—Cupcakes. —La voz de mi madre no denota nada, pero su sonrisa es descarada y falsamente cortés.
Está hablando con Sally Love, la propietaria de Love Bites Bakery. Es una de las pastelerías más conocidas de Beverly Hills. Sally ha preparado dulces para cientos de celebraciones de famosos, ha salido en todas las revistas de gastronomía y repostería conocidas por la humanidad y hace mucho que es amiga de Damien. Además, es una artista con las coberturas dulces y trabajar con ella es un placer.
Me aterra que mi madre pueda ofenderla.
Su sonrisa se estira más aún.
—¡Qué idea tan encantadora! ¿La sugeriste tú? —le pregunta a Sally.
—Yo creo en el trabajo con los clientes para descubrir qué quieren exactamente y conseguir que su acontecimiento no solo sea especial, sino también personal y único.
—Dicho de otro modo, que no te sientes obligada a cumplir con la tradición ni con las expectativas sociales…
Sus palabras son venenosas, pero su tono y sus modales son tan educados que resulta difícil discernir si está siendo insultante a propósito o si solo pretende dar conversación. Yo sé la respuesta porque conozco a mi madre, así que intervengo y contraataco con mi propia sonrisa insolente.
—La idea de los cupcakes me tiene enamorada del todo. Lo vi en una revista y me pareció la forma perfecta de combinar tradición y fantasía. —Me vuelvo hacia Sally y excluyo a mi madre con toda intención—. Así que el último piso ya lo tenemos resuelto, ¿verdad?
Ella sonríe y con sus prominentes mofletes rosados me hace pensar en la esposa de Santa Claus y en las galletas de Navidad. Puede que solo tenga diez años más que yo, pero desprende algo maternal y tranquilizador. Comprendo por qué le encargan tantas tartas nupciales. Es capaz de calmar a una novia nerviosa con solo mirarla.
—Eso ya está resuelto, sí —asegura—, pero ahora tenemos que delimitar las opciones de los cupcakes.
El plan es colocar pastelitos de un sabor diferente en cada piso para que así los invitados puedan elegir su preferido. También habrá más cupcakes repartidos por toda la mesa, por si alguien quiere repetir, mezclados con muy buen gusto entre las flores silvestres que le he encargado a la florista. Margaritas, girasoles y escrofularias, en recuerdo del increíble ramo que Damien me envió después de la noche en que nos conocimos.
Sally asiente en dirección a la mesa que está elegantemente vestida al fondo del escaparate con un mantel blanco, y en la que veo una hilera de diez pasteles diminutos.
—He pensado que te gustaría refrescar la memoria.
Me echo a reír.
—Aunque ya me hubiera decidido, sabes que me sentaría a probarlos todos.
Miro a mi madre mientras vuelvo la cabeza en dirección a la mesa.
—¿Quieres probarlos tú también? Están todos deliciosos.
Levanta las cejas hasta el techo y me pregunto cuándo fue la última vez que mi madre ingirió un hidrato de carbono que no procediera de una hoja de lechuga o una copa de vino.
—Creo que no.
Me encojo de hombros.
—Tú misma —digo, y veo que se le fruncen los labios mientras me siento a la mesa—. Más para mí.
El primer cupcake es un pastel de queso en miniatura. Es el preferido de Damien, así que me reprimo y no lo pruebo porque quiero preguntarle a Sally si puedo llevármelo a casa para él. Se me ocurren toda clase de negociaciones interesantes que podríamos entablar si a él le apeteciera regatear por el pastelito de queso.
Sonrío al probar el siguiente, no porque me apasione el bizcocho «terciopelo rojo», sino porque ya estoy imaginando todas esas posibilidades. A continuación, uno de un chocolate intenso y exquisito que saboreo con un gemido que casi resulta sexual.
Sally se ríe.
—Ese pastel consigue muchas reacciones como esa.
—Se queda, vaya si se queda —digo, y entonces pongo una sonrisa traviesa—. De hecho, creo que te pediremos que nos prepares una docena para la luna de miel.
