Miss Hare no podía saber exactamente en qué momento había comenzado a tener miedo de Mrs. Jolley; sin embargo pensaba que se remontaba a aquella mañana en que el ama de llaves le había presentado una tarta rosa decorada con una inscripción ejecutada muy hábilmente en letras de fantasía: Para una mala chica.
—¡Qué magnífica tarta! —había exclamado con una especie de horror.
—Nunca habría sabido que tenía dotes artísticas si mi yerno, el marido de Elma, mi hija más joven, no me lo hubiera dicho —respondió Mrs. Jolley, tosiqueando, sin embargo, modestamente—. Espero que no la moleste mi pequeña broma —añadió—. ¡Es necesario que las señoras solas se diviertan así!
Observaba a su patrona que tenía las narices justo sobre la tarta cremosa.
—¡Oh!, sí, estoy completamente de acuerdo.
Miss Hare se puso a reír, y con el talón de la pierna derecha tiesa se puso a golpear las baldosas de la cocina.
Entonces Mrs. Jolley bajó la mirada.
Sí, en el momento preciso en que Mrs. Jolley bajó la mirada es cuando Miss Hare comenzó a tenerle miedo. Evidentemente no temía nada físico. ¿Quién podía atacarla? Era demasiado vieja, demasiado fea, demasiado pobre, demasiado desprovista de interés para todo el mundo. Pero presentía una amenaza por lo que había en ella de incorporal, y que era lo esencial de su persona. Hasta entonces había creído que el tiempo y la soledad habían hecho en ella algo indestructible. Incluso los acontecimientos históricos, la guerra, habían sido impotentes para agitar su ser profundo. Aparte de las relaciones con su padre, el desagradable incidente con William Hadkin y la muerte de su pobre cabra, había tenido muy poca experiencia del mal. Jamás abría un periódico; su vida transcurría viviendo, y no leyendo como hacían los demás. Así el mundo había girado sobre el eje que ella había construido, hasta el día en que Mrs. Jolley había introducido sus virtudes en Xanadu.
Varios días después de que fue comida su inscripción, Miss Hare continuó obsesionada por la tarta rosa. Necesitaba comprender, y comprendía, pese a las zonas de pensamientos oscuros por donde no se atrevía a aventurarse su espíritu, parecidos a esos malignos matorrales en donde encontraba a veces huevos de golondrina aplastados o el inteligente cráneo de una cabra.
Era difícil adivinar lo que Mrs. Jolley sabía exactamente. Bajaba los párpados como si se pusiera una máscara, y se disimulaba tras el velo de la conversación, que Miss Hare reducía cada vez más: los montones de ladrillos que Mrs. Jolley apilaba para albergar a su familia, los cubos de ladrillos rojos que proliferaban, los yernos, hombres de aspecto corpulento, con trajes apretados, mojando el pan en la salsa, antes de subir a dormitorios de seda y roble barnizado. ¡Y los niños! Demasiado listos, demasiado limpios, demasiado educados, en fin, sucios muchachos.
Sólo la fe habría podido resistir tal impacto, y Miss Hare tenía la suya. Para revivir se metía en la maleza, y cuando había encontrado el riachuelo cristalino seguía su lecho de guijarros. Cada surco de agua revelaba su misterio, del que ella misma no era el menor. Al fin estaba regenerada. Volvía por otro camino, y reconocía la Mano divina en los nervios de cada hoja, y penetraba con la abeja en la divina Boca. Si por la tarde no levantaba aún los ojos al cielo, es porque todavía no había recobrado toda su fuerza. El amanecer conviene a las almas débiles, y ella penetraba en él con gratitud, y no sin un amplio y profundo conocimiento.
Fue una mañana de confusión y de renovación cuando se encontró más cerca que nunca del joven negro. Se había cruzado con él dos o tres veces en los caminos que conducían a Sarsaparrilla, aunque las pequeñas Godbold le habían dicho que vivía del lado de Barranugli. Else, la mayor, creía que se trataba de un aborigen…
Gracie gritaba que era un sirio, un indio, un gitano. Y Maudie decía que Gracie no sabía nada.
En todo caso, Kate estaba completamente segura de que el negro estaba el último sábado borracho y acostado en las ortigas.
Else hizo callar a su hermana.
Maudie fue la única que dio una información seria y concreta: estaba empleado en casa de Rosetree, una fábrica de faros de bicicletas, justo a la salida de Barranugli. Su padre había trabajado allí algún tiempo hasta que se hartó. Maudie había visto salir al negro de la fábrica con los demás obreros. Llevaba su tartera y una gran tabla cuadrada que la había intrigado.
Había siete niños en casa de los Godbold, siete niñas exactamente, y era raro no encontrarse a alguna en las afueras de Xanadu, bien paseando un perrito, bien cuidando un pájaro, siempre absorbidas en sus ocupaciones. Las pequeñas Godbold acababan por saber muchas cosas. En conjunto, sus cuerpos estaban endurecidos, las plantas de sus pies encallecidas y sus cerebros eran sensatos.
Era bastante sorprendente que ellas no estuvieran mejor informadas sobre el negro en cuestión; sin embargo aquello no sorprendía a Miss Hare, que no deseaba otra cosa ya que respetaba la vida privada de las personas… Veía a muy poca gente y apenas si sabía hablarles. Prefería espiarlos detrás de las matas, cuando ella misma no era más que un mosaico de luz en la sombra. Así es como se sentía en su elemento.
De esta forma espiaba al negro cuando recorría los caminos que conducían a Xanadu. Un día se había cruzado con su mirada y reconoció sin esfuerzo algo familiar; y otra vez sus almas se habían desbordado en una caricia suave y ligera como de una pluma. Pero todo eso fue muy breve, ya que un repentino pavor se había apoderado bruscamente de uno y otro. Desde entonces habían procurado evitarse, hasta aquella mañana, poco después de que Mrs. Jolley hubo comenzado a torturar a Miss Hare.
Las cosas sucedieron así:
Miss Hare acababa de aparecer detrás de un arbusto que en Australia se llama «huevos con jamón», en el límite de la maleza, al salir de la carretera que se encontraba más abajo de Xanadu. Se dio cuenta de que habían coincidido cuando, de pie junto a la valla, escuchó unos pasos. Y de repente el negro apareció ante ella, casi a su nivel.
Aquella vez el desconocido parecía tomar su situación como natural. Sobre los huesos no tenía más que piel, y hubiera dado la impresión de que arrastraba los pies si no fuera porque su caminar tenía una cierta seguridad. Sus labios carnosos e indolentes se abrían ligeramente sobre unos dientes manifiestamente excelentes, y su voz, directa y agradable, sorprendía. En seguida le dirigió la palabra, como si aquello participara del orden de las cosas.
—El agua —dijo con el índice extendido—. Sube. ¿No sabe usted que se encuentra en un pantano?
Miss Hare miró entonces a sus pies, y repitió con voz estrangulada:
—El agua.
—Va a ver cómo dentro de un minuto rebasará sus zapatos —le advirtió la voz.
Luego prosiguió su marcha, y ella continuó plantada al borde del camino como si acabara de ver pasar una procesión, Claro está que le era completamente igual mojarse los pies. Aquella mañana era agradable, y el aire estaba tranquilo. Todas las hojas descansaban.
Según se alejaba el hombre, las piedras del camino sonaban bajo sus pasos regulares aunque no pesados. Su delgadez era extrema y su caminar descuidado, pero ella se dio cuenta de que sus espaldas carecían de inquietud, al menos por el momento, ya que los seres humanos no pueden evitar eternamente las tempestades, lo mismo que el cielo.
Observaba su espalda con gratitud, pues encontraba en ella una recompensa. Ambos iluminados continuaron apaciblemente encerrados en sus envolturas carnales; sabían uno y otro que sin duda nunca se comunicarían con palabras, y sin embargo habían intercambiado un testimonio de buena voluntad que cada cual conservaría eternamente. Con los ojos cerrados ambos habrían reconocido en el otro a un apóstol de la verdad, y eso bastaba.
Entonces, en efecto, el agua subió por los zapatos de Miss Hare, como lo había predicho el desconocido, pero apenas si se preocupó y no se apartó en seguida.
Cuando regresó, Mrs. Jolley acababa de llegar de la iglesia.
—¡Ha habido cánticos! —exclamó—. ¡Y un sermón! ¡El pastor es estupendo!
—¡Si está saciada, tanto mejor! —dijo Miss Hare.
—La religión no es un alimento —protestó el ama de llaves.
—Cada uno encuentra en ella lo que quiere.
—Claro que existen paganos. Y me pregunto qué es lo que ha podido estar haciendo usted.
—Me he ido a la maleza —confesó Miss Hare.
Mrs. Jolley lanzó un pequeño silbido entre sus dientes perfectos.
—¡Un domingo!
—Todos los días sirven —dijo Miss Hare.
Mrs. Jolley no pudo impedir replicar:
—Pero ¡el domingo no es un día para los espantapájaros!
—No —dijo Miss Hare más tímidamente—, es un día para los cristianos.
Mrs. Jolley no lo escuchó.
