V

Cuando se sentaron sobre dos piedras que parecían haber sido colocadas a propósito por ellos al pie del árbol, no se ocuparon el uno del otro durante algunos instantes, volcados como estaban hacia el mundo exterior como si contemplaran por última vez aquellas formas familiares que sus posteriores experiencias podrían quizás hacer desaparecer de sus vidas. Desde su florida tienda de campaña, notaron entonces que las masas del vergel estaban entrecortadas por sombras de madera gris. En su precaria existencia, los árboles eran mucho más verdes cuánto más canijos y desafiaban con su sombra la luz intensa mientras que sus pequeños frutos irradiaban un resplandor de oro febril. Por debajo del ciruelo todo era extraordinariamente evidente para la vista y el espíritu, y se habría podido engendrar la desesperanza si no hubiera habido constantes pruebas de continuidad: un pájaro acurrucado en la gris taza de su nido, una panda de conejillos que saltaban como juguetes mecánicos sobre las hierbas, los párpados de un lagarto que testimoniaban que no estaba petrificado al sol. Todo era silencioso, pero en las ramas del ciruelo bullía una vida cada vez más sonora, ensordecedora, en la que estaban sumergidos.

En ese momento, Miss Hare se volvió hacia su compañero pues se preguntaba si sería de aquéllos a los que se presenta excusas.

—Esto es lo que me interesa vivamente —dijo.

Le hubiera gustado que sus manos fueran en su ayuda, pero éstas no se movieron. Hizo un torpe gesto con la cabeza:

—Todo este tipo de cosas, quiero decir, son las que comprendo.

Se daba cuenta de que estaba más desesperadamente confundida que nunca, y sentía su lengua contraída, redonda y dura.

Sin embargo, el hombre sacudió la cabeza, y vio que la tomaba en serio; entonces estiró las piernas enfundadas en sus horribles medias de lana marrón.

—Es difícil apreciar esto, excepto en teoría —dijo el hombre—. Todavía hace poco tiempo que estábamos confinados en los ghettos. Los árboles y las flores crecían al otro lado de las murallas, en realidad al otro lado de nuestra vida.

Miss Hare murmuró algo acerca de las dificultades que encontraba.

—Debo confesarle algo —dijo—. Apenas si he recibido instrucción. Mi padre no tenía paciencia. Y además —confesó—, me era espantosamente difícil, y sin embargo necesario, aunque decían que yo era una simple de espíritu. Sin embargo siempre he sido capaz de comprender muchas cosas.

El hombre no manifestó ninguna sorpresa, quizá por costumbre era grave.

—Lo que quiero decir —prosiguió él— es que soy judío, y los siglos de la historia nos han acostumbrado a mirar hacia dentro y no hacia fuera.

—¡Oh! —dijo Miss Hare—. ¡No son ustedes los únicos!

Se detuvo y luego murmuró:

—¡A veces es horrible!

Un molesto silencio se había abatido sobre ellos.

Entonces ella tendió un brazo y cogió una rama que consiguió arrancar del árbol.

—Mire —le dijo mostrándosela.

Tenía la corola entre sus cortos dedos que hacían pensar en larvas. ¿Le repugnaría a él tanto como a los demás?

Él se inclinó para mirar la flor. Mary nunca había estado tan cerca de un hombre, ya que, incluso en sus momentos de intimidad, su padre había guardado las distancias y evitado los gestos que hubieran podido transformarse en lazos de unión; era pues natural que entonces le observara intensamente. Examinaba los rizos que él tenía en el cogote, justo por encima del cuello de la camisa. La desordenada abundancia de sus cabellos bastante fuertes y negros despertaba el amor de Miss Hare por toda materia viva, y la llenaba de confusión como si hubiera descubierto el secreto que un amigo respetado no intenta disimular.

El hombre mostraba un interés algo exagerado por la flor del ciruelo.

—Está casi marchita —dijo.

—No, está floreciendo —corrigió ella—. Ahora va a haber un período que muchos encuentran sin interés, con pequeños frutos verdes no más gruesos que la cabeza de un alfiler; y luego surgirán las grandes ciruelas violeta, llenas de jugo. Pero vendrán también los gusanos. Las ciruelas estarán repletas de gusanos.

Siempre hablando examinaba la piel del hombre. Su rostro sin belleza no se había abierto a ella todavía, y sin embargo sintió que no era de los que disimulan exprofeso. Su rostro era de piedra, pero anteriormente debía haber tenido el calor que conservan las estatuas en verano cuando el sol se ha retirado. Miss Hare estaba particularmente fascinada por la gran nariz que hubiera esperado encontrar cruel, y que sin embargo parecía tener tanta dulzura que hubiera querido tocarla.

—Observa usted minuciosamente las cosas —dijo el hombre riendo.

—Ahora ya no observo —respondió ella—. Sé.

Y después enrojeció, ya que Peg la habría acusado de vanagloriarse.

Él continuaba examinando la rama, pero ambos sabían no obstante que no era necesario ya. Las manos de Miss Hare eran inconscientes de la flor que seguía sosteniendo sin espachurrar y ella le hacía pensar en ciertos animales: los perros que reconocen la buena fe de un amo, los gatos que alimentan a sus crías bajo los ojos de un extraño. Patosas y salpicadas de manchas, aquellas manos parecían supremamente confiadas. Su voz se elevó, pero con una nueva resonancia, la de una madre o la de una institutriz.

—Temo no haber comprendido bien su nombre.

—Himmelfarb —dijo.

—¡Dios mío! Nunca conseguiré recordarlo. ¿No tiene ninguno más fácil?

—Mordecaï.

—¡Es todavía peor! —exclamó con aire impotente pero feliz.

—Me han llamado de muchas formas, y a menudo según la inspiración del momento, pero en el fondo los nombres son inútiles, incluso cuando son legítimos.

Ella bajó la vista para huir de lo que no comprendía.

—Los míos son muy sencillos —se atrevió a decir casi avergonzada de pronunciarlos. Pero cuando se decidió, él tuvo un aspecto encantado, y preguntó con un cierto entusiasmo:

—¿Sabe usted que cuando se mira atentamente a la luna se puede distinguir la silueta de una liebre?

—No, pero no me sorprende —respondió ella con aire convencido.

—El animal del sacrificio.

—¿Qué quiere decir? —preguntó casi jadeante.

—En algunas partes del mundo se pretende que la liebre se ofrece en holocausto.

—¡Oh, no! —gritó ella—. No quiero creerlo. Se encuentra uno demasiados cuchillos en el camino sin ir deliberadamente a buscar otros.

—El símbolo de la liebre que se sacrifica de buen grado es menos penoso que el del macho cabrío emisario que se debe arrastrar completamente sangrante por los cuernos, ¿no?

—No me hable de machos cabríos ni de cabras, se lo ruego. No comprendo esas cosas…

Su silencio inmediato y natural la calmó, aunque ella prosiguió:

—Creo que nunca me he encontrado con judíos. Quizá con uno que mi padre empleaba, un afinador de pianos. ¿Los judíos son diferentes a las demás personas?

—¡Tan diferentes como es posible!

—¿Y eso le gusta?

—Nosotros no lo hemos elegido.

—Comprendo —dijo ella—. Yo tampoco, no soy como las demás.

Él se echó a reír y se inclinó para recoger la rama florida que ella había dejado caer y comenzaba a marchitarse.

—Matemática y moralmente esto nos convierte en iguales. Estoy muy contento.

No había ninguna ironía en sus palabras, y ella a su vez se regocijó. Aquel judío no era de las personas que se burlaban de ella.

—En la fábrica en que trabajo —dijo encerrado de nuevo en sí mismo tras unos muros mucho más elevados que aquéllos de los que había hablado— todo el mundo piensa que soy diferente de los demás.

—¡Claro que sí! —exclamó ella—. Siempre dicen eso. ¿Qué fabrican en su fábrica? ¿Está lejos de aquí? No me la imagino. Descríbala.

—Está en Barranugli. Se fabrican diferentes cosas, pero sobre todo faros de bicicletas.

—Me horrorizaría eso —dijo ella con vehemencia—. Pero espero que usted no vivirá lejos.

—En Sarsaparrilla.

—¿Dónde?

—Más allá de la estafeta.

—¿Tiene usted casa?

—Si a eso se puede llamar casa…

—Claro que sí, lo sé, una pequeña casa marrón. ¡Oh, nada vale lo que una casa! Uno se puede esconder en una casa.

Y después un recuerdo pareció subir a la superficie de su conciencia y añadió:

—Hasta cierto punto.

El judío pensaba que aquella extraña figura contrahecha corría el riesgo de prodigarle al mismo tiempo torturas y beneficios.

—Yo tengo una casa allá abajo —continuó ella con prudencia—, detrás del vergel. Quizá se la muestre un día. ¡Veremos!

El judío seguramente comprendía en efecto la gloria y el misterio esenciales a los que las Mrs. Jolley eran ciegas. Sí, la gloria, ya que la decrepitud, incluso la pestilente decrepitud humana no era forzosamente el final de todo.

—A menudo no estoy libre.

El hombre parecía a disgusto. Pero no rechazaba nada; más bien parecía intentar resistir algo que le tentaba.

—Ya lo sé —dijo Miss Hare—, la fábrica. Pero usted necesita respirar algunas veces. Las mismas plantas respiran.

Su voz era entonces entrecortada, pero triunfal. Jamás había hablado de esa forma a nadie. Semillas de pensamientos germinaban en su espíritu y a él le parecía que ella podría comprender en seguida cosas que hasta entonces habían sido el secreto de los demás.

—A menudo he entrado a escondidas en su vergel —confesó el judío—, y también me he sentado bajo su árbol.

—Es un comienzo —murmuró dulcemente la mujer.

En su infancia había aprendido a caminar como los animales heridos o temerosos, y como los pájaros a mantenerse en una rama.

—Volverá, ¿no es cierto?

Ahora suplicaba, pero esa voz era como si se tratara de sus propios intereses.

—Quiero que me hable de su vida. ¿Querría?

Parecía ávida y sus manos intentaban capturar las palabras que no llegaban.

—Existen muchos detalles, muchos incidentes que usted no podría comprender —respondió el judío, según le pareció, más fríamente que antes—. Es normal.

—Sí, siempre existen muchas cosas que no se comprenden. Pero eso no tiene importancia, porque un pequeño detalle de nada basta para explicarlo todo tan claramente que uno casi se queda ciego.

Se le hacía un nudo en la garganta. De repente la ahogaban las ideas y las palabras, y esperaba que no iría a perderle por aquello.

El judío sintió vergüenza del pasajero sentimiento de repulsión que ella le había hecho experimentar. Y sus remordimientos no dejaban de recordar una impresión experimentada en circunstancias análogas cuando, por una razón superficial, su sensibilidad le impulsaba a repudiar a un miembro de su raza.

—Es una historia larga y complicada —confesó él dejándose ir contra el tronco de árbol cuya corteza se le marcó en el cuello sin que se diera cuenta—. Quizá le cuente una parte… Otro día.

Pero lo más curioso es que dábase cuenta de estar completamente lanzado en el relato de los detalles más íntimos, a veces los más horribles de cuantos le habían sucedido. Es cierto que en aquel aire inerte y pesado, tenía la impresión de dirigirse a un animal, o quizás a algo menos; se acordaba de haber visto hongos que sugerían la más pasiva de las existencias, y ella era capaz de una inmovilidad total. Solamente más tarde semejante actitud le dio terror, como si se hubiera dedicado a pisotear los mismos pies de la vida.

Pero entonces, bajo el árbol bullicioso de abejas y de silencio, se sumergió en un amodorramiento exquisitamente doloroso hasta el corazón de sus recuerdos, con un abandono que hasta entonces le había estado prohibido.

La mujer escuchaba.

«¿De verdad?», murmuraba, pero sólo al principio. O bien: «¡Oh, Dios mío, no! ¡No, no, no!».

Con sus manos intentaba liberarse de la prueba que vivían juntos, o combatir inminentes terrores.

Mordecaï Himmelfarb había nacido en Alemania septentrional, en Holunderthal, en el seno de una familia de prósperos negociantes, en los alrededores de 188… Moshe, el padre, comerciaba en pieles, gracias a unos parientes rusos, muchos de los cuales atravesaron Alemania cuando Mordecaï era todavía un niño. La razón de su éxodo había sido discutida, tras las puertas generalmente cerradas, por tíos y tías, en medio de pequeños gemidos de angustia que lanzaba su madre cuando oía hablar de injusticias cometidas con los de su raza. Si Moshe, el padre, permanecía al otro lado de la puerta, prefiriendo acariciar la cabeza de su hijo o incluso beber una copa en el Stübchen[4] no era porque careciera de simpatía sino porque, al contrario, era muy sensible. Los dramas de aquel género le trastornaban tanto que prefería ignorar su existencia.

El pequeño Mordecaï se dio cuenta del montón de parientes que apareció de repente para desaparecer enseguida: los primos de Moscú y de San Petersburgo, ni ricos ni relucientes, y sus mujeres con sus jaquecas y sus gritos, aferrados a los restos de su esplendor y aún capaces de dar sorpresas sacando de un bolsillo disimulado en su manguito pequeños objetos o brillantes. Toda aquella banda abigarrada se iba a América, según decían, hacia la libertad, la justicia y el futuro. Él los miraba franquear la verja de hierro forjado en la entrada de su casa alemana.

También existían rusos más modestos, vestidos con trajes más raídos y polvorientos, que habían sufrido las mismas indignidades y que su madre recibía con un respetuoso afecto, y su padre con una jovialidad acrecentada. En particular existió el rabino galiciano del que Mordecaï no recordaba nunca el rostro, pero que permaneció en su recuerdo como una presencia y un contacto de manos.

Los pogroms[5] no habían dejado a aquel primo lejano de su madre más que su diligente fe y los vestidos que llevaba sobre los hombros. Cualquiera que hubiera sido su destino, por el momento se había detenido en la casa de Holzgraben, en Holunderthal, en donde su prima le había hecho entrar en la pequeña habitación sombría reservada a las visitas de los íntimos y de los miembros de su familia que se encontraban en dificultades. La madre estaba sentada, vestida con el traje negro que llevaba siempre entonces, y acariciaba los cabellos del niño. Aun sin mirar al rabino extranjero, el muchachito le veía. En la pequeña habitación oscura, la madre que hablaba en una lengua todavía desconocida para su hijo, se había vuelto luminosa. Hubiera querido continuar observando la lámpara que la iluminaba, pero una instintiva delicadeza le impulsó por el contrario a bajar los ojos. De repente se dio cuenta de que se había convertido en el objeto de su atención. Su madre le atraía hacia el centro de la alfombra con dibujos geométricos, y el rabino le tocaba. Sus manos casi femeninas buscaban algún signo sobre su frente; se posaron sobre los húmedos cabellos del niño intimidado, y todo el tiempo continuaba hablando con su prima en una lengua extranjera, mientras que el muchacho, cuya resistencia interior cedía poco a poco, estaba envuelto en un montón de palabras, suspendido en una nube de solemne respeto.

Finalmente entró su padre, más jovial que nunca, quitándose sus manguitos y alisándose su bigote cuyos bien dispuestos pelos esparcían un delicioso perfume de pomada. Riendo, claro está (Moshe reía con gusto, a veces espontáneamente, a veces tanto que quedaba embarazado) se unió a la conversación de su mujer y de su primo, el cual sin embargo cambió de tono.

Por fin exclamó en un alemán que desde luego no era el suyo:

—Entonces, Mordecaï, ¿es un verdadero pequeño zaddik[6]?

Después continuó riendo, pero sin maldad, pues era demasiado afable para eso. Si su mujer le perdonó aquella falta de gusto, es porque había mostrado él a menudo su buen corazón.

Moshe Himmelfarb era un judío liberal y mundano. El éxito se había cogido a su mano manicurada y continuaba siguiéndole con una discreta elegancia. En él no había nada excesivo, excepto su figura capaz a veces de extraviar a las almas tolerantes que coleccionaban los judíos, y sorprenderlas con su propia excentricidad; no obstante aquello no perjudicaba a sus relaciones; Moshe gozaba de un profundo reconocimiento por la liberación que le aportaban los goyim[7] y su sincero afecto por ellos. Sin duda tenía razón. Todos los judíos emancipados que conocía estaban dispuestos a sostener como él que la luminosa edad de la fraternidad universal por fin se había levantado en la Europa occidental. Con los ojos empañados, los judíos y los goyim se lanzaban los unos en los brazos de los otros, al menos intermitentemente. Evidentemente continuaba el problema de la Europa del Este, en donde se producían frecuentemente deplorables incidentes. Todo el mundo lo sabía y había sido personalmente afectado, pero ¡qué se quería!, ¡no se podía barrer todo de un solo golpe! Entretanto, los judíos del Oeste hacían colectas para ayudar a las víctimas, y Moshe era siempre el primero en participar. Le gustaba dar, por ejemplo, sumas de una manifiesta generosidad para las misiones religiosas, o las obras de los poetas alemanes para su hijo, o regalos de vinos y cigarros a los gentiles que se dejaban cultivar, y que él llevaba en su corazón lleno de una gratitud tan profunda.

Felices los hombres que pueden vivir los períodos de transición sin mirar ni a derecha ni a izquierda, y sin discernir el final. Moshe Himmelfarb era uno de ellos. Si había sido raramente objeto de críticas personales, ya que no de triviales asuntos de familia, es porque había adoptado desde siempre la postura de no ofrecerse como blanco. Al contrario de ciertos fanáticos, reconocía sus obligaciones hacia la comunidad en la que vivía, sin dejar de observar los ritos de la suya propia. Mordecaï recordaba el sombrero de copa que llevaba su padre a las ceremonias, ya fueran civiles o religiosas. Comprados en Inglaterra, los sombreros de Moshe eran un símbolo del equilibrio que puede alcanzar un hombre razonable, ya que él era eso, si no hacía nada de más según las normas más exigentes, por no decir reaccionarias, según las cuales esos sombreros lustrosos no eran más que vacuidad y frágil vanidad.

Sin embargo, pese a sus defectos y a sus relaciones, muchas de las cuales eran de hombres del mismo modelo que él, llenos de excelentes intenciones y desprendiendo un olor de prosperidad y de puros, Moshe continuaba frecuentando la sinagoga de la Schillerstrasse. Si conservaban los pies sobre la tierra, siempre observando los preceptos de la religión, es porque eran razonables y respetuosos, más que piadosos. Por otra parte si se hubieran atrevido, habrían podido rechazar una eventual acusación que habría por fin liberado el alma judía: las murallas estaban abatidas, las sofocantes habitaciones se habían abierto por fin, los rigores del culto se habían atenuado.

Y sin embargo se balanceaban todavía, aquellos judíos mundanos de la sinagoga de la Schillerstrasse cuando el viento de la oración soplaba sobre ellos. De pie junto a su padre, el muchachito observaba y esperaba ser también impulsado en la misma dirección. Acariciaba los flecos del taleth[8] de su padre, o bien sumergía su rostro en sus suaves pliegues. Esperaba el momento en que su padre se golpeaba el pecho para acusarse de todos los pecados que allí estaban encerrados. Entonces también él desbordaba una alegría melancólica, al sentir que todo estaba en orden en medio de aquella selva de judíos que le rodeaba. Sus cuellos estaban enfundados en lana, y por grasos o rojos que se pusieran, él se sentía reconfortado y levantaba los ojos hacia la galería situada enfrente, en donde sabía que se encontraba su madre; pero ella estaba detrás de la verja, y el niño no la veía más que en imaginación, sentada, inmóvil y muy claramente.

