jolley enrojeció.
—Por algún tiempo, sí —confesó.
—O mejor, ¡hasta el fin de sus días! —murmuró Miss Hare.
Mrs. Jolley vaciló:
—Es una casa muy confortable.
Pero su voz se turbó un poco:
—¿Quién le ha dicho…?
Alzó el tono:
—Usted habla como si no fuera libre de hacer lo que quisiera.
Miss Hare, que acababa de alisar su falda arrugada, evitaba mirar a Mrs. Jolley.
—Llega un momento en que no vamos o no podemos ir más lejos. En este momento no hay nada delante de nosotras. ¿Quién sabe? Quizás usted está allí. ¡Su amiga es tan gentil! Y según creo tiene un edredón azul pálido.
—¡Pero tal vez cambie de opinión! —insistió Mrs. Jolley alargando el cuello.
—Usted no verá nada más allá de la casa de Mrs. Flack, lo sé, así me han conducido cuando era joven. ¡Y por los ojos de Mrs. Flack! Usted pasará su tiempo en el salón de Mrs. Flack, con ella, las dos solas, espiando nuestros hechos y nuestros gestos, e incluso interviniendo en nuestras vidas.
—¿Ha hablado con ella?
—No, pero la conozco.
—Tal vez la ha visto en la estafeta.
—Que yo sepa no —respondió Miss Hare—. La he visto en la maleza allá donde usted no va nunca, naturalmente, entre las hojas negras y marchitas. Y también en las ruinas de mi pequeña cabaña en donde se quemó mi pobre cabra. Y en los ojos de mi padre. Todas las cosas malas se parecen, Mrs. Jolley, y son muy fáciles de reconocer. Yo reconocería a Mrs. Flack aunque cambiara todos los días de sombrero. La presiento aunque usted no pronuncie su nombre.
Mrs. Jolley se dispuso a abandonar el cuarto de baño. Aunque había tomado sus disposiciones para que recogiesen sus cosas, no debía irse hasta el día siguiente. ¡Con que sólo pudiera ocupar sus manos! Repetía nerviosamente:
—¡Está loca! ¡Está loca!
Para no volverse loca también ella.
—Es una palabra vulgar, una palabra triste —suspiró Miss Hare.
Recorrían los pasillos la una detrás de la otra.
—Porque olvida lo esencial —añadió.
Continuaban avanzando, Mrs. Jolley en cabeza, con una atenta negligencia, por miedo a que las alfombras de los pasillos se deslizaran bajo sus pies.
—Bueno —pronunció Mrs. Jolley—. Pero déjeme tranquila. ¡Podríamos hablar hasta el fin de los siglos, y no serviría de nada! Me voy a mi habitación.
Pero Miss Hare no podía irse. Le gustaba amar el bien, y no podía experimentar la fascinación del mal. Si hubiera encontrado a un niño muerto en el quicio de su ventana, habría perdido el tiempo buscando una razón para examinar los dedos retorcidos y la actitud recogida de violeta mustia. Le habría tocado sin duda para ver si su contacto era el del caucho. Sólo después habría comprendido que las bestialidades de la vida habían podido estrangularle, y que también ella si había escapado era sólo por un milagro.
Pero por el momento circulaban por el laberinto de pasillos de Xanadu, y la parte trasera de Mrs. Jolley se agitaba con un movimiento convulsivo que no podía retener su corsé.
—A veces son tan mullidos —murmuró Miss Hare sin detenerse.
—¿El qué son mullidos? —interrogó Mrs. Jolley con el aliento cortado.
—Los edredones —exclamó Miss Hare—. ¡Los crueles edredones que hacen tanto daño!
Al girar, Mrs. Jolley se dio cuenta de que había superado la escalera que conducía a su habitación y que los pasillos se prolongaban interminablemente ante sí.
Casi en el mismo momento un montón de hojas de gramíneas que adornaban una consola, le dio una bofetada en la boca y la dejó petrificada.
Pero ella echó a correr, a correr… Sus piernas de piedra, heladas, no podían detenerse.
—Si quiere hablar del mal —murmuró sin volverse con una voz medio chillona, medio irónica—, le señalo que pasan muchas cosas en la ciudad, sin mencionar la casa… ¡o el vergel!
Necesitó gritar y le respondió el roce de su falda.
Miss Hare parecía desplazarse sobre almohadones de borra, pero quizá se trataba del polvo que cubría las alfombras.
—¡Así que nos han visto! —murmuró—. ¡Lo habría apostado!
