VIII

La casa de Sarsaparrilla a la que Himmelfarb regresaba ahora tenía ciertas ventajas, pero eran particulares y no necesariamente evidentes. Ciertamente, sus postigos ajustados la protegían contra las miradas de los curiosos, y los sauces que la rodeaban eran hermosos cuando los barrotes de su cárcel comenzaban a fundirse a principios de la primavera y quizá más aún en invierno, en que el acero se unía a pensamientos más austeros. Por lo demás no había gran cosa que embelleciera aquella pequeña mansión, nada que pudiera ser llamado jardín. No se le habría ocurrido la idea a su actual propietario de plantar uno, ya que en su total despego era incapaz de concebir una jerarquía vegetal. También por la tarde, cuando no tenía otra cosa que hacer, se sentaba en el mirador del extremo, como si no fuera su casa, y aspiraba con gratitud el fuerte olor de las malas hierbas. Allá, en un cierto estado de la luz, cuando el verde predecía el crepúsculo, la palidez de su rostro parecía formar el centro de alguna llama más sombríamente verde.

Aquella tarde, después de haber dejado a Miss Hare, el judío se dirigió a su casa. Flotaba polvo, estallaban semillas. Los dorsos de sus manos estaban llenos de espinas y picaduras de ortigas. Algunas piedras rodaban. Jadeaba y, pese a su caminar tranquilo, firme y triunfal, su respiración se hizo silbante.

Y luego llegó.

Tocó la Mezuzá[47] sobre el montante de la puerta. Después que sus labios murmuraron la Chema[48] fue una vez más admitido. Entró, traspasó el umbral carcomido de su morada terrenal y también franqueó la puerta secreta.

En la casa del judío el silencio nunca era total. La meditación alternaba con el roce ligero de las ramas sobre las paredes de madera, y las habitaciones, aparte de las que eran indispensables para la oración, no estaban vacías. En un momento de decisión, avanzó sobre el suelo seco que crujía bajo sus pasos hasta la celda en la que se había visto obligado a colocar algunos objetos tristemente materiales: una cama, una silla, una percha y una mesa de aseo, del tipo de las que se ven en las habitaciones de las posadas campesinas, hecha de madera amarilla con utensilios de porcelana blanca y adornada. No había nada más, excepto una ventana que se abría sobre los túneles verdes y las avenidas más oscuras de la contemplación.

Al llegar a su habitación y al centro de su ser, el judío pareció vacilar. Sus manos y sus labios aspiraban un grado de humildad que jamás había podido sospechar y que jamás sospecharía. De pie sobre las baldosas de brillante luz, las rodillas todavía temblorosas por su carrera y la ausencia de aquella perfección deseada pero fuera de su alcance, comenzó su oración ritual:

«Bendito seas, Eterno Dios nuestro, Rey del Universo…».

Lanzó su cabo al crepúsculo:

«… cuya palabra hace descender el crepúsculo de la noche, cuya sabiduría abre las verjas celestiales, cuya comprensión transforma las épocas y las estaciones y dispone las estrellas que velan en el cielo según Tu voluntad…».

Trenzaba y enrollaba las palabras para afirmar su escala.

«Con un eterno amor Tú has amado la casa de Israel…».

Aliento tras aliento se aferraba a los barrotes de su fe.

«… y que nunca puedas retirarnos Tu amor. Sé alabado, oh Eterno, que amas a Tu pueblo Israel».

La noche había caído difuminando la silla y la cama en su frágil cajita. En cuanto al hombre estaba tan inmerso en sus plegarias que únicamente la Palabra testimoniaba su existencia.

Al llegar al país por él elegido, Himmelfarb había escandalizado a los que dirigían y aconsejaban, y a los que estimaban que un catedrático de facultad sólo podía solicitar un puesto adecuado a su capacidad. Quizá no le habrían aceptado, pero una negativa le habría dado al menos, como a ellos, ocasión de renegar, ese lujo de los tiempos de guerra.

Himmelfarb, sin embargo, no tenía la menor intención de presentar su candidatura. Su explicación era sencilla:

—La inteligencia no nos ha salvado.

Los de su raza encontraban extrañamente excéntrica aquella apostasía, por no llamarla despreciable. Respecto de los demás, les era perfectamente igual el que un judío culto y de edad se hiciera movilizar sin protestar, como soldado de segunda clase. Además, se trataba de un puerco extranjero, un sucio refugiado que podía considerarse feliz de encontrarse todavía en este mundo. Él estaba, en efecto, en el punto más alto, y no protestó cuando se le envió a una pocilga. Apreciaba lo bastante aquellos animales alegres y extrovertidos como para afligirse de comprobar que no tenía más que la fuerza necesaria para hacer lo que esperaban de él.

Después de una enfermedad, enceró los suelos del hospital en que le habían cuidado. Durante algún tiempo lavó la vajilla en una cantina militar, y limpió los retretes públicos. Se sentía a gusto con esto. La razón por la que se encontraba en Barranugli al llegar la paz, como obrero de la fábrica de faros de bicicletas Brighta, puede considerarse como vergonzosa. Las aspiraciones ascéticas y desinteresadas de aquel hombre se habían apartado tanto de su ideal, que buscaba la soledad. Había adquirido la costumbre de deambular los domingos por las afueras de la ciudad, y en uno de sus paseos había descubierto la casita marrón, rodeada de hierba, en Sarsaparrilla. En cuanto se dio cuenta de que las termitas, la carcoma, la seca podredumbre y el mal estado de las tuberías y del techo reducían el valor de aquel miserable local y que así tenía posibilidades de comprarlo, sus deseos cuidadosamente sofocados padecieron una violenta llamarada que consumió sus resoluciones. Estaba obsesionado con SU casa, e iba a verla sin cesar, temiendo que algún otro sintiera la misma atracción que él. Se volvió más amarillo, más huesudo, más cadavérico que antes, hasta el día en que finalmente el espíritu fue seducido por la materia, y corrió a depositar un adelanto. Necesitaba poseer aquella barraca ruinosa.

Instalado en Sarsaparrilla, se prometió el tesoro de la paz, y cuando reunió los muebles que le parecían necesarios, y su alegría y entusiasmo se hubieron calmado un poco, se fue a buscar un empleo en Barranugli, la ciudad vecina.

Él no eligió su puesto en los Faros Brighta, lo eligieron por él.

—Estos Faros de Bicicletas Brighta —declaró el empleado de la oficina de Trabajo— son un asunto reciente pero que marcha. También hacen instrumentos de geometría y pinzas para los cabellos y piden mano de obra no especializada. Además, veamos, me parece bien… estoy casi seguro de que el señor que lo dirige es extranjero. Se llama Mr. Rosetree. Si me lo permite yo creo que es exactamente lo que usted necesita. Algo de tipo continental.

—Mr. Rosetree —repitió Himmelfarb cuyos ojos se empaparon de ternura.

El Kiddouch[49] se elevó por encima del muro iluminado por el sol poniente.

—Es un buen asunto —continuó la voz administrativa—. Si usted tiene dificultades con el idioma, Mr. Rosetree estará a su lado. Usted no encontrará nada mejor por aquí; es algo magnífico y sin limitaciones.

Himmelfarb pensó y se dejó dirigir. Abandonarse es, después de todo, aceptar lo que se ofrece.

Y así fue a presentarse a los Faros de Bicicletas Brighta, que se fabricaban en un taller situado en las afueras de la ciudad, cerca de un río de aguas verdes.

Cuando llegó le hicieron sentarse, y después esperarse un buen rato para que se impresionara vivamente por la importancia del asunto. En efecto, fue colocado en el centro del universo de Mr. Rosetree. Por una puerta veía a dos señoras muy tiesas, muy desdeñosas, que juntas organizaban el correo de Mr. Rosetree con aire superior. La otra puerta daba al antro infernal en que eran fabricados y montados los faros Brighta con el mayor ruido posible. Las máquinas giraban, avanzaban y reculaban, subían y bajaban, violentamente agresivas salvo en un ángulo en el que runruneaban perezosamente con una especie de oleosa culpabilidad, mientras que en un lugar contiguo, en donde sobre el húmedo cemento un joven casi desnudo trabajaba con desprecio, silbaban y chirriaban con un furor parecido al del odio y hacían vibrar toda la fábrica. Sin embargo, un fondo sonoro dulcificaba el todo. Por el momento era una voz de contralto que chillaba en la radio hasta hacer saltar la caja. Busco mi amor, mi aaammooor… cantaba la voz que no ahorraba ningún esfuerzo. Las mujeres, ante la cinta sin fin, repetían con elegancia el único gesto que tenían que hacer, o soltaban su dentadura postiza, o cambiaban su chicle de lugar, o daban golpecitos con las tenazas pensando en lo que harían el viernes por la tarde. También había chicas jóvenes, cuyas cejas depiladas expresaban el disgusto que estaban obligadas a sufrir. Y hombres con chaquetillas, las manos en las caderas, u ocupados en liar un cigarrillo o en consultar la página deportiva de un periódico, que incluso condescendían, cuando era absolutamente necesario, a inclinarse para efectuar cualquier rito mecánico que exigiera su presencia.

Himmelfarb se fijó en un individuo de piel negra, doblado en dos en medio de la sala, en una postura que hacía crujir las vértebras, y que, una vez incorporado de nuevo, daba la impresión de estar compuesto de huesos, de venas y de delgadas fibras de músculos elásticos, todo dominado por la lejana expresión de su rostro sombrío. El indígena, o el mestizo, cogió su escobilla y la colocó delante de él circulando entre los bancos. Varias mujeres bajaban los ojos a su paso, y otras sonreían con un aire entendido, pero sin mirarle. No obstante el negro, perdido en su contemplación interior, parecía ignorar incluso los movimientos mecánicos de su instrumento. Él barría… barría… Como el aceite reflejado por luces secretas, así parecía estar recubierta su piel, tersa sobre el esqueleto de su torso desnudo. Mientras que movía su escobilla, su gruesa cabeza y su nuez arrogante manifestaban claramente que no le costaba demasiado soportar aquella ocupación.

