Al día siguiente, el de la llegada de Mrs. Jolley, Miss Hare no se atrevió a asomar fuera la nariz antes de que la mañana estuvo bien avanzada, por miedo a ver repetirse su aventura de la víspera. No se sentía lo suficientemente fuerte para soportarlo. Sin embargo se levantó como de costumbre en la oscuridad, y no sin tropezar, se puso precipitadamente su jersey. Encendió el fogón con ramitas y pequeños troncos lentamente aserrados con anterioridad. Arregló un poco la habitación que había decidido reservar al ama de llaves. Pero no descorrió las cortinas antes de haber visto en el suelo brillar un sol ya bastante alto. Entonces no esperó más y salió, para sumergirse en seguida en los numerosos ritos menudos que todos los días llevaba a cabo con devoción.
La mañana brillaba todavía con todos sus colgajos de luz móvil, y su centro rosáceo. Las agresivas hojas de las altas hierbas estaban todavía húmedas. A veces las secaba, lo que el sol habría podido hacer después mejor que ella. Pero en seguida lo dejó; era demasiada fatiga para su edad. Prefirió esparcir algunas miguitas, y los pájaros se posaron a sus pies, moviendo la cabeza, saltando, picoteando, subiendo a sus hombros, yendo incluso a inclinarse sobre el ala de su sombrero. Provista de un cuchillo enmohecido, cortaba pedacitos de pan en fragmentos del tamaño que ella sabía adecuados. Inclinada hacia adelante, con su falda extendida por detrás, se volvía supremamente ceremoniosa, como algunas gordas palomas —una o dos— que habían descendido de los eucaliptus. Todas las gargantas se movían, se ondulaban, y la suya más que las otras, al unísono con las de los pájaros.
Una serie de actos consagrados fueron ejecutados en el orden ritual: sacó las escudillas llenas de agua. Algunos días antes una serpiente había aparecido entre dos piedras del muro, con rayas leonadas en el lomo. Los ojos de Miss Hare tenían ante sí un magnífico reptil, pero aunque quedó inmóvil en seguida, no había sentido el grado de autoridad sacerdotal del que estaba investida aquella mujer desconocida, y por una ranura de las piedras, había regresado a los cimientos de la casa. Desde entonces cada mañana colocaba un plato con leche, pero la serpiente no se dejaba seducir. Ella la esperaba, sabiendo que acabarían por entenderse perfectamente.
La mañana avanzaba, el viento se había levantado; fustigaba las cosas y se introducía por su corpiño. Sintió un ahogo, no a causa de una enfermedad física, sino por el dolor moral lejano que habría de soportar por la tarde.
¡Hablar con aquella mujer…!
Miss Hare regresó.
Al menos tenía su casa. Podía subir a su casa. Su esplendor hablaba por ella con la voz del mármol y del oro, y las sugestiones más discretas de la tapicería. Iba de acá para allá, haciendo entrar siempre más claridad, y los rayos de luz se marcaban en las alfombras, se elevaban, y columnas doradas se proyectaban en la sombra de algunas habitaciones, cosa que nunca había sucedido anteriormente.
En una pequeña habitación que nunca había sido muy empleada —era aquélla en que su madre y ella se encerraron la tarde del falso suicidio— cogió un abanico que no carecía de elegancia ni de belleza, con encaje y plumas flamantes, que un mercader armenio había regalado a su madre en un hotel de Assuán.
Miss Hare cogió el abanico, pero al ver su rostro en un espejo, no se atrevió a abrirlo.
La ráfaga de pánico la invadió de nuevo.
Era la hora. La advirtió la luz, y no su estómago, ya que raramente tenía hambre y parecía alimentarse de sus experiencias cotidianas; en cuanto a los relojes, estaban mudos en Xanadu: un día se habían parado, y Miss Hare no se preocupó de volver a ponerlos en marcha. Pero la luz le decía todo lo que necesitaba saber, y ahora las ventanas abiertas estaban altas y frías, con una helada luz blanquecina de final de tarde.
Miss Hare se puso a correr de un lado a otro, precipitadamente. Arrastraba sus vestidos como lo había visto hacer a los demás, pero tenía tendencia a maltratar lo que los demás habrían tratado con cuidado. De sus cabellos no se podía conseguir nada, y además llevaba su inevitable sombrero.
Mrs. Jolley descendió del autobús en la esquina de la estafeta de Sarsaparrilla. No podía tratarse más que de ella, con aquel abrigo negro, compuesto por innumerables entrepaños —que tenía el aspecto de estar todo lleno de costuras— bajo el que no podía ir más que el uniforme azul marino esperado por Miss Hare. El sombrero tenía más colorido, era casi audaz, de un azul intenso, pese al luto del que el ama de llaves había puesto al corriente a su futura señora. Del extremo colgaba, detalle aún más audaz por no decir osado, un pequeño velo de color malva. Y sin embargo era la misma imagen de la señora esperada, discreta y de buen humor, llevando en la mano su maleta oscura, la que fue a buscar a la parada del autobús.
—¡Oh, Dios mío, tengo que ir! —se dijo Miss Hare suspirando.
Durante todo ese tiempo, en la calle llena de guijarros, Mrs. Jolley sonreía sin motivo. Tenía un hoyito en un extremo de la boca y dientes perfectos.
—Perdón —dijo Miss Hare abordándola por fin—. ¿Es usted la persona? Perdone —se aclaró la garganta—, ¿la esperan en Xanadu?
Mrs. Jolley reprimió lo que pudo ser un discreto eructo.
—Sí —dijo muy lentamente, tanteando el terreno con la punta de los dientes—. Sí, creo que era un nombre así, en casa de una señora que se llama Miss Hare.
Ésta última se sintió llena de una inmensa presunción, bajo la mirada de Mrs. Jolley, y habría retrasado con gusto el momento de nombrarse.
Pero los blancos dientes de Mrs. Jolley —nadie habría visto seguramente otros más blancos— se impacientaban visiblemente. Su hoyito desaparecía intermitentemente. Su expresión, que algunos habrían podido encontrar maternal, se volvió ambigua bajo el peso de la sospecha.
—Yo soy Miss Hare.
—¿De verdad? —dijo Mrs. Jolley incrédula.
Y luego intentó recurrir a sus dientes.
Pero el brutal viento de aquella tarde fría no era de los que autorizan las charlas. Colocó el velo malva sobre los ojos de Mrs. Jolley e incluso azotó su abrigo negro.
—Sí —confirmó Miss Hare—, yo soy.
Mrs. Jolley no creía lo que oía.
—Espero que le gustará Xanadu —continuó la vieja—. Es una gran casa, pero nosotras podemos perfectamente ocupar sólo una parte. Nos mudaremos de vez en cuando, y así cambiaremos.
