I

—Entonces ¿quién era esa mujer? —preguntó la rica Mrs. Colquhoun, instalada en Sarsaparrilla desde hacía poco.

—¡Ah! —dijo Mrs. Sugden, riendo— ¡era Miss Hare!

—No se parece en absoluto a la demás gente —sugirió Mrs. Colquhoun, animada.

—Ciertamente Miss Hare no es una persona vulgar, y no soy yo quién dirá lo contrario…

Pero la empleada de correos se interrumpió ahí. Con la punta de su pluma se puso a escarbar en una esponja seca. Incluso cuando su estado de ánimo era el más comunicativo, cuando hablaba con autoridad sobre el tiempo, su tema favorito, enfocaba las cosas con objetividad.

Por otra parte, Mrs. Colquhoun no necesitaba a nadie para comprobar que Miss Hare era un retaco, que tenía pecas y medias enroscadas. A decir verdad, Mrs. Colquhoun estaba algo desconcertada por la discreción de la empleada de correos, pero eso no duraría mucho, ya que la guerra había terminado y la paz aún estaba muy fresca.

Entre un olor de ortigas, bajo el pálido disco del sol, Miss Hare se alejó de la estafeta. Una primera luz nacarada, una dulce bruma matinal, anunciaban el reino milenario y, sin embargo, entre la carretera y la barraca en que habitaban los Godbold, las matas de zarzas calcinadas, sus ramas retorcidas, encogidas, rastreras, dejaban entrever que el enemigo quizá no había sido desarmado.

Al pasar Miss Hare, las numerosas espinas de los matojos se engancharon en su falda, tirando fuerte, fuerte, muy fuerte, hasta que quedó completamente sujeta por detrás, mitad mujer, mitad paraguas.

—¡Podría arañarse! —advirtió Mrs. Godbold, que se había acercado al borde de la carretera en busca de algo, niño, cabra, o quizás únicamente el periódico del día.

—Es cierto —respondió Miss Hare—. Pero ¿qué importa un pequeño desgarrón?

Aquellas cosas no la interesaban.

Mrs. Godbold era una mujer bastante fuerte. Sonreía al suelo, incrédula pero feliz.

Miss Hare exclamó:

—¡He visto un wombat[1]!

—¡Un wombat! ¿Por aquí? ¡Eso no es posible!

Miss Hare reía.

—¿Cómo era? —exclamó Mrs. Godbold que también se echó a reír.

Sus ojos permanecían fijos sobre la hierba.

—¡Se lo diré más tarde! —añadió Miss Hare alegremente, pero sin aminorar su marcha.

Les importaba muy poco a ambas que muchas cosas entre ellas fueran inexplicables: ninguna de las dos había mirado al rostro de la otra, pero eso no podía añadir nada que cada una no supiera ya. En algún momento del pasado ese carácter particular de sus relaciones había sido plenamente establecido.

Miss Hare avanzaba con la falda ya liberada. Con el dorso de la mano dio en una estaca de una valla, para escuchar la piedra de la sortija de su padre. A menudo solía dar así contra objetos para puntuar períodos que, sin eso, podrían no haber tenido nunca fin. Percibió el choque liberador. Escuchó las alas de un pájaro que se destacaban del silencio. Canturreó, o mejor, emitió algunos sonidos. A todo lo largo de la carretera —la pista, como la llamaban aún los viejos— cuyo caprichoso trazado descendía de Sarsaparrilla a Xanadu, la tierra era negra y esponjosa en el amanecer de aquel principio de la primavera. En aquel adormecido paisaje parecía que cada elemento, incluso el más insignificante, hasta la misma Miss Hare, contribuía a aquella perfección. No se habría podido añadir nada para embellecer el conjunto.

Y sin embargo, ¿no estaba ella a punto de intentarlo?

Miss Hare se detuvo en medio de la carretera. Así se había plantado en la estafeta, pero entonces su rostro había revestido la expresión que la gente esperaba encontrar en ella.

