II

Le gustaba bajar temprano. Se levantaba incluso en la oscuridad y tropezaba con los objetos antes de recuperar su lucidez. Una vez abajo, le gustaba sentarse y escuchar la casa cuando el eco de sus pasos se había callado, y el ruido del hornillo Primus sobre el que había puesto a hervir el agua de su té. Después permanecía en su silla, arrugando la nariz al olor del petróleo; en invierno se calentaba, y en verano se relajaba después de la prueba de las agobiantes noches. Más tarde se ponía a circular, a tocar las cosas, a veces las cambiaba de sitio: un cubilete, un taburete, y un día una gran mesa cuyas incrustaciones de cobre, desprendidas, eran otras tantas trampas que desgarraban los vestidos y la piel. Pero la mayor parte del tiempo, por respeto, dejaba los objetos en su sitio. O bien, subrepticiamente, apartaba una cortina para sorprender el espectáculo de la mañana en la hora en que todo lo más denso adquiere una extrema transparencia y el mundo es del ojo que lo contempla. Entonces la boca de Miss Hare se volvía mullida y tierna, mientras que se recreaba con los vigorosos troncos de los eucaliptos, a partir de la corteza gris de los árboles embrionarios.

Se sentía a gusto en el amanecer. Salvo aquel día. Tiró de la cortina y se desprendió una larga tira de brocado dorado. Pero no se entretuvo. Sus confidencias a la empleada de correos se remontaban a varios días. El ama de llaves llegaría al día siguiente a Xanadu.

—¡Un ama de llaves! —dijo palpándose las articulaciones para juzgar su dolencia, y comprobando que, en efecto, estaban nudosas.

Sin embargo un ama de llaves era menos alarmante que otra persona, y aquello era lo que más temía Miss Hare: un ser humano llamado Mrs. Jolley, del que sería necesario sufrir sus caderas cubiertas de azul marino, escuchar su aliento, cuyas cartas, dirigidas a hijas o nietas, estarían encima de los muebles y evocarían vidas vividas, por otra parte de forma increíble. Era espantoso, ¡espantoso!

Miss Hare se puso a llorar. Lloraba a menudo cuando estaba sola; no cuando se sentía triste sino cuando aquello la tranquilizaba. ¡Verdaderamente era espantoso! Le era completamente imposible amar a los seres humanos a causa de su rostro, eso en principio, y sin hablar de su costumbre de inventar mentiras y en seguida creérselas. Los niños eran quizá peores que los demás, ya que aún no habían aprendido a disimular. En efecto, la falsedad embota las flechas hostiles. Sin embargo, había excepciones, como esas vecinitas de las que apenas si se daba cuenta y que, sin embargo, estaban presentes; sí, aquello era delicioso como el aire. Por encima de todo, Miss Hare amaba a los seres que no esperaban jamás aquello que se les dará. Amaba a los animales, a los pájaros, a las plantas. A ellos prodigaba su gran amor piadoso, que dejaba de ser piadoso porque no era esperado.

Se cuenta que un día, un pajarillo sin plumas había caído del nido sobre sus rodillas, y ella le había educado según un método misterioso del que ella tenía el secreto, la gente murmuraba que lo había calentado en su corpiño e introducía con su boca en su pico las cosillas alimenticias. El pajarillo se había convertido en una tórtola, y Miss Hare se lo había enseñado a algunas de las pequeñas Godbold. Un día se marchó volando, naturalmente, pero regresaba a veces y Miss Hare le hablaba. ¡Miss Hare hablaba a los pájaros! Todo el mundo, aparte de las pequeñas Godbold, pensaba que era chistoso. Se podía enseñar, insistía ella, se podía enseñar todo si se quería, pero ¡había tantas cosas que no se querían lo suficientemente! Por ejemplo, enseñar a amar a un ser humano. O que el ama de llaves del telegrama y sus crecientes dolencias amenazaban Xanadu.

—¡No, no, no! —protestaba en el aire frío del amanecer.

Después de ella la casa repitió sus palabras.

La mayoría de los propietarios de terrenos que querían hacer fortuna habían ya hecho construir con ladrillos cuando Norbert Hare se lanzó a hacerlo con piedra. El ladrillo no gustaba del todo a Mr. Hare, lo encontraba feo. ¿Y qué debía sugerir Xanadu, sino una materialización de la belleza, el apogeo de su placer? ¡Su placer! La palabra choca en una sociedad cuyos deseos más ávidos están frenados por una modestia muy moral. Es cierto que ninguno de los ricos propietarios de la época habría admitido que su casa fuera otra cosa que necesaria y cómoda. Los objetos materiales valían por su utilidad; si estaban destinados a gustar, o a glorificar, nadie decía nada. Solamente Norbert Hare, notoriamente inconsiderado, se había atrevido a declarar que la palabra útil le parecía menos modesta que humillante y además ¡insoportablemente gris y australiana! Hacia lo brillante, hacia la elegancia, se orientaban las aspiraciones de Norbert, y aquellas palabras se aplicaban a la más ambiciosa de ellas, su Palacio de Xanadu. Aunque su naturaleza no fue completamente sincera, hubo un momento de su vida en que la sinceridad se unió a la afición a la originalidad. A pesar de lo brillante y elegante que era aquella casa, aunque fue creada en principio por el gusto de su propietario, Xanadu fue la contribución de Norbert a la suma de verdad. Habría podido ser admirada por un gran número de personas, si éstas hubieran podido persuadirse de que su admiración descansaba en bases sanas. De hecho, otros señores con mucho dinero proclamaban más alto que nunca su entusiasmo por las cualidades prácticas del ladrillo, completamente seguros de que los torreones de sus rojas moradas copiaban un modelo así rescatado, y nadie iría a acusarlos de honestos criadores de ovejas por querer dar sorpresas.

Evidentemente Norbert no criaba ovejas, ¡de otra forma su familia habría podido reír bastante más tiempo! Lo que poseía era la fortuna del mercado de vinos de su padre, que tuvo la buena idea de morir poco después de la boda de su hijo, seguido por varios comerciantes, sus hermanos, bastante confiados como para ignorar la brillantez de su sobrino. Norbert heredó de todos ellos y así, confortablemente provisto, se puso a llevar la vida de un gentilhombre campesino, tal como la concebía después de sus lecturas y sus viajes, sin complicaciones coloniales, tales como ovejas o tierras, que le hubieran hecho la existencia virtualmente imposible. Lo que buscaba, lo que adquirió, era un marco refinado para sus estados anímicos: el parque de árboles exóticos de hojas caducas, la rosaleda con la que soñaba, el prado para las vacas de pura raza de Jersey que llenaban de nata sus envases de plata, las cuadras para los caballos que él mismo conducía con virtuosismo, siempre grises, siempre enganchados en cuatro. Así provisto, en un tal marco, se consagró en seguida a conformar su vida. Se le iba a consultar sobre el forúnculo de una vaca o la vesícula de un caballo. Mr. Hare siempre lo sabía. Disponía las cinerarias en macizos particularmente llamativos, se encargaba de la educación de su hija, tiraba una pared, añadía un ala a su casa, subía corriendo a anotar cualquier pensamiento, que invariablemente otro había tenido antes que él.