Nos echamos a reír y Sally me pregunta adónde iremos. Le explico que incluso para mí es un secreto, una de las sorpresas de Damien Stark, y de pronto mi madre se nos acerca desde la otra punta con un repiqueteo de sus tacones de aguja. Se detiene frente a mí y consigue poner punto final a mi momento de camaradería nupcial con Sally.
—Chocolate, amarillo, blanco —enumera—. Bizcocho, pastel de queso. Si insistes en hacer lo de los cupcakes, por lo menos limítate a sabores tradicionales.
—No sé —digo mientras pruebo un segundo bocado del cupcake que estoy valorando—. Este, ¿de calabaza?, está para morirse.
—Tiene mucho éxito —comenta Sally—, pero prueba el de fresa.
Mi madre alarga una mano y me arrebata el tenedor. Soy tan tonta que por un momento pienso que va a unirse a nosotras en la degustación, pero lo único que hace es apuntarme con las púas.
—De verdad, Nichole —dice con un retintín que no deja lugar a dudas de que he cometido algún pecado atroz—. ¿Estás intentando destrozar tu boda? ¿Es que no piensas en tu cintura? ¿En tus caderas? ¡Por no hablar de tu piel!
Se vuelve hacia Sally, que a todas luces lucha por borrar la expresión de horror y consternación de su rostro.
—Nichole tiene un corazoncito de oro —dice mi madre en un tono que prácticamente rezuma azúcar—, pero no es una niña que pueda comer pastel y luego embutirse en una prenda que marque tanto la figura como un vestido de novia.
—Nikki es una joven encantadora —replica Sally con rotundidad— y no tengo la menor duda de que estará deslumbrante en su boda.
—Claro que sí —afirma mi madre.
Oigo su voz cada vez más lejos de mí. Como si estuviera alejándome, internándome en un túnel que me separa de ella, de Sally, de todo.
—Para eso estoy yo aquí —sigue diciendo con palabras más que razonables—. Mi hija es consciente de que no sabe controlarse con todo lo que es malo para ella… Los pasteles, los caramelos, los hombres —explica en un aparte—. Y yo siempre he estado a mano para ayudarla a no perder el premio de vista.
—Entiendo —dice Sally, y tengo la sensación de que entiende más de lo que le gustaría a mi madre.
En cuanto a mí, aun en las profundidades del pozo en el que he caído, hiervo de rabia. Quiero saltar de mi silla y gritarle a mi madre que nunca me ha ayudado, que solo me ha manipulado. Que no le interesa lo que yo quiero, sino únicamente el aspecto que tengo y cómo actúo y si la imagen que ofrezco está a la altura del apellido Fairchild: un apellido que ya no vale ni la mitad desde que ella se puso al frente de la familia… y hundió el negocio petrolero que heredó a la muerte de mi abuelo.
Quiero decirle todo eso pero me callo. Sigo aquí sentada, con una sonrisa artificial en la cara, odiándome por no hacer nada. Por no mandarla a la mierda y decirle que se vuelva a Texas.
Sin embargo, aún me odio más porque he cogido el segundo tenedor y mi mano lo aferra por debajo de la mesa. Las púas presionan el fino tejido de mi falda y se hunden en mi pierna. No quiero; sé que tengo que parar, levantarme, salir de aquí de una maldita vez si hace falta… Pero toda la fuerza que ha ido creciendo en mi interior durante estos últimos meses se ha dispersado como las semillas de un diente de león ante una ráfaga de viento despiadado.
—Nikki… —empieza a decir Sally.
No soy capaz de discernir si la preocupación de su voz la causa el discurso de mi madre o si es que ha visto alguna señal de mi lucha interior. Aun así, no importa, porque la campanilla electrónica de la puerta interrumpe sus palabras.
Levanto la mirada y entonces respiro hondo. El túnel desaparece y recupero la visión. Se me cae el tenedor al suelo y me doy cuenta de que me he puesto de pie.
Es Damien… y viene como una bala hacia mí.
Rodeo la mesa; ya no me importa nada más. Se detiene frente a mí con expresión dura; su mirada es cálida pero preocupada.
—Resulta que al final he podido encontrar un hueco para lo del pastel.
Intento no sonreír, pero las comisuras de mis labios tiran hacia arriba y siento las lágrimas de alivio que nacen en mis ojos.