Mrs. Jolley la siguió por la tosca carretera. Llevaba puesto el calzado que se había comprado para el viaje, botas negras y confortables; sin embargo tenía la impresión de que sus tobillos no resistían y sentía los guijarros puntiagudos a través de las suelas.
—¿No tiene usted coche?
—No —dijo Miss Hare—, no tengo coche.
A la altura de la casa de Mrs. Godbold, las zarzas se engancharon en el abrigo de Mrs. Jolley.
—Nunca hemos tenido coche, ni siquiera cuando vivía mi padre. Evidentemente en aquellos tiempos no había muchos coches. Teníamos caballos. Mi padre adoraba a los caballos y estaba magnífico cuando conducía su tiro de cuatro caballos grises.
Mrs. Jolley no podía creerlo. Pensaba en los tranvías. Habría llorado.
—En nuestra familia todo el mundo tiene su coche.
—Ah —replicó Miss Hare—. No, aquí no hay coche.
De vez en cuando el aliento de ambas mujeres se confundía desagradablemente. Cada una habría querido desaprobar a la otra.
—Es una satisfacción para una madre —dijo Mrs. Jolley torciéndose los tobillos— tener tres hijas bien colocadas.
—Ciertamente —opinó Miss Hare.
Sin embargo no creía una palabra.
Se encaminaron a lo largo de la pista que conducía a Xanadu y que el Consejo había bautizado con el nombre de avenida. Al llegar, la dueña de aquellos lugares hizo franquear a su compañera la valla, y cogieron el menos tortuoso y más largo de los senderos.
Consciente de las responsabilidades que le esperaban, Miss Hare apresuró el paso. Detrás de ella, Mrs. Jolley escuchaba de vez en cuando un ruido de tela desgarrada. El silencio de la espesura era inquietante.
En tales circunstancias, el verde naciente de las encinas y de los macizos olmos brotaba como un agudo grito para vencer a la maleza, y las vistas graciosas de las flores de los ciruelos y de los manzanos silvestres, sembrados de tal forma que se veía el entramado negro de sus brazos, desgarraban el corazón.
—¡Menos mal que me puse mis medias de hilo! —hizo notar Mrs. Jolley.
El velo ya no estaba terso.
—Las espinas de las bardanas pican un poco, pero son muy fáciles de quitar —exclamó Miss Hare por encima del hombro, con un esfuerzo de buena voluntad.
Se sentía nerviosa como si tuviera en la cabeza una horrible preocupación, sin recordar exactamente en qué consistía.
—En seguida llegaremos —dijo en un tono animoso.
Por fin llegaron.
—¡Ya estamos!
La voz de Miss Hare vibraba.
Mrs. Jolley no respondió nada. Lo más que hizo fue levantar la vista.
Subieron la última pendiente. Bajo los pasos de la extraña, el suelo de mosaico de la galería exterior sonó como nunca había sonado.
Pero la casa parecía aún más vacía.
Miss Hare había abierto la puerta. Entraron. Permanecieron allí, de pie, indecisas.
—¡Se ve que no han arreglado esto desde hace mucho tiempo!
Las voces de Xanadu no protestaron. Lo aprobaron, heladas como la piedra.
—Nadie viene a la casa —dijo Miss Hare.
—Tampoco eso añade nada —replicó la más grave voz de Mrs. Jolley.
Ni la una ni la otra habrían sabido explicar lo que acababa de decir. Cada una seguía su pensamiento, o mejor, Miss Hare comenzaba a recordar lo que había olvidado. En sus sienes se notaba el relieve de sus venas. Parecía como si algún extraño socarrón hubiera tocado con el dedo la verdadera puerta y abierto.
—Éste era el salón —dijo, molesta por emplear el pasado—. Y el comedor está detrás de la puerta plegable.
Molesta de su brutalidad.
Estaban en el presente, en las últimas horas de una tarde de primavera cuya luz es a veces despiadada. Un rayo caía sobre el mobiliario, o un recuerdo esperaba ser reconocido bajo las tapicerías.
—Nunca he visto algo semejante —confesó Mrs. Jolley, que se aislaba todo lo que podía tras la protección de sus vestidos.
Lo que el tiempo no había destruido se inundaba de luz. Coquetas y pequeños veladores frívolos parecían saltar hechos pedazos de un golpe. Sólidas piezas de marquetería y la mesa con tentáculos de pulpo fueron aniquiladas.
Volviendo a coger el hilo de su primera intención, ambas mujeres vagaron de izquierda a derecha, sin cesar de batirse en retirada. Un postigo se había puesto a batir. Sobre la alfombra de Aubusson, o mejor, sobre lo que debía ser una alfombra cubierta de ramitas, césped, moho y restos de insectos, viejos nidos atrapaban a los pies culpables en la trampa de los recuerdos. En un lado del comedor, allá en donde una memorable tempestad había arrancado trozos de una ventana, había entrado un olmo y sus ramas negras se balanceaban. Sus primeras hojas parecían láminas de los más pasivos colores del refinamiento humano. Pequeños jirones de cielo azul asomaban por un telón irregular. En algunos sitios la lluvia había resbalado, goteado a lo largo de las paredes y sobre el mármol, que había cobrado un color amarillento.
—En estos sitios se han orinado los perros —suspiró Miss Hare.
—¿Cómo? —dijo Mrs. Jolley dudando de lo que oía.
Pero Miss Hare no respondió. Expresados o no, ella era la dueña de sus pensamientos, y el ama de llaves ordenó el recuerdo de lo que creía haber escuchado en los estratos de su memoria, para dejarlo madurar hasta el momento que tuviera necesidad de ello.
Por fin, Miss Hare aclaró su garganta que parecía también llena de musgo. No podía más.
—Creo que es hora de que la conduzca a su habitación —dijo.
A medida que subía la escalera, que se enroscaba en lentas espirales en un punto de luz, el corazón de su propietaria se oprimía ante su belleza.
—Aquí me sentaba a veces para escuchar la música y mirar a los que bailaban. ¡Qué hermoso era!
La escalera subía, giraba, albergaba puertas cerradas, y se veían pasillos como túneles que se perdían a lo lejos.
—Claro está —dijo en tono perentorio, y describiendo un arco con la mano— que muchas de estas habitaciones no han sido abiertas desde hace muchos años. No existía ninguna razón para hacerlo, sobre todo después de la muerte de mi madre, al principio de la guerra. La segunda, sí, la segunda guerra. Mi padre es el que se fue durante la primera. Me encontré a mi madre muerta en una silla. Pero no es éste el momento de contarle la historia de mi familia, sobre todo en la escalera.
—Yo tengo hijos —dijo Mrs. Jolley— y siempre estoy dispuesta a hablar de ellos a las que han sido madres como yo.