Pese a las inevitables frustraciones y a los dolores de cabeza, la vida en Xanadu nunca fue sórdida. En medio de los bosquecillos de árboles exóticos y a veces inadaptados, en medio de sus rosales (los pétalos de las rosas estaban protegidos por pequeños quitasoles, lo que ocupaba poco más o menos todo el tiempo del segundo jardinero), se elevaba la encantadora y lánguida morada. Por los muros trepaba la glicina, que en la época de la mayor gloria de la familia Hare, jamás había dado un aspecto vulgar y que nunca faltaba para encantar a la vista, como un boa de plumas sobre un bonito cuello. En la primavera, su embriagador olor de especies invadía las amplias habitaciones: las escaleras de mármol y las urnas de malaquita se disolvían bajo este asalto, y los dorados espejos le llevaban a uno más lejos, más allá de los límites de la visión.

Toda aquella belleza suscitaba la hostilidad de algunos que los Hare consideraban como amigos, sin hablar de la muy práctica familia de Ted Urquhart-Smith, por ejemplo, uno de los primos de Banjo Downs.

—¿Qué le sucederá a ese fantoche Bert cuando haya acabado con su fortuna? —preguntó un día Ted, señalando con su callosa mano el salón de Xanadu, ese salón en que era casi imposible decir en dónde acababan los espejos y dónde comenzaba la luz.

Su hermana Addie se rió discretamente.

Su prima Eleanor vaciló. Ya seria en su infancia, la vida conyugal la había hecho aún más seria.

—Pero si Norbert lleva muy bien su fortuna, creo —respondió por fin—. Y además ¿no se dice que una casa es una inversión?

La esposa de Norbert Hare se aventuraba rara vez a formular opiniones positivas. La conjunción de dos positivos fue intolerable.

Un día, en un acceso de rabia, el marido acusó a su mujer de que no abría la boca en sociedad más que para decir banalidades.

—Pero si eso es lo que prefiere la gente, Norbert —protestó con lo que para ella era vehemencia—. Las cosas demasiado desacostumbradas incomodan.

Antes de la edad se puso a llevar, con sus modestas amatistas, colores que sugerían el luto. Adoptaba al toser una discreta expresión que invitaba a hacer preguntas sobre el estado de su salud, y los visitantes hacían lo que se esperaba de ellos. En realidad se preocupaban bastante poco en saber hasta qué punto Mrs. Hare sufría, pero aquel tema le ofrecía un cómodo medio para insinuarse en las complejidades de la conversación.

Ella no tenía ningún esnobismo, aunque solía acusar a los que lo tenían, y sufría al ver evidentes las debilidades de aquéllos a los que creía fuertes. Por eso intentaba mantener a sus amigos separados, compartiéndolos con la esperanza de protegerlos. Era completamente quimérica y pasajeramente comunicaba algo de su irrealidad a aquellos de sus semejantes con los que entraba en contacto. Sin embargo, no era una parte despreciable en el luminoso teatro de Xanadu, ya que creaba un eficaz contraste con el ardor de su marido. La única catastrófica realidad capaz de impedirla interpretar ese papel era la presencia de su hija, pero nunca lo había comprendido y no había sabido reconocer la importancia de ese hecho ni relacionarlo con la trama de la vida.

Después de varios años fatigosos de contrariadas maternidades, Mrs. Hare había conseguido tener aquella chiquilla. Se la llamó Mary, porque la madre felizmente estaba demasiado cansada para pensar, mientras que el padre, que habría hojeado con entusiasmo los clásicos y las obras de Tennyson a fin de descubrir un nombre sonoro para su hijo, le dio lo mismo ante la idea de tener una hija. Así pues existió Mary, pero una Mary protestante e inocente.

Contra Mary, Mrs. Hare se refugió en seguida en una sistemática bondad, con la que ella le asestó varios notables golpes durante la edad que habría que llamar su infancia.

«Mi niña sabrá demostrar estupendamente su agradecimiento a sus padres». Aquélla era una de sus frases favoritas, o bien: «¿Ves todas estas cosas bonitas? Hay que disfrutarlas y no romperlas jugando alocadamente».

Y respondiendo a una cuestión formulada a menudo: «Sólo el buen Dios podrá decir a mi pequeña por qué ha hecho esto así».

Mrs. Hare era perfectamente feliz en esas aguas poco profundas, y no se le ocurría elevar los ojos hacia Dios si no era para invocar su testimonio. Ella le aceptaba —¿quién se habría atrevido a no hacerlo?— pero como creador de un sistema moral y social. En ese nivel siempre se podía contar con ella para dar limosna, para ayudar a reparar los manteles del altar o socorrer a las chicas caídas y sobre el banco que tenía reservado en la iglesia, una tarjeta de visita enmarcada en cobre proclamaba su nombre.

La chiquilla parecía aceptar gravemente la actitud adoptada por su madre, pero no estaba verdaderamente influida. Sin ataduras flotaba en las aguas pálidas de la benevolencia maternal, como un pececillo transparente y sorprendido, en busca de las profundidades cuyo instinto le hacía sospechar la existencia.

La actitud de su padre era más difícil de admitir.

Un día en su presencia, o más exactamente cuando ella estaba en la alcoba del salón, un poco lejos, acariciando los pliegues de una seda extendida sobre su meridiana y que atraía con sus dedos, su padre había tirado su sombrero con más violencia aún que de costumbre, gritando:

—¿Quién hubiera creído que podría tener una hija pelirroja? ¡Cochina raza, Eleanor, es fea, fea!

Al escucharle parecía que no había nada peor.

Con más bondad que de costumbre, Eleanor Hare tuvo un gesto hacia su hija, y cuando ésta se acercó —¿qué otra cosa hubiera podido hacer?— la madre estrechó la cintura de Mary, suspiró y dijo dulcemente:

—Es fea, en efecto, Norbert, pero ¿quién sabe si no hay que ver en eso una intención particular?