—¡Y con un sucio judío!
Miss Hare echaba espumarajos. La cegaba el furor que crecía en ella en llamas verdes. Estalló como un monstruoso fuego artificial salido de la noche de su memoria, y echando chispas por todas partes.
—¿Cómo? ¿Qué ha dicho?
Su voz se estrangulaba.
—¿Sucio? Entonces ¿quién es limpio? ¡Mi buen y caritativo amigo! A su lado yo soy una carroña ¿comprende? Podrida, putrefacta como un viejo cordero reventado. ¡Peor todavía! Pero existe alguien peor que yo. ¡Una carroña es menos innoble que ciertas mujeres! ¡Y su mierda es todavía más innoble que ellas!
Así rompía sus recuerdos, y las palabras se estrellaban, violentamente, contra la espalda de la delatora.
Mrs. Jolley no podía hacer otra cosa que taponarse las orejas con la cera de la incredulidad. Cuando se las destapó, las palabras se deslizaron entre sus labios blancos:
—¿A quién crucificaron los judíos?
—¡Al judío! —gritó Miss Hare—. Lo sé. Peg me lo dijo antaño. ¡Era horrible! Toda esa sangre que brotaba de sus pobres manos, de su costado… Jamás he querido pensar en eso.
En ausencia de algo en donde posar los labios, se mordió las falanges. Si todos los cristales se hubieran roto en aquel preciso momento, y si los trozos de vidrio se le hubieran clavado, habría podido soportarlo.
Pero en aquel momento, Mrs. Jolley cayó.
Había dos o tres escalones que conducían a un rellano en pendiente. Una parte de la alfombra que estaba desprendida la hizo caer como un fardo.
Miss Hare permanecía en pie en el extremo de un escalón y consideraba a su ama de llaves aferrada a la alfombra como un bulto azul marino. Su falda estaba alzada por encima de sus rodillas, cuyos hoyitos aparecían, blancos y perfectamente ridículos, ya que aparentemente Mrs. Jolley no alzaba los brazos más que a media altura.
Miss Hare hubiera continuado contemplando con gusto aquellas rodillas regordetas, pero hizo un esfuerzo para examinar el rostro de Mrs. Jolley. El espantoso azul del principio desaparecía poco a poco dejando lugar al blanco tembloroso del secante.
Mrs. Jolley hablaba entonces con una voz entrecortada. De sus ojos brotaban lágrimas, pero ella no lloraba.
—¡Oh, Dios mío! —gemía—. ¡He podido romperme algo! ¡Quizá me he roto algo!
—No, no —dijo Miss Hare—. Usted está bien. Sólo se ha dado un golpe.
El recuerdo llegó a Mrs. Jolley al mismo tiempo que su odio:
—¡Si me hubiera hecho algo ya sabrá usted lo que le cuesta! —declaró como si se tratara de su mayor deseo.
Miss Hare la tocó con la punta de un pie:
—¡No! ¡No hay nada roto!
Pero estaba un poco inquieta.
Mrs. Jolley alargó un miembro y se impuso la obligación de levantarse. Gemía y resoplaba, pero con precaución:
—¡Éstas son las cosas que le suceden a una madre de familia cuando las circunstancias la obligan a separarse de los suyos! ¡Oh, Dios mío!
Pero aunque estaba tumbada a todo lo largo, se incorporó rápidamente. Sus rodillas se activaron, sus rodillas azules y blancas y lechosas. Una vez de pie estrechó su falda contra sí como si hubiera una corriente de aire.
Cuando mostró su rostro era de un rosa delicado que habría merecido un testigo diferente de Miss Hare.
Las dos mujeres se encontraban cara a cara, sin otra cosa entre ellas que su odio, nada que las protegiera del ruido de su respiración. No pudieron soportarlo mucho tiempo, se dieron la vuelta y se alejaron la una de la otra, palpando, al pasar, una cortina, el ramo de tallos de gramíneas, o una hoja llevada por el viento. Habían decidido hacer como si nada hubiera pasado, al menos por el momento.
Pero Miss Hare no pudo más. Los latidos de su corazón le traían el recuerdo en bruscas ondas dolorosas. Las palabras le golpeaban la cabeza como si fueran piedras.
No volvió a ver a su ama de llaves más que de lejos. Dejó su salario en un extremo de la mesa de la cocina, poniendo encima un peso de dos onzas, y la cuenta debería estar bien ya que no hubo ninguna reclamación.