Su alianza golpeó el hierro forjado. Pese a su sofoco, debía obrar con firmeza entonces y después. Su corsé era bien elocuente mientras seguía a Miss Hare. Se conducía como convenía a una madre y a una señora. Habría que esperar que ambas actitudes no fueran incompatibles.
—Ésta es la habitación que le he preparado —dijo Miss Hare—. Yo he hecho la cama. Claro que cada cual tiene sus ideas al respecto.
¿Se podría abrir la puerta?
Mrs. Jolley deseaba lo contrario, aunque tampoco era una solución satisfactoria el que las dos se quedaran en le rellano, la una frente a la otra.
Pero la puerta se abrió fácilmente. Incluso se habría podido decir que con prontitud.
Su mirada azul tenía una visión limitada, y quizá por ello era capaz de recuperarse aunque todavía estaba embargada por el golpe de la emoción. Miss Hare esperaba leer bondad en el rostro del ama de llaves, pero sospechaba que el hoyuelo sólo había embrujado a su marido.
Mrs. Jolley no sabía por dónde comenzar, y permanecía en su sitio, amasando sus brazos desnudos, como si éstos no tuvieran una forma definitiva. En aquel tiempo primaveral, sus brazos lechosos se habían convertido en mármol azul, que resaltaba con el jersey verdoso que ella misma se había hecho, y que comenzaba a ensancharse.
Mrs. Jolley era una señora, y nunca cesaba de repetirlo. Desde que husmeaba una duda en alguien, recitaba los artículos de su fe: nunca en la vida tocaría una cebolla, pero tenía debilidad por el bizcocho de Saboya bien esponjoso, o la genovesa con mantequilla; la genovesa era siempre de buen gusto, lo mismo que los tonos pastel y las adormideras de Islandia. Sin embargo le gustaba mucho charlar con las demás señoras del barrio, en la parada del autobús o por encima de la valla de su jardín. También le gustaba dar una vuelta en coche, no para ir a algún sitio, sino para ponerse su bonito sombrero y mirar por la ventanilla las figuras de las personas que había al otro lado. Entonces el mecanismo la proveía de un rango superior y le hacía oscilar muy levemente la cabeza en señal de incredulidad.
Mrs. Jolley prefería soñar, no obstante, y por eso le gustaba el cine. Estar sentada en la oscuridad, con un caramelo blando en la boca, después de haber arrojado el periódico bajo la butaca al mismo tiempo que sus recuerdos, era como sumergirse en terciopelo. Desgraciadamente existían los caramelos duros, cuyo olor húmedo y cálido casi bastaba para excitarle los nervios. Desde el fondo de su butaca, las situaciones más extraordinarias le parecían verdaderas. Aquel joven delgado, con arrugas en los extremos de los ojos y pantalón de cuero, hubiera podido inclinarse, alargar la mano… de repente un bombón se colaba en su boca. En cuanto a Ava y a Lana, pese a todo lo que las separaba, hubieran podido ser dos de sus hijas. Sin embargo, sus heroínas preferidas eran las madres de familia. Se sabía de memoria la cantidad de injusticias que debían sufrir antes del final feliz, aunque al terminar se elevara el sonido del órgano del foso y coronara su apoteosis. Cuando ella aspiraba los alientos de rosa y de violeta de la voz humana, y sentía vibrar sus entrañas, entonces estaba colmada, y conseguía olvidar a su pobre hombre querido que había muerto en el salón a las diez de la noche, en el momento que tomaba su segunda taza de té. Tan grave fue aquella injusticia —ella lo notó— que parecía haber acumulado bastante experiencia de la vida y bastantes sueños para detener a partir de entonces todos los golpes.
Miss Hare temía tener miedo de su ama de llaves.
—Espero que se acostumbre.
—Echo de menos los tranvías —dijo Mrs. Jolley.
El pesar resonaba en su voz, y se veía en sus ojos el ramillete melancólico de sus resplandecientes violetas.
—¿Por qué no se me habrá ocurrido nunca comprar un tranvía? —dijo Miss Hare.
—Echo de menos mis sábados por la tarde —añadió Mrs. Jolley—, y mis pequeñas visitas a casa de Merle, o Dot, o Elma. Elma es mi hija menor. Su marido es fogonero, ¡pero tiene educación! Ninguna de mis pequeñas habría aceptado a un hombre sin educación.
—Me pregunto cómo ha podido dejarlas —dijo Miss Hare casi demasiado bajo.
—¡Ah! —dijo Mrs. Jolley empuñando la escoba—. Es la vida, ¿qué quiere usted?
Exprimió el fregasuelos en el cubo, después salió y examinó el cepillo.
—O la muerte —añadió.
Miss Hare estaba aterrorizada.
—¡Como si fuera culpa mía! —exclamó Mrs. Jolley—. ¡Sentada en una silla!
—Una silla hace más natural —se atrevió a declarar Miss Hare.
Cuando pensaba en su madre que murió allí, se consolaba de esa forma.
—Las veo desde aquí —dijo Mrs. Jolley riendo—. ¡A su madre y a usted en medio de todos estos muebles! ¡Cómo dos verdaderas ratas!
—¡Oh!, pero estaban Peg y William Hadkin.
—¿Qué Peg?
—He olvidado su nombre, si alguna vez lo supe. Siempre me pareció vieja, y siempre la he visto en la casa. Cuando los criados se marcharon después de nuestras desgracias, Peg se quedó, y se convirtió en una amiga para nosotras. Murió después que mamá, y me quedé completamente sola.
—Pero me ha hablado de un señor.
—William, el cochero. Era muy sordo.
Miss Hare se calló un instante.
—Era un poco simple, como dice la gente de aquellas personas que tienen otra manera de saber que ellos. ¡Y William sabía muchas cosas! Además, era menos sordo de lo que se creía. A mí no me gustaba mucho.
—Y ese Mr. Hadkin ¿también ha muerto?
—No, se marchó.
—No me sorprende —dijo Mrs. Jolley—. ¿Qué es lo que comían?
—Diferentes cosas —dijo Miss Hare bostezando—. Pan. Es muy bueno el pan. Me gusta quitar los cuscurros y mordisquearlos, mientras camino, o bien dárselos a los pájaros. ¡Es tan cómodo! Pero recibíamos evidentemente la pequeña pensión de mi primo Eustace Cleugh, como le dije en mi carta. No era gran cosa, claro está; y no hemos tocado nada durante la guerra. Pero olvidaba… Tenía una cabra que yo misma ordeñaba. Sí ¡lo sentí mucho!
—¿Qué le sucedió?
—Se lo ruego ¡no me lo pregunte! —exclamó Miss Hare—. No sé nada.
—Bueno, bueno —dijo Mrs. Jolley asustada a su vez.