—Me alegro.
Alarga una mano y me acaricia la mejilla.
—¿Estás bien?
—Perfectamente —contesto—. Al menos ahora.
La inquietud de mi mirada se disipa y sé que Damien me cree. Toma mi mano y luego se vuelve hacia mi madre.
—Señora Fairchild. Qué agradable sorpresa —dice con esa clase de voz que, de tan cortés, insinúa que no hay nada ni remotamente agradable en esa sorpresa en concreto.
—Señor Stark, Damien, yo… —Se interrumpe de repente, lo cual me divierte.
Mi madre rara vez se queda sin habla, pero la última ocasión en que Damien y ella se vieron, él la echó y consiguió librarnos de su presencia enviándola de vuelta a Texas en uno de sus aviones. Eso fue antes de que mi madre empezara a soltar todas esas barbaridades que cuenta sobre nosotros desde entonces. No puedo evitar preguntarme si no temerá que esta vez su viaje de vuelta desde California sea bastante menos agradable.
Damien, con todo, es la viva imagen de la buena educación.
—Ha sido usted muy amable en acompañar hoy a Nikki. Creo que los dos sabemos lo mucho que valora su opinión.
Aunque cuesta percibirlo, los ojos de mi madre se abren más. Me doy cuenta de que quiere contestar, atacar con un dulce aguijón de palabras que podría clavarse en él tan hondo como lo han hecho las cuchillas en mí, pero es evidente que no encuentra palabras. No me sorprende. Mi madre es tremenda, pero Damien lo es aún más.
La expresión de su rostro pasa de la consternación a la sorpresa cuando Jamie irrumpe en la pastelería como un tornado.
—¡Ya estoy aquí! ¡Ya estoy aquí! ¡Ponedle un «presente» a la dama de honor!
Por un momento creo que realmente solo ha venido porque me prometió que intentaría llegar a Love Bites a tiempo, pero al ver que no es a mí a quien mira primero, sino a Damien, me doy cuenta de que la ha llamado él… y que también forma parte del Séptimo de Caballería.
Un instante después, Ryan Hunter, el jefe de seguridad de Damien, entra corriendo y frena en seco cuando ve al señor Stark; luego retrocede hacia la puerta con la mirada fija en mi madre, como si fuera una bomba a punto de estallar. La risa burbujea en mi garganta. Con mi madre nunca me sentí querida. Damien hace que me sienta amada, protegida y segura.
Comprendo lo que ha sucedido, desde luego. Tony ha llamado a Damien. Como estaba en Palm Springs, Damien ha llamado tanto a Jamie como a Ryan para asegurarse de que hubiera alguien conmigo que pudiera contrarrestar la presencia de mi madre. Le aprieto la mano y muevo los labios formulando un mudo «gracias». Las palabras son simples; los sentimientos, no.
Él me corresponde el apretón, pero toda su atención está puesta en mi madre. También yo la miro y, al hacerlo, me doy cuenta de que Sally se ha retirado con elegancia y ha dejado el drama de la tienda por la relativa paz del obrador.
La voz de Damien es firme al dirigirse a mi madre.
—Entre Jamie y yo creo que tenemos el asunto resuelto. Seguro que usted querrá deshacer las maletas. ¿Por qué no la acompaña al hotel mi jefe de seguridad?
—No sea bobo —dice mi madre—. Estoy encantada de quedarme. —Me sonríe y a mí se me encoge el estómago—. Quiero pasar algo de tiempo con mi hija.
—Estupendo —dice Jamie—. Hoy es su despedida de soltera. —Consulta el reloj—. De hecho, se supone que tenemos que reunirnos con las demás chicas en el Raven dentro de una media hora. Es un club de boys —susurra—. Será fantástico. ¿Le apetece venir?
Mi madre la mira con los ojos fuera de las órbitas, y yo tengo que hacer uso de todas mis fuerzas para no echarme a reír. Sé que Jamie bromea —le pedí explícitamente que no me organizaran ninguna despedida—, pero en este momento casi merecería la pena pasar el mal trago.
—Hum, no. Gracias. Tengo que… —Su mirada fulmina a Damien—. Supongo que debería instalarme.
