VII

Himmelfarb no supo jamás el tiempo que había permanecido en la casa del Holzgraben después de haberse llevado a su mujer. En su angustia era menos capaz que nunca de atisbar lo que se llama un plan de acción. Se quedó en la casa desierta e invernal, incluso después de que la vieja criada aterrorizada la hubo abandonado para sumergirse más profundamente en las callejuelas oscuras del centro de la ciudad. Él vagaba de habitación en habitación, entre un mobiliario despanzurrado, sobre las alfombras que ya no acallaban el ruido de sus pasos. Cuando acabó picoteó como un ratón en la comida que todavía estaba en las bandejas o en bolsas. Se pasaba mucho tiempo sentado ante su manuscrito, y un día se encontró a punto de preparar una conferencia que en otros tiempos habría dado el martes a los estudiantes de la Universidad.

A veces se quedaba sentado simplemente en su despacho, teniendo en la mano el cortapapeles que el primo le había enviado desde Janina. Estaba fascinado por su puntiaguda hoja de plata, que la pequeña Reha pensaba que debía servir para algo más que para abrir cartas o las páginas de un libro. Ante aquel recuerdo comenzó a agitarlo entre sus manos y se lo hubiera clavado en el corazón si no hubiera sido porque opinaba que era inútil morir dos veces.

Por eso aquel hombre muerto, aquel alma aplastada, apartó el inútil cuchillo. Incapaz de razonar, permanecía durante horas en un estado intermedio entre el espíritu y la materia, vagando entre sombras grises que nunca eran las que él esperaba, y acababa por encontrar su propio cráneo y el mundo real.

Durante varios de los paseos que dio en aquella época, ya que al menos, de momento, parecía que habían querido dejar trabajar al judío solitario, continuó reflexionando sobre el problema de la expiación. Nadie de los que le veían por las limpias alamedas de la Lindenallee o los senderos casi sin trazar del Stadtwald hubiera sospechado en él preocupaciones positivamente obscenas. Nadie hubiera adivinado que aquel personaje de abrigo gris, armado con un grueso bastón, no era tan sólido como parecía ser, y que de hecho esperaba un estado de desencarnación y que penetraba en los rostros de todos los que con él se cruzaban.

Aquello se convirtió en una costumbre en el judío obsesionado y en ella encontraba un enorme consuelo, sobre todo cuando le llegó la idea de que todos los ríos deben mezclarse finalmente en el mar sin forma y que también él podría recibir en su propia indeterminación a las almas ciegas de los hombres que tropezaban y vacilaban en sus esfuerzos para esperar algún desconocido final.

Desde que tuvo aquella intuición, le fue imposible dejar de sonreír, pese a su raza y a su dogma, ante los rostros todavía inconscientes y se negaba a reconocer que no siempre era bien recibido por aquéllos a los que intentaba ayudar. Ya que las almas remolonas se enfadaban, estremeciéndose y negándose a dejarse meter en las cavernas de sus ojos. Un día, alguien le había chillado; otro, incluso le habían amenazado.

Pero él no renunciaba a liberarlos. Se sentía más poseído de amor que nunca.

Sólo al crepúsculo, cuando el mismo odio de los hombres había abandonado los húmedos senderos, el judío comenzó a dudar del alcance de sus propios dones. Sin embargo en aquel invierno de confusión y de destrucción espiritual, la imagen del Carro le acosó de nuevo, casi a su alcance. Algunas tardes incluso creía reconocer su silueta por encima de los negros tejados, al ras de los árboles desnudos, y sentía el viento de su carrera que le envolvía mientras que se alejaba su luz. Entonces, de pie sobre las hojas muertas, mientras se armaba contra la flota de sus recuerdos, apretaba su abrigo a su alrededor con sus manos febriles, para proteger sus costados indignos y estremecidos.

Una mañana, antes de amanecer, Himmelfarb se despertó y saltó inmediatamente de su cama, pese al frío y a la oscuridad; su sueño había sido tan sorprendentemente apacible y había vivido una experiencia de una ternura tan cálida y extraordinaria, que permanecía como protegido por ella. Entonces, mientras se agitaba en la noche, aunque hubiera olvidado su sueño, estaba seguro que durante su descanso le habían ordenado que fuera a casa de un zapatero judío conocido suyo que, según sabía, vivía desde siempre en la Krötengasse. Se afeitó rápidamente, cortándose varias veces por la precipitación, y después de haber rezado se vistió y puso en una maleta algunos objetos a cuya separación no podía resignarse: un juego de dados de marfil que había pertenecido a su mujer, el montón inútil de su manuscrito, ahora impublicable, y por último —¡oh ironía!— los inestimables regalos de su padre el apóstata: el taleth y el tefillin[40]. Entonces se detuvo por un breve instante en la luz naciente y resonó un bocinazo. No había llamado a ningún taxi, sabiendo que ninguno aceptaría ir, y no obstante descendió con todos sus bienes terrenales, en respuesta a lo que parecía ser una perfecta puntualidad.

—¡Ah, estás preparado! —dijo Konrad Stauffer.

Himmelfarb no quedó sorprendido lo más mínimo aunque ya había decidido, conscientemente o no, ir a vivir a casa de Láser, el zapatero judío de la Krötengasse.

Discutieron quién llevaría la maleta, con un embrollo bastante mecánico de sus dedos fríos y los dedos calientes de su amigo.

—Te lo ruego —insistió Stauffer.

Himmelfarb de repente cedió, y le pareció lo normal.

Stauffer llevaba una canadiense de cuero cuyo olor se le subía a la cabeza. Le invitó a que se marcharan. El elegante coche relucía débilmente en la vacilante luz. Cerca de él estaba Frau Stauffer, con el aspecto de haber descubierto cosas nunca comprendidas anteriormente: llevaba un anacrónico manguito al que sólo ella era capaz de dar un sello contemporáneo.

Los tres se condujeron como si se hubieran despedido la víspera.

—¿Quieres creer que estaba esperándonos? —dijo Stauffer riendo como se hace con esas amables observaciones que pueden pasar por espirituales—. Métete detrás, Himmelfarb. Monta, Ingeborg —ordenó secamente a su mujer.

Ella le obedeció y cerró la puerta de una forma que debía molestar siempre a su marido, pero al instalarse en su asiento le rozó ligeramente y la paz se estableció entre ellos; Himmelfarb hubiera podido interpretarla como una pausa en aquella mañana de invierno, si no se hubiera acordado de sus encuentros precedentes, de algunas miradas, de algunos contactos voluntariamente prolongados que le demostraban que los Stauffer se devoraban incluso fuera de la intimidad.

Iban por blancas calles.

—Supongo que no habrás comido. También nosotros nos hemos olvidado de hacerlo —dijo Frau Stauffer por encima de su hombro—. Mi estómago no es más grande que un dedal. Pero cuando lleguemos prepararemos café.

Las casas se distanciaban. Se distinguían rostros redondos como manchas indistintas.

—Vamos a Herrenwaldau —explicó Stauffer.

Su voz era muy grave. Su nuca estaba tensa y pese a sus arrugas no carecía de belleza en su intensa concentración, por encima del cuello de cuero.

—Ahora vivimos allí —continuó diciendo—. ¡En esta época es más agradable vivir en medio de los árboles!

Herrenwaldau era una finca que pertenecía a los Stauffer y estaba situada a unos diez quilómetros de la ciudad. Himmelfarb recordaba haber oído decir, varios años antes de que ellos la hubieran comprado, que el Estado hubiera debido ser el adquisidor. El edificio, construido hacia finales del siglo XVII por una duquesa para recibir allí más cómodamente a sus amantes, tenía un aspecto intermedio entre un palacio en miniatura y una gran mansión. Con el tiempo se había deteriorado, pero se sabía que los propietarios habían restaurado una parte para vivir en ella.

Himmelfarb lo recibía todo —las informaciones sobre su propio destino o las impresiones del fugaz paisaje— con una sensual pasividad en la que hubiera profundizado si los movimientos del vehículo no hubieran impedido todo bochorno. Mecido en una dulce seguridad, se dio cuenta de que los almohadones tenían el mismo color que la piel de Frau Stauffer. Fuera, la luz matinal había transformado aquel paisaje habitualmente austero en que el cielo y la tierra, la niebla y el agua formaban ahora una alianza apacible en inocentes partos de azules y grises. La pobreza del suelo de tierra era invisible bajo el brillo de la helada.

Los Stauffer, que manifiestamente recobraban una costumbre, parecían haber olvidado a su pasajero que les escuchaba hablar indistintamente del queso o del petróleo. Sin embargo Frau Stauffer exclamó por fin con una voz fuerte de timbre discordante:

—¡Na!

En efecto, pasaban entre dos pilares de piedra y rodaban bajo grandes olmos desnudos, coronados por viejos nidos más sombríos que sus ramas, en las que se aferraban los últimos jirones de bruma.

Nada hubiera podido ocultar a Himmelfarb la gris frialdad, la elegancia desprendida y deteriorada de aquella extraña morada hasta el momento en que, en un estado de completa desorientación, mientras sus anfitriones buscaban en el guardamaletas del coche, la examinó de cerca y comprobó que la piedra estaba completamente impregnada de liquen, en donde los violetas, los verdes, y los anaranjados se mezclaban y fundían. Anteriormente no había visto nada semejante, y aquello no fue para él un golpe más que por el significado que tendría más tarde, y sin embargo sonrió cuando Frau Stauffer, completamente excitada como una chiquilla que descubre la libertad después de haberla conocido sólo en teoría, se volvió hacia él y le dijo:

—¡Aquí no hay nadie! ¡Nadie, nadie!

—Ingeborg quiere decir que ya no tenemos criados desde que el Regierung necesita brazos —explicó su marido con una sonrisa tanto más ácida cuanto que se acababa de golpear en la cabeza al sacar un bidón de gasolina del coche—. Pero —añadió— alquilamos una parte del terreno a un granjero que nos paga en especies y que nos dedica algunas horas de trabajo. Por ejemplo: alimenta a las aves cuando no estamos aquí, y roba los huevos cuando estamos. Va a ser necesario organizar tu vida para evitarte encuentros que podrían ser peligrosos.

Por el momento estaba ignorando aquel riesgo. Los tres conspiradores cargados de paquetes entraron resoplando en la casa, en la que un olor peculiar a hongos parecía estar allí desde hacía siglos.

Enseñaron a Himmelfarb la habitación que le habían destinado. La habían descubierto recientemente, dijo Konrad Stauffer. Disimulada del exterior por un parapeto de piedra y del interior por un panel que ocultaba la escalera, aquella pequeña habitación había sido destinada quizás a facilitar los jugueteos de la enamorada duquesa. Los Stauffer la habían amueblado apresuradamente para Himmelfarb, con una cama plegable, un viejo baño de asiento en un rincón, una cómoda y una estufa de petróleo que habían llevado aquel día. No había nada más en la pequeña habitación y de esta forma gustaba al visitante. Mientras arreglaba sus cosas, se sentía tristemente persuadido de que aquella habitación casi vacía era ya suya y que corría el riesgo de permanecer allí mucho tiempo.

En la casa propiamente dicha, se dio cuenta, al mirarse aquella tarde en uno de los grandes espejos dorados, de que siempre sería un extraño. Pero fue servida una agradable comida en la mesa de roble tallado en la que Ingeborg Stauffer reclinó la cabeza después de haber recogido y lavado la vajilla.

—En Herrenwaldau —dijo, tal vez predijo—, jamás soy completamente feliz. Siempre temo que algo venga a destruir su perfección. Por ejemplo, siempre tengo miedo a que se requise la casa para utilizarla sórdidamente. Me imagino a un jefe de partido, del estilo de los vanidosos locales, sentado con los pies sobre la mesa; siento el olor a maquillaje que dejarían sus amantes por todas partes.

