A Mrs. Godbold le gustaba mucho cantar mientras planchaba. Tenía una voz de mezzo-soprano cálida pero desigual, de la que su hija Else le había dicho un día que la hacía pensar en el chocolate derretido. Efectivamente, cuando su madre cantaba, las pequeñas adquirían un aire melancólico y soñador y sentían la impresión que a veces da el chocolate tibio y espeso. Mrs. Godbold planchaba con gestos lentos y tristes, y cantaba en medio de nubes de vapor. A veces daba golpecitos con la plancha para llevar el ritmo de la melodía, o bien se insinuaba más prudentemente, acompañada por un temblor artificial en los difíciles rincones de una camisa. Entonces la boca de las mayores se llenaba de emoción ante el ineludible drama que se preparaba para ellas, y las más pequeñas miraban con un aire hipnotizado a los poros dilatarse sobre la piel cremosa de su madre. Pero la cantante continuaba, ausente, transportada por las letras de sus canciones.
Los temas preferidos de Mrs. Godbold eran la muerte, el juicio final y la vida futura. Sobre todo le gustaba:
«Abro los ojos, la prisión se ilumina.
Mis cadenas caen, libre está mi corazón.
Me levanto y soy mi Señor».
Pero también sentía debilidad por:
«Veo lleno de gloria al Conquistador.
Veo al Rey en el espacio.
En su carro entre el resplandor.
Hasta su maravilloso palacio».
En semejantes momentos, la fe o la luz iluminaban sus ojos. Ciertamente, era extraordinario observar que en la barraca de Mrs. Godbold la luz acompañaba casi siempre a estas palabras. Grandes huellas ardientes atravesaban las nubes algodonosas, traspasaban la ventana sin visillos y amenazaban blancos secretos y tan vulnerables que más de una conciencia temblaba. También a veces la voz profética coincidía con el juicio blanco y helado de una tarde y del más sorprendente milagro. En efecto, la mujer del delantal se convertía entonces en un ángel de luz. Hacía frío, el juicio del ángel se apiadaba y el vapor era más espeso. Fuera se veía por la puerta abierta, que Mrs. Godbold había fijado con travesaños muchos años antes, la gran caldera de lavar en la que las niñas alimentaban el fuego con ayuda de ramitas de mimosa en donde removían los carboncillos incandescentes. El fuego apenas visible y el inmenso recipiente misterioso parecían a menudo sensibles a la luz de los cánticos de Mrs. Godbold.
Una sola persona permanecía escéptica y era Mr. Godbold, si por casualidad se encontraba allá. Si no estaba en la casa, lo que sucedía a menudo, no se preocupaba. Mr. Godbold no tenía tiempo que perder con esas sandeces. La lista de cosas para las que tenía tiempo a perder era corta. Eran, en este orden: la cerveza, las chicas y las carreras. Sin embargo no le gustaba mucho la cerveza, si no era para evadirse de lo cotidiano, y pensaba que el amor era bueno para los tontos, con sus riesgos, bebés o sífilis; sin embargo conseguía olvidarlo por un instante en sus breves actos sexuales. En cuanto a los caballos le importaban un pito, pero la única cosa que contaba, la material, dependía a menudo de sus cuatro malditas patas.
Un espíritu razonable habría deducido en seguida que se trataba de un individuo a evitar, pero para la chica tras la que iba y que no sabía hasta qué punto Tom Godbold podía ser despiadado, o para su mujer que disfrutaba recordando el pasado y al hombre con el que había creído casarse antes de conocerle verdaderamente, él poseía una especie de corroída belleza, un amargo encanto. El ácido del tiempo había hecho mella en el bronce, difuminando la materia, borrando sus rasgos. Ahora era delgado, con venas marcadas, pero sus ojos aún sabían abatir las barreras de la lógica y de la prudencia, con su aspecto de reclamar indulgencia, incluso a veces el amor. Tenía unos bellos ojos sombríos, y las que se dejaban seducir por ellos preferían ignorar la advertencia alcohólica de los blancos. Tenía la costumbre de poner, casi temblando, un dedo o dos, nunca más, sobre la piel desnuda de un brazo, o de oprimir un codo con una dulzura cuyo orden se transformaba en súplica. Entonces la mujer vacilaba, después cedía, y la chica a la que desnudaba en alguna habitación se quitaba ella misma las últimas prendas con manos impacientes. Sólo después, llegaba la reflexión en medio de la noche y comprendía de repente que los trágicos ojos de Tom Godbold sólo miraban hacia él mismo. Entonces su última conquista se vestía precipitadamente y lamentaba eternamente el haber perdido la cabeza. La naturaleza de su mujer le prohibía evidentemente escaparse. Él necesitaba que ella sufriera. Ella estaba encerrada en la permanencia como en el corazón de una piedra, en la que no obstante entraba el pensamiento por las venas en breves estremecimientos dolorosos, mientras que tumbada en la cama se preguntaba una vez más si acaso había sido concebida por el pecado. Para un ser tan fuerte, hay que reconocer que en eso era de una lamentable debilidad. Pero quizá se trataba de bondad. Así permanecía tendida hasta el momento en que la luz gris aliviaba sus pupilas. Entonces salía rápidamente de su cama y encendía fuego en su tendedero.
Las fluctuaciones de la fe no la debilitaban. Al contrario; la convertían en una cosa viva, como un niño que se agita en el vientre de su madre. De esta forma la fe de Mrs. Godbold se movía y se agrandaba en la envoltura gris y gelatinosa del amanecer, y por fin llegaba al mundo, con la gloria y la confianza del fuego.
Este aspecto casi biológico de la fe de su esposa era lo que más odiaba Tom Godbold. ¡Y podía afirmar que él no era el padre de aquello!
—Pero Tom —decía ella con su voz dulce, seria, exasperante— el Nuevo Nacimiento es hermoso ¿no?
Él respondía apretando los dientes:
—¡Puedes hacer lo que te dé la gana! ¡Pero no será a mí a quien hagas renacer!
Miraba a todas sus hijas, las últimas de las cuales siempre parecían brotadas, frescamente, del cuerno de la abundancia. Sentía siempre el olor de las lenguas húmedas, el de una carne recién nacida, acusadora y ajada; y aquél sí que era reconocible.
—¡No, por Dios, ya tengo bastante! —declaraba antes de marcharse o sumergirse en su boletín de carreras.
El día que Mrs. Godbold había sido vista en casa de su vecino, había tenido lugar una disputa. Tom Godbold había regresado del trabajo. Por aquel entonces era chófer repartidor de un almacenista de madera, y tenía ganas de cambiar y meterse en un asunto de abonos de aves. El padre leía su boletín, la madre planchaba, las niñas iban y venían. Levantaban los ojos hacia su madre, pero generalmente lo que miraban eran los zapatos de trabajo de su padre, con sus lengüetas en forma de paleta y su punta cuadrada y brutal.
Mrs. Godbold, con su voz desigual de mezzo, acababa de entonar su estrofa favorita en una prudente voz media, para evitar envenenar las cosas: «Abro los ojos, la prisión se ilumina», cuando la pequeña Gracie entró corriendo:
—¿No sabes, mamá? —exclamó estrechando su cuerpo contra el costado de su madre y su familiar olor a pan fresco y colada.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Mrs. Godbold, preparándose para una catástrofe.
—¡He sido salvada por Jesús! —gritó Gracie.
Pero estaba completamente pálida como si, para dar gusto a su madre, emprendiera una tarea demasiado pesada.
Nadie estaba especialmente encantado.
—¿Qué has sido salvada por quién? —preguntó el padre cuyo boletín se agitó con un ruido de papel arrugado.
Gracie no podía pronunciar ya la palabra. Aquella chiquilla sólida intentaba adoptar un aire vulnerable.
—¡Has sido salvada por la mierda! —dijo su padre blandiendo el boletín—. ¡Oh, mierda! ¡Mierda! ¡Mierda! —se puso a gritar sobre la cabeza de su mujer, lo que hubiera podido ser cómico, pero no lo era.
Mrs. Godbold inclinó la cabeza. Sus párpados se estremecían. Había a su alrededor tal levitación, tal aleteo de alas blancas y de luz que se encontraba completamente embotada.
—Digo lo que pienso —gritó el padre de familia— ¡pero aquí todo el mundo titubea!
Las páginas del boletín se habían deshojado y él permaneció con la mano vacía. Lanzó una ojeada y exclamó:
—¡Eso es lo que pienso de todas esas sandeces de cristianos!
Asestó con la palma de la mano un golpe en una oreja de su mujer, y todos los que se encontraban en la casa se sintieron conmovidos y se estremecieron de horror por ella, y Tom Godbold tanto como los demás.
—Y de vuestro Jesús…
Continuó su plática para no sentir su daño:
—¡Estoy hasta la punta de los pelos de vuestro Jesús!
Le lanzó un puñetazo al vientre, y cuando, golpeándose con la mesa cayó al suelo, le propinó una o dos patadas.
Allá en donde había reinado un blanco silencio, había ahora un gran alboroto, como si alguien hubiera agitado un palo en un nido de pajarillos. Las niñas lloraban y se estrechaban contra su madre, salvo la más pequeña y Else, la mayor, que todavía no habían regresado.
El padre que se había lanzado al agua a gusto, consiguió no obstante rechazar las olas de disgusto, de excitación y de terror que amenazaban con hundirle, lo mismo que su deseo siempre desencadenado de demostrar su autoridad.
—¿Y qué, eh? —murmuraba—. ¿Y qué?
Pero nadie respondió. Las niñas se separaban sollozando. Todo se apartaba de él salvo el rostro de su mujer, siempre dispuesto a acoger lo que podría tener lugar.
Él comprendió de nuevo con horror que aquélla era su naturaleza, su fe.
—Bueno, me las piro —anunció por último.
Cuando cerró la puerta tras sí y subió la cuesta dando trompicones escuchó que le llamaban, pero no quiso detenerse ni escucharlo, temiendo que ella encontrara un medio de ablandarle. Una vez, por ejemplo, ella le había gritado el menú de la cena y él había necesitado vomitar toda su desesperación en aquel mismo sitio.
Mrs. Godbold carecía de humor, ciertamente, y era lo bastante como para emplear cualquier procedimiento, pero aquella vez se sentía muy divertida. Por otra parte sus niñas la ahogaban; se subían, trepando a ella para intentar reanimar lo que jamás le había faltado, y que en aquella ocasión parecía deslizársele rápida e inexorablemente entre los dedos.
—Esto va bien —dijo—. ¡Pero dejadme respirar! ¡Oh, Dios mío! —gimió con la mano en el costado.
Pero aquélla no era la primera vez, naturalmente. Todo había sucedido ya, excepto para las niñas. Por eso las pequeñas Godbold continuaban llorando.
Todo marchó mejor cuando su madre se incorporó.
—No hay que olvidar nuestra paletilla de cordero —dijo—. ¡Vamos Kate, esta noche te toca a ti!
Su madre se atrevió a sentarse un momento en el filo de una silla. Le hubiera gustado poder contar su pasado a alguien, incluso las cosas más dolorosas que hubiera conocido, la emigración, los abortos, sin hablar de la época en que Tom Godbold le hacía la corte. Deseaba mantenerse en el recuerdo de lo que ahora se había vuelto inmutable. Ya que el presente y el futuro son una espantosa música que transcurre sin fin, y la misma animosa Mrs. Godbold desfallecía a veces mientras caminaba al borde de uno de esos ríos turbulentos hacia su afluente, siempre más o menos envuelta por la bruma. Entonces miraba hacia atrás su jardín de estatuas y le parecía que a aquella envidiable distancia la fe no era ya necesaria para pasearse en medio de ellas.
En el llano país de pantanos del que venía, se había acostumbrado a eso que llaman monotonía cuando se es sordo a sus variaciones. Una región gris. Una malvarrosa había ondeado por un momento contra la pared gris del jardín de su padre, en donde crecían las rosas hasta el techo y se percibía un denso aroma en el cálido verano; el invierno era el que mejor recordaba la diversidad de sus grises: las botas resonando sobre el pavimento de las calles grises, el espejo gris de los pantanos helados, los olmos desnudos lanzando sus cornejas en un cielo plomizo, la catedral de un intenso gris, más permanente que los otros, erguida hacia las nubes que a veces se dispersaban y a veces se cansaban contra la piedra.
La catedral era una señal y un misterio. La nobleza le debía adoración y lo cumplía lealmente, a su torpe manera, observando ritos pasablemente espantosos antes de la comida del domingo. La pequeña conocía todo eso, pero no comprendía nada, pues en su casa eran disidentes por lo menos desde tiempos de su abuela. Su padre no recordaba nada; ni siquiera lo intentaba. Aquél no era un asunto de hombres. Muy temprano comprendió la chiquilla que las mujeres recuerdan, los hombres obran y existen.
Su padre era zapatero. Muy devoto en la medida en que observaba todas las exigencias de la fiesta del sábado, asistía a las reuniones y daba limosnas como convenía. De igual forma se cuidaba de la educación de sus hijos, sin reflexionar nunca en sus verdaderas necesidades ni preocuparse de lo que éstos pensaban. Después de la muerte de su mujer adoptó el aire de estimar que ya no tenía nada que hacer en la casa. Permanecía en su taller hasta media noche echando medias suelas. A veces la niña iba hasta la puerta y miraba la nuca de su padre bajo la cruda luz. Sus manos eran callosas, endurecidas por la pez. Era un hombre duro, tal vez, pero justo. Sin duda le molestaba amar, pero no obstante la amaba porque era su hija, y amaba a los otros niños porque ése era su deber ante Dios.
La muchacha heredó su sentido del deber, pero además poseía el entusiasmo innato que su padre jamás había conocido. Los cánticos pesadamente rítmicos la transportaban por encima del humo de los quinqués de petróleo. No era sólo su buena salud la que hinchaba sus pulmones, sino también una especie de éxtasis. Jamás perdía el sentido de las realidades y nunca olvidaba de vigilar el orden de sus hermanos y hermanas, de amenazar a los desvergonzados o de indicar la página del devocionario. Consideraba todo aquello como su deber, sencillamente porque ella era la mayor y, por consiguiente, prácticamente la madre.
A veces se decía que estudiaría para convertirse en maestra cuando fuera mayor, pero ella jamás lo creyó. Bajaba la cabeza cuando la gente hablaba como si se burlara de ella. No estaba prometida con tal dignidad y además no era lo suficientemente inteligente como para eso, ella misma lo decía, y se sintió aliviada cuando no hubo más palabras sobre el asunto, En seguida entró al servicio de la vieja Lady Aveling. Eso había sido discutido en una fiesta dada en los jardines del castillo a beneficio de las víctimas de un terremoto. Mientras que su padre respondía a las preguntas que le hacían sobre ella, la muchacha había permanecido con los ojos bajos, detenidos en el extremo de la sombrilla que cubría el drama. A su alrededor había jóvenes con blusas de encaje que tiraban con arco sobre dianas que los jardineros habían colocado para ellas, o respondían a los guapos muchachos cuya cortesía parecía una especie de insolencia. Con qué dolor la chica desesperada, helada, sentía que la atravesaban las flechas, ya que ella se preguntaba que qué es lo que sucedería con sus hermanos cuando ella viviera en casa de la gran señora. Pero finalmente aquel proyecto no duró mucho, y permaneció en su casa para llevarla y sostenerla con toda la fuerza de sus jóvenes brazos. También tenía una abuela, pero estaba a menudo enferma, y apenas si hacía otra cosa que coser cosillas sentada en su butaca de mimbre en el paseo de ladrillos que pasaba entre las grosellas, cuando había un poco de sol. Era ella, la mayor, con delantal almidonado, la que recibía a la gente. Su larga figura meditaba lentamente sus respuestas, y siempre acababa por encontrarlas.
Pero el trabajo y el deber no acabaron con su juventud, ni mucho menos. No faltaban los sencillos placeres. Tenían lugar grandes expediciones con sus hermanos y hermanas y otros miembros de la parroquia. En invierno, iba a patinar o a varear los nogales; en verano, se recogía el heno, saltaba vallas o iba al borde del agua en esas tardes perezosas que son medio soñadas, medio vividas.
Un día, Rob, el más temerario de ellos, había propuesto: «¿Y si vamos a explorar la catedral? Fuera hace demasiado frío y además ¿qué otra cosa podemos hacer? ¿Eh, Ruth? ¿Qué dices?».
Vaciló como de costumbre ya que era la responsable, pero aquella vez cedió, y no porque los demás lo desearan y la pincharan, sino porque aquel panorama aceleraba sus latidos de antemano. Ella no había echado más que una ojeada en la catedral de su ciudad natal, y he aquí que la banda de los niños se encontraba aspirada en el interior del porche bendito y penetraba en el olor de las cañerías de la calefacción central y en un mundo que, a medida que se elaboraba, lejos de reprochar su audacia, les ignoraba en conjunto totalmente. La selva de troncos armillados se elevaba a su alrededor, y sus ramas de piedra encorvadas por encima de sus cabezas contra un firmamento azul y carmesí, por el que se filtraban tenuemente la luz o la música. Ya no sentían sus miembros, habían cubierto sus rostros de expresiones devotas, como extrañas mascarillas. Persuadidos de que convenía hacerlo, admiraban los objetos sin interés, lápidas mortuorias por ejemplo, y exclamaban demasiado alto su único grito de admiración al descubrir el lebrel italiano de alguna duquesa yacente. Tal naturalidad en la piedra desató su habitual vivacidad. Se enardecieron y se pusieron a reír y a asestarse golpes con una inútil violencia, y sus caras rojas visibles incluso en la oscuridad, enrojecían aún más a causa de algún extraño olor acompañado por un ruido apenas perceptible. Y después, todos juntos, se dispersaron y cada uno se las piró por su lado, con gran estrépito, pese a los «¡chisst!», de la hermana mayor y de sus esfuerzos por atraparlos. Intentar retener con la voz o con un gesto a una bandada de alevines de trucha era lo mismo que pretender reunir a los niños cuando éstos habían adquirido su clima de hilaridad. En seguida les perdió de vista, pero creyó percibir a Rob poco después, inclinado sobre una alta rama de piedra en compañía de las estatuas de los santos.
