—Eres increíble —dice Damien esa noche cuando le explico lo que he hecho—. Una vez me contaste que no tenías huevos para plantarle cara a tu madre.
Estamos en una bañera tamaño piscina, uno frente al otro, nuestras piernas se tocan.
—Y sigo sin tenerlos —replico, riéndome.
—Claro que sí. —Alarga el brazo para alcanzar mi mano y tira de mí hacia él; luego, con toda intención, coloca mi mano encima de su paquete—. Estos son del todo tuyos.
—Ni lo dudes —digo, y apreso sus labios en un beso.
Me abraza y me estrecha contra sí hasta que no tengo más remedio que sentarme a horcajadas sobre él si quiero estar en una postura cómoda.
No es que sentarme a horcajadas sobre Damien sea algo molesto, y menos aún cuando tiene una erección que roza los pliegues de mi sexo de una forma que consigue desterrar fulminantemente de mi pensamiento lo dramático del día.
—Estoy orgulloso de ti —afirma encerrándome en el círculo de sus brazos.
—Yo también estoy orgullosa de mí —digo—. He asumido el control de la situación. He decidido lo que quiero para la boda y he hecho lo que había que hacer. —Le doy un beso—. Me parece que voy a convertir en costumbre esto de ir a por las cosas que quiero.
—¿No es lo que has hecho siempre?
Le cierro la boca presionando sus labios con un dedo.
—No se trata de eso.
—¿De qué, entonces? —pregunta.
—De esto. —Hundo una mano entre los dos para asir su erección. Despacio, acaricio toda la longitud de su polla—. Hacerse con el control puede resultar muy gratificante.
—Oh, sí.
Su voz suena desgarrada.
—¿Le pasa algo, señor Stark? —pregunto con inocencia—. Parece usted distraído.
—Al contrario —contesta—. Estoy muy concentrado. Muy atento.
—¿De verdad?
Damien coge aire y veo el estremecimiento que lo recorre, el ardor en sus ojos.
Me mira y yo sonrío, lenta y abiertamente, con toda clase de promesas.
—Bésame —dice—. Móntame.
Esta vez soy yo la que tiembla de expectación. Me levanto a la vez que atrapo su boca con un beso caliente, profundo y ávido. Su lengua lucha con la mía, embistiendo y provocándome. Desciendo sobre su polla y lo monto: subo y bajo a un ritmo desesperado que hace que el agua se derrame de la bañera.
Una y otra vez, más y más al fondo, hasta que no tengo más remedio que interrumpir el beso porque los latigazos de placer que me recorren por dentro me obligan a arquearme hacia atrás.
Al hacerlo, su boca se cierra sobre mi pecho y sus dientes me mordisquean; el dolor provoca ardorosas corrientes de placer que bajan por mi cuerpo hasta que llegan a mi sexo, a ese lugar tan escondido en mi interior que él está tocando, que está embistiendo con cada acometida, y acumula una presión deliciosa que crece y crece hasta que por fin estallamos juntos y casi vaciamos el agua de la bañera. Después me derrumbo sobre el pecho de Damien, liberada y colmada de satisfacción.
Nos quedamos así hasta que nos da miedo salir de ahí dentro completamente arrugados. Damien me ayuda entonces a levantarme, me seca y me lleva en brazos a la cama, donde me arropa con suavidad bajo las frescas sábanas.
—No me has dicho qué piensas hacer con el vestido —comenta después, cuando ya estamos entrelazados, medio abandonados al sueño.
—Cuando mi madre se ha ido, yo he vuelto dentro —explico—. No es perfecto, pero en la trastienda tenían un vestido de mi talla.
—¿Te gusta?
Me encojo de hombros. La verdad es que es un vestido precioso, cualquier novia estaría entusiasmada. Pero no es el mío y ¿qué chica se queda contenta con un plato de segunda mesa?
—Lo siento, cariño —dice, y me besa el hombro desnudo.
—Está bien, en serio. Te prometo que me encontrarás arrebatadora.
—Siempre me lo pareces.