—¡Mi mujer está mal de los nervios, es una neurótica! —interrumpió Konrad que les daba la espalda, ocupado en hacer cuentas o en leer el correo llegado durante su ausencia.

—¡Sin duda! —exclamó Ingeborg riendo.

Se levantó de un salto y fue a buscar unos vasitos para beber Korn barato y muy fuerte. A veces ella rozaba el buen humor. Interpretó a Bach, más bien mal, en un clavecín mediocre.

—Entre Bach y Hitler —dijo Konrad— algo se ha descompuesto en Alemania. Es necesario regresar a Bach, evitando esos lodazales que se llaman Wagner y Nietzsche, y escuchar a los poetas, sin olvidar a Weimar y las ciudades de la Confederación.

—Déjame al menos a Tristán —protestó su mujer que se acercó a él y se apoyó en su hombro.

Su cabeza, con los cabellos recortados de cualquier forma, más o menos cuidada y sin embargo elegante, pareció sombría a la luz de la vela.

—Bueno, te dejo a Tristán. Además, Tristán es de todo el mundo —respondió él.

Con el borde de sus dientes ella le mordió en el cuello, y Konrad se puso a dar divertidos gritos, lo que pareció recordarles que era la hora de acostarse.

Jugaron de esa forma durante varios días, mientras que Himmelfarb exploraba tímidamente las habitaciones cerradas y un jardín silvestre en que las plantas de boj y de tejo tallado hubieran disimulado sus movimientos, si a sus pasos no se hubiera levantado un olor a tomillo. Una vez o dos quedó separado por una única cortina de verde de unas campesinas, sin duda las hijas del granjero, que habían ido a buscar algo, con sus pecosas caras sospechosas y sus rodillas con hoyitos lechosos por encima de las medias de lana. Y un día tuvo el tiempo justo de darse la vuelta cuando Frau Stauffer estaba recibiendo a una persona importante.

Aquella tarde sus anfitriones estuvieron más silenciosos y pensativos. Cuando él mismo empezó a bajar menos a menudo de su habitación, comprendió que respondía a los deseos de ellos. Entonces Ingeborg Stauffer comenzó a llevarle la comida allí como si estuvieran de acuerdo de antemano, y después fueron los jarros de agua. Entonces apenas si había música por la tarde. El silencio se había esparcido por debajo de él en la casa.

Ingeborg explicó al fin que Konrad había ido a Berlín. En efecto, había recibido de las autoridades locales un informe a rellenar sobre el uso que hacían de la casa, el número de habitaciones, los visitantes, etc. Konrad fue a intentar arreglarlo todo. Había pocas cosas que no se pudieran arreglar por medio de su hermana que era la mujer de un ministro, y la amiga, según se decía, de un personaje importante. Ingeborg dio aquella explicación con un embarazo que había decidido vencer, y dejó a su huésped que apreciara la delgadez del hilo del que estaban suspendidos los tres.

Himmelfarb conservaba un lejano recuerdo de los brazos delgados y ardientes de Mausi Stauffer alrededor de su cintura. Un día le había anonadado a los ojos del mundo, y aquella vez, ella le reveló inconscientemente, sin duda, un dea ex machina suscitado ocasionalmente por su hermano.

Konrad regresó, bastante tranquilo pero irónico.

—A veces me es imposible dejar de pensar que el éxito, incluso el más aceptable, el más honrado, no viene nunca sin compromisos. Inevitablemente arrastra un cierto olor a vergüenza. El que lo consigue siempre está un poco contaminado, por discreto que sea.

Había subido a la pequeña habitación del ático, llevando una lámpara suplementaria y una botella de coñac.

—Yo me pregunto si los puros no son los que lo han intentado y fracasado. ¿No crees, Himmelfarb, que la redención sólo es posible cuando existe un fracaso?

—En ese caso muchos de nosotros serán salvados sin ninguna duda —respondió el judío.

Konrad respiraba demasiado fuerte y aquello no era debido a su ascensión hasta la oculta vivienda.

—Pero tú eres un hombre de fe —murmuró.

—Yo soy el eterno insecto que cada día se da cuenta que se ha escurrido hacia atrás y que se encuentra bien lejos del lugar en que creía encontrarse la víspera, pero continúo trepando. No obstante me gustaría poder creer que soy un insecto de fe y no de costumbres.

—¡Más vale ser un insecto que no ser nada!

Konrad Stauffer era en verdad el más ligero de los hombres, lo que no hacía más que convertir su aspecto en algo más encantador. Himmelfarb se sentía más humilde ante la consideración de su amigo, y hubiera querido poder expresarle su gratitud, sin saber si tendría alguna vez ocasión.

En efecto, Stauffer sólo pasaba en Herrenwaldau períodos cada vez más breves.

—¿A Berlín de nuevo? —le preguntó un día Himmelfarb.

—Berlín no es más que una ciudad entre tantas otras —respondió el otro que continuó sus idas y venidas.

Entre tanto su mujer se ocupaba de su huésped con una regularidad insospechada. Conservaba su elegancia incluso en sus vestidos más usados. Se había vuelto más delgada, más huesuda al retirarse a un mundo al que no parecía desear ser seguida.

Himmelfarb era aún capaz de respetar semejante deseo desde que él mismo estaba aislado en una habitación vacía. Allí, en aquella caja oscura, rara vez estaba desocupado, pero aún no había alcanzado el estado de serenidad, de soledad y de desinterés gracias al cual —según le había sugerido el tintorero— podría iluminar una noche más amplia.

A veces, rivalizando con su esfuerzo para alcanzar un mundo inconsciente, para iluminarlo, escuchaba la radio, dé la que salía una voz anunciadora, discursiva, áspera, propia de una garganta gangosa; o bien Ingeborg llegaba y completaba el sentido de las palabras escuchadas. En efecto, a medida que se hundía la trama de los acontecimientos, era posible prever los detalles. Ingeborg no hacía más que confirmárselos.

Una tarde, Stauffer regresó y Himmelfarb se dio cuenta de que su amigo era también su contemporáneo, como su hermano menor. Pues aquel hombre joven, sensual, de una disculpable ligereza, había envejecido de repente, lo mismo que el cuerpo de su mujer no conseguía ya disimular su edad por el vuelo superficial de sus vestidos que hasta entonces sólo habían permitido sospecharla.

Stauffer anunció que los ingleses habían declarado la guerra a Alemania.

—Gracias a Dios, henos por fin totalmente comprometidos —hizo notar él sobre todo para aliviar su corazón.

Himmelfarb no volvió a ver a su amigo después de aquello, e Ingeborg le confirmó que ya no estaba en Herrenwaldau.

—Sí —repitió ella con una intensidad que le llamó la atención—. Ha sido mejor que se fuera. Aunque su ausencia dura más que de costumbre; una se acostumbra a estar sola; puede convertirse en una costumbre como el resto.

Por ejemplo como el hecho de la anfitriona de llevar la bandeja, acto que había aprendido a cumplir con un esmero y una sencillez que le encantaba cada vez que la observaba.

—¡Hay que ver todo lo que haces por mí!

No pudo contener su agradecimiento un día que la vio vaciar el agua de un barreño que le llegaba a la cintura, en la antigua bañera.

—¡Oh! —exclamó ella vivamente, aún jadeante de haber subido las escaleras—. ¿No lo comprendes? Lo hacemos también por nosotros. Es necesario, absolutamente necesario… y no solamente por nosotros, sino por todos.

Descendió inmediatamente, mordiéndose los labios, excitada por su apuro.

Himmelfarb intentó varias veces entablar conversación sobre la ocupación de su marido, pero antes de que tuviera tiempo de cometer tal indelicadeza ella había desaparecido, e inmediatamente se alegraba de ello.

Sólo una vez dijo ella:

—Tú sabes que Konrad nunca hará nada que desaprobaras.

Se volvió cada vez más desprendida, voluntariamente sin duda.

La tarde que los ingleses lanzaron sus primeras bombas sobre un blanco vecino a sus respectivas habitaciones, escucharon las histéricas protestas de la D. C. A., y después la tos, el llanto y la convulsión de las fundaciones prehistóricas; ella no apareció. Pero a la mañana siguiente él se dio cuenta de que ella se había echado el cabello hacia atrás y que su rostro, normalmente descuidado por costumbre, parecía aún más desnudo. Sin embargo él no demostró nada.

Mientras se inclinaba sobre su taza vacía y consideraba la cafetera gris, ella le anunció:

—¡Mi bonito pato ha muerto! ¡Mi Muscovy[41] que graznaba tan bien! ¡Sabía hacerse tan agradable como un hombre! ¡Era un ave tan fuerte, tan magnífica!

Himmelfarb tuvo la impresión de que había de preguntar que cómo había muerto el pato.

—Nadie lo sabrá —respondió ella dulcemente.

Aquello, evidentemente, no tenía ninguna importancia ante la realidad de la muerte.

Una noche cayeron las bombas tan cerca que las habitaciones de Herrenwaldau cambiaron de forma durante un segundo. El judío sintió oscilar su buhardilla, pero supo que en ese momento estaba más cerca que nunca de Dios, mientras que sus pensamientos se concentraban sobre lo que le era más familiar. Cuando el claro de luna se llenaba de sombras de alas y todo el mal del mundo amenazaba el techo de su escondite, se sentía milagrosamente transportado.

Después de aquella experiencia inefable, cuando los pisos inferiores no sufrieron más crujimientos ni violencias, y los rugidos y runruneos se alejaron, se dio cuenta de que Ingeborg Stauffer había entrado en su habitación, protegiendo con su larga mano temblorosa una lamparita que apoyaba contra su pecho antes orgulloso y elegante.

—Tenía tanto miedo… —confesó.

—Nosotros somos su blanco —comprendió él de repente—. Por una razón que sólo ellos conocen.

—¡Tanto, tanto miedo…! —repetía Ingeborg Stauffer temblando.

Él comprobó que el terror la había convertido de nuevo en un ser humano y, por primera vez, viejo.

Ahora lloraba.

La consoló rodeando con sus brazos su cuerpo casi desnudo; ella se disponía a acostarse; la calmó, la acarició, la animó, y en seguida recobró un poco de su juventud y su color, y también él encontró un poco de su propia juventud y de su fuerza física. En el breve intervalo que separa al espíritu de la carne, fue consciente de que habría sido capaz de la mayor deshonestidad siempre amparándose en el nombre de la necesidad.

Entonces, al débil resplandor de la lámpara, vio sus rostros en el espejo. Vio la expresión de Ingeborg Stauffer que había vuelto en sí misma la primera, y cuya repugnancia no era menos evidente porque estuviera recubierta por una máscara. En cuanto a él tenía la expresión de un viejo imbécil. De un viejo judío.

—Ahora hay que intentar dormir —dijo ella.

Nunca había parecido más dulce y más gentil que cuando le dejó.

Al día siguiente por la mañana, muy temprano, le pareció a Himmelfarb que alguien se acercaba a la casa. Había descubierto que subiéndose en la mesa y abriendo un pequeño ojo de buey, si alargaba el cuello, podía distinguir a través de aquella abertura, bajo el cielo vacío, un pequeño jardín, árboles y una avenida arenosa. Aquella mañana después de la incursión aérea fallida, un camión se detuvo en su campo de visión, precioso aunque limitado, y varios soldados descendieron; uno de ellos quizás era un sargento.

Mucho más tarde que de costumbre, Frau Stauffer le hizo una breve visita para llevarle su café y anunciarle que el ejército ocupaba la casa para verificar los destrozos y ocuparse de las bombas. Naturalmente ella sólo subiría si era indispensable. Se dio cuenta después de haberlo bebido que aquel día su café estaba casi frío.