—¿Se ha encontrado a conocidos? —preguntó secamente a su ama.
¡Su ama! ¡Por semejante salario era una obra de caridad trabajar allí!
—No —respondió Miss Hare, que en suma decía la verdad, pero sin embargo temía ser cogida en mentira—. Por lo menos —añadió— he visto al negro.
—¡Uf! ¡Un sucio indígena! No dejaría que se me acercasen esas gentes ¡Y además en la maleza! ¡Ninguno vale nada! ¡En la maleza! ¡Acabará por acarrearse complicaciones, mi querida señorita, ya verá!
No pudo evitar sonreír.
—Es cierto —hubo de reconocer Miss Hare—. Me han dicho siempre que los indígenas eran borrachos y también sucios y corrompidos.
Pero era ella quien se sentía ensuciada. Mrs. Jolley la había manchado.
Mrs. Jolley había puesto su cuello de pieles en el respaldo de una silla de la cocina. Era de pieles de zorro plateado, repetía con gusto, un regalo de su familia. Sin duda alguna, el cuello de pieles de Mrs. Jolley era el emblema de su dignidad.
Miss Hare se sentía profundamente triste, y Mrs. Jolley desconfió. Sacó vivamente una cacerola del armarito haciendo tanto ruido como fue posible.
—Y ¿cómo se llama ese indígena?
—No lo sé —dijo Miss Hare— pero si le interesa se lo preguntaré a las Godbold.
—¿Las Godbold? ¿Quiénes son?
—Unas niñas. Su madre es amiga mía.
—¡No es posible! ¿Usted tiene una amiga?
—Sí.
—¿Es una persona bien?
—Vive en una cabaña, un poco más abajo de la estafeta. Es lavandera.
Mrs. Jolley continuó sofocada.
—Jamás habría creído que una señorita como usted, la señora del castillo y todo eso, frecuentara a personas de clase inferior a la suya. Tenga en cuenta que digo «a la suya». No es asunto mío, ya lo sé. Pero una persona bien en una cabaña ¡nunca se ha visto!
Pero Miss Hare estaba entonces demasiado absorta para pensar en otras cosas.
—¡Ah! —dijo humildemente— es la mejor de las mujeres.
Miss Hare se volvió al escuchar los pasos que subían la escalera. Al principio le habían parecido muy decididos, o mejor, pesados, implacables, antes de que el tiempo y la costumbre le hubieran atraído su atención sobre su constancia, y en seguida, acostada en la cama de la habitación del primer piso, el torrente de sus emociones se le hizo casi insoportable mientras que desesperaba ver abrirse la puerta.
Sin embargo sería un invierno de la Segunda Guerra Mundial cuando la gente, por lo menos una o dos personas, se preguntaron un día que qué es lo que le había sucedido a la vieja Miss Hare. Era un pensamiento sin malicia, que en seguida se olvidó. Pero una mañana, la joven Gracie, corriendo sobre la pista helada que había sido el césped de Xanadu, y del que todas las Godbold habían hecho su territorio de caza, vio algo en la ventana y volvió a decírselo a su madre.
No había visto gran cosa, a causa del espejo de la cómoda colocado junto a la ventana, pero pensaba haber reconocido un trozo de la vieja Miss Hare, y Miss Hare tenía un aspecto cómico. Gracie Godbold no había visto nunca un fantasma, pero se imaginaba que un fantasma tendría aquel aspecto brumoso y grisáceo.
La madre, que era una mujer concienzuda, se puso naturalmente el sobrero y el abrigo para ir a ver lo que pasaba.
Nunca supo nadie qué es lo que había podido sentir Mrs. Godbold en el laberinto de habitaciones y escaleras de Xanadu. Discreta por naturaleza, era también poco comunicativa. Pero por fin, a fuerza de llamar y escrutar en rincones y rincones, descubrió la celda de la superviviente, en el centro de la inmensa colmena ruinosa.
Miss Hare yacía en una cama lujosa con dosel.
—¿Es usted Mrs. Godbold? —dijo—. Hace algunos días que no me siento muy bien. Pero espero que esto pasará. No me gusta tomar medicinas y desconfío de los médicos. ¡Mire a los animales! Pero realmente me cuesta a veces trabajo respirar, y hace aquí mucho frío cuando hiela fuera.
—Ya lo veo —dijo Mrs. Godbold reflexionando.
Rápidamente se puso en movimiento, de una manera simple pero eficaz. Instaló a Miss Hare más confortablemente, la lavó utilizando una palangana de cristal que los Hare habían traído de Viena —¿seguro que era de Viena?— algunos años antes. Calentó ladrillos que enrolló en toallas y, de la barraca en que vivía, trajo aquella tarde leche en un pequeño recipiente de esmalte blanco, un huevo fresco y una o dos rebanadas de pan cortadas de una enorme hogaza.
De esta forma Mrs. Godbold cuidó a Miss Hare el invierno de su pulmonía. Muchas personas jamás supieron nada, ya que Mrs. Godbold no era charlatana; no importa cómo, los Godbold eran unas de las familias más pobres, y ¿a quién se le habría ocurrido hablar a aquella vieja loca molesta que era Miss Hare, o ir a verla?
Sin embargo se recuperó. Poco a poco se aventuró por la casa, apoyándose en los muebles y tendiendo la oreja como los perros hacia los ruidos familiares de los escalones vacíos.
—Ya lo ve, señorita —decía Mrs. Godbold—, en seguida podrá salir.
—Por fin voy a poder respirar —respondía Miss Hare; pero volviendo rápidamente los ojos hacia el rostro plano y lunar de su compañera, añadió—: Pero lamentaré no volverla a ver.
Mrs. Godbold murmuró algo difícil de interpretar, y después, las dos juntas, dominaron por la ventana las propiedades de Xanadu, en donde comenzaba a caer la bruma, aunque si ellas no hubieran estado allí, macizas como estatuas, el mundo habría podido parecer, a aquella hora, efímero y melancólico.
Para Miss Hare, Mrs. Godbold se había convertido y seguía siendo la manifestación más evidente del bien. Físicamente era demasiado pesada, y sin duda para algunos desagradable, con sus gruesos rasgos, su rostro plano, sus gruesos brazos, su pecho voluminoso y su piel de cera cuyos poros estaban dilatados por las coladas. Y también la amplitud de su frente. Peinaba sus cabellos en espesas trenzas, y sus ojos eran de un gris franco.
En cuanto a su vida era un eterno comienzo. Conocía de memoria las horas grises en que el mundo se transforma y no se concedía un momento de descanso más que para aprovecharse de la estrella de la tarde. Estrechando en los brazos a un niño destetado, rara vez se la veía sin otro de pecho, mientras que un tercero, impaciente, se agitaba en su vientre. Limpiaba, lavaba, cocinaba y llevaba a su marido a la cama cuando, por la tarde, se tumbaba en el suelo.
—¡Va a matarse! —le decía Miss Hare.
—Estoy acostumbrada —respondía Mrs. Godbold—. Y soy fuerte. Cuando era muchacha, recorría leguas para llegar al campo. Antes de venir aquí vivía en las marismas. Es una región llana, pero no es fácil de recorrer.
Se echó a reír:
—Íbamos todos juntos a patinar, los chicos y las chicas. En nuestra casa éramos nueve. Cuando el invierno era crudo se marchaba al campo inundado; todo crujía a causa del hielo; las pequeñas ramas de los árboles tenían el frágil aspecto del cristal.
Sus ojos se iluminaban mientras hablaba. Su propia solidez parecía dar a las ramitas de cristal una particular cualidad de misterio deseable e inaccesible.
Un día, Miss Hare, acuciada por la fiebre y abatida por la enfermedad, había confiado a quien la cuidaba:
—Tengo miedo a hacerme daño al caer sobre el hielo. ¿Quiere dejar que me apoye en su mano?
—Claro que sí —dijo Mrs. Godbold tendiéndole aquella mano que se hubiera cortado si fuera necesario, con alianza y todo.
—Los caballos de oro —murmuraba de vez en cuando Miss Hare—. Arrastraban a los muertos… ¿Ha visto usted a los caballos? Yo tampoco, todavía no. A veces me aplastan sus ruedas. ¡Me hacen tanto daño!
Mrs. Godbold, en su silla, tenía la inmovilidad de una estatua. Sus caballos de macizas grupas esperaban fustigar el aire con sus colas, como si hubieran tenido ante sí la eternidad. Las ruedas de su carro eran de oro macizo, sólidas en sus ejes como se podía esperar. Tal era al menos la impresión de la enferma, cuya visión no terminaba nunca, sino que continuaba en el estado de luz confusa, dibujando más o menos una vaga silueta dolorosa y ardiente.
—Nunca —se lamentaba Miss Hare—. ¡Nunca, nunca! Como si estuviera condenada a no saber nada.
Al decir estas palabras, consiguió, a fuerza de moverse de un lado a otro, incorporarse en su lecho.
—Tiene que dormir, no es bueno para usted hablar tanto —aconsejó Mrs. Godbold con aire desconcertado, en la medida que eso era posible, como si la enferma hubiera destruido algo que ellas tenían en común.
