7

Estoy en la biblioteca de la casa de Malibú, sentada en silencio, dando sorbos de agua con gas mientras trabajo en un pequeño escritorio. La biblioteca es mi sala preferida de toda la casa, aunque en realidad no es ni mucho menos una sala. Se trata más bien de un nivel, un entrepiso dividido en diferentes secciones. Los cómodos sillones y las mesitas de café están junto a la pared de ventanales que da al océano. Las estanterías cubren toda la parte que se ve desde la enorme escalinata que sube desde el vestíbulo de entrada. Las zonas de trabajo están más al fondo, quedan escondidas, y es en uno de esos rincones tranquilos donde estoy sentada.

Es tarde, casi las tres de la madrugada, y Damien duerme en nuestra cama.

Yo no podía conciliar el sueño; aunque llevaba varias horas en la cama, abrazada a Damien, entrando y saliendo de un estado neblinoso de duermevela, no conseguía dormir. No estoy segura de si es por los nervios, porque he bebido demasiado whisky, o porque no podía dejar de pensar en mi madre, pero al final me he rendido y he bajado aquí. Ahora estoy sentada a la luz del monitor de mi portátil, dándole los toques finales al regalo que quiero hacerle a Damien el día de nuestra boda: un álbum de recortes con recuerdos del tiempo que hemos estado juntos.

Llevo meses trabajando en el proyecto, desde antes incluso de estar prometidos, y he conseguido reunir y editar fotos que van desde el día en que nos conocimos, en el concurso de belleza de Dallas, hasta el presente. En un principio mi intención era hacerlo en formato electrónico, pero en cuanto me propuso matrimonio me di cuenta de que era el regalo perfecto para hacerle la noche de bodas a un hombre que ya lo tiene todo, y decidí que tenía que ser algo tangible. Compré un álbum con tapas de cuero y páginas de papel grueso, y he estado pegando imágenes con cuidado, escribiendo pies de foto y notas para él con mi mejor caligrafía.

En este momento estoy buscando una fotografía del Vineland Drive-In en el ordenador, porque es un recuerdo que quiero que conserve, aunque no creo que ninguno de los dos tenga la menor idea de qué película estaban dando. En lugar de eso, nos lo hemos montado como dos adolescentes en el asiento de atrás, besándonos y explorándonos, tocándonos y metiéndonos mano. Y estoy convencida de que, cuando Damien por fin me ha penetrado con toda su potencia, cuando me he corrido con repentina liberación y júbilo, mi grito ha alcanzado por lo menos el mismo volumen que la banda sonora de la película.

Se me eriza el vello de la nuca y no necesito volverme para saber que Damien está aquí. Sus pasos, su olor, su presencia: no sé qué es, pero tiene algo que apela a mis sentidos tan profundamente que nunca me pasa inadvertido. Si está en la misma habitación que yo, mi cuerpo lo sabe… y lo desea.

Cierro poco a poco el álbum y lo guardo en un cajón antes de volverme hacia él.

—No me gusta despertarme sin ti —dice.

Sonrío.

—Ahora ya sabes cómo me siento.

Suelo ser yo quien se despierta y encuentra el otro lado de la cama vacío y frío.

—¿Qué estás haciendo?

—Trabajar un poco en una cosa. —Levanto un hombro—. No podía dormir.

—¿De verdad?

Arquea las cejas y mira el escritorio.

—Ni se le ocurra, señor Stark. Ya lo verás el sábado.

—El sábado —murmura, y esboza una sonrisa juguetona—. Me suena que el sábado tengo algo que hacer…

Suelto una carcajada y me levanto volando de la silla para darle un golpe de broma en el pecho. Él me encierra entre sus brazos y me besa, con suavidad al principio, luego cada vez con más fervor.

—Te he buscado —dice— y no estabas.

Sus palabras son prosaicas, pero a mí me parecen cargadas de significado. Me inclino hacia atrás para poder mirarlo más directamente a la cara.