Himmelfarb se dio cuenta en seguida de que la más gorda de las dos mecanógrafas intentaba atraer su atención. Sin levantarse de su asiento, parecía llamarle.

—Mr. Rosetree puede recibirle ahora —decía.

Las dos máquinas de escribir se habían callado. La más delgada de las dos señoras miraba sus teclas sonriendo, mientras que se subía una hombrera de la blusa que se había deslizado sobre su bíceps blanco encogido y erizado por una eterna carne de gallina.

Fascinado por todo lo que veía, el visitante no se había movido.

—Mr. Rosetree está ahora libre —repitió la mecanógrafa elevando la voz como se hace con los extranjeros; y añadió con ganas de reventar de risa—: Señor Himmelfarb…

Su compañera se rió tontamente, pero se dio la vuelta rápidamente para cerrar la cartera con iniciales grabadas que se encontraba sobre el archivo.

—Por aquí, por favor —dijo forzando la voz la gorda diva que transpiraba sobre su cojín de plástico, y se sentía molesta de que lo notaran.

—Gracias —dijo Himmelfarb, sonriendo a la mano que le indicaba la puerta.

Ella, naturalmente, no se levantó; no la pagaban para eso, y dejó caer su mano.

Himmelfarb penetró en el santuario de Mr. Rosetree.

—Buenos días, señor Himmelfarb —dijo Mr. Rosetree—. Póngase cómodo —añadió sin preguntarse si aquello era posible.

Él mismo parecía muy sosegado. Físicamente tenía el aspecto compuesto de las pelotas cuya suave elasticidad hacía pensar en el caucho, aunque su contextura recordaba más la de los Delikatessen del tipo rosa vivo y lustroso, Bratwurst, por ejemplo. Se tenía la impresión de que acababa de pulirse las uñas, y que había dejado caer sus manos regordetas, mientras que su labio inferior se torcía en la preocupación de un problema urgente.

Nada le demostraba a Himmelfarb que era él aquel problema, pero sospechaba que era el origen del mal sabor con que Mr. Rosetree había querido limpiarse la boca escupiendo.

—¿Ha trabajado antes? ¿No? ¡No importa! ¡Lo que cuenta es la buena voluntad!

Mr. Rosetree hilvanaba preguntas y respuestas en el tono que reservaba a las preocupaciones menores.

—¡Naturalmente, el salario será menos importante ya que usted no es especialista!

Dejó caer en un platillo de baquelita una goma que sonó desagradablemente.

—Es normal —dijo Himmelfarb sonriendo, sintiéndose feliz sin saber exactamente por qué.

«¿Es un malvado o un imbécil?», se preguntaba Mr. Rosetree dispuesto a la cólera o al desprecio. De momento no comprendía nada. Y de repente hubiera deseado apasionadamente rebelarse contra todas sus dudas. Su mal humor ensombreció la atmósfera.

Himmelfarb sentía el corazón tan ligero que no se dio cuenta de nada.

—¿Usted no es de aquí? —no pudo impedir preguntar a Mr. Rosetree, pero con la mayor prudencia, porque también él había llevado máscara.

—Yo soy australiano —respondió Mr. Rosetree, que se molestó en desplazar varios objetos sobre su mesa.

—¡Ah! —suspiró Himmelfarb—. Me había parecido… ¡Perdóneme, se lo ruego!

—No niego que he venido aquí por razones personales. Por razones que sólo a mí me conciernen…

Mr. Rosetree tiró la goma al aire, intentó recogerla y falló.

—No quisiera ser indiscreto, pero me he preguntado si usted no sería oriundo de Polonia.

Mr. Rosetree frunció el ceño y rompió la goma en dos.

—Digamos de Viena, si usted quiere.

Himmelfarb insistió:

Also, sprechen wir zusammen Deutsch?

—Aquí no. ¡A ningún precio! —replicó vivamente Mr. Rosetree—. ¡Ahora somos australianos!

Hubiera querido liberarse de aquella situación, pero se pegaba a él como el chicle masticado. En efecto, Himmelfarb le arrastraba a una conspiración. Bajando el tono e inclinándose hacia él, con las manos tocando por fin en el blanco, murmuraba dulcemente:

—¿Es usted uno de tos nuestros?

—¿Eh?

Mr. Rosetree se sentía muy a disgusto moralmente, pero también físicamente. No conseguía deslizar su pantalón que se le había subido y le pellizcaba dolorosamente la ingle.

—Sí —insistía Himmelfarb—. Estoy seguro de que usted era uno de los nuestros.

Entonces Mr. Rosetree hizo crujir algo que le liberó.

—Si es de religión de lo que quiere hablar después de haber dado tantos rodeos —y déjeme que le diga, señor Himmelfarb, que la religión no cuenta mucho en este país— sepa que yo frecuento la iglesia católica de San Aloysius.

A Mr. Rosetree no le gustaban las amenazas.

—La iglesia católica —insistió—. ¿Lo entiende bien? En Paradise East.

—¡Ah!

Himmelfarb se rindió y retrocedió contra el archivo.

En aquel momento un personaje con chaquetilla entró en el despacho. Su aspecto era tal que los tabiques de cartón parecieron estirarse para contenerle.

—No hay calibre 22, Harry —declaró—. Y eso que he revuelto bien el almacén…

—¿No hay calibre 22?

Mr. Rosetree tenía por fin un motivo para estallar.

—Exacto —respondió el otro, un muchacho tranquilo en suma, una vez que había conseguido imponerse.

Permanecía allí, rascándose los pelos de su sobaco izquierdo, y respirando por la boca.

—¡No hay calibre 22! —protestó Harry Rosetree—. ¡Pero el tipo del que te hablé había prometido entregarlo ayer!

—Habrá que creer que no le hemos caído en gracia —sugirió el muchacho tranquilo.

Himmelfarb, que no tenía otra cosa que hacer, examinaba su vientre bajo su chaleco de algodón. Existen momentos en que la posición del ombligo humano parece tener una lógica casi perfecta.

—¿Qué es lo que he hecho a la gente? ¡Me gustaría que me lo dijeran! —suplicó Mr. Rosetree.

Su boca se había humedecido. Pasaba con ambas manos las páginas de la guía telefónica, de montón en montón.

—Todos son parecidos, patrón, ¡créame! —dijo el otro en un tono reconfortante.

Entonces la más robusta de las dos señoras de la oficina asomó la cabeza por la puerta. Su doble papada tenía un color parecido al malva.

—Perdóneme, Mr. Rosetree. Su esposa está al otro lado del hilo.

—¿Mi esposa? ¡No es posible!

—¿Qué va a hacer, Mr. Rosetree?

—¡No es posible, Miss Whibley! ¿Le ha dicho ella que le tengo que hacer algo?

Mr. Rosetree, manifiestamente, se divertía con los chistes verdes.

Se puso a hablar al aparato:

—Sí, sí. De acuerdo. ¡De acuerdo! ¡De acuerdo! Por lo menos no hasta ese punto. ¡Y cómo! ¡De acuerdo! ¿Eh? ¿Qué quieres hacer tarta de manzana? Pero a mí me gusta más la Torte[50] Yo no puedo digerir la tarta de manzana. Peor para Arch y Marge. ¡Hazlo por mí, Shirl! De acuerdo. Ahora tengo trabajo.

Después de haber lanzado aquel notición entre los engranajes de su vida familiar, se sintió más tranquilizado, y luego recordó que había algo más. Estaba la traición de todos los proveedores y además, más incomprensible, la presencia de aquel tipo, Himmelfarb.

Entonces Harry Rosetree se dio cuenta de que su angustia latente, de la que nunca había conseguido desprenderse, comenzaba a invadir su precario despacho, hasta entonces protegido. Se esparcía parecida a un montón de cuerpos desnudos y supurantes. La fetidez casi le hacía vomitar, lo mismo que su notable sentido de los negocios le decía que jamás conseguiría desembarazarse de aquel montón de cadáveres.

Se puso a hablar con una voz pastosa:

—Venga el lunes y podrá comenzar. Pero será un trabajo fastidioso, se lo prevengo, ¡verdaderamente fastidioso! Si lo resiste…

—Ya los he resistido varias veces —respondió Himmelfarb—. Y sin duda los he visto peores.

Se levantó.

¡De toda aquella banda de intelectuales judíos, Harry Rosetree estaba hasta la punta de los pelos! ¡Freud y Mozart y todo ese Kaffeequatsch[51]!. Si no sentía también odio, no sólo por una clase social sino por toda la raza, era porque tenía el corazón tierno, y su deseo de ser amado había permanecido en él desde la infancia. Pero su infancia estaba asolada; no quedaba nada, salvo las voces de las mujeres de tinte sombrío que continuaban vibrando para él.

—¿Qué pasa, Harry? —preguntó el encargado que se llamaba Ernie Theobalds—. ¿Le duele la pierna? Nunca me había fijado que tiene una más corta que otra.

—No me pasa nada.

—Va a tropezar.

—Siento un hormigueo…

Para demostrarlo, Harry Rosetree se puso a dar golpecitos con el pie.

En la otra oficina, las dos mecanógrafas envolvían a sus máquinas con sus brazos.

Himmelfarb había salido y bordeaba el río verde, allá por donde nadie se había paseado nunca. El río brillaba para él. Los pájaros, sin duda golondrinas, volaban bajos, rozando la superficie, y él les tendía la mano. Los pájaros naturalmente no se acercaban, pero él tocaba las parábolas luminosas que trazaban. Él parecía tener los hilos de su vuelo en sus dedos, ser el dueño de sus alas vibrantes.