Sonrío y mi sonrisa perdura cuando empiezo a quedarme dormida. Estoy a punto de rendirme a ese dulce estado de inconsciencia cuando recuerdo otra cosa.
—¿Sigues despierto? Tengo una idea genial.
—Para genialidades siempre estoy despierto —dice.
—Se me ha ocurrido por esos tuits que nos han escrito en el Raven.
—¿Nos?
—A las chicas y a mí —aclaro.
—Hum. Si estás pensando en invitar a los tíos del Raven a la boda, pienso ejercer mi derecho a veto.
—Muy gracioso. No, estaba dándole vueltas al problema del fotógrafo. Ya sé que dije que quería estar segura de que tendría retratos de boda, pero podemos ir a hacérnoslos en cualquier momento. Además, quiero recordar el día, no una pose. Se me ha ocurrido que podríamos hacer lo mismo que toda esa gente en sus tuits.
—Que es…
—Fotos espontáneas. Le damos una cámara a cada invitado como detalle de la boda, y luego les pedimos que, antes de marcharse, dejen las tarjetas de memoria en un cuenco. Conseguiremos una barbaridad de fotos estupendas de nuestros amigos y de nosotros, bailando, comiendo. No serán fotos profesionales, pero sí divertidas, y seremos nosotros, nosotros de verdad. No como esas fotografías horteras que sacarán los paparazzi desde la playa. ¿Qué te parece?
—Me parece que eres genial —dice—. Genial y preciosa. Y no veo la hora de convertirme en tu marido.
Sonrío, me invaden la alegría y el amor.
—Yo tampoco —digo, y entonces, por fin, cierro los ojos, me acurruco junto a él y dejo que el sueño me lleve consigo.
Cuando me despierto el viernes, Damien ya se ha ido. Le ha dicho a Grayson que tiene unos negocios que atender antes de irnos de luna de miel y que estará en la oficina o visitando varias propiedades con el señor Black.
Meto un gofre en la tostadora, lo cual más o menos resume mis habilidades culinarias, y me lo como con un poco de sirope mientras hago algunas llamadas matutinas desde el patio. La primera es a Sylvia, para explicarle mi plan de las cámaras. Le parece una idea magnífica y me jura que tiene tiempo de sobra para ocuparse de ello.
—Me aseguraré de que las entreguen por la mañana. En serio, Nikki, no te preocupes. Hoy descansa un poco. Te lo mereces. Y lo necesitarás para la luna de miel.
Pongo los ojos en blanco, pero, como tiene razón, no se lo discuto. En lugar de eso, me decido a delegar de verdad y le envío un correo electrónico con los nombres de tres grupos a los que les hice una prueba y me gustaron pero rechacé. No es una solución perfecta, pero rebaja el estrés. Me promete que los llamará, verá quiénes están disponibles y escogerá a los mejores.
Le doy las gracias y me desconecto, luego intento decidir cuál es la mejor forma de relajarme antes de la boda. Anoche, al final, conseguí terminar el álbum de recortes para Damien, así que eso ya está listo. Y aunque mi propio trabajo se ha ido acumulando, no sé por qué pero la idea de sentarme delante del ordenador a programar no me resulta tentadora.
En realidad, salir a dar un paseo por la playa es casi lo único que me tienta. Y puesto que no quiero ir sola, bajo a la suite de invitados de la planta baja, llamo a la puerta y me asomo al dormitorio de Jamie, que sigue a oscuras.
Normalmente la dejaría dormir, pero como es mi último día de mejor amiga soltera, supongo que la excepción está justificada. Descorro las cortinas y la zarandeo un poco.
—Mmm, Ryan…
Levanto las cejas, porque esta es una novedad muy interesante, pero Jamie no me da el gusto de seguir hablando en sueños. En lugar de eso, se incorpora de golpe y muy despierta.
—Joder, Nikki —vocifera—. ¿Qué narices haces?
Me encojo de hombros.
—¿Te apetece dar un paseo por la playa?
Por suerte, Jamie no es de las que se enfadan. Me lanza un par de miraditas perversas para desahogarse, reniega un poco y luego se viste. Al cabo de quince minutos ya estamos en la playa.