Su inexperiencia o su natural optimismo impidió a Mary odiar a su padre desde ese momento. Adoptó una sonrisa melancólica que no hizo más que afearla y aumentar el furor de su padre.

Creció sin compañeros de su edad, nadie pensó que ella tuviera esas necesidades, y así se pasó entre matojos, guijarros, hojas reducidas a sus nervios, pájaros, insectos, árboles y entre los sótanos y los graneros de Xanadu. Tenía un poney, pero le gustaba más estar junto a él que sobre su lomo, lo que implicaba la compañía de su padre. En seguida aprendió a prevenir la mayor parte de sus deseos observando las vibraciones de las ventanillas de su nariz, el estremecimiento de un músculo y los diversos matices de sus silencios.

Un día que Mary, con la inevitable compañía de su padre, había ido a ver un campo en barbecho, se tiró por tierra con movimientos espasmódicos y gruñidos imbéciles, y se puso a excavar un nido en la hierba, con el cuerpo en forma de feto. Pero cuando él exigió una explicación, la niña respondió simplemente:

—Ahora sé el efecto que produce ser perro.

Quedó tan sorprendido y asqueado por la expresión de aquel rostro lleno de pecas que no tuvo fuerzas para enfadarse y decidió olvidar el incidente.

En rarísimas ocasiones, Mary Hare y su padre, por caminos opuestos, se reunían en una frontera común de recíproca comprensión, pero únicamente cuando el alcohol, la desesperación o la muerte inminente desligaban las ligeras relaciones de la razón. En aquellos momentos el padre estaba siempre muy cerca —según le parecía a su hija—, de parecer un animal abandonado.

Mary no olvidó nunca un incidente que se produjo hacia aquella época y con ocasión del cual recurrió a su intuición para interpretar lo que su mente no había podido comprender. Estaba en la terraza. Era la hora del ocaso. Anteriormente, por la tarde, habían recorrido en coche las carreteras y caminos de los alrededores de Sarsaparrilla, llegando incluso hasta Barranugli, para que su padre se hiciera admirar. ¡Qué aliviada se sentía estando sola al fin, pudiendo mirar, tocar, sentir las cosas a su gusto, sin correr el riesgo de escuchar a sus padres pidiéndole explicaciones! Los jarrones de la terraza, según recordaba, desbordaban cascadas de florecillas lechosas que refulgían en la sombra como gotas de luna. Pero a aquella hora la luz era de oro o de cobre, y tan suntuosa que incluso una pelirroja como ella podía no sentir vergüenza al encontrar allí el color de su cabello.

Entonces su padre sonrió. Acababa de degustar un nuevo coñac sobre el que le habían pedido la opinión, y su boca estaba todavía húmeda y lustrosa. Sus ojos deslumbrados por el sol parecían casi vulnerables. Allá estaban, cara a cara, el padre y la hija, peligrosamente expuestos. Él avanzó con el aire a la vez perplejo y resuelto. La acarició, lo que no era su costumbre, y aunque tampoco era completamente agradable, sus manos jugaban con sus cabellos. Le recordó una pareja de perros pachones negros y blancos que había visto rodar por el suelo y retozar juntos, demasiado animales para saber cómo detenerse. Pero como precisamente la aberración pasajera de su padre le había puesto a su nivel y a ella al de los perros, se dejó hacer.

No recordaba todo lo que él había dicho, pues aquello era aberrante y confuso, pero ella le había visto sacudir la cabeza como para apartar el sol de sus ojos, a la vez inundados y sonrientes, y con una voz dura que no parecía destinada a sus oídos aunque se dirigía a ella:

—¿Quién está en el Carro, eh, Mary? ¿Crees que se sabrá alguna vez? —había articulado.

¿Quién? Era cierto. Evidentemente no era una pregunta que ella supiera en ese momento, ni la deseaba. Pero allí permanecieron, mientras que el sol poniente reculaba como un corcel contra el cielo y mientras por encima de ellos se balanceaban los inmensos rayos de su luz. Sin embargo algo extraño hubiera debido, quizás, asustarla en aquel minuto; pero no hubo nada. Estaba transfigurada y ella misma era un rayo formidable, rojizo y metálico, que se reflejaba sobre el hombre débil e incierto que era su padre.

Después había fruncido el ceño, y ella se había encontrado de nuevo en la carretera que les conducía de Barranugli a Sarsaparrilla, en la luz relativamente banal de una tarde ya extinguida.

—La yegua delantera de la derecha no me gusta —gruñó él—. Se diría que bota cuando trota y sin embargo no bota en absoluto.

En efecto, exigía la perfección en los caballos como en todo lo demás, y generalmente la obtenía, salvo entre los seres humanos.

Volvió los ojos hacia ella, y una vez más vio que él estaba irritado al encontrarla tan fea; pero no podía hacer nada por él, salvo responderle con la sonrisa de los que no esperan gran cosa.

Sin embargo la observación indirecta de su padre, formulada en la embriaguez, y con la firmeza y dureza del egoísmo masculino, animó a Mary a esperar de la vida alguna última revelación. Años más tarde, cuando la estatura de Norbert se hubo reducido en la memoria de su hija, el espíritu de ésta se aventuraba como la astucia de un zorro, o los tanteos ciegos de un gusano, a la búsqueda de una verdad oculta. Si su armonía con Himmelfarb y Mrs. Godbold, y quizá su breve comunión con un cierto aborigen confirmaban la existencia de un misterio mayor de lo que ellos pudieran explicar, la razón era sin duda que la última luz ciega tanto como ilumina.

Entretanto, la vida en Xanadu estaba menos turbada por preocupaciones trascendentales que por las económicas y sociales que asaltaban a las personas provistas de dinero y de rentas. Los Hare no hablaban nunca de dinero, lo que a los ojos de Mrs. Hare hubiera sido del peor gusto; en cuanto a su marido, no le gustaba pensar en el dinero, pero esperaba ardientemente tenerlo siempre. Era un poco como el viajero aventurándose en un paisaje que corre el riesgo de ser un espejismo. Disfrutando de la herencia del comerciante de vinos, su padre, y de sus tíos negociantes, así como del sacrificio de un hombre lo bastante estúpido para ser honesto, y apenas lo bastante inteligente como para administrar los negocios paternos hábilmente. Norbert estaba casi seguro de que su paisaje era bien real. Pero hablar le deprimía y, si el insomnio o el alcohol le llevaban a pensar en el futuro de su fortuna, apartaba la realidad escribiendo a su agente de Londres para encargarle que le mandase una chimenea de mármol de Paros, o un Bonington, de los que creía saber que en seguida estarían en el mercado. Así recobraba fuerzas.