En una casa semejante…
Pero Miss Hare experimentaba más tristeza que miedo. Le era imposible responder a las preguntas. Las preguntas eran tornillos que se clavaban en su cerebro. Contempló el cubo de agua grisácea desde donde el fregasuelos derramaba pequeños charcos inútiles. Aquella mujer cuyos tres yernos habían construido cubos de ladrillo para habitar en ellos. ¡Qué infantil! Ya que los cubos de ladrillo de los yernos se desmoronarían como los castillos de naipes. Sólo los recuerdos eran indestructibles.
Miss Hare resopló con desprecio. Además, Mrs. Jolley la molestaba. Se perdió por los pasillos de Xanadu.
Pero los recuerdos eran también tormentos. Revoloteaban como los flecos de las cortinas, las cortinas sin precio, tejidas en oro, las cortinas de Xanadu, y las polillas se escapaban, siempre grises, o con el color de la noche, que esparcían su sofocante pelusa.
—He aquí el verano; va a haber que guardar cuidadosamente nuestras pieles en papel de periódico, Mary —había dicho Mrs. Hare—. Y después las meteremos en bolsas de tela gruesa, si no, no estaré tranquila.
Hasta el final, Mrs. Hare había estado apacible, recordando los ritos de su vida pasada.
Entonces Peg acudió sobre sus piernas delgadas como estacas, mientras decía entre sus encías desdentadas que su señora toleraba a causa…, a causa de todo:
—Sí, señora. A nadie le gustan las polillas. Pero déjeme hacer. No, señorita, yo me ocuparé.
En seguida, la criada mostró las bolsas de tela herméticamente cerradas. La niña de la casa veía perfectamente que no había nada dentro, sino las bolas de papel que Peg había metido para simular. Pero su madre estaba tranquila.
La vejez había dado a Mrs. Hare, dulce en su juventud, distinguida en su madurez, el aspecto de un caballo de marfil pulido. Podía permanecer perfectamente inmóvil durante media hora y después, de repente, un pensamiento, una mosca le hacían sacudir la cabeza. Su largo rostro refinado y sus largos dientes de marfil —con los que masticaba las tostadas con canela que le llevaba Peg— contribuían al parecido. No se movía de su silla, mientras que el té y las tostadas eran engullidos por su viejo estómago bien educado, y la luz que declinaba se esmeraba con la sorprendente habilidad de un artista chino que pule una cabeza de caballo de marfil.
A veces, apoyada sobre el brazo de su enclenque hija, se paseaba por lo que quedaba de los jardines, pero no se daba cuenta de casi nada. Prefería remover sus éxitos de otros tiempos y las islas Borromeas.
Un día preguntó a su hija:
—¿Dónde está la gruta, Mary? Aquélla que tu padre había ordenado hacer con conchas… ¿O era con trozos de cristal de roca?
La hija respondía con un murmullo, ya que era todo lo que se escuchaba de ella.
Un día Mrs. Hare comenzó a lamentarse:
—Antes esperaba que mi hija se casaría con un embajador, que tuviera largas piernas, que movería un abanico, y que dirigiría la conversación. Y finalmente no hemos dirigido nada, ¡ni siquiera nuestro propio barco! Sin embargo —continuó más animada—, si hubiera sido así, tú no pasearías conmigo por el jardín ahora, y quizá me caería ¡y me rompería una pierna!
Mary gruñó de nuevo. En efecto, ¿qué responder a eso?
En ese momento su madre se puso a fustigar con el extremo de su bastón las matas de paspalum cuyos penachos se estremecían:
—¡Malditas hierbas!
—No —suplicó Mary—. ¡Te lo ruego!
Aquel capricho senil fue al menos fácil de disuadir.
—No creas que no te quiero, Mary —repitió la madre—. Francamente puedo decir que amo a todo el mundo actualmente. Incluso a tu padre.
Para Mrs. Hare, cuyos sentimientos siempre habían sido tibios, aquello era sin duda lo más fácil.
—Finalmente nuestras mismas decepciones parecen tener un sentido —repitió, mientras el sol se ponía, y hubiera deseado con gusto agarrar el brazo de su hija, si hubiera tenido fuerza.
En lugar de eso, ambas regresaron; la hija que había decepcionado y la madre a la que sostenían al final de su vida sus decepciones.
Varios meses después, ante la muerta, sentada en su silla en una actitud tan natural, Mary lloró en su impotencia por sentir el luto según las normas establecidas. Quizá la quiso con pasión, pero su madre apenas si lo apreció y comprendió. Por eso sustituyó el luto de la vida en la forma que ella lo suponía, según los repentinos furores del cielo y la dulce suavidad de los jóvenes helechos.
Felizmente Peg estaba allí, ya que Peg sabía qué hacer. Envió a William a Sarsaparrilla, telefoneó desde la estafeta, y unos hombres fueron a recoger el cuerpo. Aquel día llovía y el vestíbulo conservó bastante tiempo un olor a impermeables húmedos.
Aquél fue el último contacto entre Mary y su madre. Peg había dicho en efecto:
—No vaya al entierro, Miss Mary, si teme que eso remueva mucho las cosas. ¿Quién la sostendrá si se siente mal? Vamos a quedarnos aquí las dos, y comeremos pan y salsa del asado junto al paño mortuorio. El pastor se ocupará de todo, está aquí para eso.
Peg, pese a su edad, había conservado un lazo con la infancia que le permitía discernir las realidades ocultas bajo la grosera envoltura de las apariencias. Había sido una compañía incomparable. Mary adoraba a Peg. Sentada cerca de la criada, miraba su rostro tranquilo frotando sus propias arrugas; era el rostro de una hermana mayor, con lentes de acero, de una hermana que estaba vagamente al corriente de los caracteres del mundo, pero que no había olvidado todos los juegos.
Como Peg era de la región, montaba mucho en bicicleta, y uno se pregunta cómo era posible que un ser tan débil consiguiera subir las cuestas. Apenas era algo más que el crujir de su vestido almidonado. Peg lavaba y arreglaba la casa a la perfección, pero era mala cocinera. Le gustaba hacer confituras y fundir cera de abeja, y llevaba a todas partes el olor de lo uno y lo otro. Se la veía de repente salir de debajo de su cama, con un trapo impregnado de cera en la mano, en el momento que menos se esperaba, siempre con sus lentes de montura de acero y su ropa pálida, ya casi blanca.
—Léeme algo, Peg —pedía la dueña de la casa.
—Lee tú misma —respondía Peg riendo—. ¿Qué quieres que lea?
—Me lo imagino mejor cuando escucho. ¡Te lo ruego, Peg! —suplicaba Mary Hare—. Leamos el catálogo de Anthony Hordern.
—¡Dios mío, cómo eres!
Peg no podía impedir el reírse.
Tenía los cercos de los ojos muy pálidos.