Cuando Mordecaï se hizo hombre, su madre se transformó en algo parecido a una estatua. Quizá la vida y la moda le habían influido lo suficiente como para crear una serie de identidades que se fundían la una en la otra, pero la memoria de su hijo le ofrecía de ella una imagen única: traje negro, cuello duro rodeado por un pequeño volantito, la amplia frente de marfil surcada de cicatrices de un pensamiento compasivo, los ojos resueltos a ignorar las trampas, sin tristeza pero con mansedumbre, y la boca que disimulaba los secretos sufrimientos, las dudas religiosas y todas las amarguras, a excepción de una sola.

En seguida, fue evidente que el niño se parecía a su madre, pero hubo que esperar a más tarde para comprobar que ella le había legado su carácter. Para los observadores superficiales, parecía sorprendente que el padre, tan agradable, tan bueno, tan generoso, no tuviera más influencia sobre su hijo. Por contraste la madre parecía mucho más austera y rígida, con su costumbre de rodearse de judíos de piel negra, mal educados y fanáticamente ortodoxos, que generalmente eran de su familia. Claro está que el niño quería y honraba a su buen padre, y reía al charlar con él cuando éste contaba un chiste, o le escuchaba gravemente si le exponía las bellezas de Goethe o de otros poetas, y Moshe estaba encantado con su hijo al que hacía ricos regalos: un reloj, un telescopio, obras completas encuadernadas en piel; pero era el silencio y la soledad espiritual de su madre los que habían formado al muchacho estudioso y equilibrado, alegre y a veces muy exuberante.

Frau Himmelfarb no había conseguido acostumbrarse a la vida ordenada e hipócrita de aquella ciudad de la Alemania del Norte. Mientras contemplaba con su hijo los arcos de las casas renacentistas o la magnificencia clásica de las moradas estilo Biedermeier, sus ojos incrédulos se negaban a aceptar aquella prueba de que los hombres habían apresado el infinito. Solamente en algunas calles medievales, recordaba Mordecaï, su madre parecía escapar de la opresión de su marco acostumbrado. Ella misma se esfumaba, mientras que algunas palabras fluían dulcemente de sus labios y casi bailaba sobre las irregulares baldosas, evitando ligeramente los charcos de agua sucia. Visitaba un buen número de esas casas extrañas y malolientes, llevaba regalos y se inquietaba por la salud de los niños o por su conocimiento de Dios; incluso llegaba a recogerse la falda antes de ponerse de rodillas para recoger algo que había dejado caer algún enfermo. En los callejones sin aire, en las sombrías casas de los judíos pobres, el niño tenía la impresión de que el alma galiciana de su madre se liberaba, lo que raramente ocurría en otro lugar, aparte de su casa el día de visita del pobre rabino, o cuando escribía a su numerosa parentela.

Pertenecía a una familia dispersa; eso era su orgullo y su tristeza. Le gustaba llevar su correspondencia y, como si estuviera de visita, sentarse a la mesa redonda cubierta por un tapete carmesí que prefería al secreter que Moshe le había ofrecido afectuosamente. Entonces el muchachito jugaba con las borlas del tapete y, de vez en cuando, lanzaba una ojeada sobre el montón de cartas que aumentaba, o recogía los sobres usados de los que ella permitía, más tarde, quitar los sellos. En una sola tarde de un día de lluvia había visto a su madre escribir cartas a Polonia, Rumania, Estados Unidos e incluso China y el Ecuador. Y al final no quedaba nada de ella misma que dar.

No comprendió hasta mucho después el importante papel que jugaba, en la vida secreta de su madre, su familia dispersa a la que creía que la providencia había asegurado y adelantado la redención de todo el universo. Tal convicción, siempre presente aunque nunca formulada, le confería una especie de distinción entre las numerosas damas piadosas que se sucedían en su casa para comer Streuselkuchen[9] beber café, organizar reuniones de caridad, anunciar nacimientos, bodas y defunciones, y que incluso a veces se atrevían a dejarse llevar, en presencia de su anfitriona, por un exceso de charla. Pero ella siempre iba al mismo punto: aquellas mujeres estaban las unas contra las otras como un enjambre de abejas, impulsadas por el instinto de su fe, embriagadas por la miel de su Dios.

La presencia de ese Dios en el mobiliario de nogal de la suntuosa casa —ya que los Himmelfarb habían dejado el apartamento situado sobre los almacenes, hacía tanto tiempo que Mordecaï no podía recordarlo— no era discutida por Moshe, mundano pero prudentemente respetuoso; en cuanto al muchacho ella no hizo nada, ni siquiera cuando se convirtió en un joven seguro de sí que se mostraba escéptico no de la religión, sino de la necesidad que había de ella. La religión, como un abrigo de invierno, se convirtió en agobiante y superfina cuando el verano sucedió a la primavera y los manantiales del calor humano se revelaron poco a poco. Pero no se podía dudar del amor y del respeto que conservaba por su viejo abrigo abandonado. Al solsticio del amor por sí mismo, en el calor de su ardor físico, se enternecía nostálgicamente pensando en aquello.

Sin embargo por el momento, el niño continuaba apegado a su cálida realidad del traje con que se había revestido.

Cuando sólo tenía seis años, la madre le dijo en un tono natural que siempre adoptaba para los temas importantes:

—¿Te das cuenta, Moshe, de que ya es hora de ocuparnos de la educación del niño?

—¡Yoy!

El padre, a quien le gustaba bromear, hizo un gesto de horror:

—Ya quieres entorpecer su espíritu, ¡y además con el hebreo!

A veces le sucedía a Moshe preguntarse que cómo había podido casarse con su mujer, a la que no obstante amaba. La decisión fue cogida en seguida. Los niños conocidos frecuentaban generalmente las clases de Herr Ephraïm Glück, el Melamed[10] pero a causa de la confianza particular que ella tenía en él, fue elegido el cantor Katzmann para enseñar el alfabeto a su hijo. Él lo asimiló con increíble rapidez y en seguida comenzó a escribir frases y a recitar oraciones, de las que se sentía muy orgulloso… Giraba la cabeza hacia un lado y murmuraba lo que se sabía ya muy bien, o bien declamaba demasiado fuerte con una arrogancia de espíritu verdaderamente escandalosa.

Un día el señor Katzmann se vio obligado a hacerle una observación:

—Mordecaï, si un judío es orgulloso, le será más duro morder el polvo, y eso sucederá algún día.

El señor Katzmann era un hombre modesto, padre de varios chiquillos y con una mujer gruñona. Su voz era su único orgullo. Cuando llegaba al final de su aliento, parecía verdaderamente agotado y se dejaba caer en la silla con una sonrisa en su rostro cadavérico. Mordecaï se acordaba de él, sobre todo después del momento culminante de Rosh Ashanah[11] y de Yom Kippur[12], cuando el cantor parecía haber conseguido lo imposible. Sentado en su silla, parecía esbozar una sonrisa detrás de sus pálidos párpados cerrados, que no sufrían más que un estremecimiento. Era un hombrecillo al que su alumno gustaba recordar aunque durante su vida no le había respetado.

A los diez años el niño entró en el gimnasio. Ya antes de su Bar Mitzwah[13] había estudiado griego, latín y francés, pero tenía preferencia por el inglés, y ya había conseguido todos los premios. Se decía de fuentes bien informadas, y menos bien informadas, que Mordecaï, el hijo de Moshe, era excepcionalmente brillante.

—Ya lo ves, Malke —decía su padre pensando ya en algún nuevo regalo costoso— nuestro Martin está seguramente destinado a convertirse en alguien.

Había adoptado la costumbre ridícula y de mal gusto de llamar a su hijo con un nombre alemán, y su mujer fruncía el ceño como si sufriera físicamente, siempre manifestando que pese a su expresión de tortura reconocía el éxito del niño.

Ach! —exclamó—. ¡Sí!

Y se sintió obligada a toser.

—Sabemos desde hace mucho que no es un imbécil.

¡Siempre aquella tos! Al fin pudo continuar:

—Pero eso es secundario. Todo lo que deseo es que Mordecaï deje recuerdo como un hombre piadoso.

Así, el placer del padre fue ocultado por la lógica austeridad de su mujer, y poco a poco dejó de amarla aunque seguía honrándola.

Con su carácter despreocupado pero siempre amable, se dejaba llevar porque veía que aquello le convenía; ella ponía en eso todo su ánimo, ya que bajo aquel débil cuerpo existía una considerable fuerza de espíritu.

Sólo se calmaba con su hijo, aun cuando se convirtió éste en un hombre. A veces se mostraba exuberante en su alegría, aunque el muchacho sentía vergüenza de lo que le parecía inútil, incluso anormal en una persona cargada de tanta dignidad natural.

—¡Mordecaï ben Moshe! —le llamaba a media voz riendo dulcemente, para entablar, según parecía, su indudable identidad.

Ella tenía la costumbre de pensar en su presencia en voz alta, a veces en alemán pero casi siempre en yiddish, y a medida que él seguía su murmullo, se forjaba una cadena. Ella contaba también muchas historias de familia, historias de santos, y a veces se volvía inspirada. Su mesa del Seder[14] era la materialización de un dogma simple. Tenía un don particular para los ritos del sábado, y cuando su marido veía crecer las llamas de las velas entre sus manos, se sentía de nuevo convencido de su deseo de practicar una sincera piedad.

De todos los días de fiesta celebrados en Holzgraben, los más agradables, con mucho, eran los de Souccoth[15] que, en efecto, Mordecaï comenzaba a comprender, exigiendo del padre los menores esfuerzos espirituales. Por alguna razón atávica, despreciaban el jardín triangular con su olor a hongos y hojas húmedas e improvisaban su tabernáculo en el balcón. Esperaban con impaciencia las comidas que en Souccoth tomaban a cielo raso sobre el Stadtwald[16] de Holunderthal. El símbolo de la toronja y de la rama de palmera se esparcía por el espíritu bastante superficial del padre. En efecto, era evidente que las austeras alturas de la Expiación no eran para Moshe, y que las pequeñas colinas de acción de gracias le sentaban mejor. Aquel peso suplementario que reposaba sobre los hombros de la madre se convirtió en un tema molesto para los padres y en seguida para el hijo, así lo notó su padre. Cuando éste regresaba de la sinagoga después del agotador esfuerzo de Yom Kippur, a veces llegaba a pellizcar la mejilla de Mordecaï mirándole a los ojos y preguntándose qué es lo que pensaría. Como su esperanza y su temor se oponían, Moshe lanzaba un suspiro que repetía más fuerte cuando el primer sorbo de un reconfortante café pasaba por sus labios.

Las esperanzas de todos convergían en la Bar Mitzwah. El candidato se ofreció a la ceremonia con una peligrosa seguridad. Recibió las filacterias y el chal, así como numerosos regalos de sus familiares: padres, tíos, tías y primos. Pronunció su discurso con una voz sonora, sobre el tema elegido, aunque sus tías se volvieron para congratularse mucho antes de que hubiera acabado. Ellas devoraban con los ojos el rostro febril en que podían reconocer sus propios rasgos bajo los cabellos con brillantina y el bonito Käppchen[17]. Mordecaï se sentía transportado y apenas si prestaba atención a otras voces que la suya. En alguna parte detrás de él, sobre el estrado, el padre iba y venía, con los ojos húmedos, abandonando su responsabilidad espiritual. Algunos miembros de la familia de Frau Himmelfarb no podían disimular irónicas sonrisas al mirar al marido de aquella pobre Malke, pero una mirada acerada lanzada por los Rouleaux les hacía adoptar una actitud más conveniente. Una deliciosa comida siguió a la ceremonia en que el joven muchacho oficialmente consagrado fue mimado y adulado. Su triunfo le hacía orgulloso, tímido, exaltado, indiferente, sin que pudiera comunicar, en medio de aquellas risas locas, sus verdaderos sentimientos, suponiendo que fuera consciente.

¿Quién podría predecir, en verdad, el camino que tomaría el candidato? Sin duda no el padre, demasiado contento de sí, pero quizá la madre, gracias a su intuición, ¿o a una intimidad más sutil de sus almas?

En la casa confortable, pero fea, en el círculo bien cerrado de parientes y amigos, protegido por las alas de los ángeles, iluminado por el amor de Dios, Mordecaï aceptaba el modelo que le ofrecían su raza, su religión y sus padres. Pero existía además el mundo que su madre temía, al que aspiraba su padre, y del que él cada vez tenía más conciencia. Allí, el niño tímido y secreto se transformaba en un adolescente huesudo y crujiente, con una pelusilla negra sobre el labio superior, una pelusilla rara e indecisa, los mismos labios demasiado desarrollados, y una gran nariz cuya importancia se afirmaba. Era la época de los espejos, y Mordecaï intentaba descubrir en ellos el secreto de su ser. Desarrollaba la musculatura, se convertía en un ser sensual, repugnante a los ojos de algunos, provocativo para otros… Pero aún no le estaba permitido a nadie saber nada más.

—Dime ¿qué efecto causa ser un sucio judío? —le preguntaba su amigo Jürgen Stauffer.

En broma, sin duda. La risa y la amistad eran todavía muy fuertes. La selva rasgaba la piel de los muchachos que avanzaban abriéndose paso, con las suelas de sus zapatos gastados sobre la espesa alfombra de hojas muertas.

—¡Dímelo! —insistía Jürgen riendo.

Él tenía aquel cabello rubio particular de los alemanes, y se leía el afecto en el agua de sus ojos azules.

—¡Oh!, el efecto de tener cien patas —respondía Himmelfarb— o de no tener ninguna pata… De ser una serpiente o un escorpión. En todo caso de haber sido creado especialmente para ser la muerte de los gentiles.

Se echaban a reír juntos. El domingo se había convertido para el joven judío en un día más luminoso que el sábado, ya que se paseaba con su amigo Jürgen Stauffer, por la parte más salvaje del Stadtwald de Holunderthal.

Jürgen preguntaba:

—Háblame del sacrificio de la pascua judía.

—¿Cuando sacrificamos a un joven cristiano?

—Por lo que parece.

¡Cómo se reía Jürgen!

—Se le hace trozos, se bebe su sangre y se pone una loncha en un panecillo que se les envía a los padres, ¿está bien así?

Mordecaï había aprendido el juego.

Ach Gott! —exclamaba Jürgen Stauffer.

¡Cómo brillaban sus dientes!

—¡Viejo Himmelfarb! —gritaba—. Du liebes Rindvieh[18]!.

Y después a pelearse con gruñidos. Sus pieles se mezclaban y acababan luchando en el lecho de hojas. Después, jadeantes, se arrastraban por el suelo mirando a través del descolorido follaje y discutiendo un futuro todavía imprevisible, salvo en lo concerniente al hilo de su amistad. En los silencios suspiraban bajo el peso de su afecto recíproco.

—Pero cuando yo sea oficial de caballería, y no es cosa de que yo sea otra cosa a causa de mi tío Max, y tú seas profesor de lenguas, existen muchas probabilidades de que no nos veamos más —razonaba Jürgen Stauffer.

—Entonces tú te arreglarás para hacer galopar a tus caballos alrededor de la universidad que yo honraré con mi presencia.

—Tienes el vicio, Martin, de no hablar nunca en serio, ¡un vicio espantoso, horrible!

Claro está que Jürgen Stauffer le soltó un mojicón a su amigo.

—¡Eres tú el horrible al no elegir una carrera más civilizada!

—¡Pero si me gustan los caballos! —protestó Jürgen—. Además, yo no soy muy listo.

Himmelfarb le habría abrazado con gusto.

—¿Qué no eres muy listo? ¡Si eres el rey de los asnos!

Si no fuera porque estaban agotados, habría continuado la lucha, pero permanecieron tumbados escuchando la ebullición del verano y de su alegría de vivir.

El joven judío iba a veces a casa de su amigo, cuyos padres tenían una actitud liberal y podían permitirse recibir a quien quisieran sin escrúpulos de raza. Gerhard Stauffer era un editor muy conocido; le gustaban verdaderamente los libros, y un fracaso inmerecido le causaba mayor preocupación que un manifiesto éxito que no le daba ninguna satisfacción. Su mujer había sido una actriz de pequeña reputación en su juventud, y ella se había instalado en la vida y en el matrimonio con un desarrollado sentido de la técnica dramática. Frau Stauffer sabía convencer a un invitado de que la escena que acababan de interpretar juntos había contribuido considerablemente al éxito de la obra.

—Martin, ven a sentarte aquí, a mi lado —decía dando golpecitos en el canapé—. Ahora que estamos perfectamente —continuaba inclinándose ligeramente hacia él— es absolutamente necesario que me cuentes todo lo que habéis hecho, ¡todo! ¡A condición de que sean mezquindades! Me niego a escuchar otra cosa. Con el tiempo húmedo que hace esta tarde, quiero que tus relatos me pongan positivamente la carne de gallina.

Y los labios de Frau Stauffer dibujaban su acostumbrada sonrisa. Ella había conservado la idea de que la menor réplica puede ser mejorada y que todas las escenas debían ser «superadas».

Pero el muchacho era consciente de su ausencia de talento. Sentado cerca de su anfitriona, bajo su cuidado, permanecía prisionero de su torpe cuerpo.

A veces el dueño de la casa atravesaba el salón y se interesaba por aquel invitado sin importancia, le rogaba que diera su punto de vista, le mostraba mil artículos de periódicos y libros.

«¿Has descubierto a Dehmel?», preguntaba Herr Stauffer… o «Martin ¿qué piensas de Wedekind? Me gustaría mucho conocer tu opinión».

¡Como si aquello le importara a aquel grave señor!

El muchacho, embarazado, se sentía halagado; pero deseaba poder dirigirse de nuevo libremente hacia su camarada. Las atenciones de los padres eran sobre todo halagos retrospectivos.

—Ya lo ves —le decía Jürgen sin envidia—. Tú eres el intelectual considerado y yo el palafrenero alemán.

Pero quizá por ello el joven judío admiraba a su amigo. Tenía también un hermano mayor, que padecía una irritación de la piel y un ligero astigmatismo, y que emergía misteriosamente de su habitación mordiendo una rebanada de pan con mantequilla.

«Konrad ha crecido demasiado aprisa y tiene necesidad de una sobrealimentación» explicaba Frau Stauffer. Konrad iba y venía, ignorando deliberadamente todo lo que existía fuera de su ego. Parecía despreciar en particular a todos los muchachos más jóvenes que él —¿o eso le sucedía sólo con los judíos? Ese punto no estaba claro.

—¿Qué es lo que hace siempre en su habitación? —preguntaba Mordecaï al hermano menor.

—No es un mal tipo, estudia. —Respondía el otro con un aire completamente indiferente—. Sólo es un poco presumido.

Aquel día Konrad Stauffer salió de su habitación mordisqueando un Brötchen[19] cubierto de simientes de alcaravea.

—¿Qué pasa? —le dijo a Mordecaï—. ¿Todavía aquí? ¿Estás de huésped?