La vida continuaba de esa forma en Xanadu, y en seguida se hizo evidente que la niña de la casa se hacía una mujercita. Bajo sus cabellos rojos se vio que en su nuca no había pecas. Sin embargo, aquello no la embellecía y continuaba siendo anormalmente pequeña.

Su madre tomó la costumbre de lanzar frecuentes suspiros.

—Es hora de que pensemos en organizar algo para nuestra pobre Mary —decía ella preguntándose en seguida si tal idea no corría el riesgo de parecer vulgar.

El padre no conseguía interesarse por la cuestión.

—Lo que deba llegar llegará —decía en un bostezo que mostraba sus hermosos dientes puntiagudos—. ¿Cómo les sucede al noventa por ciento de los humanos? ¿Cómo nos sucedió a nosotros?

—Nosotros estamos unidos el uno al otro —se atrevió a decir Mrs. Hare enrojeciendo.

El marido estalló en una risa que la mujer prefirió no escuchar.

Desde entonces Mrs. Hare manifestó una viva agitación y su esposo un cínico interés, cuando supieron que Eustace Cleugh tenía la intención, en el curso de un viaje alrededor del mundo, de ir a ver a su familia a Nueva Gales del Sur. No se sabía gran cosa de Mr. Cleugh, aparte de que pertenecía a una rama inglesa de los Urquhart-Smith, pero nada es tan hermoso como lo desconocido, y Mrs. Hare había oído decir que su primo Eustace era verdaderamente de clase pudiente, todavía joven y acomodado, y que el hermano de su madre se había casado con la Honorable Lavinia Lethbridge, una de las hijas de Lord Trumpington.

—¿Cómo se gana la vida Mr. Cleugh? —preguntó Mary a su madre.

—No lo sé exactamente, supongo que se contenta con vivir…

Todo aquello parecía muy interesante.

Cuando llegó Eustace Cleugh, lo que vio y escuchó no le sorprendió grandemente, ya que como buen inglés y buen Urquhart-Smith, sabía de antemano cómo comportarse en la vida colonial en general y con los Norbert Hare en particular.

—Como dicen los expertos y los Urquhart-Smith —proclamó Mr. Hare la primera noche durante la cena— la herencia es una lotería. Con noventa malos números de cada cien, ¡claro está!

—¡Existen tantos temas más interesantes! —protestó su mujer, considerando sus nogales y cerezos.

Mary Hare devoraba a su primo con los ojos. Una carencia de atenta educación había al menos desarrollado en ella una gran costumbre de observación y, si su mirada se sumergía antes de que benévolamente fuera admitida, a menudo hacía descubrimientos. Así observó que el visitante, como le había dicho su madre, no era del todo joven, aunque no había llegado a los cuarenta. Parecía haber tenido siempre alrededor de los treinta y cinco años. Como ella misma no tenía una edad determinada, esperaba que podrían simpatizar. Pero ¿cómo? En principio, él era del mismo sexo que su padre, y además su bigote admirablemente cuidado, ligeramente caído, y la osamenta alargada de sus manos cruzadas en abanico parecían inconscientes a todo lo que no era Eustace Cleugh. Si hubiera tenido un perro, un elegante lebrel italiano, por ejemplo, quizás habría encontrado medios infalibles para iniciar su conquista. Pero como no era así, sólo pudo ofrecerle una almendra.

Aceptó separando sus manos. También se decidió a desplegar su espíritu y gratificó al auditorio (Eustace prefería los amplios auditorios a los públicos restringidos) con el relato de un viaje que había hecho con un amigo por el centro y norte de Italia.

—Después de un breve interludio en Rávena —continuó Mr. Cleugh mascando las palabras de un relativo interés— en donde existen mosaicos y la zuppa di pesce, y eso es lo capital, ¿no es cierto?, fuimos a Padua, en donde se encuentra, según dicen, el más antiguo jardín botánico de Europa. Aunque no era ni grande ni hermoso, debo confesar sin embargo que encontramos la horticultura de un interés particularmente sutil.

Mrs. Hare profirió algunas exclamaciones adecuadas. Pero su marido se puso a agitar enérgicamente los párpados.

—En Padua ese pobre Aubrey Puckeridge cayó enfermo de una indisposición que no conseguimos identificar, medio digestiva, medio febril, en un albergo de los más primitivos, en el que nuestro Baedeker nos había introducido lamentablemente por error.

Mrs. Hare reiteró las exclamaciones, aquella vez con una simpatía un poco más notable.

—¿Murió? —preguntó Norbert.

—Claro que no —respondió Eustace Cleugh—. ¿Me he expresado mal? Sólo quería decir que ese pobre Aubrey lo pasó muy mal.

—¡Oh! —exclamó Mr. Hare—. ¡Creí que el muchacho había muerto!

Eustace Cleugh hizo notar que el marido de su prima había bebido varios vasos del pésimo vino del país.

Mary Hare estaba fascinada por el relato de Mr. Cleugh, por otra parte no tanto por lo que decía como por la manera en que salían las palabras de su boca. Ella formaba montones de hojas muertas, muy ordenados y parecidos a los de los billetes de banco. También se había entristecido. Las cosas que ella decía morían tan a menudo al salir a la superficie, en tanto que su vida, sin hablar de la resonancia interior en su espíritu, hubiera podido ser tan radiante. Se preguntó si Mr. Cleugh tenía conciencia de pronunciar palabras muertas, y si sufría. Tenían muchas cosas en común, después de todo, si conseguían en principio superar la extrañeza de sus existencias separadas, y romper el código de las relaciones humanas.

—¿Y cuando estuvo mejor y abandonó aquel albergo primitivo? —preguntó facilitándole aceptar su ayuda.

Pero Eustace Cleugh no tenía más ganas de hablar.

No había lanzado más que una ojeada a la fea muchacha y se había prometido firmemente que, durante su estancia allí, miraría lo menos posible en aquella dirección. Sobre todo le desagradaban sus gruesas manos cortas, y sus chillones cabellos que todavía no habían aceptado la tiranía de las horquillas. Temblaba con un horror interior y, aunque concentraba su atención en el dibujo de su plato de postre, la fealdad de aquella chica le aterraba. La presencia de tal monstruosidad física le causaba a Mr. Cleugh casi el efecto de un insulto personal.