De repente recordó que había olvidado hablar del salario con su futuro patrón, pero aquello no le inquietó en aquella verde irradiación que emanaba para él y llegaba a envolverle. El agua fluía, la luz golpeaba en sus confusas orillas. Todo era apacible, pero hubo un momento de angustia y se preguntó si se habría atrevido a asumir poderes a los que no tenía derecho, y si le estaba incluso permitido aceptar humildemente la bendición de la luz y del agua.

Himmelfarb fue a trabajar el lunes. Llevó su comida en una bolsa de plástico oscuro, y que también contenía uno o dos objetos de valor que no habría querido dejar en su casa, por miedo a un incendio. Tomó el autobús para Barranugli y descendió antes de llegar a la ciudad, delante de la fábrica Rosetree al borde del río. Le hicieron sentarse ante una máquina con la cual debería perforar una placa circular de acero, y así repetir su gesto interminablemente. Ernie Theobalds, el encargado, le puso al corriente con una o dos bromas fáciles. Recibió la carta de trabajo, y así empezó.

Todas las mañanas, Himmelfarb cogía el autobús para Barranugli, salvo el sábado en que se cerraba la fábrica, lo mismo que el domingo, naturalmente. Se hizo muy mañoso en su cargo no especializado y encontró una habilidad especial para hacer saltar la placa de acero. Sentado delante de su perforadora, recordaba con pena algunas actitudes y algunos episodios de su vida pasada que hasta entonces había encontrado perfectamente naturales. Existía, por ejemplo, la presunción de fondo y forma de su monografía sobre un oscuro novelista inglés, lo mismo que todos sus trabajos de crítica. Las frases de las oraciones que había mascullado en su arrogante juventud, por fin subían a sus labios. Sobre todo recordaba a aquellos que le habían faltado: su mujer Reha, el espantoso tintorero, la señora de Czernowitz, por no citar a otros. A veces, cuando perforaba el metal, el instrumento rozaba su carne y él lo aceptaba.

Algunos de sus compañeros de trabajo habrían bromeado gustosamente con él, cambiando aquellas jocosas observaciones que eran el pan nuestro de cada día en el taller, pero se abstenían de hacerlo porque notaban en él algo extraño. Muchos de ellos nunca habían visto un rostro como el suyo. Esforzarse en leer lo que éste podía contener era una empresa que no tentaba a nadie. Si a veces el extranjero tenía algo que decir, se tenía la impresión de que era un absurdo fenómeno, como si en lugar de burbujas transparentes, de la boca de un pez en un acuario, salieran palabras vagamente inteligibles.

Así, las señoras de materia plástica y los hombres con barriga bajaban la cabeza sobre su trabajo. Los aprendices desdentados esbozaban una sonrisa sin alegría. En cuanto a las chicas jóvenes su expresión decía claramente que él les importaba un pito.

Una o dos veces el aborigen, en su barrer, se detuvo cerca de la perforadora del judío. Entonces Himmelfarb decidió que quizá le hablaría un día, pero que aún no era el momento de hacerlo. No es que él sospechara posible la menor afinidad entre los dos, sino que la sola presencia del negro le aportaba cierto calor humano.

Después de uno de estos rapprochements[52] una abuela de cabellos azules dejó por un momento de montar los faros Brighta. Levantó los brazos y gritó al extranjero:

—¡Sucio! ¡Sucio!

Las correas de las máquinas continuaban funcionando.

—¡No toques al negrito! ¡Enfermo! —gimió.

Incluso si el objeto de su desprecio no había escuchado, o había decidido de una vez por todas no escuchar, Himmelfarb se sentía a disgusto, cuando debería haber respondido con una broma. Un tipo, al verle embarazado, creyó que no había entendido y le murmuró al oído:

—Ella quiere prevenirle que él está podrido hasta los intestinos.

Como Himmelfarb no respondía a nada, el compañero se alejó. Además, los extranjeros le molestaban.

Las máquinas seguían funcionando.

A veces se oían los pasos de Mr. Rosetree sobre la pasarela. Parecían vacilar cerca de la perforadora, pero sólo era un instante, y luego continuaban. El patrón no había dirigido la palabra a Himmelfarb desde su primera entrevista, pero a éste no le preocupaba: ¡nada más natural por parte de un importante hombre de negocios, padre de familia y propietario! Las mujeres delante de su puesto, hablaban a menudo abiertamente del dueño. Sin haber ido nunca a su casa, parecían conocer de memoria el deseable contenido de todas las habitaciones de la misma. Pero no sentían envidia, sino intermitentemente, cuando estaban apuradas, por ejemplo, cuando llevaban un retraso en los plazos de su lavadora. En general admiraban los signos externos de riqueza en los demás, y de ahí el prestigio de Mr. Rosetree.

A veces salía de su despacho y, de pie contra la rampa, inspeccionaba las filas de obreros y de máquinas runruneantes y espasmódicas. Entonces las mujeres inclinaban la cabeza como si ellas fueran personalmente la causa de su aparición, e incluso los hombres más sensatos hacían reflexiones de una brutalidad tan inofensiva que no habrían sido motivo más que de heridas superficiales si hubieran sido escuchadas. Los buenos salarios creaban en los más cínicos de ellos una especie de ternura protectora hacia su patrón, ese pobre papanatas sin malicia.

En cuanto a Himmelfarb, sentado en su máquina, incluso sin levantar la vista, era también consciente de la presencia de su patrón.

Los Rosetree vivían en el número 15 de Persimmon Street, en Paradise East, en un edificio de ladrillo de primera calidad, con agua corriente —no tenían alcantarilla, pero sí una fosa séptica—, y naturalmente, teléfono —no era cosa de vivir una sola mañana sin teléfono—. Aquellos detalles eran suficientes para hacer aumentar el valor de la casa; pero los Rosetree se mudaron de casa para realizar una inversión sobre el terreno. ¿Qué es el terreno —en efecto, una tierra pobre, arenosa, cubierta de matojos— sino una inversión? Por la mañana Mrs. Rosetree escuchaba alrededor de su casa la sorda caída de los eucaliptus. En su lugar, ladrillo a ladrillo, se construían los edificios.

Harry Rosetree estaba muy orgulloso del marco en el que vivía. El domingo lo pasaba en el jardín de su casa de ladrillos color albaricoque, entre todos los nuevos arbustos que había plantado, todavía provistos de sus etiquetas a fin de poder leer sus extraños nombres en caso de que algún vecino quisiera informarse. ¿Quién no habría estado satisfecho? ¿Y del Ford Customline, uno de los primeros importados después de la guerra? Y además había chiquillos. Mr. Rosetree era un padre indulgente, pero Steve y Rosie se lo merecían: aprendían muchas cosas y muy de prisa. Su acento australiano no era peor que el de los niños nacidos en Australia. Habían tomado la costumbre de atiborrarse de helados y golosinas y sabían utilizar la salsa de tomate incluso cuando la botella tenía la boca obturada por el pegote negro de salsa seca. Por esto Harry Rosetree transpiraba satisfacción por todos los poros, gracias a ellos y a Mrs. Rosetree que había aprendido más que todos los otros juntos.

Ella sabía decir con autoridad: «Esto no se hace en Australia». Su poder de asimilación era sorprendente y había aprendido el idioma la primera. Hablaba con un timbre metálico; las palabras salían de su boca como monedas de bronce. Era evidente que era a Shirl Rosetree a quien pertenecían la casa, el reluciente coche, los nuevos arbustos, el reloj de caja y su carillón de Westminster, la radio, la lavadora y la batidora. Nadie podía ignorarlo, ya que cuando invitaba a sus vecinas a tomar una taza de té con pastas por la tarde, no se escuchaba más que mi casa, mis hijos, mi Ford Customline. También existía un abrigo de piel, único por el momento, pero se prometía comprarse otro lo antes posible.

¿Quién la habría criticado? Shirl Rosetree se había visto obligada más de una vez a abandonarlo todo. Hay que comprar oro, hubiera dicho en otros tiempos, porque se oculta fácilmente. Por ello había comprado la crucecita de oro en la Rotenturmstrasse antes de huir. La llevaba a todas partes. Cuando se movía, la sentía agitarse entre sus pechos, pero era reconfortante llevar una cruz. Y sin embargo, Marge Pendlebury había dicho al principio: «Nunca hubiera sospechado que los Rosetree fueran papistas. Aquí no hay más católicos que los funcionarios y los hombres políticos… ¡y eso cuando creen en algo!». Shirl había tendido la oreja consciente de todo lo que aún le quedaba por aprender. «Arch y yo somos metodistas, pero no practicantes; ¡la vida es demasiado corta!».

Entonces la pequeña cruz de la Rotenturmstrasse bailó menos alegremente contra el pecho de Shirl.

—¿No sabes, Harry? Arch y Marge son metodistas.

—¿Y qué? —dijo su marido.

—¡Todo el mundo tiene el aspecto de ser eso aquí!

Él le dio un cariñoso cachete. Ella era regordeta, pero no siempre fácil; su mirada era capaz de volverse negra, y entonces gritaba.

Um Gottes Willen, du Trottel, du Wasserkopf! Muss ich immer Sechel für zwei haben[53]?

Pero él no se dejaba conducir y siempre defendía así su opinión.

—¡Pues sólo faltaba esto! —añadía.

Los Rosetree se entendían con una pasión casi espantosa. A la sombra de su casa de ladrillo, rodeados de sus objetos costosos, Shirl y Harry Rosetree volvían a ser despiadadamente Shulamith y Haïm Rosenbaum. Oy-yoy, con qué brutalidad resonaba entonces el carillón de Westminster en el vestíbulo. Un ratón podría haber cortado el hilo de la vida con sólo un pequeño mordisco, mientras que los errantes recorrían juntos las dunas nocturnas sin llegar a ninguna parte, salvo en el pasado del que se evadían en el sueño, aquel otro cebo. Porque Haïm estaría otra vez vendiendo su quincallería y de nuevo escapándose por los pueblos del sueño, y Shulamith, pese a la eficacia que conservaba su crucecita en el sueño, debía regresar corriendo sobre las destrozadas aceras para obedecer a la mujer delgada y amarilla que era su abuela, y que le gritaba que las estrellas habían salido y que llegaba la Novia.