La tarde siguiente, un hombre fue a recoger las cosas de Mrs. Jolley. ¡Qué alivio había en su charla, qué cotorreo mientras se daba prisa en arreglar todo, en cerrar, en dar órdenes!
El muchacho tenía puños huesudos y las venas se trasparentaban en sus brazos musculosos. Se detuvo un momento en el vestíbulo para respirar un poco y continuar su tarea. La señora había subido a buscar su paraguas viejo, como había dicho. El nunca había visto mármol excepto en los bancos y en los viejos lavabos. Tampoco soñaba mucho, ya que de otra forma hubiera podido darse cuenta, al recorrer el vestíbulo con la vista, que las imágenes y los incidentes más inverosímiles pueden ser verdaderos.
Temblaba levemente bajo sus gotas de sudor, sobre todo cuando una pieza de satín se desintegró entre sus dedos. Después de esto su pecho abombado se elevó más rápidamente, y lo mismo cuando la loca de Xanadu se dirigió de repente en su dirección y le pidió el favor de mandar un mensaje urgente a un amigo sin decir nada a nadie.
Miss Hare se había puesto de puntillas para dar a ese encargo un carácter aún más confidencial. La urgencia le agarrotaba la garganta. Las palabras se anteponían a su aliento.
El muchacho comprendió que debía ir lo antes posible a ver al judío de la avenida Montebello, y guardarlo para sí. De momento el miedo le había cerrado el pico.
Entonces Miss Hare tendió un chelín al mensajero, como había visto hacer a sus padres, y luego desapareció, ya que el timbre despejado de la voz de Mrs. Jolley anunciaba su regreso.
Hacía mucho que Miss Hare no había corrido tan de prisa. Se lanzó por las escaleras para llegar a tiempo a riesgo de hacerse daño en las rodillas, atrapando la alfombra con las dos manos cuando le faltaba un escalón, jadeando y resoplando, y acabó por llegar hasta la pequeña cúpula de cristal que había sido el nido de su padre. Allá se inclinó sobre el balcón y miró entre dos balaustradas de piedra.
Estaba allá arriba, bien lejos de su angustia y de su terror pasado. Y abajo, allá abajo, veía a Mrs. Jolley transformada por la distancia y la perspectiva en una corta silueta azul marino. Su velo se inclinaba alegremente sobre el muchacho que cogía su maleta, llevando otra en el extremo de su brazo derecho. El velo color malva se agitaba tanto como la lengua de Mrs. Jolley, que exaltaba la moral y la maternidad.
La boca de Miss Hare se abrió, su garganta se dilató y lanzó un salivazo que siguió con ojos alegres, y que chispeante por el sol fue desviado por el viento. La altura vertiginosa a la que se encontraba y la limpidez de la luz le dieron ganas de cantar. Todo aquello era de ella.
Y después, los antiguos terrores aplacados se infiltraron en ella de nuevo, con iridiscencias de lodo. Sobre ella pasaron espantosas amenazas, que quizás el judío con su experiencia podría apartar. Ella, en su ignorancia casi total, sólo sabía sufrir, por dos si era necesario. Su alegría se transformaba en presentimientos. La casa de piedra estaba quebrantada, lo mismo que los árboles que ocultaban los edificios de ladrillo en Sarsaparrilla. Se asomaba por la balaustrada, con el sudor empapándole las rodillas, intentando recordar la expresión de amor inscrita en los rasgos del judío, y evocar su esencia aún más sutil. Sólo eso podría salvarla si no iban antes a aniquilarla la conspiración de las fuerzas del mal.
Así pues se dispuso a esperar.
Vagó durante el resto de la tarde por la casa o por el jardín: por lo menos había tierra en sus sandalias y en sus manos callosas, y en los reveses de la falda, pero no habría podido precisar su itinerario.
Por fin llegó el judío.
Al final de la tarde le vio dirigirse hacia ella a través de las hierbas que invadían el jardín. Como subía por el camino empinado no mostraba su rostro, pero se hubiera podido decir justamente que la parte superior de su cabeza, con dos alas de cabellos rebeldes, grisáceos aunque espesos, se abría paso entre las matas. Sin duda había emprendido el camino desde su salida de la fábrica. Llevaba una especie de bata comprada manifiestamente en una tienda de sobrantes militares y que sin duda empleaba para trabajar. Era demasiado grande, y ella se dio cuenta de que la tela demasiado oscura y demasiado tiesa, irritaba su cuello delgado y descarnado. Pero recordó que se trataba de un hombre viejo que había soportado grandes privaciones y que el conjunto de sus experiencias le servía de ventaja.