—¡Es un gran día, Mrs. Sugden! —había dicho.

—Algunos no comprendían la forma de hablar de Miss Hare, pero se habían acostumbrado a la larga.

—¿Y bien? —dijo Mrs. Sugden, ordenando algunos papeles y la botellita manchada de cola a fuerza de haber sido empleada.

Y después esperó.

—¡Sí! —dijo Miss Hare.

No encontraba la maldita pluma, ni impresos para telegramas, ásperos como su piel.

—Me he puesto en comunicación con una persona… una viuda, de Melbourne… por medio de los anuncios por palabras.

En aquel momento descubrió los impresos.

—¡Tomo un ama de llaves para Xanadu!

—Me alegro ¡de verdad! —dijo Mrs. Sugden que en efecto lo estaba.

—¿No se lo dirá a nadie?

Aquella maldita pluma… la detestaba.

—¡Claro que no! —protestó Mrs. Sugden—. ¡Una estafeta oficial es una estafeta de confianza!

Miss Hare reflexionó. La pluma de la estafeta arañaba el papel.

—Se lo voy a contar todo —decidió—. Pero es necesario que envíe este telegrama. A Melbourne.

Mrs. Sugden sabía esperar.

Miss Hare se puso a escribir.

—«Dama capaz y refinada…» así es como ella se describe.

—¡Y así lo espero! —exclamó Mrs. Sugden, enrojeciendo ante la idea de que podría ser de otra forma—. ¡En los tiempos que corren! Cuando se recibe a alguien en casa de una…

La pluma de Miss Hare trabajaba en la aridez de la nota telegráfica.

—¡Nada me asusta! —dijo—. Por lo menos nada de lo que asusta a las gentes, generalmente.

—Naturalmente existen otras cosas —opinó Mrs. Sugden que, en su estafeta oficial, no podía por menos de haberlas visto de todos los colores.

La empleada esperaba. Miss Hare llevaba el viejo sombrero, de mimbre más que de paja por lo basto de su materia, que usaba en invierno como en verano, y que la hacía parecerse tanto a una flor de girasol como a una vieja cesta andrajosa. Era tan bajita que, en sus posiciones respectivas, de pie a cada lado del mostrador, Mrs. Sugden dominaba la especie de ombligo que se encontraba justo en medio del casquete. Miss Hare no era más que un sombrero del que salía una mano con una pluma. La pluma parecía tener cabeza. Mrs. Sugden se preguntaba de dónde provendría aquel sombrero. Nadie recordaba haberla visto jamás con otro.

—Es gracias a mi primo, Eustace Cleugh —comenzó Miss Hare que por fin había conseguido firmar—. Vino aquí hace mucho tiempo, usted no le recordará. En aquellos tiempos las personas a veces enviaban a sus hijos a visitar a sus parientes de Australia. Entonces parecía extraordinario… ¡Ya ve, a Australia! Naturalmente, dos guerras y los cupones de abastecimiento han cambiado muchas cosas. Así pues, vino mi primo… Según parece, lo era por parte de mi madre, ya que era pariente de mi tía Fanny, de Banjo Downs. ¡Oh, qué recuerdo! Todas las habitaciones estaban llenas de amigos… ¡Se encendía la araña casi todas las tardes! Había bailes y orquestas de Sydney. Mi madre me impulsaba a unirme a los invitados —entonces yo era casi una niña: acababa de recogerme el cabello—, pero ¿cómo habría podido unirme a ellos? Necesitaba observar a todos los que habían venido a Xanadu. Había una jovencita… Es necesario que le hable de ella… Se llamaba Helen Antill, y su traje estaba completamente adornado de lentejuelas. Oí decir a mi madre que quizá no debería haber invitado a Helen Antill. «¡Ni a ninguna otra!», respondió mi padre. «¡Y tampoco a estos jóvenes!». A mi padre le gustaba bromear. «¡Comamos nuestro puding en paz!», añadió. «¡Y mojemos el pan en la salsa!». A mi padre le encantaba mojar el pan en la salsa del pollo asado, y una de las cocineras tenía una receta especial para él.