—¡Estoy mal! —gemía Miss Hare.
Mrs. Godbold dejó que se hiciera el silencio y después, con la mayor prudencia, se arriesgó a decir:
—Voy a rezar por usted.
—Si eso puede hacerle bien —suspiró Miss Hare— hágalo, se lo ruego, pero preferiría compresas de hojas húmedas sobre mi frente.
En seguida se amodorró, y Mrs. Godbold permaneció cierto tiempo a la cabecera de la cama. La tarde era de un silencio perfecto. En su lucha con la sombra, la luz serena conservaba el espesor de un hilo.
Una vez curada, Miss Hare se animó un día a sondear a su amiga.
—¿Hemos cambiado confidencias cuando yo estaba enferma?
Mrs. Godbold parecía no tener ganas de responder, pero se sentía obligada.
—¿Qué confidencias? —preguntó volviendo la cabeza.
—Respecto al Carro.
Mrs. Godbold enrojeció.
—A menudo se tienen cómicas ideas cuando una está enferma. Sin embargo Miss Hare no se equivocó y permaneció convencida de que continuarían compartiendo su secreto incluso cuando su amiga regresara a su rueda de amor y de trabajo en la cabaña más allá de la estafeta.
Mrs. Jolley también estaba segura de olfatear un secreto con su instinto para las puertas que nunca podría franquear. Por otra parte no tenía ninguna envida, ¡claro que no!
—Esa persona tiene un aspecto cómico —dijo cuando Miss Hare le contó, al menos en parte, la historia de su enfermedad.
Miss Hare se echó a reír y su rostro se transfiguró.
Mrs. Jolley sufrió un estremecimiento apenas perceptible.
—¿Qué es lo que hace en aquella cabaña, con todas esas niñas? Y el marido ¿qué es?
¿Había puesto el dedo en la llaga?
—¡Oh!, el marido va y viene… A veces le pega. Una vez le arrancó varios dientes. Ha estado en la cárcel por borrachera. ¡Ah!, sí, el marido —añadió mientras su cabeza se ponía a oscilar de derecha a izquierda con un aire inquieto y risible, que llenó de satisfacción al ama de llaves—. Existe tanto mal sobre la tierra —dijo por fin trastornada Miss Hare—. ¡Se olvida demasiado a menudo!
—¡No se puede olvidar —afirmó Mrs. Jolley— con los periódicos y las malas lenguas!
—Lo había olvidado —observó Miss Hare—. Es usted quien me ha hecho pensar en eso.
—Pero ¿por qué no lo deja? —prosiguió Mrs. Jolley, que pintaba artísticamente una cáscara de huevo.
—Ella piensa que su deber es continuar con él. Y además, le quiere.
Miss Hare sintió daño al articular esa frase sorprendente.
—¡Si un día paso por la puerta de su casa ya le diré mi manera de pensar!
—¡No se atreverá! —exclamó Miss Hare en un arranque protector—. Es una mujer muy sensible.
—¡Una lavandera!
En aquel momento Miss Hare tuvo la intuición de que el ama de llaves las tendría a su merced.
—Los que tienen fe siempre encuentran un refugio.
—¿Cómo no tener fe en Mrs. Godbold? —murmuró Miss Hare, sin embargo más débilmente.
Mrs. Jolley sabía manejar las palabras, y tenía tras de sí la falange de sus tres hijas y de sus yernos, sin contar con los innumerables chiquillos.
—No estoy acostumbrada a eso —dijo por fin Mrs. Jolley—. Siempre he frecuentado ambientes completamente diferentes.
Miss Hare, que no desconfiaba, tuvo miedo.
—Mrs. Flack estima que en estos últimos tiempos me he encontrado en situaciones que me es imposible comprender y aceptar.
—¿Mrs. Flack?
—Una amiga —dijo Mrs. Jolley dejando caer una cortina de azúcar de su colador— una señora a la que conocí en el autobús. He vuelto a verla a la salida de la iglesia. Es la viuda de un lampista que cayó de un tejado en Barranugli hace algunos años.
—Nunca he oído hablar de Mrs. Flack.
—No son las mismas condiciones de vida —respondió Mrs. Jolley con un tono digno y bastante despreciativo—. Mrs. Flack es propietaria de un pabellón con todo el confort de Mildred Street. Gracias a las relaciones de su marido que era lampista, han podido hacer algo bien. Y he de decirle que su padre era un gran comerciante que no dejó a su hija sin nada, naturalmente.
—¡Naturalmente!
Mrs. Jolley creía que el personaje de Mrs. Flack tomaba forma en el espíritu de Miss Hare quien, sin embargo, no se aventuraba más lejos. Sólo le quedó el nombre, confuso y misterioso.
La misma Mrs. Jolley se volvía misteriosa en los últimos tiempos. Llegaba a aparecer en los huecos de las puertas, o apartar las cortinas de separación tosiendo discretamente. Caminaba con los ojos bajos, o por el contrario miraba a Miss Hare fijamente; y los ojos de Mrs. Jolley eran azules.
—Buscaba los ceniceros —explicaba—. Mis tres pequeños fuman, claro está, y los ceniceros necesitan ser vaciados.
Y después desaparecía, furtiva y silenciosa, para reaparecer más tarde:
—¿Necesita algo? —preguntaba en un murmullo.
Miss Hare se preguntaba: «¿De qué se puede tener necesidad?».
—No —estaba obligada a confesar, bien instalada en su silla preferida que era vieja pero muy cómoda.
—Cada cual a su gusto —decía Mrs. Jolley palpando los asientos—. En mi familia todos hemos elegido terciopelo de Génova para el salón, pero Mrs. Flack, esa señora de la que ya le he hablado, prefiere mejor el petit point.
Pero Mrs. Flack desaparecía rápidamente de la escena.
—¿No necesita nada? —repetía Mrs. Jolley.
Miss Hare intentó descubrir una necesidad razonable.
—No —estuvo obligada a reconocer avergonzada.
Un día Mrs. Jolley anunció:
—Esta mañana he recibido una carta.
Había seguido a su patrona a la terraza. Se acercaba la noche. Pesados nubarrones se acercaban moviéndose gravemente a través del cielo y después se aniquilaban en grandes resplandores.
—No he visto su carta —dijo Miss Hare.
—¡Oh!, la recibí en la estafeta. Me hago dirigir toda mi correspondencia a la estafeta, como medida de prudencia, si lo prefiere.
Miss Hare observaba a un coleóptero que atravesaba una maceta llena de tierra. Hubiera deseado no ser molestada.
—Era de Mrs. Apps —continuó Mrs. Jolley—, de Merle, mi hija mayor. Merle siente debilidad por su mamá, sin duda porque estuvo muy delicada de pequeña. Pero tuvo su desquite más tarde, con un marido que no le niega nada, nada razonable, claro está, y que no pueda dañar a su situación. Mr. Apps es agente de aduanas, pero pronto va a pedir el retiro. Él es muy estimado, incluso debería decir que indispensable; de esta forma Merle frecuenta a los jefazos del servicio. A menudo da recepciones en su casa, con buffet frío y todo: croquetas de pescado, salchichitas y todo eso. A veces sirve un plato familiar, pollo a la reina, por ejemplo. No me gusta halagar a mi familia, pero Merle sabe hacer las cosas como es debido. No una vez sino diez, se han publicado en los periódicos sus menús.
Miss Hare observaba al insecto.
—Así pues he tenido una carta de Merle —continuó el ama de llaves—. Me deja entrever, sin decírmelo, claro está, porque a Merle no le gusta mucho decir las cosas, que no está muy contenta de las disposiciones que ha tomado su mamá para llevar una vida independiente después de la trágica muerte de su padre.
Mrs. Jolley observaba a Miss Hare.
—Evidentemente yo no le he dicho ni la mitad. Merle habría puesto el grito en el cielo al ver en qué situación me encuentro, porque siempre toma parte en las desgracias de los demás.
Mrs. Jolley observaba a Miss Hare. Se había levantado viento y al ama de llaves no le gustaba permanecer afuera. Era de esas personas que aceleran el paso por la calle para llegar en seguida a las tiendas.
—Todo el mundo tiene preocupaciones, aunque no siempre se sepa —dijo Miss Hare que se preocupaba de su cárabo— pero en general existen compensaciones.
Mrs. Jolley tuvo una breve inspiración. Le inspiraba horror aquella terraza, el viento que despeinaba su cabello y el amenazador olor de la noche.
—¡Si las personas que ganan un salario miserable deben encima esperar compensaciones! —protestó.
—¡Cómo le gusta hablar a la gente! —exclamó Miss Hare, no sin admiración—. A veces las conversaciones de mis padres duraban horas. Pero uno se podía instalar confortablemente en el interior de sus palabras… Como en una tienda de campaña cuando llueve, ¿comprende lo que quiero decir?
Mrs. Jolley no podía dejar pasar aquella ocasión:
—¡Pobres padres!
Miss Hare perdió el hilo de lo que decía. Dejó al insecto por el que no podía hacer nada.
—¡Deje a mis padres en paz!