Miss Hare se daba ánimos de esta forma, no sin estremecerse, oponiendo la edad y la debilidad de aquel hombre a lo que conocía de la brutalidad de los demás.
Él continuaba avanzando. Tropezó una o dos veces, cuando la hierba hacía nudos que se le enroscaban en los tobillos, y cuando perdía inevitablemente el equilibrio, su gruesa cabeza vacilaba bruscamente sobre sus hombros, como si aquel Dios fuera un ser humano.
La dueña de Xanadu se humedeció los labios mientras le esperaba. Ella misma se sentía tan frágil que se preguntaba si convenía añadir semejante hombre a la colección. Tal vez aquello le daba la medida suplementaria del ánimo que necesitaba para recibirle sobre la escalinata como lo hubiera hecho su madre. Pero su madre poseía plenamente la fe económica y social sobre la que se construyen las bellas moradas de piedra, mientras que en las peores pesadillas de la hija los fundamentos de aquella fe ya estaban desplomados, y sólo su confianza en las hojas y la luz continuaba manteniendo en pie el edificio. ¿Aceptaría el judío la casa como una realidad o como un mito? Aquello dependía de la intuición divina que poseyera, así lo esperaba ella, estaba segura, fuera o no iluminada su mirada sencillamente humana.
El judío había levantado la cabeza. La miraba.
Ella vio su rostro. No se había afeitado, como algunos hombres que prefieren arreglarse por la tarde. Estaba viejo y feo bajo su barba de la víspera. Estaba viejo, color oliva, con la palidez propia del jabón. Estaba viejo y horroroso, aquel judío. Detrás de la máscara de bienvenida con que había necesitado recubrirse, el rostro de ella se desmoronó. Una ráfaga se la llevó al otro extremo de la terraza como si fuera una hoja muerta. Desgraciadamente él no hizo nada.
Entonces comprendió que los ojos del visitante esperaban algo de ella, e inmediatamente lo recordó. Descendió los escalones de la escalinata, demasiado rápidamente para quien acababa de ser llamada bruscamente a la vida ya que hubiera podido tropezar, y sin embargo demasiado lentamente, pues leía en su rostro aquel amor de los hombres capaces de redimir, no sólo a aquéllos envueltos de luz, sino también a todos los seres amenazados por la sombra.
Lo más extraño es que el judío parecía volver a descubrir algo que ya había conocido y respetado. Tenía un aspecto tan convencido que había que volverse para descubrir la razón tangible.
Si ella no lo hizo, fue porque una vez abajo se encontraba de pie cerca de él en el paseo y la situación parecía una de aquellas que suscitan un cambio de banalidades —sobre comidas o sobre el tiempo— que llenan la vida de la gente la mayoría de las veces.
Ella comenzó a devanar frases cortadas:
—¡Estoy desolada! ¡Qué molestia! ¡Hacerle venir desde tan lejos!
—No me molesta —dijo él en el mismo tono—. Pero menos mal que Bob Tanner me vio cuando bajaba del autobús.
—¿Bob Tanner?
—El muchacho que usted envió.
—¡Ah! No conocía su nombre.
Agitó la barbilla. Si la escena hubiera pasado por la tarde quizá se habría abanicado, de tener un abanico. Pero ya no quedaba más que aquel viejo horror con plumas que había pertenecido a su madre y que ella ya no podía ni siquiera ver desde que Mrs. Jolley lo había tocado y provocado así un desagradable incidente.
Él la miraba, esperaba.
Pero ella recordó que era vulgar y mal educado ir directamente al grano, y por eso le dijo amablemente:
—Veo que está cansado del camino. Tiene que descansar un momento. Tal vez quiera hablarme de su trabajo.
—Siempre es igual.
—¡Oh, no! —protestó ella con voz reflexiva—. Nada es siempre igual.
—¡Se ve que usted no ha hecho nunca agujeros en una plancha de acero!
—¿Por qué tiene que hacer usted precisamente eso?
«Ya es hora de que le haga entrar», se decía ella. Sus talones crujieron cuando dio media vuelta sobre lo que había sido un paseo arenoso. En sus relaciones con él se sentía buena y adulta.
—Es una disciplina sin la cual mi espíritu podría encontrar completamente natural su superioridad, como en la época en que gozaba de libertad le hacía presuntuoso y culpable de omisión —decía él.