—¡Vaya! —dijo Mrs. Sugden.

—¡Con cebolla picada! —remató Miss Hare.

Mrs. Sugden cambió su peso de una pierna a la otra. Una gran parte de su vida la había pasado esperando.

—¿Dónde estaba? Mi primo Eustace se marchó después de su visita, no sin haber causado una cierta decepción a mis padres. Por otra parte se redimió más tarde. Sí, sus medios le permiten enviarme una pequeña pensión desde la isla de Jersey, en donde vive. Eso comenzó mientras vivía mi madre, felizmente para nosotras, ya que los asuntos de mi padre en seguida fueron mal y nunca he sabido por qué.

La voz de Miss Hare se extinguió. Cogió la segunda pluma del pupitre de la estafeta, una pluma tan detestable como la primera, pero su gesto no tuvo continuación.

—Nunca se puede saber… —dijo Mrs. Sugden.

—Es cierto —suspiró Miss Hare—. Pero yo creía que usted estaba al corriente. ¡He recibido esa pensión durante tantos años…! Y además, de la noche a la mañana, la isla de Jersey fue invadida…

Miss Hare efectivamente volcó el tintero de la estafeta, pero Mrs. Sugden no pareció ofenderse.

—¿Por los alemanes?

—¿Por quién quiere usted? —replicó Miss Hare no sin cierto desprecio—. Hemos permanecido sin noticias de mi primo durante años, y luego, un viernes por la mañana, hace exactamente siete semanas, supe por una carta que se encontraba sano y salvo. Pese a su débil salud y a su disminuida fortuna, él estima su deber continuar ayudándome modestamente.

Mrs. Sugden se alegró como convenía para disipar las sospechas.

—Y así ¿ha podido contratar a esa señora?

—Sí, esa mujer está más o menos de acuerdo.

Miss Hare sabía ser por momentos a la vez realista y severa.

—Se llama Mrs. Jolley —continuó.

Después, como el resplandor de la mañana la alcanzaba por la ventana.

—Deseo fervientemente que ella caiga bien en Xanadu. Sidney no es Melbourne, ¡y hay tanta hierba en esta comarca!

—¡Cuando se quiere gustar, se gusta! —lanzó la dependiente, sin preguntarse si aquella verdad se aplicaba a la situación.

Moscas muertas se esparcían por el mostrador entre ambas mujeres que, cara a cara, examinaban sus cadáveres.

Mrs. Sugden aspiró profundamente.

—Y ¿qué sucedió con la muchacha, aquella Helen Antill que llevaba un vestido tan bonito?

—¡Oh!, se marchó —dijo Miss Hare—. Todo el mundo se va.

Se puso a balancear su pierna derecha. Su rostro, húmedo y contrahecho durante su discurso, había vuelto a ser seco y gélido. Por costumbre, mientras hablaba, su boca permanecía inmóvil, casi como si tuviera parálisis.

—Se marchó, se casó con alguien que conocía, tuvo un hogar, hijos, enterró a su marido… Volví a verla una vez. Ella estaba mirando por la ventana.

Mrs. Sugden entornó los ojos, como si también ella la hubiera visto…

En ese momento se escuchó crujir la grava. Alguien se aproximaba. Por eso Miss Hare dejó de hablar como si dejara caer una cortina de hierro.

—Gracias —dijo a Mrs. Sugden, como si acabara de llegar; y después se fue.

Así es como Miss Hare caminaba por la pista que el Consejo había ya comenzado a llamar carretera, incluso avenida, y descendía de Sarsaparrilla a Xanadu. En un punto, unas dudas la habían asaltado, clavándola en el sitio; pero las perspectivas inciertas no podían resistir mucho tiempo el empuje vital de todo lo que le rodeaba, y en seguida reemprendió su camino.