—Siempre tengo una suite en el Century Plaza —dice él—. Insisto en que se aloje usted allí.
—Oh, no. No quisiera ocasionar ningún problema.
Damien no dice lo que sé que está pensando: «Eso ya lo ha hecho». Al contrario, la obsequia con la más formal de sus sonrisas corporativas.
—No es ningún problema. De hecho, su coche ya está allí y la hemos registrado en recepción.
Veo el desconcierto en el rostro de Jamie: era ella la que estaba hospedada en la suite del Century Plaza.
—Ah, vaya. Bueno, pues nada. —Mi madre se vuelve hacia mí—. Te acompañaré mañana a la prueba final del vestido —dice.
Arrepentida, recuerdo que con los nervios le he recitado toda mi planificación de la semana mientras conducía de Malibú a Beverly Hills.
—Claro —replico, aunque en realidad lo que quiero es gritar que preferiría estar muerta a tener a esa mujer metida en la cabeza mientras me pruebo mi vestido de novia—. Será genial.
Damien me mira con actitud interrogante y yo contesto encogiéndome de hombros. Una parte de mí quiere que se entrometa y la envíe de vuelta por donde ha venido. Pero, claro, es mi madre, así que otra parte de mí, esa parte secreta y escondida que no me gusta sacar a pasear ni examinar muy de cerca, quiere que esté en mi boda. Quiere que mi madre me abrace y me diga que lamenta todos estos años de horror y tragedia.
Lo quiero, pero no lo espero. Aun así, la llama de la esperanza sigue viva y la siento titilar en mi interior.
—Ryan la acompañará —le dice Damien a mi madre.
Miro a Ryan y veo que aparta la mirada de Jamie para dirigirla a su nueva responsabilidad. Me vuelvo hacia Jamie. Su expresión sugiere que no se da cuenta de las atenciones de Ryan, pero sus mejillas tienen un color nada habitual y, mientras observa a Ryan sacando a mi madre por la puerta, no puedo evitar preguntarme qué sucede entre esos dos.
Jamie se acerca a la mesa para ponerse a mi lado, después coge el cupcake de terciopelo rojo con los dedos y le da un buen mordisco.
—Eres consciente de que no pienso compartir una suite con tu madre, ¿verdad?
Me echo a reír.
—Ninguna de las dos sobreviviría.
—Le he dicho a Tony que recogiera tus cosas cuando ha ido a dejar el coche de la señora Fairchild —explica Damien—. Te quedarás con nosotros en Malibú.
Jamie alza un puño en señal de victoria.
—¡Toma ya!
Mi sonrisa es tan enorme que casi duele.
—Gracias por guardarme las espaldas —le digo a Damien.
—Siempre. —La dulzura de su mirada se endurece un poco—. ¿Quieres que la envíe de vuelta a Texas?
Casi respondo que sí, pero entonces niego con la cabeza.
—No. Voy a casarme y ella es mi madre. Soy lo bastante fuerte para soportarlo —digo en respuesta al reproche de su mirada.
—Sí que lo eres —asegura.
—Además, ha habido un momento…
Sacudo la cabeza pensando en la forma en que ha hablado sobre la boda de Ashley y la vulnerabilidad que he visto en sus ojos.
—¿Qué?
—Es que creo que, a pesar de todas las tonterías de Elizabeth Fairchild, una parte de ella sí desea estar conmigo el día de mi boda.
Damien apoya las manos en mis hombros y, por un instante, solo me mira a mí. Después se inclina y apresa mi boca con el más dulce de los besos. Cuando se aparta, espero que me lleve la contraria. Espero que me recite una lista pormenorizada con todas y cada una de las atrocidades que me ha hecho… que nos ha hecho mi madre. Espero que mencione a su padre, a quien ninguno de los dos quiere en esta boda. Joder, casi espero que me haga entrar en razón.
—Ten cuidado —me dice en cambio. Nada más.
Trago saliva y asiento con la cabeza porque sé que no se equivoca.