Al mismo tiempo, su habitación se volvió particularmente frágil y algo superflua. ¿Estaba a punto de romper su concha? El silencio le hacía el efecto de ser un huevo en cuyo centro le habían permitido tomar fuerzas; ahora el instinto, las voces de hombres, el contacto del acero contra el acero, le recordaban que aún tenía un deber indeterminado que cumplir en el mundo de fuera. También le parecía que el silencio no tenía nada que darle. Por eso daba cien pasos, nerviosamente, pero sin ningún ruido, por costumbre. Y apenas si notó, varios días después, que los pasos de su protectora subían de nuevo normalmente las escaleras.

—Se han marchado —dijo ella con un aspecto de alivio, pero sólo en apariencia.

Porque de hecho eso no era nada. Su rostro revelaba que ellos nunca más se marcharían, aunque les había visto y escuchado desaparecer por el final de la avenida.

Himmelfarb comprendió que los habitantes de Herrenwaldau entraban a partir de entonces en una nueva fase de ocupación espiritual.

Poco después Ingeborg Stauffer fue a anunciarle:

—Ahora sé que Konrad no volverá jamás.

Cuando las palabras fueron pronunciadas aquello se hizo evidente, pero era una convicción que hasta entonces no se habían atrevido a comunicar.

—¿No has recibido noticias? —preguntó ingenuamente.

—No, no he tenido noticias; nunca, nunca más tendré noticias, pero siempre sabré que no volveré a ver a Konrad con vida.

Himmelfarb sentía que ella se resistía a decir: «mi marido», aquellas palabras que en otros tiempos repetía tan a menudo con tanto gusto; ahora no era lo bastante fuerte. En su piedad tuvo ganas de tocarla. Su rostro se había relajado un poco y ella continuó:

—Es menos horrible porque lo esperaba. Él mismo lo sabía. ¡Oh!, sé que Konrad, pese a su éxito, no era un hombre muy sólido. Ambos lo aceptábamos. Había muy pocas desilusiones. Él decía: «¡Oh, mis libros, durarán poco más o menos lo que yo!».

Existía una organización secreta, ilegal, de la que ella no podía hablar y de la que además sabía muy poco. Himmelfarb comprendió que Stauffer había formado parte de ella, pero de sus misiones propiamente dichas no supo nada.

—Sabes que nunca habrá hecho nada que tú desaprobaras —le había dicho ella un día.

Hasta entonces se había limitado a señalarlo, pero entonces crispó las manos sobre los codos:

—¡Le amaba! ¡Le amaba! —repitió.

Su rostro, impasible de costumbre, murmuraba y gemía como el de una mujer a la que la muerte se ha llevado un ser querido.

—¡Mi querido marido! —le confió.

Y después se fue.

Ahora menos que nunca Himmelfarb pertenecía a Herrenwaldau. Las vigas crujían en la oscuridad. Por la noche, el rojo corazón sombrío se inflaba y se volvía enorme bajo la armadura. Su cama de hierro era más dura, más dolorosa en sus costados. Y después su propia mujer fue a tomarle de la mano, y juntos al borde del abismo sombrío, vieron resplandecer en el fondo sus rostros vagamente fosforescentes. Experimentó el intolerable deseo de contemplar una vez más el rostro de Reha Himmelfarb, pero ella parecía dirigir su mirada hacia los demás, los desconocidos, casi como si ella misma ya no se reconociera. Las lágrimas fluían más rápidamente de sus ojos invisibles, lágrimas de sangre que él vio en el dorso de su mano. Las voces de la sombra crecían, y la compasión que subía de las profundidades como un agua viva, le consumía, mientras que allá se quedaba solo, ahora solo, ya que Reha Himmelfarb había desaparecido: ya sabía ella el sentido de lo que acababan de ver juntos.

Cuando Himmelfarb salió de su sueño amanecía; aunque fuera muy temprano ya había luz. Se dio cuenta de que por una desconocida razón se había acostado completamente vestido, sin duda para estar preparado, y ahora, como para responder a su previsión, de nuevo se introdujo en Herrenwaldau el mundo exterior. Sobre su mesa, por el ojo de buey, y entre las balaustradas de piedra del parapeto, vio esta vez a un coche, seguido por un camión, que frenó bruscamente sobre la grava en que crecían las malas hierbas.

Aquella vez descendió un oficial. Su esplendor saltaba a los ojos, y como para responderle, Ingeborg Stauffer había ya salido para hacerle los honores de la casa. Ella llevaba un simple traje de chaqueta admirablemente cortado, pero en el que Himmelfarb había notado más de una vez un poco de comida seca en las solapas.

Vio que, mientras esperaba, calzaba las viejas botas de goma que se ponía en invierno para ocuparse de sus patos. Él, observando, tuvo en seguida conciencia, incluso desde aquella distancia, del acontecimiento al que asistía, que si no pertenecía a la gran historia, era una aportación al coraje individual. La expresión de varios soldados revelaba que también ellos se daban cuenta y el suboficial se olvidaba de dar las órdenes. El oficial obedecía, claro está, a las reglas de la galantería al ejecutar su misión especial, y Frau Stauffer no olvidaba lo que había aprendido. Su voz tenía el timbre siempre muy alto cuando interpretaba su papel de mujer de mundo, y subía por el aire helado, pero ninguna palabra llegó al oído de Himmelfarb que sólo escuchaba la gama ascendente de su risa. Se dio cuenta de que ella se había puesto su brazalete de gruesas mallas de oro cuyos colgajos de piedras semipreciosas y no pulidas se entrechocaban siempre que se movía, aún al riesgo de impedir toda conversación.

Ella lo esperaba y estaba preparada. Sin embargo hubo un momento de intenso silencio en que se habría jurado haber escuchado como un ruido, como algo que se rompía, agudo y límpido, rasgándose en su brusco descenso. Entonces Frau Stauffer bajó la cabeza, pareciendo expresar que estaba de acuerdo. Subió en el coche con una mano contra su pecho, no para protegerlo contra lo inevitable, sino para adornarlo en lo que fuera posible.

Cuando el coche dio media vuelta tan bruscamente, tan nerviosamente que sus ruedas dejaron marcas en la alameda, Himmelfarb vio por un momento el rostro de Frau Stauffer que miraba su jardín descuidado y salvaje. No tenía ninguna razón para protestar aunque la arrancaran de allí tan repentinamente. Cuando se la llevaban su rostro tenía la expresión vacía que precede a la plenitud.

Al mismo tiempo un destacamento bajo las órdenes de un suboficial comenzó a instalarse en Herrenwaldau. Se escuchaban voces guturales y el ruido metálico de los equipos.

Himmelfarb, que se había bajado de la silla, comprendió con una relativa resignación que le había tocado el turno. No se inquietó. Cuando hubo rezado, cogido su abrigo en la mano y metido en la maleta sus raros objetos, descendió por la parte central de la casa. Ahora estaba llena de ruidos que se podían considerar como actividad: botas que pisoteaban los frágiles suelos de madera, voces que violaban el humilde silencio de los viejos muros, pero no obstante, las habitaciones en las que entraba o ante las cuales pasaba se desinteresaban dulcemente de su destino. Himmelfarb tenía la intención de entregarse a la primera persona que le interrogara sobre los motivos de su presencia en la casa, y así continuó descendiendo. Tocó varios objetos tristemente cargados de recuerdos, pero sólo a la vista de un elevado techo incrustado de escudos caducos, se preguntó si le sería posible echar una última ojeada a su ciudad natal.

En el salón, en el interior del cual los propietarios estaban muy a menudo y en el que su presencia era aún sensible, un grupo de gatos dormitaban en un trozo de sol invernal. Una radio repetía noticias de la guerra. Fuera, en la terraza, un joven rechoncho, con aspecto de campesino, montaba la guardia hurgándose en la nariz. Himmelfarb se preguntó por un instante si le dirigiría la palabra, pero se contentó con sonreírle. También el soldado se preguntó si iba a interrogar a aquel viejo señor tan discreto, que manifiestamente pertenecía al benévolo mundo que conocía. Su autoridad, siempre incierta, se redujo aún más; su fusil vaciló. Le saludó marcialmente.

Himmelfarb continuó su camino con pasos lentos. Sospechaba que el corazón del joven debía latir horriblemente a causa de aquella amabilidad que no había aprendido a vencer.

Pero avanzaba la extraña mañana en que cualquiera estaba expuesto a cualquier cosa… El evadido marchaba con precaución bajo los olmos llenos de graznidos. Parecía haber abandonado la personalidad a la cual se había acostumbrado en su familiar habitación. También le parecía normal que fuera en invierno cuando recorriera la larga carretera recta a través de la cual le habían conducido sus amigos, meses o años antes, y ya no lo recordaba para hacer allí la experiencia del silencio y de la espera. El aire del invierno le volvía maravillosamente lúcido, aunque se encontraba en trance de observar apasionadamente el menor grano de arena del borde de la carretera. Llegó a saludar a algún campesino o a algún niño demasiado ocupados en vivir su vida cotidiana para inmiscuirse en la suya.

Necesitó el judío casi toda la jornada para recorrer los kilómetros que le separaban de Holunderthal. Caía la noche invernal mientras que se acercaba a las masas más sombrías de la ciudad en donde había comenzado ya la visita cotidiana; los nudos y los festones y los exquisitos mechoncitos blancos se aferraban a la lejanía sombría, hasta el horizonte anaranjado. El fuego artificial estaba en su apogeo. Los edificios grandes y oscuros mostraban otras cualidades más trascendentes, cuando al abrirse revelaban fuentes de fuegos ocultos. Se veía producirse lo contrario de lo que hasta entonces había sido aceptado como cierto e inmutable: dos peces de plata brotaban de su mar de cobalto, abatiéndose sobre la tierra en una prolongación de llamas.

Cuando Himmelfarb llegó a la ciudad, comprobó que el objetivo de aquella tarde eran las afueras industriales de Scheidnig. Allí los ramilletes de fuego eran los más luminosos, la confusión la más intensa, aunque de vez en cuando una bomba extraviada caía accidentalmente en las calles por las que pasaba o reinaba un silencio de muerte. Él esperaba el suspiro de los viejos ladrillos al reventar, el estertor de la piedra al abrirse su entrañas, y cuando él mismo fue proyectado al suelo, se hubiera podido creer que la tierra se abría si no llega a ser porque los adoquines continuaron en su sitio y el contenido de su maleta al esparcirse por el arroyo no hubiera aplacado los efectos de aquel apocalipsis.

Al internarse en la ciudad, el viento se levantó más, haciendo revolotear los bajos de su abrigo, doblando el ala de su sombrero. En las calles, lo imprevisto de los gestos humanos había sido reemplazado por una apariencia de organización mecánica: roncaban los motores, sonaban los cláxons, repostaban los vehículos, y llovían los proyectiles de cañón, confetis sonoros, inocentes e invisibles.

En medio del bullicio caminaba el judío.

No pensaba en tener miedo. Su mecanismo parecía obedecer a un control. Ciertamente, por un momento la compasión inundó sus miembros de metal y se inclinó para cerrar los ojos a un hombre que había sido expulsado de su tumba de escombros.

Por las calles seguían llegando: ¿ambulancias?, ¿coches de bomberos? El judío marchaba siempre, movido por una fuerza sobrenatural, ya que ahora las calles conducían a la cáscara manchada de la ciudad. Los caballos lanzaban relinchos estridentes desafiando el ácido del cielo verde. Alargaban sus cuellos ágiles como las mangas de riego y sus hocicos tenían resplandores de cobre a la luz de los incendios. El judío avanzaba estupefacto, sano y salvo, bajo las mismas ruedas del Carro.

Su primera intención había sido la de ir a ver la casa de Holzgraben, pero de repente se imaginó aquella visión de desolación, el techo de estuco reventado por las bombas y el odio de los hombres. Por ello se dirigió antes que nada a la comisaría de policía que conocía tan bien, de la esquina de la Dorotheenstrasse.

Cuando entró, las manos del agente de servicio rebuscaban entre los papeles. Estaba ocupado. Todos los demás parecían haberse marchado.