El cielo marmóreo era hermético, pero de una belleza desgarradora, sus rasgos paralelos rosas y malvas estaban ahora estriados de negro y añil. La luna parecía el pálido fósil de una falena.
—¿Quién ha sacado a relucir el tema? —exclamó Mrs. Jolley riéndose en medio del viento áspero—. Siempre he tenido tacto para no herir a ciertas personas, sobre todo cuando han sido testigos de una muerte tan extraña.
Miss Hare quedó petrificada entre las macetas abandonadas y la figura de Diana de la escuela de Canova cuya mano estaba rota por la muñeca.
—Precisamente eso es lo que intento hacer. ¡Una no se puede dejar explotar indefinidamente! Además estoy invitada, o al menos una amiga que tiene salud débil quisiera que la hiciera compañía.
Un espasmo acometió la garganta de Miss Hare como el de una rana. No era tanto la perspectiva en sí misma la que la consternaba como la manera en que se la había comunicado, y el impacto de la sorpresa.
—Si realmente tiene la intención… —murmuró.
Mrs. Jolley no habría tenido ni para empezar con un ser al que ella hubiera sospechado debilidad.
—Usted ya ha vivido sola —insinuó ella sonriendo—. No seríamos australianos si no supiéramos desenvolvernos solos. Mis tres hijas en sus casas saben hacer de todo: cambian los fusibles, pintan y hacen de carpinteras.
Mrs. Jolley había adoptado el tono solemne de aquéllos con los que es imposible discutir.
—Es posible —dijo Miss Hare.
En el fondo ella continuaría siendo siempre la pequeña pelirroja de otros tiempos. Su sonrisa se movía como el agua poco profunda sobre los guijarros.
—Eso es —suspiró Mrs. Jolley—. Eso es todo lo que quería decirle. Las cosas cambian y las gentes hacen otro tanto.
Entonces frunció los labios, como si retuviera un eructo.
De otra forma habría tenido miedo de repente.
—¡Déjeme! —exclamó bastante alto pero sin gritar—. ¡Miss Hare! —repitió más fuerte—. ¡Me hace daño en las muñecas!
Pero Miss Hare, por su lado, no podía resistir los negros torbellinos de sombra que se abatían sobre ella, y si no tenía la satisfacción de Mrs. Jolley, es porque era presa de la suya. Durante algunos instantes no fue ella misma.
En cuanto a Mrs. Jolley la noche se había cerrado sobre ella como un torno, dejándole escasamente la libertad necesaria para luchar contraías serpientes de su conciencia. Ambas mujeres luchaban sobre la grava de la terraza, la redecilla del cabello del ama de llaves había sido arrancada, tal vez por el viento, y de su boca con dientes fosforescentes salían silbidos y gritos.
Varias tardes a la semana, Mrs. Jolley, después de haberse puesto sus guantes y su sombrero con el velo, iba a Sarsaparrilla a casa de su amiga. No estaba lejos —la calle se encontraba en lo alto de la cuesta— pero sí lo bastante para transformar un paseo en una misión. ¡Qué realidad la de la acera! Mrs. Jolley la golpeaba con alegría, de la suela al tacón. La sola visión de un autobús entre las casas hacía circular su sangre, lo mismo que las rodajas de rosbif y las ristras de tripas en la carnicería le alimentaban el alma, y el escaparate de una ferretería le llegaba al corazón. Mrs. Jolley caminó bajo los árboles hasta Mildred Street. Era un lugar bien situado, a cinco minutos del supermercado, con un médico en la esquina de la calle.
Iba sonriendo a las señoras asomadas a las ventanas de sus casitas de ladrillo. Quizá el tiempo de rectificar la posición de una costura o dos, y habría¹llegado.
Los ladrillos de la casa de Mrs. Flack eran más bonitos, sus tules de mejor calidad que los de los demás, gracias quizás a las relaciones comerciales de su difunto marido. KARMA era el nombre que estaba inscrito en una placa de esmalte cristalino. Pero la propietaria tenía la tendencia de hacer discurrir la conversación en su casa sobre la preocupación de su delicada salud. Sin embargo, hacía ir a un viejo que segaba el césped por algunos chelines, y había descubierto a otro, más viejo todavía, susceptible de hacer el mismo trabajo por menos dinero. Todos los jueves iba una asistenta a ayudarla, pero quizá no por mucho tiempo… Dependería.
Mrs. Jolley adoraba el pestillo de Mrs. Flack, adoraba la rústica valla, y los setos de poliantas Orange Triumph. Se estremecía al acariciar los muros de ladrillos; el ruido de la caída del agua la precipitaba en abismos de concupiscencia.
Mrs. Flack acogía raramente a su amiga con otras demostraciones que no fueran:
—¡Hummm!
O:
—¡Bien, bien!
O todo lo más:
—No he mirado el calendario, pero lo sospechaba.
Sin embargo, Mrs. Jolley comprendía el sentido de lo trivial. Runruneaba como un gato, pero sin nada a qué frotarse.
La gente decía que Mrs. Flack tenía el cutis amarillo, pero era exactamente de un beige mediano. Contaba gustosamente que padecía del hígado desde hacía años. También tenía cólicos biliares y varices, pero lo peor era su corazón. Si no se supiera que era viuda, se la habría creído casada con su corazón. Sin embargo, pese a todas esas complicaciones y esos achaques, iba a todas partes con su caminar lento y decidido, e incluso si se encontraba en su casa, estaba notablemente bien informada de todo lo que pasaba. Algunas personas irrespetuosas se habían permitido sugerir a veces que Mrs. Flack debía ser omnipresente, incluso bajo las camas con los orinales y las alfombrillas, pero la mayoría de la gente sentía demasiada consideración por ella como para poner en duda su autoridad. Sus sombreros eran demasiado clásicos y sus informes demasiado detallados, para eso. Allá donde toda ligereza es barrida, la confianza parece marchar sola, y los dientes de Mrs. Flack eran lo bastante largos y reales como para dar consistencia y solemnidad a sus palabras.
Las observaciones se apagaban en los labios de Mrs. Jolley en presencia de su amiga. ¡Su amiga! La palabra era inquietante y sin embargo mágica. Mrs. Flack elevaba los ojos hacia los Orange Triumph sobre los que dirigía el chorro de una manguera de plástico, o bien, sentada en su salón detrás del vapor profético del té, ajustaba su mirada antes de abrir la boca.
—Esa pobre desgraciada —decía—, que no es necesario nombrar, una se pregunta cómo habrá conseguido no morirse de hambre, desde el tiempo que hace que sólo se alimenta de mendrugos y un poco de grasa. Con una familia como la suya, muy acomodada, ¡por no decir afortunada! Han intentado meterla en un asilo después de la muerte de su madre, lo que era más cómodo para ellos, pero aulló durante horas, aferrándose a los barrotes, hasta que se vieron obligados a dejarla. ¡En fin! Yo me siento contenta de no tener a nadie ni la menor obligación. Ni siquiera existe hipoteca sobre la casa.
Mrs. Jolley se vio obligada a protestar:
—¡Cuando se tienen hijos como yo!…
Mrs. Flack se callaba, extirpaba un trocito quemado de una tortita, y la consideraba con mirada acusadora:
—Es una experiencia que desconozco —declaraba. Y luego, después de haber fruncido el ceño se ponía a reír, débilmente, a causa de su frágil salud claro está, entre las dos rayas pálidas de sus labios.
Parecen palitos de queso, pensaba Mrs. Jolley, que en seguida se reprochaba su falta de respeto, y añadía vivamente:
—No tenía la intención…
Balbucía algunas palabras.
—No quería hacer alusión… ¿Está usted realmente sola?
—Sí, querida amiga —suspiraba Mrs. Flack.
En ese momento sucedía algo de una particular sutileza que nadie habría podido percibir, aparte de ambas interesadas. La simpatía que era su catalizador parecía destruir la envoltura de sus personalidades, aunque lo esencial de ellas podía diluirse y confundirse. El pensamiento apenas si tenía cabida en un estado tan pasivo y tan átono, y sin embargo era difícil no asociar una actividad mental con un silencio de una cualidad tan firme y penetrante. Sentadas en sus sillas, ambas mujeres impregnaban la estancia del gris de la falena y de su espíritu único. Pequeños suspiros iban a romperse en luminosos chasquidos sobre el respaldo del canapé. El ruido líquido de sus borborigmos se esparcía por las superficies impecablemente barnizadas. Sus miradas se evitaban, inútiles agentes de su intimidad. Aquello habría podido parecer una perfecta comunión de almas, si al mismo tiempo no se hubiera olfateado la más perfecta colusión.
En general, Mrs. Jolley se reponía la primera. La vacuidad de su espíritu era de nuevo amueblada con imágenes. Por ejemplo la del neceser de toilette que tanto le gustaba en la habitación de Mrs. Flack, hecho de materia plástica color azul pastel.
El rostro de Mrs. Jolley se endurecía, se plegaba, como un edredón azul y rosa que se hubiera petrificado.
—Puede que sola —murmuraba— ¡pero con un hermoso hogar!