No obstante estaba feliz por sentirse extenuada e impotente. Dio algunos pasos, dejándose invadir por la atmósfera de benévola solemnidad, y recobrando el sentido, se sentó en una silla de paja, en actitud conveniente para escuchar música religiosa. En efecto, el órgano no había cesado de tocar. Ya lo había notado, pero hasta entonces no lo percibió realmente. Era un música fuerte y sólida, mucho más allá de la capacidad del armonium familiar. Jamás había escuchado algo semejante, y en un principio tuvo miedo de aceptar lo que sentía. El órgano envolvía las medidas y elaboraba todo un tinglado chispeante de sonidos. Las escalas de oro se erguían, se estiraban como para alcanzar las ventanas de un edificio en llamas. Pero no existía incendio alguno, no había más que una orla colgante de felicidad, mientras que ella misma se elevaba sobre aquel tinglado celestial y formaba nuevas escalas para llegar aún más lejos. Su ánimo la abandonó antes de la cumbre, ya que entonces era necesario o lanzarse al espacio y caer como un derrumbamiento de un castillo de naipes, o ser llevada más allá de la vista, hasta el infinito. Por un momento flotó indecisa, como sobre una nube, aplacada por la bondad infinita de aquellos dedos.
Finalmente, cuando se calló el órgano, permaneció atontada y sudorosa. En medio de sus lágrimas y de su torpeza recobrada, se sintió estúpida, tanto más cuanto que la miraba un desconocido.
—¿Y bien? —dijo el hombre con una voz ronca, con un gusto y una simpatía sinceros.
Ella enrojeció.
Era un curioso personaje de aspecto harinoso. Su chaqueta estaba completamente abotonada, sus hombros llenos de caspa.
—No te pregunto qué es lo que pensabas, porque sería ridículo —dijo.
Entonces se sonrojó aún más. Se sentía terriblemente a disgusto y ya no sentía el suelo bajo sus pies.
—Ningún otro instrumento sabe como él comunicar la esencia misma de la música —continuó—; pese a todos esos «pupurries» que nos ofrecen ininterrumpidamente.
Ella intentó liberarse, pero su silla gimió sobre las baldosas con un ruido de tiza sobre la pizarra.
—Él es un gran maestro —prosiguió el extraño con la garganta estrangulada por el entusiasmo y las flemas.
Pero aquella evocación había volcado bondad en su rostro.
—Sé que recordarás este día, incluso cuando hayas olvidado muchas otras cosas. Sin duda nunca irás más lejos de lo que hoy has ido.
Se alejó, llevando sus hombros cubiertos de caspa, como para protegerse.
La chica de nuevo estaba a punto de llorar, pero aquella vez sólo de vergüenza. Se dirigió furiosamente a reunir a sus niños desparramados y sólo se serenó cuando el tropel estuvo completo. Regresaron tranquilamente. Había para cenar arenques ahumados —un festín— y la hermana mayor comió por cuatro. Desde su juventud tuvo un apetito del que nunca podría prescindir. Únicamente más tarde aprendió a moderarse por economía.
Cuando era joven y fuerte, devoraba y luego digería durmiendo. Incluso después de las calamidades que se abatieron sobre ella se caía de sueño y dormía como un animal. Su capacidad física de resistencia era inaudita. En la siega del heno, por ejemplo, jamás desfallecía, izaba las balas de heno como los hombres. Al final de la jornada, cuando las mujeres y los muchachos se tumbaban agotados y sudorosos, su piel habitualmente pálida y vulgar parecía por fin animarse como un rosal silvestre transparente, mientras continuaba cargando las carretas. A Rob es a quien le gustaba estar arriba del carro para recibir el heno. Siempre necesitaba estar en los lugares más altos y peligrosos como aquel día en la cima de la vacilante masa de heno recientemente apilada sobre el carro de Salters, en Martensfield. Cuando la muchacha levantó los ojos, y por primera vez la vida, aquel rollo de cuerda habitualmente flojo e inofensivo, se le anudó alcanzándola personalmente, tuvo la impresión de que la golpeaban en medio del pecho. Rob se escurría, dando tumbos riendo, con los brazos y piernas a la buena de Dios, y los forrajeros contemplaban el lento desarrollo de la escena. Y después vio a Rob caído en el suelo con los ojos en blanco. La risa apenas si acababa de apagarse en la boca del muchacho, dejando tiempo a los dientes de protestar ligeramente, parecidos a granos de trigo aún no maduro. Entonces la rueda de la carreta se agitó. Hubo una sacudida, y se vio a la muchacha, cuyas vigorosas espaldas habrían podido soportar el peso del mundo, tirar con todas sus fuerzas del hierro, la madera y la paja. Cogió en sus manos el melón reventado que había sido la cabeza de su hermano, en aquel campo que ella ya no veía.
Acudieron a ayudarla, de cerca y de lejos. Pero a ella la tocaba, claro está, llevar a su hermano. No vivían muy lejos —explicaba su boca blanca— en aquel campo junto a las primeras casas. Era fuerte, pero sus pensamientos la desgarraban mientras llevaba el cuerpo de su hermano. Todo había sido distinto cuando su madre había muerto una noche en su cama, rodeada por su familia. Nadie pensaba en los niños, y casi en seguida la sólida muchacha los había tomado bajo su protección. Iba por todas partes con su hermano pequeño en los brazos, y por eso le tocaba a ella llevarlo en aquella ocasión. Mientras arrastraba los pies sobre las primeras baldosas, las mujeres se llevaban las manos a la boca y retenían sus gemidos, pisoteaban los claveles y los geranios, o se precipitaban a las puertas de sus casas para seguir con una mirada atontada a la muchacha que llevaba a un niño muerto, mientras que el Sol se ocultaba en las calles grises, las inundaba por un momento de sangre.
Llevó el cadáver a su padre que, según notó, no la miró a la cara aquel día. Nunca más lo haría. A veces, bajaba la vista hacia los sólidos zapatos que él mismo se había hecho y sobre los cuales había caído la sangre.
Subió la muchacha a acostarse y se durmió. Algunos de los niños más pequeños lloraban, no por su hermano muerto, sino porque temían arrancar ya a su hermana mayor de su espantoso sueño.
No obstante, el tiempo puso todo en orden rápidamente.
La mujer recordaba que la muchacha que ella había sido encontró un nuevo peinado, brillante y liso con una cinta de terciopelo marrón. Se negaba a cortarse el cabello como las demás; se habría sentido muy cómica, aunque quizás es que carecía de toda elegancia.
Caminaba por el jardín y recordaba, por un perfume de alhelí, su cinta de terciopelo marrón en el cabello. Era de noche, la cena estaba en el horno. Y después salió su padre. Le dijo, sin mirarla según su costumbre, o mirando por encima de su hombro, pero no obstante con un aire sonriente, al menos para él:
—Quisiera que entraras para conocer a Miss Jessie Newsom.
Llegó incluso a tocarla, y ella tuvo un gesto de retroceso.
—¿Miss Jessie qué? —preguntó aunque lo había entendido perfectamente.
Él así lo comprendió ya que comenzó la frase que había preparado:
—Es la maestra de allá abajo, de Broughton.
Se fijó en la nuez de su padre, que siempre parecía molestarle al hablar, arrancando un brote cuyo interior era de un verde especial, muy pálido.
Entonces pronunció las palabras terribles:
—Ella se va a convertir en tu madre.
Pero la joven muchacha hizo lo posible para que esto no sucediera.
Miss Jessie Newsom era una maestra buena y razonable, aparentemente segura de sí misma. Aquella noche llevaba un broche adornado con un camafeo y una chaqueta cuyos bolsillos colgaban un poco, a causa de las importantes decisiones que la maestra había tenido que adoptar en su profesión. Persuadida de que los esfuerzos siempre eran recompensados, Miss Newsom había mejorado su manera de hablar, pero le era imposible olvidar los recuerdos de sus humildes orígenes que a veces la hacían sonrojarse.
Dijo:
—Aquí está Ruth. Me han dicho que has sido la mejor de las niñas. Espero, Ruth, que no me considerarás como una intrusa y que podremos —¿cómo decirlo?— compartir las obligaciones de la vida familiar.
Jessie Newsom era muy prudente, pero vaciló cuando se dio cuenta de que la muchacha le presentaba un frente sin expresión y que no veía el resto de su imagen.
Miss Jessie Newsom fue una excelente esposa y una excelente madrastra; Ruth lo aprendió de los que habían quedado impresionados por su impecable conducta, y por sus hermanas y hermanos cuyas cartas se lo referían a medida que el alejamiento debilitaba sus relaciones.
Poco después de la aparición de miss Newsom, la hija mayor se le había acercado un día a su padre y le había anunciado su decisión de buscar trabajo:
—Si tú lo deseas, Ruth… Te buscaremos algo por aquí cerca.
—He decidido irme a Australia, —dijo—. La tía de Chrissie Watkins me ha dicho que Chrissie se desenvolvía bien en Sydney. Mrs. Sinnett me ha dado todos los informes y yo voy a escribir para pedir una plaza, si tú quieres ayudarme y darme un poco de dinero para comenzar. Te lo devolveré, naturalmente, a causa de los demás niños.
El padre carraspeó. Se preguntaba que cómo podría consolarla, pero sólo supo decir una frase que le sonaba bien:
—Deberías aprender a perdonar, Ruth, eso es lo que nos han enseñado.
Ella no respondió. En su angustia temía ser demasiado violenta. No se atrevió tampoco a tocarle, ya que habría perdido todas sus fuerzas contra los labios secos de su padre, contra la barrera de sus dientes blancos y decididos.
Así, pues, se fue. Su padre le compró una caja metálica para que colocara en ella sus pocos enseres. Sus hermanos y hermanas le regalaron un saquito de pañuelos de satín suave, en una de cuyas esquinas estaba bordada la siguiente inscripción: Una nariz limpia no es un lujo. Se sintió terriblemente enferma por el mareo del mar o por la tristeza. Otras muchachas, que fumaban cigarrillos, cruzaban las piernas con una desenvoltura profesional y sabían pedir una cosa que ellas llamaban «un gin de limón», ni buscaban su compañía. Sus faldas eran demasiado largas, y su conversación no aportaba nada a sus experiencias de la vida. Así, pues, permanecía sola, y contemplaba el Océano, aquel inmenso espejo que ella veía por vez primera. A la altura del Cabo, un señor de edad que tenía negocios en alguna parte —¿sería Gosford?— se le declaró; pero habría sido estúpido e incluso mal visto que hubiera aceptado.
Por la noche, mientras las demás jugaban en el entrepuente con las tentaciones, ella rezaba sus oraciones y se sentía misteriosamente reconfortada. Liberada por fin de su cuerpo, su alma era libre de aceptar su misión, pero dudaba de su fuerza. No obstante, después de haber vagado largo tiempo por encima de la inmensidad, por fin comprendió que las olas se enroscaban las unas en las otras, y que las estrellas sólo son resplandores de una única luz. Entonces ella se agitaba en su sueño y aquella certeza la hacía sonreír, mientras que una u otra de sus compañeras de camarote, ocupadas en peinar sus cabellos pegados por la sal y mirándose en un espejito desconchado y revelador, se preguntaban que cuál sería la expresión que estaba inscrita en el rostro de la muchacha adormecida.
Al llegar a Sydney, Ruth Joyner supo que su amiga, Chrissie Watkins, se había casado yéndose a vivir a otro estado. Así, pues, se encontraba sola. Encontró trabajo bastante rápidamente, primero en un salón de té en donde durante cierto tiempo llevó sobre una bandeja gruesas tazas blancas y pedazos de pastel o de plumcake. Anotaba cuidadosamente las cuentas y regresaba con las tazas que siempre exhalaban un olor a té viejo.
Todo parecía marchar bien —los clientes le sonreían a menudo, a veces le leían párrafos de sus cartas, e incluso un día alguien le pidió que mirara una variz— cuando una vigilante llamó a Ruth y le dijo:
—Le voy a decir algo, pequeña. Nunca será usted una buena camarera, es demasiado lenta. ¡Se lo digo por su bien!
En realidad, la vigilante era una buena mujer, pero permanecía de pie demasiado tiempo y el sudor había hecho saltar las costuras de su traje de satín negro.
Entonces Ruth Joyner entró a servir. Ayudó en la cocina en casa de un ganadero retirado. Sentada en una mesa, cortaba las legumbres en pequeños trozos, o bien ante el fregadero lleno, entonaba los cánticos de su infancia hasta que protestó la cocinera, ya que iba a traer a su sobrina de Cork y nunca se asociaba con chicas que no fuesen católicas.
Ruth había servido ya en varias casa cuando llegó a la de Mrs. Chalmers-Robinson. Aquél fue su último lugar, que permaneció para ella sin que supiera por qué como el período más significativo de su vida independiente. Evidentemente fue en él cuando conoció a su marido; la casa era amplia y bien construida, con una magnolia delante de la puerta, pero Mrs. Chalmers-Robinson era la más superficial de las mujeres, y Ruth no consiguió de ella ninguna ventaja material, aparte de sus salarios y algunos trajes que no se habría atrevido a ponerse. Pero la casa de los Chalmers-Robinson (ya que había un Mr, Chalmers-Robinson) permaneció en su recuerdo como algo muy importante.
Una oficina de colocaciones la había enviado allí en calidad de doncella.
—Pero si yo no tengo ninguna experiencia —había protestado.
—No tiene importancia —había respondido la empleada.
Ruth había comprendido ya que muchas cosas carecen de importancia, pero a cada nuevo descubrimiento su frente se plegaba y sus ojos se desorbitaban.
Mrs. Chalmers-Robinson, que aquel día comía fuera de casa y acababa de encontrar un bonito broche de zafiros que creía haber perdido y por el cual ya se había puesto al habla con el seguro, parecía también estimar que aquello carecía de importancia.
—La admitimos a prueba, Ruth —dijo—. ¿Le parece bien? ¡Qué estupendo! ¡Es la primera vez que tengo una criada de tal nombre! Creo que me gustará. Yo no soy difícil. Existe una cocinera en la casa y yo tengo mi doncella particular. Usted no tendrá que preocuparse ni del jardinero ni del chófer. No viven aquí.
Ruth consideraba a Mrs. Chalmers-Robinson. Nunca había visto nada tan deslumbrante ni tan fragmentario.
—Olvidaba decirle que mi marido está en sus asuntos. «A menudo está ausente» —pensó añadir la elegante Mrs. Chalmers-Robinson.
Miraba a Ruth y se decía que su figura era tan plana como la losa de una tumba. ¡Sin inscripción por el momento! (Hizo un esfuerzo para recordar aquello y luego continuar comiendo). ¡Pero deseaba tanto descubrir en aquella muchacha algo sólido y verdaderamente seguro! (Si pensaba en Ruth Joyner como en una cosa, es porque aspiraba a la dureza del mármol o cualquier otra materia que no cediera bajo su peso y sus exigencias como las elásticas almas de los humanos).
Entonces Mrs. Chalmers-Robinson se levantó, divirtiéndose en fingir prisa y apetito.
—¡Tengo que irme inmediatamente a esa dichosa comida! —dijo con una sonrisa que hirió a la nueva criada.
—Sí, señora —dijo Ruth—. ¡Espero que lo pase bien!
Aquello le pareció extraño a Mrs. Chalmers-Robinson que respondió riendo:
—¡Ya veremos! ¡Nunca se sabe!
En el coche se dejó arrastrar por un momento de tristeza que supo transformar en una impresión agradable.
Ruth se acostumbró en seguida a la casa de los Chalmers-Robinson. Era un ser absolutamente perfecto, repetía Mrs. Chalmers-Robinson a su marido. Pero la perfección misma tiene sus debilidades, claro está, y había que reconocer que Ruth era lenta, que respiraba demasiado fuerte al pasar los platos y prefería no oír el teléfono. Y además, por la tarde, permanecía a veces en el marco de la puerta, como si contemplara una calle del pueblo. Su señora tenía la intención de hacérselo notar, pero no lo hizo nunca, quizás incluso por delicadeza y por afecto. También la sólida criada conservó la costumbre de permanecer en el umbral, bajo el porche, cerca de las magnolias, y los pliegues del traje y su cuerpo se fundían en la oscuridad, y estaba almidonada desde la cofia hasta la punta de sus zapatos blancos; se hubiera dicho que era una especie de falena o de ángel guardián con alas de magnolia, inmóviles ante el enorme aleteo del vuelo.
Se desplazaba demasiado silenciosamente para una chica tan activa, y consiguió impregnar de una cierta forma su presencia en aquella casa que hasta entonces tenía un aspecto casi desierto. Si la harina que cubría los gruesos panes aldeanos caía sobre la mesa de marquetería en donde estaban dispuestas las tarjetas de visita en una bandeja, hubiera parecido menos anormal después de la llegada de la nueva sirvienta.
Una tarde, Mr. Chalmers-Robinson que regresaba de su club al caer la noche, la rozó al cruzar la puerta.
—Perdóneme, señor, escuchaba las cigarras.
Él sintió un estremecimiento.
—¿A quién? ¡Ah sí! Esos sucios bichos que rompen los tímpanos.
«¿Qué diablo se puede decir a una criada?», se preguntaba.
—Me alegro de que haya venido esta tarde, señor. Hay una cosa buena para cenar: ¡chuletas empanadas y un puding!
Él se sintió culpable de repente, y se dio cuenta de que era un extraño en su propia casa.
Mr. Chalmers-Robinson prefería los clubs, en los que podía entrar y salir a su gusto, sin estrechar relaciones íntimas, o sentirse irritado por un mobiliario demasiado ligero. Prefería los hombres a las mujeres no como individuos, sino en el contexto de sus actividades y de su vida pública. Las mujeres lo reducían todo a su nivel, donde su propia importancia parecía disminuida. Evitaba lo desagradable de parecida situación, salvo cuando la tentación sexual le impulsaba a correr el riesgo. Entonces el interés añadía una distracción al placer, y siempre podía decir después que las mujeres se ponían de acuerdo para hacerle perder la cabeza a uno. Por otra parte le gustaban los trajes ingleses bien cortados y el olor a brillantina y a puros, y aceptaba a alguna de aquellas mujeres que había ante sí. Si había dejado de encontrar a su mujer seductora después de haberla comprado, siempre admiraba el arte con el cual salía de situaciones intrincadas y tal vez por esta razón no pedía el divorcio.