—Bueno, ¿no tienes nada que contarme? —pregunto.
Se me queda mirando como si hubiera perdido la chaveta.
—Que la Tierra no es plana. Que no te quedas ciego por masturbarte. Que Jethro Tull es un grupo, no un tío. ¿Qué te parece todo eso?
—No está mal —respondo—, pero yo estaba pensando en algo relacionado con Ryan.
Jamie aminora el paso.
—¿Qué pasa con Ryan?
—Desde que Damien le encargó que te llevara a casa aquel día, has estado rara.
Espero que lo niegue, pero en lugar de eso se encoge de hombros.
—¿Y qué?
—Pues que si de verdad hay algo.
—Por lo que a él respecta, no —dice en tono de frustración—. Me parece que para él soy invisible.
Engancho mi brazo con el suyo.
—No puedo creer que seas invisible para nadie.
—Ya lo sé, ¿verdad? Bueno, no sé, ¿qué pasa aquí?
Me echo a reír.
—En fin, y ¿qué piensas hacer?
—¿Con Ryan?
—Contigo.
Aminora el paso.
—No lo sé. No me han dado ese anuncio que dirige Caleb, pero me ha gustado vivir otra vez ese rollo de los castings. Aun así, no quiero volver a meterme en la misma rueda de hámster, ¿sabes? Y además…
—¿Qué?
—Nada.
—James…
—Está bien. Qué más da. Es que todo cambia ahora que vas a casarte.
—Sigo siendo tu mejor amiga.
Dejo de caminar y tiro de ella para que se detenga también.
—Bueno, en fin —dice en un tono que desencadena una oleada de alivio en mi interior—. Solo quiero decir que no creo que me fuera demasiado bien viviendo sola. Por si no te habías dado cuenta, tengo cierta tendencia a perder un poco la cabeza. Y tú te has retirado del mercado de compañeras de piso. Había pensado en vivir con Ollie, pero podría ser raro.
—¿Crees que…?
Agita una mano.
—Qué va, eso se acabó —dice, refiriéndose a que han retozado juntos entre sábanas varias veces—. Pero, aun así, sería raro. ¿Dónde está Ollie, por cierto? Viene a la boda, ¿verdad?
—Tendría que llegar para la cena de hoy. —Como no hemos organizado una boda por todo lo alto, no habrá cena formal de ensayo, pero sí queríamos reunir a una buena panda de amigos—. Ha estado en Nueva York. Por unas declaraciones, creo que dijo.
—¿Y a Damien le parece bien que venga esta noche?
—Como has dicho, podría ser raro, pero al final han acabado bien. Nunca se llamarán para salir a tomar una cerveza al bar de la esquina, pero creo que podemos sobrellevar alguna que otra cena y un acontecimiento social de vez en cuando.
—Bien. —Cruza los brazos en el pecho—. Los cambios son una mierda.
Pienso en los cambios que se han producido en mi vida desde que Damien entró en ella y en los que están por venir. Una boda. Una familia, espero. Sonrío y, tirando de Jamie a mi lado, echo a andar otra vez.
—No —digo con firmeza—. Ya verás. Los cambios no tienen por qué ser una mierda.
Le Caquelon, en Santa Mónica, ha cerrado al público esta noche para nuestra cena privada. Alaine, amigo de la infancia de Damien y su padrino en la boda, es el dueño de este restaurante de fondues y ha tenido la gentileza de ofrecérnoslo para la fiesta de hoy.
Me encanta el sitio, con su decoración moderna y sus colores vivos. La última vez que estuve aquí, Damien y yo compartimos un reservado muy íntimo. Esta noche estamos todos reunidos en la sala principal del restaurante. Reímos, hablamos y brindamos. Y, desde luego, nos deleitamos con las diversas fondues que Alaine ha repartido por toda la sala.
Ha quitado la habitual música new age y por los altavoces suenan alegres canciones del Rat Pack. Por lo visto está al corriente de que Damien y yo compartimos el mismo gusto por Sinatra, Dean Martin y los demás.