Lo que Peg prefería leer era la Biblia, pero no en voz alta, pues aquello no era del gusto de su ama. Siempre estaba sumergida en los Evangelios, encontraba áridas las epístolas y casi no se aventuraba en el Apocalipsis; tampoco manifestaba ningún deseo de comentar el libro.
—Deberías estudiar eso —decía Peg bajando los ojos hacia su Biblia.
Siempre había parecido vulnerable a causa de sus párpados blancos, pero su inocencia la había protegido.
—¡No, no! —protestaba Miss Hare casi horrorizada—. Sé que no me serviría de nada.
—Es bueno para todo el mundo —insistía Peg.
—¡No, para mí no!
—Pero ¿cómo lo sabes si ni siquiera lo intentas?
—Encontraré lo que deba encontrar en su momento y a mi manera. Soy diferente de los demás.
Miss Hare no cedía.
—Sí —suspiraba Peg—. ¡Diferente y parecida!
Nunca acabaría de sorprenderla.
Ambas mujeres tenían muchas semejanzas, pero Peg estaba desprovista de la altivez que mostraba frecuentemente su ama. Mary Hare quería a Peg, pero también quería a su propia arrogancia. Era su orgullo, y aunque nadie reconociera su valor, continuaba adornándose. Era lo suficientemente presumida como para esperar llegar de ese modo a la distinción, incluso a la belleza.
Pero Peg no se dejaba atrapar, y decía con su voz ligeramente ronca:
—¿No irás a enfadarte, Mary?
Peg no tenía defectos, como el cristal, como el agua, como todo lo que es puro.
Por eso fue espantoso para Miss Hare, entrar una seca mañana en la habitación de Peg y encontrar a su amiga muerta. Acababa de vestirse y estaba recostada en la cama con su traje viejo, tan frágil como una rama de esas plantas aromáticas —tomillo, romero o verbena-limonera— que las personas recogen y guardan en sus armarios.
Al cabo de algunos momentos, la dueña se atrevió a tocar a su criada, y comprendió que aquella vez se quedaba verdaderamente sola. Continuó un buen rato contemplándola, de pie en un rincón de la habitación, y ya estaba avanzada la mañana cuando se acordó de William Hadkin.
Mary no había sentido nunca simpatía por William, quizá porque la tarde en que su padre había disparado contra la lámpara, antes del regreso de los demás criados, él estaba en las cuadras con su sordera. Mary nunca había llegado a creer en aquella sordera de William, a causa de la tempestad de sus propias emociones aquella noche. Sin embargo él había continuado siendo fiel, y mientras vivía Mrs. Hare las conducía a ambas a dar cortos paseos en el viejo buggy, y eso por poco salario. Claro que era viejo, apenas si comía y casi no tenía necesidades. Como tenía delicada la piel, dejó poco a poco de afeitarse en aquella época; sin embargo, su barba ya no crecía, y siempre se le veía con la misma pelusilla blanca que cubría su rostro. También tenía olor a viejo, lo que podía ser una de las razones de la aversión de Miss Hare. Los hombres viejos huelen más que las mujeres viejas, en general.
Naturalmente fue a William a quien su dueña informó de la muerte de Peg.
—No me sorprende —dijo—. Ella no tenía más que piel sobre los huesos.
Estaba ocupado en engrasar una de las correas de un arnés que ya no servía para nada, pero aquello le entretenía.
—Nunca me habría permitido creer… —comenzó Miss Hare.
—Por eso siempre ha sabido guardarse —dijo William Hadkin frotando el trozo de cuero.
—¿Qué es lo que quiere decir?
Miss Hare temblaba, pero no de ira.
—Si recuerdo bien, siempre se han burlado de usted en su familia.
—Algunos de los nuestros han tenido imaginación, si es eso lo que quiere decir.
—Sí, para encender fuego en una casa, sin cerillas.
—Ya basta, William —dijo Mary Hare como había escuchado decir a sus padres—. Debe ir a ocuparse de Peg.
—Bueno, bueno, ¡no me empuje!
Sin moverse examinaba los agujeros de la correa.
—¿Por qué se quedó, pues, si no le gustábamos?
—Me quedé porque aquí tenía mis costumbres. Es algo que sucede a menudo ¿sabe?
Miss Hare estaba siempre dispuesta a reconocer la verdad, y por eso se calló.
Su último encuentro con William Hadkin fue más desagradable que los anteriores y se produjo algunas semanas después de la muerte de Peg. Acababa de matar un gallo, y la cabeza del ave decapitada yacía, abominablemente inerte, mientras que el cuerpo inundado de sangre bailaba en su agonía. William se tronchaba.
Mary Hare quedó clavada en el sitio. Ni siquiera tuvo la fuerza de moverse cuando sus suelas se empaparon con la sangre del gallo.
William la observaba.
—Hay que comer —dijo, riendo— aunque se trate de un viejo gallo duro.
Continuaba desternillándose:
—¿Ve usted lo que decía el otro día? ¡El buen bicho tiene tales costumbres que incluso baila sin cabeza!
—Para mí usted es un asesino —cortó Mary Hare.
—¿Por qué? ¿Porque mato un gallo para su cena?
—Hay muchas maneras de matar.
—Usted es la primera en saberlo, ¿eh?
—¿Yo?
—Pregúnteselo a su papá.
Mary Hare se volvió intensamente pálida. Se quedó sola cerca de la cabaña de madera, con los ojos fijos en la cresta del gallo mucho tiempo después de que el cochero se hubiera marchado a ocuparse de otros menesteres.
Poco después, William puso en orden sus ideas, y, sin una palabra, desapareció de Xanadu. «¡Al fin libre!», murmuró espantada Mary Hare. «¡Tanto mejor!». Pero pensó en la cabra y en seguida se serenó.
La cabra blanca existía ya antes de la muerte de Peg. Jamás se supo su procedencia. Era gorda y seguía a todas partes a ambas mujeres eligiendo con aire delicado hojas y briznas de hierba. Después que parió un cabrito muerto, Peg dijo que habría que ordeñarla, lo que Mary Hare aprendió a hacer. Y lo hizo toda su vida. Con el tiempo su espíritu respondió a la tranquila sabiduría de la cabra, y cuando ella se acercaba, por la tarde, para ordeñarla, cuando no quedaron más que ellas dos en Xanadu, las sombras juntas parecían tener verdaderamente una existencia material. Las cosas llegaron a un punto en que el amor de la mujer por el animal comenzó a oscurecer su razón, y cayó presa de pánico de que le sucediera alguna desgracia, alguna catástrofe que coronara aquélla a las que había sobrevivido, o simplemente que la cabra decidiera irse.