E. K. Chalmers-Robinson (Bags para los que se llamaban sus amigos) también conocía situaciones difíciles, pero nadie ignoraba que una o dos veces se había dejado en ellas las plumas. Uno de sus menudos incidentes arrastró en su estela a un yate, un potro lleno de promesas, un servicio de mesa de porcelana de Sèvres y la doncella de su esposa, poco después de la llegada de Ruth Joyner.
—Mi marido es un genio en los negocios, pero ningún genio es infalible —explicaba Mrs. Chalmers-Robinson—. Y confesemos que el Sèvres es un poco… azul.
—Claro que sí, señora —opinó Ruth.
Le gustaba sinceramente complacer, y precisamente por ello fue durante toda su vida amiga de los niños.
Su ama continuó:
—Entre nosotros, Wasbourne era bastante insoportable. Al principio, esperé que se tratara de su vesícula, hasta que me di cuenta de que era una vieja egoísta. Voy a pedirle que haga una parte de su servicio. Será muy entretenido para usted Ruth, el preparar mis vestidos y ayudarme a vestir.
—Claro que sí, señora —dijo Ruth que en seguida fue iniciada en misterios que nunca habría sospechado.
Mrs. Chalmers-Robinson había alcanzado aquel estado de evolución social en que la apariencia no es un fin, sino un martirio. No cesaba un instante de afinar el instrumento de su autotortura. Ensayaba, quitaba, daba golpecitos, alisaba, estrechaba y relajaba, contemplaba el espejo con esperanza, o se apartaba de él con disgusto. Se horrorizaba por momentos, pero a menudo, hacia las once, cuando estaba al borde de la crisis de nervios, conseguía un triunfo insospechado, gracias a unas rayitas de un lápiz y a un diamante bien colocado. Entonces se contemplaba en el espejo, mordisqueando sus labios todavía inciertos, como una Minerva en una campana beige.
—¡De prisa! ¡De prisa! ¡Mis cosas!
Y Ruth le tendía sus pequeños colgajos que ella sujetaba con un alfiler a su sombrero para conducir su coche o ir a comer.
Pero Mrs. Chalmers-Robinson le confió un día a su criada:
—Voy a decirle un secreto, Ruth, porque usted al menos es honrada y fiel. Tengo ganas de estudiar la Ciencia Cristiana. Estoy segura de que me hará bien.
—Eso es algo necesario —dijo la lenta muchacha con un aire vacilante.
Un día, su señora la había enviado a la orilla del mar con un cubo infantil para traer agua salada para sus perlas, porque era imprescindible para ellas.
—¡Es algo necesario! —suspiró Mrs. Chalmers-Robinson—. Una vez pensé seriamente en pasarme a Roma. ¡Sabe usted la necesidad que tengo de belleza, de esplendor! Pero estoy obligada a renunciar. Francamente, no me habría atrevido a mirar a mis amigos a la cara.
—Yo creo… —comenzó Ruth.
Pero Mrs. Chalmers-Robinson se había marchado ya a una cita y no escuchó lo que creía su criada. Ruth se quedó contenta, ya que su torpe lengua no habría sabido expresar aquella infinita simplicidad.
Sola en la casa, ya que la cocinera se retiraba a dormir la siesta, el jardinero se enfadaba y el chófer que conducía a la señora a la ciudad casi nunca estaba allá, la criada intentaba expresar su fe, no en palabras, ni en las ortodoxas actitudes del culto, sino en un abandono de todo su ser a un estado de adoración pasiva, en el cual dejaba a su cuerpo disolverse en la dulzura del aire, el olor de las magnolias y los cantos de las tórtolas. O bien en el cumplimiento de sus tareas, mientras que sacaba brillo a los cubiertos, frotaba los suelos de madera, recogía las medias de su ama que nunca estaban en orden, colocaba los trajes en su sitio del que se habían caído, ella parecía ofrecer sin esperar nada, para la gloria de Dios, la esencia activa de su naturaleza. Además, tenía medios todavía desconocidos para expresar su fe. Todas las veces que sonaba el timbre de la entrada, escrutaba los rostros de los extraños, para saber si sería llamada a testimoniar. Siempre parecía quedarle fuerzas para dar, ya que, aunque estuviera dispuesta a todos los sacrificios por su ama, ésta no salía nunca mucho tiempo de su distracción como para tomar conciencia.
De esta forma, las intenciones de Ruth asediaban la casa. Se deslizaban, arrojadas, sobre las alfombras de las habitaciones vacías.
Sin embargo, no siempre estaban vacías. Existían las comidas, las cenas, pero sobre todo las comidas, ya que las mujeres iban allí sin sus maridos, y sus espíritus eran más ágiles sin aquel peso: las que tenían maridos estúpidos podían ser tan inteligentes como quisieran, y las mujeres estúpidas tenían la sensación de emplear al máximo su necedad.
Aquélla era la época en que las amas de casa descubrían la cocina francesa, e introducían en su mesa el vol-au-vent, la solé Véronique, los beignets au fromage, y los tournedos Lulu Wattier[57], forzando a sus maridos a refugiarse en su club o en el hotel, en su nostalgia por el olor a la carne en conserva. Mrs. Chalmers-Robinson se había hecho especialista en estas comidas en las que recibía a las mujeres de los ganaderos —nada que temer por ese lado—, de los abogados, de los notarios, de los banqueros, de los médicos, de los oficiales de marina —pero nunca de los oficiales de tierra— y con circunspección las de los comerciantes, algunos de los cuales habían tenido tiempo de hacerse ricos y útiles, incluso tolerables. Apenas sí conocía a algunas de sus invitadas, y a éstas era a las que prefería. Le gustaba brillar ante las mujeres que aún no se atrevían a llamarla por su nombre de pila.
Mrs. Chalmers-Robinson se llamaba Madge, lo que poco a poco se convirtió en Jinny. Sus íntimos, a los que sencillamente adoraba, o con los que compartía algunos secretos, la llamaban Jinny Chalmers; para las demás, las que mantenía a distancia, permanecía como «aquella vieja Ginny Robinson». Pero era una calumnia. Claro está —y ella lo confesaba gustosamente— cuando se sentía fatigada bebía algún vaso, pero el sabor de la ginebra le producía asco. Más tarde, cuando sus nervios necesitaron ser sostenidos, la Ciencia Cristiana se revelaba a veces ineficaz, y adquirió la costumbre de tener siempre un vaso detrás de su espejo.
Pero antes de comer, Mrs. Chalmers-Robinson estaba siempre deslumbrante. Entraba en el comedor para ordenar el puesto de los cubiertos, y añadir dos o tres cajitas llenas de diferentes marcas de cigarrillos.
Aunque no se sintiera muy entusiasmada, reaccionaba. Solía decir:
«¡Cómo me gustaría poder sentarme tranquilamente y comer un asado de carne que usted me traería, Ruth, contándome cosas interesantes! Pero he de felicitarla, ¡todo está perfecto!».
Sin embargo era su rostro el que miraba en el espejo, tocándolo una sola vez, nunca más, pues se lo prohibía su inexorable piel. Entonces rápidamente se humedecía los labios para que brillaran, y abría grandemente los ojos como si acabara de despertarse. Sus ojos habían permanecido tan hermosos que se asustaban de su rostro cuando el halo azul hubiera debido enorgullecerlos.
El timbre sonaba y Ruth corría a la puerta para hacer entrar a las invitadas. Aquellas señoras ya no podían más, después de todos los comités que habían presidido, los bailes de caridad en que habían bailado y las carreras a las que habían llevado sus tocados más audaces. Habían hecho tantas cosas que tenían las fuerzas justas para resistir su cóctel.
El año en que Ruth Joyner entró en servicio en casa de los Chalmers-Robinson, las mujeres llevaban pieles de monos. Cuando ella vio por primera vez aquellos pelos que se insinuaban por todas partes, su sangre se heló. ¡Qué idea aquélla la de los monos! Y después oyó decir que era bonito, y tal vez lo eran aquellas pieles vivas de monos muertos que colgaban de los sombreros y se introducían en la conversación, a la que había que cazar. En el salón sólo se hablaba de las pieles y de las personas. Aquellas señoras acariciaban soñadoramente sus tiras, mientras que el humo de sus cigarrillos subía y se ramificaba como manos de mono.
Antes de una cierta comida de la que Mrs. Chalmers-Robinson tuvo ocasión de acordarse, una señora informó a las demás que una persona conocida de todas ellas estaba a punto de morir de cáncer. El momento pareció mal elegido. Varias invitadas se acurrucaron en sus pieles fúnebres, mientras que otras se pusieron a enlazar los largos pelos. Una de ellas vertió un vaso, y las demás, por lo menos, pudieron ayudarla a secarlo. Finalmente la conversación pareció partir de nuevo con el humo de los cigarrillos, en un perfume de violeta, allá donde había reinado por un momento el olor de los monos enfermos y lánguidos.
Todo el mundo se sintió contento de encontrarse en el comedor, en donde Ruth y una mujer vieja, May, que iba a echar una mano cuando era necesario, con un tieso delantal blanco almidonado, se pusieron en seguida a circular entre las sillas de las señoras-monos.
Mrs. Chalmers-Robinson estaba atenta a todo, aunque tenía el aspecto de comer como todo el mundo. Sabía ser amable con cualquier tipo de gente. Lo escuchaba todo, incluso los retortijones de los estómagos.
—Ruth, un pequeño lenguado para Mrs. de Plessy —murmuraba—. ¡Claro que sí, Marion, son tan pequeños!
O bien, muy dulcemente:
—¿Ya no sabe en dónde tiene su izquierda, May? ¡No es posible!
Pero el vino había aplacado a todo el mundo y de nuevo ascendían las volutas indecisas y azuladas como delgadas violetas.
Se sirvió de postre un cisne de azúcar tostada y las señoras aplaudieron con sus manos llenas de anillos. ¡Encantador!
Ruth estaba contenta de ver el triunfo del cisne de la cocinera y no pudo evitar confiar a una invitada mientras pasaba por detrás de ella:
—Costó horrores hacerlo ¿sabe? Lleva una «bomba».
La señora encontró aquello poco educado, pero cómico. Llevaba un traje sin pieles y era una persona importante, ya que no elegante, la hija de un lord inglés, lo que suscitaba el respeto de las demás que sin aquello la habrían ignorado. Cerca de ella estaba sentada la esposa de un abogado, y se llamaba Magda. Magda era divertida, según parecía, pero algunos delicados la encontraban vulgar. Era bastante audaz por parte de la dueña de la casa el colocarla cerca de la Honorable, pero Jinny Chalmers jamás había carecido de audacia.
Después de la comida, Magda se soltó ostensiblemente un elástico que la molestaba y se creyó en el deber de encender uno de sus puros. Algunas de las personas allí presentes encontraron aquello fuera de lugar.
—Este vicio me ha hecho rozar varias veces el divorcio —decía a su honorable vecina—. ¡Espero que usted se aguantará como hace mi marido!
Hablaba con una voz masculina que hacía cosquillas a algunas de las invitadas y las divertía casi tanto como el puro.
Pero la Honorable echó hacia atrás la cabeza y estalló en una risa. Ante la ausencia de otras cualidades notables, se había decidido a mantener siempre el buen humor.
Las demás miraban de reojo su piel blanca y casi sin maquillaje, mientras que ellas estaban teñidas de naranja, de malva o verde, no tanto para causar impacto como para darse a sí mismas ánimos para mirarse de frente.
De repente, Magda, que había vaciado un vaso de vino y apoyado sus codos sobre la mesa, declaró con la vista fija en su puro:
—¿Quién quiere echar fuera los conejos con humo?
Pero volviéndose vivamente hacia su Honorable vecina le dijo en un tono confidencial del que la otra esperó humildemente ser digna:
—Quizá sería mejor decir: esos macacos —murmuró.
Las otras por mucho que alargaron las orejas no oyeron nada.
La mujer del abogado continuó frunciendo el ceño:
—¿Han visto alguna vez la parte trasera de los monos? Quiero decir una jaula llena de rubicundos traseros de monos.
Y Magda insistió con todo su desprecio:
—¡Con calzoncillos de piel!
Todas se sintieron molestas por no haber oído, excepto la distinguida visitante, sobre todo cuando echó la cabeza hacia atrás en su más característica actitud de defensa, y emitió un ruido tan imprevisto que ella misma se sorprendió. Pero en realidad salía del fondo de su memoria en donde, de chiquilla, había escuchado una mañana de invierno a un guarda forestal burlarse de sí mismo después de haber fallado una presa demasiado fácil.
Cuando aquel ruido animal golpeó sus oídos, algunas señoras contemplaron sus manos y otras, más naturales, tuvieron la idea de ponerse a comadrear. Pero la criada, viendo que la invitada de honor comenzaba a divertirse entre las damas-monos, le ofreció un plato con chocolatinas. La Honorable cogió una con mano trémula, y después de haberle quitado su envoltura crujiente, se lo metió en la boca, de la que se desprendió un hilillo de inesperado licor que manchó el carmín con el que se había atrevido a cubrir sus labios.
Ruth Joyner no olvidó nunca a la hija del lord, no porque tuviera la menor relación con lo que se produjo más tarde en el salón, sino como una presencia en aquel sueño —por otra parte, Ruth soñaba con ella una vez o dos— sin importancia y sin embargo fatídico: una figura de piedra, anónima, ante una puerta todavía cerrada.
Mrs. Chalmers-Robinson se encontró lejos de estar contenta por el incidente que se produjo al final de su comida de monos, por otra parte conseguida. Pero tal vez temía un incidente aún más enojoso, ya que dejó a un lado su silla con un gesto brusco y propuso con una voz estrangulada:
—¡Pasemos al salón! ¿Tiene alguien ganas de echar una partida de bridge después del café?
Magda se excusó en seguida con su anfitriona, o al menos eso es lo que Ruth creyó comprender, pero circulaba con su pesada bandeja de plata y no podía atender a todo a un tiempo. Más tarde escuchó el final de su conversación, pero se trataba de algo completamente diferente:
—Estoy desolada, querida, y nada hubiese dicho si lo hubiera sabido. Claro está que hay tantos proyectos que se van al agua… Esto ha hecho tanto ruido que todo el mundo más o menos está al corriente. ¡Y luego, además, esos valores de la compañía Interestate que se hunden!
La criada ofrecía la bandeja y ejecutaba los movimientos de su danza, avanzando, reculando. Su delantal almidonado había perdido su rigidez, pero los pequeños granos de azúcar morena tintineaban al caer sobre la superficie de plata repujada, cuando algunas de las señoras llenaban demasiado sus cucharillas.
El cutis de Mrs. Chalmers-Robinson había palidecido visiblemente.
—Bags no me ha hablado, sencillamente, porque no ha regresado —dijo.
Aquella confesión era una defensa sin valor.
—¿Además abandonada? Pero querida, ¡yo me llevo mi camisón! ¡Y mi cepillo de dientes! ¡Lo he hecho tan a menudo que se ha convertido en una segunda naturaleza!
La sinceridad hacía guiñar los ojos de Magda, a menos que fuera el coñac el que le pesara sobre los párpados. Su piel estaba parduzca como la de un sapo.
—¡No se puede arreglar nada en una noche! —dijo Mrs. Chalmers-Robinson con una risa amarga.
—Eso no siempre es verdad —respondió Magda parpadeando.
La criada continuaba sus movimientos de ballet. En sus esfuerzos por entender mejor, olvidó un paso o dos y tropezó con una señora dándole con el brazo en su espalda de mono. Pero escuchó efectivamente mejor.
—Así pues estamos arruinados —decía Mrs. Chalmers-Robinson, riendo, en el mismo tono que habría adoptado en una excursión para observar que había olvidado el termo.
—Ya sabe todo lo que la adoro, querida —dijo Magda—. Voy a empeñar los broches de rubíes que Harry me ha dado. Además se diría que sobre mí parecen forúnculos.
—¿Café, señora? —preguntó Ruth a su ama.
Pero no consiguió cambiar completamente la atención de Mrs. Chalmers-Robinson. Por primera vez la doncella comprendió que lo que en teoría sabía era cierto y que un ser humano puede odiar a otro. Aun cuando su señora le miraba distraídamente (como si fuese una ventana), Ruth se sintió acongojada.
—No, gracias —respondió Mrs. Chalmers-Robinson con una blanca voz y después sus piernas cedieron y ella cayó, en el límite de sus fuerzas sobre la alfombra generalmente incolora.
En la confusión que siguió se rompió una taza de café de Wedgwood. Las joyas chocaban y entrechocaban, la solicitud y las pieles se entremezclaban, tropezaban, se separaban, bajaban, subían, aunque un par de invitadas se marearon y se vieron obligadas a tomar algo.
Después de muchos buenos consejos y una buena bofetada, Mrs. Chalmers-Robinson volvió en sí y sonrió, pero era una sonrisa lejana, como si se encontrara en el fondo del mar. Se incorporó, llevándose la mano a su peinado deshecho. Sonreía siempre, formando un hoyito en la comisura de la boca, como si hubiera olvidado que se habían acabado las risas.
—Me siento desolada —decía—. Me siento completamente avergonzada.
Pero se detuvo como si una oleada de fondo la impidiera subir a la superficie.
—¿Dónde está Ruth? —exclamó. Sus manos tanteaban la alfombra como si su única esperanza de salvación se encontrara en ella—. Me voy a ver obligada a pedirles que me dejen… ¡Es espantoso!
Su risa degeneraba en una débil mueca.
—Pero ¿dónde está Ruth? ¡Ruth!