—¿Qué ocurre?

—Lo mismo podría preguntarte yo a ti —dice, con lo que esquiva mi pregunta pero no mi preocupación. Algo le ronda la cabeza. Me aparta un mechón de pelo tras la oreja—. Dime por qué no puedes dormir.

—El whisky. Los nervios de la boda.

—¿Tu madre no?

—Eso también —admito.

—Decidas lo que decidas, sabes que cuentas con mi apoyo. Lo único que te pido es que recuerdes que es tu boda y que es la única boda que vas a tener. —Me acaricia la mejilla y el tacto de sus dedos me derrite tanto como sus palabras—. Tenlo en cuenta cuando pienses qué quieres hacer con lo de tu madre.

Asiento con la cabeza.

—Tienes razón. —Le cojo la mano—. ¿Y tú? ¿Son los nervios de la boda lo que te inquieta? ¿O sucede algo en el trabajo?

Se vuelve y mira hacia las hileras de estanterías pulidas que se alzan como centinelas en la oscuridad. No me contesta enseguida, empiezo a sospechar que no me va a dar ninguna respuesta.

—Es por Sofia —dice entonces.

Intento no reaccionar mal, pero no tengo ningún control sobre los latidos acelerados de mi corazón y estoy convencida de que he abierto los ojos de una forma muy poco natural.

—¿Qué le pasa? —pregunto con cautela.

Sofia queda tan abajo en mi lista de personas preferidas que ni siquiera me resulta divertido. Aun así, fue importante para Damien cuando era pequeño y, a pesar del montón de mierda de los últimos tiempos, sé que todavía le importa.

—Me ha enviado un correo electrónico. Lo he visto justo después de llegar a casa. Quiere venir a la boda. Cree que podríamos arreglarlo.

Las palabras quedan pendiendo en el aire, como uno de esos yunques de los dibujos animados que desafían las leyes de la gravedad y se quedan ahí flotando, a la espera del momento en que caerán y aplastarán al desafortunado coyote.

Abro la boca, la cierro, luego lo vuelvo a intentar.

—Ah.

Es cuanto consigo decir.

—Eso lo resume más o menos todo —replica él.

Lleva los pantalones del pijama atados flojos a la cintura y se mete una mano en el bolsillo. La otra la levanta para darse un masaje en la frente con el pulgar y el índice.

—¿Tú quieres que venga? —pregunto al fin.

Levanta la cabeza y me mira como si me hubiera vuelto loca.

—¡No!

Pasa un instante y entonces reniega en voz baja.

—No —repite—, y no querer es lo que me entristece. —Me mira a los ojos—. Pero lo de la limusina lo he dicho en serio, eso de que nuestras elecciones y las personas que hemos conocido en nuestra vida nos han conducido a este punto. A estar juntos. —Se acerca a mí—. Me entristece. Me enfada, joder, pero no me arrepiento de nada.

—Tampoco yo —digo; pienso en mi madre: en quién es, en lo que ha hecho, en lo que quiero.

Todo ello provoca turbulencias en mi interior. Una tormenta. Sé lo que debería hacer, lo que quiero hacer; pero no estoy segura de que pueda conseguirlo.

Y aunque lo oculta mejor que yo, sé que una tormenta parecida arrecia en el interior de Damien. ¿Cómo iba a ser de otra manera? Él no puede vivir sin controlar. Esa es su fuerza motriz, su sustento y, aun así, la mera mención del nombre de Sofia invoca el espectro de todo lo que ha escapado a su control y ha abierto una senda de destrucción en mitad de su vida, igual que una hélice que se ha salido del eje sin dejar de girar.

—Damien —digo, y en mi voz percibo tanta añoranza como impotencia.