—Sí, pero sola no es lo mismo —respondía generalmente Mrs. Flack.
Y después sonreía.
Pero no era tan triste como todo eso; ambas sabían que una solución estaba en sus manos, únicamente con que lo quisieran.
Mientras que el té y el bienestar aumentaban su mutua comprensión, así como su confianza en sí mismas, aquellas dos señoras discretas y bien educadas desenfundaban sus cuchillos para intentar cortar a los personajes más débiles. Dominando el mundo bajo sus señales capitaneadas por el petit point, podían vigilar las tapaderas y observar las carretillas que llevaban otros, abrir cráneos como se casca un huevo duro, leer las cartas antes de que fueran escritas y husmear secretos que serían la angustia de sus propietarios.
Esas damas atacaban. Sus palabras tenían la dureza del acero, aunque sus voces australianas tuvieran la resonancia del bronce.
—Mire a los médicos —exclamaba por ejemplo Mrs. Flack—. ¡Son hombres como los demás!
—Exactamente —añadía a su vez Mrs. Jolley.
—Sin embargo se les espera ver hacer otras cosas.
—¡Lo que no siempre hacen!
—¡Desgraciadamente! Ya le decía que el otro día, poniéndome una inyección —estoy obligada a ponérmelas por diversas razones— el doctor se me acercó demasiado. Me pregunté si era verdaderamente indispensable, y si era la costumbre de los médicos apretarse contra sus clientes por una simple inyección. ¡Y si hubiera notado su aliento! ¡Cálido y de un olor! No quiero insinuar nada, pero en su puesto yo habría tenido vergüenza de divulgarlo a los cuatro vientos.
—Tat. ¡Tat! ¡Los doctores! ¡Cuando se piensa que personas bien se ven a veces obligadas a dejarse examinar por ese tipo de hombres! Yo no lo he hecho ni lo haré nunca.
—También hay doctoras…
—Oh, las doctoras.
—¿Sabe usted si ellas cuidan también a los señores?
—No lo sé. En todo caso nunca se ocuparán de mí. Yo tengo mi opinión sobre ellas.
A Mrs. Jolley le hubiera gustado conocer aquella opinión, pero la etiqueta prohibía aquel tipo de preguntas.
—¡Sí, seguramente! —suspiró Mrs. Flack.
Después se calló.
Cada una sabía no obstante que la conversación volvería a iniciarse. Aquello no era más que una pausa entre dos movimientos que los iniciados aprovechan para aclararse la garganta, anonadando al inocente que se permite aplaudir.
Mrs. Jolley había aprendido en seguida ese rito.
—El jueves por la tarde —dijo Mrs. Flack que había recuperado el hilo—, la pequeña de Mrs. Khalil, Lurleen, fue vista por tres personas cerca de la iglesia metodista.
—¿Fuera?
—¡En la hierba!
—¿Acompañada?
—¡Oh, la pequeña Khalil…!
—Pero ¿con un señor?
—¡Con tres! ¡Y nunca el mismo! Durante la sesión cinematográfica.
Mrs. Jolley no pudo impedir el reírse.
—¡Estas chicas!…
—¡Ah, no! ¡Chicas como ésas deberían ser expulsadas de la ciudad! Pero cuando la misma policía… No podemos esperar nada bueno de Sarsaparrilla.
—¿Dice usted… la policía?
—No tengo por qué gritarlo a los cuatro vientos, pero se han encontrado los tirantes del agente McFaggott en la hierba del campo próximo al cine. El puede negarlo difícilmente ya que su nombre estaba en ellos. ¡Con tinta!
—Quizá los perdiera.
—Sí, quizá los perdiera.
—O los tirara.
—O tirara ¡Completamente nuevos como estaban! Todavía se veía el precio en el cuero. No, McFaggott está demasiado apegado a su dinero para tirar sus cosas por los campos. ¡A menos que su servicio no le haya vuelto loco!
Entonces Mrs. Jolley se puso a soplar como una oca encolerizada. Su cutis rosado se volvía púrpura.
—¡Qué de cosas sabe!
Soplaba ante el deseo de saber todavía más.
—Pero estábamos a punto de hablar de otra cosa —dijo en tono acusador, pues sospechaba que su amiga tenía algo que contar.
Había sido el día anterior cuando Mrs. Jolley se había reunido con su patrona en la terraza y se había encontrado mezclada en un episodio bastante repugnante. Hasta el punto en que el ama de llaves vacilaba en recordarlo, pero de vez en cuando se palpaba las muñecas. Cuando había salido de allí precipitadamente, había tenido la intención de contar a su amiga la historia, quizá incluso de tomar una gran decisión. Pero, una vez terminado el incidente, ¿podía hacerlo? Incluso ¿lo deseaba?
Sin embargo Mrs. Flack había sondeado:
—Y esa pobre desgraciada en Xanadu… Los simples de espíritu me dan pena…
—¡Ella ha tenido su época!
—Claro, pero las hay de todos los géneros.
—Pero ella ha tenido su época. ¡Todo el mundo tiene su época!
Mrs. Jolley no dejaba de relamerse rápidamente los labios en los que no quedaba ya la menor traza de carmín, ni tampoco dejaba de estrujar sus guantes.
Los ojos de Mrs. Flack lanzaban destellos, y su amiga tuvo de repente la desagradable impresión de que había alguien bajo su piel.
—Hay que pensar en eso, claro —opinó Mrs. Flack.
—Hay que pensar en eso.
—Sin matarla a ella.
—¡Es poco probable!
Mrs. Jolley se echó a reír:
—Sin embargo es necesario que corra el riesgo. Como cuando éramos jóvenes, en una perrera bajo un techo que reventaba de calor, con pequeños guisantes para pelar, o vainas que pasar por el tamiz, y la cocinera nos zurraba la badana.
—¿Es usted rencorosa, Mrs. Jolley?
—No, no soy rencorosa, pero no he olvidado aquella época.
—Ése es un sentimiento que nunca he experimentado, el rencor —declaró Mrs. Flack.
Se callaron por un momento para encontrar una vez más aquella deliciosa impresión de desintegración y de unión.
Pero el tiempo pasaba. Mrs. Jolley se levantó, viva, animosa, y recogió sus bonitos guantes.
—Bueno —dijo—. ¡Muchas gracias! Ahora es necesario que regrese al lado de mi pobre señorita.
Y aspiró profundamente, sonrió y guiñó los párpados, todo a la vez.
Por su parte su amiga adoptó un aire digno y más ceremonioso. Sus clásicos gestos habrían podido ser los de un friso.
—Si se decide, ésta será su silla —dijo Mrs. Flack posando los dedos y una sortija de rubíes sobre una almohadilla muy rellena.
Mrs. Jolley no se animó a mirar, ni siquiera a hacer una reflexión, pero comprendía perfectamente.
—Aquí es donde se sentaba él después de su té de las seis, —llegó a confiarle Mrs. Flack en aquella ocasión—. Le gustaba comer pronto y luego ponerse a gusto… Nadie se volverá a sentar en esta silla, a menos que una amiga fiel…
Sin embargo Mrs. Jolley estaba entonces demasiado agitada para tomar una decisión. La expresión de su boca y sus gestos no eran los mismos, como si su ánimo se estuviera disputando entre las dos dueñas. No pudo responder más que:
—Espero una carta antes de darle una respuesta segura. ¡Usted sabe cómo son las cosas!
Entre las manos del destino, agobiada por el dilema, humilde y sonriente, Mrs. Jolley bajaba la cabeza. Se dejó conducir hasta la puerta, pasando junto a Las dos princesitas con sus perros, y a un perro pachón de lana que Mrs. Flack había hecho ella misma mientras esperaba que su difunto esposo se decidiera a pedirla en matrimonio.
Ambas señoras continuaban raramente su conversación en el momento de separarse, comprobando si hacía el tiempo bueno o malo y Mrs. Jolley se encontraba en seguida en la calle, con la cabeza siempre modestamente inclinada como una comulgante al regresar del altar. Era consciente de que todas las señoras tras sus ventanas se daban cuenta de su estado de gracia, ya que sin duda alguna la amistad purificaba.
Ya no se hablaba de Mrs. Flack, pero ella estaba siempre presente en Xanadu. Bajo una cierta luz metálica, detrás de las plantas de laureles delgados y secos, en los rincones de las habitaciones o las patas de los muebles, el suelo de madera, carcomido, había reventado, y en los rellanos en donde la tapicería colgaba descuidadamente, o se desprendía de las paredes, es donde Mrs. Flack se hacía más insoportable, aunque Miss Hare tuvo miedo, no sólo por su ama de llaves y compañera, que poniendo las cosas en el mejor de los casos era una dudosa adquisición, sino, lo que era mucho más serio, por la seguridad de sus bienes. Ya por medio de Mrs. Jolley, Mrs. Flack se había introducido en las menores ranuras de la piedra. La dueña de Xanadu se despertaba a veces por la noche en su cama llena de bultos y su oído esperaba el derrumbamiento… ¿O bien se trataría únicamente de un enorme soplido que convertiría la mole caída en montones de polvo?
