Jamie suelta una risotada cuando un tío que no lleva nada más que un tanga y un sombrero de vaquero se le acerca y empieza a hacerle posturas provocativas delante de las narices. Yo estoy sentada a su lado y me inclino hacia la izquierda alejándome del boy, pero Jamie se lo come con los ojos y, loca de alegría, no hace más que meterle billetes de uno y de cinco dólares bajo la goma elástica del tanga. Una goma que, por lo estirada que está, parece que vaya a saltar en cualquier momento.
Lo cual, seguramente, a Jamie no le importaría lo más mínimo.
Sin embargo, aunque el chico no es feo, a mí el único hombre desnudo que me interesa es Damien. Y este tío no se le parece en nada.
Jamie saca un billete de cincuenta y yo pongo los ojos en blanco pensando que estoy a punto de presenciar una nueva dimensión del arte del meneo de caderas, pero entonces mi amiga me apunta con el pulgar, asiente y le mete el billete de cincuenta al tío en el paquete con toda la intención del mundo.
—Pero ¡Jamie! —exclamo escandalizada, aunque ya se me escapa la risa, porque ella se está desternillando, igual que Lisa, Evelyn y Sylvia.
Intento escapar, pero Jamie me retiene en mi sitio sonriendo con malicia.
Al otro lado tengo a Evelyn, que da un trago a su whisky solo.
—Cielo, ya sabes que me encanta tu chico… y que me gustan una barbaridad los atributos de mi hombre, pero tienes que quedarte aquí sentadita y disfrutar de esto desde un punto de vista artístico.
Como para hacerme una demostración, se reclina en su silla, bebe otro trago, fija la mirada con firmeza en el vaquero y suspira.
Evelyn Dodge es chabacana, dogmática y, muchas veces, suelta cosas que están fuera de lugar. Dice lo que piensa, no aguanta tonterías de nadie y así ha conquistado todo Hollywood y más allá. Evelyn, antigua actriz convertida en agente y reconvertida en mecenas, conoce a Damien desde sus primeros días en el circuito de tenis profesional. Entiende sus secretos desde hace mucho más tiempo que yo, y lo quiere tanto como yo.
Damien perdió a su madre cuando no era más que un niño, y yo siempre he dado gracias de que Evelyn estuviera en su vida. Ahora, las doy de que esté en la mía.
Pero no es momento de ponerse ñoña, así que le lanzo una de esas sonrisas que enorgullecerían a mi madre.
—Evelyn —digo con cariño—, estás como una auténtica cabra.
—Son los años pasados en Hollywood, Texas. —Ladea la cabeza hacia Jamie—. Por lo menos este tiene una buena boca.
—Ya lo creo, joder —dice Jamie. Entonces agita otro billete y me señala—. Vamos, John Wayne —exclama—, no pares ahora.
Es evidente que el bailarín sabe quién le está metiendo los billetes en el tanga, porque la obedece y se contonea cada vez más cerca de mí, que me revuelvo en mi asiento escapando de él y riéndome tanto que casi me hago pis encima.
Y todo esto mientras llevo puesta una tiara de diamantes falsos en la que pone NOVIA VIRGEN con gemas rojas de plástico.
—No hay nada que hacer —anuncia por fin Jamie, que le dirige al boy un gesto para que me deje en paz, aunque no sin antes recompensarlo con otro billete de cincuenta—. Solo tiene ojos para Damien.
—Y ¿quién puede reprochárselo? —comenta Sylvia.
Me vuelvo hacia ella con las cejas enarcadas. Sylvia es la ayudante de Damien, y hemos pasado tanto tiempo juntas planificando la boda que nos hemos hecho bastante amigas.
—¿Qué? —dice con un gesto inocente—. Que trabaje para él no quiere decir que sea ciega y no lo vea.
—Lo que pasa en el Raven se queda en el Raven —dice Jamie sabiamente. Luego me señala con el dedo—. Y ni se te ocurra fingir que tienes celos de Sylvia. Tendrías que estar celosa del mundo entero, porque todas las mujeres hetero de ahí fuera creen que es lo más follalicioso que existe. Además, ya sabes que Damien solo tiene ojos para ti.