—El primo Eustace está sin duda fatigado —le excusó Mrs. Hare—. A mí personalmente nada me cansa tanto como llegar a una casa extraña.

Eustace, cuyos modales eran perfectos, dirigió naturalmente una sonrisa en general y prorrumpió en algunas discretas protestas.

No obstante se retiró temprano, pero no al cuarto de los huéspedes; en efecto, como dijo Mrs. Hare, él era de la familia.

Mary se dio cuenta en seguida de que la presencia de su primo no aportaba ningún cambio a su vida, ya que ella le veía muy poco; siempre estaba ocupado en leer o escribir —según parecía tenía afición al estudio— o bien fumaba o se paseaba por la maleza para estudiar la flora australiana.

Ella le propuso un día:

—¿Quiere que le acompañe? Le mostraré lugares que nadie ha visto. Pero será necesario que quiera trepar y saltar. Y a veces hay serpientes.

Él había sonreído muy amablemente y respondió:

—Ésa es una excelente idea. ¿Por qué no se te ha ocurrido antes? Otro día, ciertamente, cuando tengamos más tiempo.

En efecto existían obligaciones sociales: venían señores que hablaban de sus ovejas, señoras que le preguntaban por Inglaterra, país mítico que apenas si existía en su imaginación. Eso acabó por sorprender al visitante, que nunca había podido suponer que se pudieran tomar en serio las ovejas y para los que, entre todas las civilizaciones reales o imaginarias, sólo la de Italia les merecía alguna consideración.

En todo ese tiempo, Mrs. Hare no olvidaba que había que hacer algo por Mary. Entonces decidió dar un baile. No se le ocurrió preguntar a su hija lo que pensaba de aquella iniciativa.

Sin embargo Mary sugirió una pregunta:

—¿Piensas que a nuestro primo Eustace le gusta bailar? Es demasiado educado para darnos su opinión.

Pero su madre estaba ya mentalmente en casa de la modista: calculaba el número de bocadillos y se preguntaba si, el gran día, la obedecerían las criadas.

Incluso la tarde del baile todo el mundo intentó ignorar a Mary Hare. Los que no carecían de corazón pensaron tratar con miramiento su sensibilidad evitando mirarla, pero los que eran crueles esperaban salvaguardar la suya negándose a ver lo que sólo podía molestarles.

Apareció vestida de un blanco de plata ya que era una muchachita y aquella hora debía ser la de su triunfo o la de su sacrificio. Estaba allí, con las manos incrédulas palpando el tisú de su falda, que crujía como si fuera de papel; llevaba joyas que su madre había escogido de su propio cofre: un pequeño broche con nudos y perlas, una gargantilla, igualmente de perlas, que Mrs. Hare ya no se ponía y que había perdido mucho de su brillo al contacto del terciopelo en lugar de rozar la carne viva.

Así estaba Mary, en su traje de conquista, como dijo un muchacho, pero vencida por su gargantilla.

Ciertamente le iba muy apretada; pero ella siempre había tenido tendencia a enrojecer, por las pecas, a causa del tiempo o de la emoción, sin hablar de sus sarpullidos. Sus manos se aferraban a la suntuosa tela del traje argentífero, y pensaba en las numerosas torpezas de la que era culpable. El detalle más absurdo de su atavío —los que discurrían se dieron cuenta más tarde— era un ramito de ridículas y medio mustias flores que había sujetado a su cintura: frágil fucsia, amargo geranio, claveles y manzanillas, todos estrujados, apretados y pedantes. El efecto era verdaderamente extraño y nada feliz, pero ella no había podido impedir el llevar sobre sí un poco de aquello que conocía tan bien.

La velada transcurría entre oleadas de música y tintineos de vasos. La muchacha fea, olvidada, hubiera debido sentirse desgraciada, pero finalmente se preservó de la tristeza por la admiración, por las sombras y los chorros de luz, por los rostros extraordinarios, reveladores de hombres y mujeres, por el vaso de limonada que llevaba en una bandeja de plata un criado que fingía no conocerla, en su propia casa.

Había muchos invitados importantes —terratenientes, miembros de profesiones liberales y sus esposas—, pero sólo aquellos que su fortuna hacía socialmente aceptables. Las habitaciones estaban completamente repletas de amigos; el cuarto de los huéspedes estaba lleno de jóvenes llegados del campo, con su animación, sus dientes blancos y su roja piel color ladrillo.

¡Y bailaban! ¡Bailaban!

En algún rincón familiar, protegida por la caoba y la madera dorada, sin envidia, a Mary Hare le gustaba observar, con el ojo al acecho desde el fondo de su gruta de calcedonia o malaquita. Veía a las bailarinas flotar en las ondas de la música, la mejor de Sydney, en su soberbia arrogancia. Y luego, de repente, se dejaban arrastrar por los remordimientos de algún torbellino insospechado. No lo resistían: se lanzaban hacia atrás, al seno de los embudos de la música y gustosamente se dejarían engullir, mientras que las risas y las palabras vibraban en sus dientes traslúcidos.

Sobre todo aquella chica, aquella Helen Antill que algunos encontraban extravagante, pese a su belleza y a su seguridad. Miss Antill llevaba un traje adornado con lentejuelas, a la manera oriental, quizá, que reflejaban la luz, e incluso a veces los rasgos de un rostro. Además llevaba un abanico curiosamente montado en una armadura de coral que parecía una mano. Estaba hecho de plumas de pavo real que traen desgracia.

Pero nada podía inquietar a Miss Antill.

Miss Hare, que la observaba, se decía que ella habría podido amar a semejante criatura, de la misma forma que se apasionaba por las lisas ramas de ciertos árboles, un trozo de mármol y las largas patas perfectas de un pura sangre que galopara entrenándose. La misma Mrs. Hare quedó seducida por los modales de Miss Antill, y aunque al principio sintió inquietud al ver el efecto que aquella invitada producía sobre los demás, la admiración se sobrepuso a su instinto maternal. Con el ceño fruncido se puso a buscar a través de la casa, seguida, como una obsesión, por su cola vaporosa de muselina gris.

—¿Dónde está el primo Eustace? —preguntó escuetamente a Mary según pasaba.

—Hace un ratito que no lo veo —respondió ésta cuya distraída atención se sorprendió al darse cuenta de que hablaba a su madre.

Mrs. Hare frunció de nuevo el ceño. Aun cuando sacrificase a su hija se fijaba bien en no faltar a sus deberes.

—Debes procurar que no esté nunca solo y es necesario que le acompañes. Además, cuando una muchacha tiene intenciones serias, debe arreglarse para hacer desear su presencia.