Si no fuera porque el día les hacía recuperar el aplomo, aquella especie de persecución nocturna les hubiera resultado intolerable. Pero la mañana llegaba a Paradise Street con el sonido de persianas venecianas. Allí se levantaban las elegantes casas todo de ladrillo, y los tendederos de ropa giratorios y sus cubos de la basura galvanizados.

Durante el día, los Rosenbaum a veces cedían a sus ganas de comer un plato de otros tiempos. Beinfleisch mit Krensoss[54] por ejemplo. Devoraban como si tuvieran miedo a que les quitaran el plato. Los labios rebosaban de grasa y sus mejillas se hinchaban con los gruesos bocados de Nockerl[55].

Entonces Haïm Rosenbaum preguntaba:

—Steve, ¿por qué no comes la carne?

—Mamá dijo que hoy comeríamos chuletas de cordero.

—Echa un poco de salsa de tomate por encima y tendrás la impresión de comer chuletas de cordero —respondía el padre.

Pero Steve Rosetree tenía horror a este tipo de respuestas.

—¡No me gusta este maldito tufo extraño!

—¡Te prohíbo que hables así, Steve! —dijo su madre orgullosamente.

Le gustaba charlar de sobremesa después de una comida de Beinfleisch y (con una uña roja y cuidada) extraerse los filamentos que habían quedado entre sus dientes, evocando el placer de otros tiempos.

Un día preguntó:

—Y el viejo judío de la fábrica, Harry, ¿qué es lo que hace?

—¿Qué tienes tú que ver con ese viejo judío?

—¿Qué es lo que pretende hacer?

—¡Diablos! ¿Cómo quieres que conozca las intenciones de todos los malditos judíos de este país?

—Pero tú me habías dicho que éste era culto, ¿no?

—Habla bien. Habla tan bien que nadie comprende lo que dice.

Harry Rosetree eructó.

—¡Uno siente la religión ortodoxa en este tipo de judíos!

Su mujer se echó a reír.

—¡Los tiempos han cambiado! ¿Desde cuándo quieres hacerte ortodoxo?

Pero a ella le hubiera gustado mucho volver a ver las manos encender las luces de Hanouka[56]. Los mismos pergaminos de la Torah no estaban ya más cubiertos de signos que los rostros de cera de algunos viejos judíos.

—¡Los tiempos han cambiado, es cierto! —dijo su marido—. Pero no veo por qué he de vigilar todo lo que hacen los judíos que pasan por la fábrica.

—Bien, de acuerdo.

Jugó con las mandíbulas, medio riendo, medio balbuciendo, y le brilló un diente de oro. Pero no pudo evitar una observación que lamentó inmediatamente.

—No eres capaz de nada, Harry, la sangre te tira.

—La sangre tira y la sangre corre. Entonces ¿todo lo que hemos visto no ha servido de nada?

—¿Qué sangre? —preguntó la chiquilla.

En la conversación de sus padres, escuchaba a menudo palabras que la intrigaban y le llamaban la atención.

—Nada, querida. Papá y mamá estaban a punto de discutir.

—¡En el convento hay una estatua de Nuestro Señor y la sangre se diría que es verdadera sangre húmeda!

E hizo la pequeña mueca que reservaba para los buenos sentimientos.

—¡Tanto lloré por Pascua que las hermanas tuvieron que consolarme! ¡Qué buenas son las hermanas! Yo quiero ser monja, mamá. Quiero ser una santa. Tendré visiones de rosas y esas cosas.

—Ya lo ves, Shirl, Rosie piensa como debe —dijo el padre sonriendo—. Y como la chiquilla es razonable y escucha a su viejo papá, sus visiones se volverán más prácticas. ¡El olor de las rosas nunca ha conducido muy lejos!

Shirl Rosetree suspiró. Frunció el ceño. Sin duda era cierto, pero la verdad no ha sido nunca más que una media verdad. Por eso ella se sentía nervös. ¡Y todas aquellas situaciones familiares, frágiles como la baquelita!

A veces tenía miedo de estar enferma del corazón, y hubiera querido consultar a un buen médico europeo, ¡pero éstos robaban de tal manera! O bien a un sacerdote. No obstante, sabía que, después de todo, no le habría dicho verdaderamente todo… Y además, ¿qué es lo que podía comprender un sacerdote? Todas las veces que abandonaba el confesonario, sentía dolor de estómago. ¡Un viejo buen hombre apestando en una caja de madera!

Aquella vez se sentía verdaderamente mal. ¡Por culpa de la Beinfleisch y de la buena Krensoss! ¡Debía estar completamente amarilla! Suspiró jugando con la crucecita de oro que se ocultaba entre sus pechos y declaró:

—Encuentro que esta estúpida conversación ya ha durado bastante. Todo eso no quiere decir nada. Voy a tumbarme a leer una revista.

La voz de los Rosetree revelaba que un extraño estaba entre ellos. Si vacilaban en burlarse, era por razones muy personales, incluso místicas, y porque la burla era un lujo que sólo podían permitirse muy de cuando en cuando. La voz de Sarsaparrilla, haciendo epílogo sobre el mismo tema, ignoraba tales inhibiciones y estimaban que juzgar a las almas y entregarse a un frenesí de ojeriza era su indiscutible derecho.

—No hubiera creído que llegáramos a esto —repetía Mistress Flack—. Tantos extranjeros como desembarcan, y nuestros chicos que siguen desnudos por ahí, sin contar con lo que esperan sus tumbas, allá, en los campos de batalla. ¡Promesas de ministros! ¿Qué pasará cuando haya demasiadas bocas que alimentar y muchos más extranjeros? Sé el número de ellos, porque lo he leído, pero no lo recuerdo…

Entonces la amiga de Mrs. Flack, Mrs. Jolley, se aclaraba la garganta y exclamaba:

—¡Es cierto, hay que reflexionar! Hay que preguntarse quién cuenta aquí. ¡Nosotros no, claro! ¡Sobre todo los que untan la mano a las personas bien colocadas y a los funcionarios! Los que llegan son ellos, ¡nunca nosotros!

—Tenga en cuenta que algunos funcionarios son gente bien —se sintió obligada a conceder Mrs. Flack.

—¡Claro está! Y yo lo digo con conocimiento de causa, ya que uno de mis yernos es funcionario. El marido de Merle, Mr. Apps.

—Yo incluso estoy segura de que entre nuestros políticos existe moralidad.

—Naturalmente. También son padres de familia. ¡Los hijos son los que marcan la diferencia!

La abstracción elevaba a ambas señoras hasta alturas tan refinadas que no se atrevían a mirarse, pero cada cual con la mirada fija y soñadora, se absorbía en los abismos de su pensamiento, cuyo desarrollo algodonoso contemplaban.

De repente, la mirada de Mrs. Flack pareció detenerse en un punto, que era un pequeño enano de yeso cuya pareja estaba colocada en el césped, entre las flores, cerca de los dorados cipreses.

—Me parece —dijo— que un judío extranjero ha venido a vivir en la avenida Montebello…

Entonces tuvo el aspecto de tragar algo, pero continuó:

—Más arriba de la estafeta, en una casa de madera.

Estiró las rayas pálidas de sus labios.

—Está tan llena de termitas que se las oye al pasar por la acera.

—En la avenida Montebello —confirmó Mrs. Jolley—. ¡Exacto! He visto a ese señor, bueno, a ese hombre; tiene un extraño aspecto. Se dice que es judío y extranjero. Hace mucho tiempo que está aquí.

—La casa está ruinosa —continuó Mrs. Flack—. Pero después de todo, Mrs. Jolley, una casa es una casa, sobre todo cuando hay tantas personas sin techo, y desmovilizados.

—¡Es de desear se hagan tratos de favor para aquellos que tienen algún derecho!

—¿Qué es lo que quiere decir? —preguntó Mrs. Flack, lo que era muy embarazoso, ya que Mrs. Jolley no tenía la menor idea.

—Dios mío —dijo—. Quiero decir que un desmovilizado es un desmovilizado, ¿comprende?

Mrs. Flack se aplacó:

—¡Perfectamente!

Pero Mrs. Jolley decidió que era la hora de irse. Transpiraba desagradablemente por las pantorrillas.

Entonces Mrs. Flack lanzó una bomba:

—¿Qué diría si la acompaño un tramo? El aire me sentará bien.

Era una decisión revolucionaria, ya que Mrs. Flack no caminaba nunca si no era absolutamente necesario, a causa de su corazón, de su tensión, de sus varices, de su mal estado general. El aire resultaba tan extraño a su piel amarilla como un judío en Sarsaparrilla.

Mrs. Jolley no pudo contenerse por más tiempo.

—Dios mío, si usted cree verdaderamente… Pero he de darme prisa, mi ama… —ahí no pudo evitar el reírse—… debe esperarme en Xanadu.

—No iré muy lejos —dijo Mrs. Flack—. No tengo por costumbre hacer llegar tarde a la gente. Simplemente hasta la avenida Montebello.

—¡Ah, ah! —cloqueó Mrs. Jolley.

Era ciertamente apasionante que caminaran juntas a lo largo de las casas que ya no tenían secretos ni para Mrs. Jolley, con su velo de color malva, ni para Mrs. Flack, con su aplastado sombrero negro coronado de polvo.

—Las personas que viven aquí —dijo Mrs. Flack con un tono tan punzante como era posible— no deberían ser aceptadas en un barrio decente.

Mrs. Jolley necesitaba alargar el cuello. A Mrs. Flack se le hacía la boca agua.