—Están a punto de bombardear la fábrica de guantes. ¿Se da cuenta? ¡La fábrica de guantes!

Sus manos gruesas continuaban paseándose sin desánimo entre los documentos oficiales. Uno de sus dedos llevaba una alianza.

—¿Quién hubiera pensado que Holunderthal podría arder así? ¡Por amor de Dios!

—He venido… —empezó a decir Himmelfarb que buscaba en una cartera una prueba de su identidad; aquella tarde eso era particularmente importante—… a entregarme a ustedes… —explicó.

—Éste es el reino del desorden —se quejó el agente—. Ya ni siquiera tenemos tiempo de regar las macetas.

Sus gruesas manos coloreadas se mostraban impotentes con su alianza amarilla. Incluso cuando levantó los ojos, su pensamiento estaba en otra parte. Sin embargo, preguntó:

—Bueno ¿qué es lo que quiere?

—Yo soy judío —dijo enseñando su tarjeta.

—¿Ah, judío? —pero el agente continuaba pensando en el papel que buscaba.

—Bueno —murmuró—. ¡Espere! ¡Un judío! —protestó—. ¡En plena noche! ¡Y yo aquí completamente solo!

Himmelfarb se sentó entonces en un banco y esperó con la espalda apoyada en la pared. Se dio cuenta de que, en efecto, como había dicho el hombre, era de noche y que un milagroso silencio comenzaba a invadir la ciudad en llamas.

Por alguna parte se escuchó una voz, temblorosa pero convencida:

La guerra y la paz van y vienen.

La cerveza y los besos se quedan…

Cantaba la voz alemana y sin edad.

—¡La cerveza y los besos! —gruñó el agente de policía—. ¡Sólo me faltaba escuchar eso! ¡La cerveza y los besos son para los seres humanos!

Después levantó la cabeza.

—¿Así que usted es judío?

Como comenzaba a reinar el silencio, adquirió conciencia de su deber.

Himmelfarb supo que le conducían a la estación de recuento situada a algunos kilómetros al sudeste de Holunderthal. Ingeborg Stauffer le había dicho que su importancia militar y civil le había reportado ser muy machacada. Servía entonces como lugar de reunión para los judíos que se deportaban a otras regiones o hacia países vecinos.

A su llegada le hicieron una ficha y luego le empujaron hacia uno de los numerosos hangares. Como todavía era de noche y la defensa pasiva exigía la oscuridad total, no pudo echar un cálculo sobre el número de sus compañeros, pero se dio cuenta de que formaban una masa compacta cuya alma colectiva sufría y se recogía en sí misma. En la oscuridad, más penosa por ser impuesta por los hombres —¿o tal vez era enviada por Dios?— una alma perdida se lamentaba e intentaba descubrir una razón en aquella sinrazón. En algunos momentos la voz parecía ser la de un niño, pero en seguida crecía y se intensificaba. Y luego la misma voz de Israel parecía subir de las profundidades de la Historia con llantos y gemidos. A veces había insultos y patadas cuando llegaban otros sucios judíos, y otras en el marco de la puerta una tea perforaba la noche, mostrando superficies de piel amarilla, manos crispadas sobre sus posesiones como si no tuvieran otra cosa que perder. Los guardianes a veces se echaban a reír ante el entrevisto espectáculo de aquella cierta indignidad, pero en general preferían la oscuridad, porque así podían odiar abstractamente a aquella anónima masa de judíos.

A la fría claridad del amanecer que llegó aquel invierno en un hangar sin resquicios, Himmelfarb comenzó a distinguir rostros individuales aunque aquellos seres de su raza, —pegados los unos contra los otros, apelotonados sobre sí mismos para protegerse del frío y de la desgracia—, no tuvieran ya más que un residuo de personalidad. Sin embargo, algunos conservaban la suya en la preocupación de las apariencias. Por acá y por allá, abundantes polvos blancos destacaban sobre las sombras grises del rostro de una mujer mayor. Un viejo judío que se cubría con su túnica, tanto para calentarse como para rezar, desempolvaba sus flecos antes de poner sobre ellos sus labios. Ningún olor brotaba todavía de aquella multitud, excepto allí donde limpiaban a un niño que se había ensuciado, y allá donde era imposible ignorar el hedor de los excrementos y el clamor de la desesperanza. En medio de la grisácea luz, un hombre recitaba una oración para la salvación común, pero la voz de la madre que le respondía no creía posible una liberación. Por primera vez el viscoso lodo de la desesperación les atrapaba.

Una vez, en el crepúsculo, mientras que los judíos se estiraban, cambiaban de posición, desentumecían sus piernas, aspiraban el aire pesado que ellos habían tomado por un aliento fresco, arrancaban preciosos fragmentos a los panes resecos que varios se habían negado a conservar, intentando incluso improvisar a veces pequeñas comidas en los infiernillos de alcohol, Himmelfarb creyó ver al tintorero de su infancia, y, con la maleta al hombro, que le hacía polvo los costados, se dirigió a él para llamarle, para comunicarle su alegría por volver a verle, para agarrar los paños de su pasado y sujetarlos con ambas manos, con amor.

Pero al contacto de su propia piel reflexionó y pensó que el tintorero debía haber muerto hacía mucho, en paz sin duda, y que tal vez le había legado, tal como lo recordaba Himmelfarb, el deber de amar a sus hijos en los espantosos limbos en que los habían encerrado, hasta que le tocara la vez de ser liberado.

El heredero pensaba en sus obligaciones para el futuro cuando una mujer furiosa, la esposa de un grueso tendero, acusó a un señor bien educado de haberle robado la corteza del queso que había cogido al marcharse y con la que pensaba sustentarse. Estaba injuriándole cuando vio el trozo caído entre ellos en el polvo. El hombre, que aparentaba ser profesor, sonrió y le tendió el queso. Pero ella no le perdonó el haber sido la causa de su vergüenza.

Allá, entre las maletas y los paquetes, los recuerdos y los libros, las Wurst[42] y los utensilios de cocina, Himmelfarb estrechaba a los hijos del tintorero, incluso cuando ellos no querían nada de él. En las diversas ocasiones que se mezcló con ellos, éstos estaban bastante dispuestos a hablar, a contar los detalles materiales de sus desgracias, pero comenzaban a volverse silenciosos cuando sus tentativas de contacto espiritual le hacían ser un intruso en el secreto de su alma. La mayoría de ellos estaban todavía llenos de las presencias de parientes o amigos. Así se creían más seguros, y en esas circunstancias no estaban dispuestos a dar aquello que el extraño deseaba, aunque sólo fuera verles aceptar.

Así continuaron viviendo juntos y sentados bajo el hangar abarrotado. Una tarde hicieron entrar allí a un grupo de judíos llegados de un campo vecino. Apretados los unos con los otros como si fueran un rebaño, con vestidos pobres y austeros, aquellas personas de cabezas rapadas, de ojos hundidos y miembros esqueléticos, parecían solicitar silenciosamente que no les incumbía ya hablar a los de su raza o incluso mezclarse con ellos, y fue admitido por todos los que veían allá a los elegidos del sufrimiento, destinados a permanecer desviados. Pero al menos una suerte común esperaba a los ocupantes del hangar y sus voces se unían a veces en la oración:

«¡Oh señor y Dios nuestro. Dios de nuestros padres, os rogamos nos traigáis la paz, dirigir nuestros pasos en la paz, sostenernos en la paz, conducirnos en la vida, en la alegría y la paz hasta el remanso que desea nuestro corazón!».

Las voces de los judíos se elevaban en la oración que precede a los viajes, ya que en efecto iban a partir para un viaje que no obstante nada tenía en común con las excursiones a Heidesheim o las visitas a los familiares de Francfort.

Aquellas incomprensibles letanías hacían reír a los guardianes.

Los judíos permanecieron varios días en los hangares de la estación de recuento, al otro extremo de Holunderthal. Les era difícil pensar en otra cosa que en sí mismos, y sin embargo de vez en cuando recordaban que había guerra; por la tarde el cielo estaba a rayas como ya lo habían visto una vez y los confetis sin alegría de la aviación caían siempre al llegar la noche. La tercera tarde una bomba alcanzó a un tren de municiones y la tierra tembló. Cuando los hangares llenos de judíos recobraron sus formas normales, mucho después de la explosión, y cuando las sirenas y los silbatos hubieron aplacado su frenesí, los prisioneros, tirados por los suelos, alargaron el oído en espera de algo peor que les atañera personalmente. Les era imposible creer que existieran otros objetivos que ellos mismos.

Finalmente, un amanecer de un frío negro, se les hizo salir. Un martillo que se escuchaba a cierta distancia hubiera podido crear quizás una atmósfera de desolación si el silbido de una máquina de vapor que se escapaba en nubes no hubiera dado una impresión de calor próximo. Hombres iban y venían en esas actividades misteriosas de las extrañas horas que preceden al alba. Los obreros de un equipo, que daban saltitos para calentarse y se friccionaban los costados, llamaban a grandes gritos a los guardianes algunas barbaridades muy elementales, que éstos no habrían podido olvidar. Pero los que eran directamente responsables de la marcha de los judíos y acababan de ser arrancados de sus lechos calientes y del sueño, no necesitaban ningún pincho que azuzara su rencor. Mientras que les empujaban hacia adelante con las puntas de sus bayonetas, lo exteriorizaban pinchándoles con pequeños golpecitos provocadores. Uno de ellos, más brusco y solemne que los demás, introdujo la hoja entre las nalgas de un judío grueso, justo lo suficiente para hacer chillar a su víctima. Una mujer lloraba porque había olvidado algo en el hangar que se había convertido en su hogar. ¡Cómo lamentaba ella las planchas desnudas que su espíritu había transfigurado y la pérdida de uno de sus guantes de lana!

Sin embargo, algunos viajeros, jóvenes por lo general, lo mismo que un hombre de más edad del que se decía que era profesor de universidad, estaban resueltos a no dejarse impresionar por el rostro acerado del amanecer. Siempre era posible que lo que les esperara no fuera peor que lo que padecían; por ello sus ojos brillaban de esperanza ante las cosas menos prometedoras: el largo ciempiés negro del tren estacionado, las viguetas retorcidas o simplemente el vasto espectáculo de los paisajes que la luz liberaba de la bruma. Estos individuos más felices que los otros estaban al menos protegidos por su visión, mientras que, de pie sobre el suelo helado, tiritando, sus dedos calzados con delgadas telas, sostenían pobres maletas, carteras o paquetes atados. Y esperaban… o avanzaban arrastrando los pies. Esperaban… Avanzaban…

Después hubo un ligero estrechamiento en las filas, un reflujo de emoción; por la muchedumbre circularon opiniones y se corrió la voz de que hacían subir a los de delante en un tren. En efecto, era un verdadero tren, y no furgones de carga de los que todos habían oído hablar; un verdadero tren con vagones, compartimientos ortodoxos, ciertamente bastante viejos —el relleno se salía a veces de los asientos reventados—, pero pese a todo: un tren, con pasillos, ventanas que se dejaban abrir después de algunos esfuerzos, cabeceras blancas, ciertamente un poco sucias allá donde se apoyan las cabezas, pero un tren, un verdadero tren. Los judíos de la fila se pusieron entonces a empujar a algunos y se atrevieron a bromear. Incluso aquel tren tenía retretes al extremo de los pasillos, y a nadie se le ocurrió quejarse cuando se dieron cuenta de que no había agua, ni en los lavabos, ni en los retretes; todos estaban contentos.

¿Qué había pasado?, se preguntaban los unos a los otros, todavía jadeantes, todavía apretujados y cubiertos de sudor en sus vestidos de invierno. Nadie se atrevía a responder por el momento; se contentaban con interrogar. Eran ojos asombrados, chispeantes en el gris amanecer, ya que la llama vital de todos aquellos seres tan recientemente amenazados de extinción se había encendido de nuevo repentinamente.