—Lo sé —digo con alegría.
Ahora mismo estoy muy contenta. Puede que todavía no sean ni las cinco, pero llevo las últimas dos horas disfrutando de la happy hour y he ingerido bastante más que mi dosis habitual de alcohol. Todo a base de manhattans, porque Jamie dice que la pequeña guinda que les ponen de adorno le pega mucho a una despedida de soltera, aunque a mí ya hace tiempo que me desguindaron.
Mi mejor amiga es muy buena con los juegos de palabras.
El camarero llega con la siguiente ronda de bebidas, pero antes de que pueda hacerme con mi manhattan, Lisa me lo roba de la bandeja.
—Me parece que empieza a ser hora de que vuelvas a casa con Damien —dice—. Se te está poniendo la mirada vidriosa.
La miro entornando los ojos.
—Qué va.
Se echa a reír.
—Se enfadará muchísimo con todas nosotras si cuando te dejemos en casa lo único que puedes hacer es desmayarte en la cama. Sobre todo porque te vuelves con una bolsa regalo.
—¿Ah, sí?
Empiezo a pensar que Lisa tiene razón y que tal vez sí esté algo borracha, porque aunque esté hablando con eufemismos no tengo ni idea de lo que quiere decir con eso de la «bolsa regalo».
—En lugar de traerte un regalo cada una, hemos ido juntas a comprarte una bolsa de placer al Come Again —explica Jamie, refiriéndose a una tienda de juguetes sexuales de la ciudad.
—¡No puede ser verdad! —exclamo sin saber muy bien si debería parecerme divertido o provocarme bochorno—. ¿Y qué lleva?
—Pues vas a tener que esperar para verlo —dice Jamie mientras las demás sonríen.
—Te prometo que son todo cosas buenas —asegura Lisa—. Puede que tenga que recrear la misma bolsa para Preston y para mí.
Lisa es asesora empresarial y ha trabajado conmigo; su prometido, Preston, es uno de los ejecutivos de mayor nivel de Stark Applied Technology.
—Se supone que debes reservarlo para la noche de bodas —añade Sylvia.
—Pero no pensaremos mal de ti si la abres esta noche —dice Jamie, que cruza una mirada traviesa con Evelyn—. Al fin y al cabo, el que la espera en casa es Damien, ¿quién podría tenérselo en cuenta?
La limusina que está aparcada frente al Raven es una de esas locuras larguísimas que la compañía tiene sobre todo para impresionar a la competencia y recompensar a sus empleados. Puesto que no estamos en el mejor barrio del mundo, se ha reunido un grupito de curiosos a su alrededor. Me parece que algunos incluso babean. Unos cuantos han debido de reconocerme, porque a unos tres metros del vehículo empiezo a oír que gritan mi nombre. Veo teléfonos alzados en el aire y percibo un revuelo de voces y flashes a mi alrededor.
Acelero el paso flanqueada por mis amigas.
Me sorprende que Edward no esté en la acera sujetándome la puerta abierta, pero no importa, porque Jamie y Evelyn han tomado la iniciativa, me meten en la limusina y me dicen que esperan que lo haya pasado genial con ellas y que lo pase aún mejor con Damien. Me guiñan un ojo y luego cierran la puerta de golpe, así que consiguen dejar con un palmo de narices a los paparazzi y a los turistas que estaban más que decididos a interponerse en mi camino.
Me reclino contra el cuero suave y respiro hondo varias veces. Enfrentarse a los paparazzi forma parte de salir y casarse con un archimillonario que es dueño de medio mundo, lo sé. Pero en cuanto la prensa se enteró de que Damien me había pagado un millón de dólares por posar desnuda para un retrato, los periodistas perdieron un poco la cabeza. Y más aún cuando lo acusaron de asesinato. Ahora tenemos un buen día si logramos salir a la calle sin que se reúna una muchedumbre a nuestro alrededor.