Entonces Mrs. Hare suspiró, consciente de las dificultades de la mayoría de las situaciones:

—Los hombres no saben lo que quieren si no se les guía un poco.

—Pero ¡me horrorizaría guiar a uno de ellos! —respondió Mary.

—Guiar no es arrastrar —exclamó su madre con desesperación—. Lo que quería decir es que una ligera presión sobre el codo puede hacer milagros.

—Al primo Eustace le horroriza que le toquen.

Mrs. Hare prefirió interrumpir una conversación que no conducía a ninguna parte. Se resignó a llevar su cruz, convencida de que era la única en conocer la causa de su martirio.

Continuó en sus búsquedas, animada por sus decepciones y la visión de Miss Antill con su traje reluciente.

A decir verdad, Eustace Cleugh había hecho con abnegación casi todo lo que aquella tarde se esperaba de él. Había fingido prestar interés a las estadísticas con que le habían atosigado los ganaderos, escuchado con simpatía a las esposas de estos mismos ganaderos condenados a malgastar su vida bajo el sol australiano, lejos de todos los beneficios materiales necesarios a su sensibilidad, por no decir también a su vida espiritual. Había bailado, interminablemente, con sus hijas, o por lo menos su cuerpo había aceptado la dictadura de la música, y su rostro no le había traicionado. Pero luego había subido a sentarse en el despacho de su primo Norbert Hare para aislarse con su tranquilidad y mirar un álbum de estampas con las iglesias góticas de Alemania.

Allí le encontró su prima Eleanor.

—¡Eustace! —exclamó—. ¿Cómo has podido no darte cuenta de Miss Antill? Es una excelente bailarina y una chica encantadora. No estaré satisfecha hasta que no la hayas invitado.

Le cogió de la mano, persuadida de que lo guiaba.

Eustace estaba demasiado bien educado para no ceder a aquella dulce obligación.

—Sí —dijo—. Miss Antill es completamente encantadora.

Mary Hare vio, pues, a su primo descender de nuevo y cruzar el encerado suelo. Sin duda fue la única en notar que no lo hacía de buen grado, pero es que tenía la costumbre de ver vivir a los animales tímidos, los pájaros, por ejemplo. Aquella vez había sido su primo Eustace Cleugh quien había caído en la trampa de la música y de Miss Antill. ¡Qué rayos, qué reflejos lanzaban las lentejuelas de su traje! Eustace no luchaba, giraba muy correctamente, estrechando a la bailarina, pero Mary veía perfectamente que el conducido era él. Con la blancura del almendro, la máscara en que se había convertido su rostro hacía las siempre eternas preguntas sobre el teatro, las carreras, el tiempo. En el curso de su breve estancia allí, había conseguido adquirir cierto conocimiento sobre las actividades locales.

Pero Miss Antill no parecía muy convencida. Mientras giraba al ritmo del vals, el sabor de las frases que ella mordía le parecía singular. ¿Qué es lo que no marchaba? ¿Era por su culpa? Ella lamentaba creerlo. ¿Estaba muerta la presa antes del disparo del cazador? Sin embargo, seguían bailando. Pero mientras la mano de Miss Antill se crispaba sobre la valiosa tela del traje de su pareja, ella parecía estar bajo el efecto de un eclipse del que la mayoría de sus admiradores, por otra parte, acusaban la grisura que apagaba los chispazos de las lentejuelas. Una belleza como la suya no podía dudar de sí misma.

Después la música se interrumpió, y Mr. Cleugh hizo algo que sorprendió a todo el mundo. Se excusó por las buenas, se secó el rostro con un pañuelo de una blancura agresiva, y se marchó. Aquello fue finalmente menos humillante para Miss Antill de lo que se hubiera podido creer, ya que el batallón de solteros se volcó sobre ella, sin hablar de algunos notables sensibles a su encanto y de algunos viejos ganaderos más imprevistos.

Eustace Cleugh desapareció en dirección de la terraza. Una o dos señoras se dieron bien cuenta, en medio de la confusa agitación, de que el tocado de Mary le seguía, o mejor, que corría tras él sembrando el suelo a su paso de flores marchitas; pero todos los invitados se sentían demasiado agitados por la escena que acababa de desarrollarse, para observar la continuación que podría tener lugar. Además, su educación les había acostumbrado a refrenar, al igual que los ruidos incongruentes en sociedad, la irrupción de la insensatez en su espíritu.

Mary encontró a Eustace en la terraza, que no estaba completamente oscura, ya que las luces de la casa difundían una claridad vaga pero reconfortante.

—¡Si prefiere que me vaya! —exclamó ella.

Sin embargo, se sentía desolada al pensar que podía ser rechazada.

—No. No hay ninguna razón para que te vayas. En esta casa de cristal se es visible en todas partes.

—¿En las demás casas es de otra forma?

Él se echó a reír con un aire casi natural.

—¡No, claro que no!

—¿Le molestaba mucho, no es cierto, bailar con Miss Antill? —dijo—. Lo siento mucho.

Él se puso a temblar. Mary habría podido sorprenderse si no hubiera tenido piedad de él. Pero a veces había perdonado a su mismo padre el ser hombre.

El primo Eustace no decía nada. Temblaba.

Con el corazón dolorido, avanzó la mano hacia la hiedra del muro.

—¿Siente olvidarlo? —dijo.

—Existen momentos en que uno no se puede acordar de todo —respondió Eustace con un tono razonable y convencido.

Entonces ella rozó el dorso de su mano y él no la retiró. Evidentemente sintió en seguida, al tocarle, que él habría obrado de igual forma con un perro, pero estaba contenta de ser aceptada, incluso de aquella forma. A decir verdad no esperaba nada más, y a él felizmente no se le había ocurrido todavía nunca que ella fuera una mujer.

Se puso en seguida a toser y a ir de un lado a otro, sin motivo ni elegancia, como lo hace un individuo cualquiera cuando está solo. Incluso parecía un poco patoso. Pero ignoró a su compañera.

—¡Cielos! —suspiró riendo, pero aquella vez todavía con una desacostumbrada rudeza—. ¿Te sucede a veces que revientas, de repente, de improviso?

—Sí —exclamó ella—. ¡Sí! ¡Sí, a menudo! Es cierto.

Lo necesitaba a cualquier precio.