Veo ardor en su mirada cuando se acerca un poco más a mí. Doy un paso atrás instintivamente, pero el escritorio me frena. Me detengo, me cuesta respirar al verme atrapada por él. Llevo la camisa que Damien ha dejado abandonada en el suelo cuando nos hemos ido a dormir. Los faldones me llegan a medio muslo, y él sigue la línea del dobladillo con el dedo y lo levanta despacio, cada vez un poco más.

Se me acelera el pulso y siento los efectos de su caricia como destellos por todo el cuerpo: calientes, eléctricos, vivos.

Sin pensarlo, cambio de postura y separo las piernas. Quiero que me ponga las manos encima. Quiero su polla dentro de mí. Quiero todo lo que tiene que dar y quiero que tome de mí cuanto desee.

Desliza una mano entre mis piernas, la posa en mi sexo y me encuentra completamente mojada.

—Dime que me deseas —pide mientras me mete un dedo.

Casi me derrito de placer.

—Siempre —digo con sinceridad.

Sé con certeza que jamás llegará el día en que no reaccione así a la presencia de Damien. A su proximidad, a su ardor. En que no me abra como una flor para él. En que mi cuerpo no ansíe sus manos.

Introduce otro dedo dentro de mí y yo me deshago y no tengo ningún reparo en desear más. Pero él me lo niega, retira la mano y yo me oigo gimotear. Mi sollozo se convierte entonces en un gemido ahogado, porque Damien agarra la camisa por ambos lados y la abre de un tirón, con lo que arranca los botones y deja mis pechos al descubierto.

—Preciosa —murmura.

Cierro los ojos esperando ya sentir su boca en mi pezón, pero el contacto no se produce. En vez de eso, me da la vuelta y estira la camisa del todo para dejarme desnuda y de espaldas a él. Estoy de cara al escritorio, mis nalgas notan la presión de su erección, dura como el acero bajo los pantalones de su pijama.

—En la limusina te deseaba —dice—, pero ahora te necesito. ¿Entiendes lo que quiero decir?

—Ya sabes que sí.

Me vuelvo para mirarlo, pero él sacude la cabeza.

—Mira al frente. Inclínate. Sujétate al borde contrario del escritorio.

Hago lo que me dice. Me siento vulnerable. Me siento como él.

—Me parece que no hemos llegado a ocuparnos de ese pequeño asunto del castigo —dice.

Me humedezco los labios, mi cuerpo ya está tenso de impaciencia y mi sexo se contrae a causa del deseo.

—¿Es eso lo que quieres, Nikki? ¿Quieres que te dé unos azotes en el trasero? ¿Te castigo con una azotaina? ¿Te dejo las nalgas rojas y dulces? ¿Quieres que te caliente?

—Ya estoy caliente —digo en honor a la verdad—. Y sí. Por favor, sí.

Los dos lo deseamos. Joder, los dos lo necesitamos. Él necesita recuperar parte de ese control, y yo necesito dárselo como si me fuera la vida en ello. Porque necesito que la tormenta de mi interior amaine tanto como él necesita mi sometimiento.

No me doy la vuelta, pero oigo el suave susurro de la tela cuando se quita los pantalones del pijama. Se acerca a mí y frota la punta de su miembro contra la hendidura de mis nalgas.

—Quizá debería penetrarte sin más, deprisa y sin avisarte.

—Sí.

No hay forma de esconder la avidez en mi voz, y Damien ríe.

—Pronto —dice, y entonces me da un seco golpe en el trasero con la mano abierta.

Grito, más por la sorpresa que por el dolor, y me preparo ya para el siguiente. Llega enseguida, y justo después la mano de Damien acaricia el punto de impacto y suaviza esas marcas de un rojo encendido para hacer que fluyan hacia mi interior y el dolor se transforme en un placer palpitante que recorre todo mi cuerpo y lo hace vibrar.

—¿Más?

Pero no espera respuesta, simplemente me da otro azote, y luego otro. Ocho veces más, hasta que me deja las nalgas rojas, calientes y sensibles, y tengo el sexo tan húmedo que siento que mi deseo se derrama por la cara interior de mis muslos.