—No puedo adelantar nada porque sólo serviría para confundirla —continuó—. En realidad, se trata de un padre de familia y una chica, su propia hija, para no ocultarle nada. Tiene un cochecito en el que no hay sitio ni para tres ¡y ella lleva unas blusas tan escotadas como un bañador, que no tapan nada!

—¡Cuántas cosas sabe usted!

Tenía la impresión de estar de repente siendo iniciada en todos los secretos, gracias a la generosidad de Mrs. Flack. Caminaba sonrojada, pero orgullosa.

—Ahí está la estafeta —continuó Mrs. Flack— y ahí está Mrs. Sugden.

No pudo evitar llamarla:

—¡Hu, hu, Mrs. Sugden! ¿Cómo estamos hoy?

Mrs. Sugden estaba bien, gracias.

Mrs. Flack detestaba a la encargada de correos, porque jamás conseguía sacarle la menor confidencia.

Y luego ambas señoras se pusieron a caminar más prudentemente, porque entraban en la avenida Montebello. Se torcían ya los tobillos con los guijarros. Allá donde debería haber una acera, la hierba, de por sí desagradable, rezumaba un jugo negro cuando no desgarraba las medias, y amenazaba a cada paso revelar los peores horrores.

—¡Qué ganas tiene de continuar viviendo en Xanadu! —exclamó Mrs. Flack que se abría camino entre las matas.

A aquello Mrs. Jolley respondía generalmente: «O se tienen principios o no se tienen», pero hay que reconocer que aquel día la vitalidad de Mrs. Flack era tan fuerte que su amiga se encontraba en inferioridad. Por eso replicó:

—¡Los mendigos no tienen elección!

—¡Cáspita! —exclamó Mrs. Flack de una forma bastante desacostumbrada.

La novedad y aquel camino de matas le daban audacia; su cutis de cera le confería un aspecto delicuescente.

—¡Mire! —silbó de repente, reteniendo a su compañera por la falda.

Se hubiera dicho que se trataba de un cazador experimentado que conducía al novato hacia la presa. Sin embargo, la presa todavía no era visible, sólo su guarida.

Ocultas tras un montón de abrojos, ambas mujeres observaban la casa del judío. La pequeña cabaña oscura tenía la obscena pobreza que ellas esperaban. En un lado de la valla, de la que los habitantes anteriores habían arrancado algunas estacas para calentarse en invierno, la cizaña estaba a punto de abrir sus pétalos algodonosos. ¡Claro que había sauces! Nadie hubiera podido ignorarlos, pero carecían de valor ya que nada habían costado. Los sauces ahogaban la mezquina casita bajo cascadas de hojas que rozaban dulcemente sus costados de madera. Muchos paseantes habrían deseado sumergirse en sus consoladoras profundidades y allí perderse, pero las dos espías esperaban descubrir algo que les llegara al alma, un feto, por ejemplo, o un cuerpo mutilado. Pero hubieron de contentarse con el espectáculo del tejado que amenazaba ruina, y unas ventanas que resplandecían de limpieza, pero ignoraban la habitual decencia del encaje o del tul.

—¡Ni siquiera un geranio! —dijo Mrs. Flack con una amarga satisfacción.

Después la puerta se abrió y, téngase en cuenta, no fue el judío el que apareció, lo que ya hubiera sido pasablemente excitante, sino una mujer, ¡una mujer! De unos cuarenta años, gruesa, con un traje deforme y estropeado… Una mujer sin importancia.

Mrs. Jolley reaccionó la primera. Tenía en general buena vista, pero Mrs. Flack tenía más intuición.

—¡Mire! —dijo Mrs. Jolley—. ¡No es posible! ¡Es Mrs. Godbold!

Mrs. Flack no reaccionaba, pero consiguió articular:

—¡Siempre he pensado que Mrs. Godbold ocultaba su juego, pero no sospechaba que hasta este punto!

—¡Es increíble hasta dónde pueden llegar ciertas criaturas! —dijo Mrs. Jolley.

Pues por fin él acababa de aparecer. El judío. Ambas señoras juntaron sus manos enguantadas. Nunca habían visto nada tan amarillo, tan extraño. ¿Extraño? Espantoso, ¡espantoso! La tempestad brotaba en sus honestos pechos que pudorosos corsés se esforzaban por contener. Mrs. Flack debió evitar vivamente las expresiones que le venían a la boca.

Mrs. Jolley, según había confesado, se había encontrado con el hombre en una o dos ocasiones, cuando se dirigía de Xanadu a Sarsaparrilla, pero no había notado aquella chocante fealdad, aquel cabello mal colocado, aquella cabeza demasiado bulbosa y demasiado gruesa, aquella nariz verdaderamente monstruosa, aunque pensó que su deber era excusarse con su delicada compañera.

Pero ésta alargaba el cuello.

—¡Qué alto es! —murmuró entre sus dientes húmedos.

—No es pequeño —opinó Mrs. Jolley.

Las dos se habían incorporado sobre sus piernas separadas.

—¡Quién hubiera podido creer que Mrs. Godbold…! —consiguió articular Mrs. Flack.

Mrs. Godbold y el hombre estaban de pie en los escalones de la galería exterior, ella en el más bajo, él en el más alto, por lo que la mujer se veía obligada a levantar la cabeza y exponer su rostro a su mirada y a la del sol.

Era evidente que el rostro chato y generalmente hermético de la mujer se había alegrado bajo la influencia de una experiencia secreta, o quizá sólo se trataba de la luz que doraba su cutis, disolvía el velo de duda y de desánimo que deja la vida, lanzando su soplo sobre los cabellos severamente trenzados, y envolviéndola en una aureola que, si no era sobrenatural —la razón se oponía a esto— ponía un fondo agradable a las evoluciones de los mosquitos y de las flores. El mismo judío, en verdad, comenzaba a revestir un cierto esplendor mineral mientras hablaba, incluso cuando reía con su amiga, en aquella envoltura, en aquel molde de luz. Aquellos dos seres parecían estar fortalecidos por algo importante, o ¿quizás estaban debilitados por el actual abandono de todas sus defensas? Las que les observaban hubieran dado algo por saberlo, pero no podían adivinar nada.

Mrs. Jolley y Mrs. Flack se contentaban con alargar el cuello y tragar saliva bajo sus sombreros, esperando que sucediera algo.

—¿Qué es eso? —preguntó por fin Mrs. Flack.

Pero Mrs. Jolley no la escuchaba. Su boca entreabierta dejaba escapar su ronco aliento, y el judío mostraba alguna cosa a Mrs. Godbold. No se distinguía lo que era: ¿un paquete?, ¿un pájaro? ¡Pero un pájaro blanco no era lo más probable! En cualquier caso ellos no apartaban los ojos de lo que fuera.

—Creo que se ha herido en la mano —acabó Mrs. Jolley—. Ella le ha hecho una cura. ¡Es un medio como otro cualquiera!

Mrs. Flack, incrédula, hizo silbar la lengua entre sus dientes. Ahora estaba cansada.

Así como la gente que en el momento de separarse lanzan la pelota de la amistad en un último resplandor y ésta queda un breve instante suspendida, bella y luminosa, así, por encima del judío y de Mrs. Godbold se vio brillar la esfera de oro. Sus risas salieron de sus gargantas y resonaron juntas mientras la luz se rompía contra sus dientes. Las mismas intrusas sospecharon que mucho de todo aquello era secreto y misterioso, y por un momento se alejó su odio.

Cuando sus pensamientos recobraron sus caminos habituales, Mrs. Jolley preguntó a su compañera:

—¿Cree usted que ella viene a menudo a verle?

—No tengo ninguna forma de saberlo —respondió Mrs. Flack que, manifiestamente, lo sabía.

—Chisst —añadió rápida como una culebra, ya que Mrs. Godbold se volvía.

—Nos veremos en la iglesia —susurró Mrs. Jolley.

—Nos veremos en la iglesia —repitió Mrs. Flack.

Sus ojos parpadearon un momento ante el pensamiento de Cristo que emergería a la superficie el domingo por la mañana.

Después se separaron.

Mrs. Jolley continuó viva pero discretamente el camino que la conducía a Xanadu. Hubiera querido matar alguna bestia lo suficientemente feroz como para que pudiera conquistar la gloria, y lo bastante débil como para que eso fuera posible. Pero como había pocas oportunidades de encontrar semejante víctima pese a la maleza que cubría toda aquella parte, dejó a su espíritu vagabundo imaginar todas las formas posibles de continuar atormentando un alma humana.

La mañana en que la mano de Himmelfarb fue herida por la perforadora, que agujereaba interminablemente una considerable sucesión de placas de metal, era un desierto, también interminable, de un sucio amarillo metálico, allí donde los postigos relucían o una claraboya dejaba entrar las flechas del sol. La luz golpeaba, y dagas de acero y de indiferencia se desprendían parando golpe tras golpe. Sin embargo se causaban heridas. Su pasado se enroscaba a la garganta de los hombres en mangas de camisa, y brotaba a oleadas agrias, mientras que otros llegaban a expresar su resentimiento mediante pequeñas ventosidades sonoras. Algunas de aquellas mujeres que estaban tan desnudas como lo permitía la decencia, y de esta forma parecían increíblemente blancas, juraban por todos los demonios que si ganaban en la lotería abandonarían a sus maridos. La humedad recubría todas las superficies, fueran de piel o metal. La carne se impregnaba de ella. Únicamente el metal parecía haber hecho una alianza con la ironía, y las máquinas seguían balanceando sus correas, trepidando, silbando con una exuberancia aún más divertida, resoplando y escupiendo con una potente virulencia.

Inmediatamente después de la pausa para fumar, la mano de Himmelfarb rozó la punta del pequeño taladro. El incidente fue breve, banal, sin ninguna importancia y pasó inadvertido. De momento, Himmelfarb no sintió gran cosa. Como por aquel entonces él había conseguido abstraerse de la fábrica, estaba protegido contra las heridas físicas y morales que le infligiera. Pero aquella vez la sangre manaba de su mano izquierda cuya palma estaba completamente perforada.