Como todo el mundo se sintió molesto, él solo se rió de su chiste.

También había una hermana pequeña, Mausi, que todavía era una niña. Sus coletas relucían como las colas de algunos animales. Un día rodeó con sus brazos la cintura del judío, se apretó contra él con todas sus fuerzas e intentó derribarle.

—¡Soy más fuerte que tú! —declaró ella.

Pero no intentó ni probarlo ni provocarle. Se reía con la cabeza contra su pecho, y en la abertura en forma de V de su camisa su aliento quemaba la piel desnuda del muchacho.

Las veladas en el gran salón eran las más deseables e íntimas: iban algunas jóvenes, con el cabello recogido y una cinta en la cintura, y su cuello olía a agua de colonia; algunas iban ya tiesas por el corsé, y también había algunos muchachos, a menudo hijos de oficiales de caballería, y aquellos notables fenómenos estaban siempre tan a gusto, que los chicos más jóvenes escuchaban con humillación su propia voz que estaba cambiando espantosamente, mientras que los espejos no les dejaban olvidar su propia edad.

Una tarde, después de que las personas mayores se hubieron retirado a la biblioteca a jugar a las cartas, uno de los más audaces propuso un juego muy escandaloso:

—¿Qué persona prefieres de esta habitación? —se preguntaba a cada uno por turno—. Y ¿por qué?

Luego seguían preguntas imposibles de responder, todas orientadas en la dirección más inevitablemente personal.

Las carcajadas y rebuznos del hermano mayor aumentaban el embarazo.

En seguida le tocó la vez a Mausi Stauffer.

—¿Tú a quién prefieres, Mausi Stauffer?

—A Martin Himmelfarb —respondió ella.

Si no hubiera sido por las ballenas de sus corsés, algunas jóvenes habrían reventado de risa. Si limitaron a balancearse mientras se reían.

—¿Por qué, Mausi? —preguntó el primo Fritz, el hijo del tío Max.

La cicatriz de su mejilla izquierda resaltaba más claramente que de costumbre.

—Supongo que porque es interesante —dijo Mausi.

—¡Vamos! —protestó una joven muy tiesa que llevaba gafas de acero y cuya boca era una pálida y plana rosita—. Ésa no es una respuesta suficiente. Necesitas pagar prenda: cincuenta reglazos en la palma de tus manos.

Mausi gimió. No habría podido soportarlo.

—Vamos a darte una segunda oportunidad —dijo el primo Fritz, tan bello y detestable en su uniforme de cadete.

—Dinos por qué te gusta este Himmelfarb.

Mausi gimió haciendo moverse las coletas.

—Es porque… —exclamó vacilante y cruzando sus piernas delgadas mientras sudaba bajo su muselina almidonada—. Es porque… —prosiguió con una voz aguda y deformada— parece… —todavía vacilaba— parece un macho cabrío negro.

Las estatuas de bronce se habrían caído de sus pedestales si en aquel momento una vieja soltera amiga de la familia no hubiera ido a buscar un chal y hubiera decidido instintivamente quedarse allí.

—¡Oh! —exclamó Konrad con un sobresalto.

La palabra parecía removerle las entrañas.

Estaba pálido y sin expresión, pero parecía repetirse palabras aprendidas de memoria.

—No sois más que brutos alemanes —consiguió decir con una voz opaca—. Todos los alemanes son unos cerdos.

—¿Es que nosotros no somos alemanes? —preguntó dulcemente Mordecaï.

—Siempre mejorando lo presente —repuso el joven riendo—. ¿No os habéis dado cuenta todavía? En todo caso yo ya tengo bastante por esta tarde; me voy a mi habitación.

Konrad intrigaba a Mordecaï.

No volvió a verle durante años. Uno de los resultados de aquella velada fue que Frau Stauffer pareció decidirse a echar el telón sobre la comedia que había interpretado bis a bis con el joven judío. Jürgen se alejó cada vez más. A todo intento de preguntas, aunque fuera indirecto, daba taconazos en el suelo o refunfuñaba fijando la vista en un punto que, según manifestaba claramente, estaba fuera del campo de visión de su amigo.

En una situación tan obsesiva, Mordecaï hacía esfuerzos para recuperar su equilibrio. Fue entonces cuando su madre, dándose cuenta de sus párpados azules y su palidez, le hizo tomar un reconstituyente. Después de haber bebido la mitad de la botella, se acostó con una chica llamada Marianne que vivía en una buhardilla de una de las calles más viejas de la ciudad. Su cuerpo se inundó de un nuevo alivio que al principio le asustó.

—A vosotros los judíos —le dijo Marianne contemplándole durante una sesión que ella tuvo la generosidad de no hacerle pagar— la colita que os cortan parece que os da fuego en alguna parte.

Pero su cliente, agotado, contemplaba los enormes pechos de la chica, y se preguntaba instintivamente si sabría pilotar el débil barquichuelo en que se había embarcado solo.

Una vez entregado a la carne, las ceremonias de la casa paterna se le antojaban intolerables a Mordecaï. El sábado por ejemplo, que durante toda su infancia había tenido una perfección inocente y extática tal que no le habría sorprendido lo más mínimo ver a la novia cruzar el umbral de su casa, el sábado se trasformo entonces en un árido desierto de horas en que buenas tías y primas feas no dejaban con sus preguntas de tender trampas a su culpabilidad. Las oraciones y el alimento le ahogaban y esperaba que el crepúsculo y el olor a especias le arrancaran de su pesadilla. Tiernamente, ya que también amaba todo lo que rechazaba, no tanto por una libre elección, pensaba al principio en los momentos que intentaba disculparse, como en la continuación de una maquinación entre los desconocidos que controlaban su destino.

La mayor tortura era para él la prueba de la caridad. Su padre, por sentido del deber o por necesidad de elevar su propia estima, recogía en la sinagoga y llevaba luego a su mesa los sábados, a personas modestas, a veces harapientas y sucias, a las que Martin Mordecaï se esforzaba en dirigir palabras amistosas y les entregaba los mejores trozos para expiar la repulsión que aquellos visitantes olfateaban en él. Sobre todo, existía un tintorero cuya piel parecía haber sido sumergida en añil. Sus palmas llevaban una redecilla violeta e indeleble. La miseria material de aquel hombre se impuso a su conciencia una tarde en que el tintorero resbaló sobre una de las lujosas alfombras de Moshe; el joven se sintió en parte responsable y, cuando sus manos entraron en contacto con los grasientos vestidos del viejo judío, se aferraron a lo que le pareció un montón de andrajos y, por pelos impidió la caída del visitante. Pero su boca se llenó de un miedo nauseabundo; le parecía que había sido él quien le había hecho caer, mientras que el viejo mostraba una gratitud servil por lo que llamaba su gesto generoso y acariciaba cada pulgada de la espalda de su salvador al que dispensaba apelativos tales como Sostén del enfermo y Protector del pobre.

Cuando Mordecaï se escapó de la habitación para ir a lavarse, su madre apareció en el quicio de la puerta y dijo en el tono seco que adoptaba cuando estaba emocionada:

—Estás trastornado, mi querido niño, ¡y sin embargo no conoces ni la centésima parte!

Consideraba a su hijo pensativamente.

—Sécate pronto las manos —añadió con dulzura— y vente con nosotros. El pobre hombre no debe adivinar…

Hubiera querido que su compasión pudiera consolar a los que estaban más cerca de ella, pero aquella mujer amante era incapaz de eso; por el contrario la mayoría de las veces se daba cuenta de que sus palabras eran como la sal en los prados.

En la casa no había más que situaciones ambiguas y actitudes inciertas. Eso divertía al hijo. Se encogía de hombros y gesticulaba cuando el Kiddush inauguraba el sábado. Transformaba en chistes las oraciones de su padre y los dirigía hacia inocentes blancos. Aunque no consiguió destruir lo que más había amado, su perversidad se había desarrollado hasta el punto de que aquella tentación le tenía lamentablemente atado al ritual.

Entonces cuando, en apariencia al menos, había cumplido sus deberes, se lanzaba fuera. Recorría las calles, miraba los escaparates iluminados, rozaba a los viandantes y se deshacía en mil excusas que sólo podían ser interpretadas como insolencias. Entonces, siendo presa de un furor de vivir, los olores de la calle le enloquecían. Palpaba los pechos de las chicas apoyadas sobre cojines en las ventanas. Sentía un apetito insaciable por la carne blanca de las pálidas alemanas complacientes, apoyadas contra una pared o tumbadas en los céspedes de los parques entre un olor de agua estancada y de putrefacción vegetal.

Si no se hubiera endurecido rápidamente, quizá se habría consumido por su propia repugnancia, pero su carácter se templó y él se aplastó sus mechones rebeldes, se dejó crecer el bigote y se puso a estudiar.

Durante el período de su peor desintegración, Mordecaï dio a los ojos inocentes y no prevenidos la impresión de que se consagraba por completo a sus libros, y de hecho se aferraba a esto como un hombre que se ahoga en un vaso de agua. Y en efecto ¿qué era más sólido y razonable que las palabras de tales personas? Solamente por sus permutaciones y combinaciones se hundía en una corriente única que amenazaba arrastrar hasta el fondo todo el equipaje irónico y revuelto de las almas en peligro mortal.

En la Universidad las actividades intelectuales del joven se redujeron al estudio de su lengua favorita, el inglés. Su dulce contextura, bastante parecida a la del pan, se convirtió en su maná. Pero pese a su voluntad y su intención, su espíritu aspiraba a recobrar el antiguo lenguaje que le había enseñado el cantor Katzmann cuando él era niño. Su conocimiento del hebreo había progresado pese a los intermitentes esfuerzos, y leía a menudo en esa lengua, a altas horas de la noche, para instruirse y por el amargo placer que encontraba en ello.

En la segunda década del siglo, Mordecaï Himmelfarb aprobó su doctorado de inglés y poco después se le informó de que estaba autorizado a proseguir sus estudios en la Universidad de Oxford.

Moshe saltó de alegría, no sólo a causa del efecto que produjo la noticia sobre la gente que conocía, sino también porque admiraba a los ingleses y la excelente calidad de sus lanas y de los sombreros de seda que le gustaba llevar en las grandes ocasiones. Igualmente se daba cuenta de la distancia que separaba su temperamento del de los ingleses, pero eso no hacía más que añadirse a la fascinación que éstos ejercían sobre él. Y ahora su propio hijo iba a reunirse al clan de los elegidos. La brecha; ya ancha entre ellos, no haría más que ensancharse. El viejo se veía ya sacrificado, convertido en verdadero padre judío, de pie en los andenes de la estación entre el humo de los trenes. Ante este pensamiento le brotaban unas lágrimas felices y cálidas. En efecto, para emocionar y encantar a Moshe era necesario que las cosas se apartaran sin esperanza de regreso: los trenes que se iban, las figuras de los goyim, sus relaciones con su propio hijo, y, si se atrevía a murmurarlo o sólo a pensarlo, lo que contribuía tan generosamente al movimiento sionista, la posibilidad de la redención de Israel.

Fue Moshe quién dio la noticia a la madre del muchacho, lo que quizá fue así menos doloroso. Frau Himmelfarb, que cosía un calcetín, no respondió nada al principio. Continuó atentamente su tarea con la paciencia un poco miope que la caracterizaba.

—Pensaba, Malke, que comprenderías la enorme ventaja que reportará al muchacho elegir una carrera universitaria.

Su mujer examinó el calcetín.

—¿Entonces? —añadió él en un tono razonable. Pero se sintió en seguida obligado a defender su punto de vista de una forma un poco excesiva:

—Es hora de que los judíos se den cuenta de que el mundo ha cambiado. Ahora todas las posibilidades nos son ofrecidas.

Diciendo esto Moshe temblaba.

—¡Ah, Moshe, Moshe! —suspiró su mujer en el tono que siempre le había irritado más.

—Ésa no es una respuesta —protestó.

—Tú y los demás le habéis transformado bien —añadió su mujer— yo rogaré a Dios para que le reconozca como un buen judío.

—Actualmente lo más importante es que el mundo le reconozca como un hombre de valor —dijo el padre.

Su hijo acababa de entrar y les escuchaba con la ironía cínica aunque afectuosa que suscitaban en él las ideas de sus padres.

—¡Ah, Moshe! —suspiró de nuevo la madre— olvidas que, cuando ambas razas sean divididas en buenos, malos y mediocres, los judíos permanecerán diferentes de los demás hombres.

—¡Eso es! —estalló el padre dándose por fin cuenta de la presencia del muchacho—. Anuncio tranquilamente a tu madre que te vas a Oxford, y se lanza en discusiones filosóficas, por no decir raciales… ¡Los judíos por un lado, los hombres por otro! ¡Supongo que yo soy un hombre! ¿Y tú?

—Estaría contento de ser las dos cosas, pero a veces me pregunto si soy lo uno o lo otro.

Aquello no era en absoluto lo que intentaba decir, y Mordecaï sonrió.

—¡Haber llegado a eso! —exclamó la madre—. ¿Cómo acabará esto, Moshe?

Con habilidad giraba y estiraba el calcetín misteriosamente cosido.

—¡No creo que vaya a cortarme la garganta! —continuó su hijo riendo, con la barbilla levantada y los dientes descubiertos en lo que aquella vez no era más que la mueca de una sonrisa.

El padre se sintió autorizado a gemir:

—¡Es terrible ver mal interpretadas las mejores intenciones!

—Pero si las aprecio… —respondió Mordecaï con una deferente alegría—. Aprecio todo lo que has hecho por mí, todas tus bondades; tú has sido un buen padre y te aseguro que intentaré devolvértelo.

Moshe Himmelfarb se puso a llorar.

—Y a mi madre…

Fue casi un grito provocado por la emoción de su padre, ya que el simple hecho de pronunciar el nombre de su madre le sumergía más profundamente en los complejos metafísicos de los que esperaba liberarse.

—… cuyos consejos —balbucía mientras que su voz le llevaba a un crescendo de melodrama del que tenía conciencia— dan ejemplo y cuyos actos podrían rescatar a todos los hombres que no están más allá de toda redención.

Mucho necesitas que se rece por ti —dijo Malke Himmelfarb dulcemente, inclinando la cabeza sobre el calcetín ahora completamente arrugado—. ¡Mi pobre hijo!

Mucho tiempo después que él hubo abandonado la habitación, Mordecaï conservó la escena ante sus ojos: los pelos negros en el puño de su padre, elegante pero débil e impotente, los latidos que veía o creía ver en las sienes de su madre, y el mobiliario sobrecargado que le destrozaba el alma y del que había explorado el menor detalle, la menor hendidura, el menor defecto, en el curso de sus conversaciones, de sus sueños, de sus oraciones…

Entonces habría querido rezar, pero no pudo. Sufría y continuó sufriendo una especie de amnesia espiritual. Se acordó de un examen en el que al cabo de una hora todo lo que sabía sobre Italia se le vino a la cabeza bruscamente, y esperó que algo semejante sucediera ese día; además estaba dispuesto a esperar semanas, incluso meses.

Pero no sucedió nada. Todo lo más un aliento de compasión pasajera que rozaba a veces la lámina de su cinismo, como la tarde en que vio a su padre en una feria a las puertas de la ciudad, acompañado por un empleado de una cervecería llamado Goltz, del que no conocía más que el apellido y la reputación, y por dos mujeres desconocidas cuya profesión no ofrecía ninguna duda. Según el joven les observaba, oculto tras unos arbustos, el resplandor de las bengalas azules y blancas inundaba los rostros de los tres gentiles y de su bufón judío. La vacilante luz daba a la exuberancia anormal del respetable hombre de cincuenta años una apariencia demente. También él vacilaba y fluctuaba mientras que abría la marcha en medio de un jolgorio de gritos y estallidos de música mecánica.

Sus compañeros parecían haber llegado al estado en que las convenciones de la juerga son las únicas aceptadas. El empleado se detuvo un momento e inclinó la cabeza en una esquina para vomitar. La boca de los otros tres se embobaba por costumbre en la fantochada de su cara, para lanzar eructos o cánticos. O bien un brazo respondía a la presión imaginaria de otro brazo. O los labios aspiraban el aire con un ruido de beso. Los juerguistas avanzaban y casi rozaron a su juez al pasar. Sin moverse, éste permaneció en su puesto de observación y pudo distinguir los poros de su piel, la raíz de sus cabellos, los empastes de oro de sus dientes. Si no percibía sus palabras es porque éstas estaban ahogadas en el tumulto, aunque su destreza continuaba siendo la misma, pese a que el viejo sátiro ridículo que era su padre había desaparecido. Que sus propios deseos fueran semejantes, que también él hubiera respirado los rostros maquillados de chicas de ese género, sudorosas como aquéllas, y rociado sus ropas con perfume vulgar, no hacía más que convertir el incidente en algo mucho más intolerable ya que le era más familiar.

Sin embargo, la experiencia de aquel día impulsó al joven a abrazar a su padre antes de ir a acostarse la noche siguiente. Permaneció un momento detrás de su silla, con el cuello duro y culpable bajo sus ojos. ¿Clavaría allí el cuchillo que había aprendido a manejar con la habilidad de un Schochet[20]? Entonces se formó en él la idea de que la razón es un arma mucho más imperfecta y como lo pensaba antes, Moshe interpretó su gesto como una expresión de gratitud y no de piedad. En seguida el viejo judío desbordó su orgullo de tener un hijo agradecido que comprendía todo lo que se hacía por él.

Rápidamente Mordecaï partió para Oxford. Aunque el aire estaba lleno de rumores de guerra, del carácter lunático del Kaiser, y de las negativas de la nación francesa a respetar las aspiraciones germánicas, le parecía muy improbable al muchacho que la coyuntura internacional pudiera ignorar la importancia crucial de su carrera. Vestido con un abrigo de corte y excelente calidad y sobriedad y de un gorro de viaje escocés, regalo de una de sus tías, presentaba buen aspecto mientras recorría los cien metros del andén de la estación. Todo el mundo estaba allí. Moshe tenía pasión por las maletas de cuero con monogramas que había regalado a su hijo. Pero la madre parecía entumecida por los aspectos de un mundo que hasta entonces no había hecho más que entrever, y sus vestidos, como siempre en las grandes ocasiones, parecían salir del granero. En cuanto al hijo, se sentía muy aliviado ante la idea de poder abandonar la personalidad que sus padres estaban convencidos de haberle modelado. Por fin arrancó el tren, y más tarde el barco levó anclas en la niebla.

En Oxford, Himmelfarb continuó distinguiéndose por sus brillantes estudios. Resuelto desde el principio a limitar su interés a los libros, en seguida se dio cuenta de que ejercía una influencia sobre la vida de los seres. Tenía mucho encanto a su manera semita; sus formas se pulieron. Los hombres deseaban su respeto, las mujeres se disputaban su corazón, y él les dejaba a todos creer en su éxito.