Ya he aprendido a vivir con ello, pero no me gusta. Me pongo tensa y me siento incómoda; si hubiera forma de evitarlo, lo haría.
Lo que más detesto es saber que para la boda prepararán un gran despliegue. La celebraremos en la playa que hay detrás de la casa de Malibú y, aunque toda la fuerza de seguridad de Stark International estará allí para asegurarse de que no se nos cuele nadie en el perímetro sin invitación, la playa en sí es pública… así que estoy segura de que acabará abarrotada de paparazzi armados con teleobjetivos y muchísima determinación.
Como no puedo hacer nada por evitarlo, salvo trasladar la boda al interior o escoger una ubicación completamente diferente —y ninguna de esas opciones me apasiona—, he acabado aceptando el hecho de que tendré que tratar con la prensa y punto, y que después publicarán un sinfín de fotografías.
Hurra.
Esa fue una de las razones por las que despedimos al fotógrafo que habíamos contratado para los retratos del día de nuestro enlace. No necesito a otro personaje turbio intentando sacarle una foto a alguien que solo se está divirtiendo un poco más de la cuenta en la fuente de champán después de la boda, la verdad.
Frunzo el ceño al recordar que todavía tengo que encontrar a un fotógrafo, que ya es jueves y que la ceremonia es el sábado. «Mierda». Si no fuera mi propia boda, podría sacar las fotos yo misma. Ya puestos, supongo que podría llevar la Leica a la ceremonia…
Me quito de la cabeza esa idea absurda. Sinceramente, la correa negra de la cámara se daría de bofetadas con mi vestido.
Aun así, debería aprovechar este rato en la limusina para ser un poco productiva. Podría llamar a algunos de los posibles fotógrafos y ver si ya tienen el día reservado, pero la cabeza me da vueltas después de todos los manhattans que me he bebido y lo único que quiero es ponerme cómoda, disfrutar del trayecto y pensar que dentro de unos minutos volveré a ver a Damien.
Haber destrozado el móvil lanzándolo a la otra punta del dormitorio también supone un obstáculo en mi plan para encargarme de algún recado.
Frustrada por estar sin Damien y molesta con mi propio temperamento idiota, miro por la ventanilla y arrugo la frente porque este no es el camino que tomamos normalmente para ir a casa. Estoy a punto de apretar el botón del intercomunicador cuando suena un teléfono, algo extraño ya que no hay teléfono fijo en la parte de atrás de la limusina y, como acabo de recordar, mi iPhone está muerto.
El timbre otra vez.
Me inclino hacia delante, ladeo la cabeza y me doy cuenta de que el sonido viene del bar. Me levanto del asiento de cuero y me muevo con cuidado en esa dirección. Otro tono; identifico la cubitera como su lugar de procedencia. Levanto la tapa, miro dentro y encuentro un móvil en el recipiente que, por lo demás, está vacío.
Contesto con una sonrisa.
—¿Diga?
—Señorita Fairchild —contesta él, y su voz es grave y seductora, se derrite sobre mi cuerpo como chocolate caliente.
—Señor Stark —contesto, incapaz de ocultar mi diversión—. Qué raro que haya podido llamarme, porque no tengo teléfono.
—Ya te lo dije: siempre me encargo de lo que necesitas.
Sonrío, satisfecha y reconfortada.
—¿Dónde estás?
—No estoy contigo —dice—. Aparte de eso, ¿acaso importa?
Mi boca se curva en una sonrisa.
—No, pero te equivocas. Sí estás conmigo. Siempre estás conmigo.
Se produce una pausa antes de que Damien responda.
—Sí —dice por fin, y creo que jamás he oído pronunciar esa simple palabra cargada de tanto sentido y complejidad.
Suspiro satisfecha y cierro los ojos. Puede que no esté a mi lado, pero por el momento estoy contenta.
—Ya hemos hecho esto antes —dice—. Tú, sola en la parte de atrás de mi limusina. Yo, en otro lugar, pensando en ti. Imaginándote. Deseándote.