Sonrío a Damien, que está hablando con Ollie y Evan al otro lado de la sala. Entonces los deja y viene hacia a mí; me estrecha entre sus brazos, me lleva bailando por todo el restaurante y me inclina hacia atrás en un sorprendente paso final para alborozo de nuestros invitados.
—Soy un genio —anuncia.
—Eso me han dicho.
—Y tengo un equipo de música —añade.
—También tengo constancia de ese hecho. Supongo que ahora vendrá algún tipo de relación entre ambas cosas.
Damien señala los altavoces.
—No necesitamos grupo para mañana. Solo necesitamos un DJ.
Me lo quedo mirando.
—Eres un genio. Pero ya le he dicho a Sylvia que contrate a un grupo.
—Y ella me ha dicho que todos estaban ocupados, pero que no se atrevía a decírtelo. —Se inclina hacia mí, me mordisquea el lóbulo de la oreja y luego susurra—: Puede que hayas dado muestras de estrés. Mi ayudante solo intentaba protegerte, y no puedo decir que la culpe por ello.
Me río y lo aparto, pero al instante lo atraigo otra vez hacia mí para abrazarlo.
—Estás de buen humor —comento.
—Claro que sí. ¿No te has enterado? Mañana me caso.
—Un hombre con suerte.
—Mucha —contesta, y la intensidad de su mirada sirve para subrayar esa palabra.
—Tengo una cosa para ti —digo, y lo arrastro al fondo del restaurante, donde todas las chicas hemos apilado nuestros bolsos.
Yo he traído una bolsa enorme, y saco de ella el regalo envuelto en papel plateado. Al ver a Damien cogerlo con la misma expresión que un niño el día de Navidad, río encantada.
—¡Ábrelo, venga! —lo animo.
Retira el papel, examina el álbum y luego lo abre despacio. Sé cuál es la primera imagen que ve: una instantánea de nosotros dos en Texas hace seis años. Fue una foto robada que nos hizo un periodista local y nunca llegó a publicarse. Tuve la suerte de dar con ella después de una llamada al archivo del periódico.
—Nikki… —dice, y noto el asombro en su voz.
Va pasando las páginas y el amor que veo en sus ojos hace que se me aflojen las rodillas. Lo contemplo mientras estudia cada una de ellas, cada recuerdo. Al terminar, cierra el álbum con veneración, lo deja en la mesa con cuidado y me abraza.
—Gracias —dice, y esa palabra contiene toda una vida de emoción.
Me da un beso suave, después me lleva de nuevo junto a los invitados.
—Yo también tengo un regalo para ti —dice, y consulta su reloj—, pero necesito unos quince minutos más.
Arrugo la frente preguntándome qué se traerá entre manos, pero asiento.
—Eso me deja tiempo de sobra para hacer una ronda entre la gente y comer más chocolate. ¿Me acompañas?
—Por supuesto —dice, y me sigue a la fondue de chocolate.
Alaine está allí, así que charlamos un rato con él. Entonces Damien y él se van a hablar con Blaine y Evelyn. Como tengo que preguntarle una cosa a Evelyn, estoy a punto de seguirlos, pero Ollie se me acerca y me quedo a darle un abrazo.
—Hola, chico de las declaraciones. ¿Qué tal sigue el salvaje e incierto mundo de los litigios civiles?
—Salvaje e incierto —responde con una gran sonrisa—. Y lo he dejado. Al menos hasta dentro de unas semanas. —Saluda con la mano a Charles Maynard, su jefe, y luego me lleva a un rincón—. Charles me ha preguntado si quiero que vuelvan a trasladarme a Nueva York.
—¿En serio? ¿Por qué?
—Por Courtney, creo. En un principio pedí el traslado a Los Ángeles para estar más cerca de ella. Pero ahora que ya no estamos juntos…
No termina la frase.
—¿Y te irás?
Ollie y yo no nos hemos visto mucho últimamente, pero sé que lo echaré de menos si decide volver.