Miss Hare se estremeció como si se hubiera desposeído de su madurez.
—Yo jamás he podido soportar la disciplina. ¡Oh, esos gobernantes! Menos mal que no soy lo que se llama un cerebro.
—Usted tiene instinto.
Ella sonrió completamente orgullosa.
—¿Cree usted?
Luego reflexionó:
—Es cierto, sé mucho sobre algunas cosas.
Se encontraban entonces en la terraza.
—Esta luz, por ejemplo, estas dos hojas lustrosas contra la rama; ésas son las cosas que conozco y comprendo. Pero ¿puede ser útil a alguien? ¿Y los agujeros que usted hace en todas sus jornadas diarias?
—Sí. Eventualmente.
Estaban en la terraza, uno junto al otro.
—Todavía no es evidente, pero un día conoceremos a quien pueda emplear nuestro saber, y el eslabón que somos en la cadena de los acontecimientos.
Un reloj de péndulo dio la hora en la casa. Era aquél al que Mrs. Jolley daba cuerda a fin de conservar una cierta continuidad, en el sentido que en Xanadu se daba a aquella palabra. El carillón recordó a Miss Hare la verdadera razón por la que había hecho venir al judío.
Cruzó las manos y dijo:
—Ahora estoy aquí sola, y puedo recibir y hablar libremente. Mi ama de llaves me ha dejado esta tarde, y cuando ella estaba aquí nunca se sabía en qué momento iba a irrumpir en los pensamientos de uno. No tenía ningún respeto por la soledad de los demás; siempre necesitaba abrir las puertas o espiar detrás de los visillos. Por otra parte no veía nada. Creo que Mrs. Jolley es completamente ciega, salvo ante las casas de ladrillo y ante los objetos de plástico.
Miss Hare guiaba a su huésped. Habían traspasado el umbral y ahora se encontraban en la casa. La emocionante belleza del vestíbulo que ella veía con el rabillo del ojo, y la curva de la escalera, en donde se encontraba un pequeño nido despedazado, le dejaba entrever que debía tener el ánimo suficiente para intentar revelar la verdad a otra persona, aunque fuera un judío, después de su precedente aventura.
El judío, naturalmente, no hizo otra cosa que mirar; también él era humano. Su cabeza giraba sobre su delgado cuello. Ella vio la finura de la línea de su nariz, pese a que era muy prominente.
—¡Extraordinario! —exclamó él.
El sentido de aquella palabra consiguió llegar hasta Miss Hare, pero no se sintió con ganas de interpretar la sonrisa que la acompañó.
—Sí, hay algunas cosas —dijo ella—. Se las enseñaré todas.
—¿No la abruma esta casa?
—Siempre he vivido aquí. ¿Por qué habría de abrumarme?
Fascinado por lo que había ante sus ojos, él, tan prudente generalmente dejó caer aquella gruesa frase que resonó como un cristal en medio de aquellos mármoles:
—Por su desolación.
—¡También usted! ¿No ve lo que hay ante usted?
Él echó la cabeza hacia atrás en una espera que hubiera podido parecer defensiva. Su risa era metálica.
—Ciertamente no —dijo—. ¡Lo habría pagado caro!
La miró atentamente, como si siguiera en los rasgos de su rostro el hilo de sus palabras.
—Mire, Miss Hare, yo estoy acostumbrado a vivir en una casita de madera. La he elegido frágil y efímera. Yo soy judío, ¿comprende?
Ella no comprendía por qué era imposible compartir aquella condición, cualquiera que fuera, y sintió un estremecimiento de celos. Refunfuñó y comenzó a mordisquearse los labios que la exasperación inflaba y volvía ardientes.
—Es casi una cabaña —continuó él—. Y el viento la tirará cuando yo haya cerrado su puerta por última vez antes de irme hacia otro rincón del desierto.
Aquella perspectiva horrorizó a Miss Hare.
—¡Eso es morboso! —protestó.
Él la miró intensamente, con una diversión extrema.
—Aceptar lo que la Historia nos enseña es ser realista. Y nosotros no morimos. Aunque de vez en cuando le corten los miembros, el judío no puede morir.
No dejaba de mirarla, como si quisiera descubrir a cualquier precio lo que se ocultaba detrás de su rostro.
¿Era posible que sintiera piedad por ella? Entonces, ¿qué es lo que animaba sus soportes? Entonces ¿es que sólo él merecía ser compadecido? Is cierto que algunos seres, y sobre todo los espíritus brillantes, se decía Miss Hare, son deslumbrados por su propia inteligencia y se mecen en una seguridad ilusoria en contraste con los animales. Ella sabía perfectamente que los animales siempre están alerta.