Cuando, tras una sacudida, el tren comenzó a marchar lentamente, mientras se tensaban los enganches, lanzando a los viajeros los unos contra los otros, una señora cuyo rostro aún no se había revelado bajo su velo ofreció al catedrático de facultad un Brötchen lleno de delicados trocitos de Wurst, y le explicó, en un tono perfectamente informado, que la política respecto a los judíos había adquirido un giro completamente nuevo. Se lo habían asegurado, repetía la señora con un aire entendido; pero no parecía decidida a precisar si se trataba de una información o de una intuición… Y si la necesidad había hecho posibles aquellas noticias, no por ello eran menos buenas. El compartimiento hervía de suposiciones, y la dama echó hacia atrás su velo para entablar una conversación culta con un interlocutor digno de ella.

Sin embargo el profesor masticaba glotonamente.

—Es posible —murmuró.

En efecto, estaba contento de comer, y tenía los ojos desorbitados como los de un perro perdido al devorar los restos que acaba de encontrar. Masticaba, sin darse apenas cuenta de que los delicados trozos de Wurst olían mal y que el elegante panecillo estaba duro como una piedra.

No estaban solos en el compartimiento, evidentemente. Había una madre cuyo hijo enfermo se hacía sus necesidades sin parar y no podía ser curado por falta de las medicinas necesarias. Había un viudo de sombrero negro y dos chiquillos que se repartían un caballo de madera. Había un muchacho y una chica cuyos dedos estaban fuertemente entrelazados y nada, mucho menos la muerte, habría podido separarlos; y por fin dos individuos tan insignificantes que Himmelfarb jamás consiguió, pese a sus esfuerzos, descubrir sus rostros.

De esta forma el tren se arrastraba a través de Alemania y se hubiera podido creer que atravesaba Europa. El paisaje fijo comenzó a derretirse. Las desnudas ramas de las hayas parecían flotar como ligeras melenas, al tiempo que parecían ser alambres espinosos. Los campos y los bosques parecían liberados momentáneamente de la prisión del invierno. Un agua negra corría entre los almohadones de la sucia nieve; ante aquella milagrosa liberación, los campesinos de una granja reían alrededor de un montón de estiércol humeante. Una chiquilla pálida como un fruto subterráneo bailaba en un prado, sin saber ella misma lo que quería recibir en su mandil extendido.

Como el tren penetraba siempre cada vez más en el corazón de Europa, la señora del Brötchen enroscaba alrededor de un dedo enguantado de negro, los locos mechones de sus cabellos, de un rojo ardiente. Se dignaba declarar que era oriunda de Czernowitz, que tenía fortuna personal y dotes artísticas. Desgraciadamente las circunstancias la habían conducido lejos del teatro y de sus éxitos hasta la Alemania del Norte.

Los chiquillos habían elevado sus ojos, estrechando los dos su caballo de madera pintada.

Na, na —suspiraba el padre del sombrero negro, que tenía un labio caído e incrédulo.

El paisaje pasaba. El cielo no se mostraba en su pleno esplendor, pero se le atisbaba entre los desgarrones de las nubes. Aquello le bastaba a Himmelfarb, que había cerrado los ojos tras sus gafas, más harto que cansado. Después de las largas horas de la noche, demasiadas cosas habían sido reveladas y demasiado pronto. Él estaba harto.

Dormitaba, se despertaba, volvía a dormir, y el tren marchaba renqueando, con el olor de todos los trenes. El niño enfermo, a quien su madre había renunciado ya a limpiar, se había dormido.

—Se debe a un cambio de política —repetía la señora de Czernowitz, que acababa de regresar de los servicios sin agua.

Había hablado con un rabino de Magdeburgo quien la había convencido. Aquel tren de judíos era el primero que se dirigía hacia la Europa del Este. Desde allí se ayudaría a todos los judíos de la Europa central a esperar en Bucarest, después en Estambul en donde embarcarían para Palestina. Habían intervenido los países neutrales. De todas formas, resonaban las risas en los compartimientos vecinos y cánticos de alegría se deslizaban por el pasillo tan lleno de cuerpos y de paquetes que la alegría era el único escape posible de aquella masa compacta.

Sus felices informaciones hacían irradiar a la señora de Czernowitz y las almas anónimas no podían hacer otra cosa que alabar a Dios. Únicamente el padre de los chiquillos, impasible, miraba sin decir palabra.

El crepúsculo había comenzado a cubrir de gris el rostro blanco de la señora Czernowitz. Una mujer menos resueltamente sumergida en el misterio hubiera podido parecer ridícula. Pero ella había sabido aprovecharse del momento y se bebió el contenido de una botellita y después, con una voz de mezzo, lanzó una o dos exclamaciones sobre la estrella de la tarde.

Según explicaba ella, su voz había sido educada por los mejores profesores de Viena. Su Freischütz había tenido mucho éxito en Constanza. Y su Fledermaus en Graz, ¡pues no faltaba más! Hacía poco que había aceptado tomar alumnos, muy pocos y excepcionalmente dotados. Había acompañado a una joven princesa a Bled y allí había pasado una agradable época compartida entre las distracciones y la enseñanza. ¡Ah, la princesa Elena Ghika! ¡Qué encanto! ¡Qué distinción! ¡Y los Kastanientorten[43] cerca del lago, en Bled!

El más joven de los dos chiquillos se puso a llorar. Nunca se había sentido tan vacío.

Sólo se llenaba el paisaje. La sombra se deslizaba en las curvas y taponaba los pasos entre las colinas; negra, almibarada, cubría los cristales del tren. En la noche todo estaba indudablemente más triste.

Aquella noche un hombre murió en el tren y se le condujo fuera del vagón, dejándole en la estación de un pueblo que nunca conoció. Vieron desaparecer sus talones en una última sacudida. La muerte irritaba a los guardianes, tanto más cuanto que comenzaba a helar y los talones de hierro del muerto se enganchaban con todas las cosas de metal. Los días siguientes murieron otros, y permanecieron en sus compartimientos en la misma posición en que les había abandonado su alma.

—¿Ha olvidado el Regierung a los muertos al modificar su postura hacia los judíos? —preguntó la madre del niño enfermo, que entonces exhalaba un pestilente hedor.

Pero la señora de Czernowitz volvió la cabeza. Aquélla era su costumbre para ignorar las insinuaciones de las personas vulgares. ¿En qué era ella responsable de las omisiones administrativas? Ella había consagrado su vida a la música y a la conversación y, francamente, lo demás le sobraba. En realidad su cutis traicionaba su dejadez.

—Tal vez será mejor morir —dijo la madre del niño enfermo con una voz lejana.

—¡Morir! —exclamó la señora de Czernowitz riendo y dirigiéndose, no a la mujer vulgar que había iniciado aquel tema, ni siquiera a las personas del compartimiento, sino a una cierta idea que se hacía sobre relaciones perfectamente refinadas—. ¡Ah, morir! ¡Si no temiera ser arrastrada por des ennuis énormes[44] ya habría empleado mi precioso cianuro del que, lo confieso, no me separo jamás! ¡Hace mucho! ¡Hace muchísimo tiempo!

Con un aire zalamero bajó los ojos hacia sus pechos empolvados, se dio unos golpecitos y se echó a reír, o al menos esbozó una expresión alegre sobre sus rasgos cadavéricos. Poco a poco se deshacía.

¡Oh, la angustia, y los traqueteos y las preguntas! En efecto, habían renunciado a preguntarse los unos a los otros: «¿Por qué este tren? ¿Por qué un tren? ¿Por qué no los furgones de animales?».

Y además, el padre del sombrero negro no pudo más y comenzó a gritar:

—¡El tren! ¿No comprendes que no había otro? Con los trenes de mercancías bombardeados ¿qué podían hacer con tantos judíos?

Pero las respuestas no siempre consuelan. Si sólo hubieran podido abrir un cofre y encontrar dentro la verdad… Como los dos enamorados cuyos rostros conservaban reservas de antídotos, pero sólo activos para ellos. También el profesor se había retirado demasiado lejos para que nadie pudiera seguirle. Himmelfarb, el culpable, regresaba de vez en cuando para notar que los rostros de aquéllos a los que amaba sinceramente se cargaban de rencor y podrían con el tiempo ponerse a odiar en la forma de los hombres.

De esta forma el tren de los judíos continuaba atravesando Europa. Los minutos carcomían el vientre de los hambrientos, pero finalmente las horas se lo llenaban con su compacto vacío. Miguitas de pan cubrían el suelo a sus pies con el despojo de su dignidad.

Una o dos veces hubo alarmas. Entonces el tren se detenía en la noche, a lo largo de algún plácido campo. En sus oscuros compartimientos en donde repercutía el ruido, muchos no se molestaban en protegerse, como si ya no pudiera sucederles nada peor. Su piel, se había cambiado en cuero que frotaba contra el peluche deteriorado todo lo que subsistía del Mitteleuropa.

Y luego, una mañana de verdes mullidos y profundos, de inocentes azules, el tren que, desde una cierta estación aparentemente importante con sus cruces de vías lustrosos y argentíferos, marchaba menos de prisa y haciendo menos ruido como si llegara al final, se detuvo progresivamente ante una pequeña estación elegante, con un pavimento de piedras chispeantes, que hubiera parecido agresivo bajo su nueva pintura si no hubiera sido tan apacible. A ambos lados se elevaba el bosque, en principio verde, después negro. Se podía leer su nombre: FRIEDENSDORF.

No obstante debían estar en Polonia, insistía la señora de Czernowitz, pues ella había oído en la estación algunas frases en la lengua de ese país, que una vez le había apetecido aprender para entretenerse, claro está, y a modo de gimnasia intelectual. El tren permaneció en su sitio en medio de bosques empapados, en lo alto de Friedensdorf. Y después resonaron voces alemanas. Las portezuelas fueron abiertas con violencia. En el rechinar de las botas contra el suelo de piedra retumbaron las consignas oficiales:

—Sean bienvenidos —anunciaba la voz oficial, ampliada y ensordecida al mismo tiempo—. Sean bienvenidos a Friedensdorf.

Incluso había música. Torbellinos de música que se elevaban por encima de los puntiagudos abetos. Los valses más ensordecedores giraban en discos imperturbables, o alternativamente invisibles bailarines populares dirigían su rústica rondalla, aunque la credulidad germinó en muchos de los corazones inocentes.

Hay que comprender el que muchos viajeros, y entre ellos la señora de Czernowitz, estaban a punto de creer que aquél era una especie de campo de tránsito para los que formaban parte del movimiento de emigración organizado hacia la Tierra prometida. Allí repondrían fuerzas y descansarían esperando que los trenes fueran a buscarles.

Cualquiera que fuera la razón, se empujó en seguida a los viajeros fuera de los vagones y, una vez más, las almas pusilánimes lamentaron su asilo del tren escacharrado, como antes habían protestado cuando les habían arrancado del hangar.

Estaban en el andén, en medio del aire húmedo, envueltos por aquel olor de agujas de pino cuyas bocanadas, incluso en los mejores días, precipitaban a sus víctimas en abismos de nostalgia. Era ya evidente que, entre los más viejos de ellos, algunos, debilitados por el hambre y las privaciones del viaje, no podrían resistir mucho tiempo más, y sus vecinos estaban preparados para sostenerlos si se caían. Y eso sin hablar de los niños enfermos o muy pequeños. A juzgar por la expresión de sus caras de pájaro, parecían rememorar de repente la experiencia de una vida anterior. Por contraste, la mayoría de los adultos que habían tenido tiempo de olvidar, disfrutaban del discutible privilegio que es la intuición, aunque muchos de ellos caminasen como si sospechasen que la costra de excrementos amarillos que cubría la tierra estaba destinada a endurecerles todavía más.