Estoy inclinada sobre el escritorio, mis pechos rozan la madera con cada impacto, y ahora tengo los pezones tan erectos, duros y sensibles como el clítoris. Estoy inundada de sensaciones y todo mi cuerpo chispea como un cable con corriente eléctrica. Con el contacto adecuado, sé que estallaré en pedazos.

Espero otro azote, pero, en su lugar, esta vez sus manos me agarran de las caderas. Damien me separa las piernas bruscamente con la rodilla. Planta una de sus manos en mi espalda y así me tiene bien sujeta sobre el escritorio. Con la otra acaricia mi sexo, me abre y me prepara, aunque apenas hace falta, porque ya estoy tan preparada para que se meta dentro de mí que casi no puedo soportarlo.

—Damien, por favor —suplico—. Te necesito de muchísimas formas, pero ahora mismo lo que necesito es que me tomes.

Y lo hace, gracias a Dios. Al principio con suavidad, mete solo la punta de la polla mientras mis músculos se contraen con avidez a su alrededor. Se retira y yo gimo porque al instante lamento perderlo. Entonces, sin previo aviso, me penetra hasta el fondo, nuestros cuerpos se unen con brutalidad, con violencia, y yo siento que su cuerpo se tensa a medida que se acerca al clímax.

—Córrete conmigo, nena —dice mientras su mano serpentea para conseguir acariciarme el clítoris.

Es ese contacto junto con la sensación de estar tan llena de Damien lo que me lanza disparada al vacío. Sigo aferrada al borde de la mesa mientras él embiste en mi interior, cada vez más deprisa, hasta que también él explota y luego se deja caer sobre la alfombra agarrándose a mi cintura y haciéndome caer con él.

Aterrizo sobre él, que sonríe de oreja a oreja.

—¿Repetimos, señorita Fairchild?

—Podría convencerme —contesto, aunque sigo sin aliento.

Se incorpora lo justo para besarme.

—Cásate conmigo —dice, y luego sonríe más.

—Pues sí —digo, contenta—, creo que lo haré.

—Lo único que digo es que la tradición existe por algún motivo —insiste mi madre cuando entramos en la boutique de Phillipe Favreau en Rodeo Drive.

Ya me estoy arrepintiendo, no solo de haberle dicho que me acompañara hoy, sino de haber respondido a sus preguntas sobre mi elección para las flores de la boda. Lleva taladrándome con lo mismo desde que le expliqué que la torre de cupcakes iría decorada con flores silvestres porque ese era el tema floral general.

Las flores silvestres, en el mundo de Elizabeth Fairchild, son un fracaso estrepitoso en lo que a bodas se refiere.

—Orquídeas, lirios, gardenias. Querida, todas esas flores son encantadoras, elegantes y clásicas.

—Me gusta lo que he escogido, madre. —Paseo la mirada por la tienda. Solo hay tres vestidos en maniquíes y una mujer delgadísima trabajando tras una mesa alta de cristal que también hace las veces de mostrador—. ¿Quieres dejarlo de una vez? —Miro a la mujer—. Soy Nikki Fairchild. Tengo una cita con Alyssa para modificar un traje que os ha llegado esta mañana.

—¿Nikki Fairchild? —repite con una expresión de asombro algo más exagerada de lo que suele verse en los dependientes de Rodeo Drive—. ¿El vestido de Damien Stark?

Frunzo el ceño.

—Hum, bueno, voy a ser yo quien lo lleve puesto, pero lo ha encargado Damien, sí. ¿Por qué? ¿Hay algún problema?

La dependienta sonríe con una mueca demasiado alegre y a mí se me forman pequeños nudos de terror en el estómago.

—Iré a buscar a Alyssa. Un momento.

—Magnolias, por lo menos —dice mi madre.

—¿Quieres parar?

Prácticamente lo he gruñido, y mi madre abre los ojos como platos.