Tras un momento, se dirigió al lavabo para lavarse la herida. Nadie se encontraba allí, excepto —como se dio cuenta— el negro que se miraba fijamente en el espejo, a menos que empleara el espejo como una puerta de escape.

Himmelfarb colocó la mano bajo el grifo. De la mano fluía la sangre en largos hilos efímeros. Por momentos el efecto adquiría una belleza extraña y fascinante.

Eso es lo que parecía pensar el aborigen que devoraba con los ojos la herida sangrante. ¿Era su reminiscente curiosidad, simpatía? Era imposible decirlo, pero él parecía completamente pasivo y absorto en aquel espectáculo.

Entonces el dolor se desprendió en el cuerpo de Himmelfarb. Por un momento tuvo miedo de que su compañero de trabajo le dirigiera la palabra, ya que no habría podido responder más que palabras vulgares.

Pero éste se lo ahorró, o quizá se sintió decepcionado: en efecto, el aborigen se alejaba, abandonando una visión todavía medio formada, retrocediendo ante una gestión que no sabía o no se atrevía a emprender.

Así pues, se marchó el negro, y Himmelfarb, después de haber enroscado un pañuelo casi limpio alrededor de su mano izquierda, regresó a su máquina hasta el final de la jornada de trabajo.

Aquella noche sus sueños fueron alternativamente agradables y ardientes. Su mujer le tendía al principio el delicioso plato de manzanas con canela, después el de hierbas amargas, y él no podía atender más que a uno o a otro. Y la sonrisa de Reha no le estaba destinada en aquel estado de felicidad velada que recordaba. Finalmente ella se volvió y dio las manzanas a una tercera persona que aparentemente deseaba el plato.

Pero por la mañana se despertó sudoroso, menos reconfortado por la presencia de su mujer muerta que frustrado por no haber podido recibir el objeto de sus manos.

Se levantó con la cabeza cargada, se dispuso como de costumbre a decir sus oraciones. Arregló el chal, no el taleth rayado de azul de su Bar Mitzwah, que había sido destruido en Friedensdorf, sino el que había recibido con fervor en Jerusalén y llevado desde entonces, y del que tocaba las franjas negras recordando lo que había vivido. Pero cuando se quiso poner los tefillin, de los que hubiera debido enrollar la lana alrededor de su brazo izquierdo lo hizo tan mal que apenas pudo soportarlo. Sin embargo lo consiguió. Pronunció las oraciones, las Dieciocho Bendiciones, sin las cuales él no habría podido afrontar el día. Después de haber colocado el taleth y los tefillin en la maleta de fibra —eran de los objetos que él se negaba a dejar en una casa vacía—, con un mendrugo de pan y una loncha de queso, cogió el autobús para Barranugli y se encontró en seguida entre los goyim, en medio de un montón de palabras que se referían exclusivamente al tiempo.

Aquella mañana el hangar parecía a punto de estallar de ruido, calor y actividad, hasta el momento en que Ernie Theobalds se acercó.

—¿Qué pasa, Mick?

—Nada —respondió el judío.

Levantó la mano.

—Ya ve que no es nada; esto pasará.

Cuando Mr. Theobalds hubo examinado la herida —era un buen hombre lleno de sentido común—, reflexionó durante un momento.

—¡Vete a casa, Mick! —le aconsejó por fin—. Estás bien zurrado. Ve a ver al galeno en Sarsaparrilla, a ver lo que te dice. ¡El seguro pagará lo que sea!

—Nunca se sabe —dijo más tarde Ernie Theobalds al patrón—. Estos golfos siempre son capaces de volverse contra uno.

Himmelfarb cogió la maleta y se marchó como le habían dicho. Vio al doctor Herborn que le curó después de haber consultado su libro y le prescribió unos días de descanso.

Todos los días iba a hacerse poner su inyección. El resto del tiempo permanecía sentado en la paz verde de los sauces, tan maravillosamente calmante.

Torturado por las punzadas de su mano, exaltado por la subida de la fiebre, comenzó a preguntarse si era digno de los favores de los que era objeto, y en la duda se imponía nuevas pruebas de humildad, despreciables en sí, incluso cómicas, pero a él le parecía indispensable impedir a su espíritu que lo aceptara todo sin condiciones, como su débil cuerpo le impulsaba a hacer. Por ejemplo se puso a fregar su casa casi vacía, y lo llevó a cabo pese a su torpeza. Con menos éxito se esforzó en lavar su ropa en lugar de dejarla acumularse. Mientras frotaba con su mano útil y la punta de sus dedos doloridos, se sintió casi abrumado por su impotencia, pero consiguió, bien que mal, colgar su colada en la cuerda de tender.

Allí se encontraba un día, a una hora en que la tarde se había prolongado en el cielo. Un viento frío procedente del sur le golpeó con una camisa mojada. No conseguía liberar su espalda de los pliegues húmedos del algodón.

Alguien se aproximó por la hierba inmovilizándose delante de él. Se volvió y vio que se trataba de una mujer.

Su respeto por la dignidad de aquel hombre le impidió romper inmediatamente el silencio.

—Hubiera podido hacerlo yo en su lugar —dijo ella por fin después de haber estirado hasta el máximo las posibilidades de la discreción—. Si usted quiere darme las cosillas que tenga…

Su piel gruesa y cremosa enrojeció, y adquirió el aspecto de papel secante.

—Claro que no —respondió—. Ya está hecho.

Y se rió estúpidamente:

—Esto no es nada. Al fin y al cabo todos los días lavo un poco.

Se sentía endeble en aquella ventilada pendiente, como un árbol delgado y enclenque que no controla sus ramas. Sus dientes castañeteaban. La gruesa mujer, por el contrario, con sus torpezas de lenguaje y de maneras era una roca inmóvil en la hierba. El viento parecía penetrar en el hombre, pero era cortado por el cuerpo de la mujer.

Entonces Himmelfarb se sintió muy humilde. Avanzó hacia la casa con un paso más firme. Su cabeza pesaba mucho sobre sus hombros.

—¿Por qué me propone esto a mí?

¿Era un lujo del que quería huir? Pero aquello era indispensable.

—Es completamente natural —dijo ella poniéndose a su paso—. Lo haría por cualquiera.

—Pero yo soy diferente. Yo soy judío —dijo dándole la espalda.

—Eso es lo que he oído decir…

En el silencio, mientras caminaban uno detrás del otro, escuchó la respiración de Mrs. Godbold mezclada con la agitación de la hierba.

—No sé nada de los judíos —dijo ella— aparte de lo que nos han dicho y, claro está, de lo que he leído en la Biblia.

Se detuvo pensando sus palabras:

—Pero conozco a la gente. No existe diferencia entre ellos, ¡salvo que algunos son buenos y otros malos!

—Entonces, ¿también usted es creyente?

—¿Eh?

Casi en seguida se repuso y continuó muy de prisa:

—¡Oh, sí!, soy creyente. Creo en Jesús. He sido educada en la religión disidente. Allá arriba en mi tierra, todos son creyentes. Por lo menos los niños —añadió.

Algo extraño pasaba a veces entre ellos, que entonces estaban en la casa vacía.

—¡La casa de un judío! —no pudo impedir exclamar ella.

Sus ojos brillaban como en la emoción de una gran aventura. Miraba los pocos muebles que había a su alrededor y, por una puerta abierta, la maleta de fibra bajo una cama.

—Perdóneme, señor, por meter mi nariz en sus asuntos —dijo por fin—. Volveré de paso para recoger lo que tenga que lavar.

Se marchó vivamente y sin ruido, inclinando la cabeza como si la puerta fuera demasiado baja para ella.

Casi se encontraba en el umbral cuando recordó:

—¡Oh! Yo soy Mrs. Godbold y vivo con mi marido y mis hijas en aquella cabaña, allá abajo.

Señaló con el dedo.

—Yo me llamo Himmelfarb —respondió el judío con la dignidad que correspondía.

—Sí —dijo ella dulcemente.

No quería ser únicamente un frío nombre: sonrió y se fue.

Dos días después regresó, muy temprano, y vio por la ventana abierta al judío en oración. Vio con estupefacción el chal rayado, la filacteria sobre su frente y la otra que se enrollaba alrededor de su brazo hasta su mano vendada. Demasiado sorprendida para avanzar, veía salir las palabras de la boca del judío, que desde aquella distancia parecían consistentes. Cuando se decidió a irse, le pareció completamente natural bajar la cabeza mientras se alejaba del hombre arrodillado.

Y a él le pareció completamente natural no interrumpir lo que hacía. De aquella forma, expuesto a la dulzura de la mañana, se decía que nunca se había encontrado tan cerca del seno de su Dios.

Cuando salió, un poco después, encontró un pan reciente, todavía caliente y manchado de harina, que la mujer sin duda había cocido ella misma y puesto en el reborde de la ventana.

Mrs. Godbold no se atrevió a regresar en seguida pero, en el curso de la tarde, aparecieron sus seis hijas, de diversas edades, algunas caminando con cierta gracia, otras saltando, y la más pequeña en brazos de una de sus hermanas. También iba un perrito cuyo collar era un trozo de un arnés. Himmelfarb adivinó que por el camino las niñas se habían entretenido en discusiones y risas tontas, ya que las más pequeñas parecían misteriosamente congestionadas, mientras que la mayor, que estaba en la edad en que no se tiene vergüenza de nada, fruncía el ceño con un raro aspecto.

La que le ofreció al judío un ramillete de hierbas era una de las medianas.

—¡Idiota! —murmuró la mayor.

Todas esperaban, silenciosas y reteniendo sus risas.

—¿Es para mí? —preguntó el judío—. Muy amables, ¿qué es?