Los adultos bromeaban con los niños nerviosos, lo mismo que los guardianes… ¡Algunos de ellos eran tan simpáticos! Himmelfarb recordaba haber contado chistes con aquellos buenos alemanes en sus paseos por el bosque o en las calles de la ciudad. Sus voces expresaban la honradez cruda y áspera de la tierra y las patatas…

Entonces, mientras se dirigían a los recién llegados, sus dientes eran blancos como la carne de las manzanas y su boca tenía la mueca de la persuasión. Evidentemente, también existían momentos de bestialidad. La fuerza bruta no está nunca lejos y de repente se despierta, preparada, brusca, con el sexo endurecido bajo la ropa tensa. La actitud de los guardianes forzaba a los viajeros a recordar otros incidentes que hubieran preferido olvidar.

Pero en seguida todos estuvieron preparados para salir, y se pusieron en filas, aunque los más decididos fueran los de los últimos lugares. Bajo los compases de la música, entre los pinos húmedos y acogedores, el grupo avanzaba. Aquél hubiera podido ser un espectáculo lamentable de miserables, completamente amorfos pese a los esfuerzos de los oficiales y la voz de barítono de una torre metálica que recomendaba el orden y la limpieza a los huéspedes de Friedensdorf. Pero los que llegaban, los viejos, los enfermos, eran intocables, judíos: viejas mujeres a horcajadas sobre la espalda de sus hijos, piernas tirantes llevadas en brazos; abuelos llevando los taleds y el olor de los años, maridos derrengados protegiendo el vientre de su mujer, tipos de la clase media con las mismas carteras y los mismos sombreros. Llegaban y las verjas se cerraban por precaución tras ellos. Las mallas metálicas vibraban, brillaban, caían.

—¡Ach, miren! ¡He roto mi velo!

La señora de Czernowitz estaba al borde de las lágrimas, pero un contacto muy breve entre su guante de piel negra y el brazo de su compañero la dio fuerzas para continuar.

—Tengo la certeza —aseguró ella— de que seremos tratados con la mayor consideración durante nuestra estancia aquí que será breve, y que llegaremos sanos y salvos a Constanza, ¿o es a Estambul? Pero para volver a nuestra conversación, profesor, he de contarle los magníficos paseos que dábamos por los bosques de Bukhowina, y las pequeñas fresas silvestres que comíamos con azúcar muy fina y crema un poco agria.

Aunque medio deshecha, tirando a violácea bajo su resto de polvos, la señora de Czernowitz era todavía capaz de resplandecer bajo sus afeites. Tal vez gracias a la música, ante la cual ella parecía reaccionar apasionadamente. Y mientras una mano invisible ejecutaba un acorde de Lehar, cuyos trinos descendían desde lo alto de la torre metálica, la voz oficial, de barítono bien timbrado, interrumpió:

Achtung! Achtung!

Todos los recién llegados deberían ir a las duchas. Los hombres a la izquierda, las mujeres a la derecha. Baño obligatorio para todo el mundo; los hombres a la izquierda… En aquella precaución de higiene, los viajeros debían someterse a la desinfección reglamentaria. Las mujeres a la derecha.

En un aire palpitante de falso deshielo, se elevaron gritos de separación. Tales manifestaciones no eran razonables, gruñía la voz oficial. Pero ¿quién ha sido alguna vez engañado por la razón? Por ello aquellos cuerpos irracionales se entregaban a un largo y último esfuerzo para confundirse, y en muchos casos era necesaria la fuerza para separar a los unos de los otros, que aún conservaban en sus manos convulsionadas cabellos o hilos de vestidos.

—Profesor —exclamó la señora de Czernowitz— ¿cree que deberemos desnudarnos en público?

—No tengamos vergüenza de nuestra desnudez —aconsejó Himmelfarb.

Pero la señora de Czernowitz se puso en seguida a gritar:

—¡Yo no quiero! ¡No quiero! ¡No, no, no! ¡No! ¡No!

—Rogaré por todos nosotros —le dijo él al separarse—. Por todos nosotros.

Sus manos pendían inútiles en un aire vacío.

Ella, por otra parte, no escuchó la voz del hombre, en su esfuerzo por hacer frente a una situación que hubiera puesto a prueba a los mismos profetas, y fue conducida precipitadamente y empujada a la sala de duchas para evitar que su nerviosismo se contagiara a los demás, más dóciles, más pasivos, o más fríos. En aquel momento Himmelfarb no vio de su amiga más que el montón negro de vestidos que le arrancaban.

Los hombres estaban rodeados también por una cadena de brazos y a veces por el acero de las bayonetas. Los sexos parecían separados para siempre, y aquella perspectiva hacía gritar a algunas mujeres, mientras que el recuerdo de tiernas intimidades arrancaba palabras roncas, roncas e incoherentes, a un joven que parecía estrangularse con su lengua.

Achtung! Achtung!… ¡Ganchos numerados! Será de… ¡Ftt!…¡Ftt!…

Entonces Himmelfarb, al que un empujón le había hecho traspasar la puerta de la sala de los hombres, se abandonó en manos de Dios y se dispuso a quitarse la corbata.

La mayoría de sus compañeros que su país natal había adiestrado en la disciplina, obedecían instintivamente a las órdenes que les daban. Un gran tipo obeso había penetrado tan bien en el espíritu del sueño que la camisa la tenía ya por encima de su cabeza. Himmelfarb todavía no hacía otra cosa que observar los siniestros movimientos de la pesadilla.

—¡En vuestras manos, Señor!

De nuevo sus labios le confiaron todo…

Entonces sucedió algo:

Un guardián avanzaba en medio de la masa de cuerpos, uno de esos chicos rubios, sólidos, sanos y dóciles, y designaba a uno de aquí, otro de allá, acabando su elección con una perezosa atención.

—Usted quédese vestido —ordenó a Himmelfarb— y venga a verme fuera, para las consignas del campo.

Parecía arbitrario que aquel guardián reparara en aquel viejo, pero quizás obedecía a una orden. Ciertamente Himmelfarb todavía poseía presencia; era tan grande y alto como el soldado, pero sus ojos penetraban más lejos que los de su superior, cuyo azul sin profundidad vaciló un instante. Era pues posible que el muchacho de soberbio físico sintiera secretamente en lo profundo de su corazón una atracción por aquel que parecía ser un espíritu superior. Aunque posiblemente ejecutara una orden.

Otros varios judíos, de diversa estatura y edad, seguían al guardián con estupor.

Fuera, el patio arenoso sorprendió por su relativo vacío a pesar de que helaba; la bruma que salía de los árboles se deslizaba entre el espesor de los vestidos empapados de sudor. Los favorecidos se agruparon allí, muy a disgusto y agitados por sentimientos contradictorios dentro de cada cual.

En seguida notaron que un grupo de otros individuos que pertenecían manifiestamente a la condición de esclavos e iban vestidos con uniformes heteróclitos, estaban reunidos en una especie de formación desordenada.

Uno de ellos se dirigió a su vecino que resultó ser Himmelfarb.

—Las mujeres van a irse en seguida —le declaró el extranjero en un alemán incorrecto y torpe—. Como de costumbre pasarán las primeras.

Era de una nacionalidad imprecisa: eslavo quizá, o polaco, o mediterráneo, pero no se podía dejar de reconocer una raza inferior.

—¿Irse a dónde? —preguntó Himmelfarb—. ¿Qué quiere decir?

—¡A la cámara de gas!… —explicó el otro con dulzura.

Pero Himmelfarb creyó escuchar algo espectral y evocó por un instante la imagen de un colega que se moría de cáncer de garganta.

—Sí —murmuró su nuevo amigo—. En seguida van a abrir el gas. Cuando hayan terminado, nosotros llevaremos los cuerpos hasta las fosas.

Aquello sugería aspectos de siega más que una visión del infierno.

Pero en aquel preciso momento la puerta de la sala de las mujeres se abrió bruscamente por una horrible casualidad y vio titubear ala señora de Czernowitz.

¡De qué manera se tendieron hacia ella las manos de su amigo el viejo judío impotente y además intelectual!

—¡Que Dios nos ilumine! —gritó la señora de Czernowitz—. ¡Una sola vez! ¡Hasta el final!

La voz se estiró, mate como el cuero.

Permaneció un momento en el marco de la puerta y habría caído si la hubieran dejado. En su cabeza vio cortos pelos grises en lugar de sus cabellos pelirrojos. Un solo pecho colgaba cerca de la antigua cicatriz que ocupaba el lugar del segundo. El vientre temblaba alrededor de la protuberancia del ombligo. Sobre todo, sus caderas eran miserables. Pero él escuchaba su voz, desnuda, implorando desde el fondo de la Historia, sin edad, interminablemente.

Entonces una súbita debilidad lanzó de rodillas al hombre, su hermano; y desgarrándose furiosamente, a propósito, con los guijarros del patio, la llamó desde la otra vertiente de su abismo común, y gritó entre sus labios secos:

—¡El Santo Nombre! ¡No lo olvide! ¡No pueden quitarnos el Santo Nombre! ¡Cuando nos hayan arrancado la piel, Él nos vestirá y nos salvará!

Y luego fue llevada dentro.

¡Se sintió caer! Su cuerpo de carne cayó. Cuando sus mejillas rozaron las piedras, los cañones de un millar de orificios fueron dirigidos hacia ella y vertieron sobre su cuerpo una substancia que no reconoció.

Cuando Himmelfarb pudo levantar la cabeza de nuevo, comprendió que por segunda vez en su vida se había desvanecido, o tal vez es que Dios le había arrancado misericordiosamente de su cuerpo. Había caído la tarde, una tarde extraña. Los objetos que antes parecían más sólidos, las salas de duchas completamente nuevas, por ejemplo, y las torres metálicas, estaban parcialmente disueltas en la bruma. El Friedensdorf geométrico que había conocido estaba rodeado por una niebla color rojo sangre, un halo en cuyo centro él yacía como una crisálida desarrollada en un capullo misterioso, sobrenatural. Algunas formas probablemente humanas, aunque no se distinguían bien, se movían en actividades trascendentales en el interior de aquel complejo cuyo violento resplandor púrpura se ampliaba poco a poco en una mancha vagamente anaranjada, rodeada de azul. Aquello le recordó con una repentina intensidad la ceniza gris azulada, tranquila, que permanecía en la extremidad de aquel puro de calidad fumado bajo la luz anaranjada de una pequeña lámpara oriental. Entonces se acordó evidentemente de su amigo Konrad Stauffer.

Y luego sus sentidos más lentos fueron sometidos y la conciencia regresó al hombre tirado por el suelo, en el lugar en que se encontraba.

Aquello que le había parecido inmaterial y acolchado se convirtió en un áspero cemento. Una herida se abrió en su mano izquierda. Torbellinos de humo azul negruzco le entraron en los ojos y las narices. Unos hombres gritaban. Sintió el aliento del brasero anaranjado. Unas explosiones convulsionaban el suelo bajo él; las balas perforaban el aire en intervalos espaciados; el incendio lo dominaba todo. Friedensdorf estaba en llamas.

Entonces fue cuando Himmelfarb se dio cuenta de que había perdido las gafas. Aquel descubrimiento le horrorizó más que el fuego. En su confusión total se puso a palpar a su alrededor; tocó piedras, un fragmento de metal ardiente, un pequeño charco de un líquido viscoso, una rama, un guijarro, en aquella búsqueda estéril a través de lo que no podía ser más que un desierto vacío.

Arrastrándose levantó a veces los ojos hacia la nube anaranjada que ahora parecía invadirlo todo. En alguna parte a su izquierda, una ametralladora abrió fuego. Su propio aliento parecía salir de su boca en una lengua de llamas, mientras que jadeaba con pequeños sollozos. Buscaba. ¡Oh, poder distinguir de nuevo las formas benditas de las cosas!