Trago saliva, mi cuerpo se tensa por la expectación al comprender adónde conducen esas palabras. Porque sí, ya hemos hecho esto antes… y la caricia de su voz sobre mí esa noche es uno de mis recuerdos más preciados.
—Cuéntame qué tal —pide.
—¿Aquella noche, en la limusina? —pregunto, aunque sé que no es eso a lo que se refiere.
—Esta noche, en el Raven.
—He estado viendo a los boys.
—¿Qué hacían?
Percibo un filo cortante en su voz y tiemblo un poco al recordar su promesa de que me castigaría.
—Bailar —contesto, y entonces, como me siento intrépida, añado—: Se han quitado toda la ropa y se han quedado en tanga. Llevaban el cuerpo untado de aceite. Luego se han acercado a nosotras.
—¿Cuánto?
Pienso en cómo se contoneaba el vaquero justo delante de mi cara. Recuerdo cómo se reía Jamie y cómo lo animaban Lisa y Evelyn.
—Bastante —susurro.
—Ya veo.
Se produce una pausa y me muevo nerviosa en el asiento. Siento un cosquilleo entre las piernas y mi sexo se contrae con avidez. Estoy pensando en la promesa de Damien de castigarme, y anhelo llegar a casa. Sentir sus manos sobre mí.
—¿Te has puesto caliente? —pregunta con ese tono grave, peligroso.
Estoy a punto de mentirle, pero al final no soy capaz.
—Sí —murmuro—. Pero solo porque me ha hecho pensar en ti. En tu cuerpo firme y desnudo delante de mí. Tu pecho cerca del mío. Esa fina franja de pelo que te baja hasta la polla, tan cerca de mi boca que podría lamerla. Y esos músculos impresionantes que forman una V, como una flecha que va directa al paraíso.
—Joder, Nikki.
Sonrío, satisfecha por ser capaz de provocar ese tono desgarrado en su voz.
—Pero, sobre todo, me he puesto cachonda porque estaba mirando a otros hombres. Porque estaban casi desnudos, y sabía que cuando llegara a casa y te viera…
Me interrumpo, de pronto mis bravuconadas han perdido fuelle.
—¿Qué? —pregunta—. ¿Qué sucederá cuando llegues a casa?
—Has dicho que me castigarías —digo en una voz tan tenue que no estoy segura de que me haya oído.
—¿Eso he dicho? —Percibo el deje de triunfo en su voz y me siento débil—. ¿Y cómo debería castigarte?
Me humedezco los labios.
—Quizá deberías darme unos azotes.
—Quizá sí —conviene—. ¿Te gustaría?
—Sí. —Mi voz no es más que un aliento.
—¿Por qué?
Cierro los ojos. Es una pregunta que siempre espero cuando pido dolor, y sé que después de mis sueños Damien tendrá aún más cuidado conmigo. Adoro que me comprenda tan bien, pero eso significa que tengo que decir en voz alta lo que quiero de él, y el hecho de expresar mis deseos resulta embarazoso e innegablemente excitante a la vez.
—¿Por qué, Nikki? Quiero oírte decir por qué quieres que mi mano te fustigue.
Me humedezco los labios y los obligo a envolver mis palabras.
—Por lo que siento entonces.
—Descríbemelo.
—Pequeños pinchazos de placer —digo, y mis suaves palabras se vuelven más atrevidas a medida que crepitan por todo mi cuerpo lanzando chispas como corrientes de electricidad que encienden mis sentidos—. Se funden y se convierten en calor, en deseo líquido. Hacen que me moje, Damien, tú haces que me moje. —Paro, consciente de que mis palabras lo han atrapado—. Placer y dolor, Damien, y tú eres el único en quien confío para que me dé ambas cosas.
Se queda callado unos momentos. Casi demasiado. Entonces le oigo coger aire, y luego sus palabras, lentas y claras:
—Nadie más tiene el poder de desgarrarme como tú lo haces, Nikki. Nadie puede llegarme al corazón y exprimirlo como tú. Es usted mi mundo, señorita Fairchild, y la quiero con locura.