—Rasca-vacas —respondió la niña que había hecho la presentación.

Se echaron a reír todas juntas, salvo la mayor que se puso a soltar bofetones, y la más pequeña que se escondía.

—¡No es verdad! ¡Son clavos de cordelero! —gritó una pequeña.

—Cada una lo llama como quiere —replicó la que había sido encargada de presentar la fuente.

—¡Cállate, Else!, ¿por qué siempre te metes conmigo?

—Son malas hierbas —dijo Else, que a veces aborrecía a su hermana.

—Me siento honrado y encantado de vuestra ofrenda —respondió sinceramente Himmelfarb.

—¡La próxima vez le traeremos flores! —murmuró una de las chiquillas, a media voz.

—¿Dónde las encontrarás? —exclamó otra.

—Las pescaremos por encima de una valla.

—¡Gracie! —gimió la desgraciada Else.

—¡En nuestra casa no tenemos jardín!

—Mamá tiene demasiado trabajo.

—¡Y papá siempre está borracho!

—¡Cuando está en casa!

Else se puso a llorar, pero dijo en seguida con aire decidido:

—Mi madre me ha dicho que me dé su ropa, si tiene. La lavará temprano y se la devolverá mañana, eso si no llueve, y seguramente no lloverá.

Era una chiquilla delgada cuyos cabellos se le rebelaban.

Ya no le quedaba a Himmelfarb más que reunir su ropa sucia, y mientras tanto las pequeñas Godbold se lanzaron a una especie de danza ritual, anudando pañuelos infantiles alrededor de los postes carcomidos del porche, adoptando al retorcerse posturas extravagantes, con risas y gritos. Sólo Else permanecía apartada de eso, abriendo semillas, estudiando los secretos de las hojas. Por un momento volvió su cabeza sobre su largo cuello flexible y buscó entre los matojos un rostro que ella tenía la impresión de haber visto verdaderamente. Y Maudie, la niña del ramillete, se detuvo un instante en el torbellino de la danza y sacó la lengua a su hermana mayor exclamando:

—¡Es una sentimental!

Amor, amor, amor.

¡Arrulla la tórtola!

Cantó Kate.

¡Era demasiado injusto! ¡No era cierto! Else Godbold se mordió los labios. No estaba enamorada ¡pero le hubiera gustado tanto estarlo!

Cuando Himmelfarb les dio el paquete de ropa, ellas desaparecieron, pero el aire permaneció agitado. Las formas físicas, cuando éstas han existido con intensidad, dejan su huella durante un breve lapso de tiempo en los lugares que han dejado. Por ello las cadenas de oro continúan girando, dando vueltas los círculos de oro, cayendo el polvo de los secretos. Himmelfarb se alegró incluso del frondoso ramillete de hierbas verde-amarillentas que ya empezaba a marchitarse.

Parecía como si granos de bondad hubieran sido sembrados alrededor de la casita oscura situada más allá de la estafeta, y que germinarían si las fuerzas del mal no los aplastaban. Las pequeñas Godbold venían a veces dos, otras tres, o todas juntas, pero nunca solas. Himmelfarb no supo nunca si aquello era espontáneo, o bien debido a su educación o a una decisión común. Sin embargo la madre se permitía a veces el lujo de hacer visita solitaria a su vecino: ya había visto bastante para temer nada, o bien tal vez disfrutaba de una protección particular.

Fue en el curso de una de estas visitas cuando fue sorprendida por Mrs. Flack y Mrs. Jolley ocultas detrás de un matojo. Acababa de ayudar a Himmelfarb a cambiar una venda sobre la herida, una venda tan bien lavada que la tela estaba completamente tiesa. Había tenido con él una conversación reconfortante sobre diversos temas sin importancia, tales como el jabón que ella empleaba.

—Durante la guerra —decía ella con aquel aire soñador del que habla del pasado— yo misma hacía mi jabón en grandes botes de hojalata y lo cortaba en barras.

Himmelfarb no se preguntó por qué quedó inmediatamente convencido sobre las virtudes de aquel jabón. Incluso tuvo el ánimo de bromear.

—Nosotros los judíos ¿sabe?, desconfiamos del jabón amarillo desde que lo hicieron fundiéndonos a nosotros mismos.

Mrs. Godbold no pareció comprender, o bien es que aquello que evocaba aquel tema era demasiado lejano o demasiado improbable como para que ella pudiera concebirlo. Tal vez también porque para ella el mal no era el mal más que cuando lo sufría ella misma. Era ella, ella solamente quien debía y quería desviarlo, recibiendo si era necesario el golpe de gracia en plena frente. Lo sentía él vagamente, pero no podía condenar su inocencia. Por otra parte sospechaba que era un vicio común a todos los cristianos.

Ahora se encontraban bajo el porche en donde les asaltaba el resplandor del Sol poniente. Se mantuvieron sobre sus talones para resistirlo, guiñaron los ojos y se echaron a reír.

—Esta noche tengo paletilla de cordero. Es lo que mi marido prefiere. Vendrá a cenar.

Emitió un ligero ruido con la garganta, como para excusarse de los desórdenes de la vida.

—No me imagino a su marido —confesó—. No me habla usted de él.

—¡Oh! —dijo ella riendo tras un momento de silencio—; él es moreno. En otros tiempos Tom era un guapo muchacho. Hace toda clase de oficios. Cuando le conocí vendía hielo.

Aquellos dos seres, de pie en la escalera, estaban sin defensa en la luz de la tarde, sólida como el ámbar. La mujer tal vez había llegado a ese punto en que los obsesos ya no tienen obsesión.

—Tom —dijo ella articulando las palabras torpes— es necesario que usted lo sepa, y sin embargo no me gusta decírselo ya que nuestros asuntos no son los suyos, Tom, hay que confesarlo, jamás ha sido salvado.

Entonces el judío recordó en un helado estremecimiento las numerosas fronteras que él había necesitado franquear.

—Claro está —dijo ella humedeciendo los labios en previsión de otras dificultades— que no le abandonaré. Yo misma sólo soy tolerada…

Y después añadió, más para consolarse que para su interlocutor:

—¿Algunos son quizá perdonados gracias a los actos que ellos mismos han olvidado?

Pero su mirada interior buscaba siempre la aguja inalcanzable de la salvación.

Finalmente el judío, cuyo propio futuro aún estaba oscuro, la condujo al presente:

—Por lo menos, Mrs. Godbold, usted ha salvado mi mano izquierda con sus buenos cuidados.

Ella se echó a reír, y él se le unió. Su liberación pasajera fue tan completa que algo de su simple alegría brotó luminosamente de ambos, lo que pasmó a las que estaban ocultas detrás de la mata.

Mrs. Jolley vio pues a su amiga aquel domingo, a la puerta de la iglesia, pero esa ocasión nunca es propicia para las confidencias, y no es posible ni deseable, después del servicio religioso, despellejar a la gente, lo que también es bastante revelador, un poco como la cebolla dudosa de la verdad. De esta forma ambas amigas decidieron esperar.

Sólo varios días más tarde Mrs. Jolley tuvo ocasión de hacer una escapada a la casa de Mrs. Flack. Si la operación sugiere una desenvoltura que apenas se puede asociar con una operación tan delicada como el desprendimiento de la verdad, no hay que olvidar que las personas que cuidan su refinamiento se entregan a sus búsquedas nauseabundas en la oblicua forma de los cangrejos. Mrs. Jolley no se había arreglado mucho, contentándose con llevar sus guantes en la mano para demostrar el carácter fortuito de su visita. Y además ella no iba acicalada; a decir verdad, Mrs. Jolley nunca llegaba en su maquillaje hasta el extremo de parecer una máscara acharolada, pero por lo menos se había pasado la punta del lápiz de labios por la boca antes de salir.

A su llegada, Mrs. Flack manifestó su sorpresa.

—No hago más que entrar y salir —se excusó Mrs. Jolley sonriendo.

Mrs. Flack cerró la puerta de la cocina y se apoyó en ella. Mrs. Jolley comprendió que no carecía de motivo para hacerlo.

—¿Bueno, entonces? —preguntó Mrs. Flack secamente.

Mrs. Jolley sonrió amistosamente, con certeza, pero sobre todo por lo que de misterioso pasaba tras la puerta de la cocina.

—¿Ha cenado? —preguntó por decir cualquier cosa.

—Usted sabe que, por así decirlo, yo no tomo nada por la tarde —respondió Mrs. Flack ofendida—. Mi estómago empezaría a dar vueltas a la hora de dormir. Pero le confieso que acabo de beber una taza de un té muy poco cargado.

—Lamento mucho importunarla —continuó Mrs. Jolley siempre sonriendo—. ¿Tiene usted visita? ¿Tal vez alguien de su familia?

—No es nadie —protestó Mrs. Flack empujando a su amiga hacia el salón—. Se trata de un joven que viene a verme de vez en cuando, y siempre le doy algo de comer. Los jóvenes no prestan la suficiente atención a su alimentación.

—Sin duda usted le conoce desde hace mucho —deslizó Mrs. Jolley.

—Exactamente, desde hace mucho, ¡ya que es mi sobrino!

Entonces se encontraban instaladas en el salón sentadas en sillas cerca de la ventana. Aquel día Mrs. Jolley no se fijó en los dos enanos de porcelana que por costumbre se imponían, y de los que Mrs. Flack estaba tan orgullosa.

—¡Ah! —dijo Mrs. Jolley que tuvo la impresión de subir las escaleras, de recorrer los pasillos de su memoria a tal velocidad que sus palabras iban a sacudidas—: ¿Un sobrino? Me parecía que por lo que usted me había dicho, Mrs. Flack, no tenía cargas de familia.

Mrs. Flack permaneció inmóvil, con la mirada fija en su rostro amarillo, por un buen rato.