Aquellas dos eventualidades aterrorizaban a Miss Hare.
Una noche tuvo hipo, y las salas de mármol de Xanadu resonaron de extraña forma. Mientras que iba de acá para allá, las chucherías de cristal que rozaba con el codo tintineaban. Un objeto de porcelana se rompió en alguna parte del salón.
—¿Qué le pasa, desmañada? —exclamó Mrs. Jolley—. ¿Es que no puedo dejarla sola dos minutos?
Mrs. Jolley siempre aparecía en el momento crucial. Aquella vez venía del piso superior, según parecía; y las suelas de sus babuchas resonaban en las baldosas. Llevaba una lámpara cuyo halo convertía a la noche en un pequeño ramo de flores. Por fin Mrs. Jolley llegó al salón, llevando en su mano un manojo de flores amarillas.
—No se puede confiar en usted, está bien claro —dijo la honesta ama de llaves ante los fragmentos rotos del objeto de porcelana.
—Todo esto es mío, ¡me parece! —se atrevió a replicar Miss Hare.
—¡Claro que es suyo! —dijo Mrs. Jolley irónicamente.
—Y nadie lo tocará.
—Salvo si todo lo convierte en añicos, comprendida la casa. ¿Qué hará ahora? ¡No hará otra cosa que irse a su maleza y contar las gotas de lluvia!
—Tengo hipo. Mejor dicho, tenía hipo, creo que ha pasado.
El ramillete de Mrs. Jolley se estremeció.
—¡Lo que usted ha tenido es miedo! ¡Se podría hacer fortuna lanzando a la cabeza de todos los que tienen hipo estas baratijas!
El impacto de las carcajadas de Mrs. Jolley rasgaba la noche. Miss Hare se sentía curada de su hipo, pero se sentía desfallecer.
—Mrs. Jolley —repitió—, su amiga…
La palabra resonó como un trueno.
Pero Mrs. Jolley que respiraba con dificultad en su corsé con ballenas metálicas, se había inclinado para recoger los trozos del jarrón, y mientras los barría tintineaban como trozos de hielo. Sin duda no lo había escuchado. Y Miss Hare se preguntaba qué es lo que habría dicho en caso contrario, pues si la presencia de Mrs. Flack era constante, no era menos tangible.
Después Mrs. Jolley se incorporó.
—¿No me irá a dejar? —imploró Miss Hare.
La mujer quedó inmóvil. Se diría que acababa de descubrir un grano en el labio. Era demasiado embarazoso.
—Dejarme en la oscuridad, quiero decir… —explicó Miss Hare.
—¿Ha llegado hasta aquí, no? Con el hipo, ¿y antes?
Parecía contrariada.
—¡Oh!, sí —dijo Miss Hare— me quedaré aquí si usted quiere. Voy a abrir el postigo; había olvidado que hacía luna llena. Voy a quedarme aquí sentada un poco tranquilamente.
En seguida la luna iluminó algunas partes del suelo en donde se quedó Miss Hare después de la marcha de Mrs. Jolley. La vagabunda consiguió resistir mucho más de lo que esperaba, y por un extraordinario esfuerzo de voluntad consiguió no ser arrastrada contra las orillas de la noche. Sin embargo otras formas amenazadoras rondaban a su alrededor, y aunque en el último segundo se revelaban buenas, ella no podía dejar de identificarse con las que le parecían malas. En el brumoso silencio, ambas mujeres expertas en torturar, desplegaban su cabellera y se cubrían el rostro con un velo. Sus palabras se le ofrecían ocultas. Por otra parte comprendía que era imposible percibir el motivo de los actos si no podía leer en los rostros.
Al amanecer, Mrs. Jolley apareció, bien real, y arrancó el pequeño timón de las heladas manos de Miss Hare. Mientras hacía danzar la barca en su ira, veía caer sobre sus flancos las gotas de rocío.
—¡Cómo me odia usted! —dijo Miss Hare ante aquella encarnación del mal.
El rostro de la liberadora se estremecía de exasperación. La ausencia de la dentadura postiza envejecía su boca, que de hecho habría debido expresar inocencia, mientras que al contrario las palabras vibraban, casi lívidas, entre sus encías.
—Pienso en su salud, eso es todo —resopló Mrs. Jolley—. En un sentido tengo cierta responsabilidad, pero me pregunto por qué me habré echado esto sobre los hombros.
«Así el mal puede ser al mismo tiempo bien» concluyó Miss Hare, que sin embargo no pudo dejar de añadir:
—¡Pero todavía no ha aplacado el placer de torturarme!
—No voy a malgastar mi saliva con una persona como usted —replicó Mrs. Jolley conduciendo a su patrona hacia la escalera.
Durante el desayuno ambas hicieron como si aquel incidente no hubiera existido. Era una mañana vivificante. Miss Hare tenía la impresión de que la luz irradiaba. Ella misma desbordaba certidumbres y comunicaba con exuberancia sus descubrimientos.
—Me doy cuenta de que me he equivocado al temer por Xanadu —dijo por encima de su plato de corn flakes—. No debo temer que me lo quiten, ya que todo lo que he aprendido seguirá siendo mío.
—¡Lo que usted ha aprendido! —estalló Mrs. Jolley—. ¿Qué es lo que usted puede haber aprendido?
—Durante años, cuando aquí había gente, tenía la costumbre de deslizarme bajo la mesa, entre las piernas de los comensales, ¡y he visto muchas cosas!
—Eso pasa siempre en las grandes casas, pero sólo lo saben los criados. Usted estaba sentada en los mismos cojines que su madre y su padre.
—Yo era la criada de las criadas. Era una chiquilla muy fea. Las criadas me leían sus cartas, ya que yo no existía para ellas, y a veces me empleaban cuando necesitaban de mí, sobre todo cuando se ponían sus bonitos sombreros para ir a ver a sus enamorados.
Mrs. Jolley murmuró con burla:
—Haría mejor en comer sus corn flakes.
—Pero no es eso de lo que quería hablarle. Tome el agua por ejemplo. Si se está a solas ante ella uno se vuelve en algo semejante al agua, o entra en ella.
Mrs. Jolley se había levantado y metía la vajilla en el fregadero. Los platos se rozaban peligrosamente, pero no obstante no se rompían.
—Todavía no sé —continuó Miss Hare—, si puedo considerar eso como un descubrimiento. Quizás alguien me lo diga y al mismo tiempo me explique cómo distinguir sin error el bien del mal.
Mrs. Jolley continuaba masticando y su rostro no mostraba más que prominencias. Era evidente que no respondía, y no sólo porque tenía la boca llena.
—Y si Xanadu que no puedo dejar de amar ¿es el mismo mal?
—¡Eso sí! —exclamó Mrs. Jolley acabando de tragar el mendrugo que desde hacía un rato saboreaba.
—Es como algunos objetos de plástico —añadió Miss Hare—. El plástico es malo, muy malo.
En seguida Miss Hare, siempre al acecho, salió momentáneamente fortalecida por su descubrimiento. Se daba cuenta del lamentable espacio de sus insuficiencias que por costumbre sentía hormiguear en la punta de sus dedos.
Luego fue evidente, lo que era normal, que Mrs. Jolley preparaba algo, toda una serie de torturas, mientras dirija los días. Permanecía sentada durante minutos fija la mirada en el calendario que le habían dado en la tienda de ultramarinos para permitirle rectificar un error, ya que Miss Hare nunca se había preocupado del tiempo, y mucho menos de la fecha.
—¡Quién diría que estoy aquí desde hace tanto tiempo! —hizo notar un día el ama de llaves.
—¡Yo! —dijo Miss Hare riendo—. Pero de todas formas es sorprendente.
—Es porque tengo una conciencia —sugirió Mrs. Jolley.
—¡Seguramente!
—Y espero consejos de alguien.
—Yo se los daría si pudiera —dijo Miss Hare sinceramente—. Pero no se puede aconsejar a los demás.
Como lo hacía a menudo, Mrs. Jolley se puso a limpiar el polvo con mayor rapidez, en gestos perfectamente inútiles, a los que la arrastraba su conciencia.
—¿Sabe una cosa? —dijo Miss Hare—. Creo que ahora soy lo bastante fuerte como para no importarme que usted decida irse a vivir a casa de su amiga.
—La amistad —murmuró Mrs. Jolley—, obliga a veces a lanzarse al agua.
—La amistad es como dos cuchillos —dijo Miss Hare—. Se afilan cuando se frota uno contra otro, pero sucede que uno se escapa y una se corta un dedo.
Aquello encolerizó furiosamente a Mrs. Jolley, y arrancó una cortina del comedor. Pero Miss Hare ya no se preocupaba. Sentía que por el momento estaba por encima. ¿O también había algo de malo en ella que a veces tomaba el mando? ¿Algún elemento humano? Evocaba con nostalgia las ocasiones en que había perdido su identidad para confundirse con los árboles, los matorrales, los objetos inanimados, o para penetrar en el alma de los animales, cuyos deseos siempre eran honestos y jamás equívocos.
Se entristeció, pero también lo vio todo más claro y quedó un poco sorprendida por el incidente que permitió a Mrs. Jolley recobrar su propia estima.