—¡Nichole! Tienes que aprender a controlarte.

Cojo aire y, con él, me trago mi mal genio y me abstengo de decirle que ella tiene que aprender a callarse.

—Estoy un poco nerviosa —digo—. Me parece que ha pasado algo con el vestido.

—Tonterías. Seguro que será precioso. ¿Tienes una fotografía?

La miro de reojo, descolocada al ver que está intentando tranquilizarme de verdad.

—Pues… claro.

Saco mi teléfono y busco las fotografías que hicimos en París, tanto del diseño de Phillipe como de la versión hilvanada que me puse en la primera prueba. Solo con verlo empiezo a sonreír. Tiene un corpiño ceñido con un gran escote que deja entrever un poco el canalillo. Las mangas son estrechas y arropan mis brazos. La falda no es del tradicional estilo princesa, sino de líneas lisas y elegantes por delante y en las caderas, lo cual realza mis curvas. La parte de atrás lleva un miriñaque modificado que sostiene la cola.

El escote y el dobladillo, así como el borde inferior del corpiño, llevan pequeñas flores bordadas y decoradas con perlas, lo cual le da un aire caprichoso al blanco puro del vestido. A mí me parece un vestido excepcional y me muero de impaciencia por que Damien me vea con él puesto.

Miro a mi madre esperando aprobación en sus ojos. Debería haberlo sabido…

—Bueno —dice, inspirando por la nariz—. Supongo que era de suponer, teniendo en cuenta tus decisiones en cuanto a flores y pastel.

—Pues a mí me…

Cierro la boca de golpe. No tengo ni idea de qué decir. Ni idea de qué insulto lanzarle para causarle una herida tan profunda como la que ella ha abierto en mí. Cada palabra suya, un nuevo corte.

Lo único que quiero de mi madre son unas migajas: aprobación, compasión, respeto. Pero ahí no hay nada que rascar. Nunca lo ha habido.

Y, aun así, he sido lo bastante tonta como para dejar que esa llama de esperanza siguiera encendida. Dios mío, qué idiota.

Miro hacia otro lado para que no vea que tengo los ojos brillantes por las lágrimas.

—Una cola más larga —dice—. Una falda con más volumen. Será una de las pocas ocasiones en que vas a poder esconder por completo esas caderas, Nichole. Deberías aprovecharlo.

Me encojo, aunque lo que quiero es gritarle que haber dejado de llevar una 34 no significa que tenga que empezar a vestirme con caftán. Soy joven, guapa, estoy sana, y si ella es demasiado estúpida para darse cuenta, joder, pues que…

Mis furiosos pensamientos se ven interrumpidos cuando la puerta de la trastienda se abre de golpe y una pelirroja muy alta entra por ella a toda prisa.

—Nikki —dice tendiéndome una mano—. Soy Alyssa.

Voy a ofrecerle yo también la mía cuando descubro que la tenía cerrada en un puño tan apretado que me he dejado las uñas marcadas en las palmas. La abro y la cierro antes de alargarla hacia ella.

—¿Hay algún problema?

—Me temo que sí —dice—. Esto es muy embarazoso, pero no encontramos su vestido.

—No lo encuentran —repito como una boba.

—Esperamos que no sea más que un error administrativo de la aduana; estamos haciendo cuanto podemos.

Dejo de prestarle atención a media frase porque aún sigo atascada en la anterior: «No encontramos…». No encuentran mi vestido, y me caso el sábado.

—… a otras tiendas también les faltan artículos…

¿Qué narices voy a hacer? Es mi vestido. ¡Mi vestido de novia! Vamos, que no puedo salir corriendo a comprarme algo en el centro comercial.

—… en la aduana o el consignador, pero estamos en ello y…

Y no es solo un vestido de novia. Es el vestido que compré durante mi viaje a Europa con Damien. El vestido que compramos juntos durante nuestros días y nuestras noches en París. El vestido creado por el diseñador que le aseguró a Damien que se desmayaría de la impresión cuando me viera con él puesto. No es un vestido que pueda perder, tampoco es un vestido que pueda reemplazar, y ya siento el pánico, la rabia y la impotencia crecer en mi interior.