Descendía las pendientes, hacía rodar las piedras, con toda la agitación de su cuerpo que la acompañaba, pero su yo íntimo estaba ahora sereno y feliz. La anomalía de aquella dualidad no dejaba nunca de sorprenderla, y de nuevo se detuvo para reflexionar. Por diversas razones, muy poco de su verdadera y secreta naturaleza había sido revelada a los demás. Estaba inmóvil, sumergida en sus pensamientos, alrededor de los cuales dejaba libre curso al juego de sus instintos. Ningún ser se encontraba allá, y sin embargo se irritaba de lo que, pronto o tarde, no podía dejar de producirse. Acariciaba las hojas con cariño. Rompió una varilla quebrada. Otros podían circular por las carreteras entre maleza, con la nariz en las ventanillas de sus coches, sin que su espíritu registrara nada de lo que veían sus ojos parpadeantes. Grandes frondas de verdor permanecían vírgenes, los peñascos no violados. A veces los intrusos detenían sus vehículos e iban a buscar agua. Ella les había visto sumergirse en las pilas horadadas en la roca, secretas, negras y heladas, y sin embargo, continuar prisioneros de su carne de gallina y de su despecho. Mientras que ella, Miss Hare, cuyos ojos siempre florecían, cuyos dedos palpaban, llegaba hasta el éxtasis de una aniquilación completa, liberadora, sin haber recurrido a tales inmersiones.

Por un instante la ira se reflejó en su rostro…

Mientras que cogía el hilo de sus sueños.

Toda aquella tierra, aquellas matas y aquellas piedras eran suyas por encima y más allá de los derechos que tenía sobre ellas. Nadie había sabido nunca penetrarlas tan íntimamente. Ella iba al corazón de su singular territorio, muy despacio, deteniéndose. Se detenía a menudo. El cielo estaba animado; ahora era de un azul vivo. Los árboles indígenas, casi siempre achaparrados, que no ofrecían tanto interés para la vista como un acompañamiento a los estados anímicos, se comportaban ahora con docilidad, con una cierta dejadez melancólica, hasta el momento en que ella llegaba abajo de la cuesta, allá donde la carretera viraba y, después de una vereda, remontaba. La pendiente, suave al principio, trepaba hasta terrenos más abruptos, donde aumentaban los helechos y los céspedes, con alfombras de una mullida podredumbre; allá parecía que los árboles crecían más derechos, más altos, y la cabeza se inclinaba invariablemente si, con los ojos elevados, se miraba demasiado tiempo a sus copas chispeantes.

La propietaria nunca llegaba a sus posesiones por la carretera oficial que conducía a la verja. Ésta, por otra parte, con sus pretensiones de pompa heráldica, permanecía cerrada con candados y cadenas. Ella cogía el pequeño atajo que corrientemente utilizaba al igual que los pequeños Godbold, o bien, como hoy, otro más corto todavía y conocido sólo por ella, por el que a duras penas se abría paso, intentando conservar una dirección. Pero el sendero estaba sobre un buen humus y los campos cubiertos por una capa de hojas, en donde era delicioso dejar marchar a sus rodillas que se esforzaban en la superficie, mientras que subía un olor a hongos y futuras plantas.

Así luchaba Miss Hare en medio de las ramas, ya que aquello era lo que amaba, aquello lo que había elegido. Allí conseguía algunos arañazos, pero ¿no hay que esperar eso desde que nuestros pies recorren los caminos de la existencia? Golpeada por una rama cuyos brotes estaban casi maduros, flagelada por una pequeña liana de zarzaparrilla, de la que hubiera querido beber su púrpura, acariciada por helechos, y luego por más helechos…

En un punto cayó de rodillas sobre sus medias color de tierra, muy prácticas, y no porque estuviera desanimada o enferma —había alcanzado la edad en que conocidos y vecinos están siempre al acecho de un posible achaque—, sino porque aquella actitud es la de la adoración, y la intensa convicción encuentra a menudo su mejor expresión en una torpe espontaneidad.