Quizá una sola mujer atrajo y retuvo su apasionado interés. Ambos jóvenes llegaron incluso a hablar de matrimonio, pero a ninguno de los dos se les ocurrió pedir la opinión de sus padres. Catherine era la hija de un conde de carácter poco ejemplar. El afán de placer de su padre y la muerte prematura de su madre habían dejado a la hija más libertad de la que era costumbre. Débil y pálida, sencilla en casi todos sus gustos, y de expresión exquisitamente pura, Catherine hubiera podido pasar por un ángel si hubiera elegido la prudencia, lo que no hizo: de esta forma su conducta era frecuentemente discutida entre la gente bien educada con mucha imaginación y horror, y en los medios libertinos, en donde se la apreciaba, con conocimiento de causa. Favorecida por el rango y la fortuna, Catherine podía permitirse hasta cierto punto el despreciar la opinión pública y parecía salir de cada nuevo exceso más pura y virginal todavía.

Sus refinamientos de sensualidad persuadieron al joven judío de que estaba enamorado de ella. Quizás estaban los dos un poco deslumbrados por la incandescencia de sus ardores comunes, y el joven se quedó de una pieza, naturalmente, cuando, en lo que se habría podido creer el apogeo de sus relaciones, su amante fue descubierta en el dormitorio de un príncipe indio. Por primera vez Catherine se dio cuenta sin duda del camino que pisaba, cada vez más estrecho ya que el escándalo se esparció casi en seguida que ella se marchó al extranjero con una tía por un período indefinido.

Su amante recibió una carta de Florencia:

Mi querido Mordecaï:

Me pregunto si podrás perdonarme alguna vez el error terrible al que te he arrastrado. Yo ya no cuento. No espero gran cosa de nadie cuando veo lo poco que se puede esperar de mí. Pero me siento sentimental esta tarde lluviosa, en esta pequeña ciudad llena de prejuicios y de damas inglesas. Quizás estaría desesperada si no te conociera de memoria, y si no pudiera suscitar, ahora, tu presencia muy cerca de mí, aunque supongo el horror que sentirías en realidad.

La carta proseguía en un tono bastante literario describiendo «las pequeñas colinas verdes de Toscana con su fronda excitante y sensual», pero él no tenía la intención de continuar su lectura. La arrugó y la arrojó a la papelera, y después se arregló la corbata. No volvió a saber de Catherine más que cuando a veces el relato de sus aventuras le venía a los ojos. Ella continuaba llevando la vida que convenía a su temperamento; hacia los cuarenta años, se hizo medio estrangular por un boxeador en un apartamento de Pimlico, y murió vieja durante un bombardeo de la Segunda Guerra Mundial, en un asilo para alcohólicos, en Putney.

En cuanto a Mordecaï, regresó en seguida a sus estudios con el furor de la juventud y la austeridad que heredó de su madre, hasta el día en que, después de haber destruido la molesta carta de su amante, recibió otra considerablemente más inquietante de su padre:

Querido hijo:

No puedo ocultarte por más tiempo la decisión capital que me he visto obligado a tomar. Voy directamente a los hechos: después de haber seguido desde hace algún tiempo la instrucción de un sacerdote católico, soy feliz al anunciarte que he sido bautizado el jueves por la tarde. Mi espíritu se ve aliviado de un gran peso; por primera vez en mi vida me siento verdaderamente libre. ¡Soy cristiano!

Después de haber pasado mi vida estudiando el problema judío, me parece que ésta es la única solución. Vacilo en escribirla solución práctica, pero es la palabra que me viene a la cabeza. ¡Dar tan poco y recibir tanto! Todos los que no sean imbéciles no pueden dejar de ver que las ventajas de todo tipo son enormes. No es que yo sea un hombre que lamente el destino de nuestro pueblo, y no quiero insistir sobre estas ventajas, sino únicamente rezar para que muchos de nosotros se arrepientan de sus actitudes obstinadamente estériles.

Desde hace algún tiempo siento que tu fe, Martin, atraviesa un período de crisis. Es pues probable que la razón te conduzca por el camino recto y estoy seguro de que estarás dispuesto a tomar una decisión. Pero temo que para tu pobre madre no quede ninguna esperanza. Persiste en quedarse eternamente aprisionada en el embrollo del farisaismo judío, y el paso que yo he dado razonablemente no dejará nunca de afligirla. Sin embargo rogaré para que algún milagro consiga un día reunir nuestras dos almas.

No quiero importunarte con detalles referentes a la tienda, estamos en una mala época, y me abstendré de comentarios sobre la situación internacional en este mensaje que sin duda te sorprenderá, querido hijo, y quizá te apenará.

Hasta siempre.

Tu padre que te quiere

Mordecaï nunca se había sentido tan vacío como después de haber acabado de leer la carta de su padre. Si él mismo estaba seco, siempre contaba con la multitud que continuaba llena de aceite y especias de la tradición, comenzando por sus padres. Y he aquí que la parte de su padre se rompía; toda la virtud huía. Un rincón de su memoria quizás había muerto para siempre.

Durante aquel período de secreta desolación, el joven judío se esforzó en vivir como si nada hubiera pasado; pero sus interlocutores tenían a menudo la impresión de que observaba a algún ser invisible colocado detrás de ellos. De las cartas que escribió a su padre el apóstata, envió sólo la que expresaba menos sus sentimientos y ciertamente provocó una decepción en el destinatario, ya que la misma revelaba reacciones indiferentes por no decir inexistentes.

Mordecaï no se atrevió a pensar en su madre, y no mencionó la decisión de su padre en la carta que le escribió poco después.

Por primera vez tenía la impresión de que su destino brillante e inviolable estaba amenazado por una infamia de su propio espíritu y por los actos que hasta entonces había considerado como estatuas de un parque familiar. Las estatuas comenzaban entonces a perder su inmovilidad. Además, aparecían grandes fisuras en lo que había considerado como la sólida masa de la historia. El tiempo ya no estaba fijo, transcurría. Algunos de sus compatriotas habían hecho ya sus equipajes. Ellos le recordaban que amenazaba la guerra y que su deber de alemán era regresar con ellos y ponerse al servicio de su patria antes de que fuera demasiado tarde.

Apenas judío, apenas alemán, Himmelfarb vacilaba todavía cuando recibió la carta de su madre.

Mi queridísimo Mordecaï.

Tu padre te habrá puesto al corriente de lo que no tengo ánimos de repetir. Ya ves que ahora estoy en casa de mis hermanas; y aquí continuaré hasta que me reponga de esta prueba. Ellas son buenas y tienen muchas atenciones; es más de lo que merezco.

¡Oh, Mordecaï! No puedo impedir el pensar que no he hecho por él todo lo que hubiera debido y tengo miedo de hacerme un día el mismo reproche respecto de mi hijo.

Mordecaï volvió la cabeza. No podía mirar a su madre de frente. Le parecía que ella no había sobrevivido a la muerte espiritual de su marido.

Al menos, aquella carta arrancó al joven de sus tergiversaciones indecisas. Poco después navegaba por el mar del Norte. Para todo el mundo regresaba a su país. Hasta aquí su voluntad le había sostenido, pero se bamboleaba. Aquello que su orgullo le había mostrado en principio como un cable de acero no era en realidad más que un hilo al que los demás imprimían crueles sacudidas, del que tiraban con sus manos torpes, amenazando incluso romperlo. De esta forma acechaba el viento marino en aquella cabina insustancial que formaba los huesos de Mordecaï. Su piel anteriormente bella había perdido su tono de marfil para convertirse en un amarillo grisáceo y sucio. Aquellos compañeros de viaje que le dirigían la palabra, se marchaban en seguida a la cubierta olfateando una situación ante la cual su mediocridad era impotente, un estado de alucinación, tal vez de locura incluso. Sin embargo otros decidieron simplemente que aquel sucio judío estaba borracho.

Borracho o no llegó a Holunderthal con una admirable puntualidad. En el esqueleto de la estación, los rostros de los extranjeros parecían convencidos de su intemporalidad. Sólo su padre, con un abrigo oscuro y correcto, confesaba su edad. Su bigote temblaba en aquella acogida torpe o por una excesiva perplejidad. La tía Zipporah, una hermana de su madre, por la que él nunca había tenido simpatía a causa de un cierto olor a pobreza y catástrofe, le hablaba con una voz encogida.

La tía y el padre se cedían mutuamente la palabra.

—Sí, hemos tenido una travesía normal —dijo Mordecaï.

Después esperó. Luego acabó por preguntar:

—Entonces ¿y mamá?

Tenía el oído dispuesto.

La tía se puso a llorar como un ratón cogido en la trampa. Bajo las viguetas de acero de la Hauptbahnhof[21] de Holunderthal había un ruido espantoso. Algunos viandantes curiosos iban muy despacio esperando que una revelación les dictara la actitud a seguir.

—¡Sí! —lloraba la tía Zipporah—. Tu madre. El sábado por la tarde. Pero todo terminó en seguida, Mordecaï.

Entonces fue la voz del padre quien se dirigió a él.

—Según parece, tenía una enfermedad interna que nos había ocultado, Mordecaï.

El llanto de la tía estalló de nuevo.

Oy, yoy, yoy! ¡Moshe! ¡No existía tumor! Me lo ha dicho el doctor Ehrenzweig. ¡Ni la menor huella de tumor!

Una pena tan demostrativa hacía parecer la del cuñado despiadadamente árida. Pero su desesperación era de otra especie.

—El doctor Ehrenzweig me ha asegurado que no sufrió —insistió él—. Mordecaï, ella no padeció nada hasta el fin.

—¡No sufrió! ¡No sufrió! —chillaba la tía—. ¡Existen muchas maneras de sufrir! El doctor Ehrenzweig no se ocupaba más que de su cuerpo.

El padre había cogido a su hijo por el brazo.

—Esta mujer me busca; ¡está contra mí! —exclamó Moshe.

Mordecaï comprendió que su madre simplemente se había dejado morir.

Así se pusieron en camino y tomaron un Droschke[22] aplastando media docena de claveles que quizás otro viajero, encontrándolos insoportables, había arrojado.

Durante las pocas semanas que precedieron a la declaración de guerra, el joven vivió con su padre, quien depositó regalo tras regalo a los pies de su hijo, sin obtener no obstante su perdón. Mordecaï prosiguió sus relaciones con su familia, con la comunidad que le había acogido en el momento de su Bar Mitzwah ya que, oficialmente, entonces era judío. Pero la voz de los ancianos se callaba cuando él se acercaba, y cuando entraba en una habitación las chicas modestas bajaban la vista sonrojándose. Aceptaba ser un réprobo, pero no comprendía que ni la apostasía de su padre ni su propio retrato espiritual eran la verdadera causa de su desconfianza, y que casi todas las almas debían pasar el mismo período probatorio antes de recibir de Dios el impulso definitivo.

Ninguna de sus amistades con los gentiles había sobrevivido. Jürgen Stauffer relinchaba en algún cuartel esperando galopar a través de Europa, y Martin Mordecaï no conseguía imaginarse el rostro de su amigo, ni su presencia viril desprovista de toda adolescencia y la caballerosidad del minnesinger[23] transformada en Wille zur Macht[24] según la expresión de sus ojos convertidos. El editor Stauffer había muerto de una crisis cardíaca, y su mujer era presa de una menopausia prolongada de origen incierto. Sólo el hijo mayor se le apareció un día bajo un sombrero,' en la ventanilla de un tren. Era evidente que Konrad Stauffer ya no se acordaba de él o al menos eso había decidido. Su rostro había adoptado una expresión de deliberada brutalidad en absoluto convincente. Mordecaï había oído decir que Stauffer había escrito un tomo de versos que nadie había leído y que ahora hacía críticas cáusticas y artículos para un periódico radical de la ciudad.

Pero en seguida la imagen de Stauffer se evaporó como el pasado y aquel período de la vida que Himmelfarb se había atrevido a llamar suya. La guerra no le sorprendió ni a él ni a nadie; no estalló como un volcán entrado en erupción, sino que se infiltró a su alrededor y en ellos. Algunos se horrorizaron ante la perspectiva de verse mezclados, pero muchos se alegraron como para acoger a una amante que podría ciertamente aplastar sus flancos y martirizar su carne, pero cuya saliva envenenada también embriagaba y cuya pasión liberaba sus deseos menos confesables.

Lo mismo que la continuación de los acontecimientos de su vida personal le había dejado frío y escéptico, la guerra, su primera guerra, afectaba menos a Himmelfarb de lo que se hubiera podido esperar. En el apogeo de su demencia, estaba contento de darse cuenta, aquella guerra pasaba el límite de su conciencia. Sin embargo, como buen alemán, fue atrapado y movilizado en infantería. Allí ganó dos heridas y una medalla.

Un día, en medio del fango y la lluvia de una ciudad francesa en ruinas, sintió el relativo placer de encontrarse con su antiguo amigo Jürgen Stauffer. El luminoso teniente estrechó en sus brazos al judío, simple soldado mugriento; el sol se ponía, no se veía a nadie, y con un poco de ánimo habría transformado su inocente situación en un dúo de ópera.

Ach, Gott! —exclamó el Herr Leutnant—. ¡Martin! ¡Tú! ¡Mi viejo y querido amigo! ¡En el crepúsculo! ¡En Treilles! ¡En el éxito de nuestra victoriosa ofensiva!

El judío se preguntaba cómo podría continuar por aquel terreno, por poco que fuera.

—Eso recalienta el corazón —exclamó el Herr Leutnant inagotable por reanudar preciosas amistades en lugares insospechados.

Algo —habilidad o convicción— le hacía rozar al Heldentenor[25]. Aquel personaje de fieltro o de cartón, cuya piel dorada reflejaba los últimos rayos de sol, conservaba una posición correcta mientras estaban el uno frente al otro en una calle devastada. El fatigado soldado raso se dio cuenta de que olía a betún y jabón de tocador.

—Pero ¿cómo estás, Martin? ¡No dices nada! —prosiguió el oficial con diferente tono.

El judío, desconfiado, humedeció sus labios.

—Estoy bien. Pero mis pilares se han derrumbado.

¡Qué carcajada lanzó Jürgen Stauffer! Sus dientes eran perfectos.

—¡Siempre tan bromista! ¡Este bueno de Martin! Pero velar por tu salud, aquí es difícil.

—¿Dónde? —preguntó el judío.

El oficial agitó la mano. Su esplendor podía permitirse el lujo de no formalizar aquella ingenua imprudencia. Se excusó siempre riendo y mientras que se alejaba para reunirse con un general de su compañía, lanzaba ojeadas hacia atrás por encima de su hombro hacia su pasado y extraordinario error de juicio.

La paz es a menudo más catastrófica que la guerra; ésta era la opinión de los que vivieron el período siguiente, mendigando trozos de salchichas y cabezas de arenques, expresaban en sus cantares una alegría que no poseían ya, impulsados por el hambre y la necesidad de calor en sus aventuras sexuales que sus padres no habrían podido ni imaginar.

Flotando o perdiendo pie, aplastadores o aplastados, la multitud de los hombres-bestias estaba entrenada, y entre ellos el judío Himmelfarb. Si a veces sentía un deseo de resistir, jamás lo llevó a cabo e incluso encontraba una cierta consolación al contacto con problemas como el suyo. Durante las primeras semanas de libertad, de extrañas entrevistas, un frenesí de aventuras lo desterró de la cama que le esperaba en casa de su padre. Además, en aquel marco habría sido capaz de reír demasiado fuerte o de tirarse un pedo en el comedor o hacer cualquier otro acto poco razonable. Porque Moshe había vuelto a casarse. Se había casado con una joven mujer llamada Christel Schmidt, cuyo moño grueso y amarillo bajo su redecilla parecía estiércol de caballo, a la que un collar de Venus rodeaba el cuello. Trotzdem, nett und tüchtig[26], y perfectamente insignificante. Se habían encontrado saliendo de misa. La chica aceptó, en parte por curiosidad, pero, sobre todo, porque no podía soportar el hambre. En cuanto al viejo, la última chispa de prudencia se había apagado sin duda en él por la visión de un último festín de carne complaciente.

Mordecaï y su inocente madrastra se pusieron ambos de acuerdo en poner fin a aquella irónica situación cuando, varios meses después, él fue nombrado maestro de conferencias en la universidad de Bienenstadt. El doctor Himmelfarb se marchó con la tímida bendición de su viejo padre y con la vaga sospecha de que se le había concedido aquel puesto poco remunerativo en una universidad menor por razones todavía oscuras. Varios buenos judíos insistieron en recomendarle a correligionarios, lo que aceptó de buen grado, y un día, en una esquina de la calle, el repugnante tintorero de su infancia le agarró de la manga sin soltarle.

—Existe un hombre de bien en Bienenstadt —decía—; es un impresor, un primo del cuñado de mi difunta mujer. Él le recibirá con una bondad parecida a la que usted ha conocido en su infancia y que no necesito recordarle, Herr Mordecaï. Le recomiendo de todo corazón. Su nombre es Liebmann.

El doctor Himmelfarb no conseguía acabar con la entrevista del tintorero, que continuó como si se marchara con él:

—¡Es un hombre excelente! Recuerde su nombre: ¡Liebmann!

Se habría creado el deber de deletrearlo, si no llega a ser porque un viandante impaciente le empujó fuera de la acera.

Poco tiempo después, Himmelfarb partió para Bienenstadt. La ciudad, en muchos aspectos, era parecida a aquélla en la que había nacido, ciertamente más pequeña pero trazada por el mismo pincel. Sus azules y sus grises, con algunos trazos de un oro empañado, se fundían en la somnolencia del mediodía.

Las palabras fluían de los labios de sus habitantes sin ningún entorpecimiento. Los rostros se aplacaban con una bondad profesional y una convicción de conservar la verdad. Sin embargo en Bienenstadt, Himmelfarb fue aplastado por el ronroneo de la jornada e incluso por el timbre de la hipocresía local. La mayoría de sus estudiantes le testimoniaba una sumisión respetuosa de muchachos serios; algunos incluso parecían pensar que tenía muchas más cosas que comunicarles y esperaban en un cálido silencio después de la clase, como si aguardaran una revelación mucho más personal.

No es que exactamente fuera querido, pero hubiera podido serlo si no llega a ser por aquella época que pasó demasiado encerrado en sí mismo como para estar al alcance de los demás. Había roto todas las cartas de recomendación que le habían impuesto sus amigos antes de su marcha de Holunderthal, ya que pensaba que éstas no llevarían consigo otra cosa que ridículo o molestias. Salía poco y leía a Spengler hasta altas horas de la noche.

Transcurrieron los meses, y luego un nombre que al principio no reconoció se puso a obsesionarle. Aquello se convirtió en una fuente de irritación como si alguien repitiera insaciablemente el mismo mensaje en morse con un timbre eléctrico. Incluso llegaba a pronunciar ese nombre. Y luego se hizo la luz: era el del pariente de Bienenstadt del horrible tintorero, lo que no hizo más que convertir todo el asunto en algo aún más grotesco e irritante; no tenía intención de relacionarse con aquel hombre, y desde que tuvo conciencia de su origen, todas las veces que el nombre se le presentaba se echaba a reír expulsando de sus pulmones el humo de su cigarrillo; después encendía otro. Se dio cuenta de que sus dedos se manchaban de amarillo y que temblaban ligeramente.

Luego, bruscamente, una tarde se levantó de su silla y comprendió que necesitaba ponerse en contacto con Liebmann, el impresor. No hubiera podido sentirse más aliviado, más feliz incluso, que al escuchar resonar sus pasos sobre el empedrado de la vieja ciudad. Sus cabellos, demasiado abundantes para la moda, se agitaban por el ligero viento.