Le volvió la agitación.
—He de hablarle —le dijo con una voz entrecortada.
Precipitadamente condujo al judío al saloncito al que su madre y ella se habían retirado la tarde del falso suicidio. Su precipitación fue tal entonces que habría roto la puerta, si aquella puerta no hubiera decidido desde hacía mucho tiempo no volverse a cerrar, de dura que era, dura como la poltrona en que se sentó Miss Hare con su huésped y cuya hospitalidad había sido estrictamente teórica, incluso en la época de su prosperidad.
Después de haber echado una ojeada a su alrededor, Miss Hare consiguió articular:
—Temo por usted.
Y al mismo tiempo hizo algo extraordinario.
Cogió la mano del judío entre sus manos pecosas y temblorosas. Ni él ni ella sabían lo que pretendían, pero se encontraron prisioneros de aquella actitud. Estrechaba aquella mano contra sí como un objeto de valor encontrado en la maleza: una piedra preciosa cuidadosamente tallada, una orquídea arrancada, o un nudo de madera que el tiempo, la intemperie y la enfermedad parecían haber emparentado con los infortunados de la especie humana. Una deliciosa sensación aniquiló entonces la desprendida atención que Miss Hare habría dedicado generalmente hacia ese tipo de raros objetos.
—Toda la vida está amenazada en cierta medida por el azar —respondió el judío después de haber reprimido, no sin esfuerzo, una sorpresa divertida y un pensamiento tan obsceno que sintió vergüenza sólo de imaginarlo.
Miss Hare, siempre sentada, protestaba con ruiditos de garganta que recordaban el cuero y el croar de las ranas.
—Las personas inteligentes son víctimas de las palabras —decía él.
Ella misma hubiera querido adormecerse en un maravilloso silencio, mientras que su cuerpo se le escapaba, se estiraba en largas formas amorosas y musicales que otras veces había observado en los bailarines cuando se ondulaban, con la mirada perdida, no regidos ya por principios razonables, sino por otra ley de la que su carne podía volver a encontrar el recuerdo de un momento a otro bajo la caricia de las plumas de pavo real.
Miss Hare lanzó una ojeada a su compañero para ver si él era consciente de sus miembros largos y ligeros, de sus senos cónicos y blancos, menos fríos de lo que exigían las conveniencias cuando no tenían la disculpa de la música.
Pero el judío observaba la extraña situación en que se encontraba prendida su mano, y al mismo tiempo hablaba:
—La inteligencia es a veces una seria ventaja. Existen momentos en los que me gusta creer que he triunfado.
Y luego, mientras que en las comisuras de sus labios se formaban arrugas:
—Es completamente saludable que usted misma y la taladradora de la que me sirvo mantengan de vez en cuando mis ilusiones.
Acusaba con una dulzura y una benevolencia tales que estuvo a punto de soltar su mano. Su evanescente belleza se iluminaba de pequeños espejos chispeantes de cólera antes de desaparecer.
Evidentemente, aquello no tardó en suceder. Su apariencia no podía ser menos evidente que los tristes colgajos de las viejas telas de araña que colgaban de una cornisa.
Con la garganta llena de lágrimas y de cantos rodados ella exclamó:
—No me intereso por usted, ni por lo que piensa o siente. Sólo me preocupo de su seguridad. Soy responsable de usted.
En su inquietud, su piel rugosa comenzaba a irritar la mano que ella tenía en la suya. Tal vez había sospechado algunos instantes antes, por única vez en su vida, lo que era ser una mujer, pero ahora que no era más que un ser humano inquieto, su pasión era más grave, más conmovedora, más apremiante. Fue esta última metamorfosis la que más les aproximó, aunque continuaran sentados en sus sillas tiesas y solemnes.
Himmelfarb se agitó un poco en su bata agresiva e impersonal, y después de aclararse la voz preguntó:
—¿Existen pruebas de algún peligro?
Si ganaba tiempo y se negaba a ceder a la repulsión que le impulsaba a retirar su mano, quizá podría obtener que le revelara los más secretos refugios.
—¿Pruebas tangibles? Usted debería saber mejor que nadie que los verdaderos peligros al principio jamás son tangibles.
Él ciertamente no podía negarlo.