—Lo sé —susurro.
—Pero, nena —añade, y una ligereza ilumina ahora sus palabras—, eso no cambia el hecho de que has sido mala.
—¿Ah, sí?
Ya me cuesta respirar, imagino lo que viene ahora.
—¿No lo has visto en internet?
Frunzo las cejas. No esperaba esa pregunta precisamente.
—Pues no.
—En twitter no se habla más que de tu fiesta —dice, y yo me encojo. Eso sí que debería haberlo esperado—. Supongo que mañana por la mañana estará en TMZ. El caballero que tenías, digamos, delante de las narices parecía bastante enérgico.
—Yo diría que va al gimnasio —digo con sequedad.
—Te das cuenta de que esto me pone en una situación bastante comprometida, ¿verdad?
Intento con todas mis fuerzas no sonreír.
—¿Ah, sí?
—Solo que no estoy seguro de cómo castigarte. Teniendo en cuenta tu… entusiasmo, empiezo a pensar que unos azotes no van a resultar suficiente castigo.
—¡Damien!
Me río… aunque también estoy algo preocupada. Lo que mejor define a Damien es su creatividad.
Se echa a reír, es evidente que el muy cabrón se lo está pasando en grande.
—¿Quizá debería colgar? —sugiere.
—No.
—No ¿qué? —pregunta, y oigo que se le tensa la voz.
El tono juguetón que ha marcado nuestra conversación hasta ahora se esfuma bajo la lenta llama de otra cosa. Algo caliente. Algo peligroso.
—No, señor —digo. Mi aliento queda atrapado en mi pecho y sé que ya estoy húmeda. Estoy húmeda desde el instante en que he oído su voz—. Por favor, señor. Por favor, no cuelgue.
—Seguiré aquí, pero solo si obedeces. En cuanto te saltes las reglas, termino la conversación.
—Sí, señor.
—Quítate la falda. Y las medias.
Me desabrocho la falda y me retuerzo para quitármela. La lanzo al suelo de la limusina y tiro las medias encima.
—Vale.
—¿Estás bien reclinada?
—Sí.
—¿Estás húmeda?
—Sí.
—Voy a castigarte, Nikki, como a ti te gusta. Voy a hacer que te corras. Voy a hacer que estalles.
Cierro los ojos y echo la cabeza hacia atrás, perdida en el poder de sus palabras.
—Pero no será rápido. —Entonces se detiene. Luego añade—: Dime si estás muy mojada.
—Mucho.
—No, así no. Quiero que te toques. Solo con un dedo. Imagina que es mío.
—Estoy mojada.
—Ahora deslízalo hasta el lugar en que tus muslos se tocan —ordena—. Déjame sentir lo sedosa que tienes la piel. Suave. Tentadora.
Hago lo que me dice, temblando tanto por el dulce roce como por la fantasía que implica para Damien.
—No te toques el clítoris —dice, y aunque no hay nada que desee más, obedezco—. Venga, descríbemelo.
—Ya te lo he dicho, estoy muy mojada.
Se ríe.
—Me alegro mucho de oírlo. Dime, ¿qué hay en la bolsa regalo?
—No lo sé. Espera.
Tiro de la bolsa para acercarla y miro dentro.
—Un antifaz, un vibrador, una especie de aceite, esposas, un vídeo.
—¿Aceite?
—Sí. —Saco la botellita y leo la etiqueta—. Aceite sensual.
—Interesante. Ábrelo.
—Es que… Vale. —Rompo el sello y desenrosco el tapón. Al instante percibo el aroma de las especias—. Huele un poco a menta. No hay instrucciones.
—Échate unas gotas en el dedo —ordena—. Luego acaríciate el clítoris.
—¿Lo dices en serio?
—¿Quieres que cuelgue?
—De acuerdo. Está bien. Enseguida.