De esta forma llegó a la casa. Había elegido una hora de la tarde en la que el impresor habría terminado su trabajo; y la planta baja estaba efectivamente silenciosa, desierta y cerrada. En el callejón contiguo, descubrió una puerta que quizá comunicaba con el apartamento. «Sí» le dijo la chiquilla que le abrió, pero su padre aún no había regresado de la sinagoga. Después de un vacilante silencio, ella le rogó que entrara y le hizo subir hasta la vivienda de la familia colocada justo encima del taller. Fue introducido en una habitación cuyos postigos habían sido cerrados y en donde una mujer joven examinaba lo que parecía ser un cortapapeles que acababa de desliar.

—¡Ah, sí, Israel! —dijo riendo cuando el visitante conducido por su hermana mencionó al tintorero—. Hace años que no le he visto; no recuerdo exactamente cuánto tiempo hace.

Estuvo a punto de hacer una mueca, que detuvo su amabilidad. Se contentó entonces con mostrar el cortapapeles que acababa de recibir:

—Me lo ha traído un primo de Janina. Pero no sé qué podré hacer con él —dijo con lástima, llegando aquella vez hasta el fin de la mueca, que a Mordecaï le pareció muy cómica—. Sólo se ve en el teatro a las duquesas emplear el cortapapeles para abrir páginas o cartas.

Se rieron juntos, más fuerte de lo acostumbrado.

—Seguramente tendrá otros usos —sugirió el visitante que continuaba riendo.

—¡Seguramente! —opinó la muchacha—. ¡Tan afilado como es!

Con la punta del cortapapeles se pinchó un dedo que se volvió blanco, y eso hizo redoblar sus risas.

Y luego ambos sintieron vergüenza, ya que nunca habían obrado de esta forma; aquello no les era natural ni al uno ni al otro, pero estaban jadeantes y animados.

La joven volvió a hablar.

—Sí, mi padre volverá en seguida y tomaremos café. Yo soy su hija mayor, Reha.

Entonces se puso a enumerar los nombres de sus numerosos hermanos y hermanas. «¿No le ha hablado Israel de nuestra familia? Es cierto que casi no nos conoce. No, mi madre murió».

Aquélla era una gran estancia a la antigua moda de una vieja casa propia.

—Me encontrará terriblemente parlanchina —dijo apartándose algunos mechones—. Los demás me hacen siempre callar; ¿le gusta esto? Quiero decir Bienenstadt.

—Sí, no me disgusta.

—Dígame, ¿qué es lo que hace?

Él obedeció de una forma completamente natural.

Reha era una muchacha entrada en carnes, algo gordita. Se adivinaba que engordaría y también que se desarrollaría si nada se lo impedía. Cuando Himmelfarb la miraba no podía impedir el inclinar la cabeza hacia un lado de una forma poco acostumbrada en él, como si se esforzara en mostrarse educado. No pensaba en agradarle, aún menos en hacerle la corte, y su rostro carecía de belleza; sin embargo se dio cuenta de que intentaba despertar su interés, sin esperar nada a cambio, pero un gesto excesivo o una frase demasiado rebuscada le parecían presuntuosos en aquel momento de sinceridad.

—¿Inglés? —murmuró ella frunciendo el ceño—. Conozco muy poco vocabulario; hubiera necesitado leer más.

—Yo le prestaré libros —prometió él.

Ambos eran conscientes de la evidente banalidad de sus palabras, pero aquello no les preocupaba.

El padre llegó. Era un viejo judío, pequeño y delgado; cojeaba y parecía padecer algún mal secreto, o bien que no se había consolado de la muerte de su mujer. Cuando vio al visitante salió de su indiferencia, aunque repitió varias veces:

—¡Pobre Israel! ¡Pobre Israel!

El tono de su voz parecía implicar que la miserable situación de su pariente le dotaba de una cierta virtud:

—Pese a su nombre, usted sabe que Israel no tiene hijos. Antes tuvo preocupaciones —continuó el impresor sin preguntarse lo que su huésped sabía ya—. Pero se consagró a otra cosa. ¡Existen varias formas de sembrar!

Resultaba evidente que el impresor hubiera preferido recogerse de nuevo en sí mismo, pero dijo espontáneamente y con una cortesía sin ampulosidad:

—Espero que venga a nuestra casa el sábado, señor. Ésta es su casa. Me gustaría mucho discutir con usted algunos pasajes de los libros santos. Y también me gustaría conocer lo que piensa sobre la situación actual.

Tan ceremoniosa fue la invitación que el cutis amarillo del impresor se iluminó con un cierto sonrojo de afecto. Sus ojos eran demasiado inocentes como para evitar penetrar en los de sus semejantes, e Himmelfarb se vio obligado a bajar los suyos esperando que la bondad de alma del otro le impidiera discernir el desorden que traicionaban.

—Existen muchos problemas que usted podría aclararnos, doctor Himmelfarb. Vivimos encerrados en nosotros mismos, y ésa es nuestra gran debilidad —dijo el impresor.

Si el visitante no hubiera contraído con todas sus fuerzas los músculos de su garganta, habría podido aquel hombre grave sorprender una negativa. Por lo menos aquello fue evitado.

Después de un nuevo intercambio de palabras, se dio cuenta de que Reha había vuelto con el café. De pie ante él, la vio considerar sus dos manos crispadas con una sorpresa dolorosa. En seguida las separó; la sangre volvió a circular por sus arterias liberadas, y ella se las arregló para hacerle creer que quizá no había visto nada. Servía el café inclinada y sonriente, y del líquido salía un vapor ligero del que se percibía un perfume de café de antes de la guerra; también había lonchas de Käsekuchen[27]

Himmelfarb fue a casa de los Liebmann el sábado como le habían pedido. Al principio sintió una cierta timidez, pero su deseo le arrastraba y aquello se convirtió en seguida en una costumbre. Como toda la familia parecía aceptar su presencia, también él acabó por encontrarla natural. Cuando le ofrecieron en la mesa los platos tradicionales o le vieron unirse a sus cantos, estaba sobreentendido que su vida religiosa jamás había sido interrumpida. A veces su felicidad le confundía, pero nadie lo notaba salvo Ari.

Ari, el mayor de los chicos, parecía poseer el secreto de olfatear los secretos de los demás, o en todo caso sus debilidades. Tenía la cabeza redonda bajo su Käppchen y algunos mechones de cabellos negros sobre las mejillas. Siempre estaba murmurando una oración entre sus largos dientes de cabra, con los ojos medio cerrados, casi sonriendo.

En la sinagoga, Ari se volvió un día hacia Mordecaï y dijo sin molestarse en bajar la voz:

—¿Ves a aquel tipo de allá? El de los cabellos largos. Es un buen judío, pero tan simple que si su abuelo se disfrazara y dijera «Soy el profeta Elias», lo creería inmediatamente.

Ari no esperaba ver reír a Mordecaï, pero él mismo estalló en carcajadas. Era un alocado, pero no era un mal muchacho. Tenía la costumbre de dar largos paseos por la Heide[28] cantando con otros jóvenes judíos que pertenecían a su misma organización. Amaba a su familia y, en la mesa echaba los brazos al cuello de sus hermanas. Mordecaï se decía que con el tiempo incluso llegaría a gustarle Ari. De la comida del sábado le gustaban los menores detalles. Las migas bajo sus dedos le conferían humildad.

—¿Qué pasa? —preguntaba Reha—. ¿No le gusta la carpa? ¿O tal vez la Biersoss[29]?

En el silencio que seguía a las protestas de Mordecaï, ella manipulaba su plato o buscaba algo. Era miope como su madre. Al principio Reha no había podido impedir hacer un chiste sobre los ciegos que llevan a otros ciegos, ya que Himmelfarb tenía una vista mediocre y había tenido que llevar gafas poco antes de su llegada a Bienenstadt. Éstas conferían un extraño aspecto a su rostro, y parecían reforzarlo con una expresión de acrecentada certidumbre.

Para el joven que ya no era un extraño, el sábado se convirtió en un día estable, en la penumbra de la casa del impresor o en la sinagoga, codo a codo con su amigo Liebmann, envuelto como él en su chal. Su alma se mostraba de diversos colores según cambiaban las fundas del Arca de acuerdo con las fiestas del año. Estaba de nuevo lleno de fe. Tocar con sus labios los flecos de su chal era disfrutar de una inefable alegría.

En otoño, después de los días más calurosos, a veces convencía a Reha Liebmann, que estaba secretamente espantada por los amplios espacios, de que fuera a pasear con él por las landas sin cultivos que existían en el norte de Bienenstadt, y un domingo de octubre, tal como estaban sentados para descansar en un hoyo de arena al abrigo del viento, le propuso que se convirtiera en su mujer.

Ella no respondió inmediatamente, pero se limpió los granos de arena y se hubiera podido creer que estaba triste o amargada.

A decir verdad, aquello sorprendió su vanidad, pero sólo por un momento, ya que dulcemente, lentamente, se puso a hablar:

—Sí. Sí, Mordecaï. Eso es lo que esperaba. Lo esperaba desde el principio… Estaba segura.

Si sus palabras hubieran sido menos sencillas, tal confesión hubiera podido parecer presuntuosa o incluso inmodesta.

Se echó a llorar.

—Hare todo lo posible —dijo mientras corrían sus lágrimas—. Perdóname por conducirme así en semejante momento. Tengo miedo de no ser digna de ti.

—¡Reha, querida! —respondió él casi riendo—. ¡A los ojos del mundo un intelectual provinciano es un personaje cómico!

—No lo comprendes —añadió ella con un nudo en la garganta—. ¡Todavía no! Y no sé expresarme. Pero sabemos, algunos de los nuestros saben, aunque no hemos dicho nada, que tú nos traes la honra.

Cogió sus dedos, los miró con un aire ausente, casi triste, y acarició las venas del dorso de sus manos.

—¡Me siento confundido! —protestó él estupefacto.

—Ya lo verás —repitió ella—. ¡Estoy segura!

Elevó los ojos, aquella vez con una sonrisa confiada, y él sintió ganas de besarla —ella estaba allí presente y era una buena mujer—, pero entre tanto tomó la resolución de olvidar las palabras extrañas, casi morbosas, que le había inspirado su petición de matrimonio.

—¡Reha, Reha! ¡Si tú supieras…! Soy el más miserable de los hombres.

Pese a esto, ella cogió su cabeza entre sus brazos, como si quisiera poseerle tanto tiempo como fuera posible poseer algo en este mundo. Sin embargo llenó este gesto de humildad, consciente del modesto papel que sería el suyo.

Cuando se levantaron, por fin, después de haberse reconfortado el uno al otro por las palabras y el contacto de sus cuerpos, estaban sorprendidos y tímidos. Las trompetas de bronce les llamaban por sus nombres en el hoyo desnudo y húmedo de la Heide mientras caía la noche.

Los días transcurrieron entre la charla de las viejas mujeres, sobrinas y primas, y llegó el momento en que el futuro esposo esperó a su mujer de pie bajo el Houppah[30]. Ella avanzó con un paso ligero, casi como un suspiro. Y después ambos se encontraron juntos, libres de las trabas de sus torpes cuerpos bajo el viejo palio de terciopelo, en el olor de santidad y de jabón negro mezclados singularmente en la vieja sinagoga de Bienenstadt, en medio de un montón de comerciantes y de tenderos que eran la simiente de Israel caída en aquel rincón de Alemania. La milagrosa Houppah, adornada de incrustaciones, se abrió para la pareja elegida. Liberados de sí mismos, se sintieron sumergidos en una inmensidad azul en donde sus almas flotaban juntas, al principio tímidamente, como dos pañuelos que se agitan en el viento, entremezcladas sus formas y su dirección, hasta el momento en que se envuelven el uno en el otro y se elevan cada vez más arriba en una larga llama blanca.

De esta forma las dos almas de la pareja recientemente bendecida abandonaron momentáneamente sus contornos, mientras que sus cuerpos, de pie bajo el palio, continuaban los ritos sencillos y maravillosos en los que podía tomar parte la asamblea de fieles. ¡Cómo alargaban el cuello los viejos —hombres y mujeres— para ver el anillo de oro del joven deslizarse en el dedo de su esposa! Aquellos ancianos canosos disfrutaban de nuevo del amor y del pasado; sus labios gustaban el vino feliz y tembloroso esperando que se rompiera la copa.

En efecto, los esposos habían cogido el vaso, ya que ninguna felicidad puede ser repetida. Todo debe ser vivido de nuevo, todo debe de nuevo ser santificado. El esposo tenía el vaso, inmóvil. Era de una perfección insoportable, inmaculado pero frágil. Ya se rompía, ya estaba roto. Durante un segundo silencioso sus fragmentos brillaron en el suelo de baldosas.

Algunos de los asistentes, como siempre, habían derramado lágrimas al ver destruir el vaso, pero incluso éstos unieron sus gritos alegres a los de los demás fieles. Todos saltaban de alegría ante los que acababan de unirse. «Mazel Tov[31] exclamaron las bocas desdentadas de los viejos, mientras que las voces agudas y bermejas de las chicas vibraban en una espera febril.

Unicamente el esposo parecía haber entrado en una nueva fase. Parecía casi moroso mientras que se movía nerviosamente bajo la Houppah adornada y misteriosa. En efecto, el tiempo le había llevado demasiado lejos, demasiado de prisa, aunque la barba se había puesto a crecer sobre sus afeitadas mejillas y, mientras que pensativo y enfurruñado se acariciaba la barbilla, el cuello del Kittel[32] blanco que superaba irregularmente la parte alta de su traje de boda se frotaba contra el naciente vello. Con el ceño fruncido, se mordisqueaba una punta de su bigote y esperaba por primera vez el mensaje delicadamente formulado del puñado de tierra que cae y precede a la avalancha final de la muerte.

Más tarde, en la casa de su suegro, Mordecaï debió girar tan a menudo para recibir entrevistas y consejos que el hombre pensativo cedió paso momentáneamente al hombre de carne. Sin escuchar demasiado las palabras, respondió de una manera que no le era habitual, riendo con sus labios entreabiertos e hinchados. De vez en cuando frotaba sus ojos cegados por el medio resplandor de las velas. Siempre reía en lugar de responder. El aíre estaba untuoso, con un olor a grasa de oca y sopa.

En el relajamiento sensual producido por el banquete de bodas, no encontraba trágica la ausencia de los suyos. Con tacto, su padre había contraído un grave resfriado que le obligaba a guardar cama. Sus tías, replegadas en sí mismas y de mal talante, no se habían repuesto de las circunstancias de la muerte de su hermana. Pero una persona emergió del pasado y cuando abrazó al recién casado, Mordecaï reconoció al tintorero de Holunderthal.

—Estaba seguro de que sabrías qué hacer —susurraba el horrible buen hombre a su oído con un aspecto enternecido—. Y estoy seguro de que responderás a nuestra espera, pues tu corazón ha sido tocado y cambiado.

Los invitados les rodearon y les empujaron, aunque Mordecaï se encargaba de mantener a distancia al tintorero sujetando con ambas manos su chaqueta cubierta de caspa.

—¿Tocado y cambiado? —repitió riendo de una forma que le pareció ligeramente estúpida—. ¡Lamento decirle que sigo siendo yo mismo!

—¡Ésa es justamente la razón! —añadió el tintorero.

Apretados como estaban el uno contra el otro, Mordecaï se dio cuenta de que el cuerpo del hombre que hasta entonces le había parecido enfermizo, tenía en realidad una fuerza y un calor que él nunca habría sospechado. Y él mismo se sintió menos disgustado que anteriormente; es cierto que entonces había bebido varios vasos de vino.

—¡Pero usted sólo tiene secretos y adivinanzas!

Pese a su proximidad era necesario gritar para hacerse entender.

—¡No existe secreto! —le pareció escuchar que respondía el tintorero—. La serenidad no es un secreto, la soledad no es un secreto. La verdadera soledad sólo es posible cuando existe la serenidad. Un carácter inquieto puede distraer al espíritu mejor preparado.

—¡Pero eso es inmoral! —protestó Mordecaï alzando lo más posible su voz—. ¡Y en un día como hoy! Es una negativa a toda la comunidad. ¡El hombre no es un ermitaño!

—Eso depende del hombre; puede ser una luz que se refleje sobre toda la comunidad, tanto más luminosa cuanto que los muros de su celda están desnudos.

Como gritaban a pleno pulmón, nadie les había oído, lo que era sin duda bueno, y en aquel momento fueron separados por el impresor que quería presentar a su yerno a algún pariente o conocido.

Mientras que la compañera que se había impuesto estaba atrapada por la multitud, Himmelfarb aceptó el augurio de que no se escaparía nunca del tintorero cojo cuyas manos estaban manchadas de violeta, incluso aquel día de ceremonia. Había aprendido las proporciones de su cuerpo mal construido, la contextura de su eterno abrigo; había leído en los espejos la expresión de sus ojos, mucho antes de haber vuelto a encontrárselo. Entonces, en aquel momento, todas sus impresiones se unieron: la imagen del tintorero no le abandonaría jamás, lo mismo que su nueva esposa o su propio destino. Ahora estaba atrapado. Continuó pues respondiendo distraídamente a las preguntas de los invitados, siempre intentando conciliar en su espíritu a aquella mujer que le había enseñado el amor, y lo que hasta entonces había sido la repugnancia que sentía por el tintorero. A la luz del primero de estos sentimientos, necesitaba descubrir y reunir los restos de amor ocultos en el otro, o renegar de su propio deseo tanto como de la existencia de su raza.

En aquellas circunstancias estaba estupefacto de ver que la gente tomaba sus respuestas por verdaderas respuestas, y también que su mujer Reha pudiera mirarle con tal expresión de confianza.

Al principio de su matrimonio, los esposos vivieron en casa del padre de la joven, pero en seguida encontraron una casita bastante poco moderna a donde se trasladaron pese a las altas habitaciones demasiado estrechas y a la escalera demasiado vieja. Como estaba situada en la periferia de la ciudad, tenía la ventaja de un módico alquiler, y así pudieron contratar a una criada sin experiencia para que ayudara a la mujer del Dozent[33] el mismo Dozent dejó de fumar e hizo otras pequeñas economías; de esta forma iba a pie a sus clases en lugar de coger el tranvía. Eran perfectamente felices, clamaban las mujeres de la familia, y en verdad casi era cierto, en los límites de su pequeño círculo cerrado, en la periferia de la ciudad. Los que buscaban la variedad en el cambio y el movimiento y no en las variaciones de los acontecimientos que suceden habrían encontrado su vida estrecha y monótona. Pero Himmelfarb no manifestó ningún deseo de apartarse del sendero por el que habían dirigido sus pasos. Si abandonaban Bienenstadt, era para pasar cada año el mismo mes de vacaciones en la Schwarzwald, en la misma pensión honrada en donde podían comer kosher[34]. Sin embargo, el doctor Himmelfarb solía ausentarse algunos días para representar a algún profesor ausente en alguno de los congresos de otras ciudades universitarias. Y algunos años después, regresó a Holunderthal después de haber recibido un telegrama que anunciaba la muerte de su padre.