—Probablemente olvidé decírselo —dijo en un tono semejante—. ¡Son cosas que le suceden a todo el mundo! ¡Pero un sobrino que sólo viene para comer un bifteck de vez en cuando difícilmente puede ser considerado como una carga de familia! Por lo menos desde mi punto de vista.

Mrs. Jolley estaba de acuerdo.

—Es una amabilidad que a veces tengo hacia él.

—¡Claro, es usted tan buena! —opinó Mrs. Jolley.

Inmóviles, esperaban la inspiración para continuar. Finalmente quien rompió el silencio fue Mrs. Jolley:

—¿Hay algo nuevo sobre lo que ya sabe?

Mrs. Flack cerró los ojos y Mrs. Jolley se estremeció en su temor por haber violado una regla capital. La cabeza de Mrs. Flack osciló de derecha a izquierda como un péndulo. Mrs. Jolley se tranquilizó. En su fuero interno, estaba acurrucada ante el trípode.

—Nada que se pueda llamar nuevo —declaró la pitonisa—. ¡Pero la verdad siempre acaba por saberse!

—Siempre hay que pagar —compuso Mrs. Jolley.

También ella lo veía claro, aunque algunas personas parecieran dudar.

—La gente está obligada a pagar —repitió Mrs. Flack, que dio la vuelta a un pequeño cenicero que sin duda nadie había empleado nunca, decorado con una calcomanía que representaba el castillo de Windsor. El castillo de Windsor se partió en dos. Mrs. Flack hubiera querido echar la culpa a alguien, pero era imposible.

Mrs. Jolley la ayudó a recoger los pedazos.

—Estas cosas ocurren siempre tan de prisa que por más que se las vea venir…

—A propósito… —dijo Mrs. Flack—. He tenido un sueño, y su marido figuraba en él.

Mrs. Jolley, aturdida, se quedó con la mirada fija en las rosas de la alfombra.

—¿También eso? ¡Yo me pregunto que quién habrá podido meterle esa idea en la cabeza!

—Ésa no es la cuestión —dijo Mrs. Flack—. Estaban a punto de llevar a su difunto marido en una camilla, ya ve. Y yo, aparentemente, y lo siento Mrs. Jolley, yo era usted.

Las mejillas de Mrs. Flack se habían coloreado, pero Mrs. Jolley había palidecido.

—Bueno —dijo— los sueños son así.

—Yo le dije: «Adiós, Mr. Jolley», eso le dije —continuó Mrs. Flack.

Mrs. Jolley plegó los labios.

—Él me respondió: «¿No me besas?». Y dijo una palabra que he olvidado, Tiddly o algo así… «Bésame antes de que parta para mi último viaje». Entonces yo respondí a menos que lo hiciera usted: «¡Es la primera y la última vez que lo hago de corazón!». E inmediatamente me respondió: «¿Es que se puede matar con un beso?».

—Estaba muerto antes de que le pusieran en la camilla. ¡Murió en su silla en el momento que le tendía una taza de té!

—Pues en el sueño no era así.

—¡Qué sandez! ¡Matar con un beso!

Mrs. Flack, que hubiera podido estar en trance de admirar el panorama desde lo alto de una montaña, declaró:

—¿Cómo se puede saber quién mata y quién es muerto? Los hombres apenas si son responsables de sus actos. Hemos tenido un ejemplo no hace mucho, la pasada semana, en la avenida Montebello.

Los ojos de Mrs. Jolley se volvían húmedos.

—¿Y usted le besó?

—No recuerdo más —dijo Mrs. Flack alisando su falda.

La lamentable voz de Mrs. Jolley resonó en toda la habitación:

—Contamos enormidades, ¡y su sobrino está en la cocina!

Ni siquiera eso. Ya que en ese momento la puerta se abrió y, sin preocuparse lo más mínimo, el joven entró. Mrs. Jolley tuvo la impresión de que su cuerpo, notablemente bien proporcionado, apenas si estaba disimulado por su sueter y sus pantalones vaqueros. Manifiestamente él no tenía la costumbre de llevar trajes, ni Mrs. Jolley de mirar estatuas. Molesta, resopló y volvió la mirada.

—¡Vaya! —dijo Mrs. Flack volviendo el cuello, muy tranquila una vez que había afirmado su posición—. ¿Y ese bifteck?

El joven abrió la boca. Si hubiera tenido dientes, hubiera hecho un gesto de sacarse de ellos los hilos de carne, pero se contentó con murmurar entre los dos colmillos que le quedaban: «¡Duro!».

Aunque su cuerpo tuviera una belleza clásica, había que reconocer que la cabeza del muchacho casi no estaba conseguida: la piel era seca y callosa allí donde no estaba exageradamente tersa y brillante como el revés de un sello de correos, francamente color zanahoria. Y las palabras sólo salían de su boca con dificultad, horriblemente.

—¿A dónde vas? —dijo Mrs. Flack que parecía familiarizada con aquel lenguaje.

—A dar una vuelta.

La residencia de ladrillos de Mrs. Flack se estremeció de horror cuando el sobrino cerró la puerta.

Mrs. Jolley estaba ensimismada.

—¿Es el hijo de un hermano suyo o de una hermana?

También Mrs. Flack se había sumergido en sus pensamientos y no parecía desear salir de ellos.

—¿Cómo? —murmuró en un tono distante—. El hijo de una hermana, si…

—No he oído su nombre.

—Le llaman Blue.

Mrs. Jolley pensó que ella se enternecería, pero la sorpresa no tardó en arrastrarla a las zonas lejanas en las que había decidido inmovilizarse.

—Tengo algo interesante que decirle —dijo Mrs. Flack de repente.

Estaba completamente concentrada en sí misma, acerada como la punta de una aguja.

—Blue trabaja —dijo— o mejor, es responsable, debería decir —¡además, gana bastante!— del taller de niquelación en la fábrica Rosetree, en Barranugli.

—¿La fábrica Rosetree?

—¿No comprende? Aquélla en que trabaja el judío que mantiene tan cómicas relaciones con Mrs. Godbold.

—¡No es posible!

—¡Se lo digo yo! Y sobre todo, Blue tiene ojos para ver lo que yo deseo saber. No digo que tenga mucha cabeza, no, nunca ha sido muy inteligente, pero dócil ¡eso sí! Blue es capaz de seguir una idea, si ve lo que quiero decir, Mrs. Jolley; sin hacer daño a nadie, claro está, si la idea es buena y está bien dirigida.

Mrs. Jolley echó la cabeza hacia atrás y se echó a reír, pero de tal forma que Mrs. Flack se preguntó si su amiga había comprendido su juego.

—También yo tengo una cosa que contarle —comenzó Mrs. Jolley—. Mi patrona tiene citas con el judío bajo el viejo árbol del vergel.

Sus principios prohibían a Mrs. Flack cobrar el aspecto de interesarse por lo que decían los demás. De esta forma, después de humedecerse los labios, su único comentario fue:

—¿Qué es lo que les pasa a todas?

Pero si su voz era suave como una vieja gamuza, su espíritu preparaba ya una nueva arma.

Mrs. Jolley estaba sofocada.

—Mrs. Flack —anunció con una suntuosa voz gutural—. Verdaderamente existen personas que carecen de moralidad, pero ¿qué podemos hacer nosotras?

Mrs. Flack sintió un estremecimiento.

—¿Que qué es lo que podemos hacer? ¡No me lo pregunte a mí, Mrs. Jolley! ¡Yo no soy la policía ni el gobierno! ¡Los pastores podrían hacer algo si quisieran, pero a menudo no quieren! ¡Nosotras somos dos mujeres respetables, hay que tenerlo en cuenta, y yo no tengo por qué ensuciarme las manos! Además, en este juego una se puede dejar las plumas. No, Mrs. Jolley, no hay que ir más de prisa que la música. Deje que las cosas se cuezan a fuego lento, removiéndolas de vez en cuando, y cuando todo esté a punto, ¡ya encontraremos a alguien para que ponga las manos en la masa!

Sin embargo, Mrs. Jolley echaba espumarajos.

—¡Pero ella! ¡Ella! ¡Bajo un árbol! ¡Bizca como es! ¡Y además loca!

Mrs. Flack no podía hacer otra cosa que permanecer silenciosa ante la cólera que sentía su amiga.

—¡Hace mucho que me habría marchado si ella no hubiera tenido necesidad de mí! Mrs. Flack ¿le ha sucedido alguna vez permanecer despierta en la cama escuchando cómo la casa se derrumba sobre usted, y pensar que era lo mismo si una se hundía también con la casa?

—¡No sería yo la que permaneciera bajo un techo en tan mal estado!

—Las circunstancias mandan —dijo Mrs. Jolley con un aire categórico.

—Las circunstancias tienen vuelta —replicó Mrs. Flack—. Usted podría estar absolutamente segura bajo la colcha de mi segunda habitación si no fuera tan testaruda.

La piel de Mrs. Jolley se desinfló bajo aquel alfilerazo.

—Aún vacilo —murmuró entre sus dientes flojuchos.

—Xanadu se desmoronará sin que usted necesite darle el golpe de gracia. El polvo en polvo se convertirá, como se dice.

—¿Usted cree? ¿Usted cree? ¿Veré algún día en aquel lugar un bello chalet con teléfono y todo eso?

Mrs. Jolley se encontraba transportada.

¡Si pudiera ver el final de esa casa de locos y de las personas que en ella hablan como en sueños…! ¡No debería estar permitido dejarse embrollar por dementes! Felizmente eso no sucede en las casas nuevas. En los grandes edificios de otros tiempos, los pensamientos de todos esos holgazanes se arrastran todavía por todos los rincones. ¡Recuerdo cuando bajaba a arreglar las habitaciones de abajo! ¡Todas las cáscaras de frutas y todos los pensamientos que habían dejado tras sí! ¡Y mientras tanto, ellos dormían arriba entre sus sábanas de lino de Irlanda! ¡Soñaban!