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Estoy en el balcón del segundo piso contemplando las tranquilas aguas del Pacífico. Hace una tarde preciosa, perfecta para una boda al aire libre.

El sol está a punto de ponerse. Casi es hora de que empiece la ceremonia.

Damien está a mi lado y me ha pasado un brazo por la cintura. Ante nosotros se extiende toda su propiedad, de un verde exuberante que se desvanece al llegar a la arena pálida.

A estas horas la playa suele estar vacía, pero en estos momentos la vemos salpicada de carpas blancas con farolillos encendidos. Nuestros invitados, a quienes no logro reconocer desde tan lejos, pasean por ellas y desde la playa suben estrofas cantadas por Frank Sinatra. Más allá de la hilera de carpas, los paparazzi han acampado dispuestos a abalanzarse sobre sus presas.

No puedo evitar sonreír al pensar que tenemos un truco para dar esquinazo a esos buitres.

Más allá, el Pacífico reluce de un cálido púrpura teñido de naranja por el sol, que se pone con rapidez.

«Pronto —pienso—, pronto seré la señora de Damien Stark».

—¿Estás segura de que es esto lo que quieres? —pregunta Damien cuando el zumbido del helicóptero invade el aire.

El aparato desciende delante de nosotros y toma tierra con cuidado en el helipuerto. Echo un último vistazo al panorama que se abre ante mí.

—Estoy segura —digo levantando la voz para que me oiga por encima de los rotores.

Abajo, Gregory y Tony ya están cargando las maletas en el aparato.

Me pongo de puntillas para darle a Damien un beso intenso, breve y profundo. Me separo de él, sin aliento, y sonrío porque resulta irónico que me hiciera falta una jugarreta de mi madre para comprender por fin algo que debería haber sabido desde el principio.

Poso una mano sobre su pecho para sentir el latido de su corazón bajo la piel.

—Lo que importa no es quién me acompañe al altar… sino el hombre que me estará esperando allí. Tú mismo lo dijiste: es la única boda que tendré jamás, y así es como quiero que sea.

Sin estrés, sin paparazzi. Sin conversaciones de cortesía, sin quebraderos de cabeza por la música o la comida o las flores o los parientes que se presentan de pronto sin que nadie los haya invitado. Solo Damien y esas dos pequeñas palabras: «Sí, quiero».

—¿Y todo el trabajo que has dedicado a la recepción? —pregunta, aunque ya lo hemos hablado esta noche.

He trabajado tanto para alcanzar la perfección que he perdido de vista lo que Damien ya sabía: que mientras acabemos siendo marido y mujer, la perfección está garantizada.

Aun así, le doy el gusto de responder otra vez. Entiendo que necesite asegurarse de que esto es lo que quiero de verdad.

—La fiesta también es importante —digo—, y tendrán una fantástica. —Señalo hacia la playa con la cabeza—. Confía en mí. Jamie y Evelyn lo tienen todo controlado. Si alguien sabe cómo conseguir que un montón de gente lo pase bien en una fiesta, esa es mi mejor amiga. —Mi sonrisa es cada vez más amplia—. Le he pedido a Ryan que la ayude. Estarán de marcha toda la noche y, por la mañana, todo el que quiera podrá ver cómo nos casamos. Además, Evelyn me ha prometido darles duro a los de la prensa.

La sonrisa de Damien es tan grande como la mía.

—Te quiero, señorita Fairchild —dice.

—Dentro de poco ya no podrás decir eso. Pronto seré la señora Stark.

Me coge de la mano y me lleva hacia la escalera.

—Pues vamos —dice—. Cuanto antes, mejor.

Bajamos la escalera corriendo, cogidos de la mano, luego seguimos hacia el helicóptero agachando la cabeza y riendo. Damien me ayuda a subir y, cuando ya estamos con los cinturones abrochados, le hace una señal al piloto para que despegue.

Y entonces, mientras los invitados se despiden de nosotros con la mano desde la playa y los paparazzi no hacen más que disparar sus cámaras, desaparecemos hacia la puesta de sol y dejamos que nuestros amigos disfruten solos de nuestra comida, beban nuestro champán e inauguren la noche bailando.

Damien y yo estamos en una playa junto a un mar agitado que pierde ya el gris de la noche y lo cambia por la variedad de colores que provoca el sol del amanecer. También eso es algo que he comprendido: no podía casarme a la puesta de sol. Tenía que celebrar mi boda al amanecer.

Llevo mi vestido de novia y el collar que me ha regalado Damien y, al ver la cara que ha puesto mientras recorría el breve trecho hasta el altar, he sabido que todo el esfuerzo que costó recuperarlo ha merecido la pena. Me siento como una princesa. ¡Qué demonios, me siento como una novia! Y cuando Damien me mira, me siento hermosa.

No llevo zapatos, así que hundo los dedos de los pies en la arena y me invade una sensación salvaje, embriagadora y libre. No hay estrés, no hay preocupaciones. Lo único que existe es esta boda y el hombre que está a mi lado, y eso es todo cuanto necesito.

Frente a nosotros, un funcionario mexicano oficia la ceremonia con un inglés chapurreado y con mucho acento. Estoy bastante segura de que en la vida he oído nada tan bonito.

—¿Quieres a este hombre como legítimo esposo? —pregunta.

Y yo digo las palabras que llevo en el corazón desde el momento en que lo conocí:

—Sí, quiero.

—Sí, quiero —dice Damien cuando le toca a él.

Para hablar se ha vuelto hacia mí, y veo la profundidad de sus sentimientos en sus ojos de dos colores. «Mía», forman sus labios sin decir nada. Yo asiento. Es verdad. Soy suya y siempre lo seré.

Como Damien Stark es mío.

A pocos metros de nosotros, un niño al que hemos pagado unos pesos sostiene el teléfono de Damien, que retransmite en directo la ceremonia a Malibú, donde Jamie la está proyectando en la lona de una de las carpas por si alguno de los invitados sigue lo bastante sobrio o despierto después de toda la noche de juerga.

Aquí, en nuestra playa, el funcionario nos declara marido y mujer. Esas palabras se vierten sobre mí cargadas de significado y llenan mi alma.

—Aquel día —susurro, y creo que el corazón me va a estallar—, aquel día en que me pediste que posara para ti… jamás pensé que terminaría así.

—Pero si no ha terminado, señora Stark. Esto es solo el principio.

Su voz suena emocionada y sus palabras son absolutamente perfectas.

Asiento porque tiene razón, y porque este momento me abruma tanto que no consigo hacer nada más.

—Ahora voy a besarte —dice, y atrapa mis labios con su boca.

El beso es largo y profundo, y a nuestro alrededor los lugareños aplauden y nos vitorean.

Me abrazo a Damien, no querría soltarlo jamás, y el sol sigue ascendiendo por el cielo y nos ilumina con la luz de la mañana.

«Perfecto», pienso. Porque el sol nunca se pondrá entre Damien y yo. Ni hoy, ni nunca.