Por eso, al caer la noche, el ama corría a encerrar al animal en una pequeña cabaña ruinosa en el extremo del patio, y que ella veía desde la cocina. Atrayéndola con ramas y prodigando palabras tiernas, encerraba a su cabra cada tarde e iba una y otra vez a asegurarse si su querida criatura no había desaparecido por casualidad, gracias a algún maleficio. Pero la cabra siempre estaba allí. Cuando Miss Hare apagaba su lámpara, veía la piel blanca, vagamente luminosa en la oscuridad. Los ojos de ámbar calmaban sus alarmas, y el largo hocico se movía para manifestar su simpatía.
Incluso la mañana de su prueba más cruel, la imagen de una máscara de cabra debería imponerse a Miss Hare, aunque la misma cabra estuviera reducida a un cráneo y a un colgajo de piel, en las ruinas de la cabaña.
Mary Hare jamás comprendió cómo había podido sobrevivir a la amargura de su descubrimiento. Pero la mañana le fue clemente. Unas hojas se posaron en su rostro y la tierra fue dulce con sus rodillas temblorosas. Casi en seguida se sumergió en la maleza, y nadie pudo decir cuánto tiempo permaneció allá, ya que nadie sabía que ella se había ido. Allí pasó sin duda dos o tres días, porque regresó arañada, anquilosada y hambrienta, y eso que ella casi nunca tenía hambre, y ansiosa de evocar la razón de su ausencia, por dolorosa que fuera.
A su regreso, se sentó y se puso a masticar un mendrugo de pan que había ido a buscar a la cesta.
«Llegará un día», se decía, «en que descubriré lo que existe en el centro de mí misma, si consigo despojarme suficientemente».
Notaba que nunca en su vida había razonado con tanta lucidez, y se tragó un gran trozo de pan ablandado por la saliva.
Mrs. Jolley estaba perpleja.
Podía ser a causa de las telas de araña. Barría hacia arriba para hacerlas caer; se trataba de verdaderas cuerdas, de verdaderas cadenas. En su esfuerzo para liberarse, distribuía reveses y papirotazos, manotazos y bofetadas, batallando con los dedos, los puños y los codos. ¡Pero nunca se desembarazaba de ellas! Las madejas grises la envolvían, tenaces como un sentimiento de culpabilidad.
—¡Hay que estar loca! —exclamaba a veces—. ¡Menos mal que tenemos todo el tiempo por delante! Si no es hoy será mañana, o cualquier otro día de la semana.
Nadie se había atrevido a acusar a Mrs. Jolley de no ser razonable hasta la punta de sus uñas, incluso en el momento en que, aprisionada por las telas de araña, llena de bigudíes y su dentadura postiza en un vaso sobre la mesilla de noche, se embarazaba su palabra. Cuando, con los labios sellados, giraba la cabeza para liberar las palabras recalcitrantes ¿guardaba un secreto o era sólo un bombón que se pegaba a su lengua?
En todo caso seguía siendo toda una señora, costase lo que costase.
En efecto, los espejos habían comenzado a seguirla por los pasillos, y un día se había visto obligada a subir corriendo, sin el menor motivo, los últimos escalones de un piso. Sus piernas la habían conducido, simplemente, y sus pantorrillas todavía vigorosas, firmes y seguras, se habían contraído con violencia y, cuando ella llegó al rellano, su pecho se agitaba bajo su corpiño.
—Todo el mundo tiene días malos —repetía con gusto Mrs. Jolley, cuando, por ejemplo, el extremo de uno de sus ojos azules, del azul de las madres— se ponía a fluir.
—Tengo tanto miedo de que no le guste Xanadu —dijo Miss Hare en la cocina, ante el desayuno.
—No se trata de que no me guste —respondió Mrs. Jolley—. Me gusta todo, más o menos, naturalmente. Pero una persona como yo tenía derecho a esperar otra cosa.
Miss Hare aplastó sus corn flakes.
—¿El qué?
—Usted lo sabe bien —dijo Mrs. Jolley—. Una casa con todo el confort ¡y llena de niños!
—No, no lo sé. Ésta es mi vida y mi casa —replicó Miss Hare que se puso a masticar sus corn flakes.
—Qué dura puede ser usted a veces —protestó Mrs. Jolley—. Cuando no tiene ganas de comprender.
Miss Hare masticaba sus corn flakes.
—Cuando se ve partir a uno de los suyos, uno se siente un poco perdido, ¿comprende?
Miss Hare se negaba a comprender. Sabía que aquella dureza de piedra era necesaria para conseguir estar a la altura de Mrs. Jolley.
—Es como si un poco de uno mismo marchase con él. Y se le seguiría con gusto si no se debiera una a los demás. He leído en un horóscopo —ahí Mrs. Jolley pellizcó el mantel— que tengo el sentido del deber sumamente desarrollado.
—Yo no la impido hacer lo que guste, si eso es lo que quiere decir.
—Bien sabe usted que hablaba de mi difunto marido —dijo Mrs. Jolley— y si intenta provocarme no lo conseguirá.
¡Aquella cara!
—¡Y no estamos más que en el desayuno! —suspiró Miss Hare.
Mrs. Jolley se puso a reír sin poder pararse.
—¿Qué es lo que tanta gracia le hace?
—La gente es tan graciosa —dijo Mrs. Jolley siempre riendo.
Su garganta tenía una hinchazón, como paperas, y más abajo se abría el surco en que se habría detenido sin duda, con interés o repugnancia, la mirada de su difunto marido.
Miss Hare, que había acabado sus corn flakes, volvió su plato como siempre hacía.
Mrs. Jolley ya no se reía, pero articuló en un tono absolutamente paciente:
—¡Es usted una cochina, eso es lo que es!
Dio un paso hacia atrás y consideró a Miss Hare.
—¡Cuando se tiene una costumbre se la conserva! —dijo Miss Hare.
—¡Cuando se es cochina se continúa siéndolo! —replicó Mrs. Jolley.
—Mrs. Jolley, no se puede vivir con alguien si no se respetan sus costumbres; yo la he tomado a mis expensas con los pájaros y los animales.
—Yo no soy un pájaro —protestó Mrs. Jolley—. Ni un animal. Soy una…
—Se lo ruego, ya sé lo que es usted, ¡no me lo diga! —imploró Miss Hare.
—Usted no me conoce —dijo Mrs. Jolley—. Además, ¡usted no conoce absolutamente nada!
—Es cierto —opinó Miss Hare—, a menudo tiene razón.
—Yo sé lo que soy y es peor para mí. También mi difunto marido creía saberlo. Eso sí, además él lo sabía todo. Había seguido clases nocturnas, hacía colección de sellos, y tardó años en pagar la enciclopedia que teníamos encima del mueblecito, junto al diván.
De repente Mrs. Jolley rompió a llorar.
Miss Hare la observaba sin decir nada.
—Hice todo lo posible para tenerle la casa limpia y confortable, y, sin embargo, cuando aquella tarde le tendí su taza, me miró como si fuera una criminal.
