—El Carro…
Miss Hare se decidió a romper el silencio que habían dejado caer como un espeso telón sobre el drama de una vida.
No obstante ella temblaba y se interrumpió, comprendiendo que había violado aquello que le habían enseñado a respetar como una de las primeras reglas de la conversación, la importancia secundaria de los temas de interés personal, por vitales que sean.
Sin embargo no pudo contenerse, pero murmuró muy bajo y muy lentamente:
—¿Conoce usted el Carro?
Era un momento decisivo, como cuando un prototipo descubre por fin a un ser de su especie. Sin embargo la piedad la impedía atraer a cualquier precio la atención sobre su espera apasionada, ya que sus labios estaban sellados por el sufrimiento que había sentido a lo largo de la vida de su compañero. Por eso la palabra que se había atrevido a pronunciar continuaba suspendida, vibrante en el aire, como la misma visión, hasta el momento en que esa visión sea reconocida por otra, y ambos espíritus no formen más que uno.
—Si volvemos a vernos…
El hombre de piedra había comenzado a moverse y a hablar.
La crispación de sus manos juntas y el latido de la sangre en su garganta se negaban a mostrar que su encuentro pudiera ser fortuito. Pero ella no podía expresarlo, y su rostro permanecía tan impotente como su lengua. Miss Hare no ignoraba que en los momentos de emoción tenía el aspecto de un pavo congestionado.
—Si volvemos a encontrarnos —decía el judío— e insisto sobre las circunstancias en que he traicionado a mi mujer, y al mismo tiempo a todos los de mi raza, le pido me perdone. Ese momento lo tengo siempre presente ya que un instante puede volverse eterno según lo que contenga. Por eso llegué a correr por la calle hacia el asilo que era la casa de mis amigos. Aparto todavía lo que nunca he tenido fuerzas de soportar. ¡Cuando pienso que me habían entregado su confianza! Contaban conmigo ¿sabe usted?, para redimirles de sus pecados.
—Yo no sé exactamente a qué se llama pecado —debió confesar Miss Hare—. Nuestra vieja criada ha intentado a menudo explicármelo, pero nunca lo he comprendido. Peg repetía que había pecado, aunque yo sabía perfectamente que no era verdad, exactamente lo mismo que yo sé que este árbol es bueno; él no puede ser culpable de un fruto con gusano y todo lo demás son imaginaciones. Yo también imagino cosas a menudo ¡sí, a menudo! Eso me sienta bien; me impide franquear los límites. Pero ya no queda nada del amanecer. Mire —dijo señalando la hierba que ondulaba dulcemente—, ¿cómo podemos mirar a nuestro alrededor bajo este árbol y no comprender que todo es bueno?
Ella misma lo creía en ese momento. Decía cualquier cosa en su deseo de consolarle.
—Entonces ¿cómo explica usted el mal? —preguntó el judío.
Ella vaciló y sus labios se secaron.
—¡Oh, sí!, el mal existe. Existen personas poseídas por él. ¡Algunos sobre todo! —añadió con fuerza—. Pero esos seres se consumen a sí mismos y se destruyen.
—¡Quemados por sus propios pecados!
—Puede reírse de mí —exclamó Miss Hare—. ¡No soy inteligente, pero sin embargo hay cosas que yo sé!
—¿Y quién nos salvará?
—Yo sé que la hierba descansa después del incendio.
—Ésa es una consolación terrenal.
—Pero la tierra es maravillosa. Ella es todo lo que tenemos. ¡Ella es la que me ha salvado! ¡Sin la tierra habría muerto!
El judío no pudo disimular una mirada de dulce malicia.
—¿Y al final? ¿Cuando la tierra no la sostenga ya?
—Me sumergiré en ella. Y la hierba echará sus raíces en mi cuerpo.
Pero el tono de Miss Hare era más triste que sus palabras.
—¿Y el Carro del que quería hablarme hace un momento? —preguntó él—. ¿Se niega usted a admitir que la Redención sea posible?
—¡Eso son palabras, palabras! —exclamó ella agitando sus manos pecosas como si ahuyentara algo—. ¡No comprendo lo que quieren decir! Pero el Carro existe realmente —concedió—. Yo lo he visto. Incluso aunque alguien pretenda que aquel día estaba enferma, yo lo he visto. ¡Y también lo ha visto Mrs. Godbold y yo tengo confianza en ella! Pero mi pobre padre en quien no tenía ninguna, porque era un mal hombre, pensaba que existía en secreto y que nunca sería revelado. Y usted que es un sabio, ha encontrado el Carro en los libros y sabe más de lo que dice.