No estoy del todo segura de qué lleva este líquido, pero supongo que, si está en una bolsa que me ha comprado Jamie, debe de ser divertido. Me echo una gota en el dedo y lo hago resbalar por mi clítoris. Estoy tan sensible que hasta esa leve caricia consigue que me estremezca.
—¿Y bien? —pregunta Damien.
Inclino la cabeza, esperando algún tipo de sensación nueva.
—Nada.
—Hum. Bueno, está bien, sigamos. ¿El vibrador tiene pilas?
Lo pruebo y descubro que ronronea agradablemente en mi mano.
—¡Sí! —digo, y enseguida me callo. He sonado demasiado entusiasmada y por la carcajada de Damien sé que los dos lo hemos notado y lo hemos comprendido.
—Y el antifaz —dice—. Venga, póntelo.
—De acuerdo. —Lo deslizo por mi cabeza y el mundo oscurece—. Vale, ya… ¡Joder! —El aceite que yo creía que no hacía nada está haciendo bastante más que eso—. Ese aceite me… Bueno, es muy… Caray.
—Descríbemelo.
—Es como de menta —intento explicar—. Como si tú chupases uno de esos caramelos extrafuertes y luego me comieses toda. Oh, joder. Es una pasada, estoy muy sensible, oh, dios, Damien, por favor.
—Por favor ¿qué?
—Todo. Algo. —Me remuevo, lo único que deseo es aliviar esta presión creciente, esta sensación tan insistente—. Por favor, señor, ¿puedo tocarme?
—Claro que sí. Vamos a usar el vibrador. Tus dedos. Voy a decirte cómo tienes que tocarte, nena. Y tú vas a dejar que oiga cómo te corres.
Me inunda la gratitud. He estado sosteniendo el teléfono, pero ahora conecto el altavoz y lo dejo a mi lado mirando lo justo por debajo del antifaz para apretar los botones correctos.
—Desliza la mano por un muslo —dice— y luego acaríciate el clítoris con suavidad. ¿Lo estás haciendo?
—Sí. —Casi no puedo hablar.
—¿Puedes encender el vibrador?
—Creo… creo que sí.
—Fóllate con él, cariño. Quiero que te lo metas dentro. Quiero que imagines que soy yo. Que te sujeto, que te follo, que me hundo en ti hasta el fondo.
«¡Dios mío!» Me muevo a tientas, excitada, desesperada, derretida de pasión. Me paso el vibrador a la mano derecha y me acaricio el clítoris con la izquierda. El aceite es maravilloso y…
—Estoy a punto —digo—. Dios mío, Damien, ya estoy a punto.
—Lo sé, cariño. Córrete hasta el final para mí. Déjame oírte.
—Me…
Pero ya no puedo hablar.
He hecho lo que me ha dicho y el vibrador me llena por dentro. La doble sensación de la vibración y de mi dedo acariciándome el clítoris junto con la fantasía de Damien y su voz al teléfono, que sigue diciendo «Córrete, nena, córrete para mí», resulta demasiado abrumadora. Echo la cabeza hacia atrás y muevo las caderas. He perdido de vista todo menos esa necesidad de liberación que está tan cerca, tan y tan cerca, y entonces…
Estallo y al mismo tiempo grito el nombre de Damien.
—Eso es, cariño —dice—. Eso es. Sigue tocándote. No pares. No pares, nena, puedes correrte otra vez.
He apagado el vibrador y lo he lanzado al asiento, pero hago lo que me dice y sigo acariciándome. Estoy tan, pero tan húmeda… Húmeda y muy abierta, y no deseo otra cosa que tener a Damien aquí.
Todavía llevo el antifaz, pero oigo el sonido mecánico de la pantalla de privacidad que empieza a descender.
«¿Qué demonios…?»
—¡Damien!
—Yo también lo oigo. Debe de ser la pantalla de la limusina. No pares. Tú no pares. No juntes las piernas. Quédate así, nena. Bien abierta.
—¿Estás loco?
«¡Edward!»
—Me parece que estábamos de acuerdo en que había que castigarte.
—¡No!