Pero bostezaba. Quizá no había escuchado su respuesta, o bien, si la había escuchado, estimaba que nada existía verdaderamente fuera del círculo de su propia persona. No obstante comprendió que él estaba amansado y que desde entonces podría caminar a su lado tranquilamente, pero en silencio, sin embargo, y observarle a su gusto. Pero poco después del baile de Xanadu, el primo Eustace reemprendió su vuelta al mundo como si siempre hubiera tenido dicha intención, y acabó por refugiarse en la isla de Jersey, con un ama de llaves y lo que llegaría a ser una célebre colección de porcelanas. Incluso si su marido le hubiera dejado tiempo disponible, Mrs. Hare jamás habría podido olvidar la manera en que su primo había ofendido a su invitada. Por el contrario, lo que olvidó, muy oportunamente, es que había esperado de él algo imposible, por no decir indelicado. Sólo más tarde, cuando llegó el momento de rumiar sus recuerdos, encontró a veces la verdadera razón que la había impulsado a dar un baile en Xanadu. Ésta subía a la superficie de su conciencia, casi íntegra, casi explícita, pero siempre con un sabor horrible, del que era necesario imperiosamente desembarazarse.

Si Mary se sorprendió menos de la conducta de Eustace Cleugh, fue porque, desengañada ya del animal humano, no se extrañaba en absoluto cuando divergía del camino que los demás esperaban verle tomar. La lealtad y la debilidad que entonces revelaba su naturaleza estaban mucho más cerca de la verdad, y ella lo sentía bien. Por eso supo comprender y compadecer a su primo, intentó comprender y compadecer a su padre, incluso cuando la miraba con odio a causa de que ella veía y comprendía. Durante su vida había visto pegar a perros para que éstos comprendieran el alma de sus dueños. Ella no era un perro, su padre no la había golpeado, pero un día se puso a disparar contra la lámpara.

Era una tarde de verano. La tormenta no había estallado, y los pesados nubarrones pasaban al oeste sobre las montañas de un gris plomizo. El aire estaba lleno de hormigas aladas que se lanzaban contra los cristales y contra las personas, perdiendo así sus alas en los últimos momentos de una vida que parecían no controlar.

Como los criados, a excepción de un viejo cochero que se encontraba en alguna parte de las cuadras, no habían regresado todavía de una fiesta campestre, la familia acababa de servir pollo frío para cenar. Aquel pollo había sido rehogado, con la mejor intención del mundo, en una salsa blanca que, en el calor del crepúsculo, atraía irresistiblemente a las hormigas aladas. Sus cuerpos rojizos, con o sin alas, se aplastaban contra la barroca superficie del pollo y allá acababan de morir.

—¡Qué repugnantes bichos! —exclamó Mrs. Hare, a la que infundían horror todos los insectos.

Mary no expresó opinión alguna, ya que las reflexiones de sus padres rara vez parecían esperar su opinión, pero continuó comiendo, o mejor, masticando con bastante ruido un tallo de crujiente apio, y rascándose, ya que el calor le producía picazón. En las circunstancias intolerables, sólo ella se sentía más o menos a sus anchas.

Para los demás la temperatura era insoportable. En el comedor el día se había tornado de un marrón oscuro.

Entonces fue cuando Norbert Hare cogió el pollo por el único muslo que le quedaba, y lo arrojó por la ventana. Aterrizó en un macizo de flores vivaces. Uno de sus infortunios era el de estar frecuentemente amenazado con estropear sus propias cosas.

No había dejado de comer; incluso tenía la boca llena; sus mejillas estaban relajadas y sus ojos parecían casi blancos.

—¡Norbert! ¡Qué van a decir los criados! —exclamó su mujer, siempre imaginando lo que sería ella si, armada con una linterna, fustigara los flox.

Entonces Norbert Hare cogió una miga de pan y la lanzó en dirección del pollo. Después hizo lo mismo con un cuchillo y una garrafa de oporto.

Aquello le alivió, pero su mujer se puso a llorar.

—Ya está —dijo hablando consigo mismo—. ¡Pero nunca puede uno liberarse completamente!

Su mujer estaba cubierta de lágrimas.

—¡Es culpa mía! —sugirió su hija, pensando que tal vez era aquello lo que deseaban los dos.

—Si necesitamos un culpable —exclamó el padre— ¿por qué no el pollo?

Entonces pareció perder completamente la cabeza. Echó a correr, con una intención todavía imprecisa. Después pareció que le volvía la memoria: se dirigió hacia una mesa y sacó las pistolas.

En el salón de Xanadu, que estaba separado del comedor por una puerta plegable, había una araña de una excepcional belleza, traída con grandes gastos de Europa, de alguna mansión arruinada, y cuyos adornos de cristal pendían entonces por encima de aquella tierra de los antípodas. Magnífica, surgía de la sombra, después se sumergía en ella de nuevo, tan pronto inflamada, tan pronto soñadoramente opalescente, pero siempre arrancaba a la gente de la infinita vulgaridad de los pensamientos banales. A Mary Hare le gustaba con una pasión que siempre había mantenido secreta.

Después de haber cargado un arma, el padre se acercó a la lámpara y disparó, ridículamente pequeño bajo sus transparentes brazos.

—¡Masticando, masticando! —aulló.

Disparó de nuevo y comenzó otra vez a aullar:

—¡Dios mío, sálvanos a todos!

Y tiró una vez más.

De vez en cuando, con un ruido crujiente, caía una lluvia de cristales. Todavía era imposible valorar los destrozos exactamente, aunque Mrs. Hare se esforzaba en ello convulsivamente.

—¡Toma! —gritaba Norbert Hare—. ¡Toma!

—Vamos, no puedo soportar a tu padre —dijo Mrs. Hare llevando a su hija a una pequeña habitación que no servía más que para recibir las visitas del médico o de los inoportunos.

Cuando la puerta estuvo cerrada, exclamó:

—¡Qué he hecho yo para merecer esto!

La niña permaneció silenciosa, porque aquél era el mayor sufrimiento de su madre, y ella lo sabía bien. Además, encontraba más interesante escuchar lo que hacía su padre.

Los disparos eran cada vez más raros, pero se escuchaba crujir los maderajes, vibrar los muros, y la casa entera parecía presa de su furor. Debía correr de un lado a otro. Y después, de repente, se hizo el silencio, y todo el pasivo edificio se construyó sobre cimientos de indiferencia, en sofocantes lechos de plumas.

—¿No crees que haya sucedido algo? —preguntó Mrs. Hare, que quizás era precisamente lo que esperaba.

—Probablemente es menos gracioso cuando nadie le mira, eso es todo —sugirió Mary con amargura.

—Es cierto —opinó la madre, sorprendida al escuchar aquella verdad en labios de su hija.