—Lo estoy pensando, pero sigo entre dos aguas. Manhattan me encanta, pero Los Ángeles también tiene su punto.
Me mira como si hubiera algo más que quisiera decirme.
—¿Qué?
Duda y luego se lanza.
—¿Crees que hay alguna posibilidad de arreglar lo que le hice a Courtney?
Siento que mis hombros se hunden.
—La cagaste, Ollie. A lo grande. Todos te queremos. Ella también, joder, pero no sé si con eso basta.
—No —dice—. Yo tampoco lo sé.
Le aprieto la mano.
—Aquí me tienes para lo que necesites.
—Ya lo sé —dice, luego me estrecha en sus brazos—. Me alegro.
Correspondo a su abrazo con fuerza, pensando que es otra de las cosas agradables de las bodas: te permiten disipar los últimos fantasmas del pasado que aún andan flotando por ahí.
Hago la ronda, hablo con Ryan y Edward, y con Steve y Anderson. Charles y Blaine se me acercan e intento averiguar cuál es la posición de Charles respecto al posible traslado de Ollie, pero no suelta prenda.
También han venido Sylvia, la señorita Peters y otros empleados de Damien. Y Evelyn, por supuesto.
—Llevo toda la noche intentando pillarte —le digo.
—Qué raro, y yo que pensaba que la más popular eras tú. —Da un paso atrás y me contempla con esa mirada sentimental que la gente dirige a la novia antes de la boda—. Le harás mucho bien, Texas. Los dos os haréis mucho bien, qué demonios.
—Sí, es verdad —digo—. ¿Te ha contado Damien lo de mi madre?
—Algo me ha contado, sí —admite—. El resto lo sé por Jamie.
Sonrío. No me sorprende, la verdad.
—La he enviado a casa. Y no llegué a pedirle que me acompañara al altar, aunque es la única familia que tengo.
—¿Familia? —repite—. Eres demasiado lista para caer en eso, Texas. Puede que esa mujer te diera a luz, pero no es tu familia ni de lejos.
Recorro con la mirada la sala llena de amigos y no puedo evitar asentir.
—Lo sé —digo—. Tú sí que lo eres, y te quiero. —Respiro hondo—. ¿Querrías llevarme al altar?
Me parece ver lágrimas en sus ojos, pero no digo nada. Simplemente le dejo un momento para serenarse, aunque ver lo mucho que la ha emocionado mi petición me llega a lo más hondo del alma.
—Claro que sí, joder, Texas —dice por fin—. No lo dudes.
Un momento después, Damien me dice que me acerque hasta donde está charlando con Evan. Se saca del bolsillo un paquetito plano envuelto en papel plateado y me lo entrega.
—¿Puedo abrirlo?
—Por supuesto.
Rompo el papel con la misma sensación que una niña en Navidad. Levanto la tapa y descubro un precioso collar con una cadena de plata y gemas amarillas como el sol.
—Damien, es una preciosidad.
Mi mirada desciende hasta la tobillera de esmeraldas que llevo siempre y me siento malcriada.
—Me recordó a las flores de tu vestido de novia y pensé que haría juego con ellas.
Me da un vuelco el corazón al ver lo considerado que es.
—Pero eso era con el primer vestido —explico.
—Ya lo sé —dice mientras Evan se agacha y levanta una enorme caja del suelo. La deja sobre una mesa y yo los miro a los dos con curiosidad—. Venga —me anima Damien—, ábrela. Me da la sensación de que al final el collar sí te parecerá adecuado.
Levanto la tapa con cautela y me quedo embobada mirando mi precioso vestido de novia desaparecido.
—¿Cómo…?
—Tengo unos amigos que poseen una habilidad única para localizar envíos internacionales que se han extraviado —dice Evan.
—Ah.
Miro a Damien y me pregunto si eso significa lo que creo que significa, pero su rostro no deja entrever nada. Para ser sincera, en realidad no me importa cómo ni dónde lo ha conseguido. Me alegro de que haya llegado y ya está.
—Alyssa vendrá a casa por la mañana y se encargará in situ de las modificaciones que haya que realizar —añade Damien.