La campanilla de la puerta vuelve a sonar y esta vez no conozco al hombre que entra. Está como un tren. Tiene el cabello oscuro con algunos reflejos dorados y pelirrojos, y se mueve con una seguridad estilo Damien Stark. Cuando su mirada recorre la sala, percibo tanto cálculo como inteligencia en sus perspicaces ojos grises.
—Deberíamos acabar con Sally y dejarla libre —le digo a Damien—. Tiene otros clientes de los que encargarse.
—Seguro que sí —contesta—, pero Evan no es uno de ellos. Viene conmigo.
—¡Venga ya, joder! —exclama Jamie—. ¿Es que viajáis en manada?
Damien frunce el ceño y yo casi me echo a reír. No hay muchas personas capaces de descolocar al señor Stark.
—¿A qué te refieres? —pregunta.
—Da lo mismo —contesta Jamie, que agita la mano como para borrar sus palabras.
Aun así, se vuelve hacia mí y yo asiento disimuladamente con la cabeza. La he entendido a la perfección, porque ese tío está que quita el hipo. Puede que no tanto como Damien Stark, y lo creo fielmente, pero está cañón.
—Evan Black, permite que te presente a mi prometida, Nikki Fairchild, y a su mejor amiga, Jamie Archer.
Evan cruza la sala con un par de zancadas para acercarse a nosotros. Me estrecha la mano a mí y luego a Jamie. No puedo evitar darme cuenta de que ella la retiene un segundo más de lo necesario.
—Felicidades —me dice Evan—. La primera vez que Damien me habló de ti supe que algún día acabaríais casados. Os deseo lo mejor.
—Gracias —contesto, y miro a Damien con curiosidad, puesto que nunca me había hablado de este hombre.
—Conozco a Evan desde hace años —explica—. Vive en Chicago. Tomamos una copa juntos hace unos meses, cuando viaje allí —añade.
—Nos conocimos una vez en que los dos intentábamos quedarnos con un negocio que se iba a pique —interviene Evan.
—Y ¿quién se lo llevó? —pregunto.
—Damien —dice Evan sin pesar—, pero hoy me toca a mí.
Mi expresión debe de dejar claro que no sé a qué se refiere.
—Evan va a comprar las galerías —dice Damien; se refiere a las galerías de arte que Giselle Reynard le transfirió hace poco—. Hemos estado en Palm Springs echando un vistazo a los artículos almacenados, y Evan se pasará mañana por Malibú para comprobar el stock principal.
—Hay varias cosas más de las que tengo que ocuparme mientras esté aquí —dice Evan—, pero es un honor que me hayáis invitado a la boda. Me alegro mucho por los dos.
—Gracias —digo, y me doy cuenta de que Jamie sigue mirándolo con interés.
Y es algo que hay que cortar de raíz. No solo porque se supone que Jamie está alejándose de los hombres, sino porque, teniendo en cuenta que Evan es de Chicago, no podría ser más que un polvo rápido. Y eso es justamente lo último que necesita mi mejor amiga.
Jamie saca su móvil, hace una mueca y luego me mira.
—Tenemos que darnos prisa —dice—. Vamos a llegar tarde.
—¿Tarde? ¿Adónde?
Pone cara de enfado.
—Ya te lo he dicho. Hemos quedado con las chicas en el Raven —añade, refiriéndose al club de boys de Hollywood.
—El Raven… —repite Damien levantando las cejas.
—Hum, ¿perdona? —dice Jamie—. Despedida de soltera. Alcohol. Tíos macizos semidesnudos. —Lo mira de arriba abajo—. No es que le falte de eso en su vida, pero bueno, aun así. Esta es su noche para ser traviesa.
—Pero si casi no es ni la hora de comer —comento yo como una tonta.
—Ya lo sé —dice Jamie—. Ahora es cuando hay menos gente. Más atención para nosotras.
«Madre mía».
Le lanzo una mirada a Damien, pero esta es una de las pocas veces en que no consigo interpretar su expresión. Mis ojos se desplazan hacia Evan. A él es más fácil leerle el pensamiento, porque ni siquiera intenta disimular lo bien que se lo está pasando.
—Os dije que no quería ninguna despedida de soltera —protesto—, y hoy tengo cosas que hacer. La música, el fotógrafo… —enumero, pero enseguida hago un mohín al ver que Damien levanta las cejas.