Miss Hare la observaba. La cocina de Xanadu era una de esas grandes cocinas negras de otros tiempos en donde uno se sentía perdido. Pero Miss Hare siempre se había encontrado a gusto allí, y en aquel momento tenía el espíritu alerta.
—¿Quiere usted decir que su marido la acusó de haberle matado?
Mrs. Jolley sufrió un estremecimiento.
—¡Qué corazón tiene usted! ¡Y que casa! Una siente estallar la cabeza entre estos muebles. Además, pienso marcharme… No en seguida, pero…
Ahí se calló en seco. Parecía capaz de un control eficaz e instantáneo sobre sus emociones y sobre toda clase de reacciones. Mrs. Jolley suponía Miss Hare, era lo que se suele llamar una mujer práctica.
—Bien —dijo Mrs. Jolley apretando los dientes—. Basta por hoy.
Pero para Miss Hare no era así. Tenía miedo y sus pensamientos no habían hecho más que comenzar. Si no hubiera estado fascinada hasta ese punto, habría huido de la presencia de Mrs. Jolley, que era la responsable.
—Lo que acaba usted de decir me recuerda algo —dijo—. Una sola persona me ha acusado de ser la causa de su muerte.
—¿Quién?
Mrs. Jolley cogió el plato volcado de Miss Hare, que al mismo tiempo la repugnaba y atraía.
—Mi propio padre.
—Es cierto que no habla mucho de su padre —dijo Mrs. Jolley con una sorprendente lentitud.
—Existen demasiadas cosas para decir, y la mayoría son penosas —dijo Miss Hare.
—¡Era su padre!
—¡Hace mucho tiempo! Tuvo una muerte espantosa. Se ahogó en una cisterna.
—¿Dónde?
—Allá, en el patio. Aquella cisterna que recoge el agua de lluvia que cae del tejado y que en aquel tiempo no estaba tapada. Más tarde la cubrimos a causa de los mosquitos.
—¿Y su padre cayó dentro?
—¡Oh!, la gente ha hablado mucho, prefiero decírselo en seguida. Mi padre tenía fama de inestable.
—¿Y usted lo vio todo?
—A veces me pregunto qué es exactamente lo que vi.
Norbert Hare tenía momentos iluminados. Una o dos veces las puertas estaban abiertas por la música, o bien se encontraba en una esquina de una calle italiana, o incluso, después de una experiencia peligrosamente irreal en los enramados de piedra de alguna selva gótica, se había sentido caer, jadeante, aturdido, con la mirada ahogada en una bruma lechosa. A veces le había bastado, para liberarse, con contemplar la línea de las colinas que se perfilaban más allá de la propiedad de Xanadu, pero para esto no concedía más que un poco de confianza a los métodos fáciles. Fuera el que fuera el origen de todo eso, no obstante sentía la existencia de un esplendor que no podía conocer más que en breves momentos; equivocadamente o con razón, lo creyó un fracaso. Le sucedía estallar en una risa inquietante, y llegaban a creer los que le escuchaban —vecinos o conocidos— que Norbert estaba loco. Sólo su hija Mary, manifiestamente un poco tocada ella también, sospechaba sus dilemas. Incluso hubiera podido comprenderlos, si él la hubiera dejado.
Pero eso era sencillamente impensable.
Una mañana de verano vaporosa y húmeda, en aquella época del año en que bajo la cizaña se siente palpitar al mundo en un pujante olor a hierba aplastada y la implacable dulzura del arrullo de las tórtolas, apareció Mary Hare real y visiblemente transtornada por el pensamiento de su padre. Aquellos dos seres habrían vendido su alma por huir, pero ninguno de ellos se atrevía a tomar la iniciativa. Ella estaba allí, plantada ante él en el sendero que serpenteaba bajo los laureles alcanforeros y que conducía al patio.
—¿Eres tú, Mary? —exclamó Norbert Hare, con las comisuras de los labios blancas y secas.
Sus palabras eran suficientemente expresivas. ¿Cómo hubiera sido capaz de responder? Inmóvil, retorcía una brizna de hierba entre sus dedos.
Por casualidad la luz proyectaba una sombra de belleza bajo el viejo gorro rizado que llevaba: belleza campesina, grosera, curtida y fugitiva. Pero su padre no se lo reconoció, él que quizá desde años se negaba a admitir aquella posibilidad, y le dijo desde lejos, aunque muy claramente en medio del silencio:
—¡Qué aborto, qué feto!
Sus emociones se agitaron; los rayos de luz resplandeciente se hicieron pedazos y los rizos entrechocaron violentamente. Ella sintió el sudor correr a lo largo de su cuerpo en ardientes chorros, y se fijó en la boca cerrada y la nudosa garganta de su padre.
—Si crees que eso va a durar siempre. Soy yo quien decido, y nadie más.
¿Había escuchado ella aquellas palabras mientras se alejaba? Nunca lo había sabido con certeza, pero quizá habría deseado escucharlas.
De la carne muerta de la hierba se desprendía una gran fetidez. Sentía como si un paño fúnebre de hojas la ahogara. De repente resonó su voz de hombre, aumentada por un megáfono de piedra.
Volvió sobre sus pasos, y al comprender que el ruido provenía de la cisterna, se acercó al borde. Él se agitaba en el agua. Sus cabellos colgaban sobre sus ojos como una franja mojada, tirante y negra. Sus ojos estaban espantados, pálidos, con una mirada lejana, y de su garganta, por influencia del frío y del miedo, salía un enloquecido glú-glú. Ella sabía lo helada que estaba el agua, porque un día metió la mano, en época de sequía, en el cubo que llevaba el jardinero.
Y ahora, su padre.
—¡Ve a buscar algo, Mary!
Parecía escuchar la voz de sus sueños.
—¡A alguien!
Sin embargo la escena era divertida. Tenía el aspecto de un perro pachón que se ha lanzado al agua. La auténtica tragedia de aquel ahogado parecía compuesta por elementos cómicos.
No obstante echó a correr. Cogió una polea, un viejo soporte de cuerda todo blanqueado, y regresó al borde de la cisterna, muy por encima de él, en la luz.
Le encontró con un aspecto mucho peor que antes, como si mientras ella iba a por la polea, en aquella luz y bajo aquel ángulo, él tuviera miedo de Mary.
Ahora lloraba, como un chaval, con la boca húmeda y pálida.
—¡Socorro! —gritaba—. ¡No, Mary! ¡Ten piedad de mí! ¡Ve a buscar a alguien en seguida, por amor de Dios!
Aunque rígida, la polea habría podido ayudarle, pero él la apartaba con sus manos azuladas, y cada vez que se hundía para emerger de nuevo, la franja caía en su sitio sobre la frente, y por fin ella recogió su falda hasta el vientre, y echó a correr, sin saber mucho qué la empujaba. Ella era dos seres en uno solo.