Junto las piernas todo lo que puedo y me arranco el antifaz a la vez que me lanzo hacia un lado para no obstruir la visión del conductor. Y al hacerlo me doy cuenta de que no es Edward quien va al volante, sino Damien.
Se vuelve para mirarme, y yo tomo profundas bocanadas de aire mientras intento reconciliar el miedo, el alivio y la rabia.
—Cabrón —digo por fin, aunque con eso me quedo más que corta.
—Vuelve a sentarte en el centro.
—¿Y si no quiero?
—Tú misma.
Empieza a levantar la pantalla de privacidad.
—Está bien.
Me he cabreado pero no soy estúpida. Y sí, todavía estoy caliente.
Mientras él baja la pantalla, yo vuelvo al centro.
—Ábrete de piernas —dice, y cuando lo hago él ajusta el retrovisor—. Esa sí que es una vista preciosa.
Su voz está cargada de adoración y hace que me sienta hermosa. A pesar de mostrarlo todo, a pesar de las cicatrices de mis muslos, Damien hace que me sienta la mujer más bella del mundo, y esa es solo una de las razones por las que lo quiero.
—Ábrete más —insiste.
Accedo, y entonces lo oigo inspirar muy hondo. Puede que esté jugando conmigo, pero no puede negarse que también él se ha puesto a cien.
—¿Está excitada, señorita Fairchild?
—Sí —admito—. Salvo por ese momento de terror, sí.
—Deberías conocerme mejor. Y escuchar mejor cuando hablo.
—¿Escuchar mejor? —Entonces caigo—. La bolsa. ¿Cómo ibas a saber lo de la bolsa regalo si no estabas en el coche?
—Exacto. Te he dado una pista. No es culpa mía que estuvieras demasiado distraída para atar cabos.
Consigo sonreír con complicidad.
—En realidad, creo que sí es culpa tuya.
Damien vuelve a reír.
—Tal vez.
Empiezo a cerrar las piernas.
—Oh, no, señorita Fairchild. Así es como irá sentada el resto del trayecto. Es su castigo… y mi recompensa —añade antes de dar unos golpecitos en el retrovisor.
—En tal caso… —digo, y me quito el jersey, la blusa y el sujetador.
—Madre mía, Nikki —exclama Damien al verme desnuda en el asiento trasero, de pronto tan segura de mí misma.
—He pensado que merecías una buena recompensa. A fin de cuentas te la has ganado. Vamos, que te has pasado toda la tarde en una limusina vacía mientras yo estaba ahí dentro, bebiendo y viendo a tíos buenos.
—Será mejor que no me recuerdes tus infracciones —advierte—. Y lo cierto es que no he estado aquí sentado sin hacer nada.
—¿Ah, no? —Me chupo la punta del dedo y trazo lentos círculos alrededor de un pezón. Estoy bastante segura de que oigo un gruñido grave procedente del asiento del conductor—. Y ¿qué has estado haciendo?
—Tú estabas con las chicas —dice con una voz forzadamente tensa—. Yo he estado con los chicos.
—¿Con los chicos?
Dejo que mi dedo se deslice hacia abajo, cada vez más abajo. Despacio, acaricio mi sexo y de pronto introduzco el dedo hasta el fondo para después retirarlo y excitarme el clítoris con él.
He empezado este pequeño espectáculo para atormentar a Damien, pero también me atormento a mí misma.
—Bueno, y ¿con quién has estado?
Sinceramente, empieza a hacérseme difícil pensar.
—Con Alaine, Charles, Preston. Joder, Nikki, ¿te haces una idea de lo dura que se me ha puesto?
Me permito el placer de ofrecerle una sonrisa satisfecha.
—¿Alguien más?
—Ryan, Evan, Blaine. Unos cuantos más.
—Mmm.
Me obligo a no dejarme llevar, no quiero correrme aún. Quiero tenerlo cachondo y con una buena erección. Quiero darle la vuelta al castigo y torturarlo a él.
Quiero tener el control.
—Bueno, pues… cuéntame algo de Evan. Jamie se lo comía con los ojos.