Cuando ella se calmó de nuevo tras el sobresalto de exasperación que la sacudió, casi estrujó entre las suyas la mano increíblemente pasiva, y comenzó una larga y seca parrafada, aunque sin duda importante ya que la había preparado con anterioridad.
—Quisiera hacerle una proposición… En fin, proponerle una cosa. Lo he pensado desde hace mucho tiempo, pero siempre ha habido obstáculos. E incluso ahora, quizás usted vaya a encontrar mi idea estúpida, desplazada. Pero Peg, mi vieja criada, la hubiera llamado una solución práctica… ¡Si ella estuviera aquí todo sería mucho más fácil! En resumen, puesto que ciertas cosas se han producido y el tiempo apremia, ¿qué me diría usted si le pidiera que se viniera aquí a vivir?
Lo dijo de manera de no mirarle para evitar ser testigo de su sorpresa.
—Yo le ocultaría —dijo sin cumplidos—. Aquí hay tantas habitaciones que usted podría cambiar a menudo de dormitorio, lo que contribuiría a su seguridad.
Él permaneció inmóvil, y ella sentía que aceptaba sus motivos sin adoptar posturas.
—No estaría bien ocultarme —respondió dulcemente—. Ya que puedo decir honestamente que no tengo nada que ocultar.
—Ellos no se harán esas preguntas —dijo ella—. A menudo a los hombres les bastan unos motivos bien débiles para matar. Me he dado cuenta de eso, créame; puede que sea porque se aburran después de la comida, o porque no les gusta el tiempo… Son capaces de torturar a un ser porque éste vea claro en ellos. ¡Incluso a sus propios perros!
—Cuando llegue la hora de mi destrucción, no dependerá de la voluntad de los hombres —respondió él con un tono tranquilo y uniforme.
—¡Eso es mucho más espantoso! —exclamó ella estallando en sollozos.
Jamás había estado tan fea con sus mejillas húmedas y sus cabellos en desorden, pero la repulsión que hubiera podido experimentar Himmelfarb fue ahogada en su convicción de que pese a sus diferencias de nacionalidad y raza, estaban y siempre habían estado dentro de la misma misión. Era la misma noche, el mismo barranco los que, venidos de direcciones opuestas, amenazaban con engullir su acción. Pero pese a las dificultades y a los obstáculos, los preciosos secretos de los que cada uno de ellos era depositario no deberían ser entregados, por último, más que a unas manos.
Aunque el judío avanzaba a ciegas hacia la frontera de la libertad en medio de una niebla de pruebas, emergió un momento y se encontró sobre la incómoda poltrona del saloncito de Xanadu. Entonces se removió y alargando la mano hacia la que seguía el mismo camino que él dijo:
—Ahora me voy. Quisiera poder persuadirla de que los actos simples que hemos aprendido a cumplir todos los días son la mejor protección contra el mal.
—Sí, consuelan —admitió ella.
Pero suspiró.
La dulce luz velada de la tarde se estiraba sobre los suelos de madera. A aquella hora, cuando los objetos estaban aún maravillosamente intactos durante los últimos momentos del día, Himmelfarb habría olvidado fácilmente lo que había interrumpido otras veces, esas sencillas tareas cotidianas que ahora recomendaba como protección.
Miss Hare le siguió al vestíbulo.
—Al menos déjeme advertirle antes de que se vaya de que mi antigua ama de llaves, Mrs. Jolley, se hace ilusiones sobre nosotros. No pienso que sea un agente activo, pero ella padece la influencia de una tal Mrs. Flack, a la que no conozco, pero de la que sospecho. Por otra parte, también Mrs. Flack puede que sea inocente. En cualquier caso las ideas más diabólicas vienen a veces de las mujeres ociosas sentadas las unas junto a las otras en el crepúsculo. Y Mrs. Jolley vive en casa de Mrs. Flack.
—Y ¿dónde viven esas señoras?
—¡Oh, eso carece de importancia! Me parece que usted acaba de decir hace un momento, señor, que éramos los eslabones de una cadena. Yo estoy convencida de que existen dos cadenas opuestas la una a la otra. Si Mrs. Jolley y Mrs. Flack son los únicos eslabones de la suya, entonces, naturalmente, no tendremos nada que temer, pero…
Le guiaba lentamente a través de la casa que la púrpura y el oro de la tarde habían revestido de un esplendor que recordaba al Renacimiento. Su propia belleza hizo vibrar al mármol de un busto y al cristal de un velador.
—¿Es por aquí? —preguntó él.