Había tanteado tanto terreno que ya no tenía esperanzas, pero por hacer algo sus manos siguieron palpando y tocando mucho más allá del espacio posible. Tocó una alambrada y se rasgó los dedos; tocó un jirón de algodón. Y después ya no encontró nada. Al lado del jirón, el trozo de algodón, sus manos no encontraban más que el aire inofensivo. En efecto había, si no un arco triunfal, por lo menos una pequeña brecha con los bordes sajados en la costra periférica. Alguien había cortado el alambre de espino.

Entonces el judío agachó la cabeza y saltó, siempre de rodillas. De esta forma se arrastró sin saber cuál era la dirección más indicada. Sus rodillas estaban acorchadas. Necesitaba levantarse, lo sabía perfectamente, pero aunque sus miembros tiesos hicieran por el momento su posición normal más fácil, pensaba no haber pasado todavía la línea que separa al infierno de la vida. Entonces los espinos le hirieron ligeramente la frente, y no se sorprendió al encontrar de nuevo la mordedura de sus puntas. Evidentemente se trataba de la alambrada exterior.

Hubiera podido permanecer enganchado allí, feliz de olvidarse de sus verdugos, pero un momento de letargo le obligó a buscar un nuevo soporte por miedo a perder el equilibrio. Y por segunda vez no encontró más que el vacío tranquilo y sin obstáculos. Aquella dulzura le aguijoneó e incluso le precipitó en una actividad febril. Con un desgarro de su carne, de su aliento, de sus vestidos, él se desprendió del cepo de metal. Una vez liberado se introdujo por el hueco terriblemente estrecho, hecho por los mismos que habían huido cortando aquel segundo encierro.

El aire que golpeaba su frente perlada de sudor y de sangre, estaba helado. Unas formas le acogieron, hombres o árboles; no tuvo fuerzas para preguntárselo. Por fin sintió su rugosa superficie bajo sus manos. Se incorporó sobre sus piernas y se sumergió en una selva hospitalaria, pasando de un tronco a otro. Las húmedas agujas perforaban su piel y su olor se esparcía en aquel otro laberinto que era su cráneo, aunque se sentía casi ebrio de libertad.

Continuó caminando y con gusto hubiera avanzado más si no llega a dar con una especie de claro en donde se erguía un grupo de siluetas virginales, quizá de jóvenes chopos, cuya piel era tan lisa y tan pura que él cayó a su lado y se puso a llorar, con la boca sobre la húmeda tierra.

Más tarde llegaron unos hombres. Cualesquiera que hubieran sido sus opiniones o el color de su piel, él habría sido incapaz de moverse. Le rodearon, él les oyó hablar y por lo que le quedaba de conciencia dedujo que eran polacos. Escuchó su silencio y su respiración mientras que le llevaban a través de una gran cantidad de árboles.

Llegaron a un olor a paja y a cerdos y le tendieron junto a la estufa de la casa a la que le habían conducido. Él no sentía ningún deseo de salir de su cálida oscuridad. Su cabeza estaba apoyada sobre una especie de bloque duro cuando no reposaba en el seno del Señor. Unas mujeres curaron sus heridas. Entraron llevando unos tazones de sopa clara y aguada que sabía a coles. A veces encontraba albondiguillas en la sopa por lo que le era más difícil de tragar.

Un día, el tercero según calculó, llegó alguien, un hombre de voz joven que le habló en alemán y así supo que aquellos campesinos estaban al tanto de los recientes acontecimientos de Friedensdorf.

Los prisioneros que los alemanes elegían para limpiar las cámaras de gas de cadáveres y servir de mano de obra del campo, habían decidido amotinarse. Durante semanas habían reunido y ocultado armas y municiones, y después de la llegada del último tren de judíos los conspiradores se sintieron bastante fuertes para obrar. Entonces los esclavos se rebelaron, mataron al comandante y a un cierto número de guardianes, hicieron estallar un depósito de gasolina e incendiaron una parte de los edificios; después cortaron la alambrada y se pusieron en camino para unirse a la Resistencia.

—¿Y todos los demás judíos? —se atrevió a preguntar Himmelfarb.

El polaco pensaba que la mayoría habían perecido, algunos por el gas, otros por el incendio que había destruido Friedensdorf.

—Usted ha tenido suerte —dijo riendo.

E Himmelfarb, que había recordado tan a menudo el desarrollo de su evasión, no pudo explicarse hasta qué punto había tenido suerte.

Cuando se repuso y se recuperó, le vistieron y le llevaron de la mano. Aquel campesino medio ciego no hubiera podido decir el número de manos que tocó mientras que continuaba penosamente su viaje hacia el Este. Siempre envuelto en la misma bruma que le aislaba, quizá misericordiosamente, conoció el olor de la hierba húmeda, del heno caliente, de los alhelíes arrancados, del aliento de las vacas. Se acostumbró a escuchar voces que no comprendía, salvo aquellas que se acompañaban de contactos o expresaban sus emociones cantando. Comprobó que había numerosos ruidos para él desconocidos, y se dio cuenta de que podía sumergirse en la profundidad del silencio como nunca anteriormente. Sobre todo aprendió a reconocer aquel estado de suspensión completa en que los hombres como los animales esperan a que se aleje el peligro.

Hasta Estambul el profesor Himmelfarb no recobró la vista y una parte de su identidad. ¡Cómo relucía el agua, cómo bailaban las hojas de los árboles! Cuando echó su primera ojeada a través de sus nuevas gafas, se vio obligado a bajar los ojos, avergonzado por aceptar los dones milagrosos que se ofrecían ante ellos.

Entonces decidieron que Himmelfarb, a diferencia de muchos otros, sería autorizado a regresar a Tierra Santa. Sin embargo ante la ausencia del menor signo cierto o de la menor sanción, su conciencia continuaba dudando que él fuera digno.

Por eso le repugnaba unir su voz a la de los compañeros de viaje en el buque de carga vetusto en el cual salieron de las costas turcas. Los jóvenes judíos, apoyados en la borda, se unían cantando. Toda aquella juventud, los muchachos gruesos y peludos, las chicas aceitunadas nacidas en el suelo nocturno de Europa, estaban a punto de cumplir su destino. Por fin los judíos iban a su patria. Reconocían las piedras que jamás habían visto, y las más pequeñas de todas serían sólo suyas.

Pero la silueta un poco lejana del viejo —se decía que se trataba de un profesor— no se mezclaba con ellos. Continuaba paseando por cubierta y después vacilaba y regresaba con precaución, todavía no acostumbrado a los zapatos de ocasión quizá demasiado elegantes que llevaba desde hacía poco. Existía evidentemente un abismo entre la edad de aquel personaje y la de los jóvenes judíos contentos, algunos de los cuales le llamaron para que tomara parte en sus juegos, en su alegría, e incluso le lanzaban algunos chistes inofensivos y amistosos. No obstante renunciaron en seguida y dirigieron su vista hacia los saquitos de cacahuetes que les había dado, junto a otras golosinas, un caritativo judío de Estambul en el muelle de embarque. Se mecían voluptuosamente y después se ponían a cantar, al principio murmurando, luego a plena voz.

Un cierto número de judíos de más edad intentaron tomar parte en la fiesta y se unieron a sus cánticos, pero se dieron cuenta de que el corazón no lo tenían allí. El aire marino había dado a sus mejillas el nuevo color de la salud y sus ojos brillaban con una satisfacción convencional, mientras que miraban el diseño ondulado de las pequeñas olas que se repetían en el infinito de aquel mar clásico. Pero en algunos de los viejos rostros, las sonrisas esbozadas se inmovilizaban como si un diente las hubiera detenido, como un límite de oro. Y otros debían conservar el pañuelo delante de la boca, por miedo a que la alegría que no podían controlar se desfigurara. Después de todo, nadie estaba aún acostumbrado. Aquella nueva emoción, bastante indócil, les había sido dada al mismo tiempo que sus vestidos nuevos y a menudo mal ajustados.

El pueblo elegido permanecía de pie o sentado sobre la cubierta o se inclinaba por la barandilla para examinar aquel mar increíble, pero el profesor Himmelfarb circulaba, daba cien pasos entre los demás que no acabaron por considerarle de los suyos. El comité había reflexionado mucho sobre lo que estimaban eran los sentimientos y los gustos del viejo refugiado culto, que sin duda estaba destinado a formar parte del medio universitario de Jerusalén. Le habían provisto de vestidos del tipo que sin duda tenía la costumbre de llevar. Por ejemplo el abrigo, de tejido y corte europeos, había pertenecido anteriormente a un doctor en filosofía, de Yale. Ahora, mientras que su actual poseedor caminaba en la brisa del mar por la cubierta llena de gente, aquel abrigo oscuro, amplio y pesado apretado en las caderas, no le correspondía llevarlo a otra persona que no fuera él.

En el centro de recepción había permanecido mucho tiempo inmóvil, con el abrigo en las manos, y la judía que dirigía la distribución no había podido evitar preguntarle:

—¿No está contento de su abrigo nuevo, señor profesor?

La señora que tenía bigote y llevaba un reloj de pulsera grande y práctico, tenía experiencia en las escuelas maternales.

—Sí —había respondido—; estoy muy contento.

Pero no se movía.

—Entonces ¿por qué no lo coge? —dijo ella con bondad—. Y podrá sentarse con los demás a la mesa. Madame Saltiel va a distribuir algunas provisiones para el viaje, y después se servirá café.

Ella le cogió firmemente por el codo.

—Pero no es justo que acepte aquello a lo que aún no tengo derecho.

—¡Pues claro que tiene derecho! —insistió la señora que estaba muy ocupada y a quien debía haber irritado pese a la disciplina profesional. Explicó con dulzura—: Y además es nuestro deber hacer una reparación entre nuestro pueblo que sufre.

—Es a mí a quien me toca reparar —insistió el otro recalcitrante—. Se corre el riesgo de olvidar demasiado de prisa que hemos abandonado nuestras obligaciones individuales bajo el pretexto de que somos un pueblo.

Pero la señora le condujo a las mesas en las que los demás judíos esperaban la continuación del festín.

—En su lugar cogería el abrigo y no pensaría más —le aconsejó la señora.

Estaba demasiado cansada para respetar los excesivos escrúpulos. Pequeñas gotas de sudor perlaban los pelos de su bigote.

Himmelfarb cogió pues el excelente abrigo por la manga con aire desgraciado. Debieron decirle que iba arrastrando su abrigo por el suelo.

Con la misma reticencia entró en Jerusalén, como si él sólo debiera rechazar el convertirse en ciudadano de aquella ciudad dorada, de la que cada piedra le desgarraba, sin hablar del rostro de los viandantes. Una tarde, en las laderas de la colina desnuda que el viento había limpiado, se acostó y al principio le pareció que la tierra se abría dulcemente, muy dulcemente, para recibir su cuerpo, pero su alma se negó y le puso en pie; se puso a correr vacilando en la pendiente y los faldones de su abrigo flotaban de tal forma que dos árabes se echaron a reír y un sargento británico le miró con aire suspicaz. No obstante, al pie de la colina recobró su dignidad y eligió una callejuela que le envolvió en la luz tibia y cautiva de la tarde, conduciéndole hasta la ciudad que, según parecía, nunca sería la suya.

Había muchas siluetas familiares en la calle, cuyos saludos iban de la exuberancia a una estudiada ponderación. En la Avenida del Rey Jorge se encontró cara a cara con Appenzeller, el físico de Jena, que había sido estudiante al mismo tiempo que él; era un hombre de piel gruesa, de vello espeso, que asestaba palmadas en las espaldas de la gente que se encontraba para llevar una ventaja sobre ella.

Appenzeller, que no creía en los fantasmas, exclamó:

—¡Hombre, Himmelfarb! ¡No me sorprende! ¡Siempre ha sido tan sustancial! ¡Se decía que usted iría lejos! ¿Lo recuerda? Pues bien, amigo, ¡ya ha llegado!