Moshe había muerto a causa de su joven esposa, se repetía por todas partes y con justicia; pero también añadían: al fin y al cabo es lo normal. Fue enterrado por un sacerdote que tartamudeaba y un sacristán que refunfuñaba. Los amigos que asistieron a la ceremonia eran lo bastante recientes como para comunicarle un carácter superficial. La mayoría tenían rostros benevolentes, curiosos, respetuosos, correctos, pero algunos que se aburrían o que padecían una mala circulación empezaron descaradamente a dar pataditas o a frotarse los costados; uno de ellos, más cínico que los demás, hizo notar en voz alta que los mejores chistes son los más cortos. Para todos éstos la ceremonia tardaba en acabar, pero seguía cayendo cada paletada mientras que se imploraba a la madre de Dios por el viejo judío que no la había conocido mucho tiempo, y únicamente, según se sospechaba, había sido movido por su interés personal. Así fue esparcida la tierra, después el agua, pero ninguna lágrima, ni siquiera por parte de su hijo, cuya pena era demasiado profunda como para que pudiera llorar.

El hijo que se había aproximado a la fosa por el lado malo, entre la tierra y las piedrecillas, y que no sabía qué gestos de respeto llevar a cabo, estaba allí, de pie, amarillo en aquella tarde plateada. Pese a su repugnancia, algunas personas del cortejo estaban fascinadas por su tipo netamente semita.

Bajo sus miradas, Mordecaï se balanceaba a veces; ya que el fardo le pesaba sobre sus hombros, ya que la fe no es fe si no se lucha con ella. «¡Oh Roca de perfección, ahorra y ten piedad de los padres e hijos!…». Y Mordecaï luchaba contra la Roca y rogaba por su padre, aquella arena removida, aquel hombre mundano al que sentaba tan bien el bigote y que sólo había sido feliz cuando le regalaba obras completas encuadernadas en piel.

Himmelfarb no se quedó en su ciudad más que el tiempo necesario. Felizmente el negocio había sido cedido con provecho dos años antes. La viuda que se disponía ya a olvidar aquella pena de su vida, se proponía ir a buscar algún consuelo a una ciudad extraña. Quedaba la casa de Holzgraben que heredó el hijo y que decidió cerrar mientras no encontrara a una persona conveniente a la que alquilarla. Tardaba en regresar a su vida hecha y la fortuna heredada no le modificó más que superficialmente, ya que su mujer no se acostumbró nunca al mundo y él se interesaba exclusivamente por ella, sus estudiantes y sus libros.

Apenas si se sabía en Bienenstadt que el doctor Himmelfarb había escrito y publicado una pequeña monografía notable y estudiosa sobre Las Novelas de John Oliver Hobbes. Aunque la Frau Doktor lo había mencionado de pasada a las señoras de su medio, la información no fue asimilada. ¿Por qué? El libro sería un pequeño éxito para los estudiosos, o todo lo más un objeto de interés para algún universitario, cuyos gustos se dirigieran a explorar otras facetas de la literatura. Sin embargo, no sucedió lo mismo con su gran obra: Los Novelistas ingleses del siglo XIX en sus relaciones con Alemania, escrito también durante los apacibles años de Bienenstadt. Los novelistas ingleses de Himmelfarb suscitó un mayor interés en los medios universitarios e incluso entre el gran público, y se estimaba que el autor no tardaría en ser considerado como una autoridad en la materia. En seguida hubo, entre las señoras recibidas en casa de la Frau Doktor, numerosas y sonrientes discusiones concernientes a los rumores que ellas habían escuchado: sin duda se iba a proponer al doctor Himmelfarb para una cátedra de inglés en una universidad. En este punto no concordaban. ¿Quizá podría aclarárselo Frau Doktor?, y entonces no eran más que sonrisas estúpidas. Pero cuando se la interrogaba sobre esta posibilidad, la Frau Doktor parecía nerviosa, como si se la hubiera pedido inmiscuirse en el futuro. Personalmente prefería esperar al desarrollo normal de los acontecimientos que garantizaba el talento de su marido.

Así pues evitaba las respuestas directas, o murmuraba alguna probada banalidad, tal como: «Cada cosa a su tiempo», «Nuestra vida no hace más que comenzar» y ofrecía a sus invitadas otra loncha de Käsekuchen.

En cierto sentido hubiera sido imposible encontrar una respuesta más razonable, ya que si el Dozent encanecía —cosa normal entre los hombres morenos— y si su elegante figura comenzaba a engordar, mientras que su mujer era descaradamente gruesa, se habría podido decir que abordaban únicamente la plenitud de su felicidad conyugal, en la casita apartada, a la sombra de una encina y a la de las judías —sombra más pequeña— que la criada campesina y activa hacía trepar por los rodrigones. Nadie, y los Himmelfarb menos que nadie, hubiera podido desear destruir la impresión de apacible permanencia, tan fuerte sobre todo por la mañana, cuando los colchones de plumas tomaban el sol en las ventanas del primer piso.

Sin embargo Frau Himmelfarb comenzó a padecer de opresión, lo que le daba, cuando no se cuidaba, un aspecto ligeramente forzado, como si la afirmación de su felicidad le pidiera un esfuerzo demasiado difícil de sostener. Algunas de sus visitantes pensaban que aquello era debido a la presencia de la encina: demasiados árboles alrededor de una casa absorben todo el oxígeno, y de ahí esos espasmos que corrían el riesgo de convertirse en asma; otras señoras más atrevidas insinuaban que la ausencia de hijos había provocado en ella un efecto nervioso. Entre éstas, una mujer poco inteligente, cuyo marido era mercero en una callejuela, y a la que recibía porque era un poco de la familia, exclamó un día de repente:

—Pero Rehalein, ya es hora de tener un hijo. De todas formas los deberes de los Rabbanim no se reducen a los libros. Lo que yo necesito es un buen padre de familia judío: quizás él no sabe leer pero llena la casa de hijos.

Dos de las señoras presentes, una de las cuales era asidua lectora del West-Östlicher Divan, decidieron, allí mismo, que ya era hora de romper todas las relaciones, incluso indirectas, con la mujer del mercero que, por otra parte, sudaba y les importaba un comino.

Pero Reha Himmelfarb se contentó con decir dulcemente:

—¿Quién somos nosotras, Rifke, para decir cuáles deben ser los deberes de un hombre?

Y Himmelfarb, que sorprendió estas palabras, no hizo más que amar aún más tiernamente a su esposa.

Su esfuerzo para expresar aquel amor del que no parecía poder quedar ninguna prueba perdurable, les aproximó. Nadie conocería la felicidad que los Himmelfarb habían gozado el uno del otro, si no llegara a ser por aquella dedicatoria descubierta por casualidad en una biblioteca: «A mi querida mujer Reha cuyo ánimo y colaboración han permitido…». Pero las palabras no pueden convencer a los escépticos tanto como las pruebas vivas, y pese a su simplicidad o quizás a causa de ella, la mujer del mercero lo sabía bien.

Una tarde, mientras observaba a su mujer alumbrada por las velas del sábado, Himmelfarb tuvo ganas de decir: «De todas las criaturas del mundo, Reha es la última en dudar». Sin embargo en aquel momento las manos de Reha, repletas y activas, parecieron hacerse transparentes y vacilar al resplandor de la llama.

Al mismo instante lanzó un pequeño grito de sorpresa y de dolor:

—¡Me he quemado! ¡Ha sido la cera caliente que ha caído de golpe! —murmuró vivamente con una voz apenas comprensible, como si su necesidad de explicar profanara un momento sagrado.

Las llamas de las velas subían derechas y apacibles, pero aquella luz del sábado que hubiera debido ser dulce y límpida parecía lívida y casi malsana, y el rostro de los dos espectadores reflejados en los espejos parecían hechos de una cera blanda y rezumante.

Las obligaciones de los demás ritos le impedían hablar en aquel momento, pero más tarde se acercó a ella y le dijo:

—Reha, querida, ya veo que estás cruelmente decepcionada.

Cogió la mano que se resistía y la introdujo en el interior de su chaqueta, apretada contra sí.

—¿Por qué? —exclamó ella—. ¿Ahora que nuestra vida es tan feliz? Y en seguida obtendrás la cátedra. ¡Todo el mundo está seguro!

Se sintió compartido entre la desesperación y el amor.

—Pero no tenemos los niños que tu prima Rifke recomienda como sánalotodo.

—Nuestras vidas no pueden ser diferentes —dijo sin mirarle.

—¡Qué abstracciones tan frías para decir que no nos comprendemos! Pero para nuestras verdaderas vidas, al menos para la tuya, yo querría obtener todo lo que alegra y consuela.

—¡Oh! —protestó ella—. Mi vida no cuenta. Yo soy tu taburete, tu almohadón. ¿No crees que me parezco a un almohadón?

Parecía más gordita que nunca, en efecto, con los ojos levantados hacia él, feliz pese a todo, pero temía que fuera por un esfuerzo de voluntad.

Y después rodeó con sus brazos la cintura de su marido, apoyó su rostro contra su chaleco.

—No quisiera que nada cambiara en nuestra vida.

Pero en seguida prosiguió con una voz completamente diferente, casi como si contara algo de la mayor importancia, de la mayor urgencia:

—El lunes tengo que empezar a hacer gelatina con las manzanas que Mariechen trajo de su pueblo. Mi madre me hablaba de un viejo libro en el que había una receta infalible para aclarar la gelatina. Creo que leí el título en los papeles que ella me dejó. Mordecaï, al regresar pásate por casa de Rutkowitz ¿quieres?, para ver si lo tiene. Existen tantos libros en su casa que se podría encontrar cualquier cosa.

Elevó los ojos con una apariencia tal de seriedad que él quedó emocionado y tranquilo.

El lunes, cuando estaba a punto de marcharse, Reha le dio el título del libro del que ya no se acordaba.

—No olvides el libro —insistió—. No voy a empezar la gelatina; esperaré caso que lo encuentres en casa de Rutkowitz.

Él leyó en su rostro lo importante que era aquello, y se marchó aliviado de comprobar que su mujer era sencilla y amante. Si a veces sus palabras dejaban sobreentender cosas más profundas, sin duda se trataba de una casualidad de la que ella no era consciente.

Rutkowitz era un viejo judío tranquilo cuya desbordada tienda se encontraba en una de las calles que descendían en pequeña pendiente por detrás de la universidad de Bienenstadt. Himmelfarb no se olvidó de entrar al pasar por allí, y ojeó los montones y los estantes para intentar encontrar el libro que necesitaba su mujer. Iba a marcharse sin descubrirlo en absoluto cuando se fijó en otra cosa que le llamó la atención e interesó.

—¿Tiene cosas de magia, Rutkowitz?

Deliberadamente se dirigió al grave librero en un tono de ligereza. Éste se encogió de hombros y respondió secamente:

—Son viejas obras cabalísticas y hasídicas. Provienen de una colección de Praga.

—¿Tienen algún valor?

—Para los que les interese.

El librero era listo.

Himmelfarb quedó seducido y su lengua moduló las palabras hebreas que el cantor Katzmann le había enseñado en otros tiempos. No pudo evitar el leer en voz alta, por el nostálgico placer de hacer justicia a su herencia.

Esto es lo que comprendió:

«Me he asignado la tarea de combinar las letras unas con otras durante la noche y meditar a su respecto; me he dedicado a esto tres días seguidos. El tercero, pasada la medianoche, me quedé adormecido un momento con la pluma en la mano y el papel sobre mis rodillas. Después me di cuenta de que la vela había llegado a su término. Entonces me levanté y la apagué como se hace a veces después de haber dormido. Pero en seguida me di cuenta de que la habitación permanecía iluminada. Aquello me sorprendió grandemente ya que después de un atento examen comprobé que la luz parecía salir de mí mismo. “No lo creo” dije. Recorrí la casa y la luz me seguía. Me tumbé en la cama y me cubrí, pero la luz seguía siempre conmigo…».

El librero, prudente, estaba un poco al acecho para negar mejor toda complicidad en la búsqueda personal de su cliente.

—¿Aprecia usted las ventajas físicas del éxtasis místico, Rutkowitz? —preguntó Himmelfarb.

Pero aunque estaban muy cerca el uno del otro, el vendedor parecía resuelto a rechazar toda invitación. No respondió.

Himmelfarb continuó hojeando los viejos libros y manuscritos. Ahora se encontraba transportado. El librero se había apartado: simplemente había dejado de existir. En el silencio del crepúsculo y la luz de la única bombilla, el lector escuchaba su propia voz:

«Su alma está llena de amor a Dios y estrechada por lazos de amor a la alegría y ligereza del corazón. A diferencia del que es su maestro malhumorado, el deseo del esfuerzo arde en su corazón, incluso en medio de las dificultades, y es feliz de colmar los deseos de su Creador… Ya que cuando el alma medita sobre el temor de Dios, entonces brota la llama del amor sincero y la exultación de la alegría más sutil llena el corazón… Y el que ama no piensa en los beneficios de este mundo; ya no busca más en la mujer el placer ilícito, ni el orgullo excesivo en sus hijos e hijas, sino que únicamente piensa en obedecer la voluntad de su Creador, en hacer el bien y en santificar el nombre de Dios. Todos sus pensamientos arden en el fuego del amor a Dios».

Himmelfarb encontró al librero sentado detrás de la caja en el piso inferior, como si nada hubiera pasado; y a decir verdad ¿había pasado algo? Después de haber dado la clase, el Dozent regresó a su casa, llevando algunos de los más interesantes libros históricos y uno o dos pergaminos descabalados y sucios.

—¿Has encontrado mi libro?

Reha acababa de aparecer en la puerta al escuchar a su marido que subía las escaleras.

—¡No he tenido suerte! —respondió él.

No pareció contrariada en absoluto, pero inmediatamente llamó a la criada en la cocina:

—Mariechen, comenzaremos la gelatina esta tarde, como de costumbre. El Herr Doktor no ha encontrado el libro.

Casi parecía aliviada.

Su marido continuó subiendo. Se preguntó si le hablaría de sus compras, pero ella no parecía haberse dado cuenta de los libros que llevaba y ya no se preocupó más.

Desde entonces, después de haber corregido un montón de disertaciones o deseado las buenas noches a los estudiantes que iban a trabajar bajo su dirección, se enfrentaba a solas en su habitación con los viejos libros.

Leía o permanecía sentado, o dibujaba vanamente, o jugaba con algún objeto, o escuchaba el silencio, y a veces parecía estar transportado en diferentes direcciones.

Una vez fue interrumpido por su mujer.

—No puedo dormir —dijo ella.

Se había soltado el cabello, se lo había cepillado, aunque se tenía la impresión de encontrarse ante un matorral sombrío, de ramas quebradizas, en donde no obstante resplandecía una luz.

—¿No te molesto? —preguntó ella—. Pensé que me gustaría leer algo… Algo corto y musical —añadió después de un suspiro.

—¿Mörike? —propuso él.

—Sí —respondió con aire ausente—. Mörike estará muy bien.

Como el aire desplazado de su camisón hacía moverse los papeles colocados unos sobre otros en la mesa de despacho de su marido, no pudo evitar el preguntar:

—¿Qué es eso, Mordecaï? No sabía que dibujabas.

—Hago garabatos. Mira, éste es el Carro.

—¡Ah! —exclamó ella dulcemente, volviendo su vista como si hubiera dejado de interesarse—. ¿Qué Carro?

Pero aquella vez parecía ser complaciente.

—No lo sé muy bien. Es difícil de distinguir. En el mismo momento en que creo haber comprendido, observo una nueva figura —¡y existen tantas!— por lo cual abundan las interpretaciones. Existe la del Trono de Dios, por ejemplo, y es bastante evidente: oro, ágatas y jaspe; o la del Carro de la Redención, mucho más imprecisa, más patética, más personal. Y los rostros de los que se encuentran allí, aunque yo soy incapaz de distinguir su expresión.

Durante aquel tiempo Reha inspeccionaba las estanterías.

—¿Todo eso está en los viejos libros?

—Algunas cosas se encuentran en algunos de ellos —admitió.

Reha seguía explorando las estanterías. Bostezó y comenzó a reír dulcemente.

—Creo que me voy a dormir de nuevo —dijo antes de haber encontrado a Mörike.

Sin embargo cogió un tomo.

Él sintió su beso en la nuca cuando ella se marchó.

¿O bien se quedó, para mejor protegerle, alguna parte secreta de sí misma después que la puerta se hubo cerrado? Con Reha nunca estaba seguro de hasta qué medida su intuición se revelaba en sus palabras y su conducta, o bien hasta dónde le acompañaba en el curso de su caminar interior.

En efecto, ahora Himmelfarb había elegido interiorizarse. No podía resistir el silencio y se volvía moroso cuando, por la noche, se veía obligado a retirarse temprano a su habitación. Reha continuaba cosiendo o zurciendo. En su rostro no se reflejaba protesta alguna. Aprobaba con una dulce sonrisa, pero ¿qué aprobaba? Aquello nunca fue aclarado.

Algunos de los viejos libros estaban llenos de instrucciones que él no se atrevía a seguir y hacia las cuales adoptaba una actitud resueltamente escéptica, y en algunos casos cínicamente brutal. Pero finalmente sin saber —hay que suponerlo— lo que en él había de racional, se puso de vez en cuando a combinar y a intervenir en las cartas, e incluso a meditar sobre los nombres.

Su manera de abordarlos era no obstante la más seca y cerebral que fuera posible, ya que entonces aspiraba espiritualmente a elevarse y perderse en un éxtasis tan fresco y verde que su propio desierto bebía el rocío celeste. Y, sin embargo, su frente de piel y hueso continuaba ardiendo bajo lo que hubiera podido ser un círculo de fuego. O, a veces, una rigidez helada se apoderaba de su espíritu, su alma se identificaba con el sillón de cuero en el que estaba sentado y sus dedos temblaban como esculpidos en madera.

En muchas ocasiones permanecía a un nivel en el que, según le parecía, no podía servir de instrumento a ninguna experiencia; se dormía, y despertaba al canto del gallo. Pero un día fue arrancado del sueño durante las horas grises para identificar un rostro. Ya se había levantado para recibir al mensajero de luz o resistir al negro traidor, cuando el horror le clavó en el sitio a la vista de su propia imagen fluctuante como bajo el efecto del agua o del fuego. Así, el momento tan esperado se redujo a un reflejo de sí mismo en un espejo deformado. Entonces ¿qué es lo que podía esperar ser salvado? Felizmente pudo acallar las blasfemias que le venían a la boca, ya que su voz estaba momentáneamente apagada, y además no pudo infligir a los objetos que le rodeaban y disimulaban una superchería espiritual, el trato que se sentía impulsado a hacerles sufrir, ya que su voluntad estaba embrollada y sus uñas se destrozaban en los entrelazados nudos. No podía luchar y titubear más que en la columna erigida de su propio cuerpo. Y después cayó hacia adelante y fue liberado de toda angustia cuando su cabeza se golpeó con el borde de la mesa.

De esta forma encontró Reha Himmelfarb a su marido por la mañana temprano. Todavía estaba débil y turbado, apenas consciente, como tras una congestión cerebral. Cuando se rehizo de su espanto primero durante el cual, llena de lágrimas, había intentado calentar las manos de él con las suyas, siempre besando y soplando entre sus labios fríos, corrió a telefonear al doctor Vogel quien, después de haberle examinado, declaró que el Herr Dozent padecía agotamiento y exceso de trabajo. Hubieron de acostar al enfermo, y durante quince días, Himmelfarb no vio a nadie salvo a su atenta esposa. Fue un período delicioso. Ella le leyó todo el Effi Briest y, acostado de espaldas, con los ojos cerrados, apenas siguiéndola, él escuchaba no obstante el desarrollo de aquella historia encantadora aunque ligeramente estúpida. ¿O tal vez era la voz de su mujer la que escuchaba ante todo —la que engarzaba las palabras con una precisión cálida y suave— y le parecía a él la voz de la verdad?