Es una cosa después de otra, mierda, y ni siquiera puedo desahogarme. Porque no es culpa de esta pobre chica…, joder, si ella está muerta de vergüenza. Pero es que todo empieza a amontonarse: el fotógrafo, la música, las flores… Esas malditas flores de las que mi madre lleva hablando una hora.

—¿Señorita Fairchild? —dice Alyssa con una voz que denota inquietud. Sus dedos rozan mi brazo y yo aprovecho ese contacto como ancla para no dejarme llevar por mis pensamientos y regresar a la realidad—. Señorita Fairchild, ¿se encuentra bien?

—Se encuentra muy bien —dice mi madre con rotundidad—. Esto solo puede tomarse por el lado positivo. Así tendrá ocasión de encontrar un vestido que sí favorezca su figura.

Alyssa abre mucho los ojos y mira a mi madre como si nunca en la vida se hubiese encontrado con una criatura semejante. Bueno, es muy probable que no.

—Vamos, Nichole. Esto es Beverly Hills. Seguro que podemos encontrarte otro vestido.

—Largo de aquí ahora mismo.

No he pensado esas palabras, pero nada más decirlas sé que expresan con precisión lo que siento.

—¿Perdona?

—A Texas —sigo—. Que te vayas a Texas, madre. Ahora mismo.

—¡A Texas! Pero, Nichole, ¿cómo…?

—¡Me llamo Nikki! —grito—. ¿Cuántas veces tengo que decírtelo? Nunca me escuchas.

Veo que Alyssa, a nuestro lado, se muerde los labios y luego desaparece en un segundo plano. En el mostrador de cristal, la chica delgada parece de pronto exageradamente interesada en el único papel que hay encima.

En realidad me importa una mierda. Justo en este momento el decoro es lo último que tengo en la cabeza.

—¿Cómo voy a irme a Texas ahora? Me perdería la boda.

—Por eso mismo —digo—. Le diré a Grayson que te lleve en avión. Tendrás que salir hoy para que pueda regresar con tiempo de sobra. Él sí que está invitado —añado con voz dulce y almibarada.

—Cariño, soy tu madre. No puedes pedirme que no asista a tu boda.

Dudo solo un instante, lo suficiente para oír la voz de Damien en mi interior hablándome de nuestras elecciones, de los caminos que hemos tomado y adónde nos han conducido. Y esta elección conduce al día de mi boda. Un día de celebración. O un día con mi madre taladrándome sin parar. La mujer que tantas molestias se ha tomado, y de tantas formas, para arrebatarme la felicidad en innumerables momentos de mi vida.

—Nichole, no me hagas esto. Necesito…

Se interrumpe, sus labios se sellan con fuerza.

Respiro hondo y de repente me doy cuenta de que he sido más tonta de lo que creía. Mi madre no ha venido porque mi inminente boda la haya animado a arreglar nuestra relación. Tampoco porque quiera disculparse por todas las cosas horribles que le dijo a Damien.

Está aquí porque se ha gastado hasta el último centavo que tuvo nuestra familia hace una eternidad y ve en mí una nueva gallina de los huevos de oro. No sé qué es lo que necesita: una casa nueva, un coche nuevo, capital para invertir. Ni lo sé ni me importa. A mí no va a sacarme ni un centavo, y a Damien muchísimo menos, joder.

—Adiós, madre.

—Nichole, no. No puedes hacerme esto.

—¿Sabes qué, madre? Sí puedo. —Camino hacia la puerta sintiéndome más liviana y con un paso más saltarín. Vuelvo la cabeza para mirarla y sonrío—. Y, ya que estamos, ¿por qué no te adelantas y vuelves tú sola a casa?