Ruth se abrió paso hasta su ama, y se entregó al deber de ayudarla a levantarse. La operación careció de elegancia, pero terminó en seguida. Apoyada sobre la roca que era su criada vestida de blanco, Mrs. Chalmers-Robinson llegó a lo alto de las escaleras. Le hubiera gustado lanzar un adiós sobre el rellano hacia las invitadas que se dispersaban, pero la realidad la asaltó bruscamente. Doblada en dos tosiendo, intentó resistir, sonarse con su pañuelo, mientras la llevaba la fiel criada.
Aquélla fue una terrible velada que Ruth no pudo olvidar. Era la primera vez que veía a su ama completamente desnuda, y su carne era gris. Un corazón menos complaciente que el suyo se habría sin duda apartado con horror de aquel saco fofo, mientras se introducía en su camisón de seda. Pero la muchacha recogió primero todo lo que se arrastraba por el suelo, y cuando Mrs. Chalmers-Robinson se incorporó sobre la almohada, pudo mirarla a la cara.
Un buen trago de coñac y la perspectiva de hacerse compadecer, lo que ella consideraba como su derecho, a pesar de que era ella misma quien lo acordaba, habían devuelto el color rosáceo a su piel. Estaba igualmente vestida de rosa pálido y llevaba un camisón muy encantador, muy clásico, que se detenía justo a tiempo para disimular su piel marchita. Y no había olvidado hacer rizar sus cabellos con aquellos extraños instrumentos de metal.
—Pase lo que pase, Ruth —y soy incapaz de hacer la menor observación sobre mi situación—, me es imposible, absolutamente imposible separarme de usted, si usted al menos quisiera quedarse junto a mí en mi desgracia.
Torpemente, Ruth abría la alacena protestando:
—¡Oh, señora! Yo no soy de esas que dejan caer a las personas.
Se acordaba de su hermano que tanto le pesaba en los brazos.
Mrs. Chalmers-Robinson no dejaba de encontrar un cierto placer en su tortura. Habría dado cualquier cosa por saborear un bombón de chocolate. Pero sólo pudo mirar el armario abierto. La poca luz que conseguía escaparse de la lámpara daba a los trajes colgados un trágico aspecto. Se puso a lloriquear:
—¡Todas mis cosas bonitas!
La respiración de Ruth Joyner se aceleró, pero tenía la fuerza necesaria para soportar las peores pruebas si aquello podía servir para algo.
—Añada un dedo de coñac en mi vaso ¿quiere? —suplicó la señora—. ¡Oh, Dios mío!, ¿qué es lo que va a pensar de mí? ¡Ya no me reconozco! Es por la perspectiva de perder todas mis cosillas personales. Cuando esto llega, los hombres se vuelven absolutamente implacables ¿sabe?
Era la primera vez que Ruth sentía pasar el aliento de la quiebra. Ella no podía saber que Mrs. Chalmers-Robinson siempre conseguía salvar alguna «cosilla bonita» para ayudar a crear el efecto en las tiendas de que podía continuar pagando con cheques. Siempre existe un medio de dar la vuelta a una realidad que cesa de ser aceptada como tal. Jinny Chalmers era un poco como la propietaria de un perro, que en previsión de los días malos ocultaba los biscuits en las fundas de los sillones y en los rincones más insospechados, pero Jinny Chalmers se creía al mismo tiempo la dueña y el animal.
Más tarde, Ruth habría de descubrir algo en el fondo de una vieja zapatilla de satín rosa. Como muchacha honrada que era, no tuvo más remedio que decírselo a su ama, la que respondió lentamente con un aire pensativo:
—¡Ah!, sí, es un diamante. Además, tiene un gran valor.
Lo cogió negligentemente como para meterlo en algún sitio.
Pero por el momento Ruth Joyner ignoraba todavía que un personaje de tragedia puede estar hinchado de aire.
—No insista mucho con el coñac, señora —decía ella—; voy a prepararle una buena bebida caliente.
Y añadía que, después de la tempestad viene la calma.
Estaba hecha de tal forma que hubiera podido amar a un viejo colchón despanzurrado.
Subía y bajaba las escaleras cargada de cosas calientes y objetos diversos, cuando escuchó el girar de la llave. Era Mr. Chalmers-Robinson que volvía; eran alrededor de las diez.
—¡Lo está pasando muy mal la señora! —le dijo Ruth.
Él se echó a reír:
—¡No me sorprende!
Ella notó su redecilla de pequeñas venas en sus mejillas.
No obstante, tenía aspecto fatigado, pero siempre impecable; los botones de su chaqueta brillaban en la penumbra de la escalera.
—He comido algo que no digiero bien —dijo olvidando que hablaba con una sirvienta.
Ella pensó que tal vez había bebido, y se preguntó qué es lo que podrían contarse si pasearan juntos por las alamedas arenosas del Jardín Botánico, bajo las hojas de las palmeras.
En sus indispensables idas y venidas (ella se dijo por ejemplo que él tal vez dormiría y le preparó su cama en el gabinete) no pudo escuchar muchas cosas al atravesar el rellano. Por otra parte hay que confesar que era un poco curiosa; no escuchaba deliberadamente, pero las palabras pasaban a través de las puertas demasiado delgadas.
Bags Chalmers-Robinson le contaba a su mujer lo que había pasado, al menos aquello que quería decirle. Ruth Joyner creyó ver fruncirse la frente de su ama cubierta por los cabellos rizados en sus tufos. ¿Cómo sorprenderse?
—Se ha producido después de que las compañías se han fusionado —decía.
—¡Ya ves! —replicó ella en un tono sarcástico—. Sin ser un genio de los negocios, siempre había creído que después de una fusión se podía respirar un poco.
Él respondió que era la mujer más desagradable que jamás había conocido.
—Pero esa fusión —insistía ella—… ¡Nos apartamos de tan penoso tema!
Él declaró, volviéndose, que ella era la reina de las putas.
—De muchacha era muy dulce, pero mi matrimonio ha sido un error.
—¡Pese a algunas compensaciones! —sugirió él.
Se escuchó el ruido del vaso al vaciarse.
—¡Que desaparecen de la noche a la mañana!
El colchón sobre el que estaba tumbada gimió, quizá porque cambió bruscamente de posición. Ruth conocía la costumbre de su señora de tirar fuera las sábanas en un cierto punto de sus discusiones.
—Escucha, Jinny, si tú me ayudas, podremos salir adelante una vez más.
Ella se echó a reír:
—¿Yo? ¡Me alegro muchísimo de saber que sirvo para algo!
—Eres una mujer inteligente.
Ella se reía a intervalos.
—Si detestas a tu marido es sin duda porque es un estúpido y no merece ninguna consideración.
Hubo una pausa y fue imposible decir quién era el que iba a jugar la próxima baza.
Ruth escuchó irse al marido. Se puso a bostezar, se adormeció y finalmente subió a acostarse. En sueños le pareció vagamente escuchar el llamador de la puerta, y por la mañana se dio cuenta de que Mr. Chalmers-Robinson ya no se encontraba allí y que no había dormido en la cama que le había preparado.
Cuando subió su primera taza de té a Mrs. Chalmers-Robinson, ésta estaba completamente soñadora, muy divertida, y peinada de distinta manera.
—Las personas se ven a veces obligadas a obrar contra su naturaleza, Ruth. Usted no puede comprenderlo, ¡usted es demasiado buena para eso!
—¿Cree usted? —dijo Ruth sorprendida.
Y de repente Mrs. Chalmers-Robinson se puso casi imperceptiblemente, casi inconscientemente, a acariciar la mano de la muchacha que la retiró. Ambas se sintieron embarazadas por un momento, y después olvidaron lo que había pasado.
Otra vez, Mrs. Chalmers-Robinson declaró:
—¡Creo de verdad que sólo soy feliz con usted, Ruth!
Pero Ruth se afanaba en cualquier tarea.
Fue poco tiempo después cuando un nuevo repartidor llevó el hielo. Fue dando tumbos por los escalones que conducían a la cocina una mañana que la lluvia había limpiado muy temprano, sin borrar pese a todo, el olor de los gatos nocturnos y el de las lantanas[58].
—¡Hola! —dijo el nuevo repartidor—. ¿Dónde se pone esto?
Ethel, que siempre estaba de mal humor por las mañanas, y sobre todo cuando tenía que preparar algún plato caliente para la comida, no levantó los ojos y dijo:
—Enséñaselo tú.
—Sí —dijo Ruth—. La nevera está allí, en el trastero de la cocina, y existe otra en el pasillo, cerca de la despensa. ¡Tenga cuidado con los escalones!
El repartidor atravesó la despensa en donde Ethel leía la página de los ecos de sociedad bebiendo una taza de té. De las manos del hombre colgaban unos garfios de acero cuyo peso estaba agravado por dos bloques de hielo que parecían tener encerradas en su interior gotas de lluvia.
En aquel momento hubo de dejar caer uno de aquellos bloques, que rebotó sobre el suelo. Pequeños pedazos de hielo se desparramaron por todos los rincones. Ethel estaba furiosa y Ruth intentó calmarla.
—Ya vale, Ethel, voy a buscar el recogedor y todo estará limpio en cinco segundos.
El repartidor recogía ya los pedazos más grandes. Sus manos eran delgadas y verdosas a causa de manejar todo aquel hielo, pero no parecía molesto por su torpeza, y dijo intentando bromear:
—¡Menos mal que no se ha caído en los pies de la cocinera!
Pero Ethel le replicó:
—Ya está bien, ¿no? —Y al tiempo se ocultó tras su periódico sin dignarse mirarle.
Ruth se alegró de poder conducirle hasta la nevera.
Él tenía uno de esos rostros curtidos, demasiado alargados y demasiado delgados, que le recordaba el color de las viejas monedas de bronce. Era grande, sólido, con ojos hundidos, y llevaba una vieja camisa verdosa de la que colgaba un botón. Le hubiera gustado cosérselo.
—¡Ya está! —dijo cerrando la nevera—. Y el sábado doble ración.
—¡Si todavía estoy aquí el sábado!
—Pero usted apenas acaba de empezar, ¿no?
—Ésa no es una razón para que me guste el oficio. ¡Hielo!
—Oh, no, claro… —dijo ella.
Atravesaban de nuevo la despensa, en donde el hielo medio fundido formaba ya charcos. Ella repitió:
—¡No, claro que no! Pero si está me lo trae.
Sintió deseos de mirarle de nuevo a la cara: tenía un tipo de rostro que la intimidaba, tanto que le revelaba que ella misma era diferente de lo que ya sabía, tan diferente como la mantequilla del cuchillo. Pero hubiera continuado contemplando aquel rostro si no se le hubiera anticipado. Se le imaginaba sin sombrero. Le gustaban los hombres morenos.
—¡Va a caer agua! —dijo el repartidor.
—Tiene todo ese aspecto —respondió ella, mirando el cielo como si acabara de descubrirlo.
¡Había que decir algo!
—Sí, ¡qué tiempo más loco!
Ella estuvo de acuerdo.
—No se sabe si va a hacer bueno o malo.
Desde lejos le hizo un gesto con la cabeza, y de pie sobre la escalera ella creyó perder el equilibrio al mirar alejarse al nuevo repartidor, cuya vieja camisa tenía todas las costuras descosidas.
—Creía que ibas a limpiar ésa porquería —gruñó la cocinera.
—Sí, voy a buscar el recogedor.
—¡Ahora lo que necesitas es un cubo y una bayeta!
Aquella tarde, mientras esperaba que su señora acabara de arreglarse, Ruth Joyner se dirigió al espejo de la coqueta y declaró:
—Hoy ha habido un nuevo repartidor de hielo.
—¡Ruth! —protestó Mrs. Chalmers-Robinson—. ¡Y yo que he necesitado ser ayudada a subir!
En efecto se sentía completamente débil, y además tenía jaqueca.
—¡Necesito pensar en otra cosa!, ¿comprende? —dijo plegando la frente.
Le hubiera gustado bajar una escalera, con un vestido bordado, por ejemplo, y sentir la caricia de las plumas de avestruz sobre sus brazos desnudos. Sus piernas continuaban siendo excepcionales, pero sus brazos la inquietaban.
—Cuénteme algo hermoso, algo extraordinario, o incluso, si quiere, algo espantoso —suspiró Mrs. Chalmers-Robinson.
De repente sintió miedo de haber ofendido a aquella bobalicona, por la que sin duda tenía un afecto como el que nunca podría dar.
Ruth decidió callarse, pero sonrió. La vigorosa nuca del repartidor sobre el cuello de su camisa verdosa, permanecía ante sus ojos; si no se aferraba a aquella imagen, era porque su educación la hacía temer que aquello era un pecado, aunque el recuerdo continuó parpadeando ante su memoria.
A la mañana siguiente, como el estado de ánimo de su señora no había mejorado, Ruth fue enviada a la farmacia. Cuando regresó, después de haber subido el paquetito, no pudo evitar mirar la nevera. La doble ración del sábado ya estaba allí. Ella se encontraba prisionera en el corazón de aquellos dos días interminables, en los que nadie la habría escuchado, aunque ella hubiera pedido ayuda.
En su necesidad de compañía, se acercó a la cocinera que preparaba algún misterioso plato en un puchero.
—¿Qué es lo que haces? —preguntó Ruth a quien sin embargo aquello no le interesaba mucho.
—Esto se llama un liayzong —contestó Ethel con un aire superior, manifiestamente poco dispuesta a dar explicaciones.
El domingo por la tarde Ruth fue a la iglesia. Estuvo triste y melancólica, no tuvo ganas de unirse a los cánticos, perdió un guante y se marchó.
El lunes descendió alegremente muy temprano, recién almidonada, ya que creía haberle oído.
—¿Qué tal? —dijo el repartidor de hielo.
—¿Sigue siendo usted?
—¿Cómo yo?
—Creí que se habría hartado.
Él se echó a reír.
—¡Me harto de todo!
—¡Venga, venga! —dijo ella, incrédula.
Lanzó una ojeada hacia su camisa.
—Ha perdido el botón que le colgaba.
—¡No vale la pena molestarse por un simple botón!
—Yo hubiera podido cosérselo —dijo ella.
Pero él dejó caer el hielo en la nevera y se dio la vuelta.
A partir de entonces, casi todos los días se encontraba allí, al mismo tiempo que el repartidor de hielo, y no siempre lo hacía a propósito; parecía suceder naturalmente. Una vez, él le enseñó la carta de un compañero que fundaba una empresa de transportes entre la ciudad y los alrededores, y que le proponía se asociara con él. Vio por el sobre que se llamaba Mr. T. Godbold.
Un día él le preguntó si estaría libre al domingo siguiente:
—¿Qué le parecería si diéramos una vuelta en ferry?
Se puso su sombrero nuevo, uno voluminoso del que se sentía orgullosa, pero en seguida comprobó que no estaba a la moda. Compraron naranjas y las chuparon hasta la piel, al sol, sobre un pequeño promontorio rocoso que emergía del aguaverde de la bahía. El barrio estaba todavía muy poco edificado, y ella tenía la impresión de no haber estado nunca tan lejos del mundo y tan cerca de otro ser. Sin embargo no era malo, era completamente natural. Cerró los ojos a medias ante el sol, y dejó envolverse por su presencia.
En el curso de la conversación, cuando hubieron tirado las cáscaras de las naranjas, cuyo olor le molestaba desde hacía un tiempo, le oyó decir:
—Nunca he tratado a chicas de tu clase. Tú no eres mi tipo, ¿sabes?
—¿Cuál es tu tipo? —preguntó, mirando el cierre de su bolso, cuyo niquelado había empezado a desgastarse, dejando al descubierto el metal ordinario.
—¡Uno un poco más llamativo!
—Tal vez podría cambiar.
¡Cómo se revolcó de risa! Su garganta parecía a punto de estallar.
—¡Nunca he tenido una amiga tan buena como tú! —dijo riendo.
—¡Yo no soy tu buena amiga! —corrigió fijando su mirada oscura en el agua.
Él creyó ver claro su juego.
—Eres un poco perversa.
Colocó aquella mano que Ruth conocía íntimamente a fuerza de haberla mirado tantas veces, en su cadera, sobre su falda, pero ella se incorporó bruscamente, confundida, tomando conciencia en el acto de la distancia que no podía mantener entre ella misma y ciertos seres.
—¿Tienes religión? —preguntó él.
En aquel momento le hubiera gustado vivamente estar sola.
—No sé qué es lo que entiendes por tener religión, no sé cómo son los demás.
Él se calló; felizmente, ya que ella no habría podido soportar sus reflexiones sobre lo que en sí misma había de más secreto.
Él se puso a tirar piedrecitas al mar, una ojeada hacia su traje de chaqueta demasiado ceñido para la época.
Se preguntaba qué es lo que le había pasado para acceder a salir con aquella estúpida. Aunque hubiera respondido, no habría merecido la pena estropear un domingo por la tarde con semejante polichinela.
Acabó por refunfuñar:
—Vamos a perder el ferry.
—Sí…
Permaneció sentado con un aspecto de mal humor. Rodeando sus rodillas con sus brazos, se balanceaba de adelante a atrás, sin preocuparse lo más mínimo por ella. Ésta, más tranquila, esperaba.
Mientras le observaba la muchacha, el hombre sentía esas vagas amenazas que los segundos suscitan a veces del fondo de su abismo. Aunque entornaba los ojos, en apariencia, para resistir a la desintegración de la luz y del agua centelleante, lo que en realidad temía era el hundirse en la noche de su propio cráneo, derivar como un cohete verde en el laberinto de su memoria.
El verle abarquillarse tan bruscamente dio a Ruth ánimos para hablar.
—¡Eres un muchacho gracioso! Creía que se nos iba a escapar el ferry.
No pudo evitar el darle unas palmaditas en la espalda, pues era su gesto más natural.
—¡Qué de polvo y ramitas de pino! —decía a media voz.
Se agitó para separarse, y se puso de pie de un salto, pero aún sentía su contacto. La dulzura siempre le hacía estremecerse. Sus pensamientos le hacían daño a menudo, y eran los más sencillos los que calaban más hondo, por ejemplo la imagen de una mano con una herida, sacudiendo un traje, dibujando cualquier cosa, un poco de pasta seca alrededor de las junturas artríticas.