Una segunda quincena de descanso le fue concedida para su convalecencia; la pasaron en un pequeño pueblo del Báltico. La luz gris y el estremecimiento del aire no hubieran hecho más que intensificar en Himmelfarb el idilio de las dunas perfectas y de las casas de madera blanca, si no llega a ser por un incidente que se produjo en el hotel. La primera noche habían bajado temprano al comedor vacío, en donde un camarero principiante y sin ganas les hizo sentar en cualquier sitio. En seguida llegaron los clientes, todos de un cierto nivel social, cuyos rostros y vestidos eran discretamente intercambiables. Los saludos fueron correctos; el silencio sin imprevistos. Y de repente se produjo algo inesperado, incluso chocante. Un coronel retirado, encontrando a los recién llegados sentados a su mesa, cogió el sobre de papel en que se encontraba su servilleta y regresó al vestíbulo en donde, ante el despacho de la dirección, vociferó que no tenía la costumbre de comer con judíos. Nunca les había sucedido a los Himmelfarb algo semejante. Quedaron sorprendidos, incluso temblando. La mayoría de la gente parecía confusa; sin embargo se escucharon algunas discretas risas. La dirección presentó las excusas pertinentes, pero los recién llegados decidieron de común acuerdo que no tenían hambre y abandonaron el comedor después de haber tomado algunas cucharadas de un parduzco potaje. Durante la noche cada uno decidió no mencionar jamás al otro aquel incidente, pero sabían perfectamente que conservarían su recuerdo. Pese al espíritu de conciliación que alentaba entonces en Oststrand, pese a la meticulosa atención, y a veces a la ostentación con la cual los más liberales del hotel les saludaron durante el resto de su estancia allí, las pequeñas olas al romper dejaban siempre percibir un sonido metálico y los gritos de las aves marinas desolaban su espíritu cargado de una secreta melancolía.

No obstante el aire salino y las noches de sueño restablecieron la salud del doctor Himmelfarb y regresó a Bienenstadt con la fuerza necesaria para hacer frente al futuro inmediato. Ya que en seguida, los que cotilleaban sobre la extraña depresión del Herr Dozent discutían abiertamente sobre su promoción y su marcha. En efecto fue invitado a pronunciar una conferencia en Holunderthal, y poco después corrió el rumor de que le habían ofrecido y él había aceptado la cátedra de inglés en la universidad de su ciudad natal.

La familia no carecía de ocupaciones.

—¡Sólo los libros representan un gran trabajo! —gemía Frau Himmelfarb muy orgullosa.

—Voy a echar una ojeada por ahí —prometió su marido—, y supongo que habrá algunos que podré pasarme sin ellos.

—¡Pero si no me quejo!

—Entonces tus intenciones no corresponden siempre a tus sentimientos —añadió él con un tono afectuoso y sin amargura.

Por fin todo acabó por ser embalado. Lanzaron una última ojeada a las pequeñas habitaciones de la casa situada en los confines de Bienenstadt y sólo lamentaron dejar algunas cosillas sin importancia y recuerdos sentimentales.

El profesor Himmelfarb, hijo del peletero Moshe, era ahora un hombre bien situado y hubiera podido llevar un buen tren de vida si hubiera querido. Pero se lo impidió un sentido de la ironía y una falta de entusiasmo. Sin embargo abrieron la casa de la familia de Holzgraben. Aunque su fachada de estilo greco-alemán con su frontal de estuco y sus cariátides era muy llamativa, el interior conservaba una tierna pelusa de recuerdos al mismo tiempo que la opulencia característica del gusto del peletero. Al principio la Frau Professor quedó un poco desconcertada por el aspecto de su morada y su marco. Ya que, además del aplastante mobiliario monumental, la casa estaba frente a la parte más cuidada del Stadtwald, como se llamaba al Parque, aunque los habitantes veían desde las ventanas del primer piso los céspedes segados y alamedas juiciosamente cubiertas de arena con parterres de begonias y crestas de gallo, o bien la Lindenallee que estaba bordeada por discóbolos secretos y ninfas modestas, desde donde se percibían las masas densas, redondas e interminables del Wald propiamente dicho.

Aquella vecindad, por fortuita que fuera, aumentaba el valor y la importancia de aquella solemne morada, y en los años que siguieron a su marcha de Bienenstadt, cuando aún podían permitirse una ilusión de solidez, sólo el sentido de la ironía por las cosas impedía al profesor Himmelfarb impresionarse por aquellas contingencias materiales, sobre todo cuando al regreso de uno de los paseos por el Wald, veía aumentar poco a poco ante sí la fachada de lo que era aparentemente su casa, erguida como una pequeña locura en la extremidad del Lindenallee.

Mientras que el profesor estaba de esta forma expuesto a los peligros de contentarse, un ruido medio libertino, medio confuso se escapaba de su nariz, y estaba obligado a lanzar una ojeada por encima de su hombro, embarazado y divertido ante la idea de que hubieran podido oírle.

Con los años y las responsabilidades de su profesión, engordó; su rostro se arrugó, aunque los que le veían sobre el estrado estaban a veces menos atentos a sus palabras que a su figura monolítica y tallada a martillazos. Cogió la costumbre de llevar siempre en sus paseos un bastoncito de fresno, que era una compañía más que necesaria y siempre era seguido por un apolillado perrito llamado Teckel, al que hablaba de vez en cuando, después de haber ejecutado una solemne media vuelta. Generalmente llevaba un traje de paño rugoso y, a decir verdad, de calidad mediocre, pero también se vestía con algo difícil de describir, a la vez defensivo y provocativo. Los que pasaban cerca de él le miraban y se preguntaban qué es lo que les llamaba la atención en aquel judío feo. Pero, claro está, muchos reconocían y saludaban a un personaje de tal reputación. Hasta el momento de la discriminación racial, alemanes y judíos se sentían orgullosos de haber sido vistos estrechando la mano al profesor Himmelfarb, y las señoras se sonrojaban y mostraban sus dientes evocando las locas aventuras de su juventud.

En cuanto a la Frau Professor, nunca, bajo ningún pretexto, le acompañaba en sus paseos por el Wald y rara vez se la veía caminar al lado de su marido por las alamedas del Parque. No estaba acostumbrada a pasear, salvo para ir a los almacenes tradicionales en que lucían los peces de bronce y los aceites transparentes y donde celebraba los misterios en los que había sido iniciada. Según avanzaba su edad, su cuerpo engordaba más, pero conservaba una gran alegría que devolvía el gusto de vivir a los que lo habían perdido. Por ejemplo, cuando las mujeres reunidas cosían vestidos para los que se habían marchado demasiado pronto, las jóvenes a veces temblaban y se pinchaban los dedos con el Tachriechim[35], y las viejas dejaban rienda suelta a sus recuerdos; era entonces cuando Reha Himmelfarb devolvía el sentimiento de continuidad de las cosas con algunas observaciones o simplemente con su presencia. Se podía esperar que todo lo que esas mujeres sabían, todo lo que era bueno y sólido, duraría todavía un poco, pese a lo que evocaban esos vestidos blancos sobre las rodillas.

—Las personas gordas tienen una gran ventaja sobre las delgadas, ¡flotan mejor!

Así explicaba la Frau Professor su poder.

Sin embargo también ella tenía a veces sus dudas y sus temores; quizá su marido era el único en saberlo. Al regreso de un paseo, la veía de pie junto a una ventana del primer piso, con la mirada errante; después ella le veía; se inclinaba y agitaba su mano morena y regordeta, jadeante de felicidad y de alivio por no haber recordado nada antes de su regreso. Entonces, entre la ventana y la calle, sus dos almas conocían la más tierna intimidad.

—¿Qué has visto hoy? —preguntaba a menudo Frau Himmelfarb.

—¡Nada! —respondía generalmente su marido.

Sin embargo en aquella época él sospechaba que ella ya no le engañaba más que con la máscara de sus palabras. En verdad, todas las sustancias en que las palabras eran opacas, se volvían más transparentes con los años. En cuanto a los rostros, él se sentía emocionado, encantado, sorprendido de lo que veía.

En sus relaciones con sus colegas de la facultad, en sus conferencias destinadas a los estudiantes, en los artículos que publicaba y en los libros que escribía, el profesor Himmelfarb se revelaba como un hombre de carácter recto, de inteligencia exigente y a veces minuciosa, dotada de una forma de espíritu a menudo epigramática. Nadie, al verle caminar con pasos lentos y regulares sobre las hojas muertas del Stadtwald, o a lo largo de las aceras de la ciudad, hubiera sospechado en él tendencias mórbidas y ambiciones reprimidas. Y sin embargo estaba torturado por su deseo insistente de superar los límites de la razón, de recoger las chispas visibles por intermitencia bajo la espesa concha de los rostros humanos, de esperar las chispas de luz aprisionadas en forma de madera y piedra. La imperfección que observaba en sí mismo le había permitido reconocer la naturaleza fragmentaria de las cosas, pero al mismo tiempo le impedía emprender el inmenso trabajo de reconstrucción. Aquel hombre imperfecto permanecía necesariamente en el estado de la experiencia. Pasaba su tiempo explorando con la mirada los matorrales, las ventanas, los ojos, o apreciando con su bastoncillo el espesor de una piedra como si buscara nuevas pruebas y entonces recurría al origen minúsculo de las chispas cuya existencia ya conocía y volvía a colocarlas en el seno del fuego divino de donde habían caído primitivamente.

Después regresaba a su casa y, consciente de sus instrumentos imperfectos, confesaba como respuesta a las preguntas de su mujer:

—¡Nada! No he visto nada, no he hecho nada.

Entonces ella inclinaba la cabeza, no por temor a que él pudiera ocultarle algo, o porque hubiera cosas que ella no podía comprender, sino porque tenía intuición de la distancia que separaba la aspiración de la realización y porque no podía hacer nada para ayudarle.

No obstante, aquella pareja compartía una perfección sin duda tan grande como les era posible disfrutar a dos seres juntos. Pasaban largas veladas felices en la biblioteca de la casa de Holzgraben; el profesor Himmelfarb leía o corregía en su característica posición encorvada, y su mujer cosía o hacía punto, generalmente para algún familiar judío que se lo había pedido.

Una tarde que estaban sentados tan silenciosos y absortos hasta el punto de no haber oído las campanadas del reloj de péndulo, Reha Himmelfarb de repente se rascó la cabeza con la aguja de hacer punto —gesto que muchos habrían encontrado vulgar pero que su marido encontraba natural— y rompió el silencio, lo que sí era desacostumbrado.

—Mordecaï, ¿qué pasó con los viejos libros?

—¿Los viejos libros?

Examinó a su mujer a través del grueso cristal de sus gafas y su expresión parecía casi desdeñosa.

—Los libros judaicos…

Ella tenía una jovialidad desconocida, como la de una mujer que por razones secretas intentara insinuarse en el espíritu de su marido rivalizando con él en masculinidad.

—Estás un poco despistada, Rehalein.

Se sentía molesto y no tenía ganas de responder.

—Bien sabes de lo que hablo —prosiguió Reha—. Los viejos libros cabalísticos y los manuscritos en hebreo que encontraste en casa de Rutkowitz.

El profesor dejó el tomo que leía. Le molestaba ser interrumpido.

—Los dejé en Bienenstadt —respondió—. No me servían para nada.

—¿Esos libros tan valiosos?

—No tenían ningún valor particular, todo lo más el interés de una curiosidad.

Entonces Reha Himmelfarb sorprendió a su marido porque se atrevió a preguntar.

—¿No crees que se pueda llegar a la verdad por la revelación?

La garganta de Himmelfarb estaba seca.

—Bien al contrario —dijo— pero no creo que sea necesario mezclarse con lo que está por encima y por debajo de nosotros. Es una forma de egoísmo.

Sus manos temblaban.

—Y puede turbar el espíritu —añadió.

Pero observó que su mujer, que al principio tenía un humor dulce y apacible, se había vuelto sombría y agresiva.

—¡A ti mucho te será revelado! —exclamó como si en su desesperación la sangre la ahogara—. ¡A ti! Pero ¿y nosotros, las personas ordinarias?

—A fin de cuentas no existe ninguna diferencia.

No podía resolverse a mirar los espantosos movimientos inciertos que hacían sus manos, sus agujas y su punto.

—Cuando llegue la hora —pudieron por fin articular los sombríos labios de Reha— podrás soportarla, ya que tus ojos ven más allá. Pero nosotros ¿a qué podremos aferrar nuestro espíritu para hacer soportable el fin?

—A esta mesa —respondió él acariciándola con sus dedos.

Su mujer dejó de hacer punto.

—¡Oh, Mordecaï, tengo miedo! Las mesas y las sillas jamás se elevarán para salvarnos.

—¡Dios lo hará! Dios está en esta silla.

Ella se puso a llorar.

—Algunos han podido aguantar las peores torturas concentrándose en el Santo Nombre —murmuró él.

Pero aquello le pareció sentencioso, nada más, pues él sabía que nada podía hacer por la mujer que amaba. Salvo cubrirla con su cuerpo.

En aquella época, el profesor Himmelfarb continuó sus clases como de costumbre, mientras trabajaba en su libro: Afinidades particulares: estudio de las relaciones entre la literatura inglesa y la literatura alemana a finales del siglo XIX y a principios del XX. Algunos pensaban que aquella obra aseguraría la reputación del profesor en la Universidad, pero otros temían que ésta no gustara al régimen.

Porque el curso de los acontecimientos había cambiado, e imperceptiblemente en el origen, se había transformado en un río profundo y rápido. Numerosos alemanes se dieron cuenta de que, después de todo, eran judíos. Si los padres, en la confianza de la emancipación, habían podido considerar el Galuth[36] como una noción metafísica, sus hijos parecían no poder escapar a la realidad del exilio. Muchos partieron inmediatamente. Emigraron a los Estados Unidos y se encontraron en medio de un sueño de nylon, cuyos pliegues transparentes no disimulaban en absoluto la evidencia de su circuncisión. Éstos tenían un sueño agitado. Otros regresaron a Palestina —regresaron, sí, porque sólo así acaba el exilio—, pero no les permitieron contemplar la Chekinah[37] que reclamaba su atavismo. Quizás éstos fueron los más decepcionados. Sus almas dobles y pasivas se volcaron en lamentos. ¡Oh, las veladas en casa de Kempinsky! ¡Oh, las tardes en Heringsdorf! Otros, por fin, lanzados sobre las piedras de Sión, se arraigaron allí poco a poco, no sin dificultades, como por una ley natural. Crecieron sus troncos rudos y amargos, y resistieron a los elementos porque allá, al menos, ése era el orden de las cosas. Sin embargo, en muchas de las ciudades destrozadas, en los alquileres exiguos de callejuelas superpobladas, en los claros apartamentos elegantes en que cada cual tenía su Gummibaum[38] no podían apartarse por diversas razones del ganglio de Europa; su carne se revolvía, o bien amaban su interior, o bien esperaban que al menos serían olvidados, o estaban ebrios de besos, o petrificados por el presentimiento de su inmolación, o demasiado tímidos para creer que podían cambiar el curso de su destino, o tan piadosos que esperaban la inspiración divina. Éstos permanecieron. El espacio se reducía. Todas las reflexiones, incluso silenciosas, les visitaban; arrasaban los muros, se aplastaban contra las mustias rosas de las tapicerías, marchaban de puntillas para evitar revelar su presencia.

Durante todo aquel período de desatinos, el espíritu de Mordecaï Himmelfarb se contentó con entrever confusamente un medio razonable para escapar de allí. Oficialmente culpable, no podía trabajar normalmente, pero se esforzaba en ello en la medida en que era posible. Como había servido en el ejército alemán, no fue destituido, pero en aquella fase se contentaron con quitarle ciertas responsabilidades; en su presencia las miradas se inclinaban, los cuerpos daban la vuelta para huir de una situación embarazosa y difícil. Iba a pie más a menudo que antes para evitar incidentes desagradables en los tranvías y los autobuses, conque sus vestidos comenzaron a flotar sobre su delgada armadura y su rostro reveló un arquetipo que hubiera hecho enrojecer a su padre el apóstata. En el curso de sus paseos, que continuaba dando regularmente en el Stadtwald, se sentaba a descansar en el banco amarillo todas las veces que sentía esa necesidad.

En sus idas y venidas de la mañana y de la tarde, en la pálida luz o a pleno sol, y acompañado por los pájaros y gatos, tenía la impresión de conocer de memoria cada una de las piedras y cada uno de los pesares de su ciudad natal, y poder por fin interpretar las más oscuras intenciones de un mundo atormentado.

Ciertamente hubiera debido esforzarse en encontrar una solución práctica, aunque sólo fuera por amor a su esposa. Unos primos instalados en el Ecuador habían escrito; él sabía que su cuñado Ari había marchado a Palestina con un grupo de jóvenes y allí había fijado su residencia. Únicamente Mordecaï no había recibido ninguna indicación del que podría ser su papel personal en el tiempo en que necesitaría suspender la voluntad de la que no era depositario. Resuelto a no resolver nada de lo que esperaba su ser carnal, ni siquiera la angustia espiritual que sin duda debería sufrir, hubiera podido resignarse definitivamente sin el tormento perpetuo que era el pensamiento de su mujer.

Un día, su colega Oertel, el matemático, ario de una rara calidad —lo que fue finalmente la causa de sus sufrimientos y de su muerte— fue a verle y suplicó le permitiera ayudarle a abandonar el país antes de que fuera demasiado tarde.

Himmelfarb vaciló. Los gestos de humanidad eran tan emocionantes bajo el reinado de Sammaël que por un momento se sintió lo bastante débil como para aceptar, y si no lo hizo fue por Reha que sabía no partiría con él.

—¡Oertel! ¡Oertel!

Cuando pudo continuar se explicó:

—Son los pecados de Israel los que han dado a Sammaël las piernas que hoy le sostienen. En un sentido debo expiar esos pecados que son los míos. ¡Pero usted no puede verlo! ¡No puede comprenderlo!

Seguramente comenzaba a perder la cabeza, añadía Oertel, al contar la negativa de Himmelfarb. Éste volvió junto a su mujer a la que amaba demasiado profundamente como para repetirle la proposición de su colega. Continuaron viviendo en su casa de fachada greco-alemana. Incluso después de la expulsión del profesor, que en seguida le fue notificada, se les dejó vivir en su casa. Su existencia allí era precaria; ahora que las criadas se habían ido con lamentos o amenazas, una vieja judía ayudaba a Frau Himmelfarb en los quehaceres domésticos. Tenían suerte con tener algún dinero y así pudieron subvenir a sus necesidades materiales, al menos por algún tiempo. A veces Frau Himmelfarb, discretamente vestida —ella siempre se había vestido así y sin mucho gusto— iba a vender algún objeto de valor. De esta forma subsistieron. En la casa silenciosa las habitaciones nunca estaban vacías, llenas como estaban de pensamientos; desde las ventanas superiores el parque no parecía nunca desierto en absoluto. Las begonias se inclinaban en los parterres impecables como para tomar parte en una exhibición lasciva.