Una mañana bastante fresca, ya que era bastante temprano, el ama de llaves había salido al patio en donde se puso a pisotear tan fuerte y tanto rato que no dejó de inquietar a Miss Hare que la escuchaba desde un cuarto trastero, en donde generalmente se sentía en paz, en medio del olor de las manzanas, el correteo de los ratones y la luz quebrada por un viejo ventanuco de bambú deformado.
Pero aquella vez su corazón palpitaba, mientras que espiaba el ruido de aquella actividad sospechosa en el patio. Finalmente el raspar de una pala sobre la piedra —sonido bien reconocible— la lanzó afuera. Bajó rápidamente los escalones poco numerosos pero viejos, corrió por interminables pasillos, al pasar percibió un olor a agua estancada y acabó por llegar, torpe y vergonzosa, al porche que daba paso al patio.
—¡Ah! —gritó en seguida—. ¡La ha matado!
Lo que le quedaba de voz raspó dolorosamente su garganta, y se enfrentó al aire crudo de la mañana.
Ella no estaba en su sitio en el patio, y lo sabía. Unos mechones se escapaban de su moño, su vestido estaba desordenado, pero el acostumbrado carácter de la situación y su inspirado ánimo le hacían gozar de ese desorden. Su sonrisa, que hubiera debido ser demoníaca, era agradable e inocente, mientras bajaba los ojos hacia la pala, o hacia la serpiente cuyas dos mitades todavía se retorcían.
—¡Usted la ha matado! —protestó Miss Hare gimiendo—. Yo le daba leche; y la bebía, y me permitía mirarla algunas veces, pero no había conseguido ganarme completamente su confianza. ¡Existe algo malo en mí!
Jadeaba:
—¡Así que ha matado a la serpiente!
—Eso no es matar —dijo Mrs. Jolley apoyando la pala contra el muro—. Es desembarazar al mundo de un ser dañino.
—¿Quién puede decir lo que es dañino y lo que no lo es?
Al menos había recibido la fuerza de soportar, y en aquel patio, además, en donde tantas cosas habían sucedido ya, con el sacrificio de su pobre cabra y la innoble muerte de su padre.
Se inclinó para coger las dos partes de la serpiente muerta, y Mrs. Jolley se puso a temblar echándose las manos a la cabeza.
—¡Va a morderla! ¡Son venenosas incluso muertas!
Las horribles manos de Miss Hare parecían tan vulnerables y tan cómicas con sus pecas…
Mrs. Jolley tuvo un acceso de risa contenida, después murmuró:
—¡Qué extraña soy! ¿Cómo habré podido…?
Aplacada por su triunfo, no miró lo que su ama hacía con el pequeño cadáver, pero casi en seguida se enfadó.
Mrs. Jolley era capaz de permanecer enfadada varios días más, hasta el punto de olvidar que era una señora y madre de familia, si Miss Hare se arriesgaba a preguntar:
—¿Le gusta el plástico a Elma?
O bien si insistía:
—Vamos, Mrs. Jolley, hábleme del convite que dio Merle en honor del director de aduanas, el día en que se quemó la besamel.
Su interés era sincero. Habría adorado ver al director instalado ante su mesa barnizada durante las horas de oficina, con una taza de té con leche en la mano.
O bien incluso preguntaba:
—Nunca me ha dicho si Mr, Apps tiene bigote.
O:
—Me pregunto si un conductor de locomotoras tendrá miedo.
Mrs. Jolley no respondía. Se enfadaba, pero Miss Hare sentía un poco de vergüenza al imitar la crueldad de los hombres.
—Yo soy la mala —suspiraba a media voz.
La casa estaba siempre llena de resonancias. El viento se colaba cuando las mujeres olvidaban cerrar las ventanas, ahora casi cada día, aunque las hojas muertas comenzaban a esparcirse por los brocados y una vez se encontró, sobre la mesa, el papel que había envuelto el bocadillo de un paseante o de un oficinista viajero. Sin sus recuerdos estereoscópicos Miss Hare habría estado sorprendida y apenada.
—Esto es demasiado —decía Mrs. Jolley.
Pero como era posible arrugar una pelota de papel llevada por el viento, es lo que hizo Miss Hare, que en seguida la tiró a un rincón, en donde permaneció invisible.
Por el contrario, durante todo aquel tiempo, era evidente que algo iba a producirse. Mrs. Jolley esperaba la inspiración, Miss Hare una explicación, y la espera era generalmente recompensada de una u otra forma.
En el caso del ama de llaves, era posible que la prolongada ausencia de símbolos materiales hubiera quebrantado su fe religiosa y detenido las cosas. ¿Era concebible que los muros de ladrillo rojo, que siempre había venerado, fueran susceptibles de desmoronarse como las piedras de Xanadu? Aquélla era una bomba demasiado grande, demasiado increíble para ser aceptada por un espíritu ordenado, y así descartaba esa posibilidad. Pero es difícil creer en las bombas antes del momento de su caída. Que Mrs. Jolley vacilara o no tras el velo tembloroso de sus convicciones, era evidente que abría su libro de oraciones para intentar descubrir la eficacia y el desconcierto de sí misma, pero era inútil. Llegaba incluso a evocar la imagen de su marido, y luego recordaba algunos aspectos de su última entrevista: una ceja inmovilizada, los dientes clavados en la última palabra, eterna como una piedra. Entonces renunciaba. Comenzó a sufrir ardores de estómago, y su dentadura permanecía a veces toda la mañana en su vasito.
Pero, naturalmente, la verdadera causa de su enfermedad era su dueña. Desde que lo comprendió, Miss Hare no hizo más que padecer.
El ama de llaves se puso a circular por la casa, toda sumergida en intenciones. Giraba el picaporte de las puertas que hasta entonces nunca había abierto, y esto la condujo a subir hasta la pequeña bóveda de cristal amatista, en donde encontró entre el aire viciado, un montón de huesos podridos de pollo. Husmeaba sin cesar en los armarios, en medio de selvas de largos trajes bordados, mientras que un satinado de cuentas metálicas le llovía sobre el dorso de las manos, y las barbas de plumas y los menudos plumones olvidados por madres sonrientes revoloteaban ante sus narices. Había forzado cerraduras cuando deseaba leer cartas que estaban en un cajón, y en las que sólo había descubierto palabras.
Al carecer de un arma verdadera, cargada de infalibles municiones, o provista de un cuchillo que matara limpia pero cruelmente, se volvía positivamente rabiosa. Era imposible que bajo una arena inocente y vacía, existieran subterráneos de una decrepitud tan suntuosa. Frente a esta última sospecha, Mrs. Jolley estaba un día junto a la mesa de madera de Boulle, cuando vio de repente un objeto que quizá siempre se había encontrado allí aunque ella no se había preocupado en fijarse en él. Era un abanico de plumas de pavo real, regalo del mercader armenio del hotel de Asuán. Acababa de desplegar las hojas del abanico, y la concha quebrada y el pergamino despegado de las plumas ya no servían para nada. Estaba de pie, sin resolverse, con el abanico entreabierto en la mano.
Pero Miss Hare lo comprendió demasiado bien.
Acababa de aparecer en la puerta, tocada con su eterno sombrero de mimbre. El que Mrs. Jolley hubiera descubierto el abanico de su madre carecía de importancia. Los recíprocos sentimientos de Mrs. Hare y de su hija reposaban más en el deber que en el amor. Pero Miss Hare comprendió entonces que aquel abanico podría convertirse en una bisagra de la que dependía mucho si se abriera inconmensurablemente.
—Le ruego que vuelva a dejarlo sobre la mesa —dijo—. Es antiguo y muy frágil.
—Es un bonito abanico —murmuró Mrs. Jolley.
En su perfil todavía medio oscuro, parecía medio diabólica, medio pueril.
—¡Para ir al baile!
El recuerdo de las veces que ella había ofrecido a los que bailaban, bandejas con helados, giraba en su cabeza con una luz cruda.
—Déjelo en su sitio, ¡por favor! —insistió Miss Hare sin mucha esperanza.
—¡Cómo bailarían con los plumones de cisne antes de que se los comieran las polillas! —prosiguió Mrs. Jolley—. ¡Toda la noche! ¡Hasta el amanecer!
Entonces sucedió algo espantoso: Mrs. Jolley se puso a bailar, primero lentamente, vacilante, arrastrando sus zapatillas de trabajo sobre el suelo del salón de Xanadu. Su rostro no hacía todavía más que ensayar expresiones, sus brazos y su cuerpo posturas. Pero su coraje o su mal genio prevalecieron. Desaparecieron las muecas de sus mejillas, y su boca se fijó en una sonrisa de porcelana blanca azulada, la sonrisa de la obsesión. Ciertamente se deslizaba, flotaba, rechinando, lo que no podía ser de otro modo estando como estaba encorsetada; y sin embargo estaba fuera de todo mundo, de todo control, fuera el suyo propio o el de su patrona.
¡Su patrona! Aquello siempre la había hecho reír, y entonces más que nunca. Se deslizaba, flotaba. Del salón entró en el comedor, arriesgándose incluso a dar vueltas.