Pero estuvo muy contento todo el camino de regreso, y una o dos veces la cogió del brazo para enseñarla algo que atraía su atención: un yate, un pájaro, o las atormentadas ramas de un árbol. En varias ocasiones miró su rostro bien de frente, cuando sus propios pensamientos eran los más apacibles.
En todo caso sus rasgos se habían suavizado; se sintió contenta y se atrevió a proponer:
—Podría salir alguna otra vez contigo, Tom. ¿Quieres?
Él era prisionero de su sencillez y se vio obligado a responderle «sí», sin ocultarle no obstante que no se sentía apenas obligado.
Cosa curiosa: ella no se entristeció. Sonreía al sol entonces soportable, y sentía todavía el olor de las naranjas.
Fue la implacable sucesión de las mañanas la que mató su esperanza y la volvió morosa, y también el ruido de la tapa de la nevera, lo que a veces conseguía evitar el repartidor del hielo.
—¡Ese repartidor es un molesto! —decretó un día la cocinera.
Ruth no respondió.
—No tiene usted buen aspecto —dijo un día su ama, tumbada sobre un sofá, cuando la muchacha le llevó como de costumbre su café sobre una bandejita de plata del siglo XVIII.
—Espero que no será nada grave.
—Siempre estoy por el estilo —respondió Ruth con una mueca.
Pero tenía un granito traidor en la barbilla.
—Debería leer la Ciencia Cristiana —dijo Mrs. Chalmers-Robinson—. ¡No puede imaginar el consuelo maravilloso que es!
Las opiniones y los entusiasmos de los que la rodeaban resbalaban sobre los bajados párpados de Ruth. Sin embargo le gustaba que la gente tuviera sus ideas; sonreía dulcemente como para animar a aquellas necesidades de sus espíritus complicados.
—Carezco de educación —respondió aquella vez.
—Basta con comprender —añadió Mrs. Chalmers-Robinson—. ¡Y eso no siempre tiene que ver con la educación, más bien al contrario!
Pero Ruth permanecía lejana.
Entonces su señora no pudo evitar decirle:
—¿Se molestará si le doy algo?
La condujo al cuarto de baño y la ofreció una botellita que, según explicó, contenía una mezcla de ginebra y aguardiente excelente para las erupciones.
—Basta con frotar bastante fuerte. Es infalible —dijo.
El grano de Ruth comenzaba a inquietarla seriamente.
—Sé perfectamente que al menos en mi caso, va a decir que la Ciencia Cristiana debería ser suficiente…
Aquí, Mrs. Chalmers-Robinson suspiró.
—Pero cuando tenga mi edad, comprenderá que no hay que escatimar nada para llegar a un resultado.
Ruth aceptó la botella pero no observó ninguna mejora. Sin embargo su señora le aseguraba que estaba mejor.
De cualquier forma, poco después, una mañana, la piel de la muchacha apareció de repente lisa y sana. Aquella trémula voz que tanto fastidiaba a Mrs. Chalmers-Robinson, se puso a cantar un cántico sobre la redención.
—¿Le gusta cantar eso?
—¡Oh, sí, me encanta! —respondió Ruth mientras sacaba brillo a un objeto.
Explicó que el domingo iba a la playa de Bondi, con alguien.
Las pulseras de Mrs. Chalmers-Robinson tintinearon.
—Me alegra saber que tiene una amiga —dijo—. ¿También ella es sirvienta?
—No. Se trata del repartidor del hielo.
—¡Oh! —respondió Mrs. Chalmers-Robinson plegando los labios.
El domingo, cuando Ruth estuvo preparada, la dueña de la casa pareció un poco nerviosa, sus ojos estaban más brillantes que de costumbre, sus labios que había pintado con una ligera línea malva como para impedirles trasponer los límites permisibles, parecían una flor escarlata.
—Que lo pase bien, Ruth —dijo animosa y alegre, antes de sumergirse en la Ciencia Cristiana.
«Dios es incorporal —leía—, divino, supremo, infinito. Es Espíritu, Alma, Principio, Vida, Verdad, Amor».
Mrs. Chalmers-Robinson leía esforzándose en transformar «sus pensamientos egoístas y duros» y convertirse en «una criatura nueva».
Ruth esperaba en un rincón del parque. Esperaba y, pese a sus sólidos talones, sus piernas no la sostenían. Los domingos todas las personas que caminaban por las calles iban acompañadas. Iban a cenar a casas parecidas a las suyas, o a alguna playa con el enamorado. Cada vez que alguien llegaba, Ruth miraba el reloj, para mostrar que también ella esperaba a alguien.
Cuando por fin llegó Tom —se había retrasado a causa de dos tipos con los que se había encontrado— era ya tarde, pero ella estaba tan contenta que la alegría la embelleció.
¡No, no! No había esperado mucho.
Cuando llegaron a la playa de Bondi, la luz ya declinaba. Comieron frituras y salchichas. Parecía que Tom había bebido ya demasiada cerveza.
—He estado a punto de no venir —le confesó—. Los dos tipos con los que me encontré querían que fuera a emborracharme con ellos. ¡Han bebido para un montón de domingos!
—Entonces, es una lástima que estuvieras citado conmigo.
Lo dijo, naturalmente, sin amargura ni burla.
—¡No tenía otro remedio que venir!
—Más hubiera valido no hacerlo.
—¡Pero, si quería venir!
Y luego, dulcemente, tras un silencio:
—¡Quería venir!
—Preferiría que siempre me dijeras la verdad —dijo ella.
Él se puso a pinchar el mantel con el tenedor.
—¡Por favor! Hablas como una madre de familia.
Hacía agujeros en el mantel, y la camarera comenzaba a mirarles.
—¿Tu madre no hablaba así?
—Murió cuando yo era muy pequeña —dijo Ruth—. Pero me quedaba mi padre. Era severo, sí, pero le quería mucho. Por eso me marché.
—¿Porque querías a tu padre?
—Es malo amar demasiado a alguien. Una especie de pecado.
—¡Pecado!
El desprecio le hizo resoplar pellizcándose las narices, esas bellas narices que ella a veces no podía dejar de contemplar.
Su gesto de desprecio no duró. Conocía bien la razón, que era precisamente lo que le atraía de ella: aquel lado inquebrantable que sin embargo él deseaba vencer.
Después de esa discusión, pagó en la caja y salieron. Marcharon a lo largo de la playa, evitando en la oscuridad algunas formas sombrías, atravesando la arena densa y hundidiza para llegar a la parte más dura que bordea el mar.
—Si no tienes cuidado te mojarás los pies —la advirtió.
Las espumosas olas se lanzaban cada vez más altas, pero ella no quería dejarse hipnotizar pese a su belleza. No habría visto en ellas más que imprudencia. Por un momento tuvo la impresión de que guiaba a todos sus hermanos y hermanas, así como a sus hijos que aún no habían nacido. No se preocupaba apenas por ella, y entonces le dejó que la tomara del brazo. Caminaban tranquilamente en el lazo indiferente de la amistad, sobre una arena que ya no se distinguía. Finalmente el cansancio disminuyó su paso. Sus piernas vibraban como hilos de metal. Aquella placidez era agradable pero peligrosa, y cuando él la propuso que se sentaran, ella continuó de pie.
Y luego, de repente, Tom cayó de rodillas, rodeando con sus brazos la cintura de Ruth. Por primera vez sintió contra su cuerpo el temblor desesperado de un ser que se abandonaba. Si la cabeza del hombre no se hubiera agitado por la noche, no habría pensado en un corcho sobre las olas. Pero, en aquella ocasión no se habría arriesgado a apoyarse contra aquella fuerza que podía aplastarla bajo su peso, de igual forma que resistía la tentación de tocar sus espesos cabellos, por miedo a que se enroscaran alrededor de sus dedos y contribuyeran a su perdición.
Entonces, a modo de protesta, se puso a llorar dulcemente. Su boca se deformaba, se transformaba. Soportaba sobre sus piernas el peso de los dos. Pero no se atrevía a preguntar el tiempo que podría durar aquello.
—No, no, Tom… —murmuraba ella con una voz que parecía salir de una concha marina.
Cuando se dejó caer en la oscuridad, una risa estrangulada se sintió a lo lejos, más allá de cualquier unión carnal. En las espirales de sus oídos escuchaba a las olas formarse y romper sobre la playa.
Y después la arena rozó su espalda. También la arena pareció animarse por debajo de ella, pero con la pasiva indiferencia de la arena. Mientras que los dos seres luchaban y se debatían, sólo se agitó la superficie de la arena, áspera y helada. La muchacha mantenía alejada de sí la cabeza del hombre, aun cuando en aquel momento hubiera querido estrecharla contra su pecho. En su angustia lanzó, como se lanza un puñado de arena:
—¡Me casaré contigo… Tom!
—¡No es posible! —gruñó éste furioso.
¡Lo habría apostado! Había conocido a muchas mujeres. Pero aquella salida le dio una excusa para interrumpirse, sin verse obligado a reconocer su falta de éxito.
—¡No sabrías la carga que ibas a soportar!
—¡Lo haría de buena gana!
Él se sintió de nuevo derrotado por aquella honradez que era una de las mayores cualidades de Ruth, y entonces, como después, intentó escapar a su amenaza.
Muy dulcemente pretendió por todos los medios de una estrategia deshonesta alcanzar ese centro que le irritaba. Pero ella cogió su mano y la colocó sobre su ardiente mejilla.
—¿Qué pasa, Tom? ¡No es que no te quiera!
Se dio cuenta de que comenzaba a estar muy fatigado. Dejaba caer todo su peso sobre ella, la cabeza sobre su cuello, demasiado cansado para experimentar aún la amargura.
Fue sólo entonces cuando ella le dejó que la tomara, en una posesión medio torpe, medio vergonzosa, de cara a su amor más maduro. Su amante le dejó tenerle contra su pecho, y ella le sostuvo sobre aquel mar sombrío en el que flotaba aquel cuerpo aplacado por un misterio que él ni siquiera podía intentar comprender.
Más tarde, tumbado a su lado, dijo apartando los cabellos húmedos de las sienes de Ruth:
—Tal vez has ganado, Ruth. No sé cómo ha sido.
Ella no se movió y continuó acariciando con una mano seca y rugosa la piel mojada del hombre.
—No era mi idea casarme, pero después de todo… ¡Sin embargo será duro para los dos!
Ella se puso a besar el dorso de la mano que él retiró.
—¡Hacer eso una mujer honesta! Porque supongo que para ti esto será un pecado, ¿no?
—Hemos pecado los dos —respondió ella con una ternura soñadora que al mismo tiempo la llenaba de horror.
Se incorporó y pequeñas perlas de sudor se pusieron a deslizarse entre su piel y su camisa, alcanzando el punto más secreto de su conciencia. Se mantenía erguida y la oscuridad hubiera podido ser el respaldo de un banco de iglesia contra su espalda. En su memoria surgían las voces de los viejos pilares de su propia salvación que la condenaban.
—¡Los dos! ¡Los dos! —repetía con la boca húmeda que le producía un intenso frío.
—¡Yo no! —respondió él riendo.
De nuevo la cogió por la cintura y, cosa terrible y deliciosa, ella se dejó hacer. Apoyó su cabeza en él, e incluso sus lágrimas tenían un aspecto de voluptuosa plenitud.
—Pero si fuera necesario yo soportaría todos tus pecados, Tom. ¡Sí, éste y todos los demás!
Se quedó inmóvil, casi horrorizado por lo que representaba para ella.
—No comprendo por qué sufres de esa forma —dijo con un aire de reproche—, ya que has tenido lo que querías.
Pero no podía saber todo lo que ella había perdido.
—No, no sufriré más —dijo ella—. Pero ahora tenemos que irnos. Ayúdame a levantarme.
Ruth había sentido en seguida que su amor existía en ella en dos planos, y uno de ellos jamás sería alcanzado por Tom.
Cogieron el camino de regreso. Una o dos veces ella hubo de aguantar lo que sentía subir por su garganta oprimida; una o dos veces se atrevió a levantar la vista, esperando casi leer su condenación en letras formadas por las estrellas.
Poco después —no podía ocultarlo eternamente— dijo a la cocinera que iba a casarse.
—Con Tom Godbold, el repartidor de hielo —se atrevió a confesar.
—Bueno —dijo Ethel—, ¡qué te crees tú eso!
Pese a las predicciones de la cocinera, el repartidor hacía a menudo alusión a su promesa.
—¿Y con lo que él gana vais a vivir los dos? —preguntó a la futura esposa, esperando oír la confirmación de sus perspectivas de una existencia miserable.
—¡Oh, no! —respondió Ruth—. Él deja su empleo. Vamos a vivir en las afueras, en Sarsaparrilla. Tom va a montar un negocio con un compañero que es transportista.
—¡Un compañero! —dijo Ethel.
Pero todo parecía arreglarse, y llegó el momento de advertir a Mrs. Chalmers-Robinson, la que, naturalmente, ya estaba al corriente.
Durante las últimas semanas había tenido tiempo para ejercer su intuición sobre lo que podía sucederles a sus amigos. Desde los fracasos financieros de su marido, raros eran los que no la evitaban por consideración a ella. Parecía como si todas sus relaciones se hubieran puesto de acuerdo en que estaba demasiado enferma para recibir visitas. Ciertamente, a falta de sinceridad, se necesita un cierto don para transportar la música ligera de las amistades superficiales en el registro que conviene a los reveses de la fortuna, y las señoras no tenían este don, o esta virtud, y se absorbían en los escaparates o cruzaban la calle cuando veían acercarse a la causa de su embarazo. Jinny Chalmers se pintó más vivamente los labios y se sumergió en la Ciencia Cristiana.
Una o dos veces se la vio cenar con su marido en restaurantes caros, pero las personas de experiencia sabían cómo interpretar eso. Los Chalmers-Robinson organizaban sus encuentros en lugares públicos a fin de que cada cual, en cierto sentido, estuviera protegido de las acusaciones del otro y no verse así complicado.
No obstante, la mayoría del tiempo, Mrs. Chalmers-Robinson permanecía sola en el marco apolillado de su casa, que seguía siendo suya gracias a alguna astucia jurídica. Había sido muy complicado y fatigoso. Ahora todo estaba más o menos terminado, descansaba buenos ratos tumbada en el canapé, y poco a poco aprendió a penetrar desde lejos en la vida de sus amigos. Se dio cuenta de que sabía muchísimo más de lo que creía. Si hubiera sido capaz de amar, la compasión habría podido compensar esas intuiciones que, la mayor parte del tiempo, la hastiaban o inquietaban.
Salvo en lo que concernía a su criada, Ruth Joyner.
Aquella vez se conmovió de lo que supo por su intuición. Hasta un cierto punto su afecto la hizo sufrir con la muchacha, o bien es que quizá se había aplacado por la sensualidad de segunda mano que había experimentado.
Cuando Ruth la informó de su próximo matrimonio, ella respondió:
—Espero que sea muy feliz, Ruth.
¿Qué otra cosa podía decir? Sus palabras eran palabras muertas, pero la forma y el color de los sentimientos era irreprochable, como las hortensias verdes de la última floración que son más apariencias que verdaderas flores y cuyos semejantes se apasionan en protegerlos de los golpes.
—He sido feliz aquí —respondió Ruth sinceramente.
—Lo deseo —dijo su ama—. En cualquier caso nadie se ha portado mal con usted.
No obstante no podía dejar de pensar que nadie se podía portar mal con una calabaza, si no es para pelarla, y llegó más lejos:
—Yo me pregunto si su marido no se portará mal con usted.
Ella se sintió vibrar vivamente al disparar su flecha.
Ruth vaciló. Cuando habló lo hizo con una voz un poco ronca.
—No sé cómo será él —dijo lentamente—. ¡No espero una existencia fácil!
Mrs. Chalmers-Robinson se sintió casi contenta. Aquellas palabras la aproximaban a aquella muchacha de piel espesa y blanca, mejor de lo que nadie habría podido hacer. Y después le volvió el sentimiento de su soledad. En efecto ¡no se veía en absoluto estrechada junto al delantal almidonado de su criada! ¡Era cómico! O mejor, ¡vulgar!
Así pues se dispuso a desembarazarse de ella.
—Voy a tener que hacerle un regalo —dijo—. Voy a pensar en él.
—¡Oh, no, señora! —protestó Ruth enrojeciendo—. ¡Nunca he esperado ningún regalo!
Para ella, en efecto, la pobreza no era sólo teórica, era un hecho.
Mrs. Chalmers-Robinson sonrió. Aquella buena chica la hacía sentirse magnánima.
—¡Veremos! —dijo cogiendo de nuevo su libro para terminar con una situación que comenzaba a fastidiarla.
Mientras cerraba la puerta, Ruth Joyner tuvo la impresión de que lo que ella hacía con toda su inocencia impulsaba a la gente a mostrar su lado peor. Si bien ella hubiera podido explicar cómo en algunos actos había dado suelta a lo que en sí había de más vulnerable, los demás quizás hubieran sido menos ásperos, pero se sentía incapaz de hacérselo comprender.
Por esa razón la casa comenzó a cubrirse de dardos que buscaban una diana.
—Algún día te hablaré, Ruth, del hombre con el que no quise casarme —dijo la cocinera que añadió—: Después eso recae sobre los hijos.
—Mis hijos serán perfectos —se atrevió a afirmar Ruth Joyner—. No tendrán nada que temer. Yo les cuidaré.
Y al mirarla la cocinera se decía que, después de todo, era muy posible.
Y luego, unos días después, sonó el timbre de Mrs. Chalmers-Robinson. Se había ido a acostar temprano después de haber cenado un huevo pasado por agua. Ruth subió a la habitación de su dueña, de la que, comprendía, se había distanciado.
—Ruth —comenzó Mrs. Chalmers-Robinson—. Francamente, me encuentro triste. Hay algo que me atormenta. O mejor, todo me atormenta. En su opinión, ¿por qué ha caído todo esto sobre mí? Usted sabe perfectamente que soy la última persona a la que se puede pedir que lleve cargas.