Sigo mis impulsos y me acerco a darle un beso a este hombre que me cuida tan asombrosamente bien.
—Gracias —digo, y luego me vuelvo para incluir también a Evan—. Gracias a los dos. Me habéis salvado.
Una sensación de alivio recorre todo mi cuerpo; por primera vez desde que empecé a organizar la boda, siento que me he liberado por completo del estrés. Es una sensación agradable.
Alargo un brazo para estrechar con fuerza la mano de Damien. «Esto es lo único que importa», pienso.
La fiesta continúa hasta bien entrada la noche, y al llegar a casa son casi las dos de la madrugada. Estoy a punto de desnudarme y caer rendida en la cama cuando me doy cuenta de que tengo una llamada sin contestar. Pongo el altavoz y escucho el mensaje.
«Hola, Nikki, soy Lauren. Es por lo de las flores de mañana. Solo quería que supieras que las tenemos listas. Ha sido todo muy improvisado, pero estamos contentos de haberlo conseguido».
Miro ceñuda a Damien, que parece tan desconcertado como yo.
«Así que estaremos allí a primera hora para montarlo todo, pero con lirios y gardenias. Y también vamos a enviarle una selección a Sally para el pastel. Gracias otra vez, ya estamos impacientes por mañana. Felicidades una vez más, a ti y a Damien».
El mensaje termina y yo me quedo mirando el teléfono como si fuera una serpiente.
Pero ¿qué demonios…?
«¿A qué coño viene esto?»
—Las ha cambiado —digo—. Mi madre ha conseguido meter la mano en mi boda.
Cruzo una mirada con Damien. Sé que ve en mis ojos lo furiosa que estoy. En los suyos encuentro una rabia asesina. No por lo de las flores —sinceramente, dudo que le importe si ganan los girasoles o las gardenias—, sino por lo que esa mujer ha vuelto a hacerme. Una vez más.
—Es como si hubiera alargado el brazo desde Texas para retorcerme el puñal en la herida. Como si no encontrara felicidad en esta vida a menos que ande jodiéndome.
Empiezo a dar vueltas por el dormitorio en el intento de serenarme. Siento frío y estoy enfadada, fuera de mí. La alegría que me ha invadido cuando Damien y Evan me han entregado el vestido de novia ha desaparecido. Es como si esta boda no pudiera ser de verdad mi boda. Y ahora, o soporto una ceremonia con el sello de mi madre, o me paso el día de mi boda solucionando este jaleo.
—¡Maldita sea! —exclamo.
—No pasa nada —dice Damien a la vez que me abraza.
—Ya sé que no pasa nada. No estamos hablando de una cura para el cáncer, pero no se trata de eso. Es que ha ido y lo ha cambiado todo como le ha dado la gana.
—Pase lo que pase, al final, de todas formas, nos habremos casado —dice él con gran sensatez.
Yo estoy de muy mal humor para escuchar nada sensato, pero ahí está. Ineludible y auténtico, pendiendo en el aire entre él y yo.
Sigo caminando en círculos por la habitación mientras Damien me observa con miedo, como si fuera una bomba a punto de estallar.
Es un hombre listo.
La rabia que me hierve se va enfriando por fin y deja tras de sí una calma calculadora.
Siento el cosquilleo de una idea que va creciendo lentamente. Tras unas cuantas vueltas más a la habitación, me detengo frente a él.
—Puedo arreglarlo —digo.
—¿Qué quieres decir?
—Que puedo lloriquear y quejarme porque me ha jodido la boda. O puedo darle la vuelta a esto, mandar a mi madre a la mierda y decir que no me ha jodido nada, que me ha hecho un favor.
—¿Y lo ha hecho?
Tardo en sonreír.
—Sí, y te diré por qué. —Agarro a Damien del cuello de la camisa, lo atraigo hacia mí y, sintiéndome de nuevo ligera y libre, le doy un beso intenso—. Bueno, podría decírtelo —corrijo, y lo miro con una sonrisa llena de malas intenciones—, pero tendrás que obligarme a hablar.