Descansó un momento, arrodillada bajo el gran escudo de su sombrero protector, y metió sus cortos dedos en la tierra receptora. Así permaneció durante rato, en el túnel que conducía a Xanadu, y del que todos reconocían su grotesca fealdad, más imposible aún que en sus recuerdos. Si le hubiera quedado algo de familia, aparte de su primo Eustace, que estaba lejos, y un grupo de Urquhart-Smith que habían decidido olvidarla, todos se sentirían turbados ante la vista de una tal burla de su raza, por lo demás irreprochable.

En otros tiempos los Hares habían hecho responsables a los Urquhart-Smith, y los Urquhart-Smith, con igual determinación, habían devuelto la acusación contra los Hares. Pero apenas si quedaban ya representantes de unos o de otros para discutir y disputar. Sin el mismo Norbert Hare, no se hubiera podido esperar más que una descendencia normal de aquella cepa sana y burguesa, ya que todo el mundo sabía que Norbert era el hijo del viejo Mr. Hare, el comerciante de vinos de Wynyard. Los Urquhart-Smith, naturalmente, lo sabían mejor que nadie y, olvidando a los Smith en favor de los Urquhart, estaban siempre dispuestos a recordarle a su Eleanor que se había casado con Norbert.

Eleanor pertenecía a la rama de Mumblejug, la de Sir Dudley, que, según se recuerda, había llegado a Nueva Gales del Sur el pasado siglo para representar a la reina. Célebre por su sombrero de seda y su apostura a caballo, Sir Dudley era un hombre ejemplar, como lo repetían gustosamente sus descendientes después de que todo el mundo le hubo olvidado. Si su hija Eleanor hablaba menos que sus contemporáneos, quizá era debido a su naturaleza discreta, a su mediocre salud y, ciertamente, a su matrimonio poco ortodoxo. De cuatro hermanas, ella era la única superviviente. Todas graciosas y encantadoras, tres de ellas fueron enterradas sin haber podido casarse, bajo los eucaliptus, cerca de la iglesia gótica que sir Dudley había hecho construir en Mumblejug, menos para elevar el alma que para perpetuar una tradición materialista.

Tan maciza, tan exquisitamente antigua, tan inglesa, la iglesia de Sir Dudley parecía proclamar que la situación en Mumblejug era indestructible. Y entonces, Eleanor hizo una cosa terrible: se casó con Norbert, el hijo del viejo Hare, el comerciante de vinos de Wynyard. Personas consecuentes, que no conocían en absoluto a los Urquhart-Smith, quedaron sorprendidas hasta el punto de oponerse a ellos. Sin embargo, Eleanor se fue con su parte de herencia, lo que hizo reír a muchas personas.

No es que el viejo Mr. Hare no inspirara respeto a todos. Nadie dudaba que su fortuna fuera poco considerable; y las esperanzas matrimoniales de las mejores familias no eran muy optimistas en una sociedad tan reciente, salvo cuando la llegada de algún Honorable suscitaba desmesuradas perspectivas. Bien pensado, una chica habría podido hacer algo peor que poner sus miras en un Hare, y si las mentes prácticas no aceptaron inmediatamente y sin decir palabra la elección de Eleanor, se debía a la originalidad de su marido.