Volvió la cabeza hacia atrás, con la garganta tensa. Su risa subía, brotaba en pesadas carcajadas.
—¡Al baile, al baile! —cantaba Mrs. Jolley.
Después su voz se estranguló. Mientras daba vueltas se puso a toser. ¡Qué polvo!
—Si intenta hacerme sufrir, no lo conseguirá —lanzó Miss Hare—. ¡No la miro!
Pero ella también bailaba… bajo su amplio sombrero de mimbre. Dio la vuelta tropezando con sus cortas piernas macizas.
—¡Todos los jóvenes —cantaba Mrs. Jolley—, todos los jóvenes tienen que bailar con la heredera de Xanadu!
Al mismo tiempo se abanicaba y sus pupilas azules eran entonces demasiado jóvenes para conocer la piedad.
—¡Todos los jóvenes! —añadió—. ¡Con bigotes o sin bigotes! ¡Y los débiles primos! ¡Dios mío! —jadeaba Mrs. Jolley fatigada.
Un montón de plumas de pavo real se desprendió.
Miss Hare la seguía… Tal vez la conducía… En todo caso giraba como una peonza, con breves gemidos.
Las figuras de la danza que se desarrollaban tortuosamente a través de las habitaciones y antecámaras, pasillos y rellanos, y que subían a lo largo de las empinadas escaleras, conducían sin embargo todo derecho al pasado que nunca había parecido tan ridículo, vestido de tarlatana y seco bajo su carmín. De esta forma Miss Hare la seguía o conducía; y Mrs. Jolley bailaba, a veces de la forma obscena con que se estrecha el cuerpo de una pareja, haciendo caer de vez en cuando una silla dorada, y todos los bailarines de todos los valses de otros tiempos regresaban a Xanadu: los respetables pechos y los pequeños senos en forma de manzana, las venas de coral o de aguada tinta, las mejillas de tiza y los moños torturados, y los señores, ¡los señores! Nunca los zapatos de charol habían confesado tan abiertamente como en la ocasión de la cruel representación de Mrs. Jolley. Nunca la música de Sydney había conservado tanto brillo bajo el lustre. Nunca la conversación había abierto heridas tan profundas.
Arrastrando los pies, girando, tropezando, las bailarinas iban en varias ocasiones a pasar al otro lado de la rampa. A Miss Hare le palpitaba el corazón y Mrs. Jolley retenía su aliento. Pese al maleficio de los arabescos que se estiraban, hechos de aire y de música, y ponían en peligro su vida, la dueña de Xanadu prefería mirar el one-step, cuyo ritmo les iba mejor a las grandes señoras de mirada triste que avanzaban laboriosamente.
Una profunda tristeza reinaba en las amplias habitaciones deterioradas, en los espejos y los recuerdos.
Por último Miss Hare no pudo evitar el gritar:
—¡Deténgase, se lo ruego! ¡Deténgase!
Los cordeles que controlaban sus actos le hicieron levantar la mano pidiendo misericordia.
Entonces los bailarines se detuvieron. Y Mrs. Jolley se detuvo.
—¡Gracias! —dijo Miss Hare jadeante—. ¡No puedo permitirme tantas cosas en un solo día!
Estaba casi anonadada bajo el ala de su pesado sombrero.
Mrs. Jolley quedó sorprendida y dijo, en un tono de reproche que su cansancio atenuaba:
—¡Usted me ha hecho bailar! ¡Y hubiera podido romperme el cuello! En fin, no tengo por qué criticar mi posición, sobre todo cuando usted no está en sus plenas facultades, ambas lo sabemos bien.
—¿Mis facultades? —dijo muy dulcemente Miss Hare.
El ama de llaves se preguntó si no había ido demasiado lejos, y después decidió coger la ocasión por los pelos.
—¿Ha olvidado la otra tarde en la terraza? —dijo vivamente—. ¿Y lo que dijo e hizo antes de perder el conocimiento?
—¿Qué tarde en la terraza? —replicó lentamente Miss Hare.
—No cuente conmigo para detallar la fecha —añadió secamente Mrs. Jolley—; ni para repetir exactamente lo que usted dijo. ¡Pero he tenido señales en las muñecas durante días!
—¿Yo le hice daño?
—¡Y cómo! Felizmente para mí usted se desvaneció.
—Pues no recuerdo nada.
—Era una especie de ataque.
Un agitado terror amenazaba con devorar a Miss Hare.
—Pero ¿no le dije nada? —insistió—. ¿Nada importante?
—Eso depende de lo que usted entienda por importante.
—¡Respóndame! —ordenó Miss Hare.
Mrs. Jolley se hacía rogar.
—Respóndame, Mrs. Jolley —insistía la propietaria.
Entonces Mrs. Jolley cambió de táctica, en parte porque olfateaba el golpe de gracia en lo que iba a decir, y en parte porque tenía un poco de miedo.
—Se trataba de un carro —mencionó con la mirada acerada pese a su temor.
—No quiero que se me mienta —exclamó Miss Hare.
—La verdad duele —replicó Mrs. Jolley triunfal.
—Es usted una mujer mezquina, una mala mujer —acusó Miss Hare—. ¡Lo sabía, siempre lo he sabido!
—¡Diga lo que quiera! ¡Ya que oye carros en el crepúsculo como si se tratara de taxis…!
—¡Oh, qué mala es usted, qué mala!
—Y usted está enferma. ¡He sido una estúpida al no llamar a un médico para que la cuidara!
—¡No llame nunca a un médico! ¡Nunca, nunca!
—No me quedaré lo bastante para verlo.
—¡Se quedará con sus pensamientos y será peor!
—¿Qué es lo que sabe de mis pensamientos?
—Lo que usted me ha dicho.
Mrs. Jolley debió hacer un esfuerzo para soltar su delantal que estrujaba con ambas manos.
—Entonces, estamos bajo la misma insignia.
Miss Hare se negó a admitir aquello y daba vueltas desesperadamente a la cabeza para descubrir la prueba de su elección.
—Pero bueno, ¿qué es lo que dije? —repetía con un tono suplicante—. ¿Qué dije aquella tarde en la terraza?
Mrs. Jolley movía la cabeza.
Si Miss Hare no hubiera estado tan débil quizá se habría inquietado más. Un abejorro zumbaba mientras construía su nido en el resquicio de una puerta. El ama de llaves se había eclipsado según su costumbre. Un desierto azotado por el viento no hubiera estado más vacío que la soledad evocada por el ruido del insecto.
Sin embargo aquélla era una mañana de primavera, en el lujurioso momento en que reposa la hierba. La propiedad parecía vivir bajo la hierba. La luz no era ya el honesto metal dorado que esparce el sol, sino que rezumaba el amarillo verdoso y la misma pulpa de la hierba. Cuando Miss Hare salió de aquel mundo verde, las ramas de las gramíneas la arañaron, mientras que otras la amenazaban. Pero ella había visto lo peor y continuó su camino.
Descendió y se aventuró entre las plantas tiesas, agudas, sonoras, y las zonas de sombras, en que los ramilletes mullidos, indolentes, se doblaban exhalando un olor amargo. Fue hasta lo que en otros tiempos era un vergel por el que se paseaba, según creía, hacía muchos años. La carencia de sonidos no impedía la celebración primaveral. El laberinto de los árboles de ramas no cortadas se cubría de un barniz nuevo en donde brotaba la gracia de los ramilletes de flores inmaculadas. Reconocía el ciruelo, el árbol más grande que nunca había visto.
El ciruelo había alcanzado manifiestamente el apogeo de su gloria anual, y florecillas blancas y apretadas desafiaban a la hierba y devolvían su color al cielo. Por otra parte, el sol había recobrado sus derechos y colgaba del árbol una guirnalda luminosa.
Miss Hare al pasar se rozaba con la hierba perfumada. Habría podido nadar eternamente en aquella ola hacia la isla de su árbol, con las manos alargadas y suplicando no ya que la salvara, sino que la reconociera.
Entonces él salió entre las matas donde parecía estar sentado.
—¡Oh! —dijo ella, inmovilizándose en las olas de hierba que le azotaban las rodillas.
Él la esperaba de pie junto al árbol, aunque nunca le hubiera visto ella.
—He venido —dijo el hombre—. He visto el árbol.
—Sí, es mío. ¿No es cierto que es hermoso? No lo había visto desde hacía años.
Lanzaba pequeños murmullos de alegría y reconocimiento.
El hombre parecía reconocerla, o al menos no sorprenderse, lo que era reconfortante.
Ella vio que era extranjero y muy feo.
—¿Quiere usted sentarse a la sombra? —le preguntó—. Para aprovechar el árbol.
Estaba tan llena de ardor, tan llena de una luz feliz, que una negativa no la habría herido; y eso que tan a menudo era rechazada.
Pero el hombre aceptó su ofrecimiento.
—Me llamo Himmelfarb —dijo en un inglés correcto pero singular.
—¿De verdad?
Se agacharon juntos para pasar bajo las ramas que iban a convertirse en palio.