«Mierda». Acaba de pillar de lleno mi pequeña mentira de esta mañana.
—Y también tengo que asegurarme de la confirmación de las flores —añado a toda prisa—. Tengo que…
—Relajarte con tus amigas —dice Jamie—. Venga, Nikki. Con música o sin música, con fotografías o sin ellas, cuando llegue la noche del sábado tú ya estarás casada. Jamás volverás a tener la oportunidad de salir siendo una soltera sexy. Así que vamos a hacerlo. Soy tu dama de honor e insisto. —Mira a Damien—. Lo siento, tío. Lo pone en el manual de la mejor amiga.
—Seguro que sí. —Se vuelve hacia mí con una expresión implacable—. Tengo que hablar contigo un momento a solas.
Le lanzo a Jamie una de esas miradas capaces de aniquilar a un ejército entero y luego sigo a Damien a un rincón al otro lado de la pastelería. Estamos junto a una vitrina llena de pasteles de boda con decoraciones fantásticas. Me los quedo mirando, pero entonces deseo no haberlo hecho porque lo único que consigo es que me recuerden lo deprisa que se nos viene encima la tarde del sábado. Y, aunque la entrada que ha protagonizado Damien hace solo unos momentos ha sido como la llegada del Séptimo de Caballería, ahora las punzadas del estrés y los nervios vuelven a atacar. Porque Jamie tiene razón: podría ser la última ocasión para desmelenarme con mis amigas.
Sin embargo, no quiero que Damien se moleste. Nunca hemos sacado el tema, pero estoy convencida de que no piensa aceptar tan alegremente la idea de que otro tío se me acerque tanto y de una forma tan explícita. Además, ambos sabemos que, aunque insistamos en atenernos a las reglas, Jamie se asegurará de que nos las saltemos todas.
—No ha sido idea mía —digo.
—Pero quieres ir. —Habla en voz baja, sensual… y me está poniendo nerviosa porque no consigo adivinar lo que le pasa por la cabeza.
—Yo ni siquiera lo sabía.
Enreda un mechón de mi cabello entre sus dedos, después lo suelta mientras desliza el pulgar por la curva de mi mandíbula y me acaricia el labio inferior.
Se me abre la boca y siento que mi cuerpo se afloja y siente anhelo. En este mundo no hay nadie que haya tenido jamás el efecto que tiene Damien en mí, y ahora mismo no hay nada que desee más que acurrucarme en sus brazos y perderme en sus besos.
No es ahí, sin embargo, adonde nos conduce el momento.
—Ve —dice—. Diviértete con tus amigas.
Pestañeo.
—¿De verdad?
Damien suelta una risita.
—¿Crees que te negaría una experiencia de boda completa?
—Bueno, no, pero el Raven…
Me quedo sin voz, porque, a ver, ¿qué puede decirse sobre unos tíos buenos que bailan en tanga?
—Hum. Ah, sí, en cuanto a eso… —Se acerca más. Su ardor es tan tangible que lo siento crepitar—. Ve. Diviértete y, cuando vuelvas, cuéntamelo todo.
Me paso la lengua por los labios.
—¿Todo?
Se inclina tanto hacia delante que su boca roza mi oreja.
—Hasta el último detalle, cariño. Diviértete todo lo que quieras y, cuando vuelvas a casa —añade mientras su mano desciende para asirme el trasero—, ya decidiré si solo tengo que darle unos azotes a este precioso culito o si vas a necesitar un castigo más riguroso para que recuerdes que me perteneces absoluta, completa e irrevocablemente.
Se aparta de mí para mirarme a los ojos, y el deseo que veo en ellos casi consigue que me corra ahí mismo.
—¿Nos hemos entendido?
Asiento.
—¿Qué quiere decir eso?
—Que sí —digo, y entonces le sostengo la mirada con ojos desafiantes—. Sí, señor.
La comisura de sus labios tiembla. Me coge de la mano y me atrae hacia él, luego posa un dulce beso en mi boca.
—Solo para que lo sepa, señorita Fairchild —susurra—. En el fondo estoy deseando que esta tarde con sus amigas sea usted muy, pero que muy mala.