Hizo un gesto de arrancarse la cabeza, pero sus manos sólo se encontraron la raíz de sus cabellos, que necesitaban tinte.
¡Era evidente que Mrs. Chalmers-Robinson había bebido un vaso o dos!
—Siéntese —dijo, ya que ésa era la costumbre.
Pero Ruth permaneció de pie. Jamás había permanecido frente a las personas de buena sociedad de otra forma que sobre sus dos piernas.
—Ruth —continuó Mrs. Chalmers-Robinson—. Creo que la Ciencia Cristiana —sobre todo no se lo repita a nadie— la Ciencia Cristiana me ha decepcionado un poco. No se dirige a mí personalmente, si comprende lo que quiero decir.
Se golpeó el pecho con algunas de las alhajas que le quedaban. En aquella luz, su piel parecía recubierta por una finísima pelusilla gris.
—Necesito algo personal. ¡Tanta religión! ¡Necesito algo que pueda llegarme, pero nada que puedan quitarme! ¡Perlas no, ah, no! ¡Las perlas es lo primero que te quitan! ¡Ni hombres! ¡A los hombres no les gusta ser tocados! No es un secreto que necesitan tocar. Déme la mano, pequeña.
—Lo que necesitaría es una aspirina y una taza de café cargado —declaró Ruth casi severamente.
—¡Me pondría enferma! ¡Ya lo estoy! —dijo Mrs. Chalmers-Robinson estremeciéndose.
Su boca marchita no era ya más que algo pálido y arrugado.
—¿Cree usted, Ruth? ¿En qué cree usted? —preguntó.
Sin embargo no quería escucharlo, sino únicamente saberlo.
—Pero, señora —gritó la muchacha—, ¡no se puede decir en qué se cree!
Y lamentándolo se vio obligada a soltar su mano.
Entonces la mujer tumbada en la cama, que hubiera dado cualquier cosa por saber algo de la religión de Ruth —cuyos ojos se salían de las órbitas— comprendió que también se había cerrado aquella torre de marfil. Mostró sus dientes y se puso a llorar.
Aunque estaba firmemente sujeta a la alfombra, la criada, de blanco, pareció vacilar. La luz se reflejaba en sus puños relucientes, pero lejos de calmarla como antes, aquello la hería y la cegaba.
—Y aunque yo se lo dijera usted no comprendería quizá nada —intentó explicar la muchacha—. Cada cual ve las cosas a su manera. ¡Necesita una encontrarse completamente sola! —exclamó arrancando esas palabras de su impotencia.
—¡Dígamelo! ¡Dígamelo, Ruth! —suplicó Mrs. Chalmers-Robinson.
Entonces estaba llorosa en su impotencia y dispuesta a mortificarse mortificando a otra persona.
—¡Dígamelo! —suplicó su boca húmeda con un aire zalamero.
Uno de sus senos se había salido de su camisa.
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Ruth—. ¡No nos atormentemos nosotras mismas!
—¡Me gusta eso! —gritó la mujer en una crisis de súbito furor—. ¿Conoce usted lo que son los tormentos?
Ruth se tragó de nuevo su sorpresa.
—¡Verla sufrir así y no poder hacer nada!
Para ella todo era sencillo.
—¡Dios mío! ¡Si hasta los mismos santos son impotentes! —dijo Mrs. Chalmers-Robinson cuyos dientes a veces eran espantosos de contemplar.
—Es cierto que soy ignorante —admitió la criada—, y que estoy perdida si no puedo servirme de mis manos, pero cuando pienso en lo que usted me ha pedido, siento vergüenza por usted y por mí.
Parecía emanar un fuego que iluminaba más claramente los rasgos de su rostro.
Cuando la mujer hubo comprendido que no había conseguido ni violarla ni humillarla, cayó hacia atrás con el rostro deformado por las lágrimas. Cerraba los ojos tan fuertemente como podía, pero sus palabras salían con un disgusto lacio y espasmódico, del que quizás ella misma era la causa.
—¡Váyase! ¡Salga! No puedo más. ¡Dios mío! ¡Todo me da vueltas!
Golpeó sin detenerse la cabeza contra su almohada demasiado caliente.
—No lo haga, señora —dijo Ruth Joyner que se disponía a obedecer sus órdenes—. No recuerde la mitad de las cosas que he dicho. No hay motivo para disgustarnos. ¿No es cierto? —murmuró bajo su cofia almidonada—. Cuando haya echado un buen sueño…
Y le tocó el brazo una vez, por piedad, antes de irse.
Después de aquella escena y hasta su matrimonio con Tom Godbold, Mrs Chalmers-Robinson estuvo muy fría con ella y se limitó a darle órdenes.
—Vaya a buscar mis guantes grises, Ruth —decía—. ¡No me diga que se ha olvidado sacarlos! ¡A veces me pregunto en qué pasarán su tiempo todas ustedes!
O bien:
—¡Estoy completamente amarilla! ¡Cómo un membrillo! En fin, hoy no puedo hacer nada. Llame a un taxi.
Aquel día Mrs. Chalmers-Robinson se dirigía a la asamblea general de una nueva sociedad formada en el momento en que su marido había tenido complicaciones, y de la que la habían nombrado directora. Pero Ruth, evidentemente, no comprendía nada de todo aquello.
Desde la quiebra, sólo había visto una vez a Mr. Chalmers-Robinson. De pie en una acera, comía cacahuetes de una bolsita. Su traje, menos impecable que en otros tiempos, estaba no obstante muy cuidado. Ahora tenía un cómico tic y no la reconoció. Sin embargo estaba tan cerca de él que hubiera podido ver las palabras formarse sobre sus labios. Parecía bastante despreocupado. Al descubrir una mancha en un cacahuete, lo escupió con aire ausente.
Ruth siguió su camino, impulsada por la piedad y el respeto, con las mismas precauciones que habría tomado en presencia de una persona dormida o de un muerto.
Por fin, un hermoso día, Ruth, con su espantoso sombrero sobre la cabeza, se encontró en el salón, delante de su señora. Su maleta había salido ya aquella misma mañana. La ceremonia habría de tener lugar a media tarde.
Era evidente que Mrs. Chalmers-Robinson había decidido estar agradable en la despedida, y gratificar a Ruth, si no con un gran cheque, al menos con un agradable recuerdo. Se negó por completo a asistir a la boda en la siniestra iglesita. Aquel tipo de cosas la deprimía, aunque se efectuaran con todo lujo. No obstante intentó aportar a aquella torpe novia una bendición sentimental pero de buen gusto, y había elegido para la ocasión un bonito traje muy sencillo. Se había perfumado, y Ruth sin duda no podría olvidarla nunca. Cuando acogió a su doncella sentada en el sillón Luis XV, la seguridad o quizá la indiferencia habían devuelto a su piel su elasticidad. Incluso a la cruda luz del mediodía, la raya de sus cabellos era impecable, blanca, recta y decidida. En cuanto a sus ojos, la gente intentaría describir su resplandor azul mucho tiempo después de que hubieran olvidado del todo a Jinny Chalmers, su casa, su quiebra, su divorcio y su última enfermedad.
Dejando tomar su mano blanca le decía a Ruth:
—Está un poco emocionada, ¿no?
Se echó a reír con una risa modulada que había copiado muy de joven a una actriz inglesa de gira por Australia. Ruth tosió. Estaba agradecida por todos aquellos detalles, pero se sentía incómoda porque su corsé nuevo y rígido la oprimía.
—Tengo ganas de acabar con ello, —confesó francamente.
—No vaya tan aprisa —insistió Mrs. Chalmers-Robinson—, ¡pero acabará de verdad en seguida!
Humedeció los labios antes de continuar:
—¡Cuántas de vosotras os habéis casado desde esta casa! ¡Todas corriendo para hacerlo! En fin, dicen que esto es lo normal.
En ciertos medios aquello hubiera parecido verdaderamente cómico.
Sin embargo, Ruth no podía apartar de sí algunos recuerdos melancólicos. Recordaba el paseo de ladrillos ante la casa de su padre, en donde había aplastado el tallo de las plantas y mientras intentaba ocultar su disgusto aquel perfume delicioso e intolerable que invadió sus narices en medio de personas que agitaban sus pañuelos en lágrimas de adioses.
—¡Oh, señora, espero que todo irá bien y que esa Violette le gustará! —balbució torpemente.
—¡Es bizca! —dijo Mrs. Chalmers-Robinson con un aire sombrío.
—La leche está sobre el hielo y el pan en la cesta, en caso de que tenga ganas de un bocadillo antes de que regrese Ethel.
En ese caso, ¡cierto!
Por fin llegó el último momento y Ruth se dio cuenta de que tenía un mechón en la boca. Se había despeinado sin su cofia.
Mrs. Chalmers-Robinson cogió las manos rígidamente enguantadas entre las suyas, más blandas y persuasivas.
—Adiós, Ruth. No eternicemos la despedida, ya que se convierten fácilmente en ridículas.
Por esa razón y también porque la emoción estropeaba su maquillaje, no besó a su criada antes de que partiese. No obstante quizá lo hubiera hecho si las circunstancias hubieran sido diferentes.
—Sí —dijo Ruth—. Me esperan. Es mejor que me vaya.
Tenía una sonrisa estúpida, lo sabía, pero como le daba una continencia a ella se aferraba, no sin esfuerzo. Oyó el crujir de sus zapatos, uno tras otro, a medida que avanzaba sobre el suelo de madera al que había sacado brillo la víspera y casi reflejaba sus pensamientos. Un fuego artificial de luz y de brocado estalló en el último momento sobre su cabeza justo antes de cerrar la puerta del salón como había aprendido a hacer.
De esta forma abandonó Ruth Joyner aquella casa, y se casó esa misma tarde, yéndose a vivir provisionalmente a una barraca de Sarsaparrilla. Comenzó a tener hijos, a hacer coladas y a alabar a Dios, ya que el acto más humilde, ¿no se vuelve explícito, inalterable e incluso glorioso a Su luz?
Mrs. Godbold estaba sentada en su silla en aquella misma barraca que de provisional se había convertido en permanente. Varias niñas se apilaban a su alrededor, aplacadas por su presencia, mecidas por las olas de su reflexivo pensamiento. Kate, sin embargo, se afanaba en la cocina. Había aclarado la tetera, después de haber puesto a un lado las hojas de té para usos diversos. Con ayuda de una cuchara metálica, había dado la vuelta a la paletilla de cordero con autoridad, y en seguida se escaparon de las bocas y del plato aromas y suspiros, mientras las nuevas ramas crepitaban sobre las ascuas mortecinas, avivándolas. Los ojos no podían ocultar aquella verdad que el olor de los alimentos transformaba en una especie de borrachera.
Mrs. Godbold, incluso ella, se había sentido arraigada entre las estatuas de su pasado, y se puso a toser, a moverse, a agitarse, pero con precaución, con miedo a apartar de su lado a aquellas que habían sufrido el choque del furor conyugal. Estaba a punto de levantarse para volver de nuevo a su eterno cuerpo a cuerpo con las numerosas ocupaciones de las que, lo sabía, era inútil esperar liberarse algún día, cuando su hija mayor, Else, entró.
Else Godbold volvía a casa tarde. Desde que estudiaba secretariado, había aprendido a mecanografiar cartas de negocios y siempre estaba dispuesta a medirse con las demás, si bien por la velocidad, bien por la ortografía. En taquigrafía había hecho progresos: accedía a hacer dictados e incluso a veces conseguía releerlos. Iba a trabajar todas las mañanas y cogía el autobús para Barranugli a las ocho y cuarto, vestida de azul o rosa con adornos de plástico y su comida en la bolsa. Comenzaba a darse carmín en los labios como las demás jóvenes de la oficina. En equilibrio sobre sus altos tacones, sabía balancear su falda y sus enaguas con un aire que hubiera parecido provocativo si hubiera sido menos severo. Else Godbold era alguien cuando no estaban sus hermanas menores.
Cuando cerró la puerta de la barraca, que sólo se podía cerrar dando un golpe, se quitó los zapatos para estar más a gusto y se acercó a su madre.
—Mamá… tengo que decirte… Acabo de ver a papá.
Su tono era precipitado, casi dramático.
—¡Ah! —respondió su madre sin comprender del todo.
Mrs. Godbold, en efecto no dejaba nunca de mirar a su hija mayor, y ahora que el carmín de sus labios casi había desaparecido, Else, completamente animada y sin embargo fresca, evocaba para ella el recuerdo del heno y de las florecillas secretas, las bayas rojas bajo los árboles cargados de brotes o de hermosos frutos.
—Sí —dijo aclarándose la voz antes de continuar—. No hace mucho que tu padre ha salido.
—Y ya está borracho como una cuba —murmuró Else.
En efecto, en la barraca de los Godbold, a nadie se le había ocurrido nunca masticar las palabras.
Mrs. Godbold frunció el ceño, en un gesto habitual.
—Venía de casa de Fixer Jensen…
Else se negaba a ser más suave.
—Sin duda va a tomar el autobús —dijo Mrs. Godbold—. No estaba de buen humor; seguramente se va a la ciudad. ¡Tiene tanto que hacer!
—¡Eso te crees tú! —dijo Else. Y cuando comprendió que el tiempo es dinero, vaciló. Se sonrojó un poco y se inclinó como si hubiera querido apoyarse en su madre—. ¡Eso te crees tú! Iba a casa de los Khalil.
Else de repente se puso a llorar. El ruido pareció tanto más anormal cuanto más natural era, como era anormal ver a una secretaria tan eficaz actuar como una chiquilla.
Aquella vez Mrs. Godbold se levantó sin preocuparse por su parte.
—¿A casa de los Khalil? —dijo—. ¿De casa de Fixer Jensen?
Las niñas más pequeñas comprendieron que su padre había caído en el más profundo de los abismos. Else continuaba sollozando sin quitarse el traje de ir a la oficina. Algunas pensaron que sería bueno unirse a ella, pero no sabían cómo compartir su vergüenza.
—¡Venga, venga! —dijo Mrs. Godbold sorprendida en el momento en que precisamente necesitaba su sangre fría—. Tú, Kate, te ocuparás del cordero. ¡Else! ¡Else! ¡La casa es demasiado pequeña para ataques de nervios! Gracie, ocúpate de la nena. ¡Dios mío! ¿Qué haces jugando con ese horrible clavo?
Hacía calor, incluso bochorno, pero Mrs. Godbold se puso su abrigo para sentirse más presentable, y su sombrero negro del domingo a modo de soporte moral.
La familia, consternada, observaba aquellos preparativos.
—Salgo —dijo la madre—. Quizá tarde un poco. Sed prudentes. ¡Else! ¡Else! Cuando te calmes te ocuparás de ellas ¿eh?
Else, secándose las lágrimas, asintió levemente, y Mrs. Godbold sonrió.
Ascendió el repecho que conducía a la carretera y que los pasos de su familia tantas veces habían recorrido. Torpe por naturaleza era una presa fácil para las zarzas, pero se liberaba de sus espinas y continuaba su camino, pues necesitaba llegar, aunque fuera en la noche que había comenzado a caer. Una vez se escurrió y sintió el olor de una boñiga de vaca. Otra vez metió el pie hasta el fondo de una lata de conservas. Chocaban botellas vacías con otras botellas vacías, y durante todo el tiempo la oscuridad dulce pero calurosa le lanzaba el rostro los nombres de Fixer Jensen y de Mollie Khalil, aunque sus rodillas de víctima vacilaban como estrellas.
Si hubiera vivido menos aislada, quizás hubiera tenido menos miedo, pero así le parecía haber emprendido la expedición a un planeta lejano. Fixer Jensen era un tema de bromas, incluso entre los ciudadanos lo bastante seguros de su virtud como para agitarse de vez en cuando en la marea del vicio.
—Hay que preguntárselo a Jensen —se decía dando con el codo en todo Sarsaparrilla, cuando uno quería emborracharse durante las horas de cierre, comprar algo en el mercado negro o conocer un dato para las carreras en último momento.
Fixer, con los dedos en la nariz, comenzaba por declararse incompetente, pero acababa por arreglarlo todo. ¿Quién no habría perdonado una cierta irregularidad de conducta a un hombre que hacía favores a todo el mundo, y que, además, ayudaba a los muchachos lisiados y amaestraba canarios? Sin embargo había un cierto número de personas que no apreciaban a aquel amable y en suma respetable tramposo. ¿Por qué no se ocupa la policía de meter en cintura a ese tipo?, repetían. Lo que probaba que se trataba de ignorantes o idiotas, ya que nadie ignoraba que al menos dos concejales aceptaban los buenos oficios de Fixer. Además, incluso Mrs. McFaggott, la mujer del agente de policía, contaba con él para comprar de vez en cuando una botella, y sin su trago la pobre no habría podido cerrar los ojos a las ocupaciones de su hombre. Era pues, claro como el día, que la presencia de Jensen era necesaria y legal, y que continuaba obligando a los que se encontraban en algún apuro. Se había visto llegar a casa de Fixer a monjas con bolsas, niñas con coches de muñecos, y casi todas las tardes después del trabajo, y antes de que las mujeres reivindicaran sus derechos, un ruido de voces viriles unidas en cantos alegres agitaban la parra que ayudaba a mantener en pie la casa de aquel solterón.
Todo eso lo sabía Mrs. Godbold, si no personalmente, sí por lo que había oído decir, y se imaginaba a su marido en un estado…
Dispuesto a cantar como a lloriquear, era amargo y generoso al mismo tiempo, y estaba tan dispuesto a reclinar su cabeza sobre un pecho como a rompérsela contra una piedra. Ella habría soportado todo esto y algo peor, si hubiera podido atraparle por el faldón de la camisa en el momento en que, con la mirada turbia, trasponía vacilante el umbral de Jensen, pero, según Else, Tom se había ido a correr otras aventuras de tipo completamente diferente.