Ya que Mary era una boba y, la verdad, una cosa que preferían evitarla, por consideración, por buen gusto y por su propia tranquilidad de espíritu.

—Voy a ver —dijo por fin Mary.

—¡Qué valiente eres! —exclamó su madre con una sincera admiración.

—No soy valiente.

Pero hubiera sido incapaz de explicar que, ardorosa como estaba, no podía ser cuestión de vacilar: era la misma vida la dañada.

Encontró la casa grande y vacía. Los tiempos habían cambiado, y un frío viento soplaba entonces a través de las habitaciones, esparciendo por todas partes las hormigas que acababan de morir sobre el reborde de las ventanas. Los visillos inflados daban sobre los antepechos.

En aquel momento su padre descendió tranquilamente, como si acabara de leer en su cuarto y necesitara un vaso de agua. La situación habría podido mantener su aparente inocencia si no hubiera tenido el aspecto de una casa violada, y los ojos del hombre no fueran mirando al suelo.

Él la miraba, intentando introducir en la tragedia que preparaba, una mirada intensa y fija. Menos prolongado, aquello hubiera podido ser horrible.

En todo caso, comprendiendo su error de juicio, blandió la pistola que llevaba en la mano y que ella no había percibido. La dirigió hacia su sien, disparó y falló. Un trozo de yeso cayó de una cornisa.

La detonación pareció acabar de agotarle, pues en seguida se dejó caer en un amplio sillón con orejeras que se encontraba a su alcance. Sus gestos, que sin duda no eran premeditados, parecían torpes y ridículos, porque había perdido todo interés por la continuación de los acontecimientos.

Por un momento pareció que ella no le dejaría romper el hilo. No podía apartar sus ojos luminosos del rostro de su padre, siempre sentado en su inconfundible silla, y si bien él le había perdonado el crimen de existir, sin duda no le perdonaría jamás el de leer en él.

Por otra parte ella no contaba.

Cogió una de las pistolas y la llevó a su sitio; ¿se trataba de inocencia o de innato mal instinto? Él estaba demasiado extenuado como para preguntárselo.

No se movía, con los ojos fijos en su chaleco.

—Todos los hombres peligran —dijo—. Desde el momento de nuestro nacimiento, todos comenzamos a degenerar. Sólo las almas que no han nacido son todavía intactas y puras.

Como ella le había dado la espalda y rascaba con la uña un pequeño defecto en la mesa del despacho, él sintió la necesidad de atormentarla.

—Dime, Mary, ¿te consideras como un alma que aún no ha nacido?

—No comprendo esas cosas —replicó ella—. Todavía no.

Después se volvió y fijó su mirada en él.

—¡Mentirosa!

Y no le perdonaría nunca sus ojos, ni su negativa a dejarse herir.

Ella sintió esa acusación como un dolor físico. Sus labios se inflamaron mientras balbuceaba:

—Si quieres puedes retorcerme el brazo. La verdad es que lo comprendo. No necesito palabras. No me gustan las palabras. Pero lo sé.

Las abstracciones le hacían estremecerse. ¡Si por lo menos hubiera podido tocar algo, el césped por ejemplo, o sentir el olor de uña fogata en el bosque…!

Continuando sentado en su sillón quizás él comenzó a enternecerse, pero ella le regaló aquella humillación suplementaria y salió. Las estrellas estaban allí, bañadas, flotando hacia ella que les tendía sus brazos. Avanzaba llorando, regando la luz con sus efusiones y secándose la humedad de sus mejillas llenas de lágrimas con el revés pringoso de sus rugosas manos.

Mucho tiempo después, cuando su padre murió y fue enterrado en el mausoleo de Sarsaparrilla, y el sol y los rayos hubieron fundido la losa de su tumba en donde los lagartos se deslizaban por las grietas, Miss Hare adquirió algo de la prudencia que se había apresurado a defender la tarde del falso suicidio. A veces iba renqueando a través de la maleza, vestida con uno de sus horribles jerseys deshilachados, de lana marrón, y con una vieja falda raída color tierra, y después de haber caminado mucho tiempo, acababa por sentarse, siempre con el oído atento, al acecho, hasta que su espera era satisfecha. Entonces sus monstruosos miembros se transformaban en piedra, pero sus pensamientos saltaban como jóvenes y tiernos brotes o largos retoños de insinuantes lianas. Bajaba la vista y descubría a menudo a sus pies la piel de un animal, los restos de la angustia de algún sacrificio. Si entonces corrían por su rostro lágrimas de cocodrilo, sobre la escamosa armadura de su piel, es porque ya no podía reír. Sin duda estaba completamente loca y era indigna de toda consideración según las normas de la razón humana; pero éstas ¿qué valen después de todo? Finalmente la razón dirige una pistola contra su propia cabeza y no siempre falla su blanco.

A menudo, por la tarde, en la terraza de su casa desierta en donde acechaba la aparición del carro de fuego, se preguntaba cómo habría acogido su padre su metamorfosis: sin duda con una acrecentada repugnancia, ya que también le suponía visionario, ya que al menos una vez ella le vio apartar el velo. Si ahora su experiencia superaba a la de su padre, lo debía al tiempo y al silencio, y a las sugestiones de la naturaleza.

De esta forma esperaba, mientras que su aliento fluctuaba en sus pulmones, hasta que su sangre regaba las venas relajadas. Así esperaba aquella última tarde, la víspera del día en que debería llegar Mrs. Jolley, la desconocida. Y he aquí que sin ninguna duda, las ruedas se pusieron a laborar en las tranquilas praderas del cielo blanco. Sintió el aliento de los caballos sobre sus desiguales mejillas. Se sintió agitada, mientras que el viento soplaba entre sus dedos separados, tiesos como si fueran de madera en el extremo de sus cortos brazos, mientras el dorado de la caballería hacía eco al de las trompetas. No hubiera sabido decir en aquel momento preciso si era la primera vez que tuvo terror al sentir a su alrededor la víspera de una llegada. No había conservado el recuerdo y no se daba cuenta más que de su angustia presente, de su conciencia que la abandonaba y de las innobles olas que arrastraban fragmentos de una carne desintegrada.

Más tarde, cuando se incorporó, no intentó buscar aquello que había podido torturar a su espíritu entumecido y a su cuerpo deshecho, ya que había caído la noche, negra y fría. Estrechó sus crispadas manos una contra la otra, para intentar detener su temblor, y a tientas se puso a buscar su camino por la casa, en medio de brocados e incrustaciones, palpando la concha deslizante y el mármol helado, inhumano.