Norbert Hare jamás había practicado las medias tintas. Hacía o deseaba hacer cosas en las cuales nadie habría pensado. Se contaba que un día, sobre un caballo gris, había subido por la escalinata de mármol de Xanadu hasta el final, en donde su animal asustado había depositado sobre la alfombra un montículo de un flagrante amarillo. Norbert pasaba su tiempo haciendo proyectos, aunque no siempre los llevaba a cabo: quería construir un despacho en lo alto de una pagoda china, o una cuadra en forma de mezquita, traer caracoles de Borgoña, plantar nísperos, imprimir poemas —los suyos— en piezas de seda de color, tejidas con dicho fin en la propiedad. El hijo del mercader de vinos había recibido una educación que su temperamento particular no podía convertir más que en espasmódica y ecléctica. Hubo un período en que estuvo tentado de escribir sobre Cátulo, hasta el momento en que se dio cuenta de que ese poeta le fastidiaba. De hecho, Norbert había escrito mucho —epigramas y fragmentos metafísicos—, que leía a todos los que conseguía reunir. Los fragmentos, parecía, tenían para él más distinción que otra cosa. Trajo de Italia innumerables piezas de mármol, y mosaicos para el baño, siempre con ninfas, pámpanos y un gran macho cabrío negro y maléfico. Dos artesanos italianos fueron importados expresamente para conjuntar los elementos, contra la promesa de regulares raciones de vino[2]. Los italianos llegaron, ejercieron su arte, bebieron su vino, y uno de los dos, nunca se supo cuál, dejó embarazada a una joven irlandesa. Norbert y Eleanor viajaron, evidentemente, mucho al extranjero, ya que era la época en que los australianos de «ese medio» —y Norbert fue en seguida de «ese medio»— no tenían nada que envidiar a nadie. Los Hare debieron hacer como todo el mundo, y la discreta Eleanor no pudo impedir ciertos escándalos que se difundieron hasta los antípodas: Norbert se vio mezclado en un duelo al atravesar Perusa; en Londres había rodado por el suelo, en público, ante la influencia de alguna bebida fuerte. Nada de todo esto sorprendió. Pero el gesto más magnífico de Norbert, al que respondieron silbidos irónicos, rechinar de dientes y sonrisas compasivas, fue la construcción de una folie[3] en Sarsaparrilla, a alguna distancia de Sydney. Su Palacio de las Maravillas, como decía, su Xanadu… Y recitar los versos en cuestión a sus bellas invitadas en el curso de una velada en que, detrás de sus violetas, ellas pudieron contemplar los recientes cimientos de piedra amarilla y porosa.

Nada exquisito puede ser creado con precipitación, y Xanadu no fue una excepción. Se necesitó tiempo y paciencia, y para todos un trabajo agotador. Pero al fin se elevó, dorado, dorado, con dos o tres lacerías de tela metálica, bajo el gris tórtola de sus pizarras extranjeras. Detrás se alineaban la cuadra y las habitaciones de los huéspedes. De esta forma Norbert, el hijo del viejo Mr. Hare, el mercader de vinos de Wynyard, lo había realizado por fin, aunque no fuera más que ante sus propios ojos. Le gustaba subir hasta lo alto de la casa, y allá arriba, cansado, se pasaba una hora completamente solo comiendo un pollo frío y hojeando obras de poetas oscuros, o simplemente contemplando el panorama de sus propiedades. Su mirada, quizá, se aventuraba más allá del parque todavía dócil que había hecho plantar, más allá incluso del bosque indígena, gris y espinoso, que le parecía momentáneamente aplacado, y eso no habría sido posible si, anclado en el tiempo y en el espacio, se hubiera visto obligado a reconocer el cinismo de aquel mismo bosque indígena, gris y espinoso.