Los pensamientos de Mrs, Godbold la hicieron titubear en un extremo de la Alice Avenue, pero recobró el equilibrio y continuó, girando su alianza alrededor de su dedo para intentar darse una firmeza que no llegaba. Derramó algunas discretas lágrimas, lo que jamás habría hecho en pleno día, o en público. Pero en las nocturnas calles de Sarsaparrilla, ella era menos una esposa y una madre que una idea fija con sombrero negro.
En ese estado llegó a la casa de Khalil, cuya discreción la sorprendió. Un trozo de la verja se quedó en sus manos cuando la abrió, pero eso son cosas que pasan. El mismo edificio se confundía con la noche, pero las ventanas eran de un amarillo del que nada se podía esperar, pese a la variedad de visillos que las ocultaban parcialmente, tapiz rojo, forros escoceses, tela marrón, e incluso unos viejos calzoncillos de algodón, colgados por los ocupantes para protegerse de los curiosos. En casa de Khalil reinaba el silencio, aunque cuando llamó Mrs. Godbold, el ruido retumbó y sintió que sus piernas se aflojaban.
Unos pasos se arrastraron de mala gana.
—¿Qué es lo que quiere? —gritó una voz por el resquicio de la doble puerta de tela metálica.
—Soy Mrs. Godbold —respondió en la oscuridad—. He venido a buscar a mi marido que debe estar en su casa.
—¡Oh! ¿Mrs. Godbold? —dijo una voz de mujer.
Hubo un silencio durante el cual sólo se escuchó el sonido de respiraciones y de mosquitos. Cada cual esperaba que el otro se decidiera.
—Mrs. Godbold —dijo por fin la mujer por el agujero de la puerta—. ¿Por qué ha venido aquí?
—He venido a buscar a mi marido —repitió Mrs. Godbold.
Era muy sencillo.
Pero la voz gemía y protestaba:
—¡Nadie ha venido nunca aquí a buscar a su marido! ¡Nadie!
Parecía molesta e indecisa por aquella falta de etiqueta. Detrás de la puerta que crujía, escucharon arrastrarse sus chanclas.
—¿Es usted Mrs. Khalil? —preguntó Mrs. Godbold.
—Sí —respondió la mujer tras un silencio.
El poderoso olor a jazmín lo envolvía todo, impregnando a la extraña. Unos gatos se restregaron contra su falda.
—¡Oooh! —protestó Mrs. Khalil—. ¡Cómo puede hacer usted cosas semejantes!
No debía ser una mala mujer. No cerraba la puerta, y sus gatos parecían bien alimentados.
—Entre, Mrs. Godbold. No sé que decirle, pero entre. No es culpa mía. ¡Nunca me ha pasado nada parecido!
Mrs. Godbold, no sabiendo qué responder, tosió y siguió a las chanclas de su nueva conocida, chanclas que resonaron a lo largo del pasillo, y luego penetraron en una habitación en desorden inundada de luz amarilla.
—De cualquier forma aquí estaremos mejor —dijo Mrs. Khalil que sonrió mostrando un diente de oro.
Mollie Khalil no era una mala persona. Irlandesa, claro está, ¡pero no era culpa suya! ¡E Irlanda estaba tan lejos! Algunos en Sarsaparrilla decían que era una mujer de mala vida, y quizá tenían razón, pero también era una mujer honesta para la que su trabajo valía lo que otro. Había vivido con un sirio y, cuando éste la dejó plantada, comenzó a prostituirse sin ocultarse, en una casita detrás del cuartel de los bomberos. Entonces había tendido la mano. Prefería su confort y un vaso de ginebra. Por otra parte, sus dos hijas, Lurleen y Janis ya eran mayores, y cuando estaban en un apuro iba a ayudarla una mujer de Auburn.
—Póngase cómoda —dijo Mrs. Khalil riendo—. Entre mujeres ¿eh? ¡Quítese su sombrero!
Pero Mrs. Godbold no se movió.
Mrs. Khalil llevaba bata de curioso diseño, suelta, bajo la cual las carnes nadaban a sus anchas y que ella activaba en lo que era evidentemente su cocina.
—Ésta es Janis, mi hija menor, Mrs. Godbold —dijo. Rozó los cabellos rizados de la pequeña, como si se hubiera tratado de algo puesto allí por casualidad. Janis estaba ocupada en leer lo que su madre había dicho que era un libro. No levantó la vista, pero avanzó la mandíbula frunciendo el ceño. Estaba en camisón. Sus dedos desnudos se agitaban como los de un bebé.
—Siéntese —dijo Mrs. Khalil a Mrs. Godbold, quitando de una silla un vestido.
En un rincón era inexplicable todavía la presencia de un señor.
—Es Mr. Hoggett —dijo ella—. Espera su vez.
Mr. Hoggett no sabía qué decir, pero un murmullo salió de la parte superior de su camiseta.
Mrs. Godbold estaba sentada en una silla de respaldo tieso. Su búsqueda amorosa era siempre irresistible, pero ahora comprendía que era inexplicable.
Janis pasaba las páginas de su libro humedeciéndose la punta del dedo con un aire despreciativo. Estaba triste, pero conocía su valor.
—Precisamente —dijo Mrs. Khalil, considerando soñadoramente la visión que representaba su hija menor—, estaba a punto de discutir cuando usted llamó. Pero yo decía que la muerte es como todo lo demás, depende de lo que se arrastra a ella. Cada uno tiene su manera de irse. Pero ni Mr. Hoggett ni Janis han dicho nada todavía.
Mr. Hoggett no esperaba aquello. Volvió la cabeza y se rascó el ombligo a través de la camiseta.
—Mr. Hoggett ha perdido a su esposa —continuó Mr. Khalil con una sonrisa perdida.
—¡Vale, vale! —dijo Mr. Hoggett protegiendo su vida privada—. No he venido aquí para esto. ¡Hubiera podido quedarme en mi casa escuchando la radio!
Lanzó una mirada circular y acusadora que se detuvo injustamente sobre la inocente Mrs. Godbold.
Entonces la alcahueta protestó. Rompió varias cerillas que crujieron una tras otra.
—¿Le he prevenido, no? Es claro como el día. Janis no está libre. ¡Hay hombres que me dan ganas de vomitar!
Una vez encendido su cigarrillo, se puso a estremecerse bajo su vestido, mientras fumaba. El grueso vientre de Mr. Hoggett no se movía sobre la silla. Hubiera podido repantigarse si la cocina de Mrs. Khalil no hubiera estado llena de platos, de cestas, de montones de ropa blanca de mujer, de gatos y de un viejo hornillo de gas en el que se percibía un recipiente lleno de grasa de cordero.
—¡Perdónenos que la molestemos con nuestros asuntos! —dijo Mrs. Khalil a Mrs. Godbold.
Ésta sonrió ya que era lo que se esperaba de ella, pero aquella sonrisa no hacía juego con su rostro; parecía haberse extraviado, pertenecer a otra persona. La silla en que estaba sentada era tan dura que su espesa carne no conseguía servir en absoluto de cojín. Además, no se dejaba llevar.
Al mismo tiempo todo lo que no comprendía la atraía.
—Podría esperar fuera —dijo rápidamente, ya que sus intenciones, si alguna vez las había tenido, estaban entonces paralizadas.
—¡Oh no! —exclamó Mrs. Khalil—. El aire de la noche no es bueno; ¡podría coger algo!
La estatua que era Mrs. Godbold permaneció en su silla. Se preguntaba qué es lo que hacía allí, lo mismo que la mirada de un aficionado se interrogaría sobre el diseño de un escultor.
En el espantoso tufo de la cocina, los cuerpos se dilataban. Mrs. Hoggett había sido el primero en experimentar una buena dosis de emoción, y ahora se había puesto a reír mostrando todas las encías, quizá porque se sentía seguro de su derecho. Asestó una palmada sobre sus gruesos muslos y preguntó a Janis:
—¿Es bonito tu libro, preciosa?
—¡No! —dijo Janis.
Hacía varios días que se había pintado las uñas, y el barniz se caía. Lo que estaba leyendo, siguiendo las líneas con el dedo, era evidentemente serio.
—Ya lo ves, mamá —exclamó—. ¡Te lo había dicho! El jueves es un mal día, a causa de la influencia de Saturno.
Cerró el libro con un golpe seco.
—¡Qué bueno! —dijo yendo a abrir la ventana a la luna y al olor de jazmín.
Al mismo tiempo que un gato gris entró una huella de noche blanca y húmeda.
—¡Qué bueno! ¡Con lo que me gustaría poder hacer que sucedieran cosas!
—¡Yo nunca me atrevería! —afirmó su madre haciendo salir de sus narices un chorro de humo.
En la casa, las voces estaban acostadas juntas en sus cajas de madera. A veces crujían como papel de celofán, o bien reposaban la una sobre la otra como guantes de piel.
Mrs. Godbold, con la barbilla erguida, contaba los minutos. Pero al relámpago agresivo y ampuloso, su rostro del lado de la ventana estaba ligeramente bañado por la luna, con un halo muy pálido, apenas visible.
De repente se inclinó y según parecía para ocuparse, cogió el gato color de humo. Le atrajo hacia su mejilla y le preguntó:
—Y tú ¿qué es lo que quieres?
Susurró. Pero lo oyeron. Mrs. Khalil se limitó a responder:
—Amor, sin duda. ¡Como todo el mundo!
Entonces Mrs. Godbold observó que era cierto. Terrible, pero cierto. Había tenido de repente la impresión de comprenderlo casi todo, y rogaba para no ser corrompida por aquel nuevo conocimiento.
La silla de Mr. Hoggett gimió. Él era grueso, y el vello le cubría todo el cuerpo.
—Me gustaría coger el tren para ir a cualquier parte —dijo Janis.
Se volvió vivamente hacia su madre:
—Mamá —dijo— déjame vestirme.
Se volvió, zalamera:
—¡Déjame! ¡Tengo que irme fuera, a cualquier sitio!
—Sabes lo que habíamos decidido —dijo su madre.
La pequeña protestó revolviéndose. Estaba muy bonita bajo su camisón.
Fija en su sueño de mármol, Mrs. Godbold sentía caer gota a gota las lágrimas del jazmín. A modo de exorcismo, evocó su casa, o mejor, su barraca, y la superficie de su mesa de planchar, más limpia que el claro de luna, y también más honesta, con el recipiente que empleaba para humedecer la ropa. Necesitaba aferrar su espíritu a esas superficies planas, a esos objetos inofensivos para no pensar en su marido, ya que él era lo que había de más débil en ella.
Fijó sus ojos en el linóleum multicolor de Mrs, Mollie, en el que había incrustados varios restos de comida. Mrs. Khalil vio que la luna la había acicalado y, por un instante, la alcahueta sintió un destello de amor sincero por aquella garganta vigorosa pero inocente. Sin embargo tenía su mancebía de hombres y de mujeres, con sus alientos cálidos, sus dobles sentidos, con el dejarse ir de sus cuerpos, y aún más de sus ardores. Lo que prefería era entretenerse con los periódicos del domingo, o tener un gato sobre sí.
Mrs. Godbold pasaba la mano sobre la piel del gato gris, cuya felicidad era casi perfecta. Ya no se sentía tan severa hacia su marido; por el contrario, intentaba comprenderle. Se habría marchado si hubiera podido mover los pies, pero el claro de luna se desprendía en lazos viscosos más que invisibles, que a veces alcanzaban al jazmín y al hombre sucio.
De repente hubo tal jaleo que la casa de madera pareció balancearse.
—¡No es posible! —exclamó Mrs. Khalil— ¡otra vez ese sucio aborigen!
—¡Oh, mamá! —dijo Janis sorprendida.
—¿Qué aborigen? —preguntó vivamente Mr. Hoggett.
¡Cómo si no hubieran hablado bastante de él!
—¡El único! ¡Nuestro querido! —gimió Mrs. Khalil—. Aunque siempre le echamos fuera, siempre regresa.
—¡Oh, no, mamá!
Se hubiera dicho que a Janis le dolía el vientre.
—¿Se trata de él? —dijo Mr. Hoggett que nadaba entre dos aguas.
Pero ya nadie le escuchaba, pues la doble puerta gemía dolorosamente. Se escuchó saltar y quejarse las planchas de la casa violada.
Él entró. Estaba bebido y su frente amarilla llevaba una cicatriz violeta. Su cuerpo ya no le obedecía, pero estaba guiado por una voluntad superior.
—¡Sucio borracho! —chilló Mrs. Khalil—. ¡Te dije que no volvieras a poner los pies aquí!
Él se incorporó y sonrió.
Ella hubiera querido darle su opinión sobre los negros, pero recordó vagamente que se había casado con uno, aunque hubiera sido una torpeza.
—Yo tengo una misión que cumplir —anunció el aborigen.
Fue tan inesperado que Mrs. Godbold levantó los ojos pese a su decisión de no hacerlo, por miedo a estar obligada a ver alguna indignidad que no hubiera tenido fuerzas para impedir.
—¡Una misión! —exclamó Mrs. Khalil—. ¿Puedo saber qué tipo de misión?
—Una misión de amor —dijo el aborigen riéndose con un aire feliz.
—¡De amor! ¡Qué es lo que hay que escuchar! Ésta es una casa respetable, ¿comprendes? ¡Y para los macacos no hay amor!
Janis se mordisqueaba nerviosamente el barniz de sus uñas.
El aborigen continuó riendo por un momento, en su borrachera, y porque así se sentía más apto para resistir aquel mobiliario vacilante.
Y después se volvió grave.
—Bien bien, Mrs. Khalil —dijo—. Entonces voy a cantar y bailar para usted. Si me lo permite —añadió con un aire razonable—. Pero lo mismo lo haré aunque se enfurezca, pues hay algo que me obliga a hacerlo.
Algunas de las palabras que empleaba no parecían naturales en su boca, pero se trataba de las más vulgares. Se expresaba espontáneamente en un tono culto, en términos correctos. Podía vacilar y agarrarse a los muebles, trabucar su lengua espesa en las sílabas, su aliento espeso amenazar con besar, pero sus ojos continuaban obstinadamente fijos sobre un lejano ideal de honestidad y de precisión. Manifiestamente no lo perdía nunca de vista, y aquello era lo que más exasperaba a algunos de los miembros de la reunión. Mr. Hoggett por ejemplo, siempre afectando el mayor disgusto al tiempo de la situación moral y por las huellas de vomitona sobre el pantalón del aborigen, se volvía loco de rabia cuando le oía hablar y emplear giros que él nunca se había atrevido a emplear o servirse.
—¿Dónde ha aprendido eso? ¡Es peor que emborracharse! ¡Y miren qué gestos! ¡Es un mono sabio!
El aborigen, que preparaba concienzudamente la actitud y la disposición de espíritu necesarias para la realización de su ejercicio, se detuvo un instante para lanzar esta respuesta larga, derecha y sobria como una rama.
—Debo todo esto al Reverendo Timothy Calderon y a su hermana Mrs. Pask.
Mrs. Khalil estalló:
—¡Lo que hay que escuchar!
Aunque hubiera decidido mantenerse seria a cualquier precio, no pudo evitar el echarse a reír.
El negro, que por fin había conseguido conciliar actitud y equilibrio, se puso a cantar:
«Cavador, cavador[59].
Mi tío es mayor.
Que mi padre.
Pero no mayor
el viernes ya tarde.
El viernes es la gran sesión.
En que dale que te dale.
Mamá lanza su cuestión.
Cavador, cavador.
La luna tiene un disparador.
Para matar a las cucarachas.
Y el coño es la gran sensación.
Tanto si te gusta como si no…».
—¡Ya vale! —le interrumpió Mrs. Khalil—. ¡No quiero palabrotas entre mi clientela! ¡A veces yo misma las digo, pero yo estoy en mi casa y además, no puedo irme!
—¿Por qué no le arrojamos de aquí? —sugirió Mr. Hoggett.
—¿Por qué? —respondió en seguida Mrs. Khalil—. Porque la policía está en la habitación de al lado con mi Lurleen, ¡cómo de costumbre!
El aborigen había comenzado a cantar con un aire indolente, doblando el cuello y agitándolo al mismo tiempo que sus manos parecían sembrar grano u ofrecer su corazón a los que le rodeaban. Pero ahora se congestionaba, se volvía violento; sus sandalias batían a un ritmo más rápido y, con gestos cortos y rápidos, parecía manejar un cuchillo, que dirigía no hacia los demás sino hacia su propio pecho.
Se puso a golpear con el pie y aceleró su ritmo:
«Cavador, cavador.
¡Clávalo, clávalo!
¡Clávalo hasta hacerle sangrar!
No sangra como los demás.
Porque no es vulgar.
Rosas son las rosas y las amapolas.
Pero nada es tan rojo como la sangre.
De los hombres que sangran.
¡Que sangran! ¡Que sangran!
¡Que-e-e-e!…».
Cantaba, pataleaba, aplastando un gato o dos que se escurrían entre sus piernas. Las cestas llenas de ropa blanca doblada, que el sol había dulcificado dándoles aspecto de pescado salado, saltaban por los aires. En medio del alboroto que armaba el negro, también Mollie Khalil se puso a dar saltos, o al menos sus senos bajo su vestido floreado.
—¡Que le detenga alguien! ¡Haga el favor, Mr. Hoggett!
Acababa de beber un trago para darse el ánimo de hacer frente a la situación, y sostenía su cabello entre sus manos; de esta forma sus brazos levantados mostraban el hoyo blanco y negro de sus axilas húmedas.
—¡No cuente conmigo! —replicó su cliente—. ¡No he venido aquí para meterme en jaleos!
—Pero ¡el agente de policía! —suplicó ella—. ¡Va a molestar al agente de policía!
«Bien por Daisy…».
Cantaba el aborigen.
Pataleaba frenéticamente, hendiendo el aire con sus brazos como si talara un bosque:
«… y bien por el agente de policía.
Y por los Faros Brighta.
¡Para ver bien!
¡Para ver bien!
¡Bien! ¡Bien!…».