No acababa de reírse de su chiste y sus narices se agitaban con la risa.

—¿Ya habrá subido a Canopus, no? ¿Todavía no? Entonces contamos con usted. Me será muy útil, añadió. Cada cual tiene su papel a interpretar.

Himmelfarb recordó la infalible estupidez de Appenzeller fuera del laboratorio o la sala de conferencias.

No pudo responder más que: «¡Después!», con una reticencia que le valió el desprecio de su colega.

Appenzeller recordó la timidez casi femenina que se apoderaba a veces de su macizo amigo. El físico era una de esas personas que sistemáticamente piensan que la reserva es pusilanimidad.

—No hay nada peor que rumiar, ¿sabe? —continuó deslizando su mirada lo más adentro que podía en los ojos del otro, y sin embargo no lo suficientemente adentro para su propia satisfacción; le hubiera gustado soltarle una fresca jovial.

—Además, no es más que un lujo que otros tantos sufren igualmente.

La piel de Appenzeller expulsaba los buenos consejos por todos sus poros dilatados.

—Voy a irme a Haifa —respondió Himmelfarb.

El físico se sorprendió, no por decir que se decepcionó, al comprobar que la flecha no parecía haber dejado huellas. La simplicidad de Appenzeller se explicaba quizá por el hecho de que él mismo había padecido demasiado poco.

—Razones de familia —continuó Himmelfarb—. Me han dicho que el hermano mayor de mi mujer se encuentra en un kibutz cerca de Ramat David.

—Ah, ¿tiene usted familia? Me alegra saberlo —dijo Appenzeller sonriendo.

Se puso a reír y a toser al mismo tiempo.

—Entonces, cuento con usted a su regreso. En buena forma. Lo pasará bien —añadió—. ¡Si no encuentra que hay demasiados judíos!

Después de aquella broma, Appenzeller le dijo adiós cordialmente e Himmelfarb se fue a gusto.

Se marchó efectivamente a Haifa cogiendo una serie de autobuses de guerra y camiones militares que le condujeron por la carretera de Ramat David, pero prefirió hacer a pie la última etapa antes de llegar al pueblo en el que pensaba encontrar a Ari Liebmann, su cuñado. La carretera serpenteaba entre pequeñas colinas peladas que parecían fortificaciones que protegían la amplia llanura del kibutz. Una o dos veces golpeó el suelo con el talón. No llegaba en realidad a creer que todo aquello estuviera consagrado. Se arrodilló al borde del camino, entre las piedras, entre el olor del polvo, incapaz de refrenar su necesidad de tocar la tierra.

En el kibutz todo el mundo se preocupaba en vivir de prisa. En la oficina, una mujer levantó la vista de sus papeles y señaló un campo: Ari Liebmann y su mujer se encontraban entre las plantas de tomates.

Ari, del que recordaba el rostro variable de su juventud y su humor incierto, se había convertido en uno de esos opacos moldes de edad madura. Parecía bastante duro, canoso, polvoriento. Después de estrecharse entre lágrimas el uno en los brazos del otro, fueron a sentarse al pie de un olivo, pues en una ocasión como ésa el granjero estaba obligado a admitirlo.

Entre la confusión de las matas de tomates, llamó:

—¡Rahel! Es mi mujer —añadió luego en voz baja.

Una mujer avanzó de mal grado y Mordecaï se dijo que ella no era una extranjera allí. La mujer de Ari estaba construida de forma cónica y llevaba un short muy ajustado. Sus muslos y sus caderas eran enormes, pero el rostro no era desagradable y la historia de su raza estaba escrita en su esqueleto.

—Debes venir a trabajar con nosotros. Darás clase a los niños. Un judío sólo es verdaderamente judío en su propio suelo —afirmó Ari cuando los tres estuvieron sentados.

Ari y su mujer tenían las manos callosas y manchadas de jugo de los tomates que estaban encargados de arrancar.

—Rahel ha nacido aquí, ella podrá decírtelo. ¡Es una sabra[45]! —explicó Ari que se echó a reír lo mismo que su mujer.

Mordecaï sentía que aquellos dos seres estaban completamente colmados. Pertenecían a su medio, como las piedras, o los olivos bajo los que estaban sentados.

—No faltarán judíos para ocuparse de las cosas, pero todo esto es lo que cuenta —dijo orgullosamente Ari englobando en su gesto todos los bienes de la comunidad.

Mordecaï vio en él una arrogancia peligrosa.

—Sí, quédate con nosotros —repitió Rahel—. Siempre quedará bastante gente en Jerusalén.

Entonces Himmelfarb respondió:

—Si sintiera que Dios deseara verme permanecer bien en Jerusalén, bien en vuestro valle, estad seguros de que lo haría. Pero no es así.

—¡Ah, Dios mío! —exclamó Ari que se puso a dibujar en el polvo con la punta de un palito—. ¡Hemos rezado tantas oraciones bajo los techos de Bienenstadt…! —suspiró.

Se echó hacia adelante y estalló en una carcajada que le raspó la garganta.

—¡No hay nada mejor para el alma! Me parece recordar que Reha quería hacer de ti una especie de Mesías.

Si ambos hombres no hubieran vivido lo que habían vivido aquella observación hubiera podido parecer brutal, pero para Mordecaï se refería a los personajes graciosos que ellos eran en otros tiempos.

Además, en aquel momento cayó una aceituna, verde, dura, real, sobre el pedregoso suelo de Palestina.

—¿Tú, en qué crees, Ari? —no pudo evitar preguntar Mordecaï.

—Yo creo en el pueblo judío —respondió su cuñado—. En la necesidad de fundar la patria judía, de defender el Estado judío. Creo que el trabajo lo cura todo.

—¿Y el alma del pueblo judío?

—¡Oh, las almas…!

Tenía aspecto poco convencido mientras picoteaba el suelo con el palito.

—La Historia si prefieres.

La mirada de Rahel abrazaba el paisaje de las colinas. La conversación parecía embarazarla o aburrirla.

—La Historia —respondió Himmelfarb— es el reflejo del alma de los pueblos.

Ari se sentía a disgusto al no hacer nada. Sentado en su grueso trasero comenzaba a agitarse.

—Entonces permaneceremos en nuestros asientos esperando que la Historia nos refleje, ¿no es eso lo que deseas?

—En absoluto —dijo Mordecaï; sólo quería decir que también la fe es una fuerza, y esa fuerza repoblará el mundo cada vez que los hombres de acción hayan intentado destruirlo.

—No te lo he dicho todavía —le interrumpió Ari—, pero Rahel y yo tenemos ya dos niños magníficos.

—Sí, Ari —suspiró Mordecaï—, ya veo que estáis colmados los dos, al menos por el momento. ¡Lástima que nada sea eterno! Ni siquiera en este valle. Ni siquiera en nuestro país. La tierra se rebela; nuevas piedras brotarán de su seno esta noche, mañana, siempre. Y vosotros, los elegidos, continuaréis necesitando vuestro macho cabrío expiatorio, mientras que otros de los nuestros no esperarán ya ser arrastrados al sacrificio, aunque continuarán ofreciéndose.

—¿Y cuándo pondrás en acción tu idealismo? —preguntó Ari Liebmann.

Aquella vez Himmelfarb se sintió atrapado.

—Pues… Por ejemplo… Pues… Quizás en Australia…

Aquélla era la primera vez que pensaba en ese país. Pero el nombre se le ocurrió tal vez porque era el más lejano o el más duro.

—¡Australia! —exclamaron los otros dos; y después se callaron como si fuera mejor ignorar la loca obsesión de la Diáspora.

Rahel cambió de tema.

—¿Vas a dormir aquí? —preguntó esperando manifiestamente que no se decidiera.

—No —dijo Himmelfarb.

No quería retrasarse ya que no había ninguna razón para hacerlo.

Cogieron el camino de los barracones.

—Al menos comerás algo…

Aquello era razonable.

Todavía no era la hora de la comida, pero oyeron a Rahel hurgar en la cocina y regresó con un poco de pan, una taza de leche y un plato de zanahorias que colocó delante del viajero en la gran habitación vacía. En seguida sintió que la leche fría le quemaba en la boca, mientras que los otros, sentados frente a él, tramaban sus motivos secretos sobre el hule que cubría la mesa cuando él no les miraba, esperando quizá que aumentara su culpabilidad vivamente y sin cuentos con la leche.

Después Rahel recogió las migas de pan con la mano y echó una ojeada al reloj que llevaba en la muñeca. Se acercaba la hora de la visita a los niños que se encontraban en la guardería. Su boca se volvía ávida.

Además, un autobús pasaba por la carretera por la tarde, y sus familiares impulsaron a Himmelfarb para que no se le escapara. Su cuñada no dejaba de mirar la hora; nada más natural, evidentemente, para una mujer práctica como ella.

Por fin se encontraron de pie junto a unos matorrales que un día serían un bosque de pinos, y una nube de polvo anunció la llegada del autobús.

Mazel Tov[46]! —exclamó Ari Liebmann estrechando fuertemente la mano de su cuñado.

Aquella vez ambos hombres no derramaron ninguna lágrima, ya que el agua de la desesperanza iba por dentro, más misteriosa que antes. La polvareda de la Tierra Prometida aureolaba a ambos judíos. La luz les envolvía de azafrán. Y después el autobús acogió a Mordecaï, y tras un trabajoso arranque, se le llevó hacia la segunda parte de su viaje.

A partir de ese momento fue sacudido por sus sueños, mientras remontaba los ríos hasta sus manantiales. Jamás estuvo solo durante su viaje, ya que el hombre aparente fue siempre acompañado por su espíritu consagrado, hasta aquella mañana de verano en los antípodas en que hicieron saber a los viajeros que habían llegado.

—Estamos en Sydney.

Los emigrantes judíos buscaron con inquietud los ojos de los que debían esperarles. Únicamente M. Himmelfarb, aquel pasajero un poco extraño, no exactamente desagradable, pero diferente, permaneció aislado en sus vestidos negros y demasiado cálidos para el país. A decir verdad, él ya había sido recibido: en el calor que golpeaba el asfalto, un pilar de fuego se había erguido claramente ante él.

Cuando el judío acabó su relato, el día declinaba ya. El ciruelo que, al principio, había parecido protegerles de aquella historia y después había intensificado su común angustia, comenzaba de nuevo a manifestarse en la sutileza natural de sus formas y de sus sonidos. Bajo la tienda de ramas, las sombras eran tupidas como pesados animales manchados o rayados de una luz salvaje. Aunque las flores no fueran ya más que un bordado arrugado contra la profundidad de un cielo más blanco, un crescendo de movimientos y de música refrescaba las ramas de los troncos caídos. Era la brisa de la tarde que descendía de Sarsaparrilla hacia Xanadu entre las vegetaciones agitadas y ondulantes, deslizándose en medio de la maleza sofocante, bailando en la superficie de las hojas, y lamiendo por último la piel de los dos supervivientes al pie del árbol.

Miss Hare quizá se habría estremecido si su cuerpo no hubiera sido arrancado del suplicio tan recientemente. Pero el menor movimiento le era todavía doloroso.

Cuando estuvo de pie dijo con una voz apagada:

—¡He de volver, o alguien que no nombraré me dirá mil cosas!

También el judío se incorporó, torpemente, probando sus piernas para asegurarse de que podrían sostenerle. Ni él ni ella parecían dispuestos a hablar de lo que acababan de vivir juntos, y no se propusieron volver a verse; sin embargo ambos lo esperaban.

—He de dejarla inmediatamente —dijo el judío con una inquieta ojeada hacia el sol—. Es muy tarde.

Se separaron, pues, en la luz que declinaba. Sus siluetas se reducían, luego parecían crecer. Bailando como un corcho en las olas, nadaban contra la marea de la tarde, con sus movimientos impedidos por la hierba y por la inquietud.