Los matorrales rechazados se pusieron implacablemente a atacar el parque creado por la voluntad de Norbert Hare, tanto y tan bien que, varios años después, su hija se encontraba allí, de rodillas, en un túnel de matojos que conducía a Xanadu. Moteada, manchada como una criatura salvaje nacida en aquellos lugares, ella buscaba a su alrededor elementos de interés. Casi todos, ya que estaban vivos, cambiaban, evolucionaban, individuales como sus propios pensamientos que bailaban y chispeaban entremezclándose con las hojas, o yacían derechos y tiesos como ramas caídas, o incluso emergían con la fetidez insoportable de una hormiga despachurrada. Sus manos, casi siempre sucias y arañadas, a causa de su constante necesidad de emplearlas en actividades de importancia, por ejemplo, ayudar a brotar a una planta torcida, liberar a un pajarillo de su cascarón o incluso ayudar a un parto, estaban ahora, —ella lo advirtió con repugnancia—, cubiertas de hormigas medio muertas. Una de ellas colgaba de la sortija adornada con una piedra preciosa que había pertenecido a su padre, y que ella llevaba, no para recordarlo, sino porque su divisa confirmaba oficialmente que Xanadu era suyo.

Una o dos veces en el pasado había intentado jugar con la sortija que su padre llevaba en el dedo, y él la había reprendido:

—No es un juguete. Debes aprender el respeto a la propiedad.

Y ella lo había hecho.

También su madre había llevado sortijas, sobre todo de amatistas. Tenía inclinación por los colores crepusculares. Su ropero nunca había tenido nada notable, aparte de su colección de capas de lana, tan ligeras que apenas si debía sentirlas sobre los hombros. La chiquilla estaba autorizada a tocar las alhajas y los trajes de su madre, incluso con vehemencia. Demasiado delicada para protestar, salvo si esas manifestaciones pasaban los límites del buen gusto, Eleanor Hare tenía el sincero deseo de hacer bien su papel de mujer y de madre.

—Norbert, tengo tanto miedo de que no tengamos bastante amor para nuestra hija. Con mi salud y tus intereses…

—¡Bastante amor! —repitió el padre echándose a reír lo suficientemente fuerte como para hacer trizas el amor.

—No tenía la intención de disgustarte —dijo lastimeramente su mujer, antes de replegarse en sí misma bajo un gran chal de lana verde, y una botella de agua caliente apretada contra su neuralgia.

—Si únicamente cuidara de no tirar las tazas de café, sobre todo en las rodillas de nuestros invitados, de romper las dalias y correr por la terraza cuando yo leo. Necesito un poco de silencio para reflexionar.

—Es razonable —convino ella— enseñar a los niños a respetar las necesidades de los demás.

La niña aprendió así, en la medida en que su torpeza natural se lo permitía, a moverse sin ruido, como una hoja, y a evitar algunas palabras demasiado frágiles. La palabra AMOR, por ejemplo, era frágil como el cristal, y mucho más preciosa. Ciertamente acabó por caminar suavemente, a pasitos almidonados. Incluso aprendió a amar, pero a su manera secreta, los laberintos de los pasillos, las grandes habitaciones frescas y verdosas, las paredes de piedra dorada, los túneles a través de los macizos…

Miss Hare acabó por levantarse todo lo que pudo en su túnel, y continuó su camino, sumergida en sí misma, acariciando las ramas, cargando Con el escudo de su gran sombrero, para llegar finalmente, temblorosa, anhelante, grotesca, ante el noble objeto de su amor.

Cuando se desprendió de la opresión de las ramitas, aún le quedaban alrededor de doscientos metros por recorrer entre un follaje menos avaro de sus encantos: un viejo granado, uno o dos manzanos silvestres, recubiertos por sus primeras flores, algunos pinos melancólicos y apaciguados. El terreno continuaba subiendo, y ella se encaramaba por la pendiente, cada vez más jadeante, desgarrándose las pantorrillas. Ahora todo se elevaba, en ella y a su alrededor.

De esta forma Miss Hare llegó a su casa, como siempre, como si fuera la primera vez. Franqueó el límite de los árboles por el borde del césped. El cual estaba un poco descuidado, pero, desde la primera ojeada, Xanadu clavaba en su sitio incluso a los indiferentes. Miss Hare creyó desfallecer al contemplar su querida visión.