—¿Quiere que pasemos por aquí detrás? Es más corto.
Sobre la mesa de la cocina había un cuchillo que tenía el aspecto de un destello de luz.
—Mataría por usted, ¿sabe? —dijo repentinamente miss Hare—. Si eso pudiera conservarnos lo que para nosotros es el bien.
—¡Entonces ya no sería bien!
Himmelfarb sonrió y dejó en su charco luminoso el cuchillo que había cogido al pasar.
—Su papel es el de cortar el pan —dijo él—. Es una tarea noble, aunque sin preocupaciones.
Ante aquella palabras miss Hare se calló y continuó en silencio hasta la puerta.
En el umbral le dio sus últimas indicaciones.
El rostro inexpresivo y de cera del hombre que estaba frente a ella se había animado bajo el efecto de la luz del atardecer o del misterio de un contacto humano.
—Siempre me abandona usted a esta hora —dijo ella pensativamente viéndole bajar los peldaños—. Usted tiene un secreto en su casa. Pero yo no soy celosa.
—No existe ningún secreto. Es a esta hora cuando rezo mis oraciones.
—¡Oraciones! —murmuró ella antes de continuar—: Yo jamás he rezado oraciones, salvo cuando en mi infancia me obligaban.
—¡Pero usted ha rezado de otra manera!
Ella se irritó y estuvo a punto de decir una inconveniencia, pero otro pensamiento fue a turbar la superficie de su conciencia.
—¡Oh! Entonces ¿qué es lo que nos salvará?
Antes de que él hubiera tenido tiempo de responder, exclamó:
—¡Mire!
Protegía sus ojos del resplandor del oro.
—Era a esta hora —dijo ella con la garganta oprimida y articulando apenas las palabras—, cuando a veces yo tenía miedo de las consecuencias. En estos momentos es cuando se apoderaba de mí la crisis que me lanzaba por tierra mientras se aproximaban las ruedas. Era demasiado para un ser tan débil. Llegaba a permanecer sin conocimiento durante horas. Creo que nunca podré mirar al cielo durante el ocaso.
—No existe ninguna razón para que no lo mire ahora —dijo Himmelfarb con esfuerzo—. Es una magnífica puesta de sol.
—Es cierto —dijo ella con una risa contenida—. ¡Y los grises surcos que las ruedas han dejado! ¡Y las blandas plumitas de las ruedas!
Himmelfarb se despidió de la dueña de Xanadu. Para él no era posible considerarla una loca, como los demás, ya que aquella locura era la suya. En efecto, ahora que las copas de los árboles se habían inflamado, en sus oídos sonaban como en otros tiempos las campanillas de las ambulancias, las campanillas de los coches de bomberos, y se dio cuenta con horror de que nunca se acabaría por arrancar a los hombres el fárrago de sus propias ideas. Por eso se continuaría llevando cadáveres y ocultándolos bajo sábanas, mientras que los que se creyeran aún vivos se obstinarían en volver a los escombros para buscar dientes, relojes, y otros objetos de primera necesidad. Pero los más cruelmente decepcionados eran las almas que protestaban con sus voces grises a las que ya habían dejado adoptar la forma de alguna planta, animal o mineral, e incluso a veces la de un ser humano. De esta forma se lamentaban las almas al peinar sus cabellos llenos de humo. Ya estaban aplacadas por las campanas, las órdenes y las maldiciones de numerosos incendios a los cuales, durante su vida atormentada, habían tenido la desgracia de acudir.
En aquel momento únicamente el Carro continuaba su carrera silenciosa y rectilínea en las nubes del recuerdo.
Himmelfarb subía tranquilamente el camino que conducía de Xanadu a Sarsaparrilla, contento por su fatiga física y por la colaboración de su amiga. Una vez o dos bostezó. Los rostros blancos de las flores indecisas se movían y brillaban vagamente al caer la noche. Las piedras parecían meditar. Él, el más obstinado de los seres, tal vez recibiría la orden de convertirse en piedra.
Mientras subía la cuesta, unas chispas brotaban bajo sus sandalias al contacto con los guijarros del camino, tan lejos, le parecía, que toda la buena voluntad del mundo no habría podido hacerle inclinar la espalda para recogerlas, tan inalcanzables que Ezequías, David y Aquiba no habrían podido recoger las chispas perdidas.
El judío caminaba, tropezaba con las piedras hasta que al fin llegó a su endeble morada. Tocó el Chema sobre el montante de la puerta, y entró.