Corría en aquella mañana desierta que posaba sobre ella sus manos viscosas. Tropezó con la grava y cayó. La casa parecía una colcha abandonada incluso del eco lejano. Aquella misma mañana el segundo jardinero había olvidado poner los pequeños quitasoles que protegían los pétalos de las rosas.
Cuando Mary Hare condujo a William Hadkin y a un joven criado, era evidente que la locura de su padre le había sido fatal y que de nada habría servido lamentarse. Ya no se le veía. Saltó una rana, cayó una hoja y quedó flotando. Cuando por fin se le retiró del agua negra, sus ojos pálidos miraban con terror a aquellos que no habían sabido salvarle, y por primera vez su hija se dio cuenta de hasta qué punto se parecían.
Después de eso, Sarsaparrilla supo que Norbert Hare había caído en la cisterna de Xanadu. Sin embargo, los que le habían sacado de allí estaban dispuestos a jurar que él lo había hecho aposta, y otros llegaban a preguntarse si… Pero aquello habría sido poco caritativo, por no decir inimaginable. El asunto quedó así, y se evitaron las habladurías para que nadie fuera a turbar los funerales.
Al principio se pensó que la viuda no se repondría de su dolor, o ¿era mejor decir de su impresión?
—Lo siento por su pobre madre —dijo Mrs. Jolley—. Aunque tampoco ella esté aquí ya. Es necesario haber tenido un marido e hijos para ponerse en su puesto.
—¡Hay personas que se creen las únicas capaces de comprender a los perros!
—¿Cómo?
—¡Nada! —respondió Miss Hare, riendo dentro de la taza—. Hablábamos de mi madre. Ya lo sentía bastante por sí misma, creo. ¡Más que bastante!
—¡Qué cruel es usted!
—Me han hecho cruel. Pero no lo soy completamente —añadió la mujer del rostro lleno de pecas, después de un segundo de reflexión, y con una voz más dulce— o estaría muerta.
—¿Entonces?
—¡Existen muchas cosas que amo con todo mi corazón!
—¿Es usted cristiana?
—Eso —suspiró Miss Hare— no soy yo quien debe decirlo, aunque comprendiera exactamente lo que significa.
—Yo soy cristiana —dijo Mrs. Jolley—. Formo parte de la Iglesia de Inglaterra desde que era niña.
Hubiera sido capaz de aplastar a alguien para probarlo.
El ama de llaves insistía:
—¿Nadie se ha ocupado de su educación religiosa?
Miss Hare se encontraba demasiado embarazada como para responder.
—En fin, si usted cree… Ya que usted cree en algo, ¿no?
Miss Hare vaciló, y luego comenzó a hablar muy lentamente:
—Creo, pero no puedo decirle en qué, como tampoco puedo decirle lo que soy. Es demasiado difícil, no tengo esa facilidad, las palabras no me vienen, quiero decir… ¡Sí, sí, creo! En lo que veo y en lo que no veo. Creo en la tormenta, en la hierba mojada, en los rayos de luz, en el silencio. ¡Existen tantas cosas buenas y hermosas por todas las partes de la tierra…!
Mrs. Jolley no pudo impedir exclamar:
—Pero ¿por encima de todo eso?
—¿Por encima?, ¿por encima? Me gustaría que no me hiciera usted preguntas sobre eso —dijo Miss Hare.
Se había levantado, vacilaba, toda temblorosa, y Mrs. Jolley sintió miedo. ¡Cómo odiaba a aquella figura coloradota! ¡Y si fuera a tener un ataque!
—Lamento haber puesto sobre la mesa este tema, si eso la lleva a semejantes estados —dijo el ama de llaves en un tono hermético, volviendo la vista y controlando su voz.
—Oh, no —murmuró Miss Hare antes de marcharse.
Mrs. Jolley tendió el oído con la esperanza de escuchar el ruido de una caída, deseando incluso la muerte de Miss Hare. Entonces todo lo que fuera claro y sólido, todo lo que fuera conocido y admitido recobraría sus derechos.
Por eso Mrs. Jolley corrió a la cocina a preparar una tarta. No era un día de fiesta, pero, sin embargo, a ella le encantaba hacer tartas, preferentemente de color rosa, con dibujitos y una inscripción. El rosa siempre había tenido mucho éxito en la Asociación de Madres de familia, en el obrador, y en el club de padres o de jóvenes. ¡Y lo que gusta, forzosamente está bien!
Cuando amasaba la pasta, Mrs. Jolley cantaba los cánticos más rosas, sus preferidos, e incluso tarareaba algunos cuya letra no conocía. Ocupada en su pastelería, veía todo color de rosa, y cantaba. Amaba al Cristo de las vidrieras y de los cánticos, de largo rostro rosa, y los bucles que caían suavemente sobre sus hombros. Así todo estaba bien. Todos los hogares, todos los niños estaban salvados. Todo estaba santificado por su tarta.
En Xanadu la gran cocina parecía dislocarse y abrirse a las tinieblas.
Mrs. Jolley cantaba dando el último retoque a la tarta. Ladrillo tras ladrillo, el edificio se elevaba; naturalmente era tarta redonda la que ella elevaba a la gloria de los pabellones, cuadrados, y de sus habitantes. En su pensamiento colocaba mamás y niños pequeños —pocos señores— y a las muchachas con sus trajes frescos, con sus aros minúsculos y sus bolsas en la mano, y los amores de los muchachos, con sus pecas y sus cabellos desordenados y sus dientes manchados de haber comido demasiado pastel. Mrs. Jolley lo celebraba cantando. Destruir o conservar, se convierte en lo mismo cuando se ha pagado el primer seguro.
Cuando llegó el momento del glaseado, el delicioso olor de la tarta y su propia contribución a la moralidad familiar habían devuelto sus fuerzas a Mrs. Jolley. Necesitaba conservarlas. Eran sus nervios los que le habían jugado una mala pasada, y la compañía de aquella pequeñaja.
Pero, en realidad ¡había de qué reír!
Cuando regresó Miss Hare, Mrs. Jolley se tronchaba. La doble fila de sus dientes blancos resplandecía en la cocina.
—¿Podemos reírnos juntas? —preguntó Miss Hare.
—¡Ya lo creo!
Mrs. Jolley reventaba de risa.
Miss Hare se vio obligada a fingir una sonrisa.
—Soy una miserable, ¡ésa es la verdad! —exclamó Mrs. Jolley tronchándose de nuevo.
Si le hubiera quedado un poco de aliento habría derrumbado de un solo golpe aquel viejo castillo de naipes sobre la cabeza de su propietaria, y se habría marchado a volver a encontrar el mundo de las tranquilas certidumbres.