—¡Pero sin pasajeros! ¡A ellos no les veo, no les comprendo!
—¿Puede usted verlo todo a la vez? Mi casa está llena de objetos que esperan ser vistos. ¡Objetos ordinarios que sólo nos son mostrados cuando llega la hora!
El judío estaba tan contento que tamborileaba con sus dedos en el vestido:
—¡Usted es el zaddik desconocido!
—¿El qué?
—Nosotros creemos que en cada generación hay treinta y seis zaddikim. Se trata de hombres santos que recorren el mundo en secreto. Ellos curan, adivinan, hacen el bien.
Una oleada de sangre invadió lentamente el rostro de miss Hare, pero se calló, ya que su explicación que sin embargo la llegaba a lo más profundo de sí misma no lo explicaba todo.
—Incluso se cuenta —continuó el judío acariciando la hierba— que la luz creadora de Dios ha penetrado en los zaddikim y que ellos son el Carro de Dios.
Ella bajó la vista y apretó los puños ya que la oleada crecía en ella. Contempló sus articulaciones blanquecinas esperando que no iría a tener uno de sus ataques. Aunque éstos habían coincidido a veces con sus momentos más intensos, no podía soportar que su miseria física pudiera ser vista por aquél cuyo respeto quería conservar.
—Recordaré esta mañana —dijo Himmelfarb— y no sólo porque nos hayamos encontrado hoy.
Efectivamente, cuando llevó su mirada más allá de su tienda de ramas, pareció que la luz transfiguraba las cosas con una intensidad jamás conseguida anteriormente. Un azul en fusión había sido vertido en un manto espeso alrededor del más cálido mundo. Las lánguidas gramíneas habían comenzado su danza de alegría transparente. El canto de las abejas caía en pesadas gotas de oro. Todas las almas se habrían unido para una oración de acción de gracias, si en aquel preciso momento, una algarabía no les hubiera hecho retroceder.
—¿Qué es lo que pasa? —preguntó Himmelfarb.
A través del follaje sus ojos escrutaron el vergel abandonado. Allí se erguía una estatua blanca y negra, pero se movía y se desplazaba. El silencio crujía y las luminosas hierbas fueron aplastadas. Se elevaron penachos de granos y polvo.
—¿Hou-hou? ¡Ho-ho! —gritaban concienzudamente.
Miss Hare palideció.
—Sin duda le hablaré de esta persona —dijo a su compañero—. ¡Pero no ahora!
Mrs. Jolley continuó con sus llamadas y sus grititos. Sin embargo era poco probable que se aventurara en territorio poco conocido por ella.
—¡Es una mala persona!
Miss Hare, apuntando con el dedo, decidió limitar a ésa sus revelaciones.
—Todavía no sé hasta qué punto es mala, pero hace complot con otro demonio, y harán mucho mal antes de ser destruidos a su vez.
Himmelfarb pareció creerla. Movía las articulaciones de sus piernas; era evidente que prefería permanecer retrasado, aunque la conspiradora hubiera desaparecido.
—¿No irá a dejarme? —suplicó miss Hare—. No volvería ni por todo el oro del mundo. Tal vez cuando se haga de noche…
—Abandono lo que tengo que hacer —murmuró el judío.
—Es a mí a quien abandonará si se marcha —protestó ella como se hubiera atrevido a hacerlo una belleza cubierta de perlas—. Y además, no ha terminado de contarme su vida.
Ante aquellas palabras el judío se sintió viejo y débil. Ella no quería verle marchar, pero se preguntaba si él tendría el ánimo para quedarse, al menos para aquello.
—Sé bien —dijo en un tono que pretendía ser dulce—, que usted aún no ha contado lo peor. Pero padeceré con usted. Dos son más fuertes que uno solo.
El judío volvió a sentarse y el árbol cerró de nuevo sus ramas para albergarles en el corazón de aquella soledad. Las ramas floridas derrumbaron las paredes de hierro que aprisionaban a sus cuerpos, y sus almas liberadas pudieron entonces ser conducidas a los rincones más apartados del infierno.