En aquel preciso momento entró Lurleen. Hubo una calma momentánea en el jaleo desencadenado, durante la cual se escucharon unos pies desnudos que pisaban sobre el linóleum con sonido de ventosas. Lurleen estaba más formada que su hermana. Viéndola se pensaba en los plátanos maduros que empiezan a volverse negros, y ella tenía un aire indolente con su mirada lastimada y las cintas rosas que sostenían su combinación, ligeramente caídas sobre sus hombros redondos.
—¡Qué es lo que pasa! ¡Ese tipo es un obseso!
—¿Qué querías? ¿Qué hablara latín?
—Por lo menos un poco de conversación. Y que no me hable de su mujer. ¡Ya me conozco la cantinela de que es una buena esposa!
—¿Te ha pagado? No irás a decirme que te lo ha dejado a deber.
—Tengo hambre. ¿Qué hay en la nevera, mamá? —preguntó Lurleen.
Sin esperar la respuesta, abrió la nevera y se puso a comer una salchicha que la grasa fría había vuelto azulada.
—¡He de escuchar a Mandovani! —dijo abriendo el interruptor de la radio.
—¡Oh, no, no! ¡Mandovani no! —protestó Janis que sentía la necesidad de quejarse cuando su hermana proponía aquella música almibarada.
Lurleen continuó hurgando en el interruptor. Aparte de un par de cardenales, ella tenía el color de la miel.
Pero alguien entraba.
—Hombre, mira, Fixer —dijo Mr. Hoggett riendo.
Por fin comenzaba a divertirse. La pequeña había decidido pegarse a él. Su vientre se agitaba bajo su camiseta.
«Amaneció sobre el hangar de lana.
Cerca de una hilera de coolabahs.
Mi madre sentada sobre el prado.
Escuchó al Reverendo que se acercaba…».
Recitaba el aborigen. Ya no tenía ganas de cantar, y se había recogido en sí mismo, muy lejos de allí.
—¡Eh, Mr. Jensen! —dijo Mrs. Khalil, haciendo gemir los resortes oxidados del diván en que se había instalado tras un segundo cordial—. ¡Si me libra de ese bribón, es usted un genio!
Pero Fixer Jensen, grande, delgado y descolorido, con cada una de sus arrugas picadas de puntos negros, se limpiaba la nariz como de costumbre esperando la inspiración.
Observó a Mrs. Godbold, a la que no conocía, aunque no esperaba encontrar una estatua en la habitación. Sin embargo había una sobre aquella silla.
—¿Qué es lo que pasa aquí? —dijo Fixer—. ¿Una recepción?
Se echó a reír:
—¡No falta más que el agente de policía!
Lurleen frunció los labios.
—Ha vuelto a su casa —dijo secamente.
En combinación rosa, daba vueltas al son de la música acariciándose los brazos.
—¿Marchan los negocios? —preguntó Fixer.
—No desde que esa maldita italiana se ha instalado en la esquina —respondió Mrs. Khalil con una voz agria—. ¡Los negocios han recibido un buen golpe!
Bruscamente el aborigen se desplomó. Tumbado sobre la alfombra multicolor no se movía, mientras un pequeño hilo de sangre fluía de sus labios.
—Este hombre está enfermo —dijo Mrs. Khalil.
—No es sorprendente en semejante casa —dijo Fixer Jensen riendo.
—¡No se moleste, Mr. Jensen! —replicó la patrona también riendo—. Está suciamente enfermo —añadió esta vez en serio. Este tipo de cosas bien le podría suceder un día también a ella, ¡así lo había leído!
Se puso a agitarse, con los senos en orden de batalla.
El aborigen continuaba tumbado sobre la alfombra.
Mrs. Godbold, que estaba allí arraigada desde hacía horas tan largas como años, cogió su pañuelo, se inclinó y limpió la sangre.
—Ha de volver a su casa —dijo con una voz diferente, aunque no había pronunciado palabra desde hacía un buen rato—. ¿Dónde vive usted?
—Cerca del río, en casa del pastor —respondió él. Luego, recobrando el conocimiento—: ¿Quiere decir actualmente?
—Claro está —dijo ella dulcemente, limpiándole la sangre con una mano maternal, hablándole muy bajo.
—En Barranugli. Tengo una habitación en casa de Mrs. Noonan, al extremo de Smith Street.
—¿Se siente bien? En su habitación, quiero decir.
¡Exactamente como si fuera un ser humano!
Él movió la cabeza en todos los sentidos sin poder responder. La música se había pegado a los demás rostros en fragmentos pegajosos, como si sin ella, corrieran el riesgo de caer en pedazos. Algunos estaban adormilados, otros aplacados. Pero un martillazo hubiera podido hacer derrumbarse a cualquiera de ellos.
—¿Cómo se llama usted? —preguntó Mrs. Godbold.
Él pareció no comprender.
Era difícil decir si miraba a la dulce mujer del sombrero negro, o más allá de ella. Su brazo plegado ocultaba la mitad de su rostro, no para protegerle, sino para ver mejor.
—Así debe ser —dijo él—. Los rostros deben estar medio vueltos, pero hay que adivinar lo que hay en la parte que no se ve. Ahora comprendo. Acabaré por lograrlo.
Su voz era tan desprendida y convencida que Ruth se encontró en la catedral de su ciudad natal, a punto de ver erguirse ante ella el tinglado de la música, y tomar ella misma parte en esa operación sorprendentemente compleja. Jamás había oído a una voz expresarse con tanta autoridad y certidumbre desde que el desconocido le había hablado de la música. Aquella vez fue el aborigen desde la alfombra de Mrs. Khalil.
De nuevo su voz alcanzó su oído:
—Después de las heladas, el Reverendo Calderon nos conducía al río, y Mrs. Pask llevaba provisiones. Comíamos sobre la hierba, al borde del agua, pero no tardaron en preguntar que qué es lo que se hacía allí. Me di cuenta en seguida. Mrs. Pask recordaba los juncos de Inglaterra. Yo comprendía todo eso, aquellos días, al principio de la primavera. Cuando ya tenía bastante de la compañía de los blancos, me iba a merodear yo solo. Examinaba todos los agujeros de la tierra. Encontraba hojas auténticas. Un día ¡caí sobre un nido de avispas rojas! Ah —se puso a reír—. ¡Salí pitando como si también yo tuviera alas! ¡Con siete aguijones en la piel!
Cuando terminó de reír añadió:
—Es gracioso que piense en eso.
—Es porque en aquella época usted era feliz —dijo ella.
—No lo recuerdo precisamente por eso —respondió con vehemencia—. Son todas las demás cosas.
—Sí, sin duda.
Como no quería preocuparle, le dejó decir, pero sabía que sólo se trataba de una media verdad para ella.
—Sin embargo —dijo ella dulcemente—, yo recuerdo sobre todo los inviernos. Nunca éramos más felices los niños, ya que entonces estábamos todos juntos. Cuando hacía bueno, en verano, cada cual se iba por su lado a explorar, a buscar cosas. En invierno nos cogíamos de la mano y marchábamos por los caminos helados. Todavía escucho el ruido de nuestros zuecos.
Sus ojos brillaban:
—O bien nos reuníamos alrededor del fuego para comer castañas y contar historias. Nunca nos queríamos más intensamente que en invierno. Nada podía interponerse entre nosotros.
El jaleo se desencadenó en la habitación llena de gente y de música. Era por causa de la joven Janis, a la que Mr. Hoggett deseaba febrilmente. Estaba convencido de que su único remedio consistía en acostarse con una jovencita. Pero Mrs. Khalil no era en absoluto de esta opinión y gritaba:
—¡Tendrá que pasar sobre mi cuerpo!
Y agitaba su cuerpo como para una demostración.
—¡Ocúpese usted de sus cosas! —vociferaba Mr. Hoggett.
—¿Qué otras son mis cosas, eh?
Fixer Jensen se tronchaba de risa bajo su sombrero de alas caídas. Era normal ya que nadie había visto nunca excitarse a Jensen. Pero la reacción de la muchacha era de un género más sutil. Saltó como un gato, repentinamente, y plantó la punta de su lengua en la oreja de Mr. Hoggett. Era casi diabólica respecto a esas cosas del amor. Con sus ojos de gata, saltaba en el aire, se lanzaba de lado, y acababa por dejarse caer sobre una silla carcomida que crujía bajo su peso. Se puso a chillar como una poseída.
Todo el mundo estaba demasiado ocupado para prestar atención al aborigen y a la lavandera, siempre aislados en su isla e indiferentes a lo que no eran sus pensamientos.
—¿Es usted cristiano? —preguntó Mrs. Godbold vivamente como para acabar en seguida con ese tema.
Pero de todas formas se sentía molesta, ya que sabía que el sentido de esa palabra no era el que hubiera debido ser.
—No —dijo él—. He sido educado en esa doctrina, pero la abandoné en seguida, cuando vi que yo podía hacerlo mejor.
Murmuró:
—Hay que servirse de lo que se tiene ¿comprende? No es cosa de ponerse zapatos para ir a la ciudad si se va mejor con los pies descalzos.
Aquello la hizo sonreír. No obstante era cierto. Pensó en su hablar torpe, y en su habilidad para planchar las sábanas frescas, tersas y lisas.
—Sí.
Sonrió, volvió su belleza, y su piel era blanca como un grano de arroz.
Pero él se puso a toser y ella de nuevo le limpió la boca con su pañuelo. Quizá se trataba de su obra de arte, este acto de piedad.
No obstante todo el tinglado de la existencia continuaba asaltando sus oídos. Aquellas señoras invocaban su dignidad, aquellos señores sus derechos. Se abrían puertas, y Mrs. Godbold bajaba los ojos hacia su pañuelo.
En seguida la tocaría sangrar a su vez.
Una mujer acababa de entrar en la habitación. Su piel parecía tanto más gris cuanto que llevaba un albornoz de algodón del que sobresalían sus brazos; en ellos se veían sus venas y un reloj sujeto por una cadena de cobre.
—Tengo que irme —anunció—. Voy a coger el autobús.
Arisca y aguda como una espina, había perdido toda individualidad.
—Y ¿Mr. Hoggett? —dijo la alcahueta en un ladrido—. Hace un montón de tiempo que espera.
Pero la otra carraspeó.
—Dile que estoy resfriada. Dile que se las apañe como pueda. Yo me las piro.
Era la señora de Auburn, que se llamaba Mrs. Johnno.
Mrs. Khalil creyó tener un ataque. Con lo que se preocupaba por la gente ¡qué de decepciones!
—¡Cuando se ve de lo que son capaces algunas mujeres…!, ¡los hombres no la sorprenden a una!
Recurrió con la mirada a Mrs. Godbold.
Pero ésta no podía hacer nada más por ella. Se había incorporado y sonreía como si se reconociera culpable de no ceder a un requerimiento, como si debiera ordenar cuidadosamente sus fuerzas; la habitación, en efecto, se había estrechado: Tom estaba allá.
Tom Godbold había entrado tras Mrs. Johnno y ofrecía un billete a la patrona. Su mujer lo hubiera dado por él, e incluso se habría quitado su bonito brochecito si eso hubiera podido redimirle. Le hubiera cogido de la mano y, juntos, hubieran remontado la pendiente de la colina, atravesando los matojos y las ramas quebradas, para llegar a las calles iluminadas. En lugar de eso, cuando el billete fue entregado y guardado, Tom atravesó la habitación y dijo a su mujer:
—Ya he tenido que aguantar bastante tus tonterías, Ruth, pero esta vez se acabó.
Ella permanecía de pie frente a él sobre sus gruesas piernas, con su informe sombrero y su viejo y práctico abrigo. Sólo una débil membrana protegía sus sentimientos. Si le hubiera dado patadas como antes, ella le hubiera estado agradecida.
—Ven —dijo él—. Yo ya he tenido lo que buscaba. ¡Tú puedes largarte!
Cuando franquearon el umbral, la jornada de las prostitutas tocaba a su fin. La pequeña había desaparecido. La ventana estaba más negra que antes, y más blanca allá donde el jazmín trepaba lentamente hacia los montantes. Sin duda nunca se sabría si Mr. Hoggett se dejaría calmar. En cualquier caso aceptaba los refrescos de una botella que antes había contenido algo diferente, y que le hacía estornudar. Durante aquel tiempo Mrs. Khalil continuó deplorando los azares de la existencia; y las uñas de los pies de Mrs. Johnno estropeaban las medias que enfundaban sus piernas.
Los Godbold salieron y se marcharon. Ella le seguía con toda naturalidad. La maleza tenía el olor de las hojas que pisoteaban al caminar. Había llovido ligeramente. Hacía fresco.
Cuando se encontraron bajo una farola en una calle recientemente construida en la periferia de Sarsaparrilla, ella se dio cuenta de que la carne parecía estar arrugada en la cabeza de Tom.
—Ya he tenido bastante, Tom. Lo sé. Ya tengo bastante —dijo adelantando la mano para convencerle—. Te seguiría hasta el infierno si fuera necesario.
Tom Godbold no intentó ver si tendría la fuerza de soportar la intensidad de tal amor.
—No necesitas seguirme más —dijo.
Y se alejó mirando en dónde ponía los pies entre los montones de adoquines de greda azul.
Absorbido de esta forma, parecía menos dueño de su suerte. Más implacable que la influencia de la bebida, la edad parecía pesarle sobre los hombros y llevar las riendas. Su mujer, al mirarle, comprendió que no podía hacer nada por él y que había de aceptar aquella amputación.
Varios años después, llamada para asumir las responsabilidades de la familia, volvió a encontrar el símbolo de aquella mitad de sí misma que había perdido. En esa ocasión se la permitió sentarse cerca de una cama y contemplar bajo una delgada sábana ensuciada por la orina y la suciedad de otros moribundos, aquello que, según le dijeron, era Tom Godbold. Del marido que ella había conocido antes que se lo llevaran la enfermedad y el libertinaje, nada subsistía sin la ayuda de su memoria.
—Hace apenas media hora —dijo la enfermera—. Acababa de comer un huevo pasado por agua. Ha tenido buen apetito hasta el final. Ha hablado de usted.
La esposa de aquel hombre que acababa de morir no se atrevió a preguntar que cuáles habían sido sus últimas palabras. Además, la enfermera tenía que hacer. Había observado entre los pliegues de las cortinas de separación a algunas enfermeras que charlaban y se entretenían demasiado con algunos pacientes. Frunció el ceño y preguntóse que cómo podría desembarazarse discretamente de aquello. Y después acabó por marcharse, sin ceremonias. No podía soportar el ver negligencias en el servicio.
La mujer permaneció sola entre las cortinas blancas de la pequeña celda, muy tranquila. ¿Tal vez no había amado a su marido? En todo caso cuando un joven médico inmaculado lanzó una ojeada la persona se había marchado. Sin embargo había dejado instrucciones en la planta baja.
Mrs. Godbold dejó a Tom yacente en el centro del gran edificio que brillaba bajo su pintura nueva como un bloque de hielo. Dio algunos pasos. Como un ácido, la luz del crepúsculo se esparcía por la ciudad, corroyendo los rostros inútiles. No obstante ella sobrevivió. Marchaba con los vestidos que en su juventud la gente se había acostumbrado a verla llevar, que nadie miraba más que con diversión o desdén, y que sólo se cambiaría en su lecho de muerte.
La viuda caminaba en la verdosa luz del crepúsculo. Un tranvía arrancó chispas violentas en un túnel de guata oscura. Precariamente inclinado en la curva, anacrónico, hizo chirriar los raíles. Pero únicamente cuando se detuvo al borde de una acera para atravesar la calle, ante el barullo de vehículos, fue cuando la angustia se apoderó de ella y se puso a llorar. El grupo de peatones apretados los unos contra los otros parecía ignorado, no tanto del chorro de vehículos como de la corriente torrencial y nunca desviada del tiempo. Esperaban allí, como un puñado de almas temerosas, arriesgando tímidamente un pie, lanzándose hacia atrás, secretamente aliviados de ver a los otros prisioneros en la misma situación, o más desdichados que ellos mismos, como aquella que no podía disimular su dolor.
La gran mujer, plantada en medio de la calzada, lloraba. Las lágrimas resbalaban sobre sus blancas mejillas. Para sus compañeros de espera, aquello se convirtió de fascinante en turbador. Raramente podían concederse el lujo de ver a los demás dar rienda suelta a sus sentimientos. Sin embargo, aquel llanto no tenía nada de convulsivo; brotaba dulce y regularmente de los ojos de aquella mujer anónima. Parecía la imagen misma del dolor y de la resignación.
Y era porque, entonces, la verdadera Mrs. Godbold había muerto; así sólo podía llorar aquella parte de sí misma que había permanecido junto al marido que acababa de abandonar. Lloraba por la condición humana, por todos los que había amado con un ardiente amor, o al menos respetuosamente: por su padre sentado en su banco en su prisión de carne, por su camada de chiquillas sorprendidas, por su antigua señora, siempre arrebatando algo que al final permanecía en sus manos, y por los demás iniciados, la loca y el judío de Sarsaparrilla, e incluso por el negro que una vez se había encontrado en casa de Mrs. Khalil, y que no había vuelto a ver, excepto en sus pensamientos y en sueños. Lloraba, por fin, por aquellas personas que estaban junto a ella en la calle, a las que no sabría nunca reducir en palabras las inquietudes que no obstante conocía por haberlas experimentado en sí misma.
Bruscamente el grupo de peatones se echó hacia adelante; todos al tiempo, arrastrando a Mrs. Godbold. ¡Como si todos se apresuraran para volver a tomar el hilo de su existencia siempre fastidiosa! Pero la mujer del sombrero negro lo único que hizo fue dejarse llevar. Por primera vez en su vida, y sin duda por poco tiempo, permanecía más allá de la huida del tiempo, e insensible a la misma. Por eso, al llegar a la otra acera, vaciló durante algunos minutos. Ya no tenía lágrimas pero sus ojos aún brillaban en el hueco de sus órbitas. Luces de neón verdes y rojas se disputaban su rostro (habitualmente pálido) casi siempre como un trofeo, y a veces la lucha entre la luz y la sombra suscitaba una púrpura que inundaba la lenta silueta vestida de negro.