Himmelfarb decidió un día ir a visitar a su amigo de otros tiempos, el Oberstleutnant Stauffer que, según se decía, vivía de una forma excéntrica dos o tres calles más allá. Se decía que metía patos de celuloide en su bañera.

El Oberstleutnant apareció en la puerta con un pequeño delantal adornado de encajes.

—¡Jürgen! —exclamó el visitante.

Pero en seguida comprendió que la selva en la que se habían perdido de vista se había vuelto impenetrable y Jürgen era el más perdido de ambos.

El rostro del Oberstleutnant o lo que quedaba de él, estirado sobre los huesos, permaneció por un momento considerando la abominación que se había manifestado sobre su felpudo para su tormento personal.

—El Herr Oberst no está en casa —dijo por fin.

Rostro, porte, palabras, todo aquello chocaba un poco.

—Y en ningún caso está autorizado a recibir judíos.

La puerta se volvió a cerrar tras Jürgen Stauffer.

Otro día, y aquella vez en la calle, regresó al pasado. Se trataba de Konrad, el hermano mayor, muy conocido entonces por una de esas novelas que todo el mundo había leído y que trataba en un estilo amargo y audaz las relaciones en época de guerra entre los oficiales y los soldados. Konrad Stauffer había conseguido gustar a un público prudente —e incluso al Regierung[39], según se decía— porque no tenía miedo a llamar la atención.

Konrad podía permitirse ver lo que quería.

—¡Mira, Himmelfarb! No has cambiado. Sólo que todo lo tienes a mayor escala.

Cogió a Himmelfarb por el codo para manifestar su estima. Sus manos eran firmes. Se había afeitado bien y se había friccionado con agua de colonia de tocador que había refrescado su piel, lustrosa bajo el sol matinal. Los éxitos le habían dado a Konrad el brillo y el perfume de los cueros caros y refinados. Muchas personas habrían declarado sin duda que le odiaban si se hubieran atrevido a desafiar su arrogancia.

—Espero que vengas a vernos.

Por otra parte no arriesgaba nada.

—Vivimos muy cerca.

Le dio sus señas en voz alta y con precisión, casi con ostentación.

—Mi mujer se sentirá contenta de conocerte. Pero no tardes, nos marcharemos en seguida —dijo sonriendo.

El fenómeno que representaba Konrad Stauffer dejó a Himmelfarb indiferente. Stauffer sin duda se dio cuenta, ya que en seguida volvió sobre sus pasos, y cogió al judío por el botón de su chaleco como si se excusara de insistir.

—¿Vendrás, no es cierto? ¿Me lo prometes?

¿Quién podía hacer entonces promesas? Le tocó sonreír al judío. Pero entre ellos se había creado un cierto calor.

Desde aquel día, Himmelfarb no creyó que volvería a ver a Konrad Stauffer. En la medida en que su voluntad todavía existía, le impulsó a lo largo del estrecho sendero de su existencia y no hacia las vías secundarias de las relaciones sociales, por seductoras que fueran sus perspectivas. Además él tenía su libro. Consagraba lo esencial de su tiempo a anotaciones y correcciones, pues, aunque no tuviera ninguna esperanza de verlo publicado, le hubiera dado pena no terminarlo. En aquellos momentos de descanso caminaba menos que antes, pero era porque deseaba abandonar a su mujer el menor tiempo posible.

No podía animarse a preguntarse cuánto dependía de él aquella mujer dulce y amante, aunque secreta e insospechada. Por el contrario notó que dependía de ella. La necesitaba a veces sin razón aparente. Si no la encontraba, iba a buscarla a la cocina en que ella hacía a veces el trabajo de la vieja criatura casi senil que había reemplazado a la cocinera. Allí la interrogaba sobre cosas que desde hacía tiempo les eran familiares:

—¿Qué es eso? —preguntaba.

—Hígado picado de pollo —respondía ella con una voz hermética e igual, para atenuar lo que había de extraño en que él no reconociera la evidencia.

Le gustaba incluso como a él fijar su vista en la vulgar cesta de la compra, como si su contenido hubiera tenido una gran importancia simbólica. Juntos conjuraban la angustia y la posibilidad de una separación con la práctica de pequeños ritos encantadores.

Y después supieron que el doctor Herz había desaparecido, lo mismo que los Weill y los Neumann, y que ya no se veía más en la clínica a Frau Dr. Mendelssohn. Se les dijo con una voz tranquila, y como sólo les conocían un poco, y las dificultades de su vida monótona continuaban, sin aquello no se habrían dado cuenta. Pero la vieja mujer que trabajaba en su casa no les servía para nada: además, no dormía. Por la noche Frau Himmelfarb se veía obligada a levantarse para reconfortar a su criada.

Pero llegó una noche en que nadie pudo encontrar consuelo. Los fuertes se vaciaron de su fe como las muñecas de su serrín.

Una tarde de noviembre, Himmelfarb regresaba a su casa. Acababa de dar la vuelta a la Friedrichstrasse cuando se detuvo. No podía continuar más.

Un tranvía se precipitaba en el crepúsculo. A lo largo de las aceras, los viandantes de figuras verdosas y vegetales se guiaban de su instinto para conducirse en el estado de hipnosis que aportaba la tarde. Ya en las tabernas, las cabezas afeitadas se instalaban en sus sitios habituales; se cascaban huevos duros; las bocas se hundían en los espumarajos de las jarras de cerveza. No existía ninguna razón para que un alma se sintiera prisionera de las tinieblas, para que un hombre perdiera su control en aquel rincón de la Friedrichstrasse. Sin embargo, Himmelfarb fue presa de pánico; echó a correr, huyó. Liberado de la dignidad moral y de la pesadez física de un hombre de su edad, corría, corría… Algunos seres en la noche maldijeron cuando él pasó cerca de ellos, pero apenas les oyó y no sintió el golpe de las colisiones de las que él debía ser la causa, en aquella oscuridad hasta entonces normalmente ordenada.

Siempre corriendo, recorrió toda la Friedrichstrasse, atravesó la Königin Luise Platz, y enfiló por la Bismarckstrasse hasta la Krötengasse. Sus agotados pulmones consiguieron conducirle hasta Süd Park, ya que entonces el condenado necesitaba ser acogido con bondad, ser aceptado incluso por los que se encontraban con un pie en la tumba.

Los Konrad Stauffer vivían en uno de los inmuebles color gris-hierro, de líneas severas, pero decorados con guirnaldas y racimos de esos frutos de cemento que acompañan generalmente a los pisos de alquiler más elevado. El visitante pareció asegurarse del número de la casa al poner la mano sobre las figuras en relieve. En el rellano se subió los calcetines como lo hacen automáticamente los jóvenes cuando se dan cuenta de que, sea como sea, han llegado. Esbozó una sonrisa en su esfuerzo por recobrar una máscara humana antes de llamar a casa de sus amigos. ¡Sus amigos!, ¡sus amigos!

Estaban allí, con aquel botón de cobre milagroso y sólido, y se diría que la máscara temblaba. Un amigo era más seguro que las personas de su sangre, y más precioso que Dios, aquella abstracción de las abstracciones. Se imaginaba los ritos de la visita, con el coñac y los inevitables puros.

Abrió la puerta una silueta destinada quizás a adquirir importancia, pero que aún no era más que una vaga mancha blanca.

En el apartamento, bajo una lámpara oriental de reflejo anaranjado, Stauffer colgaba el teléfono. En seguida avanzó hacia la puerta de entrada diciendo:

—Estoy tan contento de que haya podido venir hasta aquí… Himmelfarb, ésta es mi mujer —continuó señalando a la delgada y erguida mancha blanca—. Estoy tan contento, querido Himmelfarb. Nos preguntábamos…

—Tenía muchas ganas de conocerle —añadió la mujer.

Los dos Stauffer manifiestamente acababan de recibir una fuerte impresión, pero, después que ella aseguró la puerta con una cadenita, Stauffer recobró su calma e hizo entrar a su huésped en una habitación más amplia que parecía ser un despacho, en el que unas alfombras orientales, muy oscuras a primera vista, se iluminaban y enrojecían poco a poco.

Frau Stauffer se dirigió en seguida a una caja de marquetería y encendió un cigarrillo. Al verla echar humo por las narices se comprendió que se moría de ganas por hacerlo.

Entonces recordó la situación y se puso a hacer los honores al visitante, con gestos bruscos pero amables.

—¿También usted es un aficionado al veneno? —le preguntó con una amplia sonrisa que cubría toda su boca.

Le ofreció una bandeja en la que acababa de colocar algunos bombones de licor, de una famosa marca extranjera, que desde hacía mucho tiempo habían desaparecido de la vida de los simples mortales. Las bolas recubiertas de papel metálico brillaban como alhajas maléficas en la bandeja de plata.

Lo mismo pasaba con Frau Stauffer. En la dramática situación que, al menos en apariencia, se les acercaba, Mordecaï se decía que sin duda habría deseado a aquella mujer en la época de su sensual juventud. Un vestido de seda natural se ajustaba a la perfección a su cuerpo, cuyo esqueleto se adivinaba discretamente bajo su piel morena. Pero aquella tarde se debía encontrar constipada. Se aplastaba contra el radiador, envuelta en una vieja bata que, no obstante, conservaba una especie de elegancia estudiada, el chic de Berlín.

Los Stauffer esperaban que hablara su huésped; se veía en sus rostros.

—He venido esta tarde —comenzó Himmelfarb sonriendo a la copita de coñac dorado que su anfitrión le había puesto en la mano, naturalmente.

—¿Sí? ¿Sí?

Stauffer estaba demasiado ansioso para ayudarle; su mujer demasiado nerviosa. Incluso fue un par de veces a la puerta para vigilar el regreso de la criada que, como había explicado, había ido a recoger un par de botas.

Al mismo tiempo Himmelfarb comprendió que no podría hacer comprender aquel súbito pánico de su corazón, aquella aceleración de su pulso, aquella hostilidad de las calles familiares, el hedor violento, glándulas del ciego terror. Las palabras, en efecto, son los instrumentos de la razón.

Balbucía palabras sin continuación:

—Yo…

Él que no era nadie.

Le llenaron otra copa de coñac.

—Claro, claro, lo comprendemos muy bien —murmuraban con simpatía los Stauffer que sólo podían comprender la inquietud que les obsesionaba.

En su ánimo y deseo de ayudar a su amigo, de nuevo calmado, se pusieron a hablar de Schönberg, de Paul Klee, de Brecht. Se trataba sin duda de uno de esos intelectuales que habían descubierto las virtudes de la acción demasiado tarde en la vida, quizá demasiado tarde en la historia. Ardía por hacer algo, o por talar el árbol de la injusticia moral, al menos arrancar uno o dos retoños. Estaba tumbado en sus telas de Oriente que cubrían su demasiado opulento diván, y se veía un poco de su piel entre el bajo del pantalón y sus calcetines, lo que le daba un aspecto más joven, más sincero, pero también completamente ineficaz.

Frau Stauffer combinaba la lisa piel de sus brazos con sus pálidas y largas uñas. Bajo la capa de aceite que era su único maquillaje, su largo rostro delgado intentaba inútilmente expresar serenidad.

Konrad lanzaba nombres al tuntún, Marruecos, el Pacífico, las islas Galápagos… Pero regresaba a las regiones vecinas de Alemania que conocía mejor, sobre todo la Riviera… Himmelfarb escuchaba todo aquello sin encontrarle relación con su vida.

Konrad continuaba discurriendo. Ya estaba muy cerca:

—¡Berna! Es una ciudad de personas honestas, un poco triste. Podríamos encontrarnos allí para comer el jueves. Tú decides, Himmelfarb. Sin embargo, te aconsejo que no te lleves más que un cepillo de dientes.

Ligeros copos de nieve parecían caer en el espíritu del judío, pero desgraciadamente no borraban nada. Su dulce promesa le obligó a levantarse.

—Tengo que irme —dijo.

Todos lo sabían, finalmente, fatalmente.

—Debo volver con mi mujer. Y con mi perro. Es ya la hora del paseo.

—¡Tu mujer! —Frau Stauffer aspiró bruscamente: se hubiera dicho que paraba un golpe.

Llevaba un brazalete del que colgaban unas piedras semipreciosas y no pulidas, que se agitaban y entrechocaban en una penosa enemistad.

—No sabía que tu mujer… —repetía Stauffer.

El judío reía. Su risa se escapaba entre sus labios fascinantes, hinchados en un horrible morro. En efecto, nadie podía saber hasta qué punto su mujer estaba presente en él todo el tiempo, salvo en aquel único momento de la velada en que el mismo Dios se había retirado del caos original.

—Tengo miedo a haberme hecho culpable de algo que nunca podré expiar. Tengo miedo, tengo miedo —repetía el judío, anonadado.

—¡No, no! —imploraban los Stauffer—. Nuestra es la culpa, nosotros somos los culpables.

Ya no sabían cómo excusarse. Konrad Stauffer, el hombre de los éxitos mediocres, y su mujer, demasiado sencilla, demasiado complicada.

—¡Somos nosotros, somos nosotros! —insistían los Stauffer.

El brazalete de Frau Stauffer capitulaba.

El judío, cuya vejez se hizo visible de repente, se dirigió solo hacia la puerta.

—Es imposible que podáis ser incluidos en una condenación en masa —articulaba dulcemente—. Nosotros, los judíos, somos los únicos en no poder escapar a un juicio colectivo. No formamos más que un ser. Ninguna parte puede separarse sin destruir el conjunto. Temo que eso es lo que he hecho esta tarde en un momento de ofuscación.

Estaban en el vestíbulo bajo la luz anaranjada de la lámpara oriental.

—Pero es espantoso ¡espantoso! —Stauffer casi gritaba—. Estábamos persuadidos de que habías venido a refugiarte aquí —su voz resonaba— porque esta tarde… —Vacilaba y hablando en voz alta elegía las palabras—. En realidad lo acabábamos de saber por el teléfono cuando llegaste —aquí casi chilló— destruyen los bienes de los judíos.

Ach, Konrad! —gimió su mujer sin atreverse a protestar con más vehemencia.

Pero una bomba de incendios parecía confirmar lo que su marido acababa de decir. Perforaba el macizo silencio de aquel barrio alemán de las afueras, dejando tras sí un negro túnel de angustia.

Unicamente Himmelfarb no parecía sorprendido; incluso sonreía entonces que todo estaba explicado, entonces que toda contingencia había sido apartada.

—Y ¿en todo este tiempo no sabías nada? ¡Tu mujer!

Stauffer estaba ahora loco de horror. Su rostro viril parecía el de un chiquillo que piensa que los piratas del juego se van a volver reales de repente.

Con sus mejillas aceitosas llenas de lágrimas, Frau Stauffer ofrecía un cenicero a su visitante para que aplastara en él lo que le quedaba de un auténtico habano.

La inútil cadenita gemía colgada de la puerta. Himmelfarb se iba. Ya había dejado aquella casa, olvidado a sus queridos amigos que recordaría con gratitud si tuviera sitio para ellos en su cabeza.

Süd Park estaba silencioso pero atento. Un velo naranja, de un matiz exquisito y llamativo, separaba la noche de la silueta de la ciudad. Raramente era posible continuar la vida allá donde se había interrumpido, y sin embargo, tal parecía ser la impresión del personaje que deambulaba a lo largo de las calles, con su abrigo oscilante y flotante detrás de él, y todo su ser en tensión. En la Krötengasse, grupos de judíos pisoteaban en medio de trocitos de cristal. Los lamentos de las mujeres le hicieron disminuir el paso. En la Bismarckstrasse un hombre gritaba a pleno pulmón, pero alguien entre la multitud le asestó un puñetazo y ya no se escuchó más que hipidos amortiguados por intervalos de silencio.

Himmelfarb verdaderamente no corría. Doblaba la rodilla para desplazarse más de prisa, más cerca de la acera. Su aliento no era más que una parte de sí mismo; lo escuchaba jadear como un animal inoportuno del que no hubiera podido desembarazarse. En la Schillerstrasse, la sinagoga ardía menos violentamente y una bomba de incendios estaba colocada junto a la acera. Varios bomberos estaban a su lado; ¿qué podían hacer? La vieja obra de mampostería práctica, sólida y fea, había adquirido una gracia singular, gótica en aquel impulso hacia el cielo. Ahora que las voces se habían callado, todo podía ser expiado.

Mientras que entraba en el Holzgraben, gotas más gruesas que el sudor caían a los pies de Himmelfarb. Su cuerpo descarnado estaba tenso esperando el cuchillo. Aquélla era su propia calle; todavía era tranquila, respetable, alemana. Sin embargo un corte de energía eléctrica provocado por la turba, había sumergido aquellos lugares familiares en una pesadilla a través de la cual avanzaba hacia la casa en que habían vivido para encontrar en ella lo que esperaba encontrar. La puerta evidentemente estaba abierta. Se agitaba ligeramente, como él lo había visto hacer varias veces en sueños.

La casa era una concha vacía y ya no era el momento de imaginarse nada; sin embargo no sintió todavía que estaba vacía pese a la oscuridad y al silencio que la envolvían. Entró, tanteando con sus pies que eran largos y huesudos como sus manos delgadas. En la oscuridad se agachó y tocó el cadáver del perrito ya definitivamente tieso y que se parecía a los de las esculturas de las tumbas —salvo que sus labios se recogían sobre sus dientes, desmintiendo que la paz sea una prerrogativa de la muerte—. Bajo sus dedos reconoció con horror la lengua.

Entonces el judío llamó:

—¡Reha!… ¡Reha!…

Su voz iba y venía por la casa. Siempre se había imaginado que en el peor momento, ella, su protectora, iría hacia él y cogiendo su cabeza entre sus brazos la apoyaría contra su seno. Pero no fue así.

Avanzó dando traspiés y llorando. Invocó a Dios y el sonido de sus palabras atravesó las ventanas y las ramas desnudas de los árboles, aunque un grupo de gente se echó a reír en una calle vecina antes de que fueran presas del miedo.

Subía interminablemente por las escaleras de la casa. El olor a especias había desaparecido para siempre, lo mismo que la sagrada luz de las velas que volvía transparente a la carne más rebelde. En su lugar, la luna entraba a través de los cristales rotos e iluminaba con una claridad cambiante y fría las alfombras de los rellanos.

En su búsqueda acabó por llegar a lo alto de la casa, en donde descubrió a la vieja criada cuyo terror redobló su llanto; sin embargo ella intentó ahogarlo en el temor por las consecuencias, ya que los mismos muebles se habían vuelto hostiles.

Poco a poco contó aquello que no necesitaba ser confirmado. Ellos habían venido. Habían venido a buscar a Himmelfarb. Pero ¿qué podía decir ella que él no hubiera ya vivido? Abandonó pues su charla, y con pequeños gritos de angustia, descendió sin saber a dónde iba en el abismo de la lúgubre oscuridad. Llamaba al nombre que sin duda no serviría ya para nada. Se sumergió en la noche de la casa, y en la noche se sentó, o al menos lo que de él quedaba. Permaneció sentado en la noche.