—Dile que no se acerque a él —contesta Damien con severidad, y mi mano se detiene.
—¿Por qué?
—En realidad, lo retiro. No le digas nada. Conociendo a Jamie, decirle que no se acerque a él solo serviría para provocarla.
—Está bien —accedo—. Pero ¿por qué? ¿Qué le pasa?
—No le pasa nada, mierda. Me cae muy bien, pero tiene un punto.
—¿Un punto? ¿Qué clase de punto?
—Un punto peligroso.
—Ah. —Quiero preguntar más, pero sé muy bien que no me conviene intentar sonsacarle a Damien información que no quiere dar—. Para serte sincera, me parece que la admiración de Jamie era más contemplativa que activa. Estoy bastante segura de que le ha echado el ojo a otro tío.
—¿A quién? —pregunta Damien.
Me encojo de hombros. No contesto, aunque estoy pensando en Ryan.
Por un momento creo que Damien seguirá insistiendo, pero lo único que dice es:
—Ya hemos llegado.
Miro por la ventanilla y veo que hemos entrado en el aparcamiento de un autocine. Me río con ganas.
—¿Dónde estamos? —pregunto mientras vuelvo a ponerme la falda y la blusa.
No me molesto en recoger el sujetador y la ropa interior. Por el momento me parecen superfluos.
—En el Vineland Drive-in, City of Industry.
—¿No tienes que pagar?
—He llamado antes para arreglarlo todo.
—Lo habías planeado desde el principio —digo, lo cual es más o menos afirmar lo evidente—. ¿Por qué?
Abre su puerta, baja del coche y se viene conmigo a la parte de atrás.
—¿Por qué? —repito.
—Para que pudiéramos montárnoslo dentro del coche en un autocine —dice simplemente.
Me río porque, a pesar de lo cursi que suena, es una idea que también resulta excitante.
—Qué interesante. Creo que va a gustarme mucho.
—¿Va a gustarte?
Alarga una mano y empieza a desabrochar la blusa que acabo de volver a ponerme. Me inclino hacia la consola para levantar la pantalla de separación.
—No —dice mientras me arranca la blusa.
—¡Damien!
Sus dedos desabrochan el botón de mi falda y luego tiran de la cremallera.
—¿De verdad crees que alguien va a subirse al capó, pegar la cara al cristal e intentar ver lo que sucede aquí detrás?
—Podrían hacerlo —contesto, aunque estoy de acuerdo en que es muy poco probable.
—No lo harán, pero ¿no te excita esa posibilidad? —Desliza su mano por debajo de mi falda—. Sí —dice—, estás mojada.
Me paso la lengua por los labios, negándome a admitir la excitación que se está acumulando dentro de mí.
—Ya estaba húmeda —digo.
—Hum…
Siento que se me sonrojan las mejillas.
—Creía que no te gustaba el sexo en público.
—Y no me gusta. No es eso lo que vamos a hacer. Estamos en una limusina. No nos ve nadie, pero me gusta la fantasía —admite. Se inclina hacia delante para besarme y entonces mete dos dedos dentro de mí—. Y a ti también.
—Sí, me gusta —reconozco, porque es verdad, pero también porque no quiero tener secretos con Damien—. Tú eres mi fantasía, Damien. Ya lo sabes, ¿verdad?
—Y tú la mía —dice después de besarme con dulzura—. Somos afortunados. Nuestras vidas han pasado por tantas encrucijadas en las que hemos tomado el camino equivocado… y, aun así, todas ellas, todos esos horrores, todos esos días que queremos olvidar, la suma de todo ello da como resultado este momento. Tú en mis brazos. —Me acaricia el cabello y veo su expresión de ternura—. No me arrepiento de nada del pasado, Nikki. Y cuando estoy contigo, lo único que veo es el futuro.
—Damien —digo; una palabra suave como una oración.
—¿Sí?
—Bésame.
—Lo que tú quieras, mi vida —dice antes de acercar sus labios a los míos.
Y me abandono a la felicidad absoluta entre sus brazos.